Connie Willis, Relato Corto

Incluso la Reina – Connie Willis

El teléfono sonó cuando estudiaba la petición de la defensa solicitando desestimar el caso.
—Es el tono universal —me dijo mi ayudante Bysshe, yendo a descolgar—. Probablemente sea el acusado. En la cárcel no te dejan usar tonos de firma personalizados.
—No, no lo es —dije—. Es mi madre.
—Oh. —Bysshe acercó la mano al receptor—. ¿Por qué no usa su tono de firma?
—Porque sabe que no quiero hablar con ella. Se debe de haber enterado de lo que ha hecho Perdita.
— ¿Tu hija Perdita? —preguntó, sosteniendo el auricular contra el pecho—. ¿La que tiene una niña pequeña?
—No, ésa es Viola. Perdita es mi hija menor. La que no tiene sentido común.
— ¿Qué ha hecho?
—Se ha unido a las Ciclistas.
Bysshe me miró sin entender, aunque inquisitivo, pero no tenía ganas de iluminarle.
Ni ganas de hablar con madre.
—Sé exactamente lo que madre va a decirme. Me preguntará por qué no se lo conté y luego exigirá saber qué voy a hacer al respecto. Y no puedo hacer nada o ya lo habría hecho, evidentemente.
Bysshe me miró desconcertado.
— ¿Quieres que le diga que estás en una sesión?
—No. —Tendí la mano para tomar el teléfono—. Tarde o temprano tendré que hablar con ella. —Lo cogí—. Hola, madre —dije.
—Traci —dijo mi madre con dramatismo—, Perdita se ha hecho Ciclista.
—Lo sé.
— ¿Por qué no me lo contaste?
—Creía que era Perdita la que debía decírtelo.
— ¡Perdita! —bufó—. Jamás me lo contaría. Sabe lo que opino. Supongo que se lo has contado a Karen.
—Karen no está aquí. Está en Irak. —El único aspecto positivo de la situación era que el tremendo deseo de Irak por demostrar que era un miembro responsable de la comunidad mundial y que había olvidado su anterior afición a la autodestrucción había hecho que mi suegra estuviese en el único lugar del planeta donde el servicio telefónico era tan nefasto que podía decir que había intentado llamarla sin conseguirlo y no le quedaría más remedio que creerme.
La Liberación nos había liberado de todo tipo de indignidades y lacras, incluidos los Saddam de Irak, pero las suegras no se contaban entre ellas, y casi me alegraba de que Perdita hubiese tenido tan excelente sentido de la oportunidad. Eso, cuando no quería matarla.
— ¿Qué hace Karen en Irak? —preguntó madre.
—Negocia una patria para los palestinos.
—Y mientras tanto, su nieta destroza su vida —dijo como si tal cosa—. ¿Se lo has contado a Viola?
—Ya te lo he dicho, madre. Creía que Perdita debe ser quien lo cuente.
—Bien, no lo ha hecho. Y esta mañana una de mis pacientes, Carol Chen, me ha llamado y me ha exigido que le dijera qué le estaba ocultando. No tenía ni idea de a qué se refería.
— ¿Cómo lo descubrió Carol Chen?
—Por su hija, que estuvo a punto de unirse a las Ciclistas el año pasado. Su familia la convenció de lo contrario —me dijo en tono acusador—. Carol estaba convencida de que la comunidad médica había descubierto algún terrible efecto secundario del amenerol y lo ocultaba. No puedo creer que no me lo contases, Traci.
Y yo no podía creer que no le hubiese permitido a Bysshe decirle que estaba en una sesión, pensé.
—Ya te lo he dicho, madre. Era Perdita la que debía contártelo. Después de todo, es decisión suya.
— ¡Oh, Traci! —dijo madre—. ¡No puedes hablar en serio!
Durante el primer arrebato de libertad tras la Liberación, había tenido la esperanza de que todo cambiaría… de que de alguna forma nos libraríamos de la desigualdad, del dominio matriarcal y de esas mujeres sin sentido del humor decididas a eliminar del lenguaje la palabra «hombría» y el pronombre singular de tercera persona.
Por supuesto, no fue así. Los hombres seguían ganando más, el término «miembra» seguía siendo una mancha en el paisaje semántico y mi madre todavía decía « ¡oh, Traci!» en un tono que me devolvía a la preadolescencia.
— ¡Su decisión! —dijo madre—. ¿Pretendes decirme que te vas a quedar sin hacer nada mientras tu hija comete el peor error de su vida?
— ¿Qué puedo hacer? Tiene veintidós años y está en posesión de sus facultades mentales.
—Si estuviese en posesión de sus facultades mentales, no haría algo así. ¿No intentaste convencerla?
—Por supuesto, madre.
— ¿Y?
—Y no tuve éxito. Está decidida a convertirse en Ciclista.
—Bien, algo podremos hacer. Consigue un requerimiento judicial, contrata a un desprogramador o demanda a las Ciclistas por lavado de cerebro. Eres juez, seguro que hay alguna ley a la que…
—La ley se llama soberanía personal, madre, y considerando que fue lo que en su día hizo posible la Liberación, no puedo usarla contra Perdita. Su decisión se ajusta a todos los criterios de un caso de soberanía personal: es una decisión personal, tomada por un adulto responsable, no afecta a nadie más…
— ¿Qué hay de mi consulta? Carol Chen están convencida de que la deriva produce cáncer.
—Cualquier efecto sobre tu consulta se considera un efecto indirecto. Como sobre un fumador pasivo. No tiene importancia. Madre, nos guste o no, Perdita tiene todo el derecho a hacerlo, y nosotras no tenemos derecho a interferir. Una sociedad libre debe basarse en el respeto a la opinión de los demás y en dejarlos en paz. Debemos respetar el derecho de Perdita a tomar sus decisiones.
Y todo era cierto. Lástima que cuando Perdita llamó no le dije nada de eso. Lo que dije, en un tono idéntico al de mi madre, fue: « ¡Oh, Perdita!»
—Es todo culpa tuya, ya lo sabes —dijo madre—. Te dije que no deberías haberle permitido ese tatuaje sobre la deriva. Y no me digas que vivimos en una sociedad libre.
¿De qué sirve una sociedad libre cuando permite a mi nieta arruinar su vida? —colgó.
Le devolví el auricular a Bysshe.
—Sinceramente, me ha gustado mucho eso que has dicho de respetar el derecho de tu hija a tomar sus decisiones —dijo. Me tendió la toga—. Y lo de no inmiscuirte en su vida.
—Quiero que investigues los precedentes en desprogramación —dije, metiendo los brazos por las mangas—. Y descubre si a las Ciclistas las han acusado de alguna violación de la libre elección: lavado de cerebro, intimidación, coacción.
Sonó el teléfono, otro universal.
—Hola, ¿quién llama? —dijo Bysshe con cautela. De pronto su voz sonó más amable—. Un minuto. —Tapó el receptor con la mano—. Es tu hija Viola.
Cogí el teléfono.
—Hola, Viola.
—Acabo de hablar con la abuela —dijo—. No creerás lo que ha hecho Perdita. Se ha unido a las Ciclistas.
—Lo sé —dije.
— ¿Lo sabes? ¿Y no me lo habías dicho? No me lo puedo creer. Nunca nos cuentas nada.
—Me parecía que era Perdita quien debía contártelo —dije, ya cansada.
— ¿Estás de broma? Ella tampoco me cuenta nada. Aquella vez que se hizo los implantes de cejas tardó tres semanas en decírmelo, y cuando lo del tatuaje láser… jamás me lo contó. Twidge me lo contó. Deberías haberme llamado. ¿Se lo has contado a la abuela Karen?
—Está en Bagdad —dije.
—Lo sé —dijo Viola—. La llamé.
— ¡Oh, Viola, no!
—Al contrario que tú, madre, creo que a los miembros de la familia hay que contarles las cosas que les conciernen.
— ¿Qué dijo? —pregunto, sintiendo una especie de insensibilidad por todo el cuerpo una vez pasada la conmoción.
—No pude hablar con ella. Allí el servicio telefónico es espantoso. Contacté con alguien que no hablaba inglés y luego se cortó, y cuando lo volví a intentar me dijeron que toda la ciudad estaba incomunicada.
Gracias, dije entre dientes. Gracias, gracias, gracias.
—La abuela Karen tiene derecho a saberlo, madre. Piensa en el efecto que podría tener en Twidge. Cree que Perdita es maravillosa. Cuando Perdita se hizo el implante de cejas, Twidge se pegó LEDs a las suyas y me resultó casi imposible sacárselos. ¿Y si Twidge decide también unirse a las Ciclistas?
—Twidge sólo tiene nueve años. Cuando reciba su deriva, Perdita lo habrá dejado hace tiempo. —«Eso espero», añadí para mí en silencio. Perdita llevaba ya año y medio con el tatuaje y no daba señales de cansarse de él—. Además, Twidge tiene más sentido común.
—Es cierto. Oh, madre, ¿cómo ha podido hacerlo? ¿No le dijiste lo horrible que era?
—Sí —dije—. Y molesto. Y desagradable, desestabilizador y doloroso. Nada le causó la más mínima impresión. Me dijo que le parecía que sería divertido.
Bysshe se señalaba el reloj y articulaba en silencio: «Hora de empezar en el tribunal.»
— ¡Divertido! —dijo Viola—. ¿Habiendo visto cómo lo pasé durante esa época? En serio, madre, a veces tengo la impresión de que se le ha helado el cerebro. ¿No puedes lograr que la declaren incompetente y encerrarla o algo?
—No —dije, intentando abrocharme la toga con una mano—. Viola, tengo que irme. Llego tarde al tribunal. Me temo que no podemos hacer nada por impedírselo. Es una adulta racional.
— ¡Racional! —dijo Viola—. Se le encienden las cejas, madre. En un brazo lleva tatuada la última batalla de Custer.
Le pasé el teléfono a Bysshe.
—Dile a Viola que hablaremos mañana. —Me cerré la toga—. Y luego llama a Bagdad y entérate de cuánto tiempo esperan estar sin teléfono. —Fui a entrar en la sala del tribunal—. Y si recibimos más llamadas universales, antes de contestar asegúrate de que son locales.

Bysshe no pudo hablar con Bagdad, lo que consideré una buena señal, y mi suegra no llamó. Madre sí, por la tarde, para preguntar si las lobotomías eran legales.
Volvió a llamar al día siguiente. Yo estaba en medio de mi clase sobre soberanía personal, explicando el derecho inherente de los ciudadanos de una sociedad libre a comportarse como completos idiotas. No se lo tragaban.
—Creo que es tu madre —me susurró Bysshe pasándome el teléfono—. Sigue usando el universal. Pero es una llamada local. Lo he comprobado.
—Hola, madre —dije.
—Todo está dispuesto —dijo madre—. Almorzaremos con Perdita en McGregor’s.
Está en la esquina de la Doce con Larimer.
—Estoy en plena clase —dije.
—Lo sé. No te entretendré. Sólo quería decirte que no te preocupes. Me he ocupado de todo.
No me gustó cómo sonaba aquello.
— ¿Qué has hecho?
—He invitado a Perdita a almorzar con nosotras. Ya te lo he dicho. En McGregor’s.
— ¿Quiénes somos «nosotras»?
—Sólo la familia —dijo inocentemente—. Viola y tú.
Bien, al menos no se había traído a un desprogramador. Todavía.
— ¿Qué tramas, madre?
—Perdita dijo lo mismo. ¿Una abuela no puede invitar a almorzar a su nieta?
Quedamos a las doce y media.
—Bysshe y yo tenemos una reunión en el tribunal a las tres.
—Oh, a esa hora ya habremos acabado. Y tráete a Bysshe. Podrá aportar el punto de vista de un hombre.
Colgó.
—Tendrás que almorzar conmigo, Bysshe —dije—. Lo siento.
— ¿Por qué? ¿Qué va a pasar durante el almuerzo?
—No tengo ni idea.

De camino a McGregor’s, Bysshe me contó todo lo que había descubierto sobre las Ciclistas.
—No son una secta. No tienen connotaciones religiosas. Parecen haber surgido de grupos de mujeres anteriores a la Liberación —dijo, repasando las notas—, aunque tienen que ver con los grupos proelección, la Universidad de Wisconsin y el Museo de Arte Moderno.
— ¿Qué?
—A las líderes las llaman «docentes». Su doctrina es una especie de mezcla de feminismo radical anterior a la Liberación y primitivismo ecológico de los ochenta. Son floratarias y no llevan zapatos.
—O derivas —dije. Paramos frente a McGregor’s y nos apeamos del coche—.
¿Alguna condena por control mental? —pregunté esperanzada.
—No. Un montón de demandas contra miembros individuales, todas ganadas.
— ¿Por soberanía personal?
—Sí. Y una demanda penal de una miembro cuya familia intentó desprogramarla. Al desprogramador lo condenaron a veinte años y a la familia a doce.
—Asegúrate de contárselo a mi madre —dije, y abrí la puerta del restaurante.
Era uno de esos restaurantes con una tremenda campanilla dando vueltas alrededor de la mesa del maître y huertos entre las mesas.
—Fue idea de Perdita —dijo madre, guiándonos entre las cebollas hasta la mesa—.
Me dijo que muchas Ciclistas son floratarias.
— ¿Está aquí? —pregunté, esquivando los pepinos.
—Todavía no —señaló más allá de un rosal—. Ahí está nuestra mesa.
Nuestra mesa, de mimbre, estaba a la sombra de una morera. Viola y Twidge estaban sentadas al otro lado, junto a una espaldera de judías pintas, mirando la carta.
— ¿Qué haces aquí, Twidge? —pregunté—. ¿Por qué no estás en el colegio?
—Lo estoy —dijo, mostrándome su tablilla electrónica—. Hoy asisto remotamente.
—Me ha parecido que debía participar en la conversación —dijo Viola—. Después de todo, pronto tendrá su deriva.
—Mi amiga Kensy dice que no lo hará. Como Perdita —dijo Twidge.
—Cuando llegue el momento estoy segura de que Kensy cambiará de opinión —dijo madre—. Perdita también cambiará de parecer. Bysshe, ¿te sientas junto a Viola?
Bysshe se deslizó obedientemente frente a las espalderas y se sentó en una silla de mimbre, al otro lado de la mesa. Twidge se inclinó por encima de Viola y le pasó una carta.
—Es un restaurante genial —dijo—. No hay que llevar zapatos. —Levantó un pie descalzo para dejarlo claro—. Y, si tienes hambre mientras esperas, puedes recoger algo.
—Se retorció en la silla, arrancó dos judías verdes, le dio una a Bysshe y mordió la otra—. Apuesto a que Kensy no cambia de opinión. Kensy dice que la deriva duele más que un aparato en la boca.
—No duele tanto como no tenerla —dijo Viola, dedicándome una mirada de «mira lo que ha conseguido tu hija».
—Traci, ¿por qué no te sientas delante de Viola? —me dijo madre—. Y pondremos a Perdita a tu lado, cuando llegue.
—Si viene —dijo Viola.
—Le dije a la una en punto —dijo madre, sentándose al otro extremo—. Así tendremos tiempo para planificar la estrategia antes de que llegue. Hablé con Carol Chen…
—Hace un año su hija casi se une a las Ciclistas —les expliqué a Bysshe y a Viola.
—Dijo que celebraron una reunión familiar, como ésta, y simplemente le hablaron, y decidió que después de todo no quería ser Ciclista. —Miró a los presentes—. Así que se me ocurrió hacer lo mismo con Perdita. Creo que deberías empezar explicándole la importancia de la Liberación y los días de terrible opresión anteriores…
Viola la interrumpió.
—Yo creo que deberíamos intentar convencerla de seguir con el amenerol durante unos meses en lugar de retirar la deriva permanentemente. Si viene. Que no vendrá.
— ¿Por qué no?
— ¿Vendrías tú? Es decir, esto es como la Inquisición. Ella aquí sentada mientras nosotros le «explicamos» todo. Puede que Perdita esté loca, pero no es una estúpida.
—Ni de lejos es la Inquisición —dijo madre. Miró ansiosamente tras mi cabeza, hacia la puerta—. Estoy segura de que Perdita… —Dejó de hablar, se levantó y echó a correr por entre los espárragos.
Me volví, temiéndome ver a Perdita con los labios luminosos o un tatuaje de cuerpo completo, pero no veía nada entre las hojas. Aparté las ramas.
— ¿Es Perdita? —dijo Viola, inclinándose hacia delante. Miré por entre el follaje de la morera.
— ¡Oh, Dios mío! —dije.
Era mi suegra, ataviada con una abaya negra y una yarmulke de seda. Vino hacia nosotras atravesando una parcela de calabazas, con la túnica al viento y los ojos encendidos. Madre siguió su rastro de rábanos aplastados, mirándome furiosa.
Me volví hacia Viola.
—Es tu abuela Karen —le dije acusadora—. Me dijiste que no habías podido hablar con ella.
—Y no lo hice —dijo—. Twidge, siéntate derecha. Y deja la tablilla.
Se produjo un crujido ominoso en el rosal mientras las hojas se echaban atrás aterrorizadas, y llegó mi suegra.
— ¡Karen! —dije, intentando parecer encantada—. ¿Qué haces aquí? Te hacía en Bagdad.
—Volví tan pronto como recibí el mensaje de Viola —dijo, mirando a todos con furia—. ¿Quién es ése? —exigió saber, señalando a Bysshe—. ¿El nuevo de Viola?
— ¡No! —dijo Bysshe, con cara de horror.
—Es mi ayudante legal, madre —dijo—. Bysshe Adams-Hardy.
—Twidge, ¿por qué no estás en la escuela?
—Lo estoy —dijo Twidge—. En modo remoto. —Levantó la tablilla—. ¿Ves?
Matemáticas.
—Comprendo —dijo, volviéndose para mirarme con furia—. Es una cuestión tan seria como para que mi biznieta no vaya a la escuela y para que haga falta la contratación de ayuda legal, pero no tan importante como para notificármela. Aunque nunca me cuentas nada, Traci.
Se dejó caer como un remolino sobre la silla del extremo, haciendo que las hojas y los guisantes saliesen volando y decapitando el centro de brécol.
—Sólo ayer recibí el grito de ayuda de Viola. Viola, no debes dejarle mensajes a Hassim. Prácticamente no habla inglés. Tuve que obligarle a tararearme tu tono de llamada. Reconocí tu firma, pero como los teléfonos no funcionaban, vine volando. Debo añadir que en medio de las negociaciones.
— ¿Cómo van las negociaciones, abuela Karen? —preguntó Viola.
—Van extremadamente bien. Los israelíes les han dado a los palestinos la mitad de Jerusalén, y han aceptado compartir los Altos del Golán. —Se volvió para mirarme con furia un momento—. Ellos sí que saben lo importante que es la comunicación. —Volvió a mirar a Viola—. Bien, ¿por qué se meten contigo, Viola? ¿No les gusta tu nuevo?
—No soy su nuevo —protestó Bysshe.
A veces me preguntaba cómo era posible que mi suegra se hubiese convertido en mediadora y qué hacía en esas sesiones de negociación con serbios y católicos, coreanos del Norte y del Sur, protestantes y croatas. Toma partido, saca conclusiones precipitadas, entiende mal todo lo que se dice, se niega a escuchar. Y, sin embargo, logró que Sudáfrica aceptase un gobierno de Mandela y probablemente consiga que los palestinos celebren el Yom Kippur. Quizá se limita a atemorizarlos a todos hasta que hacen lo que quiere. O quizás es que tienen que aliarse para resistir contra ella.
Bysshe seguía protestando.
—He conocido a Viola hoy mismo. Sólo hemos hablado por teléfono un par de veces.
—Debes de haber hecho algo —le dijo Karen a Viola—. Está claro que vienen a por ti.

—No a por mí —dijo Viola—. A por Perdita. Se ha unido a las Ciclistas.
— ¿Las Ciclistas? ¿Abandoné las negociaciones por Cisjordania porque no os gusta que Perdita se haya unido a un club de ciclismo? ¿Cómo se lo voy a explicar a la presidenta de Irak? No lo va a entender, ¡tampoco yo lo entiendo! ¡Un club de ciclismo!
—Las Ciclistas no van en bicicleta —dijo madre.
—Menstrúan —dijo Twidge.
Siguió un silencio sepulcral de al menos un minuto, y pensé: «Al final va a suceder.
Mi suegra y yo estaremos del mismo bando durante una discusión familiar.»
— ¿Tanto jaleo porque Perdita se va a quitar la deriva? —dijo Karen al fin—. Es mayor de edad, ¿no? Y se trata evidentemente de un caso de soberanía personal. Tú deberías saberlo, Traci. Después de todo, eres jueza.
Debería haber supuesto que era demasiado bueno para ser cierto.
— ¿Quieres decir que estás de acuerdo en que haga retroceder veinte años la Liberación? —dijo madre.
—Dudo que sea tan importante —dijo Karen—. También hay grupos antideriva en Oriente Próximo, ya lo sabes, y nadie se los toma en serio. Ni siquiera las iraquíes, y todavía llevan velo.
—Perdita se lo toma en serio.
Karen quitó importancia a Perdita agitando su manga negra.
—Son una moda pasajera. Como las microfaldas. O esas horribles cejas electrónicas. Algunas mujeres siguen esas modas absurdas durante un tiempo, pero en general no ves que las mujeres renuncien a los pantalones y se pongan sombrero.
—Pero Perdita… —dijo Viola.
—Si Perdita quiere tener la regla, que la tenga. Durante miles de años las mujeres se las arreglaron bastante bien sin la deriva.
Madre golpeó la mesa con el puño.
—Las mujeres también se las arreglaron perfectamente bien con el concubinato, el cólera y el corsé —dijo, acompañando cada palabra con un golpe del puño—. Pero eso no es razón para aceptar voluntariamente ninguna de esas limitaciones, y no tengo intención de dejar que Perdita…
—Hablando de Perdita, ¿dónde está la pobre? —dijo Karen.
—Llegará en cualquier momento —dijo madre—. La invité a almorzar para hablarlo con ella.
— ¡Ja! —dijo Karen—. Quieres decir que para obligarla a cambiar de opinión. Bien, no tengo ninguna intención de colaborar. Tengo la intención de escuchar a la pobre con interés y mente abierta. El «respeto» es la clave, y todas parecéis haberlo olvidado. El respeto y la mínima cortesía.
Una joven descalza, ataviada con una túnica de flores y un pañuelo rojo atado alrededor del brazo izquierdo, se acercó a la mesa con un montón de carpetas de color rosa.
—Ya era hora —dijo Karen, quitándole una carpeta—. El servicio es espantoso. Llevo aquí sentada diez minutos. —Abrió la carpeta—. Supongo que no tendrán whisky.
—Me llamo Evangeline —dijo la joven—. Soy la docente de Perdita. —Le quitó la carpeta a Karen—. No ha podido venir a almorzar, pero me pidió que viniese en su lugar para explicarles la filosofía de las Ciclistas.
Se sentó en la silla de mimbre que había a mi lado.
—Las Ciclistas estamos dedicadas a la libertad —dijo—. A liberarnos de la artificialidad, a liberarnos de las drogas y hormonas para controlar el cuerpo, a liberarnos del patriarcado machista que intenta imponérnoslo. Como es probable que ya sepan, no llevamos derivas.
Señaló el pañuelo rojo que llevaba en el brazo.
—Llevamos el pañuelo como símbolo de libertad y femineidad. Hoy lo llevo para anunciar que ha llegado mi momento de fertilidad.
—Nosotras también tenemos algo así —dijo madre—, sólo que lo llevamos en la parte posterior de la falda.
Reí.
La docente me miró con furia.
—La dominación masculina de los cuerpos femeninos comenzó mucho antes de la llamada «Liberación», con la regulación gubernamental del aborto y los derechos del feto, el control científico de la fertilidad y, finalmente, con el desarrollo del amenerol, que eliminó por completo el ciclo reproductivo. Todo formaba parte de un asalto planificado a los cuerpos femeninos, y por extensión a su identidad, por parte del régimen patriarcal machista.
— ¡Es un punto de vista interesante! —dijo Karen con entusiasmo.
Sí que lo era. De hecho, el amenerol no se había inventado para eliminar la menstruación. Había sido desarrollado para reducir tumores malignos, y sus propiedades para absorber el recubrimiento uterino se descubrieron por accidente.
— ¿Intentas decirnos —dijo madre— que los hombres obligaron a las mujeres a usar la deriva? ¡Tuvimos que luchar contra todos para lograr que aprobasen el amenerol!
Era cierto. La unificación de las mujeres, algo que no habían logrado las madres de alquiler, las campañas contra el aborto ni los derechos fetales, la había logrado la posibilidad de eliminar la menstruación. Las mujeres se habían manifestado, habían firmado peticiones, habían elegido a senadoras, habían aprobado enmiendas, habían sufrido la excomunión y habían ido a la cárcel, todo en nombre de la Liberación.
—Los hombres se oponían —dijo madre, poniéndose muy roja—. Y también la derecha religiosa, los fabricantes de compresas y la Iglesia católica…
—Sabían que tendrían que admitir mujeres sacerdote —dijo Viola.
—Cosa que hicieron —dije.
—La Liberación no os liberó —dijo la docente en voz alta—. Sólo os privó de los ritmos naturales de vuestra vida, de la fuente de vuestra femineidad.
Se inclinó y cogió una margarita que crecía bajo la mesa.
—Las Ciclistas celebramos la llegada de nuestra regla y nos alegramos de nuestros cuerpos —dijo, levantando la margarita—. Cuando una Ciclista florece, como lo llamamos, la honramos con flores, poemas y canciones. Luego nos damos las manos y declaramos lo que más nos gusta de nuestras menstruaciones.
—La retención de líquidos —dije.
—O quedarte tendida en la cama durante tres días con paños calientes —dijo madre.
—Creo que yo prefiero los ataques de ansiedad —dijo Viola—. Cuando dejé el amenerol para poder tener a Twidge, había días en que estaba convencida de que la estación espacial se me iba a caer sobre la cabeza.
Una mujer de mediana edad, vestida con peto y un sombrero de paja, que se había acercado mientras Viola hablaba y se había situado junto a la silla de madre, dijo:
—Yo sufría cambios de humor. Me sentía alegre y de pronto me convertía en Lizzie Borden.
— ¿Quién es Lizzie Borden? —preguntó Twidge.
—Mató a sus padres —dijo Bysshe—. Con un hacha. Karen y la docente los miraron con furia.
— ¿No se supone que estudias matemáticas, Twidge? —dijo Karen.
—Siempre me pregunté si Lizzie Borden no padecía síndrome premenstrual —dijo Viola—, y que por eso…
—No —dijo madre—. Fue por tener que vivir antes de que se inventasen los tampones y el ibuprofeno. Fue un claro caso de homicidio justificado.
—Me parece a mí que estas bromas no nos ayudan en nada —dijo Karen, mirando a todos con furia.
— ¿Eres la camarera? —le pregunté con prisa a la mujer del sombrero de paja.
—Sí —dijo, sacándose una tablilla del bolsillo.
— ¿Servís vino? —pregunté.
—Sí. Diente de león, prímula y onagra.
—Los tomaremos todos.
— ¿Una botella de cada?
—Por ahora —dije—. A menos que los tengáis en barriles.
—Los platos especiales de hoy son la ensalada de melón y choufleur gratinée —dijo, sonriéndonos. Karen y la docente no le devolvieron la sonrisa—. Podéis escoger la coliflor de esa parcela. El especial floratario es pétalos de violeta salteados con margarina.
Se produjo una tregua temporal mientras pedíamos.
—Yo voy a tomar guisantes —dijo la docente—, y un vaso de agua de rosas. Bysshe se inclinó hacia Viola.
—Lamento haber parecido tan horrorizado cuando tu abuela ha preguntado si yo era tu nuevo —dijo.
—No pasa nada —dijo Viola—. La abuela Karen puede llegar a dar mucho miedo.
—Simplemente no quiero que pienses que no me gustas. Que sí. Que me gustas, quiero decir.
— ¿No tenéis hamburguesas de soja? —preguntó Twidge.
Tan pronto como se fue la camarera, la docente se puso a repartir las carpetas rosa que había traído.
—Aquí se explica la filosofía de trabajo de las Ciclistas —dijo, pasándome una—. Contiene también información práctica sobre el ciclo menstrual. —Le pasó una a Twidge.
—Me recuerda los libros que nos daban en la escuela —dijo madre, mirando la suya—. «Un regalo especial» los llamaban, y estaban llenos de fotografías de chicas con cintas rosa en el pelo, jugando al tenis y sonriendo. Una manipulación flagrante.
Tenía razón. Incluso aparecía el mismo dibujo de las trompas de Falopio que recordaba de una película del instituto, un dibujo que siempre me había recordado a un alien en sus primeras fases de desarrollo.
—Oh, qué asco —dijo Twidge—. Qué horror.
—Ocúpate de las matemáticas —dijo Karen. Bysshe parecía mareado.
— ¿De verdad las mujeres hacían estas cosas?
Llegó el vino y serví un vaso grande a cada uno. La docente apretó los labios con desaprobación y agitó la cabeza.
—Las Ciclistas no emplean las hormonas ni los estimulantes artificiales que el patriarcado machista impone a las mujeres para dejarlas dóciles y serviles.
— ¿Cuánto dura la menstruación? —preguntó Twidge.
—Una eternidad —dijo madre.
—Entre cuatro y seis días —dijo la docente—. Lo pone ahí.
—No, quiero decir, ¿toda la vida o qué?
—Una mujer tiene la menarquía a los doce años, de media, y deja de menstruar a los cincuenta y cinco.
—Yo tuve la primera regla a los once —dijo la camarera, dejando un bouquet justo delante de mí—. En el colegio.
—Yo tuve la última el día en que se aprobó el amenerol —dijo madre.
—Trescientos sesenta y cinco dividido por veintiocho —manifestó Twidge, escribiendo en su tablilla—. Por cuarenta y tres años… —Miró el resultado—. Eso da quinientas cincuenta y nueve reglas.
—Eso no puede estar bien —dijo madre, quitándole la tablilla—. Son al menos cinco mil.

—Y siempre empieza el día que sales de viaje —dijo Viola.
—O que te casas —dijo la camarera. Madre se puso a escribir en la tablilla.
Yo aproveché el alto el fuego para servirme un poco más de vino de diente de dragón. Madre alzó la vista.
— ¿Os habéis dado cuenta de que con una regla de cinco días, has estado menstruando durante casi tres mil días? Eso son más de ocho años.
—Y entre regla y regla el SPM —dijo la camarera, dejando las flores.
— ¿Qué es el SPM? —preguntó Twidge.
—«Síndrome premenstrual» fue el nombre que la medicina machista inventó para referirse a las variaciones naturales de los niveles hormonales que indican el inicio de la menstruación —dijo la docente—. Los hombres exageraron una fluctuación ligera y totalmente normal hasta convertirla en una debilidad. —Miró a Karen en busca de confirmación.
—Yo solía cortarme el pelo —dijo Karen. La docente pareció incómoda.
—Una vez me corté todo un lado —añadió Karen—. Todos los meses Bob tenía que esconder las tijeras. Y las llaves del coche. Me ponía a llorar cada vez que llegaba a un semáforo en rojo.
— ¿No te hinchabas? —preguntó madre, sirviéndole a Karen otro vaso de vino del estío.
—Parecía Orson Welles.
— ¿Quién es Orson Welles? —preguntó Twidge.
—Vuestros comentarios reflejan el odio contra la mujer impuesto por el patriarcado machista —dijo la docente—. Los hombres han lavado el cerebro a las mujeres para que piensen que la menstruación es mala y sucia. Las mujeres llamaban a la regla «la maldición» porque aceptaron la valoración de los hombres.
—Yo la llamaba «la maldición» porque creía que una bruja me la había echado — dijo Viola—. Como a la Bella Durmiente.
Todos la miraron.
—Bien, así era —dijo—. Era la única razón que se me ocurría para que me pasase algo tan horrible. —Le devolvió la carpeta a la docente—. Sigue siéndolo.
—Creo que fuiste increíblemente valiente al dejar el amenerol para tener a Twidge
—le dijo Bysshe a Viola.
—Fue espantoso —dijo Viola—. No puedes ni imaginarlo.

Madre suspiró.
—Cuando tuve la regla, le pregunté a mi madre si Annette también la tenía.
— ¿Quién es Annette? —preguntó Twidge.
—Un personaje —dijo madre, y añadió, al ver que Twidge no lo entendía—, de la tele

—Alta resolución —dijo Viola.
—La casa de Mickey Mouse —dijo madre.
— ¿Había un programa de alta resolución llamado La casa de Mickey Mouse? — preguntó Twidge, incrédula.
—En muchos sentidos, eran días de una tenebrosa opresión —dije. Madre me miró con furia.
—Annette era el ideal de toda niña —le dijo a Twidge—. Tenía el pelo rizado, pechos de verdad, siempre llevaba la falda planchada y no podía imaginarse que pudiese sufrir algo tan desagradable y poco digno. El señor Disney jamás lo hubiera consentido. Y si Annette no tenía la regla, entonces yo tampoco. Así que se lo pregunté a mi madre…
— ¿Qué te dijo? —la cortó Twidge.
—Me dijo que todas las mujeres tenían la regla —respondió madre—. Así que le pregunté: « ¿Incluso la reina de Inglaterra?» Y me dijo: «Incluso la reina.»
— ¿En serio? —dijo Twidge—. ¡Pero es muy vieja!
—Ahora ya no la tiene —dijo irritada la docente—. Ya he dicho que la menopausia se produce a los cincuenta y cinco años.
—Y luego tienes sofocos —dijo Karen—, osteoporosis y te sale tanto pelo en el bigote que acabas pareciéndote a Mark Twain.
— ¿Quién…? —dijo Twidge.
—Simplemente repetís la propaganda negativa masculina —interrumpió la docente, con la cara más que roja.
— ¿Sabéis lo que siempre me preguntaba? —dijo Karen, inclinándose conspiradora hacia madre—. ¿La menopausia de Maggie Thatcher fue la responsable de la guerra de la Malvinas?
— ¿Quién es Maggie Thatcher? —dijo Twidge.
La docente, que a estas alturas estaba tan roja como su pañuelo, se levantó.
—Está claro que no tiene sentido intentar hablaros. El patriarcado machista os ha lavado el cerebro por completo. —Se puso a recoger las carpetas—. ¡Estáis ciegas, todas! Ni siquiera comprendéis que sois víctimas de una conspiración masculina para privaros de vuestra identidad biológica, de vuestra femineidad. La Liberación no fue una liberación. No fue más que otra forma de esclavitud.
—Incluso si eso fuese cierto —dije—, incluso si hubiese habido una conspiración para tenernos bajo la dominación masculina, habría valido la pena.
—Tiene razón —le dijo Karen a madre—. Traci tiene toda la razón. Hay algunas cosas por las que vale la pena entregar cualquier otra, incluso tu libertad, y librarse de la regla es una de ellas.
— ¡Víctimas! —gritó la docente—. ¡Os han robado vuestra femineidad, y ni siquiera os importa! —Salió a toda prisa, destrozando varias calabazas y una fila de gladiolos.
— ¿Sabéis lo que más odiaba antes de la Liberación? —dijo Karen, sirviéndose en la copa lo que quedaba del vino—. Las compresas.
—Y los aplicadores de cartón de los tampones —dijo madre.
—Jamás me haré Ciclista —dijo Twidge.
—Bien —dije.
— ¿Puedo tomar postre?
Llamé a la camarera y Twidge pidió violetas con azúcar.
— ¿Alguien más quiere postre? —pregunté—. ¿O más vino de onagra?
—Creo que es maravilloso que intentes ayudar a tu hermana —dijo Bysshe inclinándose más hacia Viola.
—Y aquellos anuncios de Modess —dijo madre—. Los recuerdo. Aquellas mujeres llenas de glamour, trajes de noche de satén y largos guantes blancos, y debajo de la foto ponía: «Modess, porque…» Yo creía que Modess era un perfume.
Karen rio.
— ¡Yo pensaba que era una marca de champán!
—Creo que será mejor dejar el vino —dije.

El teléfono se puso a trinar en cuanto entré en mi despacho a la mañana siguiente. El tono universal.
—Karen ha vuelto a Irak, ¿no? —le pregunté a Bysshe.
—Sí —dijo—. Viola ha dicho que tenían un problema sobre si poner Disneyland en Cisjordania o no.
— ¿Cuándo ha llamado Viola? Bysshe me miró avergonzado.
—Esta mañana he desayunado con ella y Twidge.
—Oh. —Descolgué—. Probablemente sea madre con un plan para secuestrar a Perdita. ¿Hola?
—Soy Evangeline, la docente de Perdita —dijo la voz del teléfono—. Espero que estén contentas. Han atemorizado a Perdita para que se someta a la esclavitud del patriarcado machista.
— ¿En serio? —dije.
—Es evidente que empleó control mental y quiero que sepa que tenemos la intención de presentar cargos. —Colgó. El teléfono sonó de inmediato, otro universal.
— ¿De qué sirven las firmas si nadie las usa? —dije, y descolgué.
—Hola, mamá —dijo Perdita—. He pensado que te gustaría saber que he cambiado de opinión con respecto a unirme a las Ciclistas.
— ¿En serio? —dije, intentando no parecer jubilosa.
—He descubierto que se ponen un pañuelo rojo en el brazo. Me tapa el caballo de Toro Sentado.
—Es un problema —dije.
—Bueno, eso no es todo. Mi docente me contó lo del almuerzo. ¿De verdad la abuela Karen te dijo que tenías razón?
—Sí.
— ¡Caramba! Eso no me lo creía. Bien, en cualquier caso, mi docente dijo que no estabais dispuestas a oír lo genial que era la menstruación, que sólo hablabais de los aspectos negativos, como hincharse, retortijones y malhumor, y yo dije: « ¿Qué son retortijones?» Y ella me dijo: «El sangrado menstrual a menudo produce dolores de cabeza e incomodidad.» Y yo dije: « ¿Sangrado? ¡Nadie me había dicho nada de sangrar!» Madre, ¿por qué no me dijiste que había sangre de por medio?
Lo había hecho, pero me pareció más conveniente cerrar el pico.
—Y no dijiste nada de que fuese doloroso. ¡Y lo de las fluctuaciones hormonales!
¡Tendrías que estar loca para pasar por algo así si no fuese necesario! ¿Cómo lo soportabais antes de la Liberación?
—Eran días de tenebrosa opresión —dije.
— ¡Ya me lo imagino! Bien, en cualquier caso, lo dejé, y mi docente está hecha una furia. Le dije que era un caso de soberanía personal y que debía respetar mi decisión. Pero aun así me voy a hacer florataria, y no quiero que intentes disuadirme.
—Ni se me ocurriría —dije.
— ¡Sabes, todo esto ha sido culpa tuya, mamá! Si me hubieses dicho lo del dolor nada de esto habría pasado. ¡Viola tiene razón! ¡Nunca nos cuentas nada!

Avram Davidson, Relato Corto

Todos los mares llenos de ostras – Avram Davidson

Cuando el hombre entró en la tienda de bicicletas F & O, Oscar le salió al encuentro con un cordial:

—¡Hola, amigo! —Poco a poco, a medida que podía ver más de cerca al cliente, un hombre de mediana edad con gafas y traje impecable, Oscar frunció el ceño y la sensación de duda bañó su rostro—. Esto… yo a usted le conozco —murmuró—, señor… hum, tengo su nombre en la punta de la lengua. Maldita sea, no me sale.

Oscar era un tipo corpulento. Tenía el pelo anaranjado.

—Apuesto que sí —repuso el hombre. De la solapa del impecable traje llevaba prendido un emblema con un león—. ¿Recuerda que me vendió una bicicleta de chica para mi hija? Estuvimos hablando de la bicicleta de carreras roja hecha en Francia en la que su socio estaba trabajando…

Oscar dio un manotazo a la caja registradora, alzó la cabeza y los ojos se le salían de las órbitas.

—¡El señor Whatney! ¡El señor Whatney! —Sonrió abiertamente—. Oh, seguro. Vaya, ¿cómo se me pudo olvidar? Recuerdo que después cruzamos la calle y nos tomamos un par de cervezas. Bien, ¿cómo le van las cosas, señor Whatney? Espero que la bicicleta… era un modelo inglés, si no me equivoco. Sí, debe haberle satisfecho, de lo contrario no habría vuelto, ¿no?

La respuesta disipó las dudas de Oscar; dijo que la bicicleta era excelente, verdaderamente excelente, y añadió:

—Creo que ha habido algún cambio por aquí. Ahora está solo. Su socio… Oscar bajó la mirada, adelantó el labio inferior y asintió con la cabeza.

—¿Oyó hablar de eso? Ahora, estoy solo. Hace tres meses que estoy solo.

Aunque ya se tambaleaba hacía tiempo, la sociedad se había disuelto hacía tres meses. Las preferencias de Ferd se dirigían a los discos, los libros y las conversaciones profundas. Mientras que a Oscar le gustaban la cerveza, los bolos y las mujeres. Cualquier mujer, a cualquier hora. Como la tienda estaba situada cerca del parque, hacían mucho negocio con la gente que iba allí a merendar y alquilaban bicicletas. En el caso de que una mujer fuese lo suficientemente mayor como para ser llamada mujer y no lo bastante como para ser llamada vieja, o en el que estuviese en un punto intermedio, si se encontraba sola, Oscar se apresuraba a preguntarle:

—¿Qué tal le va esta bicicleta? ¿Se siente bien?

—Bueno… yo diría que sí.

Tomando otra bicicleta, Oscar añadía:

—Bueno, para estar seguro iré un poco con usted. Vuelvo enseguida, Ferd. Aunque con seriedad, Ferd asentía siempre. Sabía que Oscar tardaría en regresar.

De vuelta, Oscar solía hacerle siempre el mismo comentario:

—Espero que te haya ido tan bien en la tienda como a mí en el parque.

—Siempre y a todas horas me estás dejando solo —contestaba Ferd malhumorado.

Y Oscar generalmente le replicaba:

—De acuerdo, cambiaremos los papeles; la próxima vez tú vas y me dejas aquí a mí. Para que luego digas que no te dejo divertirte. —Naturalmente, ya sabía de antemano que Ferd, el alto, delgado, desorbitado Ferd, nunca iría—. Te hará que te salgan los pelos —añadía Oscar, dándole palmaditas en el pecho.

Ferd farfullaba que no necesitaba más pelos en el pecho, que así estaba bien. Cuando nadie podía verle, miraba sus antebrazos: cubiertos de espeso y largo vello oscuro, por contra, sus brazos eran blancos y sin pelo. Desde que iba a la escuela ya era así, provocando las risas y burlas de algunos compañeros que llegaban a insultarle llamándole «Ferd el bicho». Sabían que esto le molestaba, a pesar de lo cual insistían en ello. En la escuela, y ahora también, se interrogaba sobre cómo era posible que, de modo deliberado, la gente hiciese daño a alguien que jamás les había molestado.

¿Cómo era eso posible?

También había otras cosas que le preocupaban. Constantemente.

«Los comunistas…», meneaba la cabeza mientras leía el periódico. En pocas palabras Oscar daba su opinión acerca de los comunistas. A lo mejor se trataba de la opinión que le merecía la pena capital.

—Oh, es verdaderamente terrible que se pueda llegar a ejecutar a un hombre inocente —se quejaba Ferd.

Por respuesta, Oscar decía que mala suerte para el tipo.

—Dame ese gancho de neumáticos —le pedía Oscar.

A Ferd incluso le preocupaban los pequeños problemas de los demás. Por ejemplo, en aquella ocasión en que una pareja con una bicicleta tándem y una cestita para niño entró en la tienda. Simplemente hincharon las ruedas, y gratis. La mujer quiso cambiar los pañales al niño, y entonces se le rompió uno de los imperdibles que sujetan los lados.

—¿Por qué será que nunca llevo imperdibles encima? —comentó la mujer, mientras rebuscaba en su bolso—. Nunca se llevan imperdibles encima.

Tras hacer un comentario amistoso, Ferd miró a ver si tenía alguno; pero, aun sabiendo a ciencia cierta que en la oficina debía tener alguno, no consiguió encontrarlos. La pareja se marchó con un lado de los pañales atado con un tosco nudo por imperdible.

Ferd hizo un comentario durante la comida, diciendo que era una pena lo de los imperdibles. Oscar hincó los dientes en su bocadillo, tiró, arrancó y masticó, tragando luego. A Ferd le gustaba hacer experimentos con composiciones para bocadillo: la que más le gustaba era crema de queso, aceitunas, anchoas y aguacates, todo trinchado y mezclado con mayonesa… Pero la comida de Oscar era siempre la misma: carne de lata.

—Eso de tener un niño debe de ser complicado —dijo Ferd, entre bocado y bocado—. No sólo al viajar, sino también al criarlo.

—¡Por Dios! —exclamó Oscar—. Casi en cada esquina hay una tienda, y no es preciso saber leer para fijarse en los escaparates.

—¿Tiendas? Ah, para comprar imperdibles, quieres decir.

—En efecto. Imperdibles.

—Pero… ¿sabes?, sucede así… nunca hay imperdibles cuando se necesitan. Oscar destapó su cerveza, tomando un primer trago.

—Exacto. Pero, en cambio, siempre hay muchas perchas. Cada mes se tiran, y al mes siguiente de nuevo el armario está lleno. Si quieres, cuando no tengas nada que hacer, te dedicas a intentar inventar un aparato que transforme las perchas de ropa en imperdibles.

Ensimismado, Ferd asintió.

—Ya sabes que mi tiempo libre lo dedico a la bicicleta de carreras francesa…

Se trataba de una hermosa máquina, ligera, baja, rápida, roja y brillante. Cuando uno montaba en ella se sentía tan ligero como un pájaro. Por muy buena que fuera, Ferd estaba convencido de que la podía mejorar. Insistentemente se la enseñaba a todo el que entraba en la tienda.

La naturaleza, cualquier texto que tratase de ella, se había convertido en su más reciente afición. Un día, unos chicos que volvían del parque, le enseñaron unas latas de conserva en las que habían recogido y guardado salamandras y sapos. Tras este incidente, abandonó mucho su trabajo en la bicicleta de carreras roja. A partir de entonces dedicó su tiempo libre, casi en exclusiva, a leer libros de historia natural.

—¡La mimetización! —le gritaba a Oscar—. ¡Es algo fantástico!

Oscar, que estaba absorto leyendo las noticias sobre bolos en el periódico, le miró.

—La otra noche en la televisión salió Edie Adams, haciendo su imitación de Marilyn Monroe. Muchacho, ¡qué número!

Ferd agitó la cabeza, estaba realmente enojado.

—No me refiero a ese tipo de mimetismo. Me refiero al modo en que los insectos y arácnidos se mimetizan adoptando la forma de hojas y ramitas, evitando así que los pájaros u otros insectos y arácnidos los degüellen.

El grueso rostro de Oscar se transformó en un grueso rostro incrédulo.

—¿Me intentas explicar que cambian de forma? ¿Qué pretendes hacerme creer?

—No intento hacerte creer nada que no sea cierto. Aunque a veces el mimetismo viene motivado por actitudes agresivas… como en el caso de una tortuga africana que parece una roca, al no hacer sospechar, los peces nadan hasta ella y así los atrapa. O en el de esa araña de Sumatra. Cuando está sobre su espalda, parece un excremento de pájaro. Es así como consigue cazar a las mariposas.

El molesto e increíble sonido de la risa de Oscar se dejó oír. El sonido cesó cuando la atención de Oscar se centró en los resultados de los bolos. Sin dejar de leer, su mano buscó en su bolsillo, salió de él, rascó ausentemente la pelambrera anaranjada bajo la camisa, y, por último, se perdió en el bolsillo trasero de su pantalón.

—¿Dónde está ese lápiz? —preguntó. Se levantó del asiento para ir hasta la oficina y allí rebuscar en los cajones. Dio un fuerte grito—: ¡Hey!

Ferd entró en la pequeña habitación.

—¿Qué pasa? —le preguntó. Oscar le indicó el cajón.

—¿Supongo que recordarás que aquí no había ningún imperdible? Pues mira… todo ese maldito cajón está lleno.

Tras mirar con asombro, Ferd se rascó la cabeza, y con un hilillo de voz dijo que estaba seguro de haber mirado allí…

Un tono de voz totalmente contrario al de Ferd le dijo desde fuera de la estancia:

—¿Hay alguien?

Inmediatamente, Oscar dio la espalda al escritorio y a lo que contenía, y contestó:

—Voy en seguida —dijo mientras desaparecía. Lentamente Ferd le siguió.

La persona que había entrado era una mujer joven, una mujer joven de aspecto bastante robusto, con musculosas pantorrillas y gran pecho. Señalaba el sillín de su bicicleta como queriendo mostrarle algo a Oscar, pero éste la miraba más a ella que a otra cosa, al tiempo que decía: «Uh-u».

—Como puede ver («Uh-u»), está demasiado hacia delante. Tan sólo necesito una llave inglesa («Uh-u»). Qué despistada soy, olvidé mis herramientas.

—Uh-u —repitió automáticamente Oscar, y luego añadió—: Se lo arreglaré en un instante.

Aunque ella insistía en que podía arreglarlo por sí misma, fue Oscar quien lo hizo, aunque no en un instante. No quiso aceptar dinero. Prolongó la conversación tanto como le fue posible.

—Bueno, gracias —le dijo la joven—. Ahora tengo que irme.

—¿Está bien tal como ha quedado ahora?

—Perfectamente, gracias…

—Le diré lo que haremos. Iré con usted un rato, para ver si… El pecho de la joven se agitó por las carcajadas.

—¡Oh, no iba a poder seguir mi ritmo! ¡Mi máquina es de carreras!

En cuanto vio la mirada de Oscar dirigirse hacia el rincón, Ferd supo en lo que estaba pensando. Dio un paso hacia delante. Su grito: «¡no!», fue ahogado por la voz de su socio diciendo:

—¡Bueno, supongo que esta otra podrá mantener ese ritmo!

La joven rió alegremente, dijo: «Bueno, ya veremos», y salió. Oscar, ignorando la mano de Ferd, montó sobre su bicicleta francesa y desapareció. Ferd se quedó en la puerta, mirando cómo las dos figuras, inclinadas sobre los manillares, se desvanecían a lo largo del camino que llevaba al parque. Volvió a entrar, lentamente.

Había oscurecido ya cuando Oscar regresó sudando, aunque sonriendo. Sonreía de oreja a oreja.

—¡Hey, vaya una chica! —gritó. Agitó la cabeza, silbó, hizo gestos y sonidos como de vapor que escapa—. ¡Muchacho, oh, muchacho, qué tarde!

—Dame la bicicleta —ordenó Ferd.

Oscar dijo que sí, que seguro; la entregó, y fue a lavarse. Ferd observó la máquina. El esmalte rojo estaba cubierto de polvo; tenía barro, suciedad y fragmentos de hierba seca. Parecía envilecida…, degradada. Y la había notado como un pájaro cuando montaba en ella…

Oscar regresó húmedo y sonriente. Lanzó un grito de desaliento y corrió.

—Apártate —dijo Ferd, haciendo un gesto con el cuchillo. Rasgó los neumáticos, el sillín y su tapizado, una y otra vez.

—¿Estás loco? —aulló Oscar—. ¿Has perdido la cabeza? ¡Ferd, no lo hagas, no, Ferd…!

Ferd cortó los radios, los dobló, los rompió. Tomó el martillo más pesado y golpeó con él el bastidor hasta hacerle perder la forma. Y luego siguió golpeándolo hasta no poder más.

—No sólo estás loco —le dijo Oscar amargamente—, sino terriblemente celoso.

¡Y puedes irte al infierno!

Se marchó, pisando muy fuerte.

Ferd, sintiéndose mareado y envarado, cerró la tienda y se marchó lentamente a casa. No tenía ganas de leer, apagó la luz y se dejó caer sobre la cama, donde transcurrieron las horas escuchando los sonidos susurrantes de la noche y sufriendo pensamientos agrios y enrevesados.

Excepto para las necesidades del trabajo, no se hablaron durante muchos días después de aquel incidente. Los restos de la bicicleta de carreras francesa se hallaban detrás de la tienda. Durante dos semanas ninguno deseó ir allí, no querían verlos.

Una mañana, cuando Ferd llegó y fue saludado por su socio, éste empezó a agitar su cabeza, asombrado, aun antes de empezar a hablar:

—¿Cómo lo hiciste? ¿Cómo lo hiciste, Ferd? ¡Jesús, qué hermosura! Tengo que reconocerlo… Ya no habrán malos sentimientos entre nosotros, ¿eh, Ferd?

Ferd le estrechó la mano.

—Seguro, seguro. Pero ¿de qué estás hablando?

Oscar le acompañó a la parte trasera de la tienda. Allí estaba la bicicleta de carreras roja, en una pieza, sin una marca o señal, con su esmalte tan brillante como siempre. Ferd abrió desmesuradamente la boca. Se acurrucó y la examinó. Era su máquina. Presentaba cada cambio y cada mejora que le había hecho.

Se alzó lentamente.

—Regeneración…

—¿Qué? ¿Qué dices? —le preguntó Oscar—. Oye, chico, estás muy pálido. ¿Qué has hecho, trabajar toda la noche sin dormir? Entra y siéntate. Pero sigo sin saber cómo has conseguido hacerlo.

Una vez dentro, Ferd se sentó. Se humedeció los labios y dijo:

—Oscar, escúchame…

—¿Ajá?

—Oscar, ¿sabes lo que es la regeneración? ¿No? Escucha: en algunos tipos de lagartos, cuando los agarras por la cola, ésta se rompe y les crece una nueva. Si un cangrejo pierde una pinza, regenera otra. Algunos tipos de gusanos, y las hidras y las estrellas de mar, si los cortas a trozos, a cada uno de ellos le crecen las partes que le faltan. Las salamandras pueden regenerar manos perdidas, y a las ranas les crecen otra vez las patas.

—No me digas, Ferd. De acuerdo, todo eso de la naturaleza me parece muy interesante. Pero volvamos ahora a la bicicleta… ¿Cómo lograste repararla tan bien?

—Ni la toqué. Se regeneró. Como una lagartija acuática. O una langosta. Oscar pensó en ello. Bajó la cabeza, y miró a Ferd de reojo.

—Bueno, Ferd… Óyeme… ¿Cómo es que no todas las bicicletas hacen eso?

—Ésta no es una bicicleta corriente. Quiero decir que no es una verdadera bicicleta. —Observando la mirada de Oscar, le gritó—: ¡Bueno, pues es cierto!

El grito transformó la actitud de Oscar, de asombro pasó a incredulidad. Se puso en pie.

—Supongamos por un momento que todas esas cosas de los bichos y lagartijas o lo que infiernos estés hablando sea cierto. Pero esos están vivos. Una bicicleta no.

Bajó la vista, triunfante.

Ferd movió la pierna de un lado a otro, y se la miró.

—Un cristal tampoco está vivo, pero un cristal rojo puede regenerarse, si se dan las condiciones correctas. Oscar, mira si los imperdibles siguen en el escritorio. Por favor.

Escuchó a Oscar murmurar mientras abría los cajones del escritorio, buscando en ellos. Los cerró de golpe y regresó.

—No —dijo—. Han desaparecido todos. Como dijo aquella señora, o como dijiste tú, nunca hay imperdibles cuando uno los busca. Desapare… ¿Ferd? ¿Qué es lo que…?

Repentinamente, Ferd abrió de un tirón la puertecilla del armario de la ropa, y retrocedió al tiempo que una cascada de perchas caía al suelo.

—Y como tú dijiste —comentó Ferd con la boca torcida—, por otra parte, siempre hay muchas perchas. Antes no estaban ahí.

Oscar se encogió de hombros.

—No sé adónde quieres ir a parar. Cualquiera pudo entrar, llevarse los imperdibles y dejar las perchas. Yo pude hacerlo, pero no lo hice. O tú pudiste. Quizá… —entrecerró los ojos—. Quizá viniste dormido, sonámbulo, y lo hiciste. Será mejor que vayas a ver a un doctor. Jesús, pareces estarte pudriendo.

Ferd volvió a sentarse, sujetándose la cabeza entre las manos.

—Me siento podrido. Estoy asustado, Oscar. ¿Y asustado de qué? —Suspiró profundamente—. Te lo diré. Como te expliqué antes, hay cosas que viven en lugares poco seguros y se mimetizan como si fueran otras cosas. Ramas, hojas… sapos que parecen rocas. Bueno, supongo que hay… cosas… que viven en los lugares en que vive el hombre. Ciudades, casas. Esos seres podrían imitar… Bueno, otras cosas que se encuentran en los hogares de los hombres.

—¡Qué idea!

—Quizá se trate de una forma de vida distinta. Quizá se alimentan de los elementos que hay en el aire. ¿Sabes lo que son los imperdibles… esos seudoimperdibles? Oscar, esos imperdibles son las crisálidas, y después se transforman, pasando a ser larvas. Que tienen la forma de perchas. Hasta tienen el mismo tacto que éstas, pero no lo son. Oscar, no lo son. En realidad no lo son. No lo son…

Comenzó a llorar, sin levantar la cabeza de entre las manos. Oscar lo miró y agitó la cabeza.

Al cabo de un minuto, Ferd consiguió controlarse un poco. Sorbió por la nariz.

—Todas esas bicicletas que encuentra la policía, y que guarda esperando que aparezcan sus dueños, y que luego les compramos en una subasta porque nadie las ha reclamado, porque no tienen dueños, son iguales que estas que los chicos siempre tratan de vendernos, diciéndonos que se las han encontrado, y es cierto, pues nunca fueron hechas en una fábrica. Crecieron. Crecen. Las aplastas, y las tiras, y se regeneran.

Oscar se volvió hacia alguien que no estaba allí, y movió la cabeza.

—Jooooo, muchacho —dijo. Y luego, volviéndose hacia Ferd—: ¿Quieres decir que un día son un imperdible, y al día siguiente una percha?

Ferd le contestó:

—Un día hay un huevo; al siguiente, una polilla. Un día hay un huevo; al siguiente, un pollo. Pero con esas… cosas, no sucede de día, cuando puede verse. Pero durante la noche, Oscar, durante la noche, puedes oír cómo sucede. Todos estos ruiditos de la noche, Oscar…

—Entonces, ¿cómo es que no estamos forrados de bicicletas? —dijo Oscar—. Si tuviera una por cada percha…

Pero Ferd también había pensado en ello. Si cada hueva de bacalao, explicó, o cada una de ostra creciese hasta madurar, un hombre podría caminar a través del océano pisando los bacalaos o las ostras que lo cubrirían. Pero morían tantas, y tantas eran devoradas por animales predatorios, que la naturaleza tenía que producir un máximo con el fin de lograr que un mínimo llegase a la madurez. Y la pregunta de Oscar fue: entonces, ¿quién, esto, se come las, esto, perchas?

Los ojos de Ferd se enfocaron a través de la pared, los edificios, el parque, y más edificios, hasta llegar al horizonte.

—Tienes que verlo de una manera global. No te estoy hablando de imperdibles o perchas reales. Tengo un nombre para esos otros; los llamo: falsos amigos. En la escuela, cuando estudiaba francés, teníamos que vigilar las palabras francesas que se parecían a otras de nuestro idioma pero que en realidad eran diferentes. Faux amis, les llamábamos. Falsos amigos. Seudoimperdibles, seudoperchas… ¿quién se los come? No estoy seguro. ¿Serán los seudoaspiradores?

Con un fuerte gruñido, su socio se golpeó las caderas con las manos.

—Ferd, Ferd, por Cristo —dijo—. ¿Sabes cuál es tu problema? Que hablas de ostras, pero te olvidas para qué sirven. Olvidas que hay dos tipos de gente en el mundo. Cierra los libros, esos libros de bichos yesos libros de francés. Sal, mézclate con la gente, haz amigos. Bebe cerveza. ¿Sabes qué haremos? La próxima vez que Norma, que es esa chica de la bicicleta de carreras, la próxima vez que venga por aquí, tú coges la bicicleta roja y te vas al bosque con ella. No me importa. Y no creo que a ella le importe tampoco. Al menos, no demasiado.

Pero Ferd dijo que no.

—Nunca quiero volver a tocar esa bicicleta de carreras. Le tengo miedo.

Ante esta respuesta, Oscar lo obligó a levantarse, y entre protestas lo arrastró hasta la parte trasera, obligándole a subirse a la máquina francesa.

—Es la única forma de que te quites el miedo que le tienes.

Ferd se puso en marcha, con el rostro pálido y tembloroso. Y un momento más tarde estaba por el suelo, rodando y pataleando, chillando.

Oscar le sacó de debajo de la máquina.

—¡Me tiró al suelo! —aulló Ferd—. ¡Trató de matarme! ¡Mira… sangre!

Su socio dijo que había sido un bache lo que le había tirado… y su propio miedo.

¿La sangre? Había sido un radio roto que le había arañado la mejilla. Insistió en que Ferd montara de nuevo la bicicleta, para controlar su miedo.

Pero Ferd se había puesto histérico. Gritó que nadie estaba a salvo, que la humanidad tenía que ser avisada. Oscar tardó un buen rato en poder calmarlo y lograr llevarlo a casa y meterlo en la cama.

Obviamente, al señor Whatney no le explicó todo esto. Simplemente le dijo que su socio se había hartado del negocio de bicicletas.

—No sirve de nada preocuparse tratando de cambiar el mundo —señaló—. Siempre he dicho que las cosas son como son. Si uno no puede derrotarlas, tiene que unirse a ellas.

El señor Whatney dijo que justamente ésa era su propia filosofía, y le preguntó cómo iban las cosas.

—Bueno… no demasiado mal. ¿Sabe?, estoy prometido. Se llama Norma. Está loca por las bicicletas. Considerándolo bien, las cosas no van nada mal. Sí, tengo más trabajo, pero ahora puedo hacer las cosas a mi manera, así que…

El señor Whatney asintió. Paseó su mirada por toda la tienda.

—Veo que todavía hacen bicicletas para chica —dijo—. Aunque, ya que cada vez se ven más chicas con pantalones, no sé por qué se preocupan.

Oscar le contestó:

—Bueno, no sé. A mí me gusta así. ¿No ha pensado nunca que las bicicletas son como la gente? Quiero decir que, de todas las máquinas del mundo, las bicicletas son las únicas en las que hay machos y hembras.

El señor Whatney, con una sonrisa en los labios, dijo que tenía razón, y que jamás había pensado en ello. Entonces, Oscar le preguntó al señor Whatney si deseaba alguna cosa en especial… y no era que no apreciara su visita en cualquier momento.

—Bueno, quería ver lo que tiene por aquí. Se acerca el cumpleaños de mi chico y…

Oscar asintió comprensivamente.

—Aquí tiene una bicicleta —dijo— que no es posible conseguir en ningún otro lugar. Es la especialidad de la casa. Es una combinación de las mejores características de la bicicleta de carreras francesa y la bicicleta estándar norteamericana. Sólo que se fabrica aquí mismo, y se presenta en tres modelos: infantil, juvenil y normal. ¿No le parece hermosa?

El señor Whatney observó que justamente podía ser lo que andaba buscando.

—Por cierto —preguntó—, ¿qué pasó con aquella bicicleta de carreras, la roja, que andaba por allí?

El rostro de Oscar se contorsionó en una mueca. Luego tomó una expresión suave e inocente, y se inclinó hacia su cliente dándole un codazo.

—Oh, ¿ésa? ¿La vieja francesa? ¡Pues la uso de semental!

Y se echaron a reír, después se contaron algunos chistes y realizaron la transacción, se tomaron unas cuantas cervezas, y continuaron riendo. Comentaron que era una pena lo del pobre Ferd, el pobre Ferd, que había sido encontrado en su propio armario, con una percha enrollada fuertemente alrededor de su cuello…

Novela Corta, Walter M. Miller Jr.

The Darfsteller – Walter M. Miller Jr.

‘Judas, Judas’ se representaba en el Universal de la Calle Cinco, y el elenco era totalmente humano. Ryan Thornier había ahorrado durante varias semanas, y ahora podía costearse una localidad de matinée. Había sido una carrera contra el tiempo entre su alcancía y las billeteras de varios ángeles generosos que mantenían con vida el espectáculo, y la alcancía había ganado. Podría ver el espectáculo antes que las billeteras se achataran y el espectáculo fuera clausurado, como era inevitable en casos así, después de varias semanas tambaleantes. Ardía el entusiasmo. Después de ver esa desfachatada parodia del arte de la dramaturgia todos los días en el Teatro Nuevo Imperio, en el que trabajaba como ordenanza, un poco de teatro auténtico sería como una bocanada de aire puro.
El miércoles por la mañana fue a trabajar una hora antes y realizó sus tareas habituales a toda velocidad. Terminó el trabajo antes de la una, se duchó, se puso ropas de calle y subió nerviosamente al piso de arriba para pedirle a Imperio D’Uccia el resto del día libre.
D’Uccia estaba entronado tras un escritorio decrépito y delante de una pared abarrotada con fotografías de estrellas ligeras de ropas de los viejos tiempos. Escuchó la solicitud del ordenanza con una sonrisa tenue, casi oriental, aparentemente benévola, luego se puso de pie e irguió el corpachón de un metro noventa y apoyó en el escritorio las manazas para estudiar a Thornier con ojos lánguidos.
—¿Así que quieres el día libre? —meneó la cabeza, como desconcertado por la incomprensible solicitud—. Hmmm…
El ordenanza delgaducho movía los pies en señal de embarazo.
—Sí, señor. He terminado todo, y Jigger vendrá a reemplazarme por si usted necesitara algo especial —hizo una pausa; D’Uccia se estudiaba las uñas y fruncía el ceño—. Hace dos años que no tengo un día libre, señor D’Uccia, y he pensado que a usted no le importaría que, después de las horas-extra…
—Jigger —gruñó D’Uccia—. ¿Quién es ese Jigger?
—Trabaja en el Paramount. Está cerrado por reparaciones, y no le importa…
‘J
El empresario agitó las manos abruptamente y gruñó:
—Yo no le pago a Jigger, te pago a ti. ¿A qué viene todo esto? Limpiaste el piso, guardaste las cosas, terminaste, ¿eh? Quieres el día libre. Por eso hay tantos problemas en el mundo, demasiado tiempo libre. Trabajan las máquinas, hay más tiempo para crear problemas —el empresario se alejó del escritorio y se dirigió a la puerta; asomó el cuello por el corredor, luego regresó para enfrentar a Thornier, lo encañonó con un dedo regordete que apuntaba a la larga y majestuosa nariz del empleado.
—¿Cuándo enceraste el piso de arriba por última vez, eh?
A Thornier se le aflojó la mandíbula.
—Bueno, yo…
—No me vengas con cuentos. Mira esa sala. Es pura mugre. ¡Mira! Quiero que la mires —aferró a Thornier del brazo y lo arrastró hasta la puerta, y señaló, excitado, el viejo y gastado suelo de roble—. ¿Ves? Tiene la mugre pegada… ¿Cuándo lo enceraste?
Parecía que un espasmo hubiera atravesado al hombrecillo viejo y delgado. Suspiró con resignación y se volvió a D’Uccia con los ojos grises y fatigados.
—¿Tengo la tarde libre o no? —preguntó desolado, aun conociendo de antemano la respuesta.
Pero D’Uccia no se contentaba con una mera negativa. Se puso a dar vueltas. Era obvio que estaba muy conmovido; defendía el sistema de la libre empresa y las respetables tradiciones del teatro. Habló con elocuencia de las áureas virtudes del tesón y la aplicación en el deber. Brincó como un agitado pequinés que le ladrara, furioso, a un espantajo.
A Thornier se le puso tensa la boca.
—¿Ya puedo irme?
—¿Cuándo enceraste el suelo? ¿Cuándo lustraste los asientos y arreglaste las luces? ¿Cuándo limpiaste el camarín? ¿Eh? —miró un momento a Thornier, luego giró sobre los talones y se precipitó sobre la ventana. Hundió el pulgar en la tierra negra del macetón, donde ya florecían unos lirios—. ¡Ja! ¡Seco, como temía! —resopló—. ¿Crees que los bulbos no necesitan agua, eh?
—Pero los regué esta mañana. El sol…
—¡Ja! Pobres fiori. Se marchitan y mueren, y tú, el día libre, ¿eh?
No había caso. Cuando D’Uccia se envolvía en ese manto defensivo de sordera o estupidez deliberada se volvía impenetrable a cualquier requerimiento o explicación honesta. Thornier respiró entre dientes, le lanzó una mirada de furia a su empleador y estuvo a punto de ceder a un acceso de ira. Luego recapacitó, se mordió el labio, se volvió y se marchó de la oficina sin decir palabra. D’Uccia lo siguió hasta la puerta con aire triunfal.
—¡Y ahora no vayas a escabullirte! —advirtió ominosamente y se quedó sonriendo en el corredor hasta que el ordenanza desapareció tras el recodo de la escalera. Luego suspiró y entró para ponerse el sombrero y la chaqueta. Se estaba preparando para salir cuando Thornier regresó arriba con cubos, estropajos y escobones.
El ordenanza se interrumpió cuando reparó en el sombrero y la chaqueta, y una sombra de perplejidad le cruzó la cara rugosa.
—¿Se va a casa, señor D’Uccia? —preguntó como un glacial.
—Sí. Trabajo muy duro, dice el doctor. Necesito sol. Más aire fresco. Voy a descansar un poco a la playa.
Thornier se apoyó en el mango del escobón y sonrió con mordacidad.
—Claro —dijo—. Que trabajen las máquinas.
D’Uccia no captó la ironía. Saludó airosamente, echó a andar hacia la escalera y soltó un airoso ‘A rivederci!’ por encima del hombro.
—A rivederci, padrone —masculló Thornier, los ojos claros reluciendo en medio de las patas de gallo. Por un momento su cara pareció cambiar, y una vez más fue el Adolfo de Chaubree en la salida del comandante, acto segundo escena cuarta de ‘Un cántico para el hombre de los pantanos’.
Abajo, una puerta se cerró a espaldas de D’Uccia.
—¡Una puerta a la muerte! —jadeó Adolfo-Thornier, y echó la cabeza hacia atrás para soltar una carcajada a lo Adolfo que vibró en las paredes. Cuando se apagaron las reverberaciones, se sintió un poco mejor. Recogió los cubos y escobones y caminó por el corredor hasta la puerta del despacho de D’Uccia.
A menos que ‘Judas, Judas’ siguiera en cartel ese fin de semana no podría verla, pues no podía costearse una entrada para la función de la noche, y era inútil pedirle favores a D’Uccia. Mientras enceraba la sala, ardía de furia. Enceró hasta llegar a la puerta de D’Uccia, luego se quedó mirando el despacho con aire ausente.
—No aguanto más —dijo al fin.
El despacho guardaba silencio. Los lirios cabeceaban en la brisa.
—¡Miserable! —rugió—. ¡Estoy harto!
El despacho no respondió. Thornier se irguió y se tocó el pecho.
—Yo, Ryan Thornier, me largo, ¿oyes? ¡Abajo el telón!
Como el despacho no respondía, giró sobre los talones y bajó las escaleras. Minutos después regresó con una lata de pintura dorada y un par de pinceles del depósito. Se detuvo otra vez en el vano de la puerta.
—¿Necesita algo más, señor D’Uccia? —ronroneó. El tráfico murmuraba en la calle, la brisa agitaba los lirios, H edificio crujía.
—Ah, ¿desea que también le encere las rajaduras de la pared? Pero cómo es que se me pudo haber olvidado…
Chasqueó la lengua y se acercó a la ventana. Unos lirios tan bonitos. Abrió la lata de pintura y la apoyó en el alféizar, luego pintó minuciosamente cada lirio, pétalos hojas y tallo, hasta que las flores relucieron al sol como tocadas por la mano de Midas. Cuando hubo terminado, retrocedió para sonreírles admirandamente un instante, y luego fue a terminar de encerar la sala.
Enceró con especial cuidado frente al despacho de D’Uccia, y bajo el felpudo que cubría el fragmento de suelo gastado donde desde hacía quince años D’Uccia doblaba bruscamente a la izquierda para entrar en la oficina. Luego dio vuelta el felpudo y espolvoreó la superficie velluda con cera seca. Lo depositó con mucho cuidado en su sitio y lo corrió varias veces con el pie para cerciorarse de que la lubricación era la adecuada. El felpudo se deslizaba con tanta tersura como si rodara sobre un lecho de perdigones.
Thornier sonrió y bajó. El mundo de pronto era diferente. Hasta el aire olía de otro modo. Se detuvo en el rellano para mirarse en el espejo decorativo.
¡Ah, de nuevo el viejo histrión! Ya no el servidor encorvado y ojeroso. Basta de los apremios y fatigas de la esclavitud voluntaria. Aun con las sienes grises y las arrugas de la cara, aquí había algo del viejo Thornier, o uno de los muchos viejos Thorniers de los días mejores. ¿Cuál? ¿Cuál será? ¿Adolfo? ¿O Hamlet? ¿Justin, o J. J. Jones, de ‘El electrocutado’? Cualquiera de ellos, todos ellos; pues él era Ryan Thornier, estrella, en los viejos tiempos.
—¿Dónde estabas, nena? —le preguntó a su imagen con una sonrisa aprobatoria, le guiñó el ojo y siguió camino a casa. Mañana, se prometió, empezaría una nueva vida.
—Pero hace años que prometes lo mismo, Thorny —dijo el hombre de la cabina de control, la voz tensa de impaciencia—. ¿Qué es eso de que te vas? ¿Le has dicho a D’Uccia que te vas?
Thornier sonrió con arrogancia mientras atacaba una mota de polvo del rincón con el estropajo.
—No exactamente, Richard —dijo—. Pero el padrone no tardará en descubrirlo.
El técnico soltó un gruñido.
—No te entiendo, Thorny. Claro, si te vas de veras, magnífico… Siempre que no vuelvas a las andadas y te metas en otro trabajo como éste.
—¡Jamás! —declaró el ex actor con solemnidad, y miró el reloj; las diez menos cinco, casi la hora en que D’Uccia acostumbra llegar a trabajar. Sonrió para sus adentros.
—Si te vas de veras, ¿qué haces hoy aquí? —preguntó Rick Thomas, apartando los ojos del Maestro; tenía los brazos hundidos en las entrañas de la máquina, y un destornillador del tamaño de un lápiz calado detrás de una oreja—. ¿Por qué no te vas a casa, si renuncias?
—Oh, no te preocupes, Richard. Esta vez va en serio.
—¡Bah! —resopló divertido el técnico—. También iba en serio cuando renunciaste al Bijou. Sólo que unas semanas más tarde entraste a trabajar aquí. ¿Y ahora qué, Mercurio?
—A la oficina de actores, viejo amigo. Un papel secundario en alguna parte, quizá —Thornier le sonrió benignamente—. No te preocupes por mí.
—Thorny, ¿no puedes meterte en la cabeza que el teatro está muerto? ¡No hay teatros! Ni películas, ni televisión… Excepto los muertos y el Maestro —palmeó el caparazón metálico de la máquina.
—Quise decir ‘oficina de empleos’ y ‘un pequeño puesto’, especialista en tornillos —explicó pacientemente Thorny—. Sólo una figura del lenguaje.
—Aja.
—Creí que querías que renunciara, Richard.
—¡Sí! Siempre que sepas encauzar tu vida, Ryan Thornier, protagonista de ‘La fuga’, interpretando un mártir con cubo y estropajo. ¡Bah! Me sacas de las casillas. Y caerás en lo mismo. No eres capaz de alejarte del escenario, aunque más no sea para limpiar las manchas de aceite.
—Nunca entenderías —dijo Thornier, rígido. Rick se irguió para mirarlo, sacó los brazos del Maestro y se reclinó contra el gabinete.
—No sé, Thorny —dijo con voz más suave—. Tal vez sí. Eres un actor, y siempre estás desempeñando papeles. Los vives, incluso. No puedes evitarlo, supongo. Pero podrías ser más sensato al elegir los papeles que vas a interpretar.
—El mundo me ha moldeado para el papel que interpreto —declaró Thornier con rostro fúnebre.
Rick Thomas se palmeó la frente y se frotó la cara con desesperación.
—¡Renuncio! —vociferó—. ¡Mírate! Ídolo de matinée con la escoba empuñada. Hace ocho años, tenía sentido… Al menos, para gente como tú. El gesto dramático. Actor de renombre rechaza oferta de autodrama y acepta empleo de ordenanza. Lealtad a la tradición y al gremio y todo eso. Salía en los diarios, tal vez hasta contribuía a la subsistencia del teatro legítimo. Pero hace tiempo que el público dejó de llorar por ti, y entonces dejó de tener sentido aun para gente como tú.
Thornier resolló ligeramente y le clavó los ojos.
—¿Qué harías tú —jadeó— si empezaran a fabricar una cajita negra que se pudiera adherir a esa pared —señaló un lugar vacío encima del macizo caparazón del
Maestro— y supiera reparar, mantener, operar y ajustar, todas las cosas que tú le haces a ese…armatoste? Supón que nadie más necesitara técnicos electrónicos.
Rick Thomas caviló un momento, luego sonrió.
—Bien, supongo que entonces trabajaría en la fabricación de las cajitas negras.
—¡No le veo la gracia, Richard!
—No quise ser gracioso.
—Eres… No eres un artista —rojo de furia, Thornier fregó con violencia el suelo de la cabina.
Una puerta golpeó en alguna parte, mucho más abajo de la cabina que estaba sobre el escenario. Thorny soltó el estropajo y corrió a la ventana para mirar. El clop, clop, clop de pasos precipitados resonó en el pasillo central.
—Madrugador, el jefe —murmuró el técnico, vuelto hacia el reloj—. O bien ese reloj adelanta dos minutos, o esta mañana le tocó bañarse.
Thornier miró el pasillo central con una sonrisa huraña. Seguía con los ojos los contoneos del empresario. Y después de ver desaparecer a D’Uccia bajo el palco del fondo, continuó fregando.
—No entiendo por qué no te buscas un empleo de vendedor, Thorny —aventuró Rick, volviendo a su trabajo—. Un buen vendedor es sólo un actor, aunque sin el temperamento. Si lo piensas, hay muchísimas oportunidades para los buenos actores. Políticos, ejecutivos, hasta generales… Algunos de ellos parece que se las arreglaran sólo gracias al talento dramático. La historia lo confirma.
—¡Bah! No soy un schauspieler —se volvió hacia Rick, que estaba ajustando el Maestro, y meneó lentamente la cabeza… —Tranquiliza tu conciencia, Richard —dijo al fin.
El técnico, estupefacto, soltó el destornillador y alzó los ojos desorbitados.
—¿Mi conciencia? ¿Qué diablos pasa con mi conciencia?
—Oh, no disimules. Por eso te preocupas tanto por mí. Sé que no es culpa tuya que tu…oficio haya pervertido un gran arte.
Rick abrió la boca, incrédulo.
—Tú piensas que yo… —se atragantó, enrojeció de furia, clavó los ojos en el viejo y se puso a soltar maldiciones entrecortadas.
Thornier de pronto se llevó un dedo a la boca y chistó pidiendo silencio. Volvió los ojos hacia la parte trasera del teatro.
—Era solamente D’Uccia subiendo las escaleras —empezó Rick—. ¿Qué…?
—Sshhh.
Escucharon. El ordenanza sonreía agriamente. Segundos después lo oyeron: primero un pequeño aullido, y después ¡brrraaamp!
Las ventanas de la cabina vibraron. Rick se sobresaltó.
—¿Qué diantres…?
—Sshhh.
El estrépito fue sucedido por una serie de murmullos obscenos y quejosos.
—Ese es D’Uccia. ¿Qué sucedió?
Los murmullos pronto se transformaron en una retahíla rugiente de juramentos, más allá de los palcos.
—¡Eh! —dijo Rick—. Debe de haberse lastimado.
—No. Sólo que ha encontrado mi renuncia, es todo. ¿Ves? Te dije que me iba.
Los bramidos y maldiciones se intensificaron al ritmo de pisadas elefantinas en las escaleras alfombradas.
—No creo que lamente tanto tu renuncia —gruñó Rick, desconcertado.
D’Uccia apareció en el extremo del pasillo. Se detuvo con las piernas separadas. Se aferraba a la base de la columna con una mano y enarbolaba un lirio dorado con la otra.
—¡Pintor de lirios! —chilló—. ¡Pintor de flores! ¡Mequetrefe! ¡Ven aquí, payaso!
Thornier se asomó serenamente por la ventana de la cabina, miró al empresario furibundo arqueando las cejas.
—¿Me llamaba, señor D’Uccia?
D’Uccia jadeó un par de veces antes de recobrar el aliento.
—¡Thornier!
—¿Sí, señor?
—¡Se acabó! ¿Lo oyes?
—¿Qué se acabó, jefe?
—Se acabó. Iré a la servoagencia. Me compraré una limpiadora automática. Tienes dos semanas de plazo.
—Dile que no quieres preaviso —gruñó Rick en voz baja—. Ríete en la cara.
—De acuerdo, señor D’Uccia —dijo sosegadamente Thornier.
D’Uccia se quedó resoplando. Amenazaba con atacar, agitaba el lirio con impotencia, y por último lo arrojó al pasillo con un juramento y dio media vuelta para alejarse, cojeando.
—¡Vaya! —suspiró Rick—. ¿Qué demonios hiciste?
Thornier le contó, apesadumbrado. El técnico meneaba la cabeza.
—No te despedirá. Cambiará de opinión. Es difícil contratar gente para hacer el trabajo sucio hoy día.
—Ya lo has oído. Puede comprar una instalación automática. Máquinas de limpiar.
—¡Pamplinas! D’Uccia es demasiado tacaño para soltar tanta pasta. Además, gritarle a una máquina no le causará ninguna satisfacción.
Thornier lo miró poco convencido.
—¿Estás seguro?
—Bueno… —Rick hizo una pausa—. Bien, tienes razón. Una vez vino aquí y le protestó al Maestro. Lo pateó, le aulló, lo sacudió, igual que cuando tratas que el teléfono te devuelva la moneda. Se fue bastante satisfecho, además.
—¿Por qué no? —murmuró desoladamente Thorny—. Para D’Uccia las personas son máquinas. Y él es justo en ese sentido. Las trata igual a todas.
—Pero no te quedarás las dos semanas, ¿verdad?
—¿Por qué no? Me dará tiempo para buscar otro trabajo…
Rick gruñó de incredulidad y se puso a atender la máquina. Quitó el panel superior del frente y lo dejó a un costado. Abrió una lata en el suelo y extrajo un rollo de cinta plástica de treinta centímetros de ancho y treinta de espesor. La montó en un carretel dentro del Maestro y empezó a pasar el extremo de la cinta entre varios juegos de rodillos y guías. La cinta salió perforada, tachonada de miles de agujeros diminutos y surcos zigzagueantes. El ordenanza se puso a observar el proceso con fría hostilidad.
—¿Esa es la cinta con el libreto de ‘El anarquista’? —preguntó con hosquedad. El técnico asintió.
—Una cinta flamante, además. Tengo que ser cuidadoso al alimentarla. Todavía tiene residuos de grabación —paró un instante el mecanismo de alimentación, tironeó de un orificio con un punzón, lo sopló, encendió de nuevo.
—¿Qué pasa si la cinta se mella o se raya? —gruñó Thorny con curiosidad—. ¿Los actores se desploman en el escenario?
Rick meneó la cabeza.
—No, sucede constantemente. Un rayón o una muesca hacen que el actor saltee una línea o se tambalee, entonces el Maestro capta la falla y compensa. El Maestro se retroalimenta con la representación, dirige el espectáculo continuamente. Además tiene un amplio margen de compensación.
—Creí que todo el espectáculo salía de la cinta.
El técnico sonrió.
—En cierto modo sí. Pero es algo más que un espectáculo de marionetas mecánicas grabado, Thorny. El Maestro observa el escenario… No, más que eso… El Maestro es el escenario, un análogo electrónico del escenario —palmeó el caparazón de metal—. Los patrones de personalidad de todos los actores están almacenados aquí. Es más que un control remoto, como cree la gente. Es una máquina de dirección creativa. Hasta tiene prolongaciones para captar las reacciones del público… —se interrumpió de golpe, escrutaba la cara del viejo actor; tragó nervioso—. Thorny, no pongas esa cara. Lo siento. Toma, sírvete un cigarrillo.
Thorny lo aceptó con dedos temblorosos. Escudriñó el reluciente laberinto de circuitos con los ojos entornados, observó cómo la cinta del libreto trepaba lentamente por los rodillos y se internaba en las tripas del Maestro.
—¡Arte! —protestó—. ¡Teatro! ¿En qué te graduaste, Richard? ¿En ingeniería dramática?
Salió de la cabina temblando. Rick escuchó el taconeo furioso en los escalones de hierro que bajaban al nivel del escenario. Meneó la cabeza tristemente, se encogió de hombros, siguió examinando la cinta en busca de cortaduras serias.
Thorny volvió pocos minutos después con un cubo y un estropajo. Parecía arrepentido, pese a todo.
—Lo siento, amigo —gruñó—. Sé que sólo tratas de ganarte la vida, y…
—Olvídalo —barbotó Rick.
—Sólo es que… Bueno, este espectáculo en especial… Me afecta mucho.
—¿Este? ¿Te refieres a ‘El anarquista’? ¿Qué tiene de especial, Thorny? ¿Lo hiciste alguna vez?
—Ajá. No se pone en escena desde la década del noventa, salvo… Bueno, resucitó hace casi diez años. Ensayamos durante semanas. Fracasó antes del estreno. No teníamos dinero.
—¿Hacías un papel importante?
—Interpretaba a Andrejev —le dijo Thornier con una vaga sonrisa.
Rick silbó entre dientes.
—El papel protagónico. Vaya mala suerte —levantó los pies para que Thorny pudiera fregar esa parte—. Una gran decepción, supongo…
—No es eso. Es sólo que…bueno, durante los ensayos de ‘El anarquista’ fue la última vez que Mela y yo estuvimos juntos en el escenario. Eso es todo.
—¿Mela? —el técnico frunció el ceño—. ¿Mela Stone?
Thornier asintió.
Rick manoteó una copia del libreto sin codificar, se la agitó delante.
—Pero si ella está en esta versión, Thorny. ¡Fíjate! Interpreta a Marka.
La risa de Thornier fue seca y áspera.
—Bueno —Rick estaba ligeramente ruborizado—, quiero decir que la muñeca de ella la interpreta.
Thorny miró con disgusto al Maestro.
—Querrás decir que tu hipnotizador mecánico interpreta todos los papeles con sus zombis de airespuma.
—Oh, basta Thorny. Ensáñate con el mundo, si quieres. Pero no me culpes por los gustos del público. De todos modos, yo no he inventado el autodrama.
—No culpo a nadie. Simplemente, detesto esa… Esa… —con él estropajo mojado golpeaba la base del Maestro.
—Tú y D’Uccia —gruñó Rick—. Sólo que D’Uccia la adora cuando funciona bien. Es sólo una máquina, Thorny. ¿Por qué odiarla?
—No necesito una razón para odiarla —dijo, socarrón—. También odio los aero taxis. Una cuestión de gustos, es todo.
—De acuerdo, pero al público le gusta el autodrama, sea en TV, estéreo o teatro. Y se le da lo que quiere.
—¿Porqué?
Rick rio con ligereza.
—Bueno, porque lo paga. El autodrama es portátil, predecible, duplicable. Y flexible. Esta noche puedes poner ‘Macbeth’, mañana ‘El anarquista’, y la noche siguiente ‘El rey de la Luna’… Todo en la misma sala. No hay problemas de divismo. No hay problemas laborales. Alquilas la utilería, los muñecos y las cintas de Smithfleld. Teatro computado. Sistematizado, producido en masa. Aun en Coon Creek, Georgia.
—¡Bah!
Rick terminó de alimentar la cinta, cerró el panel y abrió uno contiguo. Rasgó la tapa de una caja de cartón y esparció en la mesa una pila de carretes de cinta más pequeños.
—¿Esas son las almas que le vendieron a Smithfleld? —preguntó Thornier con una sonrisa algo perturbadora. El técnico hizo retroceder su taburete y estalló:
—¡Sabes muy bien qué son!
Thornier asintió, se agachó para mirar más de cerca, como fascinado. Levantó un carrete, suspiró.
—Si dices «Ay, pobre Yorick» te echo de aquí —rugió Rick. Thornier dejó el carrete con un suspiro y se enjugó las manos en la ropa. Personalidades computadas. El yo de los actores analogizado en cintas. Actores en un tiempo reales, cuyas marionetas ahora
interpretaban sus papeles. Las cintas contenían complejos datos psicofisiológicos derivados de meses de pruebas psíquicas y somáticas, después que los actores originales habían firmado sus contratos con Smithfield. Datos para las matrices de personalidad del Maestro. Abstracciones de la psique humana encarnadas en vidrio, cobre, cromo. Las almas que alquilaban a Smithfield por un porcentaje, junto con el aspecto exterior para los muñecos.
Rick puso un carrete en el carretel, empezó a pasarlo por la máquina.
—¿Qué pasa si dejas fuera un ingrediente vital, como la cinta de Mela Stone, por ejemplo? —quiso saber Thornier.
—La marioneta repetiría sus parlamentos como un zombi, es todo —explicó Rick—. Sin energía, sin convicción. Chato y mecánico como un robot.
—Son robots.
—No exactamente. El Maestro las dirige por control remoto, pero las interpreta. Una vez ensayamos ‘Hamlet’ sin cintas de actores. Todos hablaban con voz monocorde y chata, sin expresión. Fue desopilante.
—Ja ja —dijo Thornier con la voz sombría.
Rick puso otra cinta en el carretel, cambió de posición una perilla, empezó a alimentar de nuevo la máquina.
—Este es Andrejev, Thorny…, interpretado por Peltier —de pronto soltó una maldición, detuvo la cinta, la examinó con ansias, abrió el mecanismo de registro y lo estudió con una lupa.
—¿Qué ocurre? —preguntó el ordenanza.
—El captor está gastado. No funciona con mucha precisión. Tengo miedo de que se atasque y destruya la cinta.
—¿No hay duplicados?
—Sí, hay un conjunto extra. Pero el estreno es esta noche —lanzó otra mirada suspicaz al mecanismo, luego lo cerró y conectó de nuevo la alimentación. Estaba instalando el panel cuando el mecanismo de alimentación se detuvo. Adentro se oyó un desgarrón. Rick maldijo, giró la perilla, arrancó el panel. Le mostró a Thornier un trozo de cinta hecha jirones y la arrojó al suelo con furia—. ¡Lárgate de aquí! ¡Traes mala suerte!
—Antes terminaré de limpiar.
—Thorny, dile a D’Uccia que venga, ¿quieres? Tendremos que pedirle a Smithfield que nos envíe un nuevo captor antes de esta tarde. Es un lío del demonio.
—¿Por qué no contratan un reemplazante humano? —preguntó Thornier, insidioso; luego añadió—: Perdóname, eso sería una perversión de vuestro arte, ¿verdad? ¿Quieres que llame a D’Uccia?
Rick le arrojó el carrete de Peltier. Thornier lo esquivó riendo y fue en busca del empresario. En mitad de la escalerilla de hierro se detuvo para contemplar el ancho escenario que se extendía más allá de los pliegues del telón. Las candilejas estaban encendidas y el suelo verdegrís lucía limpio y brillante con su diseño ajedrezado de listones de cobre. Los listones se electrificaban durante la representación, y alimentaban los acumuladores de los muñecos. Las marionetas tenían discos metálicos en las suelas, y rectificadores en el empeine. Cuando las baterías se descargaban, el Maestro movía un poco el pie del actor para que entrara en contacto con los electrodos del suelo y se recargara periódicamente durante la obra, pues la marioneta tambaleaba y farfullaba si actuaba más de un cuarto de hora sólo con energía interna.
Thorny examinó el gran escenario donde ningún ser humano actuaba por la noche. El gato siamés de D’Uccia se estaba relamiendo en el centro del tablado; lo miró con arrogancia, olisqueó, siguió relamiéndose. Thornier lo observó un momento, luego se volvió hacia Rick.
—Conecta la energía del suelo un momento, Rick.
—¿Si? ¿Para qué? —gruñó Rick.
—Quiero cerciorarme de algo.
—De acuerdo, pero luego ve a buscar a D’Uccia.
Oyó que el técnico bajaba el interruptor. La calma arrogancia del gato estalló. Chilló, correteó, rodó en medio de una explosión de, chispas, saltó las candilejas con una cabriola y aterrizó en la orquesta con estrépito, luego atravesó el pasillo con el pelo erizado, rumbo a su escondrijo bajo el escritorio del Imperio.
—¿Qué demonios pasa? —rugió Rick, asomándose.
—Ya puedes apagarlo —dijo el ordenanza—. D’Uccia estará aquí en un minuto.
—¡…mostrando los colmillos!
Thornier fue a terminar su limpieza de rutina. Empezaba a sentirse abatido. Se marchaba, abandonando hasta este último y humilde papel relacionado con el teatro. De golpe comprendió su propia impotencia. Estaba atado de manos, y por eso se tomaba venganzas mezquinas como arruinarle las flores a D’Uccia y atormentar al gato, porque no había ningún enemigo verdadero al cual atacar.
Desechó la idea con firmeza y la pisoteó. Él era Ryan Thornier, y jamás estaría atado de manos, si no lo deseaba. Les haré saber quién soy, sólo una vez antes de irme, pensó. Les haré recordar, y no lo olvidarán nunca.
Pero el sueño de desempeñar un gran papel de despedida en una magistral y última interpretación no era demasiado convincente. «Thorny, si alguna vez hicieras una última gran interpretación —le había dicho una vez Rick—, ya no te quedaría razón alguna para seguir viviendo, ¿verdad?» Rick lo había dicho con cinismo, pero de algún modo era cierto. Y esa grata fantasía también se volvía alarmante.
La elegante mujercita del sombrero de plumas blancas estaba explicando las cosas meticulosamente —con vocales redondas y frases precisas— al Dramaturgo del Momento, un talento promisorio que escuchaba a la vivaz productora mirándola con respeto y reverencia.
—El realismo crudo es lo más adecuado para el autodrama —decía ella—. Ten siempre en cuenta, Bernie, que la consideración por los actores pertenece al pasado. Estudia el drama de Roma… De la antigua Roma. Si en una obra había una escena de crucifixión, conseguían un esclavo y lo crucificaban. En el escenario, pero de veras.
El Dramaturgo del Momento reía con aire dubitativo sin soltar su larga boquilla.
—Así que de allí salió el verso: «Es soberbio, pero infernal para los actores»… Debo reescribir la escena del asesinato en mi ‘Velorio de George’. Esta vez será con un hacha.
—¡Oh, vamos Bernie! Las marionetas no sangran —ambos rieron de buena gana—. Y son muy caras… Desde luego que así no sería tan infernal para los actores como para el presupuesto, ¿verdad?
—Quizá los romanos tenían el mismo problema… Lo tendré en cuenta.
Thornier vio a la productora y el Dramaturgo del Momento cuando salió de las bambalinas. Estaban de pie en la orquesta y luego se dirigieron al pasillo central. Se sentaron en los brazos de sus butacas, y una multitud de asistentes y técnicos los rondaba. Se acercaba la hora del primer ensayo.
La mujercita saludó parcamente a Thornier cuando lo vio abrirse paso entre la multitud, luego se volvió de nuevo al dramaturgo.
—Bernie, sé bueno y tráeme un trago, ¿quieres?
—Seguro. ¿Fuerte o suave?
—Oh, fuerte. Scotch con hielo y limón en un vaso de papel, por favor. Hay un bar aquí al lado. Estoy nerviosa…
El dramaturgo asintió con un gesto que era casi una reverencia y se alejó por el pasillo. Cuando pasó el ordenanza, la mujer le aferró la manga.
—¿No saludas, Thorny?
—Oh, hola señorita Ferne —dijo él, cortés.
—Llámame otra vez ‘señorita Ferne’ y te araño —murmuró ella, acercándosele; las vocales redondas habían desaparecido.
—De acuerdo, Jade. Pero… —él miraba nervioso alrededor. Estaba lleno de técnicos. Ian Feria, el productor, los observaba con curiosidad desde los costados.
—¿Qué te ha pasado, Thorny? ¿Por qué no te he visto? —se quejó ella.
Él gesticuló con el mango de la escoba, se encogió de hombros. Jade Ferne le estudió la cara un momento y frunció el ceño.
—¿Por qué esa cara de sufrimiento, Thorny? ¿Estás enfadado conmigo?
Él meneó la cabeza.
—Esta obra, Jade… ‘El anarquista’, bueno —miró desconsolado el escenario.
De pronto ella recordó. Soltó un suspiro de compasión.
—Ese intento de hace diez años… Ibas a interpretar a Andrejev. Oh, Thorny, lo había olvidado.
—No es nada —él esbozó una minuciosa sonrisa de mártir.
Jade le palmeó el brazo.
—Te veré después del ensayo, Thorny. Tomaremos un trago y hablaremos de los viejos tiempos.
Él echó otra ojeada en torno y meneó la cabeza.
—Ahora tienes otros amigos, Jade. No les gustaría.
—¿Los técnicos? ¡Pamplinas! No son snobs.
—No, pero quieren que los atiendas. En este mismo momento Feria está tratando de que lo mires. No tiene sentido ofenderlos.
—De acuerdo, pero después del ensayo te veré en la sala de marionetas. Me escabulliré.
—Si quieres.
—Sí, Thorny. Ha pasado tanto tiempo…
El dramaturgo regresó con el vaso y miró a Thornier con hostil curiosidad.
—Bendito seas, Bernie —dijo ella, de nuevo con vocales redondas; luego se volvió a Thornier—: Thorny, ¿me harías un favor? Estuve tratando de hablar con D’Uccia, pero está ocupado con un vendedor de limpiadores automáticos. Alguien debería ir a recoger una marioneta en el depósito. El embarque se despachó, pero el camionero olvidó una caja de embalaje. La necesitamos para el ensayo. ¿Podrías…?
—Claro, señorita Ferne. ¿Hace falta una orden?
—No, firma tú mismo la boleta de entrega. Otra cosa, fíjate si han traído el componente nuevo del Maestro. Y algo más; el Maestro destrozó la cinta de Peltier. Tenemos un duplicado, pero deberíamos tener dos, por si acaso.
—Veré si tienen uno —murmuró él, y se volvió para irse.
D’Uccia estaba en el lobby con el vendedor cuando él pasó. El empresario lo vio y sonrió alegremente.
—…ciertas características especiales, desde luego —decía el vendedor—. Es un edificio viejo, y cuando fue diseñado no se tuvo en cuenta los sistemas de servolimpieza,
como se hace ahora. Pero modificaremos la instalación para adecuarla a este lugar, señor D’Uccia. Queremos hacer las cosas bien, y una unidad compacta no serviría.
—Bien, pero páseme el precio.
—Para mañana tendremos la estimación. Esta noche le enviaré un técnico para que estudie los problemas, y más tarde hará los cálculos.
—Y la demostración, ¿eh…? ¿Por qué no me muestra cómo funciona la limpiadora automática?
El vendedor titubeó, miraba de soslayo al ordenanza que esperaba allí cerca.
—Bueno, el robot es sólo una pequeña parte del servicio total, pero… Le diré qué haremos. Esta noche le traeré una limpiadora compacta y usted podrá examinarla.
—Perfecto, me parece muy bien. Tráigala, y veremos.
Se estrecharon las manos. Thornier esperaba de brazos cruzados, examinaba con arrogancia a un gusano que se arrastraba por las ramas de una palmera en maceta y esperaba la oportunidad de pedirle a D’Uccia las llaves del camión. Sintió la mirada triunfal del empresario, pero no dio a entender que había oído.
—Podemos hacerle un buen trabajo, señor D’Uccia. Ahorrarle preocupaciones. Y eso le ahorrará también gastos con el médico, como usted dice. ¡Sí, señor! Un hombre de su posición sufre muchísimo la ineficacia humana… La ineficacia de los demás. Nunca más tendrá que preocuparse por eso cuando tenga la instalación de servolimpieza, ¡no señor!
—Muchas gracias.
—Gracias a usted, señor D’Uccia. Lo veré esta tarde.
El vendedor se fue.
—¿Qué buscas? —le gruñó D’Uccia al ordenanza.
—Las llaves del camión. La señorita Ferne quiere unas cosas del depósito.
D’Uccia se las arrojó.
—¿Has oído lo que dijo el hombre? Que trabajen las máquinas, ¿eh? Siempre quieres el día libre. Bueno, te tomarás el día libre, todos los días libres, muy pronto. Te parece bien…, ¿eh, ragazzo?
Thornier se volvió con rapidez para reprimir el involuntario acceso de cólera.
—Volveré en una hora —gruñó. Y se marchó, apretando la mandíbula con gesto huraño.
¿Por qué esperar dos semanas humillantes? ¿Por qué no se largaba directamente? Que D’Uccia se las arreglara hasta que instalaran la servolimpieza. De cualquier modo nunca podría conseguir otro puesto en el teatro, así que la reacción de D’Uccia no le importaba ya.
Me largo, pensó. Y de inmediato supo que no lo haría. Era difícil explicárselo, pero —cuando pensaba en el momento en que por fin quedaría en libertad de buscar un empleo decente y una vida cómoda— sentía un retortijón de miedo que le costaba comprender.
El puesto de ordenanza le alcanzaba apenas para sobrevivir en la habitación de un cuarto piso donde se cocinaba sus magras comidas y escribía memorias de los viejos tiempos, pero en cambio lo había mantenido cerca de los vestigios de algo que amaba entrañablemente.
‘Teatro’, lo llamaban. No el teatro —como la víctima del revendedor, el ama de casa de las matinées, o el espectador simplón y reverente—, sino sólo ‘teatro’. No era un lugar, no era un negocio, no era el nombre de un arte. ‘Teatro’ era una condición del alma y el corazón humanos. Jade Ferne era teatro. También Ian Feria. También Mela, pobre niña, antes de su trato con Smithfield. Unos tenían el don, otros no. En los viejos tiempos, los que no lo tenían se largaban pronto. Pero los que lo tenían todavía lo conservaban, aun después que los cambios tecnológicos hubieron engullido el teatro. Y seguían rondando. Algunos, como Jade, Ian y Mela, se adaptaban al cambio, sacaban provecho de la prostitución del escenario y sufrían de úlceras y mala conciencia. Aun así eran teatro, y por esa razón él, Thornier, también seguía rondando, fregando los suelos que ellos pisaban y sintiendo que, de alguna manera, todavía estaba en el teatro. Ahora se iba. Y ahora sentía que la vieja amargura volvía a bullirle por dentro. La amargura había sido crónica y pasiva, y ahora amenazaba con volverse activa y aguda.
¡Si tan sólo pudiera actuar por última vez!, pensó. Un último papel importante…
Pero ese pensamiento lo llevaba a fantasear sobre la venganza, a fraguar un plan que rumiaba a menudo mientras vagabundeaba por el teatro vacío. La venganza no servía de nada.
Y el plan no era más que un devaneo. Sin embargo, no volvería a tener otra oportunidad así.
Se dirigió al depósito de Smithfield. Apretaba las mandíbulas con gesto sombrío.
El empleado del depósito había acercado la marioneta embalada y cuando Thornier llegó ya lo estaba esperando. La apartó de la pared con una carretilla, y el ordenanza le ayudó a depositar la caja con forma de ataúd en el mostrador.
—No la lleve al camión todavía —gruñó el empleado, que mascaba un cigarro—. Es una marioneta usada, y tiene que firmar un documento.
—¿Qué clase de documento?
—Exención de responsabilidad. Si la marioneta falla durante la función, no podrán entablar juicio a Smithfield. Es una práctica normal cuando se alquilan marionetas usadas.
—Entonces, ¿por qué no enviaron una nueva?
—Producción discontinua de este modelo. Si lo quiere, lleve el usado y firme el documento.
—¿Y si no firmo?
—Sin firma no hay marioneta.
—Oh.
Thornier reflexionó un momento. Era obvio que el empleado lo había tomado por un asistente de producción. Su firma no significaría nada, pero se estaba haciendo tarde y Jade tenía prisa. Como el documento no tendría ninguna validez, pidió el formulario.
—Espere —dijo el empleado—. Mejor que examine por lo que está firmando —tomó un alicate y lo deslizó bajo las correas metálicas, que se partieron con un chasquido—. Lo han refeccionado —continuó el empleado—. Le han inyectado fluido de solenoide nuevo y lo han maquillado. En realidad está en buenas condiciones. El acolchado está un poco flojo, y le falta el dedo de un pie. Pero es mejor que lo mire, de cualquier modo.
Terminó de romper las ataduras de la tapa y se volvió a un panel de control.
—Aquí no tenemos un Maestro completo —dijo mientras bajaba un interruptor—, pero tenemos los transmisores de control y algunas secuencias grabadas. Es suficiente para probar una marioneta.
Detrás del panel el equipo despertó con un zumbido. El empleado ajustó varias perillas mientras Thornier esperaba con impaciencia.
—Veamos… Empezaremos con la secuencia Frankenstein —dijo el empleado, y movió una llave.
Un ronroneo débil surgió de la caja. Thornier observó nervioso. La tapa se movió, empezó a levantarse. Se vieron unas manos de mujer que abrían la tapa desde dentro. El ronroneo se intensificó. La tapa cayó a un costado y colgó de las correas metálicas.
La mujer se levantó y le sonrió al ordenanza.
—¡Mela! —jadeó Thornier, palideciendo.
—¿No le pone los pelos de punta? —rio el empleado—. Y ahora la secuencia erótica…
El empleado movió otra llave. La muñeca se levantó despacio, desnuda y casta como un maniquí de escaparate. Pateó y se contoneó, además, sonriéndole a Thorny.
—¡Basta! —gritó el ordenanza con un ronco rugido.
—¿Qué le pasa, amigo?
Thorny oyó el chasquido de otro interruptor. La marioneta se estiró y bostezó, grácil. Se recostó en la caja, cerró los ojos y cruzó las manos sobre el pecho. El ronroneo cesó.
—¿Qué le duele? —refunfuñó el empleado al cerrar la tapa de la caja—. ¿Se siente mal, o algo?
—Yo… Yo la conocí —balbuceó Ryan Thornier—. Trabajé con ella… —se estremeció de furia y manoteó la caja.
—Espere, le daré una mano.
La furia le dio fuerzas. Cargó la caja hasta la plataforma sin ninguna ayuda y la echó en la parte trasera del camión, luego regresó para garrapatear la firma en los formularios.
—Vaya susceptibilidad —murmuró el empleado—. Mejor que lo tome con calma, amigo. Siga mi consejo.
Thorny maldecía entre dientes cuando zambulló el camión en el río de tráfico. Tal vez a Jade le parecía gracioso haberle mandado buscar la marioneta de Mela. Jade recordaba lo que había habido entre ellos, si se tomaba la molestia de pensarlo.
Thornier y Stone, una pareja que había recibido la atención constante de las columnas de chismes en los viejos tiempos. Rumores de compromiso, rumores de casamiento en secreto, rumores de riñas y conciliaciones, rupturas y enmiendas, y algunos de los rumores no estaban muy lejos de la verdad. Tal vez a Jade le parecía una broma mandarlo en busca de la marioneta.
Pero no —la furia se le aplacó mientras conducía por la avenida—, no lo había pensado. Quizá Jade hacía lo posible para no pensar más en los viejos tiempos.
De nuevo le invadió la melancolía, que pasó a reemplazar a la cólera. Todavía no lograba reponerse del horror de haberla visto levantarse como un cadáver resucitado para sonreírle. Mela… Mela…
Habían estado juntos en las buenas y en las malas. Papeles sin importancia y guisantes en un pisito de mala muerte. Papeles protagónicos y chuletas en Sardi’s. ¿Amor? ¿Era eso? Lo pensó con turbación. Una absorción hipnótica y mutua, quizá, la embriaguez recíproca por el éxito, pero no necesariamente amor. El amor era calmo y constante y duradero, y se le dedica una vida de devoción, pero Mela no estaba dispuesta a tanto. Los había abandonado. Había ido a Smithfield y comprado la seguridad a costa de los principios. Y los que hacían eso tenían una denominación precisa. Borregos.
Ahuyentó los recuerdos. No servía de nada evocar esos tiempos. Los tiempos morían con cada minuto que pasaba. Ahora se pagaba $ 8,80 por presenciar el simulacro de Mela, con la cara de Mela, los gestos de Mela, el andar grácil de Mela. Y la marioneta todavía era joven, mientras que Mela había envejecido diez años… Años de cobrar derechos por sus marionetas, años de vivir cómodamente.
Grandes actores inmortalizados: ese era uno de los slogans de Smithfield. Pero habían interrumpido la producción de Mela Stone, había dicho el empleado del depósito. Excedente de stock.
La promesa de relativa inmortalidad había sido un buen señuelo. Los gremios de actores se habían opuesto al autodrama, pues obviamente los actores secundarios y los menos conocidos no serían pedidos. Mediante la fabricación de docenas —o centenas— de copias de una estrella célebre, se podía contar con talentos óptimos para cada papel, y la misma estrella podía actuar simultáneamente en muchísimas funciones en todo el país. Los gremios se habían opuesto, pero de cualquier modo sólo unos pocos eran requeridos por Smithfield, y la amenaza era considerable. La promesa de ingresos fabulosos era bastante tentadora, pero para colmo se sumaba la de la inmortalidad mediante la duplicación de marionetas. Los autores, los artistas, los dramaturgos siempre habían podido sobrevivir a los siglos, pero los actores sólo eran recordados por profesionales, y sus nombres figuraban fugazmente en los anales del teatro. Shakespeare viviría mil años más, ¿pero quién recordaba a Dick Burbage, el gran contemporáneo del bardo? Los recursos del histrión eran la carne y los huesos, el corazón y el cerebro, y su arte no podía sobrevivirlos.
Thorny conocía el anhelo de perduración, y ya no podía odiar a los que habían desertado. En cuanto a él, la industria del autodrama le había hecho una oferta tentadora y la había rechazado, en parte porque estaba bastante seguro de que la habrían retirado después de las pruebas preliminares. Algunos actores no eran ‘cibergénicos’: no servían para modelar análogos electrónico-robóticos adecuados. Eran los que se fundían con sus personajes y los vivían más que interpretaban. Ningún análogo poligráfico podía duplicar ese talento, y Thornier sabía que era uno de ellos. Le había sido fácil rehusar.
En la esquina de la Calle Ocho se acordó de la cinta de repuesto y el captor de reemplazo para el Maestro. Pero si regresaba ahora demoraría el ensayo y Jade se enfurecería. Se pateó mentalmente y siguió hasta la entrada del teatro. Entregó la caja de embalaje a los técnicos y regresó al depósito sin ver a la productora.
—Eh, socio —dijo el empleado—, llamó por teléfono su mandamás. No parecía muy alegre.
—¿Quién…? ¿D’Uccia?
—No… Bueno, sí. D’Uccia también llamó. Tartamudeaba de furia. Pero me refería a la señorita Ferne.
—Oh, ¿dónde está el teléfono?
—Por allá— la mujer estaba al borde de la histeria.
Thorny tragó saliva y se dirigió a la cabina. Jade Ferne era una buena amiga, y si por distraído le hubiese arruinado la producción…
—Tengo el captor y la cinta preparados —le dijo el empleado—. Ella me avisó por teléfono. Hoy sí que no pega ni una, ¿eh, socio? Está en un mal día…
Thorny se ruborizó. Discaba nervioso.
—Gracias a Dios —exclamó ella—. Thorny, hicimos el ensayo y Andrejev parecía un zombi. El Maestro estropeó nuestro duplicado de la cinta de Peltier, y estamos ensayando sin un análogo que interprete el papel protagónico. ¡Sería capaz de matarte!
—Lo siento, Jade. Mis engranajes no deben funcionar bien, supongo.
—¡Olvídalo! Sólo debes traerle el nuevo captor a Thomas. Y la cinta de Peltier. Y no vayas a tener un accidente. Son las dos de la tarde y el estreno es esta noche, y todavía nos falta el protagonista… Ya no hay tiempo para que nos envíen nada de Smithfield.
—En cierto sentido, nada ha cambiado, ¿verdad, Jade? —farfulló Thornier, evocando la eterna histeria entre bambalinas que duraban hasta que las luces se apagaban y la belleza y el orden surgían milagrosamente del caos.
—¡No filosofes, apresúrate! —replicó ella, y colgó. Dundo salió de la cabina, el empleado ya había preparado las cajas.
—Mire, amigo: mejor que cuide esa cinta de Peltier —le aconsejo el empleado—. Es la última que nos queda. Se han pedido más, pero no llegarán sino en un par de días.
Pensativo, Thornier miró el paquete más pequeño. ¿El último Peltier?
El plan, recordó el plan… Esto lo facilitaría. Desde luego, el plan era sólo una fantasía, un sueño de venganza. No podía llevarlo a cabo. Arruinar la función sería perjudicar a Jade…
Y oyó que su propia voz, como la de un extraño, decía:
—La señorita Ferne también me pidió que llevara una cinta de Wilson Granger, y un par de empalmes de tres pulgadas.
El empleado se sorprendió.
—¿Granger? Él no está en ‘El anarquista’, ¿verdad?
Thornier meneó la cabeza.
—No… Supongo que ella estará organizando otro elenco. Quizás para el próximo espectáculo.
El empleado se encogió de hombros y fue en busca de la cinta y los empalmes. Thornier se quedó abriendo y cerrando los puños. Claro que no iba a llevarlo a cabo. Sólo una fantasía tonta.
—Tendré que hacer una factura por separado —dijo el empleado al regresar.
Firmó de prisa las facturas y luego se dirigió al camión. Se alejó tres calles del depósito, luego aparcó en una zona de cargas. Abrió las cajas de las cintas con el cortaplumas. Levantaba las tiras engomadas con cuidado, para poder pegarlas de nuevo. Sacó los dos rollos de cinta perforada de las latas, desprendió cuidadosamente los sellos protectores y los pegó provisoriamente en el panel de instrumentos. Desenrolló medio metro de la cinta de Peltier; estaba sin perforar, impresa con códigos de identificación
y datos de fábrica. Por suerte no era una cinta flamante; la habían usado antes, se le notaban las marcas. Un empalme no despertaría sospechas.
Cortó la lengüeta de identificación con el cortaplumas, lo dejó aparte. Luego hizo lo mismo con la cinta de Granger.
Granger era un gordinflón, jovial, cincuentón. Su marioneta interpretaba papeles cómicos.
Peltier era joven, enjuto, melancólico: el villano intelectual, el fanático de la causa. Una buena elección para el papel de Andrejev.
Parecía que las manos de Thornier se movieran por voluntad propia, que interpretaban a conciencia papeles ensayados mucho tiempo. Cortó las cintas. Tomó uno de los paquetes de empalmes y tiró del apéndice que iniciaba la acción química. Dejó pasar quince segundos, abrió el paquete, juntó el extremo de la cinta de Granger y la lengüeta de identificación de Peltier, las pegó con cuidado y cerró el paquete. Cuando dejó de humear, lo abrió para examinar el paquete. Un remiendo prolijo, apenas visible en la lustrosa cinta plástica. El análogo de Granger con la etiqueta de Peltier. Y el cuerpo de la marioneta era el de Peltier. Volvió a guardarla en la lata.
Metió la cinta de Peltier y la etiqueta de Granger y la factura extra en la otra caja. Luego salió de la zona de cargas y condujo a gran velocidad a través del pesado tráfico, confiando en que el radar antichoque lo libraría de un accidente. Y mientras cruzaba el puente, arrojó la cinta de Peltier al río. Ya no podía volverse atrás.
Jade y Feria estaban sentados en la orquesta, observaban el acto final del ensayo y ese fiasco de Andrejev. Cuando Thorny se les acercó, Jade se pasó la mano por la frente para secarse un imaginario sudor.
—¡Gracias a Dios! —susurró, mientras él le mostraba los paquetes—. Ve a la cabina y entrégaselos a Rick, ¿quieres? Thorny, estoy fuera de mí.
—Lo siento, señorita Ferne —temeroso de que su nerviosismo culposo lo envolviera como una capa raída, se marchó de prisa y le entregó las cajas a Thomas. El técnico estaba atento al Maestro mientras se representaba la obra, y saludó a Thornier sólo con un cabeceo y un ademán.
Thorny se retiró hacia vestuarios abandonados por corredores viejos y oscuros, ahora atiborrados de desperdicios y restos de otros tiempos. Tenía que dominarse, dejar de temblar por dentro. Vagabundeó por los sectores desiertos del edificio; abría viejas puertas para atisbar cubículos oscuros donde grandes estrellas se habían maquillado en otros días y otras noches. Ahora, llenos de baúles y espejos rotos y lienzos y maniquíes apilados. Persistían aromas tenues, olores crispados: transpiración, maquillaje, un perfume borroso que impregnaba las paredes. Moho y polvo: el olor del tiempo. Sus pasos resonaron huecos en los cuartos sin gente, mientras los sonidos sofocados de la obra atravesaban débilmente las paredes: la súplica histérica de Marka, la risa áspera de Piotr, las marciales botas de los guardias revolucionarios, un estallido de música hacia el fin de la escena.
Se volvió de manera abrupta y regresó al escenario. No serviría de nada ocultarse así. Tenía que portarse normalmente, hacer las tareas de costumbre. La cinta falsificada no causaría revuelo hasta después del primer ensayo, cuando Thomas la pusiera en el Maestro, reajustara la máquina e iniciara la nueva representación. Hasta entonces debía comportarse como si nada, y después…
Después, todo tendría que suceder según lo planeado. Después Jade tendría que acudir a él, como él creía. De lo contrario habría fracasado, habría estropeado las cosas sin ningún objeto.
Atravesó la sala donde los conversores zumbaban suavemente para suministrar energía al escenario. Se detuvo cerca de la entrada a observar el comienzo de la escena tres del acto tercero. Andrejev —la marioneta de Peltier— estaba a solas, se paseaba por su departamento mientras el murmullo bajo de una turba callejera y un tableteo distante de ametralladoras brotaba del sistema de efectos de sonido del Maestro. Tras observar un momento, notó que los movimientos de Andrejev no eran ‘sombríos` sino metódicos e inertes. La marioneta sin cinta hacía los gestos requeridos como un robot, sin interpretar el significado. Oyó risas en la fila del personal de producción, y tras presenciar la versión zombi de Andrejev en una escena de suspenso, también él se sorprendió sonriendo.
La marioneta de pronto volvió hacia él la cara inexpresiva. Se llevó los dos puños a la cara.
—Ayuda —dijo con voz monocorde y coloquial—. Iván, ¿dónde estás? ¿Dónde? Sin duda han venido; tienen que venir —hablaba sin matices, sin inflexiones. Se apretó los puños contra las sienes, echó a caminar otra vez.
A pocos metros, dos marionetas que estaban paralizadas, listas para entrar en escena, despertaron de golpe. Especialmente calmos, como maniquíes de escaparate, obedecieron de repente una orden pulsátil del Maestro. Los músculos —sacos de plástico rellenos con un polvo magnético suspendido en aceite y envueltos en serpentinas elásticas de alambre, como solenoides flexibles— se estiraron y crisparon bajo las carnes de airespuma. Palpitaban en espasmos al ritmo pulsátil de las órdenes de alta frecuencia policromática del Maestro. Expresiones de miedo y apremio les cruzaron las caras. Se encorvaron, se estiraron, miraron en torno, luego brincaron al escenario jadeando con ferocidad.
Una de ellas chilló:
—Camarada, ella ha venido. ¡Ha venido! Ha venido con él, ¡con Boris!
—¿Qué…? ¿Lo trae prisionero? —fue la distraída respuesta.
—No, no, camarada. Hemos sido traicionados. Ella está con él. Es una traidora, se ha vendido a ellos.
No hubo sentimientos en las mecánicas reacciones de Andrejev, ni siquiera al disparar una bala al corazón del portador de las malas noticias.
Thornier quedaba cada vez más fascinado por la representación. Las marionetas se movían grácilmente, con más sinuosidad y fluidez que los humanos, como si no tuvieran huesos. La proporción energética entre la masa y el músculo de sus miembros estaba escogida con gran cuidado para que cada movimiento evocara un ballet. Los muñecos —ni robots mecánicos ni títeres tambaleantes— sostenían movimientos y expresiones que hubieran fatigado enseguida a un actor humano, y el Maestro coordinaba los acontecimientos escénicos de una manera imposible para un grupo de humanos, de individuos que pensaban independientemente.
Era como siempre. Al comienzo miró con un escalofrío las Máquinas que reemplazaban a seres de carne y hueso, el Mecanismo que ocupaba el sitial del arte. Pero gradualmente su aprehensión se fue disipando y la obra lo atrapó, y los actores dejaron de ser máquinas. Vivió el papel de Andrejev, y jadeó los parlamentos en bambalinas, y conoció al resto: Mela y Peltier, Sam Dion y Peter Repplewaite. Se crispó con ellos, le castañetearon los dientes ante los parlamentos difíciles, maldijo en voz baja a ese Andrejev inútil, y olvidó el leve crujido de las chispas que producían los pies de las marionetas en el suelo con listones de cobre para beber energías ocasionalmente, para mantener las cargas casi al máximo.
Así, cautivado apenas reparó en los ronroneos, zumbidos y chasquidos que se intensificaban a sus espaldas. Oyó un murmullo de voces cerca de él, pero siguió concentrado en el escenario fastidiado por la distracción.
Luego un pequeño chorro de agua le mojó los tobillos. Algo húmedo y esponjoso le palmeó el pie. Giró sobre los talones.
Una lustrosa araña de metal de un metro de alto se le acercó lentamente sobre seis patas, extendiendo dos garras amenazantes. Arrojaba chorros líquidos que pronto absorbía con su probóscide esponjosa. Con una garra levantaba una lata de diez galones, baldeaba, fregaba, dejaba la lata.
Thornier reaccionó con un aullido, brincó sobre la criatura, perdió el equilibrio en el líquido jabonoso. Resbaló y cayó. La araña fregó el suelo cerca del escenario, luego cambió la dirección y regresó hacia él.
Thornier se levantó con un gruñido, oyó los cloqueos de la risa de D’Uccia. Miró hacia arriba. El empresario rechoncho y el vendedor de limpiadoras automáticas lo observaban; el vendedor sonriendo, D’Uccia riendo.
—Ese es mi muchacho, ¡ese es mi muchacho! Siempre mirando el espectáculo, después no limpia, después pide el día libre. Ese es mi muchacho, claro que sí —D’Uccia palmeó el caparazón metálico de la araña—. Eh, ragazzo, te presento a mi nuevo muchacho. Este no se pone a mirar el espectáculo, como tú…, ¿ves?
Thornier se levantó, pálido y fastidiado. D’Uccia lo miró de hito en hito, y la sonrisa se le borró. Retrocedió un paso. Thornier lo fulminó con una mirada y dio media vuelta para marcharse. Al girar tropezó con la marioneta de Mela Stone, se recobró y siguió de largo.
Se paró de golpe.
La marioneta de Mela Stone estaba en el escenario, en la escena final. Lucía vieja, algo ojerosa. Lo miraba de arriba abajo con una expresión de sorpresa, una mano en la boca.
—¡Thorny…! —un susurro de temor.
—¡Mela! —gritó, pese a la obra, y le abrió los brazos—. ¡Mela, qué maravilla!
Y entonces notó que ella se apartaba de sus ropas de trabajo húmedas. No estaba nada contenta de verle.
—Thorny, qué alegría —atinó a murmurar, al tiempo que le tendía la mano sin convicción. Una mano cubierta de joyas.
Él se la estrechó un segundo, la miró fijo, luego se alejó con precipitación, un nudo en el estómago. Ahora podría seguir adelante. Ahora podría llevarlo a cabo e incluso disfrutar con la ejecución de ese plan contra todos ellos.
Mela había venido a presenciar el estreno de ‘El anarquista’ como si actuara ella misma y no una marioneta.
Yo mismo veré que sea una función inolvidable, pensó.
—¡No, no, nooo! —protestó con monotonía el fallido Andrejev en la penúltima escena. Tras la estampida del arma de Marka, la marioneta de Peltier se desplomó en el escenario; excepto por un breve desenlace triunfal, la obra estaba en su final.
Ante el ruido del arma, Thornier se detuvo para sonreír ambiguamente por encima del hombro, los ojos le centelleaban en la cara de halcón. Luego desapareció por un costado.
Jade se libró de ellos en cuanto pudo, y vagabundeó detrás del escenario hasta que lo encontró en el depósito de trajes. Estaba solo, revolvía el contenido de un viejo armario mientras murmuraba con nostalgias. Ella sonrió y cerró la puerta con brusquedad. Sobresaltado, Thornier dejó caer un sombrero plegable y una caja de cartuchos de fogueo en el baúl. Se irguió hundiendo las manos en los bolsillos.
—¡Jade! No esperaba…
—¿…que yo viniera? —Jade se desplomó en una silla vieja y polvorienta con un suspiro de cansancio y se abanicó con un programa, los ojos cerrados. Se quitó los zapatos y murmuró—: ¡Que insufribles son! Los detesto…
Hizo una mueca y adoptó un aire aniñado. El de la jovencita que había actuado con Thornier y el resto, la actriz Jade Ferne, que había suplicado papeles menores y merodeado en las agencias y ganado los papeles a través de ensayos interminables y temblado de miedo ante el telón como todos los demás. Ahora era una mujercita vivaz de ojos astutos, cabello entrecano y arrugas en las comisuras de los labios. Cuando se deshizo de su máscara de ejecutiva, la astucia y las arrugas se disolvieron en la fatiga.
—Quince minutos para recobrar la cordura, Thorny —musitó mientras echaba una ojeada al reloj como para contarlos.
Él se sentó en el baúl y trató de relajarse. Ella no parecía haber reparado en su turbación, o en todo caso estaba demasiado cansada para darle alguna importancia. Si descubría su plan, lo haría aporrear y echar de la oreja, y quizá llamaría a la policía; era pequeña, pero las bombas incendiarias también lo eran.
Lo que estoy haciendo no te causará daño, Jade —se decía Thornier—. Armará un gran revuelo, y no te gustará, pero no te hará daño; ni siquiera echará a perder el espectáculo.
Hacía lo que estaba haciendo por el teatro de la vieja escuela, el que ambos habían conocido y amado. Y en ese sentido, se dijo, lo hacía no sólo por él sino por ella misma.
—¿Cómo anduvo el ensayo, Jade? —preguntó como por cortesía—. Excepto Andrejev, desde luego.
—Soberbio, sencillamente soberbio —repuso ella mecánicamente.
—Realmente, quiero decir.
Ella abrió los ojos, torció la boca.
—Como siempre, Thorny, como siempre. Nauseabundo, sobreactuado, perfectamente dirigido para un público de mequetrefes sin sensibilidad. Un público que siempre quiere las cosas sobreactuadas para no tener que pensar en lo que ocurre. Un público al que no le interesa buscar sentimientos ni significados. Quiere que le den el significado por la cabeza, para no tener que buscar. Estoy harta.
Él expresó una ligera sorpresa.
—Era de imaginar —refunfuñó con mordacidad.
Ella apoyó los talones descalzos en el borde de la silla, se abrazó los tobillos, apoyó el mentón en las rodillas y pestañeó.
—¿Me odias por producir estas bobadas, Thorny?
Él caviló un instante, meneó la cabeza.
—A veces la situación me enfurece, pero no te culpo por ello.
—Me alegra. A veces quisiera estar en tu lugar. A veces preferiría ser una fregona y limpiarle el suelo a D’Uccia.
—No hay vacantes —dijo él con amargura—. Los parientes del Maestro también se están encargando de eso.
—Lo sé. Oí hablar. Estás sin empleo, gracias a Dios. Ahora podrás llegar a alguna parte.
Él meneó la cabeza.
—No sé adónde. No puedo hacer nada, salvo actuar.
—Pamplinas. Puedo conseguirte un puesto mañana.
—¿Dónde?
—En Smithfield. Promoción de ventas. Contratarán a varios ex-actores.
—No —dijo con voz fría y concluyente.
—No te apresures. Esto es algo nuevo. La compañía se está expandiendo.
—Ja.
—Autodrama para el hogar. Un escenario de un metro y pico en cada líving. Marionetas en miniatura, de seis pulgadas de alto. Servicio de Maestro centralizado. Grandes obras representadas en casa por cable concéntrico. Llamas a Smithfield y haces tu solicitud. ¿Qué te parece?
Él le echó una mirada glacial.
—El mayor acontecimiento teatral desde Sarah Bernhardt —dijo sin expresión.
—¿Thorny? ¡No te pongas sarcástico conmigo!
—Lo siento. ¿Pero cuál es la novedad de tenerlo en casa? El autodrama reemplazó a la TV hace años.
—Lo sé, pero esto es diferente. Un verdadero teatro en miniatura. A los chicos les entusiasmará muchísimo. Pero se necesitará una buena promoción para que tenga éxito.
—Lo siento, pero ya me conoces.
Ella se encogió de hombros, suspiró fatigosamente, cerró los ojos de nuevo.
—Sí, claro que te conozco. Tienes la integridad del actor posesionado. Eres un darfsteller. La úlcera de un director. No puedes interpretar un papel sin vivirlo, y no quieres vivirlo si no crees en él. Así que muérete de hambre —la voz era insultante, pero él sabía que ocultaba una involuntaria admiración.
—Estaré bien —masculló Thornier, y añadió para sí mismo: después de la función de esta noche…
—¿Puedo hacer algo por ti?
—Claro. Inclúyeme en el elenco. Reemplazaré a las marionetas inservibles.
Ella le clavó los ojos, titubeó.
—¿Sabes? Pienso que serías capaz…
Él se encogió de hombros.
—¿Por qué no?
Ella miró pensativamente una hilera de cajas, sacudió la cabeza morena.
—¡Vaya! ¡Qué espectáculo sería! Un actor humano, de incógnito, actuando en un autodrama.
—Se ha hecho… En provincias.
—Sí, pero el público lo sabía, y eso siempre echa a perder la función. Crea contrastes que no existen o que no se notarían de otra manera. Los muñecos parecen torpes, mecánicos, crispados. Si no hay humanos en el escenario, los muñecos parecen gráciles y vivaces, etéreos…
—Pero si el público no lo supiera…
Jade sonreía con languidez.
—Quién sabe —murmuró—. Quién sabe si se daría cuenta. Notaría una diferencia, desde luego… En una marioneta.
—Pero pensaría que el Maestro quiso interpretar así ese papel.
—Tal vez, si el actor humano fuera cuidadoso…
Él rio con amargura.
—Si engañara a los críticos…
—Algún imbécil tildaría la interpretación de «abismalmente poco realista» o «muy obviamente mecánica» —Jade miró su reloj, se sacudió, se desperezó y se calzó los zapatos, y agregó—: De cualquier modo, no hay razones para hacerlo, pues el Maestro es realmente capaz de ofrecer una representación mejor que la humana.
La afirmación arrancó del ordenanza un jadeo de incredulidad. Ella lo miró y rio.
—No pongas esa cara, Thorny. Dije que es capaz, no que tiene por costumbre hacerlo. El autodrama entretiene al público en el nivel que el público quiere.
—Pero…
—Tal como el teatro ha hecho siempre —añadió ella con firmeza.
—Pero…
—Oh, Thorny. Ponte los ojos en las cuencas. No quise blasfemar —se acicaló, recuperó su máscara de productora mientras se preparaba para regresar con los suyos—. El único problema del autodrama es que ha descendido al nivel de los infradotados, pero el teatro lo ha hecho siempre, y tal vez no le quede más remedio. Por mucho que nos duela a nosotros —ella sonrió y le palmeó la mejilla—. Siento haberte defraudado. Suerte, Thorny. Au revoir.
Cuando ella se fue, Thornier se quedó sentado, manoseando los cartuchos que tenía en el bolsillo y mirando al vacío. ¿Nadie tenía sensibilidad? También Jade había renunciado a sus principios. Él siempre había creído que lo había hecho sólo por necesidad, contra sus verdaderos deseos. Que de veras pensaba que el autodrama era capaz de ofrecer una representación mejor que la humana.
Pero no lo pensaba. Claro que necesitaba razonarlo, encontrarse una justificación.
Suspiró y fue a cerrar la puerta, luego sacó del baúl el viejo texto de ‘El anarquista’. Las manos le temblaban ligeramente. ¿Había sido suficiente la insinuación? ¿Jade la recordaría más tarde? ¿O le habrá impresionado demasiado, como para entrar ya mismo en sospechas?
Ahuyentó sus impresiones. Tenía que ser fuerte. Cuando Rick tocara la campanilla del segundo ensayo, él lo tomaría como indicación para entrar en escena, y para entonces debía estar en forma. Lástima que no era un schauspieler, lástima que no se podía conectar y desconectar como Jade, pero la necesidad de una preparación interior intensiva era el peso del darfsteller. No podía adoptar un papel si antes no se adaptaba a sí mismo, y dejar que el cambio emergiera de algún modo, como reflejo del estado interior del hombre.
Acordes de Mussorgsky impregnaron las paredes. Cerró los ojos para escuchar y sentir. Música imperial. Música brutal y majestuosa a la vez. Era la época de la revuelta, la venganza, el derrocamiento. Dos épocas superpuestas. Era la época del estreno, con Ryan Thornier —hacía diez años— en el papel protagónico.
Cayó en una especie de trance mientras escuchaba y sintonizaba las pulsaciones de su psiquis y recordaba. Apenas advirtió cuando la música dejó lugar a los primeros parlamentos de la obra, que llegaban a través de las paredes.
—¡Corten! ¡Corten! —un grito de alarma: Feria.
Había empezado.
Thornier inhaló profundamente. Despertaba, al parecer. Y cuando abrió los ojos y se levantó, el ordenanza había desaparecido. El ordenanza había sido tan sólo el protagonista de una pesadilla.
Y Ryan Thornier, estrella de ‘La fuga’, favorito de los críticos, de un brillante futuro por delante, salió del depósito con un andar extrañamente ligero. Llevaba la escoba, todavía usaba la ropa de trabajo sucia, pero ahora, como dirigido hacia una mascarada.
La marioneta de Peltier yacía grotescamente despatarrada en el escenario. Ryan Thornier la miró con serenidad desde detrás del decorado y escuchó con atención el parloteo de los técnicos y los hombres que hormigueaban alrededor:
—No sé. Aún no entiendo. Salió tambaleándose y farfullando como un borracho. Se acercó a una mesa, luego cayó de bruces…
—Era como si la cinta estuviera equivocada, pero Rick se fijó de nuevo. Era la cinta de Peltier…
—No comprendo. La señorita Ferne está hecha una furia…
Thornier estudió al público. Jade, Ian y su personal daban vueltas en la orquesta. El escenario estaba vacío, salvo por la marioneta caída. Su entrada no sería advertida.
Caminó despacio por el escenario y se acercó al muñeco con las manos en los bolsillos y una expresión sombría en la cara. Al cabo tanteó al muñeco con el pie, esperó, lo tanteó otra vez. Una risita vino de la orquesta. Por el rabillo del ojo vio que Jade se volvía hacia el escenario dejando una frase interrumpida.
Sabiendo que era observado, Thornier siguió las indicaciones de un amigo imaginario situado a un costado del escenario. Vuelto hacia él, arqueó las cejas de manera inquisitiva. Al parecer, el amigo asintió, y entonces él miró en torno con cautela, se arrodilló junto al muñeco caído y le tomó el pulso. Otra risa salió de la orquesta. Alzó la cabeza del muñeco, le olfateó el aliento, le torció la cara. Luego, delicadamente, lo dio vuelta.
Hundió la mano en el bolsillo de la marioneta tras haberse puesto en la palma su propio reloj. Esperó un segundo, le sonrió a su cómplice con un ávido asentimiento. Extrajo el reloj y lo sostuvo colgado de la cadena, para que su cómplice lo viera.
El personal de producción soltó una carcajada. La risa intimidó al ladrón, que echó una mirada aprensiva sobre el escenario y se apresuró a devolver el reloj al muñeco caído. Le tomó otra vez el pulso. Cambió una rápida mirada con su amigo, suspiró un ‘jajá’ y sonrió enigmáticamente. Luego ayudó al muñeco a levantarse y se alejaron a los tumbos, como quien lleva a un borracho de vuelta a casa. En el foro se detuvo para preparar su salida con una ojeada cautelosa que decía que lo llevaría a un callejón oscuro para poder asaltarlo sin riesgos. Jade lo miraba boquiabierta.
Tres técnicos habían estado observándole junto al decorado, y cuando pasó, rieron de buena gana y le palmearon el hombro, haciendo las veces del público para el cual parecía haber actuado.
La gente de Jade aplaudió con entusiasmo, y cuando Thorny se llevó la marioneta al depósito, canturreaba en voz baja para sí mismo.
A las seis menos cinco, Rick Thomas y un hombre del depósito de Smithfield bajaron de la cabina. Jade se abrió paso entre la multitud para interrogarlo con los ojos.
—La cinta —dijo—. Defectuosa.
—¡Pero es demasiado tarde para conseguir otra! —chilló ella.
—Bueno, pero de todos modos, es la cinta…
—¿Cómo lo sabes?
—Pues… El problema tiene que estar en uno de tres lugares. La marioneta, la cinta, o el estanque de análogos donde se almacenan los datos de la cinta. Hemos vaciado el estanque. Lo probamos con otro actor y funcionó al pelo. El muñeco responde bien cuando actúa sin interpretación. De modo que, por eliminación, es la cinta.
Ella gruñó y se desplomó en una butaca, la cara tapada con las manos.
—¿No hay ninguna manera de conseguir otra cinta? —preguntó Rick.
—Hemos llamado a todos los depósitos en ochocientos kilómetros a la redonda. Tendrían que separarla de una cinta maestra. Tardaría demasiado.
—¡Esperen! —exclamó la productora, alzando los ojos de golpe—. D’Uccia…, las localidades están todas vendidas, ¿no?
—Sí —rezongó D’Uccia—. Totalmente agotadas. ¿Qué pasa con ustedes? ¿No pueden arreglar el Maestro? ¿Cuál es el problema? Perdemos el dinero, ¿eh?
—Oh, cállese. Postergue la función para las nueve, ofrezca el reintegro del dinero a los que no desean esperar. Ian, sigue adelante. Prepara las cosas para esta noche —hablaba con fatigosa determinación, los miraba a todos—. Quizá haya una oportunidad. Sigan adelante —se volvió para marcharse—, intentaré algo…
—¡Eh! —gritó Feria.
—Te explicaré luego —murmuró ella por sobre el hombro.
Encontró a Thornier reemplazando bombillas quemadas en las luces de la pared. Él le sonrió mientras ajustaba las grampas de un panel de vidrio ámbar.
—¿Me necesita para algo, señorita Ferne? —dijo desde la escalerilla con tono cordial.
—Tal vez —repuso ella—. Dime, ¿iba en serio la oferta de sustituir a las marionetas inútiles?
Una bombilla resbaló de la mano de Thornier y estalló a los pies de Jade. Él bajó, boquiabierto.
—¿Estás bromeando?
—¿Quieres intentar un ensayo contigo como Andrejev?
Él miró hacia el escenario, se mojó los labios, la observó con gesto estólido.
—Bueno… ¿Puedes o no?
—Son diez años, Jade… Yo…
—Puedes repasar el texto y usar un audífono… Para que Rick te apunte desde la cabina.
La oferta era clara y directa, y Thornier sonreía para sus adentros. Eso era teatro: pedir con calma lo absolutamente imposible, regatear y conseguirlo.
—El público…espera a Peltier.
—Ahora sólo te estoy pidiendo un ensayo, Thorny… Ya veremos, luego. Pero recuerda que es nuestra única oportunidad de estrenar esta noche.
—Andrejev —jadeó él—. El papel principal.
—Por favor, Thorny. ¿Quieres intentarlo?
Él echó una ojeada al teatro, asintió lentamente.
—Voy a estudiar mi parte —dijo en voz baja, mirando el suelo en lo que esperaba fuera la expresión adecuada de una temeridad humilde.
Tiene que salir bien, tiene que ser magnifico. La última oportunidad, el último gran papel…
Candilejas enceguecedoras, un ligero susurro en el oído, y el pánico frío de la entrada en escena. Vino y pasó rápidamente. Luego el escenario fue un cuarto cerrado, y el público —los técnicos y el personal de producción— fue sólo la cuarta pared más allá de las luces. Él era Andrejev, comisario de policía, cabecilla del partido, servidor leal del régimen que ahora vacilaba en la tormenta revolucionaria de los ochenta. El último bolchevique, ya no un rebelde ni un progresista, sino el legalista, el conservador, el defensor del statu quo, campeón de las clases gobernantes marxistas. Ahora carecía de una identidad desvinculada del papel, y vivía el papel. En cuanto a los otros, la gente con la cual vivía, esa gente de pies ligeramente rechinantes, él actuaba y reaccionaba con ellos y contra ellos como si también estuvieran vivos, y con el transcurso de la obra olvidó por un tiempo que eran inanimados.
Cautivado por la magia, inserto en el esquema de lo inevitable, arrastrado por la marea del drama, sintió una vez más la sensación de formar parte de un todo, un todo conocido y previsible que avanzaba de la escena primera hasta el telón final con la misma certidumbre con que el hombre va del vientre a la tumba, y no había años perdidos, intervalo ni derrota entre los ensayos de tanto tiempo atrás y el logro de esta noche de estreno. Sólo cuando al final equivocó una línea y la corrección de Rick le vibró en el oído, el hechizo se quebró por un fugaz momento, y se sintió espantosamente intimidado al comprender de golpe que a su alrededor todo era Máquina, y que había llegado a olvidarlo. Se había adecuado a la airosa gracia mecánica de los otros, imitando por reflejo la característica ligera de los movimientos y las sutilezas de interpretación de las marionetas. Y de pronto supo —lo había olvidado— que la boca que acababa de besar no era la de una mujer sino la boca de goma de una marioneta, y que los diseños cimbreantes de las ondas de alta frecuencia del Maestro habían controlado las corrientes de los solenoides que volvían hacia él ese rostro enamorado y habían alzado las manos suaves y frías para tocarle la cara. Un vago regusto a goma le impregnaba aún la boca.
Cuando llegó su primera salida, se fue temblando. Vio que Jade se le acercaba y por un instante tuvo la espantosa certidumbre de que le diría ‘Thorny, lo hiciste casi tan bien como un muñeco’. Pero ella no dijo nada, simplemente le tendió la mano.
—¿Salió muy mal, Jade?
—¡Thorny, estás contratado! Sigue así y quizá lo hagas más de una noche. Hasta Ian está convencido. Antes se había burlado de la idea, pero ahora le parece sensacional.
—¿Ningún bajón? ¿El diálogo con Piotr…?
—Maravilloso. Sigue así, querido. Estuviste maravilloso.
—¿Es un hecho, entonces?
—Querido, nunca es un hecho hasta que sube el telón. Lo sabes bien —rio—. Sí tuvimos un bajón… Aunque quizá no debería contártelo.
Él se endureció un poco.
—¿De veras? ¿Cuál?
—Mela Stone. Te vio entrar, se puso blanca como un papel y se largó. ¡No lo entiendo!
Él se hundió lentamente en un sofá maltrecho, y la miró fijo.
—Apuesto a que no —masculló.
—Su contrato estipula que debe aparecer personalmente, como sabrás. Para hacer la presentación y un comentario sobre el autor y la obra —Jade le sonrió, animosa—. Hace cinco minutos llamó, trató de cancelar su aparición. Desde luego, no puede hacer semejante maniobra mientras esté en manos de Smithfield.
Jade le guiñó el ojo, le palmeó el brazo, le arrojó una copia sin codificar del texto, y luego regresó a la orquesta. Thornier se preguntaba qué tendría Jade con Mela. Nada serio, probablemente. Ambas habían sido actrices. Mela consiguió un contrato con Smithfield, Jade no. Era suficiente.
Cuando terminó de releer la escena siguiente, le llegó el turno de actuar de nuevo y regresó al escenario.
Las cosas salieron bien. Sólo tres veces durante el primer acto tuvo tropiezos con parlamentos que no había ensayado en diez años. Rick le apuntó al oído, y el Maestro pudo compensar hasta cierto punto sus pequeños desvíos del texto. Esta vez evitó perderse tan profundamente en la obra, y así la extraña situación de formar parte del equipo mecánico no alcanzó a perturbarle. Esta vez lo recordó, pero cuando vino la primera interrupción…
—No tan bien, Thorny —declaró Ian Feria—. Haz lo que estabas haciendo en la primera escena. Estuviste algo duro recién. Repite ese último parlamento sin tanto énfasis. Andrejev no es un oso salvaje de los Urales. Ahora es el momento de Marka, de cualquier modo. Espera.
Él asintió y estudió las marionetas paralizadas. Tenía que olvidar la maquinaria. Tenía que perderse en la obra y vivirla, aunque significara ser un eslabón de reemplazo en el mecanismo. Estaba algo inquieto, aunque no había perdido la costumbre de subordinarse a la gestalt total de la escena, como tantas veces lo había hecho. Sin que pudiera explicárselo, se sorprendió esperando risas de la gente de producción, pero nadie rio.
—De acuerdo —dijo Feria—. Despiértenlos de nuevo.
Siguió actuando, pero esa sensación turbadora lo carcomía. Era como parodiarse a sí mismo y sentirse ridiculizado por los espectadores. No atinaba a comprender por qué, y sin embargo…
Había una película antigua —un clásico— donde un hombre llamado Chaplin era un obrero sujeto al asiento en una línea de montaje industrial donde realizaba una tarea absolutamente mecánica de un modo absolutamente mecánico, una tarea que obviamente podían realizar unas cuantas levas y un par de uniones, y era una de las comedias más graciosas de todos los tiempos, aunque trágica. Una tarea que lo transformaba en parte de una máquina omnipotente.
Pasó el segundo y el tercer acto en un estado de compromiso consigo mismo, sobreactuando para prepararse, pero tratando de convencer a Feria y Jade de que podía controlarlo, y controlarlo bien. Sobreactuar era necesario, a veces, como técnica de aprendizaje. Enfatizar deliberadamente el texto para registrar en la memoria, luego moderarse para la verdadera representación: era un viejo truco de los actores que tenían que dar un espectáculo nuevo todas las noches y sólo contaban con pocas horas para ensayar y aprender el texto. ¿Pero sabrían ellos por qué lo hacía?
Cuando terminaron no había tiempo para otro ensayo, y apenas lo había para descansar y comer algo antes de vestirse para la función.
—Fue terrible, Jade —gruñó—. Lo eché a perder. Sé que fallé.
—Tonterías. Esta noche estarás en forma, Thorny. Sé lo que estabas haciendo, y puedo ver lo que hay detrás.
—Gracias. Trataré de adecuarme.
—En cuanto a la escena final, los disparos…
Él la miró con aire de fatiga.
—¿Qué ocurre?
—El arma estará cargada esta noche. Cartuchos vacíos, desde luego. Y esta vez tendrás que caer.
—¿Y?
—Y ten cuidado donde caes. No te tires sobre los listones de cobre. Ciento veinte voltios no te matarían, pero no queremos un Andrejev moribundo brincando y soltando chispas azules. Los peones te marcarán un lugar seguro con tiza. Y otra cosa…
—¿Sí?
—Marka dispara a boca de jarro. No te quemes.
—Me cuidaré.
Ella se despidió, luego se detuvo para estudiarlo unos minutos con el entrecejo fruncido.
—Thorny, me produces una sensación rara. No puedo descifrarla con precisión.
Él le sostuvo la mirada, esperó.
—Thorny, ¿vas a estropear la función?
La cara de Thornier permaneció impávida, pero algo se torció en su interior. Ella suplicaba, confiaba en él, pero estaba preocupada. Contaba con él, le tenía fe…
—¿Por qué te aguaría la fiesta, Jade? ¿Qué razón tendría para hacerlo?
—No sé. Te lo estoy preguntando.
—De acuerdo. Te ofrezco el mejor Andrejev que pueda dar.
—Te creo —asintió ella lentamente—. No era precisamente de eso que dudaba…
—¿Qué te preocupa, entonces?
—No sé. Conozco tu ideas acerca del autodrama. Simplemente intuyo que te guardas un as en la manga. Una intuición, es todo. Sé que tienes demasiada integridad para estropear tu propia actuación…, pero —se interrumpió y meneó la cabeza, lo escudriñó con los ojos oscuros. Aún estaba preocupada.
—Oh, de acuerdo. Iba a interrumpir la función en el tercer acto. Les iba a mostrar la cicatriz de mi apendectomía, hacer un par de trucos con naipes y anunciar que estaba en huelga. Y por último me marchaba —le sacó la lengua, puso cara de compungido.
Ella se ruborizó de pronto, y rio.
—Oh, sé que no incurrirías en ninguna vulgaridad. No porque no seas capaz de cualquier cosa que pudieras para agredir al autodrama, pero… Esta noche no podrías hacer nada al respecto. Salvo enfurecer a los espectadores. Eso no va contigo, y lamento haberlo pensado.
—Gracias. Deja de preocuparte. Si pierdes dinero no será por mi culpa.
—Te creo, pero…
—¿Pero qué?
Ella se le acercó.
—Pero tienes un tremendo aire de triunfo, es eso —jadeó, y le palmeó la mejilla.
—Bueno, es mi último papel. Yo…
Pero ella ya se había alejado, dejándolo con su sandwich y la oportunidad de tomar un descanso.
No podía conciliar el sueño. Yacía toqueteando los cartuchos calibre 32 que tenía en el bolsillo y pensando en el impacto de su salida final en la conciencia del teatro. Los pensamientos eran agradables.
Mientras dormitaba se le ocurrió de golpe lo que llamarían suicidio. Qué tontería. Piensa en el efecto demoledor, el golpe dramático, la reacción del público. Las marionetas no sangran. Y después los titulares: Actor Robot Mata a Vieja Estrella, Víctima del Escenario Mecanizado. Aun así lo llamarían suicidio. Qué tontería.
Aunque quizás el paranoide que se encaramaba a la ventana del piso veinte también pensaba en eso: la reacción del público. ¿No estaba en verdad dirigida a la conciencia del mundo toda herida que uno se infligía?
Lo preocupaba un poco, pero…
—Quince minutos para la función —graznó el sistema de sonido—. Quince minutos…
—¡Eh, Thorny! —llamó Feria con irritación—. Vuelve al vestuario. Hemos estado buscándote…
Se levantó con fatiga, miró la gente que iba y venía, luego se dirigió a la sala de maquillaje. Algo era seguro: tenía que seguir adelante.
La sala no estaba llena. Un tercio de los espectadores había preferido el reintegro a esperar una función postergada con un Andrejev sustituido por alguien desconocido o mal recordado, sin ninguna trayectoria en el autodrama. No obstante, la mayoría de los espectadores había planeado la velada y decidido quedarse pese a la demora. Las víctimas de los revendedores, que habían pagado en exceso y en la taquilla no podían reclamar más de la mitad de ese precio fraudulento, y tuvieron que aceptar la situación o perder dinero a cambio de nada. Entraron, esperaron con impaciencia, miraron los relojes mientras una voz de maestro de ceremonias ofrecía disculpas y presentaba números orquestales, casi todos de compositores rusos. Luego, al final…
—Damas y caballeros, esta noche tenemos con nosotros a una de las actrices más queridas del teatro, la pantalla y el autodrama, coprotagonista de la obra de esta noche, tan joven y encantadora como cuando la inmortalizó Smithfield… ¡Mela Stone!
Thornier observó crispado desde las sombras mientras ella se acercaba grácilmente al brillo de las candilejas. Parecía muy pálida, pero el arte del maquillaje había hecho un buen trabajo: lucía apenas mayor que su análogo y todavía encantadora, aunque con una belleza menos arrogante. Ya no estaba cargada de joyas. Llevaba un vestido oscuro y sencillo con un escote amplio, y el cabello castaño recogido en un rodete con forma de turbante destacaba la esbeltez del cuello. Mela se compuso y empezó:
—Hace diez años, ensayé para una presentación de ‘El anarquista’ que nunca se llevó a cabo. La ensayé con un hombre llamado Ryan Thornier en el papel protagónico, el actor que desempeña el papel esta noche. Recuerdo con singular exaltación aquellos tiempos…
Titubeó, y luego prosiguió sin convicción. Thorny hizo una mueca. Obviamente el discurso lo había escrito Jade Ferne y las palabras eran como trozos de manzanas envenenadas en la boca de Mela. Daba la impresión de decirlas sólo porque vomitarlas no era cortés. Mela era castigada por su intento de deserción, y Jade le había obligado a aparecer bajo la amenaza de ponerle una peluca gris a la marioneta de Stone y hacerle leer discursos. La productora tenía su vena perversa, y cuando perdía los estribos la ejercitaba.
La presentación de Mela estaba escrita para convencer al público de que en verdad era una suerte contar con Thornier en vez de Peltier, pero de ninguna manera se insinuaba que era un actor y un personaje de carne y hueso. No se utilizaban las palabras ‘muñeco’ o ‘marioneta’, sino que se permitía al público atenerse a sus preconceptos sin confirmarlos. El discurso fue breve. Tras unas pocas anécdotas sobre la primera presentación de la obra hacía ya más de una generación, Mela concluyó:
—Y sin más demoras, amigos míos, os presento… ‘El anarquista’ de Pruchev.
Se alejó con una reverencia, bailó detrás del telón y salió llorando. Un majestuoso estallido de música anunció la escena inicial. Mela vio a Thornier y se detuvo, aún en el escenario. El telón subió. Ella se lanzó hacia él, vaciló, se detuvo para mirarlo aprensivamente. Tenía los ojos húmedos, y se mordía los labios.
En el escenario, un teléfono sonaba en el escritorio del comisario Andrejev. Faltaban tres minutos para que Thornier entrara en escena. Un teniente atendió el teléfono.
—Muy bonito, Mela —susurró él, con una sonrisa amarga.
Ella no le oyó. Le estudió el traje, muy parecido al uniforme que había usado diez años atrás en el ensayo definitivo. Se llevó la mano a la garganta. Quiso salir corriendo, pero enseguida recobró el dominio de sí. Miró a su marioneta, que esperaba a un costado del escenario, luego a Thornier.
—¿No vas a decir algunas palabras alusivas? —masculló ella.
—Yo… —la sonrisa glacial de Thornier se disipó lentamente. El primer pequeño triunfo, el triunfo sobre Mela, una Mela desencajada y afeada que había comprado la seguridad a costa de la integridad y todavía seguía pagando en pequeños enredos como éste, la Mela a la que había amado una vez. El primer pequeño ‘triunfo’ se le enroscó en la garganta como un nudo sofocante.
Ella iba a seguir de largo, pero él la contuvo.
—Lo siento, Mela —dijo con un murmullo ronco—. Lo siento de veras.
—No es tu culpa.
Pero lo era. Ella no sabía qué había hecho él, desde luego; no sabía que había cambiado las cintas e influido para que lo eligieran como sustituto del muñeco de Peltier, para que ella tuviera que presenciar su actuación frente al simulacro de una Mela que había dejado de existir hacía diez años, presenciarlo mientras revivía una parodia de algo.
—Lo siento —susurró de nuevo.
Ella meneó la cabeza, se zafó, se alejó apresuradamente. Thornier la vio irse y sintió náuseas. El frígido encuentro de unas horas antes había sido el momento decisivo, cuando en un arrebato de amargura él había resuelto llevar a cabo el plan y aun justificarse por hacerlo. Quizá la amargura le había enturbiado la visión, pensó. Su reacción ante ese encontronazo imprevisto no había sido por esnobismo, sino por horror. Un viejo fantasma en ropas de trabajo sucias y abigarradas, cuyo rostro quizás había luchado por olvidar, había irrumpido para enfrentarla en un lugar que para colmo estaba plagado de recuerdos. Con razón había parecido fría. Quizás él simbolizaba algunas de las acusaciones que se hacía a sí misma, pues Thornier sabía que había afectado a otros de esa manera. Los que tenían éxito y ganaban dinero gracias al autodrama con frecuencia le veían con el cubo y el estropajo, y si recordaban a Ryan Thornier se alejaban rápidamente. Y cada vez que se alejaban, él se complacía imaginando qué pensarían: Thornier no se vendería. Y le odiarían, pues ellos se habían vendido, y por lo tanto habían perdido algo. Pero lo que odiara Mela sería diferente. No le complacía.
Alguien le codeó las costillas.
—¡Es tu turno, Thorny! —susurró una voz tensa—. ¡Adelante…!
Despertó con un gruñido. Feria lo empujaba con frenesí hacia el escenario. Recobró la presencia de ánimo, se sumió en su personaje y avanzó.
Su actuación fue un fiasco. Lo supo aun antes de salir de escena y verles las caras. Había pasado por alto dos indicaciones y Rick tuvo que apuntarle varias veces desde la cabina. La interpretación era rígida, lo sentía.
—¡Lo estás haciendo bien, Thorny, muy bien! —le dijo Jade porque no se atrevía a decirle otra cosa durante la representación. Si herías el amor propio de un actor durante un ensayo, aún le quedaba tiempo para recuperarse; pero si lo hacías durante una representación, lo más probable es que siguiera cometiendo errores toda la noche. Pero podía reconocer sin que le dijeran nada la preocupación que bullía tras la pequeña sonrisa mecánica de Jade—. Pero cálmate un poco, ¿eh? —le aconsejaba ella—. Todo va bien.
Lo dejó solo con su turbación. Thornier se apoyó contra la pared, la vista fija en los pies, y empezó a flagelarse: Fracasado, inútil, ordenanza fregón con veleidades de actor…
Tenía que recobrar el aplomo. Si estropeaba esta oportunidad, no tendría otra. Pero seguía pensando en Mela, en que había querido herirla, y ahora que ella sufría él quería impedirlo.
—Tu turno, Thorny… ¡Despierta!
Y de nuevo hizo un mal papel, titubeando, aterrado ante ese mar de caras borrosas donde debía haber una cuarta pared.
Ella estaba esperándole después de su segunda salida. Él salió pálido y tembloroso, el cuello empapado de sudor. Se reclinó, encendió un cigarrillo y la miró, desolado. No
podía hablar. Ella le tomó el brazo con ambas manos y se lo frotó apoyándole la frente en el hombro. Él la miró consternado. Ya no se sentía ultrajada; no podía sentirse ultrajada cuando lo veía ponerse en ridículo en el escenario. Podría haber gozado de la situación, vengativa, y él casi lo deseaba. Pero en cambio le tenía compasión. Estaba aturdido, completamente deshecho. No podía seguir adelante.
—Mela, será mejor que te lo diga a ti. No puedo decirle a Jade lo que…
—No hables, Thorny. Haz todo lo que puedas —alzó los ojos—. Por favor, haz todo lo posible.
Se sorprendió. ¿Por qué ella actuaba así?
—¿No preferirías verme fracasar? —preguntó.
Ella meneó la cabeza, luego asintió.
—En parte sí, Thorny. La parte resentida de mí. Tengo que creer en el escenario automático. Yo… Yo creo en él. Pero no quiero que fracases, de veras que no —se tapó los ojos con las manos un instante—. No sabes lo que significa verte allí…, en medio de todo eso —se estremeció—. Es una burla, Thorny; ese no es tu lugar. Pero mientras estés allí, no lo eches a perder… Haz todo lo que puedas, Thorny…
—De acuerdo.
—Es algo precario. Me refiero al efecto. Si el público llegara a advertir que no eres un muñeco… —meneó la cabeza con lentitud.
—¿Y si lo advirtiera?
—Todos se reirán. Te echarán del escenario a carcajadas.
Estaba preparado para cualquier cosa, menos para eso. Confirmaba el inquietante presentimiento que había tenido durante el ensayo.
—Thorny, eso es realmente lo que me preocupa. No me importa si actúas bien o mal mientras ellos no descubran qué eres. No quiero que se rían de ti. Ya has sufrido bastante.
—¡Claro que sí! No de la misma manera, pero se reirían. ¿No te das cuenta?
Él abrió la boca. Meneó la cabeza. No era cierto.
—Se ha hecho antes con actores humanos —protestó—. En provincias, en escenarios pequeños con Maestros de menor tamaño.
—¿Has visto alguna vez esas obras?
Él negó con la cabeza.
—Yo sí. El público sabe de antemano que hay actores humanos. Así no le parece gracioso. No existe el sobresalto de descubrir una incongruencia. Escúchame, Thorny… Haz todo lo posible, pero ni se te ocurra hacerlo mejor que un muñeco.
Sintió una oleada de amargura. ¿Era esto lo que había anhelado? ¿Ofrecer una representación lo más mecánica posible, hacer un trabajo tan bueno como el Maestro pero no mejor, y sobre todo sin diferencias? ¿Para qué no lo descubrieran?
Ella le notó la desesperación en la cara y le tomó la mano.
—Thorny, no me odies por decírtelo. Quiero que todo salga bien y pensé que debías darte cuenta. Creo que sé lo que ha ocurrido. En el fondo tienes miedo de que no te reconozcan por lo que eres, y eso se incita a actuar en forma diferente a las marionetas. Mejor que empieces a tener miedo de que te reconozcan, Thorny. Por favor.
Él la miró y empezó a comprender que Mela aún era capaz de ser la mujer que había conocido y amado. Peor aún, quería salvarlo del ridículo. ¿Por qué? Si se sentía maternal, querría protegerlo de la ira, las críticas o los tomates podridos, pero no de la pérdida de dignidad. Las actitudes maternales prosperaban a costa de la dignidad masculina, pues ahondaban en el hombre la imagen del niño.
—¿Mela…?
—Sí, Thorny.
—Creo que nunca logré olvidarte.
Ella se apresuró a menear la cabeza, casi con furia.
—Querido, estás viviendo en el pasado. Yo no, y no lo haré. Quizá no me guste mucho el presente, pero estoy en él, y sólo puedo cambiarlo en cosas ínfimas. No puedo rehacer el pasado, y no lo intentaré —se interrumpió un instante, le escrutaba la cara—. Hace diez años tampoco vivíamos en el presente. Vivíamos en un futuro mítico, mágico, maravilloso. Un gran talento empezaba a florecer. En esos días nos alimentábamos de sueños. El futuro en que vivíamos nunca llegó a realizarse, y es inútil pretender retroceder para que se realice. Los sueños que no se cumplen, son castillos en el aire. No quiero vivir en esos castillos. Quiero conservar la cordura, aunque me duela.
—Lástima que tuvieras que venir esta noche —masculló él.
—Oh, Thorny —dijo Mela, abatida—. No quise decirlo de ese modo. Y no lo diría con tanto énfasis a menos… —miraba a través del vidrio a prueba de sonidos hacia el escenario donde su marioneta dialogaba con Piotr—. A menos que yo también tuviera problemas por desear demasiado.
—Ojalá estuvieras conmigo allí —dijo él—. Sin muñecos y sin Maestro. Así sabría cómo es.
—¡No, Thorny! Por favor, no hables así.
—Mela, te amaba…
—¡No! —ella se levantó—. Yo… Quiero verte después de la función. Búscame. Pero no hables de ese modo. Especialmente no aquí ni ahora.
—No puedo evitarlo.
—¡Por favor! Adiós por ahora, Thorny… Y haz todo lo que puedas…
Todo lo que pueda por ser un mecanismo, pensó amargamente mientras la veía alejarse.
Se volvió para observar la obra. Algo iba mal en el escenario. Muy mal. La interpretación escénica del Maestro la volvía extraña. Frunció el ceño. Rick había hablado de la habilidad del Maestro para compensar, para cambiar de interpretación, para alterar el curso. ¿Qué ocurría, entonces? ¿Acaso el Maestro estaba compensando la actuación de él?
Pronto tendría que salir a escena. Se acercó al escenario.
El primer acto había sido un fiasco. Feria, Ferne y Thomas conferenciaban en tensión envueltos en una nube de humo de cigarrillos. Oyó murmullos acalorados, pero no pudo distinguir las palabras. Jade llamó a un asistente, le dio un par de instrucciones. El asistente vagabundeó entre la gente hasta encontrar a Mela Stone, le habló con rapidez y señaló. Thorny la vio acercarse al grupo de producción, luego se alejó. Se escabulló tras unos lienzos plegados, en espera del final del breve intervalo. Trataba de no pensar.
—Sensacional, Thorny —dijo mecánicamente un maquillador, y le palmeó el hombro al pasar.
Reprimió el impulso de patear al maquillador. Sacó un ejemplar del texto y simuló leer los parlamentos. Una mano le tironeó de la manga.
—¡Jade! —la miró desolado, quiso disculparse.
—Calma —dijo ella —. Hemos hablado del asunto. Dile, Rick.
Rick Thomas, que estaba junto a Jade, sonrió embarazosamente y meneó la cabeza.
—La culpa no es totalmente tuya, Thorny. ¿O no te has dado cuenta?
—¿A qué te refieres? —preguntó con recelo.
—Toma la escena quinta, por ejemplo —terció Jade—. Supón que el elenco hubiera sido humano en su totalidad. ¿Cómo habrías reaccionado ante lo sucedido?
Él cerró los ojos un momento y revivió la escena.
—Tal vez estaría resentido —dijo lentamente Tal vez acusaría a Kovrin de entorpecer el diálogo y a Aksinya de estropearme la salida…, como excusa —añadió con una sonrisa de resignación. Pero no puedo acusar a los muñecos. Ellos no pueden robarte la escena.
En verdad, sí pueden, Thorny —dijo el técnico—. Y tu excusa es más que válida.
—¿Qué?
—Claro. Tú fallaste en la primera y la segunda escenas. El público reaccionó. Y el Maestro reacciona según la reacción del público, compensando mediante vuelcos en la interpretación. Ve la escena como una totalidad, tú incluido. En lo que concierne al Maestro, tú eres un mecanismo descontrolado, como el Peltier que usamos en el primer ensayo. Te envía sólo las señales grabadas del texto, sin interpretación. Porque no tiene tu análogo en la cinta. Ahora bien, sin público no habría problemas. Pero con la reacción del público de por medio empieza a compensar, y corno no puede compensar a través de ti utiliza a los demás.
—No entiendo.
—Sin rodeos, Thorny: las primeras dos escenas fueron un fiasco. El público no gustó de ti. El Maestro empezó a compensar enfatizando los otros papeles,… Y cambiándote a ti a través de los otros.
—¿Cambiándome a mí? ¿Cómo?
—Es simple, querido —le dijo Jade—. Cuando Marka dice «Lo odio, es un animal», por ejemplo, puede decirlo como si fuera verdad o como si estuviera momentáneamente enfadada con Andrejev. Y afecta tu influencia en el público. Los otros actores influyen en tu papel. Recuerda que eso ocurría con el viejo teatro. Bueno, también ocurre en el autodrama.
Él los miró perplejo.
—¿No pueden detenerlo? Reajustar el Maestro, quiero decir.
—No sin vaciar la máquina y empezar desde el principio. El efecto es acumulativo. Cuanto más compensa, más duro se hace para ti. Cuanto más duro se hace para ti, menos gustas al público. Y cuanto menos gustas al público, más trata de compensar.
Él miró angustiado el reloj. Menos de un minuto para la primera escena del acto segundo.
—¿Qué hago?
—Sigue adelante —dijo Jade—. Acabamos de comunicarnos con Smithfield. En la ciudad hay un ingeniero de programas y viene hacia aquí en heliotaxi. Entonces veremos.
—Quizá podamos volverlo a la normalidad —añadió Rick— un poco por vez, alimentándolo con un conjunto falso de factores de inquietud del público y anulándole los circuitos de percepción exterior. Lo intentaremos, es todo.
La luz anunció el comienzo del acto.
—Buena suerte, Thorny.
—Creo que la necesitaré —se dirigió fatigosamente al escenario.
Esa cosa lo observaba desde el escenario. Lo observaba y medía y juzgaba, y lo encontraba deficiente. Tal vez hasta me odia, pensó con exasperación. Observaba, planeaba, regalaba, y lo estaba derrotando.
Las caras de los muñecos, las manos, las voces, le pertenecían. El circuito enigmático de la cabina los azuzaba contra él. Lo veía a él, sin duda, como un muñeco que no respondía a sus órdenes pulsátiles. Lo veía, quizá, como un muñeco en mal estado, y trataba de corregir los efectos de esa anomalía. Evocó el viejo conflicto entre director y darfsteller, el actor autodirigido. Y el conflicto era el mismo, agravado por la incapacidad del director electrónico para entender que esas cosas eran posibles. El darfsteller, el histrión ingobernable cuya actuación brotaba de fuentes inconscientes sin hilos externos. Los directores propendían a odiarlos, aunque la representación fuera excelente. Una marioneta en cambio, era el perfecto schauspieler, el actor que un director podía tocar como un instrumento.
Para él habría sido fácil ser un schauspieler, pues quizá se hubiera adaptado. Pero él era Andrejev, su Andrejev, pues se había preparado para el papel. Andrejev estaba encarnado en él como un alter anima. Nunca había interpretado un personaje. Siempre se transformaba en el personaje. Y ahora podía adaptarse a las necesidades de ese momento escénico sólo como Andrejev, dentro y a través de su identidad con Andrejev, y sin alterar la textura de su representación. Intentarlo, intentar adecuarse a lo que hacía el Maestro, significaría el caos total. Sin embargo, la máquina lo obligaba a través de los otros.
Estaba rígidamente sentado tras un escritorio, escuchaba con frialdad las negativas del prisionero, un revolucionario, un terrorista asociado con los guerrilleros de Piotr.
—¡Insisto, camarada, no tuve nada que ver! —gritaba el prisionero—. ¡Nada!
—¿No lo interrogó exhaustivamente? —le gruñó Andrejev al teniente que custodiaba al hombre—. ¿No ha firmado una confesión?
—No fue necesario, camarada. El cómplice confesó —protestó el teniente.
…sólo que no tenía que protestar. El teniente hacía sonar el acto de arrancar otra confesión al prisionero como algo monstruoso, quizá mediante la tortura, cuando ya había evidencias suficientes para condenarlo. Las palabras eran correctas, pero el significado estaba deformado. Tendría que haber sido la desnuda declaración de un hecho: No hace falta, camarada; el cómplice confesó.
Thorny se interrumpió, ruborizado de furia. La siguiente línea era: «Vea de que éste también confiese». Pero la pasaría por alto, pues de lo contrario aumentaría el efecto del tono de protesta del teniente. Pensó con rapidez. El teniente era un personaje segundón y no reaparecería hasta el tercer acto. Robarle la escena no causaría muchos problemas.
Fulminó al muñeco con la mirada.
—¿Y qué ha hecho con el cómplice? —preguntó con tono glacial.
El Maestro no podía inventar líneas ni comprender una improvisación. Interpretaba una desviación del texto como anomalía, y trataba de compensarla. El Maestro retrocedió una línea, hizo que el teniente repitiera el texto anterior.
—Se lo dije… Confesó.
—¡Ajá! —rugió Andrejev—. Lo mató usted, ¿eh? ¿No iba a sobrevivir al interrogatorio y lo mató?
Thorny, ¿qué estás haciendo?, le susurró Rick por el audífono con frenesí.
—Confesó —repitió el teniente.
—¡Está arrestado, Nichol! —ladró Thorny—. Preséntese al mayor Malin para las medidas disciplinarias. Devuelva al prisionero a la celda —hizo una pausa; el Maestro no podría seguir hasta que se lo indicara el texto, pero ya no importaba decir la línea—. Ahora, vea que éste también confiese.
—Sí, señor —repuso rígidamente el teniente, y se marchó con el prisionero.
Thorny disfrutó estropeándole la salida cuando añadió:
—¡Y vea de que sobreviva!
El Maestro los hizo salir sin mirar atrás, y Thornier quedó complacido consigo mismo. Vio a Jade a un costado del escenario, las manos enlazadas sobre la cabeza, aclamándolo como a un campeón de boxeo. Pero él no podría solucionar cada apuro con una improvisación…
Lo que más temía era la entrada de Marka, la muñeca de Mela. El Maestro la estaba exaltando, ennobleciendo, justificando sutilmente su traición a costa del personaje de Andrejev. Él no quería resistirse. El papel de Marka era demasiado importante para arruinarlo, y además embrollar la actuación de la muñeca habría sido como abofetear a Mela.
El telón cayó. Los muebles giraron. El escenario se transformó en un líving. Y el telón subió otra vez.
—¡Basta de arrestos! —le ladró al teléfono—. Después del toque de queda tiren a matar —y colgó.
Cuando se volvió ella estaba en el vano de la puerta, escuchando. Marka se encogió de hombros y entró con un andar indiferente mientras él la observaba en un silencio receloso. Era la consumación de la traición de Marka. Había regresado a él, pero como espía de Piotr. Él sospechaba sólo de su infidelidad, no de su traición. Era una escena crucial, y el Maestro podía interpretarla como una mujerzuela descarada o como una traidora reticente frente a un Adrejev bestial. La observó con cautela.
—Bien… ¡Hola! —dijo ella con petulancia, tras recorrer el cuarto.
Él gruñó con frialdad. Ella se conservó airosa y distante. Hasta el momento, todo iba bien. Pero aún faltaba la terrible discusión.
Ella se acercó a un espejo y empezó a alisarse el pelo desordenado por el viento. Hablaba crispada, compulsivamente; insistía en trivialidades, ocultando la ansiedad que le causaba su traición. Parecía furtiva, ojerosa, en cierta manera parecida a la Mela verdadera de hoy; el control expresivo del Maestro era excelente.
—¿Qué haces aquí? —Estalló él de pronto, interrumpiendo su cháchara desarticulada.
—Todavía vivo aquí…, ¿verdad?
—Te fuiste.
—Sólo porque me lo ordenaste.
—Has dejado bien claro que querías largarte.
—¡Embustero!
—¡Pena!
Así siguieron un rato; luego él se puso a vaciar varios cajones en una maleta.
—Vivo aquí, y aquí me quedo —vociferó Marka.
—Como gustes, camarada.
—¿Qué estás haciendo?
—Mudándome, por supuesto.
La riña continuó. El Maestro aún no hacía ningún intento de revisar la escena. ¿Se había corregido el problema? ¿De alguna manera su enfrentamiento con el teniente habría afectado a la máquina? Algo era diferente. Estaba saliendo una escena buena, la mejor hasta ahora.
Ella todavía seguía insultándole cuando él se dirigió hacia la puerta. Se interrumpió en mitad de una frase, jadeante, luego gritó el nombre de Andrejev y se desplomó en el sofá sollozando con violencia. Él se detuvo. Se volvió y se quedó mirándola con los puños en las caderas. Poco a poco se ablandó. Dejó la maleta en el suelo y se le acercó, todavía enfurruñado y tenso. Los sollozos se calmaron. Marka se volvió hacia él, comprendió que no se iría, esbozó una sonrisa. Se levantó lentamente, rodeándole el cuello con los brazos.
—Sasha. Oh, mi Sasha.
Los brazos eran cálidos, los labios húmedos. Por un momento Thornier dudó de sus sentidos. Ella soltó una risita y susurró:
—Me romperás una costilla.
—Mela…
—Suéltame, tonto… ¡La escena! —y luego en voz alta—: ¿Puedo quedarme, querido?
—Siempre —dijo él con tono enronquecido.
—¿Y nunca volverás a tener celos?
—Nunca.
—¿O a interrogarme cada vez que me voy una dos horas?
—O dieciséis. Fueron dieciséis horas,
—Lo siento —ella lo besó, la música se elevó, la escena terminó.
—¿Cómo te las ingeniaste? —susurró él en medio del abrazo—. ¿Y por qué?
—Me lo pidieron. A causa del Maestro —Mela rio—. Parecías derrotado. Eh, ya puedes soltarme. Han bajado el telón.
El mobiliario móvil había empezado a reordenarse. Salieron del escenario esquivando un diván que pasó rodando junto a ellos. Jade los estaba esperando.
—¡Magnífico! —susurró tomándoles las manos—. Sencillamente magnífico.
—Gracias… Gracias por incluirme en la obra —respondió Mela.
—Sigue hasta el final, Mela… Al menos en las escenas con Thorny.
—No sé —murmuró ella—. Ha pasado tanto tiempo… Cualquiera pudo haber solucionado la escena de la riña con una improvisación.
—Puedes hacerlo, Rick te apuntará y te dará indicaciones. El ingeniero ha llegado, y están trabajando con el Maestro. Pero se corregirá por sí solo si dais otro par de escenas así.
Habían rescatado el segundo acto. La suerte del elenco era incierta, todavía. El Maestro aún trataba de compensar de acuerdo con la reacción del público durante el primer acto, pero con una Marka humana los intentos de compensación ejercían menos influencia y las distorsiones interpretativas parecían disminuir ligeramente. El Maestro estaba acumulando nuevos datos con el transcurso de la obra, y los reinterpretaba.
—No fue magnífico —suspiró él mientras descansaban en el entreacto—. Pero fue pasable.
—El acto tercero saldrá mejor, Thorny —prometió Mela—. Aún podemos rescatarla. El gran problema fue el primer acto.
—Quería que fuera inmejorable —jadeó él—. Quería darles algo en qué pensar, algo perdurable. Pero ahora estamos luchando para impedir que sea un fiasco total.
—¿No ha sido siempre así? Empiezas convencido de que harás historia, luego trabajas como loco sólo para que sea pasable.
—O para no salir esquivando comestibles voladores. Ella rio.
—Jiggie solía decir: «Empezaba como un plato principal y salía como una ensalada mixta» —hizo una pausa, luego añadió con seriedad—: Lo difícil del caso es que tienes que apuntar alto para acertar en alguna parte. Puede ser demoledor…, buscar siempre lo sublime para escapar apenas del ridículo o la mediocridad.
—Por muy alto que apuntes nunca alcanzas la velocidad de escape. La ambición es una trayectoria cuyo punto de impacto está en el olvido, por mucho impulso que lleve el disparo.
—Suena como una cita.
—Lo es. Del Satiricón de un ex-Ordenanza.
—¿Thorny?
—¿Qué…?
—Mañana estaré lamentándolo, pero esta noche disfruto de ello…, de revivirlo todo, digo. Como un sueño. Pero no sirve de nada. Es opio.
Él la miró sorprendido un instante, no dijo nada. Quizá para Mela era opio, pero ella no se había lanzado con la descabellada esperanza de que esta noche sería la cumbre y la culminación de una vida en el teatro. Sólo había intervenido para salvar la función, y no significaba nada para ella en cuanto a una carrera que había abandonado deliberadamente. Él, en cambio, había aspirado a una gran representación. Pero no lo era. Quizá si trabajaba duro en el acto tercero el conjunto alcanzaría la altura de sus actuaciones del pasado. A menos…
—¿Piensas que algún espectador lo habrá notado? Me refiero a nosotros.
Ella meneó la cabeza.
—No vi ningún indicio —murmuró ella con somnolencia—. La gente ve lo que quiere ver. Pero mañana se entenderá.
—¿Por qué?
—Tu escena con el teniente. Cuando salvaste la situación improvisando. Tiene que haber algún crítico teatral o quizás un profesor que haya leído la obra de antemano y frunciera el ceño cuando alteraste el texto. Irá a casa y buscará su ejemplar para cerciorarse, y allí pescará la verdad.
—Para entonces no importará.
—No.
Ella quería dormitar un poco, y él calló. Mientras la miraba descansar, parte de su amargura se disipó. Era bueno estar actuando de nuevo, aunque no fuera más que una noche de opio. Y quizás era mejor que no consiguiera lo que se había propuesto. Hasta estaba dispuesto a admitir que era bastante insensato haberse embarcado en un plan semejante.
Perfección e inmolación. Ahora que la perfección no era posible todo el proyecto parecía la pesadilla de un fanático, y sintió vergüenza. ¿Por qué lo había hecho? ¿Por qué había cedido a lo que no era más que una fantasía petulante, un sueño pueril? El anhelo, más la oportunidad, más el impulso, en un marco de amargura y en un momento de transición personal, todo había sido suficiente para arrancarle ese deseo insensato de su arruga cortical y llevarlo a dramatizar el sueño. Un sueño pueril.
Y el ímpetu lo había arrastrado. Las cintas alteradas, el arma cargada, el engaño de Jade. Y ahora debía luchar para impedir que se estropeara la función. Había ido al río y había trepado al puente y ahora contemplaba la corriente negra y turbulenta, y por último había desistido de zambullirse porque el viento le echaría a perder el salto.
Se estremeció. Le asustaba un poco saber que podía perderse con tanta facilidad. ¿Qué le habían hecho los años, o qué se había hecho él?
Quizás había conservado la integridad, ¿pero de qué valía la integridad en el vacío? Tenía alma de actor, y se había apegado a ella cuando los demás vendían las suyas, pero los años habían barrido el mercado y él estaba atascado con su alma. Se había asentado con firmeza en sus principios, y los años habían derretido el glaciar de la realidad bajo los principios; él todavía seguía allí mientras la realidad se disolvía en el mar. Se había consagrado al teatro viviente, y preparado con cuidado su tumba a la espera de la resurrección.
Imbécil, pensó. Has estado precipitándote en aberraciones insensatas y tropezando con dimensiones alejadas de la cordura. Has tomado la irrealidad de la mano y la has guiado gallardamente a través del peligro y el caos, y por último te casaste con ella antes de notar que estaba muerta. Ahora lo único decente era sepultarla, pero el entierro no bastaría para traerlo de vuelta a través del peligro y el caos y ponerlo de nuevo en camino. Tendría que hacer stop. Quizás era demasiado tarde para hacer algo con el resto de una vida. Pero había una sola manera de descubrirlo. Y el primer paso era poner distancia entre él y el teatro.
Si una cajita negra me quitara el puesto, había dicho Rick, me dedicaría a fabricar cajitas negras.
Thornier advirtió sobresaltado que el técnico había hablado en serio. Mela lo había hecho, en cierto sentido. Y también Jade. Especialmente Jade. Pero ésa no era la respuesta para él, no ahora. Había pasado mucho tiempo llorando a los muertos, y necesitaba un corte limpio y abrupto. Mañana se perdería de vista, se alejaría, fingiría que tenía de nuevo veintiún años y buscaría al tanteo qué se podía hacer con toda una vida. Cómo alimentarse mientras lo descubría, ése sería el problema urgente. Si costaba encontrar trabajadores no especializados, también costaba encontrar trabajos no específicos. Vender su talento de actor con propósitos comerciales sólo daría resultado si podía encontrar un propósito comercial en el cual pudiera creer y por el cual pudiera vivir, pues el suyo no era el talento superficial del schauspieler. Sería una búsqueda agotadora, pues nunca se había molestado en creer en otra cosa que en el teatro.
Mela despertó de golpe.
—¿Alguien me llamó? —murmuró—. ¡Ese barullo…! —se levantó para echar un vistazo.
Él gruñó, dubitativo.
—¿Cuánto falta para el telón? —preguntó.
Ella se incorporó de pronto y dijo:
—Jade me está haciendo señas… Te veo en el escenario, Thorny.
Mela se alejó de prisa. Thornier vio que Jade la esperaba en medio de una pequeña conferencia y sintió una punzada de culpa. Les costaría dinero, problemas y nervios, y quizá la función ponía en peligro el futuro del espectáculo. Había sido una canallada y lo lamentaba, pero no podía volver atrás…, la única compensación posible era hacer el mejor acto tercero que pudiera y después largarse. Pronto. Antes que Jade lo averiguara y organizara una partida para lincharlo.
Tras observar distraídamente la pequeña conferencia unos minutos, cerró los ojos y se adormiló otra vez.
De pronto los abrió. Algo en el grupo que conferenciaba, algo peculiar. Se sentó y los estudió de nuevo. Jade, Mela, Rick, Feria y tres desconocidos. Eso no tenía nada de raro. Sólo que… Veamos… El hombre delgado de aspecto profesoral debía ser el ingeniero de programas. El individuo corpulento y saludable con el traje oscuro y la mirada inquieta —Thornier no podía ubicarlo— parecía fuera de lugar en bambalinas. El tercero de algún modo le era familiar, pero también parecía fuera de lugar: un hombrecillo rechoncho y sin corbata y con un cigarro grueso, que parecía más interesado en los correteos por el escenario que en las preocupaciones del grupo. El individuo corpulento le hacía preguntas y él mascullaba respuestas breves mascando el cigarro mientras presenciaba el desfile de asistentes.
Una vez mientras contestaba se sacó el cigarro de la boca y echó un rápido vistazo en dirección a Thornier. Thornier se puso tieso, sintió un cosquilleo en la columna. El hombrecillo rechoncho era el empleado del depósito.
El que le había entregado la cinta extra y los empalmes. El que podía aclarar el problema de inmediato, y quien sin duda lo estaría haciendo.
Tenía que largarse. Pronto. El sujeto corpulento era un policía o un investigador privado de los que contrataba Smithfield. Tenía que correr, esconderse, tenía que… La partida de linchamiento.
—Por esa puerta no, amigo; ése es el escenario. ¿Qué está…? ¡Oh, Thorny! Todavía no es la hora.
—Lo siento —le gruñó al utilero, y se alejó.
La luz relampagueó, la chicharra sonó débilmente.
—Ahora sí es el momento —le anunció el utilero.
¿Adónde iría? ¿De qué le podía servir?
—Eh, Thorny. La chicharra. Regresa. Hay que prepararse. Tienes que salir cuando suban el telón… ¡Eh!
Se detuvo, dio media vuelta, regresó. Se acercó al escenario y ocupó su lugar. Ella ya estaba allí, mirándolo extrañamente.
—Tú no lo hiciste, ¿verdad, Thorny? —susurró.
Él la miró, tenso. Luego asintió.
Ella se quedó perpleja. Lo observó como si ya no fuera una persona sino un objeto peculiar y digno de estudio. Sin desprecio, ni furia, ni recriminación… Sólo perplejidad.
—Supongo que perdí la chaveta —dijo él, con timidez.
—Supongo que sí.
—Pero el daño no ha sido tanto —dijo, esperanzado.
—Las personas que vieron el primer acto eran las menos indicadas, Thorny. Y se fueron.
—¿Las personas menos indicadas?
—Dos patrocinadores y un crítico.
—Oh.
Estaba atontado. Ella dejó de mirarlo y se quedó esperando el telón, sin expresar más que una tristeza perpleja. No era su espectáculo, y no tenía más relación con él que una muñeca que le permitía ganar un par de cheques, y ahora ella no era más que una reemplazante provisoria de la muñeca. La tristeza era por él. El desprecio habría sido más comprensible.
Subió el telón. Un mar de caras borrosas más allá de las candilejas. Y él era Andrejev, el jefe de una guarnición de policía soviética, servidor leal de una causa moribunda. Esta vez le fue fácil afincarse en su papel, fundir su identidad con la del policía ruso y vivir un poco en el siglo pasado. Pues era más cómodo estar en el pellejo de Andrejev que en el Ryan Thornier, que pronto será desollado a juzgar por las miradas furtivas que le lanzaban desde el costado del escenario. Incluso sería cómodo seguir siendo Andrejev después de la función, pero ése era un modo de asegurarse un Napoleón Bonaparte por compañero de cuarto.
No hubo cambio de escenografía entre las escenas uno y dos, sólo un descenso de telón para indicar un lapso de tiempo y permitir un cambio de personajes. Él permaneció en el escenario, y eso le dio un momento para pensar. Los pensamientos no eran agradables.
Los patrocinadores se habían ido. Mañana el espectáculo bajaría de cartel a menos que el despacho matinal del Times publicara una reseña aprobatoria. Lo cual parecía más que improbable. Los críticos eran profesionales. Los gustos profesionales solían ser impacientes. No estarían ansiosos por perdonar el primer acto. Lo había echado a perder todo, y no podía rescatarlo.
La venganza no era dulce. Olía mal y revolvía el estómago.
Dales un buen tercer acto. No puedes hacer otra cosa. Pero eso no disipaba el regusto amargo.
¿Por qué lo hiciste, Thorny? La voz de Rick, que le susurraba en el audífono desde la cabina.
Miró hacia arriba y vio al técnico, que lo observaba desde la ventana de la cabina. Abrió las manos en un gesto resignado, como preguntando: ¿Cómo decírtelo, qué hacer?
Sigue adelante, qué remedio, susurró Rick, y se retiró de la ventana.
El incidente parecía confirmar que Jade quería seguir adelante, de cualquier modo. No le quedaba otra salida. En cierto sentido arriesgaba tanto como él. Si el público descubría que la obra tenía un sustituto humano y a los críticos no les gustaba la representación, pisotearían al productor que había «perpetrado una sustitución imposible» aun con más saña que a él. Ella había apostado a favor de Thornier, y aunque él la había inducido a hacer la apuesta el espectáculo y la responsabilidad eran de ella y ella afrontaría las consecuencias. Los críticos, los propietarios, los patrocinadores, el público…, a nadie le importaban las ‘culpas’, ni le interesaban excusas o razones. Lo importante era el producto terminado, y si no gustaba era claro a quién incumbía la responsabilidad.
¿Y él? Un policía lo esperaba. ¿Por qué? No había estudiado el código criminal, pero no se le ocurría ninguna etiqueta insultante para calificar su acto. ¿Fraude? No sin intercambio de dinero o propiedades, pensaba. Él había perseguido intangibles, y la ley era algo terreno; se desconcertaba ante motivos que impulsaban a los hombres a atacar no propiedades ni personas sino ideas o principios. Y entonces le delegaba el asunto a la psiquiatría.
Tal vez el sujeto corpulento no era policía. Tal vez era un recolector de maniáticos.
No tenía mucha importancia. El sueño se había desmoronado y tendría que dejar que siguieran cayendo los escombros hasta poder abandonar las ruinas. Era el final de algo que tenía que haber finalizado años atrás, y no podía escabullirse hasta que el derrumbe fuera total.
Subió el telón. La escena dos salió bien. No fue brillante, pero si lo bastante buena para que el público dejara de chasquear las encías y se quedara tieso en las butacas, identificado con Andrejev.
La escena tres era su Getsemaní, cuando la turba sitiaba las oficinas públicas mientras él esperaba un mensaje de Marka y una respuesta a su oferta de tregua a los guerrilleros. La respuesta llegó en una palabra. Nyet.
Su sentencia de muerte. La palabra que lo arrojaba a los chacales callejeros, la palabra que lo entregaba a la turba exaltada. La turba actuaba a su modo: juntaba oficiales y los ejecutaba. Podía verlos desde la ventana, más allá de la plaza, y lo discutía con un asistente. Nueve hombres empalados en las verjas de acero de la cerca que rodeaba las oficinas del Soviet Regional. La turba capturó otro espécimen con sus mil manos y lo alzó en vilo. Obligó al espécimen a sentarse en el aire sobre una reja de medio metro y luego lo soltó. Dos especímenes todavía se retorcían.
Burlaría a la turba, desde luego. Había barricadas en la planta baja, y habría tiempo de sobra para morir privada y castamente antes que la turba lograra entrar. Pero Andrejev lo postergaba. Esperaba el mensaje de Marka.
El mensaje llegó. Irrumpieron dos guardias.
—¡Está aquí, camarada! ¡Ha venido!
Con el enemigo, dijeron. Traicionándolo a él, traicionando al estado. ¡Imposible! Pero el guardia insistía.
Una furia descontrolada, e incredulidad. Gruñó, sacó la automática, metió una bala en el corazón del portador de las malas noticias.
Con el estampido, la marioneta se desplomó. La explosión le recordó súbitamente el segundo cartucho del cargador… ¡No era de fogueo! Había olvidado de descargar la bala fatal.
Por un momento pensó en descargarla en el muñeco caído para librarse del riesgo, luego descartó la idea y siguió las indicaciones del texto. Miró a su víctima y aflojó los hombros al tiempo que soltaba la pistola. Caminó tambaleante hasta la ventana para mirar más allá de la plaza. Se cubrió la cara con las manos, esperó el telón.
El telón bajó. Giró y se lanzó hacia la pistola.
¡No, Thorny, no!, susurró frenéticamente Rick desde la cabina. Al icono, al icono…
Se detuvo en medio del escenario. No había tiempo para recobrar la pistola y descargarla. La cortina subió de nuevo apenas hubo tocado el suelo. Que Mela se libre de las balas, pensó. Se acercó al altar, se abrió el cuello, se enmarañó el pelo. Cayó de rodillas ante el icono antiguo, agobiado ante el Dios de una Rusia más antigua, una Rusia que sobrevivía tan firmemente en la feroz negación como había sobrevivido en la feroz afirmación. El alma cultural era algo vivo, y sobrevivía tanto a la derrota como a la victoria; jamás podía extirparse, sólo deteriorarse o transmutarse lentamente como las rocas erosionadas por la lluvia.
Había un busto de Lenin debajo del icono. Y había un busto de Harvey Smithfield debajo de las máscaras griegas de la pared de la oficina de D’Uccia. Los signos de los tiempos y los signos de lo atemporal, y el pulso cultural palpitaba al ritmo de los siglos. Él había resistido a los tiempos que tomaban un viraje brusco, pero ningún hombre podía nadar demasiado contra la corriente que zigzagueaba hasta perderse en la atemporalidad. Y los bruscos cambios de curso eran engañosos, pues en verdad siempre iban corriente abajo. Ningún hombre ganaba nada gastando sus fuerzas para resistirse a la corriente. El torrente lo fatigaría y lo arrastraría al olvido mientras el caudal del mundo seguía su curso.
Habían entrado Marka, Boris y Piotr, y él se había vuelto sobresaltado, sin comprender. Siguieron burlas y risas ásperas, mientras ellos empujaban por el escenario al caudillo antes altanero y ahora vencido, como un animal atontado. Él rebotaba de uno al otro, mientras lo codeaban para despertarlo del aturdimiento.
—Termina tu plegaría, camarada —dijo Mela, recogiendo la pistola que él había soltado.
Mientras se acercaba a Mela, encontró la oportunidad y se apresuró a susurrar:
—La pistola, Mela… Larga el primer cartucho. Rápido. Estaba seguro de que ella le oía, aunque no aparentaba ninguna reacción… A menos que ese ligero centelleo de los ojos haya sido un rápido vistazo a la pistola. ¿Había entendido? Un momento después, otra oportunidad de susurrarle. —La bala siguiente es real. Utiliza el resorte. Lárgala. Trastabilló empujado por Piotr, cayó contra un pesado diván, resbaló y se volvió hacia ellos. Piotr fue a abrir la ventana y gritó una oferta a la turba. El populacho soltó un rugido. Lo acercaron a la ventana para exhibirlo triunfalmente.
—¿Ves, camarada? —vociferó el guerrillero—. Tu fiel congregación te aguarda.
Marka cerró las ventanas.
—¡No aguanto ese espectáculo! —gritó.
—Llevadlo al pueblo —ordenó el líder.
—No —Marka levantó la pistola y meneó con fuerza la cabeza—. No permitiré que lo entreguéis al populacho…
Piotr masculló un juramento.
—Lo tendrán de un modo u otro. Subirán aquí para investigar.
Thornier miró a la actriz con el ceño fruncido. Todavía no había soltado el cartucho. En ese momento se le estaba acercando: una bala rápida para salvarlo de la multitud, un mendrugo de piedad de la mujer que lo había seducido y utilizado y traicionado.
Ella se volvió hacia él con la pistola, y él empezó a retroceder.
—De acuerdo, Piotr… Si de un modo u otro han de tenerlo…
Avanzó unos pasos mientras él retrocedía hacia un rincón. La bala, Mela. Suéltala.
Entonces el pie de ella rozó una conexión de cobre y él vio el chisporroteo. Ojos de vidrio, carne de airespuma, nervios donde se arremolinaban torrentes de electrones.
Mela no estaba. Esta era su muñeca. Quizá la verdadera Mela no pudo soportar más cuando descubrió lo que él había hecho, o quizá Jade la había llamado después de la primera escena del tercer acto. Una mano de plástico empuñaba el arma, y un solenoide diminuto y flexible esperaba la pulsación que cerraría el dedo sobre el gatillo. El terror lo penetró.
¡Sigue, Thorny, sigue!, susurró el audífono.
La protesta de Andrejev era la indicación para que la muñeca disparara. Los ojos de Thornier recorrieron el escenario en busca de una salida. Sólo un instante para decidir.
Podía acercarse a la muñeca y arrebatarle la pistola sin darle la indicación, poniéndose en evidencia ante el público y echando a perder el momento final de la obra.
Podía correr hacia el arma, dar la indicación y desear que errara, desplomándose después del disparo. Pero así caería en las conexiones y se levantaría aullando.
¡Por Dios, Thorny!, aullaba Rick. ¡La indicación, la indicación!
Miró fijo el arma y se hamacó ligeramente de un lado a otro. El arma se hamacó también, con un segundo de retardo.
—Por favor, Marka… —empezó, hamacándose más rápido.
El dedo se puso tenso sobre el gatillo. El arma se movió para encañonarlo mientras él se balanceaba de un lado a otro. Era arriesgado. Tenía que sincronizarlo con precisión. Era como bailar con una cobra. Quería escapar.
Cambiaste la cinta, estropeaste la función, fuiste superado por un sistema que odiabas, se reprochaba. Y hasta cargaste el arma. Si ahora no te arriesgas…
Apretó los dientes, siguió oscilando irregularmente, luego:
—Por favor, Marka… No, no, ¡nooo!
Un puño filoso le golpeó el cinturón, lo hizo girar y lo tumbó. La tos seca de la pistola fue sólo parte del golpe. Luego quedó tendido de costado en la zona marcada con tiza, sangrando y maldiciendo. La escena continuó. Quiso gritar, pero ahogó el grito en la garganta. A través de una bruma vio cómo los demás interpretaban el final de la obra, vio el mar de caras borrosas más allá de las candilejas. El dolor le mordía el costado.
Tengo que refrenar estos espasmos. Un Andrejev muerto no puede retorcerse en el escenario como un pez ensartado. Espera un minuto, sólo un minuto más, aguanta.
Pero no podía. Se aferró el costado e intentó tantearse la herida. Era difícil con la ropa pegoteada. Quería arrancarse la chaqueta para detener la hemorragia, pero no era aconsejable. Una marioneta que agoniza en espasmos sería aceptable, pero la sangre no pasaría inadvertida. Las marionetas no sangraban. ¿Pero no lo veían? Tenían que verlo. Qué truco inteligente, pensarían. Un tubo de tinta roja, tal vez. El realismo crudo…
Retorció el cinturón con la mano, se lo ciñó con fuerza alrededor de la cintura. El dolor se agudizó un momento, pero la pérdida de sangre se redujo. Apretaba los dientes para resistir. Esperó.
Sabía dónde le había acertado, pero era más difícil adivinar por dónde había salido. Y qué se había llevado al traspasarlo. Gracias a Dios sangraba. Tal vez no causaba tanto daño por dentro.
Trató de concentrarse en el resto del escenario. La música se intensificaba. ¿Todos lo habían abandonado, se habían ido? Pero no… Allí estaba Piotr, a través de la bruma. Piotr se acercó al sillón de la oficina, pesado, ornamentado, antiguo. Una vez había
pertenecido a un noble zar. Piotr, una máquina fría y joven que examinaba el sillón con aire triunfal.
Se oyó un chillido a un costado del escenario. Mela. ¿No podía mantener la boca cerrada medio minuto? Tal vez había visto la sangre. Quizá la música había sofocado el grito.
Piotr subió el único escalón y se volvió. Se sentó con cuidado en el sillón imperial para probarlo, se sentía victorioso. Y parecía que el sillón le resultaba cómodo.
—Tengo que conservar esto, Marka —dijo.
Thorny lo maldijo en silencio. Claro que lo conservaría, hasta que el tiempo doblara en otro recodo del gran río. En buena hora, a juzgar por el estruendoso aplauso.
El telón cayó lentamente para cubrir la ventana del escenario. Oyó un trepidar de pies, y graznó «¡Auxilio!» un par de veces, pero los pies seguían caminando. Las marionetas se dirigían a sus cajas.
Se levantó por sus propios medios, y todo se ennegreció. Pero cuando se disipó la negrura él seguía de pie allí, así que caminó hacia la salida, tambaleante. Se abalanzaban sobre él. Mela y Rick y un par de asistentes. Le tendían manos, pero él las apartó.
—¡Ahora caminaré solo! —gruñó.
Pero las manos lo tomaron de todos modos. Vio a Jade y el individuo corpulento, trató de acercarse y explicarles todo, pero ella se puso aún más pálida y retrocedió. Debo de tener un aspecto horrendo, pensó.
—Traté de esquivarla. No quería…
—Ahorra el aliento —le dijo Rick—. Te vi. Ahora aguanta.
Lo pusieron sobre la caja de embalaje de un muñeco, y oyó que alguien preguntaba si había un médico en el público, y luego varias manos empezaron a tocarle el costado y tironearlo.
—Mela…
—Estoy aquí, Thorny. A tu lado.
Y después de un rato ella seguía allí, pero la luz del sol se derramaba sobre la cama y Thornier olió la atmósfera del hospital. Parpadeó varios segundos antes de poder hablar.
—¿La obra? —jadeó.
—La criticaron sin piedad —dijo ella.
Él cerró los ojos de nuevo y gruñó.
—Pero económicamente resultará.
Él pestañeó boquiabierto.
—Publicidad. Increíble. ¿Te leo las reseñas?
Él asintió, y ella tomó los diarios. El loco que se había desangrado en el escenario. Él la detuvo en la mitad del primer artículo. Era suficiente. El público había empezado a darse cuenta hacia el final de la representación, y cuando se pidió un médico la sospecha quedó confirmada.
—Te perdiste el revuelo entre bambalinas —le dijo ella—. Fue todo un escándalo.
—¿Pero el espectáculo no baja de cartel?
—Claro que no. La morbidez del asunto es un atractivo. Si baja de cartel será por culpa de la actuación de Peltier.
—¿Y Jade…?
—Resentida. Mucho. ¿Puedes culparla?
Él meneó la cabeza.
—No quise perjudicar a nadie. Lo siento.
Ella lo miró un instante en silencio.
—No puedes seguir jugueteando así, Thorny —le dijo al fin—, sin perjudicar a nadie, sin atraer odios, sin que te pisoteen. Es imposible.
Era verdad. Si te aferras a un fragmento del pasado y te apegas a él en silencio, sólo te hieres a ti mismo. Pero cuando le buscas por la fuerza un lugar en el presente, siempre golpeas a los que tienes alrededor.
—El teatro ha muerto, Thorny. ¿Lo crees ahora?
Lo pensó un momento y meneó la cabeza. No estaba muerto. Sólo la forma había cambiado, y tal vez no para siempre. Lo había pensado la noche anterior, delante del icono. Había cosas de ciertos tiempos, y otras cosas atemporales. Los tiempos eran el producto de culturas humanas particulares. Lo atemporal era el producto de cualquier cultura humana. Y el Hombre Cultural amaba el espectáculo. Creaba escaparates de cultura para un público de hombres, y allí exhibía sus aspiraciones, ideales y propósitos, y las exhibiciones eran necesarias para la continuidad de la cultura, para la orientación consciente de la especie.
En uno de esos escaparates erigía un altar y ponía un sacerdote delante para que cantara una descripción litúrgica de los razonamientos emotivos de sus tiempos. Y en otro construía un escenario y ponía sus muñecos parlantes para que vivieran una secuencia dramatúrgica de los deseos y aflicciones de sus tiempos.
Claro, los sacerdotes cambiarían, la liturgia cambiaría, y los muñecos, los dramas y las exhibiciones también, pero los escaparates nunca se cerrarían mientras la
Humanidad sobreviviera a sus integrantes, pues sólo en esos escaparates los hombres transitorios podían verse contra un trasfondo más amplio, el hombre como parte de la Humanidad. Una perspectiva imposible sin los escaparates.
La dramaturgia. Antigua como el Hombre civilizado. Técnicas y formas y aplicaciones perdurables. Más perdurable que las técnicas y formas y aplicaciones. Más perdurable que el actual culto popular del Gran Dios Máquina, provisoriamente reverenciado aunque popularmente incomprendido. Como el Gran Dios Comercio de un siglo atrás, y el Dios Agricultura, antes que él.
De pronto Thornier se echó a reír.
—Si hoy se emplearan actores humanos, el escaparate sería bastante tosco. Ni siquiera verdadero, considerando los tiempos.
Cuando otra figura se acercó a su puerta, Thornier ya se sentía exultante y heroico. Cuando un carraspeo le obligó a levantar los ojos, miró un momento, sonrió y saludó:
—¡Hola, Richard! Entra. Ven… Siéntate. Ayúdame a elegir una carrera, ¿quieres? —señaló la sección de avisos clasificados y rio—. ¿Qué clase de cajitas negras podrá fabricar un viejo imbécil…?
Se interrumpió. La expresión de Rick era sombría, y parecía que no estaba dispuesto a entrar. Al cabo de un momento dijo:
—Supongo que siempre habrá un tonto dispuesto a revivir esa eterna carrera.
—¿Carrera? —Thornier frunció el ceño.
—Sí. El siglo pasado fue entre el operador de un ábaco chino y una máquina IBM. Corrieron una carrera en serio, recordarás…
—Escúchame…
—Y el siglo anterior fue entre una secretaria estenógrafa y una máquina de escribir.
—Si has venido aquí para…
—Y antes, los tejedores manuales contra los telares automáticos.
—Gracias por la visita, Richard. Al salir, pídele a la enfermera que…
—¡Romped los telares, destruid las máquinas, derribad las oficinas con máquinas de escribir, sacad de China las calculadoras! ¿Y todo para qué? ¿Para tratar de ser más herramienta que una herramienta?
Thornier desvió los ojos y los fijó en la pared.
—De acuerdo. Me equivoqué. ¿Qué quieres hacer? ¿Alardear? ¿Sermonearme?
—No. Sólo tengo curiosidad. Siempre ocurre… Un especialista tratando de competir con las herramientas de un especialista de nivel más alto.
—¿Nivel más alto? —gruñó Thorny, sentándose de golpe. Se aferró el costado y se recostó de nuevo, jadeante.
—Tranquilo, viejo —dijo Rick—. Lo siento. Nivel organizativo más alto, quise decir. ¿Por qué sigues intentándolo?
Thornier guardó silencio unos instantes, luego:
—Celos. Hasta los halcones tratan de ahuyentar a otros halcones de sus cotos de caza. Eliminar la competencia.
—Pero tú no eres un halcón. Y una máquina no es competencia…
—Basta, Rick. ¿A qué has venido?
Rick se miró la punta del zapato, rio ligeramente y entró en la habitación.
—Pensé que necesitarías ayuda para encontrar trabajo. Pero cuando atisbé por la puerta y te vi allí tendido como una especie de Rey Arturo, me volvió el resentimiento —dijo, sentándose en el borde de la silla; miraba al viejo con una mezcla de tristeza, irritación y afecto.
—¿Me ayudarías a…encontrar trabajo?
—Tal vez. Un trabajo, no un nicho permanente.
—Es demasiado tarde para encontrar un nicho permanente.
—¡Ya era demasiado tarde cuando tú naciste, viejo! No existe tal cosa… No ha existido en el último siglo. Sea cual fuere tu especialidad, otra especialidad te engullirá o buscará el modo de reemplazarte. Si consigues lo que parece un nicho seguro, alguien te emparedará dentro y le pondrá tu epitafio. Y cuanto más especializada se vuelve una sociedad, más peligrosa se vuelve para el especialista puro. ¿Piensas que un ingeniero electrónico está más seguro que un actor? ¿O que un cavador de zanjas?
—No sé. No es justo. La carrera de un hombre…
—Siempre hay una especialidad segura.
—¿Cuál?
—La especialidad de crear nuevas especialidades. Continuamente. Las tuyas.
—Pero eso es… —iba a protestar, a decir que ese concepto pertenecía a una minoría muy entrenada, a la élite técnica de la época, y que no era especialización, sino generalización. ¿Pero por qué a una minoría? La especialidad de crear nuevas especialidades…
—Pero esa es…
—Más o menos una definición del Hombre, ¿verdad? —concluyó Rick—. Ahora, en cuanto al trabajo…
—Sí, en cuanto al trabajo…
O sea que tal vez no empiezas desde abajo, concluyó. Empiezas muy por encima del Lémur, el chimpancé, el orangután, el Maestro… Si de veras empiezas.