Kate Wilhelm, Relato

La chica que cayó del cielo – Kate Wilhelm

Ibamos en coche de Cheyenne, Wyoming, a Louisville, Kentucky. Era agosto y cada día la temperatura subía por encima de los cuarenta grados. En la parte trasera de la enorme y fea ranchera que llevábamos, los dos chicos no pararon de discutir y pelear hasta que todos nos pusimos nerviosos como serpientes de cascabel. Decidimos conducir de noche y a primera hora del día para huir del calor. Así pues, esa mañana dejamos la autopista para coger una carretera secundaria de Kansas que llevaba a un parque estatal, donde podríamos descansar hasta última hora de la tarde. La autopista era un cañón limitado por campos de cereal que llegaban hasta más arriba del techo de la ranchera pero, de pronto, nos encontramos en los pastizales de Kansas, con un laguito cálido como una taza de té y la hierba ondulando en todas direcciones.

Los chicos (uno todavía no había cumplido los tres años, el otro tenía unos cuantos meses más de siete) estaban demasiado inquietos para descansar. Les lleve a dar un paseo junto al lago. La hierba no tardó en ocultar la ranchera y el mundo; se movía, aunque no había viento alguno para agitarla. Y susurraba. Aunque siempre me hallaba demasiado lejos para oír lo que decían, estábamos rodeados de susurros. La hierba tenía secretos que no estaba dispuesta a compartir. Eso fue en 1956. Nunca volví allí.

Casi treinta años después, yendo en un cómodo tren con aire acondicionado, vi una tormenta divertirse con la hierba en Montana. Dado que la mente funciona siguiendo caminos secretos y maravillosos, en seguida vi otra vez esa escena con los pastizales de Kansas murmurando secretos a mi alrededor. Y nació esta historia. Allí donde el cielo es mucho más grande que la Tierra, si caes tienes que caer para arriba, pensé, dándole vueltas a la historia. Y la hierba tiene realmente secretos. Los tiene, y jamás los olvida.

* * *

Su padre era un MacLaren, su madre una MacDaniel y durante cuarenta años John había estado metido entre los dos cuando se peleaban. Hoy permanecían inmóviles, contemplándose fijamente el uno al otro, y sus miradas atravesaban limpiamente su cuerpo, rodeándole. Su madre con los ojos verde claro y el pelo rojo que ahora se teñía (exactamente el mismo color que siempre había tenido), su padre con su imponente rostro con el ceño fruncido y sus gruesas cejas blancas formando una línea recta sobre su larga nariz.

—¡Antes le doy con un hacha a las ruedas! —dijo ella en un susurro maligno.

—¿Desde cuándo he dejado que me indicaras lo que puedo o lo que no puedo hacer?

—¡Callaos ya los dos! —gritó John MacLaren—. ¡Por el amor de Dios, estamos a más de treinta grados! ¡Tendréis un ataque cardíaco!

—A ti nadie te ha pedido que te metas en esto —dijo secamente su padre, sin apartar los ojos de su mujer.

Ella alzó un poco más la cabeza y se dio la vuelta, saliendo de la habitación.

—Yo se lo pedí —dijo por encima del hombro—. Johnny, ¿quieres una tónica con ginebra?

—Por favor —dijo él en voz baja—. Papá, ¿qué diablos pasa?

La habitación era verde y blanca, fría, con muchas plantas por todas partes, limpia y excelentemente cuidada. Toda la casa era igual, con buenas piezas de mobiliario cada una de las cuales era una inversión: bargueños Hepplewhite y sillas Duncan Phyfe, piezas con más de doscientos años de antigüedad que habían llegado de Escocia, Francia o Inglaterra. David MacLaren era el coleccionista; Mary lo aceptaba y algunas veces incluso le animaba a ello, pero se habría negado cruzar la calle para añadir otra pieza al surtido que se había ido acumulando durante sus cuarenta y cinco años de matrimonio.

Ahora, con la discusión interrumpida por la marcha de Mary, David MacLaren miró a su hijo y le sonrió. Hizo una seña hacia unos sillones de mimbre que estaban junto a la ventana y se dirigió hacia ellos. Se dejó caer en uno, con un leve gruñido, y esperó hasta tener a John sentado ante él.

—Cometí el error de explicarle que estaba planeando llegarme mañana a la casa de Castleman para coger esa pianola y traérmela hasta aquí. Ya sabes, te lo comenté, es la

primera que cruzó el Misisipi y sigue en buen estado, me jugaría algo. Es probable que lleve treinta años sin que la abran, puede que aún más. Es una preciosidad. Madera de cerezo. Las teclas son de marfil y de caoba, no simple blanco y negro.

Las palabras sonaron levemente falsas, en los oídos de John.

—¿Te refieres a Greeley County?

—Aja.

—Papá, para eso faltan más de cuatrocientos kilómetros y mañana hará todavía más calor que hoy. Antes de que haya terminado la tarde pasaremos de los cuarenta.

Miró más allá de su padre, hacia la ventana y el césped, que este verano había mantenido su color verde gracias a un riego casi continuo. No soplaba la menor brisa y del blanco cemento de la acera se alzaban pequeñas oleadas de calor; las hojas de color rojo del arce japonés colgaban inmóviles. Y sabía muy bien adonde acabaría llevando todo esto, sabía por qué razón le había llamado su madre a la oficina hacía sólo media hora. Naturalmente, su padre no podía conducir más de cuatrocientos kilómetros con ese tiempo y no podía encargarse del traslado de una pianola. Aspiró una honda bocanada de aire.

Su madre volvió con una bandeja en la que había tres vasos altos cubiertos de escarcha. En su interior se veían rodajas de limón y los bordes estaban adornados con azúcar. Tenía el rostro suave y cuando le miró su expresión era imperturbable; en sus ojos ardía una leve chispa de comprensión y tozudez que él conocía muy bien. Si se veía obligada a ello destrozaría las ruedas del coche con el hacha. Tenía setenta y tres años y su padre setenta y cuatro.

Bebió un largo sorbo de líquido.

—Sabes que no puedes hacerlo, papá —dijo después—. Se ha conservado hasta ahora y puede conservarse todavía un tiempo más.

Su padre meneó la cabeza.

—Se ha conservado porque Louis Castleman se encargó de ella. Ese sobrino suyo, Ross Cleveland, entrará en la casa como si tuviera un cohete en el trasero, lo mirará todo, verá que el terreno es pobre y que la casa está aislada, que ahí no hay nada para él y luego lo primero que hará será irse a Goodland, hacer un trato con Jennings y volver a su casa a toda velocidad. Y Jennings pondrá esa pianola en su café y dejará que los clientes le tiren cerveza encima y que pongan los cigarrillos sobre la tapa.

—Papá, ¿has estado alguna vez allí durante los últimos veinticinco años? ¿Sabes cómo está eso? Y, ¿qué diferencia puede suponer? No la necesitas. No tienes espacio. ¡Una pianola! ¿Para qué?

—Está ahí —murmuró su padre—. La vi en el inventario. Se trata sólo de convencer al sobrino para que me la deje llevar, que acepte mi oferta. Estoy dispuesto a ser equitativo, claro, pero quizá desee obtener otro peritaje o algo parecido. La tierra no vale un pimiento, pero quizá pretenda sacar algo de la casa y del contenido —miró a Mary con las cejas fruncidas y dijo—: Y la quiero porque es mía. ¡Oh!, pagaré por ella, pero tengo la intención de ir ahí a primera hora de la mañana, recoger esa cosa y traérmela aquí tan pronto como Ross Cleveland aparezca para echarle una mirada a su herencia.

John contempló alternativamente a su padre y a su madre, sintiéndose indefenso. Ninguno de los dos cedería ni un centímetro ante el otro, pero le dejarían que propusiera una tercera alternativa, aquella que su madre estaba aguardando y por la cual le había llamado. Y su padre protestaría, maldeciría un poco y quizá se enfadara durante un rato, antes de consentir que John fuera a recoger la pianola. Durante un segundo sintió la tentación de terminar su bebida y marcharse dejando que se pelearan entre ellos. Sintió una pasajera oleada de envidia; les envidiaba su pasión, sus peleas, en las que no había nada en juego, y su amor que no conocía compromisos. Jugaban, peleaban y se amaban con la misma dureza en todo y habían logrado conservar su pasión intacta cuando llegó el momento de repartir los rasgos de carácter para su concepción. Él tenía el cabello y los ojos de su madre y poseía la nariz delgada y larga y la constitución robusta de su padre.

Pero la pasión se la habían quedado toda para ellos.

Cuando salió de la casa de sus padres una hora después, la temperatura estaba ya en los treinta grados y se había comprometido a conducir más de cuatrocientos kilómetros para cargar la vieja pianola en la camioneta de su padre y llevársela a su casa.

Él y su padre eran socios en la firma de abogados que su padre había creado hacía ya décadas. Llamó a su secretaria para avisarle de que estaría fuera durante unos días y que MacLaren sénior se encargaría de cualquier problema que pudiera surgir. Dado que ya eran las cuatro, no había razón para volver a la oficina. La tarde era asfixiante y la camioneta de su padre, comprada hacía unos diez años, no poseía aire acondicionado. En lugar de torcer hacia el centro de Wichita se dirigió hacia su casa.

Vivía algo más arriba del club de golf Three Oaks y esa cálida tarde no vio a nadie en los campos. Daba la impresión de que los aspersores funcionaban día y noche pero, pese a ello, en la hierba se veían de vez en cuando zonas marrones. Los jardineros mantenían en funcionamiento el riego, en un fútil intento de luchar contra la ola de calor y la sequía. John entró en su casa por la puerta del garaje y, antes de pasar por el buzón delantero, conectó el aire acondicionado. No había carta de Gina. Dejó caer el correo sobre la mesa del salón y fue a la cocina para prepararse una bebida. Una vez más, sentía crecer la envidia en su interior. Sus padres luchaban entre sí cual golfillos callejeros, y matarían a cualquiera que intentara interponerse entre ellos. Él y Gina jamás se habían peleado,

jamás habían discutido, jamás se habían dicho una palabra irritada y ahora ella estaba pasando el cálido verano con su familia en San Luis. No escribía, no llamaba y, cuando el llamaba, siempre estaba fuera de casa. En esas ocasiones hablaba con su hijo Tommy o con su hija Amanda, pero no con su mujer que siempre estaba muy, muy ocupada.

Lorna Shields se encontraba de pie tras la gruesa puerta de cristal del restaurante Howard Johnson, donde acababa de tomar un batido de fresa, una taza de té helado y dos vasos de agua. Al otro lado de la puerta el calor brotaba del pavimento y el brillo de la tarde hería los ojos. Un calor asfixiante; una luz cruel y nada de sudor. «Esto no es Ohio, chica —se dijo con cierta satisfacción—. No se parece en nada a Ohio. ¡Oh!, allí también hace calor, pero es un calor pegajoso y asfixiante que te hace sudar.» No como este infierno que parecía resecarla apenas ponía un pie dentro de él. Notaba los labios agrietados; le escocía la piel y en su cabello había tanta electricidad estática que cuando hacía poco había intentado peinarlo en el lavabo, se había erizado como el pelo de la novia de Frankenstein. Se había reído y la otra mujer, que compartía con ella el reducido espacio del lavabo, la miró con desconfianza.

Lorna era alta y delgada. Su corto cabello oscuro, rizado en Ohio pero lacio en Kansas, le daba un cierto aire de chico. Tenía los ojos de un azul tan oscuro que mucha gente pensaba que eran negros. Y se bronceaba con tal facilidad y de modo tan intenso que siempre daba la impresión, en ese primer día de primavera en que asomaba el sol para brillar durante más de una hora, que ya había conseguido ese tipo de bronceado por el cual otras personas se gastan miles de dólares para intentar adquirirlo en las playas. Tenía veinticinco años.

Estaba pensando que si seguía conduciendo llegaría allí alrededor de las diez y Elly y Ross no aparecerían por lo menos hasta dentro de un día, quizá dos. Elly había dicho la noche del viernes o el sábado. La idea de tener una casa para ella sola durante un día o dos, sin tener que hacer preguntas, ni escuchar sus respuestas, sonriendo y siendo cortés, le resultaba abrumadoramente atractiva. En febrero el instructor consejero de su comité la había llamado y la animó a que pidiera una beca para continuar con su proyecto después de la graduación; incluso la había ayudado con los impresos y le había escrito una carta de recomendación que resultaba casi embarazosa por su entusiasmo. Para asombro de Lorna había conseguido la beca durante nueve meses a partir de junio. Todos los gastos pagados y una pequeña asignación extra que había bastado para comprar su pequeño Datsun con tres años de vida. Por primera vez en su existencia se había sentido muy rica. Y con la beca, el trabajo que había estado realizando cambió y lo que había sido el resultado de soñar despierta y un último y desesperado intento por hallar algo que pudiera granjearle la aprobación del comité hacia su proyecto, había cobrado nuevo significado. Estaba trabajando en una historia oral de la religión, su importancia, sus rituales y su impacto sobre la gente que ahora tenía sesenta y cinco o setenta años. Trabajaba sobre la religión de su juventud, no sobre la actual.

El día anterior se había quedado repentinamente paralizada sin saber qué decirle a la anciana que esperaba, con mirada bondadosa, a que ella empezara, incapaz casi de recordar qué hacía en aquella casa de reposo de Kansas City. Por la noche, en su habitación del motel, había mirado lo que la rodeaba con repugnancia. Hasta el aire acondicionado del cuarto olía exactamente igual que en todos los demás moteles donde había estado, como si todos se surtieran en el mismo establecimiento a la hora de comprar las camas, los cuadros de las paredes y las luces indirectas. Había planeado hacer una pausa en las entrevistas y alquilar un apartamento, donde empezar con las transcripciones que iban a ocuparle mucho más tiempo que la recogida de información. Comprendió que había llegado el momento de hacerlo y guardó su grabadora para consultar un mapa, dirigiéndose luego hacia Greeley County, Kansas.

La única pregunta era si debía detenerse ahora o continuar. Podía encontrar un motel en Topeka pero, ¿y en la carretera? Quizá luego todos estuvieran llenos y era demasiado pronto para detenerse ahora. Sólo eran las cuatro. Meneó la cabeza, sonriendo levemente para sí misma. No tenía ninguna intención de quedarse sentada en la habitación de un motel, durante las próximas doce o catorce horas. Empujó la gruesa puerta y penetró en el aire cálido del exterior. Algo para beber, pan, algo para hacer bocadillos, fruta… Entró en su pequeño Datsun y empezó a buscar un supermercado. Y cosas para el desayuno, se recordó. Siempre despertaba famélica. Media hora después se encontraba otra vez en la interestatal y se dirigía hacia la cita con su hermana y el esposo de ésta, en la casa que había heredado de un tío al que jamás conoció. Mientras conducía se subió la falda de algodón hasta bien arriba de los muslos; el viento aullaba enloquecido en el interior de su pequeño coche y el mundo que la rodeaba se había convertido en un campo de cereal hasta donde alcanzaba su vista. Le gustaba mucho.

Más tarde se dio cuenta de que no había contado con el sol. El cielo seguía sin una sola nube, claro y pálido, decolorado por el sol hasta la invisibilidad, una gran nada blanca, con una llama intolerable en el centro. Y había acertado en que los moteles se llenarían. Hacia las siete, cuando ya estaba dispuesta a reconocer su error, no había nada que encontrar. Siguió conduciendo tozudamente bajo el sol llameante, escrutando cada oasis en forma de gasolinera, restaurante y, de vez en cuando, un motel, encogidos sobre sí mismos, como si los campos les presionaran, intentando reclamar incluso esos pequeños espacios. El sol acabó ocultándose bruscamente, sin ningún rastro de ocaso. Estaba ahí y de pronto no estuvo y el cielo se materializó de nuevo, con un color violeta que se oscurecía hacia el púrpura, con una rapidez que le pareció imposible. Hizo su última parada en Goodland. Eran las diez y media. No había nada abierto salvo una gasolinera. Compró más agua, llenó el tanque de gasolina y consultó las notas que había hecho dos semanas antes, al hablar con su hermana, recordando las instrucciones.

«Apenas entres en el camino que lleva al sur, vigila el cuentakilómetros; está exactamente a veintiséis kilómetros desde el desvío. Luego hay exactamente seis coma cuatro kilómetros hasta la casa. El señor MacLaren dijo que la llave estaría pegada con esparadrapo bajo la ventana de la cocina, en la parte trasera de la casa. Dijo que no tendrías problemas para encontrarla. Así que en caso de que llegues antes, entra y siéntete como en tu casa. Habrá electricidad, hay agua en el pozo y todo lo que puedas necesitar, incluso ropa de cama. Hasta pronto, cariño.»

El encargado de la gasolinera le dijo que estaba refrescando, ¿verdad?, y ella pensó que bromeaba. Pero ahora, al dirigirse por fin hacia el sur, se encontró respirando con más facilidad. Estaba refrescando un poco, sí. El campo estaba totalmente oscuro; no se veía ninguna luz, sólo sus faros sobre la cinta de carretera que se lanzaba incesantemente hacia ella. Después del tráfico en la interestatal, del rugido de los camiones que pasaban, de los innumerables semirremolques, camionetas, rancheras y motos, se sintió totalmente sola. La tensión fue desvaneciéndose por sus poros. Hasta entonces no se había dado cuenta de lo tensa que la había puesto ese largo día conduciendo por la interestatal.

Sin las instrucciones que le habían dado jamás habría logrado encontrar el desvío. Aun sabiendo que estaba allí, no lo habría encontrado si no se hubiera parado, retrocedido luego unos cincuenta metros y recorrido de nuevo aquel tramo mientras forzaba la vista para distinguir el nuevo camino. Cuando lo encontró, vio que el suelo era de tierra polvorienta.

Se metió cautelosamente por él y de pronto el paisaje cambió, se volvió montañoso. Se había acostumbrado de tal modo a esa tierra que parecía un mantel cubierto de cereal, que cuando el camino empezó a bajar pisó el freno con cierta brusquedad. Luego lo soltó y siguió avanzando lentamente. El camino era angosto, brillaba con una sólida blancura bajo sus faros y no resultaba realmente demasiado difícil de recorrer. Le pareció que los últimos seis kilómetros eran los más largos. Luego vio la casa y lanzó un suspiro de alivio. El camino terminaba ante ella.

Encontrar la llave fue más fácil que buscar la linterna, entre el desorden de sus cosas, dentro del coche. Cuando abrió la puerta trasera el aire caliente salió con fuerza. Entró en la casa y empezó a buscar lámparas e interruptores. La electricidad funcionaba. Fue dando la luz en las habitaciones, a medida que entraba en ellas para abrir las ventanas, la puerta principal y todo lo que pudiera abrirse. La casa no era muy grande. Constaba de dos dormitorios, una sala bastante espaciosa, otra habitación que quizá hubiera sido un dormitorio, pero que ahora parecía un trastero para muebles viejos, y una cocina muy grande en la que se podía comer, provista de todo tipo de electrodomésticos. Nada de madera, pensó meneando la cabeza. Todo estaba limpio y ordenado. Su hermana le había dicho que el abogado contrató gente para que cuidara de la casa. Lorna conectó el calentador de agua y la nevera, puso agua en las cubiteras y luego tomó asiento ante la mesa de la cocina, demasiado cansada para prestar atención alguna a lo que la rodeaba.

Un rato después reunió la energía suficiente para ir a buscar su nevera portátil, hacerse un bocadillo y volver luego a por su saco de dormir. Sólo pensaba en tomar una ducha y en dormir.

Soñó con música lejana y voces que cantaban, risas, más canciones. Empezó a cantar en sueños:

En Scarlet, donde yo nací, Vivía una guapa moza Y cada joven le gritaba «hermosa»;

Su nombre era Barbara Alien. Todo eso fue en el mayo alegre,

Cuando allí crecen los verdes brotes,

el joven Jemmy Grove en su lecho se acostó, Muriendo de amor por Barbara Alien.

 De pronto despertó y se incorporó. Estaba temblando. La noche empezaba a enfriarse al fin. Intentó oír algo, lo que fuera. A lo lejos aullaba un coyote solitario. Cuando volvía a dormirse oyó en su mente una y otra vez el estribillo de la canción: «Que os sirva de aviso el destino de la cruel Barbara Alien».

Despertó después de las nueve. Parpadeó contemplando el techo, azul cielo, un color distinto al de los moteles. El silencio era tan profundo que resultaba extraño, como de otro mundo. Pensó en todas las cosas que el silencio excluía: las camareras con los carritos de la limpieza, los automóviles que se ponían en marcha, los camiones que cambiaban la marcha, las duchas en funcionamiento… Se frotó la cara y fue corriendo hacia la puerta de la cocina donde se detuvo en seco, sin aliento, para salir luego despacio al porche, descalza y cubierta con su delgado camisón corto. Mientras dormía, el mundo se había vuelto azul y oro.

La hierba dorada se extendía hasta perderse de vista, bajo cielo tan azul que parecía un lago invertido. Había colinas cubiertas de hierba dorada, marrón y ocre. No sintió brisa alguna, pero la hierba dorada reaccionaba ante algo parecido a una sombra que pasara sobre ella, oscureciéndola, haciéndole moverse y devolviéndole al fin el brillo del oro.

Mientras permanecía inmóvil y sus ojos absorbían el paisaje, empezó a distinguir lentamente otros detalles: la hierba terminaba ante unos promontorios rocosos que también eran de color oro y ocre. A lo lejos se perfilaban las colinas y vio que la hierba no era la espesa alfombra que le había parecido en un principio. En algunos lugares cedía paso al suelo rocoso, en otros, no tan abundantes, era alta y muy tupida. Y podía ver senderos serpenteando entre la hierba. ¿Adónde llevarían? Se apresuró a entrar en la cocina, ansiosa por vestirse, comer algo rápidamente y salir de nuevo para seguir uno o dos de esos senderos, antes de que el sol ascendiera mucho más y volviera el calor.

El trayecto a través del estado fue tan asfixiante y tedioso como John MacLaren había supuesto. Su padre había hecho que repasaran la camioneta e incluso que le cambiaran la batería, pero el monstruo tenía trece años de edad y era caprichoso. Aunque su padre afirmaba utilizarlo para cazar y pescar, en realidad lo había comprado para transportar los muebles que adquiría en las liquidaciones y saldos de casas. Había llegado a viajar más de mil kilómetros para asistir a una de esas ventas. Claro que no durante los últimos cinco o seis años, pensó John, desde que aquel ataque cardíaco le hizo frenar un poco su ritmo de vida. Volvió a alegrarse de que fuera él, y no su padre, quien estaba en la camioneta. Que le hubieran dado el repaso, que hubieran cambiado la batería y comprobado los neumáticos quería decir que su padre había estado totalmente decidido a realizar ese viaje él mismo. Volvió a la pregunta que le había estado molestando toda la noche: ¿Por qué?

¿Qué había tan condenadamente importante en una pianola, en otra antigüedad más?

Sabía que había algo en todo aquello. La muerte de Castleman, ocurrida dos semanas antes, había removido en su padre una oscuridad que normalmente estaba tan oculta que muy poca gente sospechaba de su existencia. John la había presentido de vez en cuando, pero sólo ayer la había visto con claridad. Pensó con cierta tristeza que casi envidiaba a su padre por ello. En su vida no había secretos, ningún pasado que fuera mejor dejar sin explorar. Se había casado con la chica que más le convenía según su familia y la de ella. Era un ciudadano ejemplar, un esposo y un padre modelo sin nada oscuro en su interior, sin ningún loco amigo ermitaño que pudiera hacer señas y remover unas sombras que, de todos modos, no existían.

Sabía que los dos ancianos se habían conocido desde hacía cincuenta años o más y había dado por sentado que nunca se veían el uno al otro, porque Castleman había sido un recluso a cuatrocientos kilómetros de distancia, alguien que no estaba del todo cuerdo.

Cuando John tenía quince años, su padre le llevó consigo durante una visita a Castleman para redactar su testamento. Incluso entonces Castleman ya era un excéntrico que profería una incoherencia tras otra. John se había quedado fuera mientras hablaban, discutían y acababan chillándose, y estaba seguro de que su padre no había vuelto desde

ese día; John jamás había vuelto ahí por su cuenta. Ni tan siquiera había visto la pianola entonces. Después de que el trabajo legal se hubiera completado, él y su padre dieron un paseo por entre las ruinas de la comuna que había sido construida en la propiedad y fue luego abandonada.

Le empezaba a doler la cabeza por culpa del calor y la fuerza del sol. Creyó haber salido lo bastante pronto como para evitar que le diera el sol en la cara. Pero ahí estaba, como una presencia física apretando el parabrisas, quemándole el pecho y los brazos. Giró hacia el norte antes de que bajara más por el parabrisas, pero cuando empezó a darle en un lado de la cara fue casi peor que antes.

El camino de tierra se le pasó por alto. Cuando finalmente estuvo seguro de ello, tuvo que hacer girar la camioneta y volver muy lentamente, recordando las maldiciones que su padre había proferido, en aquel lejano día del pasado, cuando le ocurrió lo mismo. «Lo ha puesto difícil de encontrar a propósito», murmuró. John fue avanzando muy despacio hasta encontrar el desvio y luego siguió el sendero hasta la casa. Eran casi las seis.

Se sintió desorientado porque todo parecía exactamente igual a como estaba veinticinco años antes. Los álamos que daban sombra a la casa no parecían haber cambiado y no eran, ni más altos, ni más viejos; la misma casa era igual que su recuerdo de ella: una silueta marrón enmarcada en verde, bien cuidada y conservada. Las colinas circundantes estaban cubiertas con hierba algo seca, como habían estado entonces. Quizá la hierba brotase ya de color marrón y no cambiara nunca, pensó sorprendido. Vio el Datsun en el sendero, junto a la parte trasera de la casa, y sintió una cierta decepción. Había tenido la esperanza de pasar una noche en soledad, antes de negociar el estúpido asunto de la pianola. Había planeado entrar en la casa e inspeccionarla, fisgoneando en busca de papeles o cartas, de cualquier cosa que arrojara cierta luz sobre el misterio en el que su padre había jugado una parte imposible de adivinar.

Salió de la camioneta con cansada resignación, se pasó la mano por el cabello, sintió la aspereza del polvo y subió los peldaños del porche delantero. No llamó a la puerta. Desde el porche se oían claramente unas voces. Una anciana estaba hablando.

—…no nos atrevíamos a reír, ni tan siquiera a sonreír, nada. De todas formas nos gustaban las canciones. Mamie Eglin podía cantar igual que los de la radio o la televisión de ahora. ¡Precioso! La favorita de mamá era La vieja cruz. Cada vez que la oigo me entran ganas de llorar, incluso ahora.

No estaban en la sala. Podía ver la habitación vacía a través de la puerta. Estaban en la cocina, decidió, apartándose de la puerta principal. Dio la vuelta lentamente a la casa, sin apresurarse para no interrumpir la conversación. No había ni rastro de brisa, pero la hierba se movía levemente, quizás a impulsos de su propia presión o por la agitación incesante del manto de calor que oprimía la tierra. Se quedó inmóvil en la esquina de la

casa y dejó que sus ojos siguieran las sombras de algo invisible que jugaba sobre la dócil superficie de la hierba.

Ya no oía a la anciana; su voz se había convertido en un zumbido que servía como telón de fondo a sus pensamientos. ¿Cómo había podido soportarlo Castleman? Tanta soledad, estar tan lejos de los demás, sólo él y la hierba y el calor en el verano, las ventiscas en el invierno… ¿Por qué se había quedado? ¿Qué había hecho con su tiempo día tras día, año tras año? Un halcón entró en su campo visual, cabalgando en una corriente de aire y él lo observó hasta que desapareció. No tuvo que mover las alas: se fundió con el cielo, se desvaneció.

De pronto le sobresaltó el ruido de un motor muy cercano, tanto que le pareció por un momento que iba a ser atropellado. Dio un salto, apartándose de la casa, justo cuando una voz clara y juvenil decía:

—¡Mierda!

La otra voz siguió hablando sin interrumpirse, aparentemente sin ser molestada por el ruido:

—…predicaba para asustarnos, eso quería, asustarnos. Y nos daba unos sustos de muerte. Y la tía Lodi también nos daba mucho miedo. No es que fuera mi tía, pero todo el mundo la llamaba así. Nos contaba historias que nos ponían los pelos de punta a todas las chicas. Eran historias sobre convertirse en mula y ser montada durante toda la noche, cosas parecidas. Cosas terribles. Estábamos siempre asustadas. La mayor parte de nosotras no hacíamos caso del sermón, a no ser que gritara mucho y entonces nos sentábamos un poco más tiesas y escuchábamos hasta que uno de los chicos nos hacía señas con los dedos, o a una de las chicas le daba un ataque de tos y entonces todas teníamos que toser también y el hermano Dale empezaba a gritar con su voz de trueno diciendo que el diablo estaba ahí con nosotros y que por favor, ¡Dios Todopoderoso!, nos diera la fuerza para echarlo de nuestros corazones, y entonces volvíamos a tener miedo.

John miró por la ventana y su primera impresión fue que la persona a la que veía era una joven india. Bajita, tenía el pelo oscuro y revuelto por el viento y la piel morena.

¿Una chica? ¿Quién era? Fue hacia la puerta y volvió a mirar. No había nadie con ella y entonces se dio cuenta de que estaba escuchando una grabación, transcribiendo las palabras en un ordenador portátil.

—…no me lo habría perdido por nada. Verá, no había gran cosa más que hacer. Se necesitaba todo el día para ir a la iglesia y volver y luego hacer la cena para un montón de gente. Y luego había que limpiarlo todo otra vez y para cuando terminabas ya era hora de irse a la cama. Pero quizás era la única ocasión, en semanas enteras, de ver a otras personas.

Otro camión pasó rugiendo; la chica frunció el ceño y tamborileó con los dedos sobre la mesa, esperando. John llamó a la puerta.

Lo que le intrigaba más era que, pese al claro sobresalto que le había producido su llamada, no parecía tenerle miedo. Alzó la cabeza con los ojos muy abiertos y luego los entrecerró, con la cabeza ligeramente ladeada, como si estuviera intentando enfocarle mejor. Él habló, ella le respondió y John entró en la cocina.

—John MacLaren…

—¡Oh! ¿El abogado?

—Uno de ellos. ¿La señora Cleveland?

—No. Es mi hermana. Estoy esperando a que lleguen.

—¡Oh!

—Soy Lorna Shields.

—¡Ah! —dijo él, moviendo la cabeza como si eso explicara muchas cosas.

Ella miró a su alrededor con cierto aire de culpabilidad. Probablemente él había venido para asegurarse de que todo estaba limpio y ordenado en espera del nuevo propietario y ella había logrado convertirlo todo en un lío. La mesa estaba cubierta con sus cintas y papeles. Su nevera portátil yacía en el suelo y el fregadero estaba lleno de platos sucios. Había acabado decidiendo que Elly y Ross no llegarían hasta la noche del domingo y para entonces ya habría podido dejarlo todo limpio y ordenado. Miró nuevamente a John MacLaren y se olvidó de la culpabilidad que había sentido.

—No esperaba tener compañía.

—Ya me lo imagino. Tampoco yo esperaba encontrar nadie aquí.

Algo incómodo, John comprendió que ella estaba deseando que se fuera. Parecía muy joven con sus pantalones cortos, su camiseta y los pies descalzos. Demasiado joven para estar sola aquí de noche. Tenía la piel muy morena en todo el cuerpo, por lo que él podía ver, pero sus pómulos afilados, su nariz y sus hombros brillaban con un matiz algo más rojo que el resto. Pensó que no debía comprender muy bien lo peligroso que podía llegar a resultar el sol de la pradera. Los ojos de John se apartaron de ella, para posarse en el refrigerador.

—¿Puedo beber un poco de agua?

En el rostro de ella apareció una súbita expresión de embarazo.

—Lo siento —dijo—. Claro que sí. Hay agua. O café, o jugo de manzana.

—Tengo un poco de cerveza fría en la camioneta. ¿Le apetece una?

Ella asintió y él dio la vuelta y salió de la cocina. Apenas hubo salido al porche trasero, ella recorrió a toda velocidad la habitación y se metió en la sala, recogió un montón de papeles del sofá y buscó con la mirada un sitio donde dejarlos. No había ningún lugar adecuado. Fue al más pequeño de los dos dormitorios y dejó caer los papeles sobre su saco de dormir, que estaba en el suelo, y que dobló luego sobre ellos para ocultarlos. Luego regresó a la cocina.

Había empezado a leerlos por la tarde y luego lo había dejado para la noche, pero uno de los nombres que había encontrado en las primeras hojas era MacLaren. Seguramente no debía tratarse de este MacLaren, pero no quería que hurgara en los papeles y tampoco quería hacerle pensar que había estado fisgoneando.

El entró con la cerveza y se instalaron en la mesa de la cocina para beberla. Ella le habló brevemente de su proyecto, divertida ante su ocurrencia de que cuanto había oído era una auténtica conversación en la cocina.

—Ese es el problema de las cintas —dijo—. Hay que oírlas cuando las estás grabando y luego hay que transcribirlas antes de que se pueda empezar a trabajar realmente con ellas. Poner todo eso por escrito va a ser un trabajo infernal.

Él se dio cuenta de cuán atentamente le estaba observando cuando acabó su cerveza y ella se puso en pie, con su lata prácticamente intacta todavía. Él se puso en pie también, a regañadientes. Le ofreció otra cerveza y ella rehusó, cortés pero firmemente. Cuando le preguntó si podía echar un vistazo a la casa ella meneó la cabeza.

—¿No cree que sería mejor esperar a Ross? Quiero decir que no tengo la autoridad necesaria para darle ese permiso.

Pero él seguía sin decidirse a salir de la casa y de pronto, sorprendiéndose incluso a él mismo, le pidió que cenaran juntos.

Sus ojos se agrandaron un poco como antes, al sorprenderse de su llegada. Meneó la cabeza.

—La verdad es que tengo trabajo. Supongo que Ross y Elly llegarán mañana a esta hora. ¿Por qué no viene entonces?

No encontró ninguna otra excusa para quedarse. Fue a la camioneta, puso en marcha el motor y empezó a retroceder por el sendero de tierra. Luego se rio. Estaba actuando como un maldito estudiante afectado por su primer gran amor escolar. Una vez en la carretera se detuvo para contemplar el paisaje y pensó que tenía unos pómulos muy delicados y unos ojos preciosos. Luego pensó por un segundo en Gina y no logró evocar su imagen; como si ella estuviera en otro universo. El rostro que se alzaba ante el ojo de su mente tenía los pómulos altos y quemados por el sol, grandes ojos azules y una lisa cabellera negra peinada descuidadamente hacia atrás. Unos ojos que le contemplaban sin el menor asomo de coquetería o flirteo.

Apenas la camioneta hubo desaparecido tras la primera curva, Lorna se apresuró a cambiarse de ropa. Téjanos, zapatillas deportivas, una camisa de manga larga que no se puso, pero que llevó a la cocina. Ya había comprobado su cámara y cogido la linterna. Miró a su alrededor, se acordó de los papeles y volvió al dormitorio, recogiéndolos y llevándolos hasta su coche para guardarlos en el maletero que cerró con llave. No esperaba que el señor MacLaren volviera, pero tampoco había esperado a nadie en el primer momento. Cuando por fin emprendió la marcha cogió las llaves de la casa.

Seguía haciendo demasiado calor para caminar y llevar téjanos, pero el calor no tenía ahora la intensidad que le había hecho refugiarse en la casa unas horas antes. Había descubierto que si no permanecía en los pequeños senderos la hierba le arañaba las piernas y en algunos lugares era lo bastante alta como para arañarle incluso los brazos. Esa mañana su paseo le había llevado hasta un risco que dominaba un valle aparentemente inaccesible y en el valle había visto ruinas. No había logrado distinguir ningún sendero que bajara hasta el valle pero, incluso entonces, había sabido que el sendero tenía que existir. Si alguien había bajado hasta allí para alzar esas construcciones, tenía que haber un modo de llegar. En la casa buscó un mapa y se dedicó a estudiar el suyo de carreteras. Luego examinó el sendero que tan abruptamente se detenía ante la casa. Y entonces se había dado cuenta de que en tiempos ese sendero había continuado, que lo habían aplanado con un tractor y que la hierba lo había invadido, pero seguía siendo posible distinguirlo si se observaba con atención. El sol ya estaba demasiado alto para continuar. Pero ahora las sombras empezaban a prolongarse y, aunque el aire seguía tan caliente como en el infierno, era imposible que la temperatura subiera todavía más. Ahora tendría que ir bajando hasta que cayera la noche. Tenía una cantimplora colgada del cinturón, la cámara del cuello, un cuaderno, un lápiz en el bolsillo y su camiseta. Hizo un nudo con las mangas y se la echó a la espalda. Todavía no le hacía falta.

Había aprendido a notar cuándo estaba caminando sobre los restos del sendero y lo diferente que era esa sensación de andar por entre la hierba que nunca había sido hollada. En el viejo sendero la hierba no crecía tan alta, abundaban más las rocas y éstas, a veces, incluso parecían reconstruir el viejo trazado. Tras unos minutos de andar a buen paso, se volvió para mirar hacia la casa y sólo pudo ver las copas de los álamos. Por primera vez sintió cierta vacilación. Supuso que podía acabar perdiéndose entre la hierba y caminar sin rumbo hasta que la sed y la deshidratación acabaran venciéndola. Luego rio levemente. Sabía que le bastaba con ir hacia el este y que en unos minutos se encontraría con la carretera. Siguió andando.

No hubo la menor advertencia previa de que el terreno empezaba a bajar para formar el valle. En un momento dado parecía estar al mismo nivel de las distantes colinas y un segundo después se encontró nuevamente en el risco que dominaba el valle de forma redondeada. Esta vez pudo distinguir por dónde había seguido el sendero a lo largo de la colina, allí donde el tractor había removido la tierra para cubrirlo, intentando borrarlo para siempre. Movió la cabeza, en un gesto de asentimiento, y empezó a bajar por entre los peñascos y la hierba que crecía a su alrededor casi ocultándolos. Los peñascos, el suelo y la hierba eran todos del mismo color, una capa uniforme de oro, iluminada por el sol decreciente. Se detenía con bastante frecuencia. «Hace demasiado calor para este tipo de ejercicio», pensó al desear que fuera posible sudar y obtener así un poco de frescor. El sudor se evaporaba nada más formarse. La gente siempre le había dicho que ese calor seco era más tolerable, que no era malo, que lo peor era la humedad. Tomó un sorbo de agua y la dejó bajar lentamente por su garganta; luego tomó otro y siguió andando. Desde allí, con el sol de cara, ni tan siquiera podía tomar fotos.

Un poco después se encontró en el valle y la pareció que allí hacía todavía más calor que arriba. No había ni el menor movimiento. Las ruinas que había visto eran casas, cimientos de piedra y ladrillo. Sólo quedaban las chimeneas, nada más. No había nada de madera. En algunos lugares el terreno se había hundido, formando agujeros de metro o metro y medio. Casas de adobe, comprendió, mientras intentaba hallar la entrada a una de ellas. Sólo las piedras indicaban dónde se habían alzado; la tierra había vuelto a reclamar lo que era suyo.

El valle era mucho más grande de lo que había creído; no podría explorarlo todo antes de que llegara la noche, pero ya empezaba a distinguir ciertos rasgos generales. Aquí se había levantado un gran edificio, mayor que las casas y, justo enfrente de él, cruzando todo el valle hasta el otro extremo, hubo otro gran edificio. Las casas formaban un sendero entre los dos. Frunció el ceño y casi le pareció ver cómo había sido todo. Luego meneó la cabeza. Ahora sólo había hierba, piedras y ladrillos, nada más. Dio la vuelta y vio un hogar de piedra que se alzaba sobre una zona de suelo más oscuro y proyectaba una sombra más larga que su propia altura. Se dejó caer cansadamente al suelo para reposar en la sombra. Bebió un poco más y luego apoyó la cabeza, en los ladrillos, cerrando los ojos. No había sabido que el calor pudiera ser tan agotador. Tras haber descansado un minuto o dos volvería a la casa, decidió, y por la mañana se levantaría a las cinco y vendría aquí al amanecer, antes de que el calor apretara tanto.

Y entonces empezó a oír la hierba. Primero fue un suave suspiro, un murmullo que venía de un lado y luego de otro, como una exhalación prolongada, algo que frotaba los tallos.

¿Una canción?

No eran palabras, sólo un zumbido tan leve que era más fácil sentirlo que oírlo.

—¡Lorna! ¡Lorna!

Abrió los ojos para descubrir un crepúsculo violeta oscuro en el que no había sombra alguna. A su alrededor la hierba, inmóvil, se había vuelto de color plata. La voz sonó de nuevo:

—¡Lorna!

Y entonces vio al abogado bajando por la cuesta del valle. Por un instante no logró recordar su nombre. Se puso en pie y fue hacia él. MacLaren. John MacLaren.

—¿Qué diablos está haciendo aquí? ¿No sabe que dentro de diez minutos habrá anochecido? Venga, salgamos de aquí.

Estaba asustado, pensó con asombro. Su rostro parecía tenso y su voz estaba enronquecida por el miedo. Miró por encima del hombro hacia la hierba plateada, rígida e inmóvil, y no logró entender su miedo. Él le cogió la mano y empezó a subir por la cuesta, casi tirando de ella. Cuando Lorna tropezaba, se limitaba a tirar con más fuerza.

—Espere —jadeó ella, casi sin poder respirar.

—Ya casi llegamos —dijo él con voz brusca—. Venga.

Y un segundo después, la alzó por encima del último peñasco que formaba el límite del valle y, por fin, la dejó descansar. Ella cayó de rodillas y respiró con una larga serie de jadeos entrecortados. El corazón le latía con fuerza; le dolía el pecho y no conseguía el aire suficiente.

—Beba un sorbo —dijo él.

Sintió la cantimplora en sus labios y bebió un poco, tosió, volvió a beber y, gradualmente, empezó a respirar con normalidad.

—¿Está bien ahora?

—Sí, creo que sí. Gracias. —Empezó a ponerse en pie, sintiendo el firme apretón de su mano en el brazo, ayudándole, y se dio cuenta de que estaba anocheciendo rápidamente. Pero hacía sólo un momento que aún brillaba el sol y había sombras… Entonces le miró y en sus ojos había miedo y se dio cuenta de que él la miraba con inquietud.

—Pongámonos en marcha mientras aún podemos ver algo —dijo.

Su voz era nuevamente normal, ya no hablaba en un tono brusco y rápido, pero su mano seguía apretándole el brazo con firmeza.

Anduvieron en silencio durante varios minutos. El cielo se iba volviendo de un violeta oscuro y el horizonte empezaba a esfumarse por el este. Un muro de noche, pensó ella. Hacia el oeste el cielo tenía el color que tiene en las postales baratas de los cayos de Florida o de algún lugar parecido: un azul increíble, como el de las plumas de un pavo real. Alzó la vista hacia el cielo, en el que las estrellas aparecían colgadas del vacío como por arte de magia. Antes no estaban, ahora sí. Cuando miró de nuevo al horizonte, éste se había vuelto de un azul muy oscuro y le maravilló la rapidez con que caía aquí la noche. Entonces una constelación de luces apareció ante ellos, como una galaxia de centellas apiñadas unas sobre otras. Podría haber sido un barco en alta mar o una boya avisando del peligro, de las rocas o de los bajíos. John MacLaren lanzó un gruñido de satisfacción y redujo un poco la marcha que hasta ahora le había obligado a llevar.

—¿Qué estaba haciendo ahí a esas horas? —le preguntó.

Ella se obligó a no responderle que no había tenido ninguna intención de quedarse allí hasta tan tarde y dijo:

—Me quedé dormida. ¿Por qué volvió? ¿Por qué fue al valle?

Ahora estaba caminando un poco por delante de ella. Era como una sombra recortada contra el cielo oscuro, mezclándose con la hierba de cintura para abajo; un hombre de hierba y sombras que flotaba por encima del suelo y de la hierba, oscura cual la capa de un mago, y ella pensó que eso era muy adecuado. Había muy poco con que trabajar aquí: sólo hierba, cielo y piedras. Los trucos de la tierra tenían que ser llevados a cabo con un instrumental muy escaso; las ilusiones exigían magia. La ilusión de una fresca caverna de sombras junto a la chimenea en el valle, la ilusión de voces humanas zumbando, suspirando. La ilusión del cielo bajo sus pies.

Se detuvo, contuvo el aliento, lo dejó escapar con lentitud y volvió a ponerse en marcha. Él había seguido caminando, sin darse cuenta de su breve pausa. Había olvidado sus preguntas. Había olvidado que él no las había contestado y que quizá nunca las contestara, pero entonces su voz le llego, como flotando en una ráfaga de viento.

—Estaba preocupado por usted —dijo, y su voz parecía estar muy lejos—. A la gente que no está acostumbrada le ocurren cosas raras en la pradera. Pueden sufrir distorsiones visuales. Pueden llegar a creer que algo está lo bastante cerca para llegar allí en un par de minutos cuando en realidad puede que esté a cien kilómetros de distancia. La pradera es tan silenciosa que la gente se encarga de crearle ruidos y a veces le asustan los ruidos que su propia mente ha creado.

—¿Cómo supo dónde estaba?

—Seguí su rastro —dijo y ahora su voz había vuelto a ser brusca. No dijo que la hierba se lo había revelado, porque eso habría parecido una locura. El juez, su abuelo, le había

enseñado a leer en la hierba, igual que el capitán de un barco puede leer el mar abierto y seguir a otra nave a través del océano, sin llegar a verla nunca, sólo con la estela que ha dejado. Un sutil cambio en el color del agua, un cambio en la forma de las olas, la pasajera suavidad que deja el paso de esa nave. Con la hierba era igual. Su rastro había sido perfectamente claro. Tampoco le habló de las otras cosas extrañas que había sentido, pensado y sabido en la pradera o de cómo, al desvanecerse el cielo como lo había hecho esta noche, se llevaba con él todo el espacio y la distancia. Luego le era posible extender la mano hacia el firmamento y tocar las estrellas y la Luna; podía abarcar el espacio de un confín a otro del horizonte. No le habló de que la hierba podía jugar con el sonido de tal forma que el susurro emitido a kilómetros de distancia podía ser como el cálido aliento de unos labios que casi te rozaban la oreja; o de cómo la hierba podía eliminar el sonido de tal forma que se debía hacer un esfuerzo para oír a quien estabas tocando.

Ante ellos la casa se fue formando alrededor de las luces; los árboles adquirieron la forma de árboles. Ella casi lo sintió. La magia se había ido.

—¿Ha comido algo? —le preguntó mientras se aproximaban a la casa.

—No. ¿Y usted?

—No. Hacía demasiado calor.

—Compré un bistec muy grande y algo de lechuga.

—¿Quiere compartirlo conmigo?

—Usted gana —dijo ella con voz alegre—. Yo sólo tengo mantequilla de cacahuete y sardinas.

Él rio, ella también y un segundo después entraron en la casa. Él se disculpó por haber entrado antes, cuando se dio cuenta de que ella se había marchado. Tenía una llave, por supuesto, y había dejado el bistec en la nevera. Ella asintió. Por supuesto.

Esperó, hasta que terminaron de comer y empezaron con el café, antes de preguntarle por el valle.

—¿Qué era? ¿Qué ocurrió?

Él frunció el ceño y sus ojos parecieron no verla, como si estuviera pensando en sus preguntas.

—No tiene por qué hablarme de ello —se apresuró a decirle—. No si le molesta. Sus ojos se enfocaron nuevamente en ella, algo sorprendidos.

—¿Por qué iba a molestarme?

Ella se encogió de hombros y no le dijo que había visto el nombre de los MacLaren en los papeles que había escondido.

—Sencillamente, no estoy seguro de por dónde empezar —dijo él entonces.

—Empiece por el principio, siga hasta el final y luego pare. Él sonrió y movió la cabeza en un gesto de asentimiento.

—Correcto. Mi abuelo fue el principio. Todo el mundo le llamaba el juez. Antes de él todo esto era tierra de indios. Nadie está muy seguro de cómo consiguió el terreno. Solía tener media docena de historias diferentes para explicarlo. Quizá lo ganó jugando a las cartas. De todos modos, ésa era una de sus historias. Bien, llegó aquí desde Nueva Orleans en 1897, poseía algo así como dos mil quinientos acres de pradera, e inmediatamente comprendió que no iba a sacar nada de esa tierra. Jamás había dirigido un rancho y no tenía ningún tipo de experiencia como granjero, ni nada parecido. Al principio había sido predicador y viajó por todo el estado, hasta llegar a Colorado y volver. Luego se metió en la política, se instaló en Wichita y creó una familia. Durante esa época le nombraron juez ambulante. Y seguía teniendo toda esa tierra, por la cual pagaba impuestos.

A medida que iba narrando la historia su voz había cobrado una tonalidad absorta, como si estuviera soñando; sus ojos parecían no verla y en ellos había un cierto brillo de diversión, como si estuviera orgulloso de su abuelo. Lorna sirvió más café para los dos y deseó vagamente haber conectado su grabadora.

—De todos modos, durante sus muchos viajes impartiendo justicia, el juez conoció a Josiah Wald. Nadie habla mucho de esa época en particular, entiéndame. Dudo que alguien sepa exactamente lo que ocurrió. Josiah estaba siendo juzgado por algo que ignoro; mi abuelo era el juez y cuando todo hubo terminado, Josiah adquirió dos mil quinientos acres de pradera y no fue a la cárcel.

»Eso era a mitad de la década de los veinte —dijo, enfocó sus ojos por segunda vez en ella y la contempló. Le gustaba su manera de escuchar, tan atenta como una escolar que dentro de unos minutos iba a ser sometida a un examen. Y deseó que no se le hubiera ocurrido esa idea, porque ansiaba pensar en ella como en una mujer ya adulta. Lanzó un suspiro, miró nuevamente por la ventana y prosiguió con su historia—. Era el momento de prosperidad del ciclo, un ensayo general de los años sesenta, salvaje y amoral; el diablo recorría la Tierra para congregar a los suyos. Y Josiah era un profeta, un hombre que iba dando espectáculos religiosos con su tienda portátil y que de pronto se encontró convertido en propietario de tierras y con cierto número de seguidores. Decidió poner en marcha una comuna en el valle, una comunidad religiosa. —Los ojos de ella se abrieron un poco más, como hacía siempre que algo le sorprendía. Él se encogió de hombros y extendió las manos como diciendo que no le echara la culpa—. Hasta aquí todo es más bien de dominio público; pero luego no hay nada seguro hasta 1941, cuando hubo un incendio en el valle y Louis Castleman se convirtió en propietario del terreno. Nadie sabe cómo habían logrado sobrevivir a la época de las tempestades de polvo y a la depresión,

pero al parecer el incendio acabó con todo. Después de eso, la comuna se limitó a esfumarse. Seis personas murieron en el incendio y Josiah fue incluido en la lista. Se desvaneció. Otro misterio de la pradera. Castleman salvó lo que pudo, construyó esta casa e intentó destruir el camino que llevaba hasta el valle.

—¡Vaya! —dijo ella en voz baja. Luego se puso en pie y empezó a limpiar la mesa.

—¿Cómo? ¿No hay preguntas?

—Centenares. Pero aún no estoy muy segura de cuáles son las apropiadas. ¿Dónde va a dormir?

—Papá siempre tiene equipo de acampada en la camioneta. Dormiré bajo las estrellas.

Ella asintió y no le puso objeción alguna y él pensó que había logrado una victoria indefinible al dar ella por sentado que tenía el derecho de permanecer allí. Le gustaba el modo en que aceptaba las cosas, sin protestar ni inquietarse. Tuvo la seguridad de que habría aceptado igualmente si él hubiera dicho que iba a dormir en el dormitorio o en la sala. Pero no en su habitación, añadió para sí, igualmente seguro de ello.

Ella empezó a lavar unos cuantos platos.

—¿Por qué me ha contado todo eso?

—No estoy seguro. Probablemente porque fue hasta ahí abajo. Quizá porque creo que no debería volver.

—¿Cree en los fantasmas y en los espíritus malignos? ¿Cree en algún tipo de espíritus?

—No.

—¿Es usted religioso?

Esta vez él vaciló antes de responder.

—Mi esposa lleva a nuestros hijos a la escuela dominical y a la iglesia —dijo por fin—, y yo les acompaño la mayor parte de las veces. En mi familia nos casamos por la iglesia y los funerales también son religiosos. Apoyo financieramente a nuestra iglesia.

Ella se volvió y le observó atentamente, durante varios segundos.

—No. No soy religioso —añadió él—. ¿Y usted?

Ella meneó la cabeza, mirándole todavía con una expresión ausente.

—¿Por qué está aquí? Elly me dijo que todos los asuntos legales estaban arreglados.

Lo único que quieren es echarle una mirada al lugar y decidir qué harán con las cosas.

Él se puso en pie y fue hacia la puerta.

—Le estoy haciendo un favor a mi padre. Tengo que comprar la vieja pianola, si su cuñado quiere venderla.

Ella se volvió nuevamente hacia los platos.

—¿Todavía funciona?

—Supongo que sí. No estoy seguro. —Tenía la mano en la puerta, pero no la abrió. No quería irse de la cocina, no quería dormir—. No está haciéndome las preguntas adecuadas —dijo.

—¿Usted y su mujer viven juntos? Y ahora sí abrió la puerta.

—Buenas noches —dijo, saliendo de la casa, para sentir el aire cálido y oscuro del exterior.

Lorna soñaba. Se encontraba sobre un escenario, con un delgado vestido azul sujeto sólo por un broche de perlas en el cuello. Bajo el vestido no llevaba nada. Estaba cantando ante un público de hombres y mujeres que guardaban silencio, mirándola con rostros vacíos de toda expresión.

Nunca más os engañaré o de la felicidad os apartaré, pero doncella moriré para haceros sentir pena.

¡Oh, hombres malos, hombres malos!

Podéis hablar de amor y, suspirando, decir que por nosotras os morís; y todo el tiempo sabéis cómo intentáis engañarnos, hombres malos.

Podéis hablar de amor y, suspirando, decir que por nosotras os morís; y todo el tiempo sabéis cómo intentáis engañarnos, hombres malos, hombres malos.

 Cantaba con una expresión recatada en el rostro, flirteando inocentemente con ellos, sin moverse. Y luego la música cambió y el piano empezó a sonar de nuevo. Pero esta vez todo era distinto y cuando pasó a la siguiente estrofa, se movió de un modo obsceno

y provocativo y el público pareció agitarse, como si estuviera despertando y saliera de un trance.

Cuando os casáis nos tratáis mal,

y en cada tierna esperanza nos acabáis derrotando, y los hay que incluso nos pegan, ¡oh!,

hombres malos, hombres malos; de nuestras madres nos separáis,

de nuestras hermanas y hermanos nos alejáis,

¡oh!, hombres malos y traviesos.

 Había dos hombres con ella, acariciándola, y ella cantaba sonriendo primero a uno y luego al otro, dejándose tocar por sus manos. Uno de ellos intentó hacer que se acostara en el suelo, pero ella se alejó con un gesto brusco. Aunque en realidad todo era un juego al que se libraba con ellos, para divertir al público, que ahora gritaba y silbaba y daba palmadas al loco ritmo de la música. Uno de los hombres que estaban en el escenario con ella tenía su cinturón en la mano; hombres y mujeres se acoplaban sobre las mesas, en el suelo, y ella sabía que él iba a golpearla una vez y otra y otra…

Intentó huir; el otro hombre la cogió, la mantuvo inmóvil y el cinturón silbó por el aire y ella se despertó, empapada en sudor.

Estaba envuelta en su saco de dormir, luchando por liberarse de él y la música seguía sonando en su cabeza. Se apretó los oídos con las manos. El silencio regresó.

Se arrastró fuera del saco de dormir y se puso en pie, yendo hacia la cocina para buscar un vaso de agua, una aspirina, café, lo que fuera. Se acabó el dormir, pensó con algo parecido a la desesperación. Nada de sueños por esta noche.

—¿Qué diablos ha estado haciendo? —le preguntó John MacLaren, inmóvil en el centro de la cocina.

—¿Y usted? ¿Por qué…? —Se detuvo, agarrándose al marco de la puerta—. ¿Lo ha oído?

Conmoción, pensó él distraídamente. Su piel relucía a causa del sudor y cuando la cogió del brazo, para llevarla hasta una silla, sintió que estaba fría y pegajosa. Fue a la habitación que estaba usando y encontró un albornoz corto. Luego se dirigió al cuarto de

baño y cogió una toalla. Al volver a la cocina vio que ella no se había movido. Le limpió el rostro y los brazos, le puso el albornoz y luego hizo café. Cuando lo tuvo listo, ella ya tenía mejor aspecto, aunque parecía asustada y confusa.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó en voz baja—. Estaba soñando. ¿Qué oyó? ¿Hice algún ruido?

—Oí música —dijo él con cierta sequedad—. Pensé que era la pianola y que estaba cantando. —Sirvió el café y ella agarró la taza con ambas manos—. ¿Era usted?

Ella meneó la cabeza.

—Quiero ver ese maldito trasto. —Cuando se puso en pie, ella le imitó y él no intentó disuadirla. Cruzaron juntos el salón y ella señaló, en silencio, la puerta que daba a la habitación contigua.

No sabía qué pensar de ella. ¿Estaba loca? No daba la impresión de estarlo y no actuaba como ninguno de los chalados que había conocido, pero… Sabía que la había oído cantar, en mitad de la noche, y eso no era un acto muy cuerdo. Tenía la curiosa sensación de haber sido traicionado y notaba la misma irritación que cuando pescaba a un cliente mintiéndole. Abrió la puerta y tanteó la pared en busca del interruptor de la luz.

Había otra televisión, un modelo antiguo, de los primeros que se fabricaron; una mecedora que tenía uno de los balancines torcidos; y cajas. Una de ellas abierta, estaba al parecer llena de ropas. Había también una silla de cocina pintada de azul y una cómoda a la que le faltaba un cajón y que parecía oscurecida por el fuego. Y detrás de ella, en la pared del fondo, se encontraba la pianola. Las cosas habían sido apartadas, para que fuera posible llegar hasta ella. Pero ahora ya no creía que la hubiera estado haciendo funcionar esta noche. Tendría que haber entrado en la habitación a oscuras, comprendió, sino él habría visto la luz desde fuera cuando la música le despertó. Contemplaron la pianola en silencio.

La tapa del teclado estaba cubierta de polvo, como todo se cubría de polvo aquí durante la época del verano. Se abrió paso hasta la pianola y la tocó, abriendo el compartimiento donde se colocaban los rollos de música. Vacío. Puso en su sitio el banquillo e intentó abrirlo. Cerrado. Pensó que los rollos de música debían de estar ahí dentro. Finalmente volvió a cruzar la habitación, miró hacia atrás y, apagando la luz, cerró la puerta.

—Creo que tengo algo para beber, en la camioneta. Vuelvo en seguida.

—Guardé algunos papeles en mi coche —dijo ella con voz trémula—. Iré a buscarlos.

Son de Castleman —añadió.

Él pensó que, sencillamente, no deseaba estar sola en la casa ni tan siquiera por un minuto y esperó a que se pusiera las sandalias y cogiera las llaves del coche. Encontró una botella de bourbon en la camioneta; ella sacó un montón de papeles de su coche y volvieron a la cocina.

Llenó dos vasos y luego empezaron a examinar los papeles. Unos minutos después él pensó que no había gran cosa que utilizar. Unos cuantos recortes de periódico, unas pocas cartas, facturas y recibos.

—Señor MacLaren —dijo Lorna un poco después—, ¿el nombre de su padre es David?

—Sí. ¿Por qué?

—La pianola ya es suya. Mire.

Le tendió una tira de papel. Era una factura de venta. Estaba firmada por Louis Castleman, el cual le había vendido la pianola a David MacLaren por un dólar. De eso hacía veinticinco años. Fue aquel verano en que John había venido a esta casa con su padre, el día en que habían bajado al valle para mirar las ruinas.

Pero Lorna sabía que no era allí donde había visto el nombre antes. Ese «MacLaren» estaba en una hoja grande de papel. No quedaban muchas por examinar y cogió la siguiente del pequeño montón.

—Lorna, por favor, llámame John —dijo él—. En esta parte del mundo sólo el hombre más viejo de la familia recibe el tratamiento de señor.

Ella alzó la cabeza y le miró de esa forma tan directa y peculiar suya.

—¿Estás pasando por una crisis de madurez?

El cogió su vaso con cierta brusquedad y se puso en pie. Fue hasta el fregadero, donde había dejado la botella, y volvió a llenárselo. Sólo después de eso, la miró.

—¿No resulta una pregunta algo impertinente? —le preguntó con frialdad.

—Desde luego. —Acabó de examinar una hoja de papel, la dejó sobre la mesa y cogió otra—. Lo encontré —dijo con satisfacción y se puso a leer.

Miró por la ventana hacia el este. Vio que algunas partes del horizonte se iban iluminando. Dentro de una hora saldría el sol y sospechó que ninguno de los dos iba a dormir más esa noche. Empezó a preparar un poco más de café.

Cuando la miró de nuevo ella estaba sentada, muy quieta, contemplando la pared.

—¿Café, señorita Shields? —Le pareció que había logrado darle a su voz un tono totalmente impersonal—. ¿Qué pasa? ¿Algo anda mal?

Ella se sobresaltó levemente y apartó su silla de la mesa, sin mirarle.

—Será mejor que la leas —dijo, y salió de la cocina.

Antes de llegar a la mesa, oyó el agua que corría en el cuarto de baño.

Se trataba de una carta escrita en el papel del juez MacLaren, dirigida a Louis Castleman. Estaba escrita en ese tipo de lenguaje legal que los abogados utilizan a veces para complicar un asunto, un lenguaje diseñado para enterrar todo significado, bajo tantas capas de basura verbal que sólo un lector muy tozudo o entrenado podía llegar a comprender su contenido. John MacLaren la leyó dos veces y luego, dejándose caer en la silla, volvió a leerla.

Su abuelo el juez había sido chantajeado por Louis Castleman y había cedido a sus exigencias. Afirmaba estar convencido de que aquellas muertes infortunadas habían sido el resultado de un incendio catastrófico, el cual era claramente un acto de Dios. Había aplicado toda la influencia de su buen nombre, durante la investigación oficial, y ahora el asunto estaba cerrado.

El último párrafo decía: «David se fue esta mañana para entrar en las fuerzas armadas. No tengo dirección alguna para enviarle el correo; por lo cual le devuelvo su carta dirigida a él. Creo que con esto concluye nuestro asunto.»

Dejó caer la hoja de papel sobre la mesa y salió al porche. Unos minutos después Lorna se reunió con él.

—Te he traído café —dijo—. Solo, tal y como lo tomaste la última vez. Al final acabará refrescando un poco, ¿no?

—Gracias. Sí, un poco. Cuando cambie el tiempo será porque ha llegado un frente de tormentas. Las nubes negras se reúnen como formando una falange y empiezan a desfilar sobre la tierra. Solía pasar bastante tiempo en Tribune con el. Una vez vimos un tornado y él dijo que era el diablo, inclinándose sobre la Tierra. —Tomó un sorbo de café—. Murió cuando yo tenía siete años.

—¿Le enseñó a querer la pradera?

—Eso es algo que no se puede enseñar. Sólo se puede aprender.

—Una de las mujeres a las que entrevisté en West Virginia dijo que la gente de allí tenía las montañas en los ojos. No supe lo que intentaba decir con eso. Creo que ahora lo sé. Tienes la pradera en los ojos.

Durante varios minutos estuvieron callados. John fue el primero en romper el silencio.

—¿Crees que podrías dormir una hora o dos?

—¡No!

—No me refiero a la casa. Sobre la hierba, en tu saco de dormir. Yo no voy a dormir.

Montaré guardia. Sólo tendrás una hora antes de que suba el sol y vuelva el calor.

—Supongo que luego me caeré redonda, pero ahora no tengo sueño. Podrías ir en busca de alguien que te ayude con la pianola y llevártela sin más problemas, ¿verdad? Lo cierto es que pertenece a tu padre.

—Me temo que no. Como ejecutor del testamento hizo que viniera alguien para hacer un inventario y le mandó una copia a tu cuñado. La pianola está en la lista. Y el auténtico enigma es qué hace aquí esa factura de venta. ¿Por qué la guardó Castleman? Sentémonos.

Habían estado apoyados en la barandilla del porche. Fueron hacia los peldaños y tomaron asiento en el primero, apoyando cada uno la espalda en un poste de la barandilla. El cielo se estaba volviendo cada vez más claro. Ya no se veía ninguna estrella. Era como si el cielo se estuviera yendo cada vez más y más lejos, aumentando de tamaño.

—No pienso hacerte la corte —dijo John—. Ayer quizás hubiera podido pero ahora, conociéndote, no.

Ella asintió. Ayer, por un instante, también ella pensó que él lo haría y se dio cuenta de que no sabía muy bien cómo empezar, y gracias a ello se sintió segura.

—Me gustaría contarte el sueño que tuve —dijo, con los ojos clavados en el cielo que se iba aclarando.

Le contó el sueño como si no tuviera nada que ver con ella, apartándose de él como si estuviera volviendo a narrar un cuento que había leído hacía mucho tiempo.

—Nunca había oído esa canción antes y ahora la conozco —dijo al terminar—. Es una canción provocativa e inocente al mismo tiempo, no como la música de ahora. No hay cambios de tono, ni insinuaciones, nada de eso, sólo una leve burla. Pero cuando soñé con ella era grotescamente obscena. Creo que esa canción debe estar entre los rollos de música. Esa y la otra que soñé.

—Dios —murmuró él—, esto es una locura. ¿Has caminado alguna vez dormida?

¿Podrías haber puesto en funcionamiento la pianola durante tu sueño?

Ella le contempló con esa habitual expresión suya de tranquilidad y meneó la cabeza.

—De acuerdo. Oí esa canción y di por sentado que eras tú. Parecía tu voz, pero todo estaba oscuro. Vamos a echarle otra mirada a la maldita pianola.

—Voy a darme una ducha y me vestiré. Supongo que para entonces ya habrá luz.

La noche cedía ante la luz diurna, aunque el sol todavía no se había materializado. No había nube alguna que pudiera reflejar la luz del sol.

Cuando volvieron a la habitación llena de trastos, la luz, clara y aguda, les inundaba por completo. John fue apartando objetos hasta abrir un camino y juntos llevaron la pianola, a fuerza de empujones, hasta la sala. Abrió la tapa. Las teclas eran de caoba y marfil, tal y como había dicho su padre. La pianola no se encontraba en muy buen estado y cuando se agachó para examinar los fuelles que había detrás del pedal, descubrió que estaban resecos y no servirían de nada. Obviamente, la pianola no había funcionado desde hacía décadas.

Sacó el banquillo y forzó la cerradura con su cortaplumas. Los rollos de música estaban tan secos y quebradizos que cuando intentó desplegar uno se quedó en la mano con un pedazo de papel. Lo contempló, aturdido. Era sólo un papel lleno de agujeritos, nada más. Dejó caer el rollo entre varias docenas más y cerró la tapa. Estaba enfadado y esta vez su ira iba dirigida contra él mismo. Había esperado resolver un pequeño misterio y en lugar de ello había descubierto otro mayor. Habría sido perfecto poder probar que ella había puesto en funcionamiento la pianola durante su sueño (ya había dejado de lado la idea de que lo hubiera hecho conscientemente) y, en lugar de ello, habría probado que nadie pudo hacer funcionar el instrumento. Cuando se volvió hacia ella descubrió que le estaba mirando con el ceño fruncido, pero sin verle realmente.

—Comamos —dijo él, intentando ahogar la frustración que sentía. Su voz sonó brusca y algo enronquecida.

—Mantequilla de cacahuete, sardinas y fruta —dijo ella, intentando lograr el mismo tono ligero y medio burlón que tan naturalmente le había salido el día anterior. Esta mañana sus palabras sonaron a falso.

Tomaron mantequilla de cacahuete, fruta y más café.

—Tendrías que coger tus cosas, ir a Goodland, buscar una habitación en un motel y dormir algo —dijo él—. Cuando vengan tu hermana y su esposo estaré aquí. Se lo explicaré todo.

—¿Qué les explicarás? Ése es el problema, ¿no? No hay nada que explicarle a nadie.

Y no puedo permitir que Elly y Ross entren aquí para… para… tengo que estar aquí.

Guardó el ordenador, las cintas y la grabadora y luego arregló un poco el cuarto en el que había dormido. Después no hubo nada más qué hacer. Los papeles que habían examinado seguían sobre la mesa de la cocina.

—Si estuviera en tu lugar —dijo ella hablando con lentitud— examinaría todos esos papeles y sacaría de ahí todo lo que realmente no fuera asunto de Ross. Si yo fuera tú, claro…

El asintió. Lorna fue hacia la puerta y miró al exterior.

—Voy a dar un paseo antes de que haga más calor.

—¿No pensarás volver ahí abajo, verdad? Ella se estremeció.

—¡Nunca! No te preocupes por mí. No pienso alejarme de los senderos.

El la miró hasta perderla de vista y vio cómo se alejaba en dirección opuesta a las ruinas, siguiendo un sendero bien definido que primero subía un poco de nivel y luego volvía a hundirse; su brillante cabello negro le pareció una vela desvaneciéndose sobre el horizonte marino. La hierba, que ahora parecía más oscura al no soplar el viento, le impedía saber de donde venía el débil sonido con el que una codorniz emitía su ronco grito. En lo alto, donde debería estar el cielo, había sólo el inmenso vacío de un espacio que parecía extenderse de modo ilimitado.

Cuando volvió de nuevo a la mesa y a los papeles, la casa le pareció invadida por un silencio sobrenatural. ¿Qué había estado haciendo aquí Louis Castleman, día a día, durante cuarenta años? ¿Cómo había pagado sus facturas, los impuestos y la comida? Empezó a leer nuevamente los papeles, examinándolos ahora con mayor atención en busca de cualquier pista al respecto.

Lorna caminaba sin rumbo fijo. Necesitaba alejarse de la casa, de la pianola y de esos papeles que hacían alusión velada a cosas terribles. Oía los sonidos que colmaban la hierba a su alrededor, sin poder identificarlos. Pájaros, probablemente codornices, pero no estaba segura. ¿Serpientes? Si había pájaros, ratones de campo y marmotas, entonces también habría serpientes, halcones y coyotes, pensó, intentando seguir el rastro de la cadena alimenticia hasta más arriba, pero sin saber dónde continuaba. ¿Cómo habría logrado mantener despejados todos esos senderos en la hierba? No eran muy anchos, pero resultaban bastante fáciles de seguir y parecían bastante transitados. Eran tan claros que daba la impresión de que se había pasado la mayor parte de su tiempo manteniéndolos libres. ¿Por qué?

Llevaba ya algún tiempo bajando cuando, de pronto, se encontró en el fondo de una cañada, probablemente causada por un torrente durante el deshielo. El sendero atravesaba la cañada y salía por el otro extremo de ésta, subiendo por una cuesta bastante empinada, hasta coronar una pequeña colina. Se detuvo junto a una roca lo bastante grande como para proyectar algo de sombra y descansó. Y entonces los pensamientos que había estado reprimiendo surgieron de nuevo con fuerza. La pesadilla, la canción de la primera noche, su repentino sopor entre las ruinas… Pensó que allí había una razón oculta. Y bastaba con que lo admitiera para poner en peligro todo aquello que siempre había creído saber. Eso era lo que asustaba a la gente. No les asustaba el que pasaran cosas extrañas, ya que todos se mostraban bien dispuestos a creer en ello y hacer bromas al respecto, utilizando todos

esos extraños sucesos como material anecdótico para las fiestas. Les negaban todo significado, todo modelo oculto y pasaban a ocuparse de otras cosas. Porque, siguió pensando, si omitías ese modelo y ese significado, entonces era como estar diciendo que el mundo no era tal y como tú pensabas que era y cómo te habían enseñado desde tu más tierna infancia. Todas las historias debían ser tratadas igual, dándoseles el mismo valor y ese valor era en realidad la nada, el de ser mera diversión.

Pensó en todos los ancianos y ancianas que había entrevistado ya para su historia oral de las experiencias religiosas. Qué fácilmente habían aceptado todas esas supersticiones variopintas, las tías Lodie que se convertían en muías, las curas mágicas y los poderes sobre los que hablaban… Una mujer le había dicho: «Bueno, íbamos a cualquier iglesia que hubiera por ahí. No había diferencia alguna. Todas hablan de lo mismo».

Y otra: «¡Oh!, estábamos muertos de miedo todo el tiempo.»

El miedo a lo inexplicable era canalizado hasta convertirse en miedo religioso, con lo cual sencillamente se duplicaba su efecto. Y cuando la religión se volvía racional, el miedo de lo inexplicable debía ser negado; ya no quedaba nada a lo cual poder incorporarlo. Lo inexplicable se convertía en tema de charla para las fiestas. Uno de esos acontecimientos había sido producido por la indigestión, otro se debía a una mala interpretación de las señales, otro aún a problemas psicológicos. Ese era el único modo de manejar lo inexplicable.

Su instructor se había sorprendido un poco y luego le había aliviado la facilidad con la cual había logrado que la gente hablara con ella de sus experiencias. Finalmente le dijo que ello se debía a que Lorna no poseía ningún fuerte sistema de creencias con el que desafiara a lo que oía. No estaba amenazando a nadie con sus dogmas contradictorios.

—No soy una oyente muy crítica —había admitido ella bromeando—. Creo que ellos lo creen y con eso me basta.

—Y todas las mujeres son unas tontas crédulas —había dicho él.

Su cuerpo se había envarado al instante por efecto de la ira, pero un segundo después comprendió lo que había hecho con ella.

—¿Te das cuenta? Hasta que te sientes amenazada personalmente, no representas una amenaza para nadie. La gente a la cual estás entrevistando nota eso y confía en ti.

Había escuchado multitud de historias sintiendo un interés en el que no cabía la crítica. No había sentido terror alguno y había descartado el terror de los demás. Había pensado que la gente llevaba ya mucho tiempo sin ser supersticiosa, pero luego había conocido a toda esa gente que había atraído el miedo sobre sí mismos al admitir lo sobrenatural, la magia y la brujería. Se había preguntado dónde se podía trazar la línea divisoria. Si crees una historia, ¿por qué no la siguiente y la que viene después de ésa?

Su mundo estaba definido por los viajes en avión, los paseos por la luna, los ordenadores, las drogas maravillosas, los trasplantes de corazón y las comunicaciones instantáneas. La vida se definía mediante las primeras ondas cerebrales del feto en el útero y el aplanamiento en la línea del electroencefalograma que indicaba la muerte cerebral. Sus miedos se centraban en las cosas que la gente le hacía a su prójimo; así como el miedo a la incapacidad física, a la enfermedad incurable, a los accidentes y a la guerra. También estaba el miedo a los tornados, a los huracanes y a las tempestades de nieve. En su mundo no había lugar para los terrores ante lo inexplicable o para el terror de sentir que había un modelo oculto, un modelo cuyo significado era que el mundo, tal y como ella lo conocía, iba a terminar.

Admitir que eso existía, creaba un vacío y ese vacío se llenaba por sí solo de terror.

«Estábamos muertos de miedo todo el tiempo.»

Se puso en pie y miró hacia la cañada y la cuesta de la colina por donde había venido. Llevaba fuera de la casa más tiempo del que había pretendido en un principio; el sol ya estaba bastante alto en el cielo y hacía calor. Encontrándose aquí, bajo el cielo irresistiblemente luminoso y con la hierba dorada marchitándose por falta de agua, en el silencio de la atmósfera, le resultaba imposible creer en la pianola fantasma tocando por sí sola, en mitad de la noche. Y no pensaba creer en ello, se dijo a sí misma con firmeza.

John había dejado los papeles para Ross Cleveland en la alita y el resto se encontraba en su bolsillo. Esos eran los que tenía intención de no enseñarle nunca a nadie. Por dos veces había salido a la pradera para ver si divisaba a Lorna. No estaba realmente preocupado por ella, pero deseaba que volviera. Cuando oyó el automóvil en la parte delantera de la casa, dio por sentado que serían Ross y Elly por fin y se quedó atónito al salir al porche y ver a su padre.

—El Buick tiene aire acondicionado y la oficina está cerrada —gruñó David MacLaren al entrar en la casa.

Se quedó inmóvil mirando la pianola, que aún estaba en la salita. John se dio cuenta de que parecía viejo y frágil. Ni tan siquiera cuando su padre había tenido el aviso de ese ataque cardíaco (así lo habían llamado, el aviso), había tenido tal aspecto de fragilidad.

Ahora sí lo tenía.

—¿Qué estás haciendo aquí?

—Estaba nervioso. Quería ocuparme de este asunto en persona. Me levanté a las cinco y aquí estoy. La verdad es que no he tenido un mal viaje. ¿Hay algo frío para beber?

—Agua.

—El agua me irá bien —dijo su padre con voz suave. Aún no se había movido y sus ojos seguían clavados en la pianola.

John le cogió del brazo y le guio hasta la cocina. Le hizo sentarse ante la mesa y se alegró de que Lorna no hubiera regresado. Puso hielo en un vaso y lo llenó de agua, pensando a toda velocidad. Su padre era una de las personas más tozudas que había conocido jamás y si decidía algo, no había modo de que cambiara de opinión. Dejó el vaso sobre la mesa y cogió otra silla.

—Antes de que aparezcan los otros —dijo—, tengo que enterarme de unas cuantas cosas. Harán preguntas y…

Su padre estaba contemplando con gran interés el bolso de Lorna que estaba junto a la cocina.

—Tengo la impresión de que ya ha aparecido alguien —dijo.

—Lorna Shields —replicó John y luego decidió soltárselo todo, sabiendo que, si había tomado la decisión equivocada, jamás llegaría a enterarse de nada—. Está convencida de que la pianola está encantada. —Le habló a su padre de Lorna.

—Tonterías de colegiala romántica —dijo David MacLaren, y bebió su vaso de agua, sin mirar a su hijo.

—Me gustaría creerlo, pero yo también oí la música y ninguno de los dos conocía esa canción antes de la última noche —aspiró una honda bocanada de aire—. Y descubrí una carta del juez, dirigida a Louis Castleman, en la que prácticamente reconoce que éste le hacía chantaje. Tú estabas aquí cuando ardió la comuna. Me dijiste que se incendió cuando estabas en el ejército.

David meneó la cabeza.

—Nunca dije eso. Dije que cuando volví a casa todo había terminado, que no había ya nada. Y era cierto.

—Háblame de ello. ¿Qué pasó aquí? ¿Por qué es tan importante esa condenada pianola? ¿Qué relación tenías con Josiah Wald?

—Dame un minuto —acabó su vaso de agua y John lo agitó, volviendo a llenarlo, mientras su padre intentaba llegar a una decisión. Cuando volvió nuevamente a la mesa, su padre dijo—: Siéntate, hijo. —Tomó un sorbo y se limpió los labios con la mano—. Incluso con el aire acondicionado el trayecto resulta infernal, haciendo este tiempo. Mira, John, hay cosas que nunca llegas a contarle a tus hijos. Deben existir una o dos cosas que tampoco tú le has explicado a los tuyos. —Estaba mirando hacia la pradera que había más allá de la puerta abierta, vuelto hacia ella—. Bueno, hay cosas que nunca llegué a contar. Tenía dieciocho años cuando vino la depresión y el juez quedó arruinado. Nunca llegó a hablarme de ello. Padre a hijo, padre a hijo, el mismo modelo una y otra vez. De todas formas había llegado el momento de que yo fuera a la universidad, tal y como habían hecho mis hermanos, y el juez estaba totalmente arruinado. Entonces apareció Josiah Wald. Y Josiah tenía dinero y andaba huyendo de algo. Tardó muy poco en hacerse propietario de esta tierra y yo me marché a Lawrence, sin haber hecho ninguna pregunta al respecto. Supongo que entonces era demasiado ignorante, como para saber qué preguntas debía hacer. Y Josiah empezó a construir en el valle e hizo que viniera su gente. Yo estaba fuera de aquí y jamás llegué a saber nada sobre él, o sobre lo que estaba pasando aquí. El juez se las arregló para conseguirme un trabajo durante el verano, en el ayuntamiento de Kansas City, y tenía la universidad para el resto del día. Así que no visité demasiado el hogar hasta haber terminado los estudios. Y ese verano descubrí lo que significaba Tosiah Wald. —La voz de su padre se había convertido en un zumbido monótono que se hizo aún más apagado, al seguir hablando un segundo después—. Cuando me gradué en la universidad era ingenuo hasta la médula. Creo que era tonto. Jamás había estado con una chica. La primera que besé creía que podía quedarse embarazada, si la besaban con los labios abiertos y no quería hacerlo. Así de ignorantes éramos entonces… Y Josiah Wald tenía en el valle, su pequeña Sodoma, Gomorra y Paraíso, todo revuelto. Debes recordar que era la época de las tormentas de polvo, de las ruinas colectivas y de la gente que se arrojaba de lo alto de los edificios, sólo que aquí no teníamos ninguno que fuera lo bastante alto como para eso. Aquí se limitaron a coger sus cosas y marcharse. También era la época de la Prohibición y allí donde miraras, podías ver al diablo andando sobre la tierra. Josiah prosperó. Si querías un escondite, ahí estaba. Si querías bebida, no había problema. Tenía montones de chicas. Si tenías el precio que pedía, ahí estaba todo lo que desearas. Y además metió a la religión en el asunto. Su mensaje era que nadie puede escoger el bien, si no ha experimentado antes el mal. Y él se encargaba de proporcionar el mal. Sí, el diablo andaba suelto.

Volvió a tragar aire y miró a John.

—Si te hubiera encontrado alguna vez en un sitio como ése, habría matado a quien te hubiera llevado hasta allí. Bien, el juez descubrió que yo iba al valle, siempre que podía, y me mandó rápidamente de vuelta a Kansas City, para que trabajara en lo que pudiera encontrar o para que me muriera de hambre, le daba igual. Y luego intentó echar a Josiah Wald de allí. Pero no lo consiguió, supongo. Para aquel entonces Josiah tenía apoyos distintos y más poderosos. Fue por entonces cuando conocí a Louis Castleman. Fuimos los dos juntos una semana y él se quedó. Tocaba en el hotel. Había un edificio al que llamaban el hotel y otro al que llamaban la iglesia. El hotel era un casino de juego y también un burdel y solo Dios sabe qué más era. Todo el lugar estaba pervertido. Lo habían convertido todo en una burla blasfema. Josiah era especialmente hábil a la hora de corromper a los inocentes.

»Se apoderó de mí y con Louis fue incluso peor. Lo que me salvó fue el estado de mis finanzas. La mayor parte del tiempo andaba rondando el cero y no sabía tocar. Pensé que estaba portándose bien conmigo, pero ahora sé que me dejó permanecer allí para burlarse del juez; y al final me dejó quedar sólo el tiempo suficiente para que gastara hasta el último centavo que había logrado arañar y me echó luego a patadas. Por lo tanto, el año en que Louis fue contratado, yo no estaba ya por allí. Luego Louis me escribió diciéndome que se había enamorado de una chica del valle, que pensaba secuestrarla para salvarla y me pedía que le ayudara. Durante la vida de un hombre, no hay demasiadas oportunidades de ponerse la armadura reluciente y montar en el caballo blanco —dijo con voz pensativa, tragando aire una vez más—. Ya viste el valle. Sólo había el camino que bajaba y nada más. Nadie entraba allí, sin una invitación y nadie salía sin permiso. Yo entré por el lado norte. Me deslicé por encima de la hierba, durante la mayor parte del camino. Y nadie me vio. Louis me hizo entrar a escondidas en su habitación y estuvimos haciendo planes durante tres días. Hicimos un plan tras otro hasta que finalmente lo tuvimos todo arreglado, hasta el menor detalle. La chica se dedicaba a cantar, era bonita como un ángel y estaba totalmente corrompida. No era así cuando la llevaron al valle, me contó Louis. Entonces había estado asustada, como una virgen inocente. No sé qué parte de lo que me dijo era invención suya y qué parte era algo real, pero estaba enamorado de ella y eso sí era cierto.

Se puso en pie y fue hacia el fregadero a buscar más agua, pero esta vez no se molestó en ponerle hielo. Luego se quedó inmóvil, dándole la espalda al resto de la habitación.

—Se suponía que representaba un acto muy divertido —dijo—. El escenario copiaba un saloon del viejo Oeste, con un pianista y una chica que cantaba. Nada más. Él toca y ella canta y de pronto él deja el piano y cae de rodillas ante ella y el piano sigue tocando por sí solo. Al público solía gustarle mucho eso. Ella le aparta de una patada y él vuelve arrastrándola hacia el piano y sigue tocando justo donde se había interrumpido antes. Usaban música de mil ochocientos sesenta y cinco o por ahí, una canción cómica de una opereta musical de Broadway, una de las primeras en que las coristas actuaban ligeras de ropa. Fuera como fuese, ella iba casi desnuda. Tenían un motor eléctrico que accionaba unos fuelles. Y eso me dio la idea. Después de la actuación el piano quedaba escondido pero se suponía que él debía seguir tocando durante más o menos la media hora siguiente. Su plan era conectar el motor, agarrar a la chica, atarla bien y entregármela. Yo tenía que llevarla a donde la hierba era más alta, en la parte norte, y tenía que esconderme allí con ella para esperarle. Él seguiría interpretando sus números de costumbre hasta haber terminado y para entonces la habrían echado en falta, claro, pero él estaría provisto de una coartada perfecta. Luego pensaba reunirse conmigo y llevarla hasta fuera del valle, por la fuerza si era necesario, salvándola.

John tuvo la sensación de que se había quedado helado en esa cocina brillante y cálida, mientras escuchaba a su padre. Tenía la boca tan seca que le resultaría imposible hablar.

—Todos estábamos un poco locos. —Su padre siguió hablando como si lo hubiera ensayado todo una y otra vez a la espera de una ocasión para recitarlo. Mantenía su voz perfectamente libre de toda pasión como si, mucho tiempo antes, hubiera cortado toda relación existente entre él y aquellos acontecimientos—. La chica era la más loca de los tres. Louis le dijo que deseaba salvarla y ella se lo contó a Josiah, porque le quería y pensó que entonces se portaría mejor con ella, y esa noche el espectáculo fue alterado, sin que nadie lo hubiera avisado con antelación. Yo me encontraba fuera, manteniéndome oculto mientras empezaban. Ella cantó y él tocó, cierto, pero luego empezó la parte nueva. Dos hombres salieron al escenario y al principio dio la impresión de que fingían violarla, pero las cosas no siguieron así durante mucho rato. Cuando ella gritó, yo entré corriendo. Había otros que gritaban y unos cuantos que intentaban huir, porque no querían participar en nada de aquello, mientras que otros se lo estaban pasando muy bien. Le dieron una paliza de muerte, arriba, en el escenario, mientras dos matones mantenían inmovilizado a Louis entre las candilejas y el piano mecánico seguía tocando sin parar. La chica murió.

Lo dijo con una voz tan carente de emoción, de un modo tan seco, que a John le hicieron falta uno o dos segundos para entender lo que había dicho y su significado.

—¡Oh, Dios mío!

Su padre se volvió hacia él, con su rostro convertido en un manchón oscuro gracias a la brillante luz que entraba por la ventana. Fue hacia la mesa, se dejó caer en la silla y siguió hablando, ahora con mayor rapidez.

—Louis se volvió loco. Todo el mundo se había vuelto loco, se iban del valle tan rápido como podían. Ponían en marcha sus coches y subían por la colina. Louis se la llevó, la metió en el coche de alguien y se fue con ella. Yo salí del mismo modo que había entrado; trepé por el lado norte y caminé los cuarenta kilómetros que había hasta la casa del juez antes de que amaneciera. Al día siguiente, hubo rumores, aunque nada concreto, y esa noche fue cuando se desencadenó el incendio, murió más gente y Josiah se desvaneció. Bueno, eso ya era demasiado importante, como para que hubiera modo de taparlo. Todos sabíamos que la guerra se aproximaba y el día después de que se incendiara el valle el juez me dio un ultimátum. Podía unirme al ejército ese mismo día, largándome de allí a toda velocidad, o bien me vería acusado, junto con media docena más, como cómplice de un asesinato. Nadie llegó a ser juzgado por ello. La muerte de la chica se atribuyó al incendio, junto con las otras muertes registradas. Nadie puso en duda que Louis tuviera derecho a la tierra cuando la reclamó. Se apoderó de lo que quiso, aplanó el sendero con máquinas y vivió luego en este sitio, olvidado de Dios, hasta que murió.

—¿Y la pianola? —dijo John un instante después—. ¿Qué tiene que ver con todo esto?

—Nunca pude estar seguro. El día en que te llevé aquí conmigo, dijo que deseaba incluirla en su testamento, que pensaba dejármela y entonces yo le dije que había bastantes probabilidades de que yo me fuera primero al otro mundo. ¿Qué pasaría entonces? Ya te he dicho que estaba loco. Se puso como una fiera y me la vendió por un dólar. Él conservó la factura de la venta. Si me moría primero la haría pedazos y si era él quien moría primero, entonces era legalmente mía.

—Mató a Josiah Wald —dijo John lentamente.

—Sí. Enterró a la chica y volvió al valle, dando inicio al fuego. Cuando Josiah vino corriendo le apuntó con una pistola y se lo llevo. Nunca lo supe hasta el día en que volví contigo —miró a su hijo con un brillo de astucia en los ojos y añadió—: Ese día oíste algo, pero luego lo negaste. Siempre me he preguntado cuánto llegaste a oír y qué significado tuvo para ti.

—Creí que era el delirio de un loco. Me asustó. ¡Toda esa charla sobre la chica de la pradera! —Miró su reloj y de pronto se puso en pie. ¡Lorna! Se había olvidado de ella y llevaba más de dos horas ausente.

Lorna estaba sentada entre la hierba, intentando pensar en lo que debía hacer. Largo tiempo antes, se había hecho una especie de sombrero, trenzando tallos de hierba y sujetándolos entre sí mediante tiras que había arrancado de su camisa. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Qué hacen los animales cuando el sol sube en el cielo y el calor aumenta?

¿Se entierran en el suelo, se ocultan en sus madrigueras, esperan a que lleguen las sombras y se enfríe el aire? ¿Esperan a que el mes siguiente o al otro empiece a llover? Se dobló, apretando la frente contra las rodillas. Nada de lágrimas, ahora no. No podía permitirse malgastar el agua que perdería con esas lágrimas. Finalmente se puso en pie con un esfuerzo y empezó a caminar de nuevo. Parecía increíble que hubiera podido perderse, cuando los senderos eran tan claros y fáciles de seguir, cuando sabía que yendo hacia el este llegaría hasta la carretera. Había ido hacia el este durante mucho rato, pero no había llegado a la carretera. En una ocasión había visto media docena de pájaros negros con los bordes de las alas rojizos, como si estuvieran heridos, cubiertos de sangre roja y brillante, y había empezado a correr tras ellos. Estarían dirigiéndose hacia los campos de grano, hacia el este y hacia la carretera. Entonces, asustados, los pájaros se esfumaron y ella se detuvo, rodeada por la hierba, sin ver señal alguna de los senderos. Se había obligado a no moverse y a pensar antes. ¿Qué le había dicho John MacLaren? Puedes leer en la hierba, si te dedicas realmente a observarla. Se obligó a estudiar lo que la rodeaba y sólo después de eso empezó a buscar nuevamente el sendero. Tardó largo tiempo en hallarlo y si la hierba hubiera estado algo menos seca, si ella no hubiera avanzado antes con tanto ímpetu por él, rompiendo los tallos, quizá nunca hubiera vuelto a encontrarlo. Ahora sólo salía de él para descansar de vez en cuando entre la hierba.

¿Por qué había tantos senderos? Louis Castleman tuvo que estar loco. Algunos de los senderos seguían rumbos inciertos, como un pájaro que rebuscara entre el follaje, giraba, daba vueltas sin llegar a ninguna parte y se cruzaban unos con otros. No había mojones ni señales para orientarse. Cambiaban, se desvanecían o se alejaban continuamente de ella. Y sólo quedaba la hierba. La siguiente loma, pensaba, el siguiente lugar un poco más alto, desde el cual pudiera examinar el terreno, allí encontraría una roca plana y haría un mapa o algo… y entonces oyó voces.

—¡Por el amor de Dios, dispárame de una vez y acabemos! —Era una ronca voz masculina, algo pastosa.

Lorna se dejó caer de rodillas entre la hierba y encogió el cuerpo cuanto pudo.

—Aún no estoy decidido —dijo una segunda voz. Era casi tan ronca y áspera como la primera.

—¡Dios! Suéltame. Acabaremos muriendo los dos aquí.

—¡Cállate!

Entonces pudo verlos. Eran dos hombres. Uno llevaba las manos atadas a la espalda y el otro sostenía el extremo de la cuerda que le ataba. Lo llevaba cual si fuera un caballo. El hombre atado de manos se tambaleaba y caía; el otro seguía caminando, arrastrándole por entre la hierba, hasta que recuperaba el equilibrio, mientras sollozaba y lanzaba maldiciones. De pronto se lanzó sobre el hombre que le conducía y éste se echó a un lado, dejándole pasar ante él y dando luego un tirón a la cuerda. El hombre atado se derrumbó en el suelo y luego luchó por incorporarse mientras su captor caminaba hacia otra dirección.

Lorna contuvo el aliento hasta que los perdió de vista. Alzó cautelosamente la cabeza y escuchó y luego, aún más cautelosamente, les fue siguiendo a través de la hierba. Cuando les vio de nuevo estaban en una cañada, con el hombre atado sujeto a un peñasco y el otro perdiéndose ya en lo alto del risco.

—¡No me dejes aquí! ¡Louis, no me dejes aquí! Habría hecho algún ruido. El giró la cabeza y la vio.

—¡Agáchate! ¡No dejes que te vea! Está loco, ha perdido la cabeza.

Su voz era un murmullo ronco que parecía estar dentro de su cabeza, no en la cañada. Alzó los ojos desesperadamente hacia el risco y luego volvió a mirarla con tal fijeza que ella no pudo apartar la vista de él. Tenía los ojos de ese increíble color azul que poseen

los lagos de montaña e incluso ahora, sin afeitar y sucio, ella pensó que era muy hermoso y, casi sin quererlo, fue hacia él.

—¡Agáchate! ¡Escóndete detrás de las rocas y ven por ahí! Ella dio un paso vacilante.

—Escucha. Tengo dinero. Montones de dinero, más del que nunca hayas podido soñar. Te lo daré, te lo daré todo. ¡Por favor, ayúdame! ¡Desátame!

Ella dio otro paso y luego otro más.

—Pretende arrastrarme por entre la hierba, bajo el sol, hasta que los dos nos caigamos muertos. ¿Sabes lo que es morir de sed tendido bajo este sol, atado a un muerto o a un maníaco que delira? ¡Ayúdame!

—No morirá —susurró ella, tan suavemente que sus palabras apenas si lograron llegar a sus propios oídos—. Vivirá y recorrerá este sendero durante el resto de su vida.

Una risotada de loco sonó en lo alto del risco.

—¿Has oído eso, Josiah? Te dije que recibiríamos una señal. Si quiere ayudarte, no se lo impediré. De lo contrario seguiremos andando, Josiah, seguiremos andando tú y yo…

Miró hacia el risco, allí donde se alzaba una sombra negra recortada contra el resplandor del vacío. Y luego se encontró cayendo, cayendo dentro del cielo.

John MacLaren subió con paso rápido a una colina para examinar la pradera que le rodeaba. Pensó que era muy extraño cómo había logrado expulsar de su mente el recuerdo del día en que había venido aquí con su padre, hacía veinticinco años. Había decidido que Louis Castleman era un chalado y, con la arrogancia de la juventud, se había olvidado para siempre de él.

Ese día había estado bajo los álamos, aburrido, sintiendo el calor, y las voces se habían transmitido hasta él con mucha claridad, como ocurre a veces en la pradera. Castleman parecía delirar y su padre gritaba de vez en cuando.

—Quería pegarle un tiro y tenía la pistola, pero no podía hacerlo, eso es todo. No podía decidirme a ello. Era el diablo y tú lo sabes y merecía que le pegaran un tiro y yo no podía hacerlo.

—Entonces, ¿por qué no le entregaste al sheriff, maldito idiota?

—Tampoco podía hacer eso. El juez y yo hicimos un trato. Y ese diablo habría ensuciado a todo el mundo: a ti, al juez, a mi chica, a todo el mundo… convertía en basura todo lo que decía y todo lo que tocaba. Eso es lo que habría hecho ese diablo… Así que caminamos y yo intenté rezar y olvidé las palabras y entonces llegó ella. Dios sabía bien que era inocente. El diablo no pudo robarle esa inocencia, no importaba lo que hubiera hecho con ella. Dios lo sabía y me la envió como señal y ella me dijo qué precio debería pagar y era justo. Era un precio muy justo, si con él borraba al diablo de la faz de la Tierra. Y luego Dios se la llevó otra vez a su cielo.

John pensó que había pasado toda su vida oyendo palabras semejantes y que siempre había hecho caso omiso de ellas, sin considerar qué tragedias personales podían ocultarse entre ellas y qué terrores auténticos disimulaban. Llego a lo alto de la colina y contempló la pradera y los enloquecidos senderos que iban y venían, sin ningún destino definido, intentando durante un segundo encontrar un plan al que pudieran ajustarse. No había plan alguno. Y entonces vio a Lorna moviéndose por entre la hierba. No estaba en un sendero, pero andaba en línea recta hacia la casa cual si supiera exactamente dónde estaba.

Permaneció observándola durante varios minutos. ¿Antes había preguntado si estaba pasando una crisis de madurez?, él pensó que se burlaba. Sí, le dijo mentalmente, viendo cómo avanzaba con facilidad por entre la hierba. Le gustaba la grácil soltura de su paso, el modo en que sostenía erguida la cabeza. Le complacía que hubiera tenido el suficiente sentido común para tejerse un sombrero con hierba y protegerse del sol. Lo conseguiría, pensó moviendo la cabeza al sentir cómo la frase volvía a él, sacada de los labios del juez, muchos años antes de que esa chica hubiera nacido y vivido.

Entonces la saludó con la mano y ella le devolvió el saludo. Se reunió con ella al pie de la colina.

—¿Te encuentras bien? Acabé preocupándome.

—Estoy bien. Me perdí durante un rato, pero luego yo… llegué hasta un sitio más alto y desde allí pude ver la casa. —Se dio cuenta de que no podía contárselo. No le conocía lo bastante bien; no entendía lo sucedido tan bien como para explicárselo a otra persona y no podía convertir lo que había pasado, en un agradable tema de conversación. De pronto el silencio de los dos se hizo incómodo y volvieron a la casa sin decirse ni una palabras más.

Vio cómo ella bebía ávidamente. Vio cómo la cuidadosa neutralidad de su padre se iba convirtiendo en aceptación y supo que la chica, a la que había visto en esa cocina por primera vez, la chica a la cual había deseado como un colegial, se había ido, quizás extraviada en la pradera. Y estaba temiendo que se había enamorado de la mujer que la había reemplazado.

Después de que ella hubiera saciado su sed, David MacLaren dijo que deseaba llevar la pianola hasta el sendero y quemarla. Nadie le puso objeciones a ello. En la camioneta llevaba una carretilla y algunas cuerdas; podían acercar la camioneta hasta el porche y no le importaba en lo más mínimo los golpes que pudiera recibir ese maldito trasto, cuando lo metieran dentro de ella. Una hora después, inmóviles, vieron cómo las primeras llamas prendían en la madera y se alzaban hacia el cielo. Habían traído cubos de agua, una escoba y un rastrillo e incluso mantas, que habían empapado antes en agua, aunque ya se estaban secando. Sabían que si el fuego prendía en la hierba de la pradera todo ardería. Nadie había hecho mención de ello y guardaron silencio, mientras contemplaban el fuego. La parte trasera de la pianola reventó con un golpe seco y fajos de billetes brotaron de ella, para caer en el fuego y arder. Nadie hizo gesto alguno para salvarlos.

«El dinero del diablo», pensó John, viendo cómo los billetes se enroscaban entre las llamas, hasta convertirse en ceniza. No quería llevarse con él nada que perteneciera a este lugar.

«No lo he ganado», pensó Lorna viendo cómo ardía. ¿Había tenido acaso dónde elegir? ¿Era posible su intervención entonces? El no tener una respuesta le había ensombrecido los ojos, aunque aún no se daba cuenta de ello.

Cuando el fuego quedó reducido a cenizas humeantes, John cavó un agujero en el camino. La tierra estaba demasiado apretada como para que le fuera posible llegar muy hondo, pero bastó para meter dentro las cenizas, con ayuda del rastrillo, echar luego agua sobre ellas y, finalmente, volver a cubrirlo con la tierra pálida y descolorida por el sol.

—¿Vendrá a visitarnos? —le preguntó David MacLaren a Lorna, apretándole la mano—. Me gustaría que conociera a mi esposa.

—Sí —dijo ella—. Gracias.

Le aseguró a John que se tomaría el viaje de vuelta con tranquilidad. El Buick era cómodo y ahora no tenía prisa alguna.

Quería tiempo para pensar, mucho tiempo.

Lorna y John se quedaron sentados en el primer peldaño del porche delantero, allí donde los álamos daban más sombra. Le habían dicho al padre de John que vigilarían durante un rato el lugar del camino donde habían enterrado las cenizas.

—¿Hambrienta? —preguntó él, pensando en su mantequilla de cacahuete con sardinas.

Ella pareció sorprenderse y luego asintió. John entró en la cocina y sacó cuanto de comestible pudo encontrar. Ahora el silencio era amistoso, no incómodo.

—Me gustaría tener tu dirección —dijo él después de que hubieran comido.

—Bien. Pero todavía no es fija.

—La mía, sí lo es.

Ella se volvió para dedicarle una de sus largas y escrutadoras miradas y luego asintió. Le alegraba que él hubiera comprendido que ahora podían tener una relación en donde no importara la edad, aunque no supieran dónde acabaría llevándoles. También le alegraba que pudieran moverse con los mesurados ritmos de la propia pradera, tomándose el tiempo que ambos necesitaban, antes de que llegara el momento de adoptar alguna decisión. Y lo que más alegría le causaba era que ninguno de los dos había exigido respuestas, que mediante un acuerdo silencioso habían llegado a la conclusión de que primero debían encontrar las preguntas adecuadas y que para ello quizá se precisara toda una vida.

Apoyó su cabeza en el poste de la barandilla y se dedicó a escuchar el susurro de la hierba, sin saber que para él esos sonidos eran como un cántico que su corazón no podía contener.