Philip José Farmer, Relato Corto

Quemadura en la piel – Philip José Farmer

–¿Le pica la piel cada vez que sale al exterior? –preguntó el doctor Mills–. ¿Y cuando se sitúa bajo el tragaluz de su apartamento? ¿Pero sólo de vez en cuando si se pone frente a una ventana, incluso si le da el sol directamente?

–Así es –dijo Kent Lane–. No importa que sea de día o de noche, que el cielo esté nublado o despejado, que el tragaluz esté abierto o cerrado. La picazón es más fuerte en las partes desnudas de mi cuerpo, en la cara, las manos o lo que sea; pero se extiende desde esas partes a todo mi cuerpo, aunque es más débil bajo las ropas. Y a veces me produce una vaga sensación erótica.

El dermatólogo caminó en su derredor. Cuando completó el círculo, preguntó:

–¿No se le tuesta la piel?

–No. Sólo se despelleja y se forman ampollas. Habitualmente evito quemarme, permaneciendo fuera del sol todo lo posible. Pero eso ya no me sirve de mucho, como usted puede ver. Estoy como si me hubiera quedado en la playa todo el día. Eso me hace bastante notorio, ya se dará cuenta. En mi trabajo, uno no puede permitirse ser notorio.

El doctor dijo:

–Ya sé.

Quiso decir que estaba al tanto de que Lane era un detective privado. Lo que él no sabía era que Lane estaba trabajando en un asunto para una dependencia del gobierno federal. La CACO, o Coordinating Authority for Cathedric Organizations (Autoridad Coordinadora de Organizaciones Catédricas) necesitaba personal competente. Había contratado, después de adecuadas verificaciones de Seguridad, a cierta cantidad de agentes civiles. Desde luego, CACO sólo podía contratar a los mejores, y Lane estaba entre ellos.

Lane vaciló y luego dijo:

–Sigo recibiendo esas llamadas telefónicas. El doctor no contestó. Lane agregó:

–No hay nadie al otro extremo de la línea. Él, o ella, corta la comunicación apenas yo levanto el auricular.

–¿Cree usted que las quemaduras de la piel y las llamadas telefónicas tienen alguna relación entre sí?

–No lo sé. Pero estoy poniendo todos los fenómenos raros en una misma caja. Las llamadas comenzaron después de que tuve una conversación final con cierta dama que me estaba persiguiendo y que no quería dejarme. Está graduada en bioelectrónica y es un personaje importante en la industria astronáutica. Es brillante, encantadora y chispeante, cuando quiere serlo, pero poco atractiva de cara, muy lisa de cuerpo y muy desagradable cuando se siente frustrada. Así que…

Comprendió que estaba hablando demasiado sobre alguien que trabajaba en un terreno supersecreto. Y por otra parte, ¿qué le podía importar a Mills la triste historia de la doctora Sue Brackwell y de su amor no correspondido por Kent Lane, detective privado? Había quedado prendada en él por alguna obscura razón psicológica y, en sus momentos más racionales, había admitido que ellos no funcionarían como marido y mujer, o siquiera como amantes, durante más de un mes, si es que llegaban a tanto. Pero, fuera del laboratorio, ella no siempre era racional, y se negaba a aceptar una negativa de su propio buen sentido ni de Kent. No la aceptó hasta que él se mostró muy firme, por teléfono, dos años atrás. Hacía tres semanas, le volvió a llamar. Pero no dijo nada que pudiera molestarlo. Después de cinco minutos de conversación liviana sobre esto y aquello, incluyendo informes sobre la salud de ambos, le había dicho adiós, haciéndolo sonar como definitivo, y había cortado la comunicación. Quizá había querido descubrir por sí misma si la voz de Kent la conmovía todavía. ¿Quién podía saberlo?

Lane se dio cuenta de que el médico estaba esperando que él terminara su frase.

Dijo:

–La cosa es que estas llamadas comenzaron cuando yo estaba debajo de un tragaluz y haciendo el amor. Así que moví la cama hacia un rincón, donde nadie pudiera verla desde los pisos superiores del edificio Parmenter, que está al lado. Después de eso, el teléfono empezaba a sonar cada vez que yo hacía entrar a una mujer en mi departamento, así fuera para tomar una taza de café. Comenzaba antes de que yo abriera la puerta, y después sonaba con tres minutos de intervalo. Cambié dos veces el número del teléfono, pero no sirvió de nada. Y si era yo el que iba al departamento de una mujer, era el teléfono de ella el que comenzaba a sonar.

–¿Cree usted que esa mujer de ciencia está haciendo las llamadas?

–¡Nunca! No es su estilo. Debe de ser una coincidencia que las llamadas hayan comenzado en seguida de nuestra conversación final.

–¿Sus mujeres también oyen el teléfono? Lane sonrió.

–¿Alucinaciones auditivas? No. Ellas también oyen el teléfono. Una de ellas resolvió el problema arrancando el aparato. Pero yo resolví el mío poniendo un interruptor telefónico y desconectando el teléfono cada vez que me propongo alguna otra clase de conexión.

–Todo eso es muy interesante, pero no llego a ver qué vinculación tiene con su problema de piel.

–Aparte de las llamadas telefónicas –dijo Lane–, ¿podría ser que la picazón y las ampollas y las suaves sensaciones eróticas fueran psicosomáticas?

–No estoy calificado para pronunciarme sobre eso –dijo Mills–. Puedo darle, sin embargo, el nombre de un médico cuya especialidad es recomendar a varios especialistas.

Lane miró su reloj de pulsera. Rhoda ya debía de haber terminado con su peluquero. Dijo:

–De momento, estoy convencido de que necesito a un dermatólogo, no a un psicólogo. Me dijeron que usted es el mejor médico de piel en Washington y quizá el mejor de la costa atlántica.

–El mejor del mundo, en realidad –dijo el doctor Mills–. Lo lamento, pero no puedo hacer nada por usted en este momento. Confío que me tenga informado sobre cómo evoluciona. Nunca he tenido un caso tan desconcertante y por tanto tan interesante.

Lane utilizó el teléfono del vestíbulo principal para llamar a la peluquería. Le dijeron que Rhoda acababa de salir, pero que la encontraría frente al edificio del médico.

Salió del edificio justo para ver cómo Rhoda. conduciendo su «MG», doblaba la esquina a pesar de la luz roja y se ponía en el recorrido de una camioneta. Expulsada del coche por el impacto (era descuidada sobre el cinturón de seguridad), Rhoda cayó frente a un «Cadillac». A pesar del frenazo, le pasó sobre el estómago.

Lane había visto muchas cosas como asesor en Vietnam y como integrante de los departamentos de policía en San Francisco y en Brooklyn. Pensaba que era resistente, pero las muertes violentas y sangrientas de Leona y de Rhoda, en cuatro meses, ya eran demasiado. Se quedó quieto, notando sólo que la picazón se hacía más cálida y se extendía por su cuerpo. No había reacción erótica o, si la había, era demasiado débil para sentirla. Se quedó allí hasta que un agente de policía consiguió al médico más cercano, que resultó ser Mills, para que le examinara. Mills dio a Lane un sedante suave, y el agente de policía lo envió a casa en un taxi. Pero una hora más tarde Lane estaba en la Morgue, identificó a Rhoda y después fue a la sección policial a contestar algunas preguntas.

Volvió a casa preparado a embriagarse hasta dormir, pero se encontró allí a dos agentes de CACO, llamados Daniels y Lyons, que lo estaban esperando.

Parecía que se hubieran enterado de la muerte de Rhoda al mismo tiempo que él, y así supo que lo estaban vigilando a él o a Rhoda. Contestó algunas de sus preguntas y les dijo que la idea de que Leona o Rhoda pudieran ser espías no valía la pena de ser considerada por un solo segundo. Por otra parte,. si hubieran estado trabajando para SKIZO o para alguna otra agrupación, ¿por qué SKIZO, o quien fuera, mataría a sus propios agentes?

–¿O es que las mató CACO? –preguntó Lane.

Ambos lo miraron como si fuera indeciblemente estúpido.

–Muy bien –dijo Lane–. Pero no hay absolutamente ninguna prueba de que hayan muerto por otro motivo que no sea un puro accidente. Yo sé que es toda una coincidencia, pero…

Daniels dijo:

–CACO las tenía bajo la vigilancia, desde luego. Pero CACO no vio nada significativo en la conducta de ambas mujeres. Sin embargo, eso mismo es sospechoso, como sabes. La prueba negativa requiere una investigación positiva.

–Ese precepto exige investigar al mundo entero –dijo Lane.

–Sin embargo –dijo Lyons–, SKIZO debe de haberte marcado ya. Tendrían que haber sido ciegos para no hacerlo. ¿Por qué diablos te apartas de las lámparas de luz solar?

–Es un problema de piel –dijo Lane–. Como debéis de saber, ya que indudablemente habéis puesto micrófonos en el consultorio del doctor Mills.

–Sí, ya sabemos –dijo Daniels–. Francamente, Lane, tenemos que considerar dos duras alternativas. O te estás volviendo loco, o SKIZO te está siguiendo. En cualquier caso…

–Estás pensando con sólo dos factores –dijo Lane–. ¿No has considerado que un tercer elemento, que no tenga ninguna conexión con SKIZO, pueda haber entrado en el cuadro?

Daniels restregó sus enormes nudillos.

–¿Como quién?

–¿Cómo puedo saberlo? Pero debes admitir que no sólo es posible, sino altamente probable.

Daniels se levantó. Lyons lo siguió. Daniels dijo:

–No tenemos nada que admitir. Ven con nosotros, Lane.

Si CACO pensaba que él estaba mintiendo, CACO se ocuparía de que nadie lo viera de nuevo. CACO se equivocaba, desde luego, pero CACO, igual que los médicos, escondía sus errores.

Al dejar el edificio, Lane sintió inmediatamente la picazón en el rostro y las manos; en unos pocos segundos, sintió que se le extendía el calor. Se olvidó de eso cuando Daniels lo empujó hacia el asiento trasero del automóvil de CACO. Se volvió.

–¡Quita tus sucias manos, Daniels! Si me empujas, me voy caminando. Tendrías que dispararme un balazo para detenerme, y no querrás hacer eso a la luz del día,

¿verdad?

–Inténtalo y lo sabrás –dijo Daniels–. Ahora te callas y entras o te meteré yo. Sabes muy bien que somos observados. Quizá por eso estás haciendo una escena.

Lane se sentó detrás con Lyons, mientras Daniels se puso al volante. Era una calurosa tarde de junio, y evidentemente CACO no tenía presupuesto para poner aire acondicionado a los automóviles. Estuvieron con las ventanas bajas mientras Lyons y Daniels le hacían preguntas. Las contestó con veracidad, aunque no completamente, pero no se estaba concentrando en sus respuestas. Notó que cuando dejaba colgar su mano fuera de la ventana, la sentía cálida y ardorosa.

Quince minutos más tarde, las enormes puertas de acero de un garaje subterráneo se cerraron detrás de él. Lo interrogaron en un pequeño cuarto debajo del garaje. Le habían puesto electrodos en la cabeza y en el cuerpo, mientras varias máquinas con enormes lentes expectantes estaban enfocadas en él cuando contestaba una serie de preguntas. Nunca supo qué pensaban los intérpretes de esos gráficos y medidores sobre sus respuestas a las preguntas. Cuando le quitaban los electrodos, apareció Smith, el hombre que había contratado a Lane para CACO. Tenía una expresión peculiar. Llamó a los interrogadores a un lado y les habló en voz baja. Lane llegó a escuchar algo sobre «una llamada telefónica». Un minuto después, le dijeron que se fuera a su casa. Pero tenía que mantenerse en contacto con CACO, o mejor, tenía que mantenerse disponible. Por el momento, quedaba suspendido del servicio.

Lane quería comunicar a Smith que renunciaba a CACO, pero no quería ser «detenido» otra vez. Nadie podía renunciar a CACO; ésta licenciaba a sus empleados cuando le parecía mejor.

Lane se fue a su casa en un taxi y había comenzado a servirse un trago cuando le llamó el portero.

–Agentes federales, señor Lane. Tienen sus credenciales.

Lane suspiró, tragó su whisky y pocos minutos después abrió la puerta. Lyons y otros dos, todos con pistolas automáticas «45», estaban en el hall.

Lyons tenía un vendaje en la cabeza y algunos apósitos en una mejilla y en el mentón. Sus ojos estaban inyectados en sangre.

–Estás arrestado, Lane –dijo Lyons.

En la silla del cuarto de interrogatorios, atado otra vez a varias máquinas, Lane contestó a todo, doce veces. Smith en persona condujo las preguntas, quizá para asegurarse de que Lyons no atacara a Lane.

Le llevó a Lane diez horas reconstruir lo que había ocurrido, juntando comentarios ocasionales de Smith y Lyons.

Daniels y Lyons habían seguido a Lane cuando salió del cuartel general de CACO. Detrás de Lane, a una manzana de distancia, Daniels había cruzado con luz roja y quedó frente a un vehículo que venía a ochenta kilómetros por hora. Daniels había muerto. Lyons había escapado con heridas menores en el cuerpo, pero con una herida mayor en la psique. Sin ninguna razón lógica, culpaba a Lane por el accidente.

Después del interrogatorio. Lane fue llevado a un pequeño cuarto acolchado, le sirvieron una cena frugal y lo encerraron. Desnudo, se tiró en el suelo alfombrado y durmió. Tres horas más tarde, fue despertado por dos hombres que le dieron sus ropas y lo llevaron a la oficina de Smith.

–No sé qué debo hacer con usted –dijo Smith–. Aparentemente, no está mintiendo. O quizá ha sido condicionado de alguna manera para dar las respuestas y reacciones apropiadas, o podría decir inapropiadas. Es posible, usted lo sabe, engañar a las máquinas, con todo eso del control consciente de las ondas cerebrales, de la presión sanguínea y demás, que es enseñado por las Universidades y por algunas personas.

–Sí, pero usted sabe que yo no tuve esa preparación –dijo Lane–. Sus investigaciones de seguridad lo demuestran.

Smith gruñó y pareció disgustado.

–Sólo puedo deducir –dijo– de la información que poseo, que usted está involucrado en alguna actividad de contraespionaje.

Lane abrió la boca para protestar, pero Smith continuó.

–Inocentemente, sin embargo. Por alguna razón, usted se ha convertido en objeto de interés, y quizá de preocupación, para alguna agencia extranjera, probablemente comunista, más probablemente SKIZO, que es el peor enemigo de CACO. O si no, usted es el foco de algunas coincidencias altamente improbables.

Lane no pudo pensar en nada para contestar. Smith siguió:

–Fue liberado la primera vez porque recibí una llamada telefónica de una alta autoridad, una muy alta autoridad, que me dijo que le dejara ir. Por «dijo», quiero decir «ordenó». No dio razones. Esa autoridad no tiene que dar razones. Pero hice un chequeo de rutina, y descubrí que la autoridad era apócrifa. Alguien se había hecho pasar por él. Y las palabras de contraseña y la voz eran exactas. Así que de alguna manera alguien, probablemente SKIZO, ha descubierto nuestro código y puede duplicar voces tan exactamente que ni siquiera una verificación de voz impresa puede notar la diferencia entre le falso y lo genuino. Eso es alarmante, Lane.

Lane asintió, para indicar que coincidía en que era alarmante. Dijo:

–Quienquiera que esté haciendo esto debe tener una buena razón para revelar que sabe tanto. ¿Por qué un agente extranjero puede desperdiciar esa ventaja para liberarme de sus garras…, quiero decir de su custodia? No puedo reportar a nadie, sea o no un agente extranjero, ningún beneficio. Y al revelar que conocen los códigos y que pueden duplicar voces, pierden mucho. Ahora los códigos serán cambiados y las voces serán doblemente verificadas.

Smith tamborileó con sus dedos sobre el escritorio y dijo:

–Sí, ya sabemos. Pero esa extraordinaria sensibilidad dérmica… esos accidentes de automóvil…

–¿Qué informó Lyons sobre su accidente?

–No notó nada raro hasta que Daniels omitió disminuir la marcha al acercarse a la luz roja. Vaciló en decir hada, porque a Daniels no le gustaban los conductores del asiento de atrás, aunque Lyons estaba, de hecho, en el de delante. Finalmente, ya fue incapaz de quedarse mudo, pero era demasiado tarde. Daniels miró al semáforo, dijo: «¿Qué diablos estás diciendo?», y los golpeó el otro coche.

–Aparentemente, Daniels creía que la señal era verde –dijo Lane.

–Posiblemente. Pero yo creo que hay alguna conexión entre las llamadas que usted recibe cuando está con mujeres y la que yo recibí de la supuesta alta autoridad.

–¿Cómo puede haberla? –preguntó Lane–. ¿Por qué esa persona habría de llamarme sólo para impedir que yo haga el amor?

La cara de Smith era tan suave como el rostro en un cuadro, pero sus dedos tamborileaban un tatuaje de desesperación. Se explicaba. Un caso que no podía siquiera hacer surgir una hipótesis, ni menos una teoría, era el colmo de la frustración.

–Le dejaré irse de nuevo, sólo que esta vez estará más cubierto por mis agentes que lo cubierto de nieve que está el Polo Norte en enero –dijo Smith.

Lane no se lo agradeció. Tomó un taxi de vuelta a su departamento, experimentando otra vez la picazón, la calidez y la vaga sensación erótica, tanto al ir hacia el taxi como al salir de él.

En su cuarto, examinó su futuro. Ya no recibiría un sueldo de CACO, pero además CACO no le permitía trabajar para nadie más hasta que el caso estuviese solucionado. De hecho, Smith no quería que dejara su apartamento a menos que fuera absolutamente necesario. Lane debía quedarse allí y forzar al desconocido agente a que viniera hacia él. ¿Y cómo se iba a mantener? Tenía dinero suficiente para pagar el alquiler de otro mes y para pagar sus comidas durante dos semanas. Después estaría en condiciones de recibir ayuda social. Podía desafiar a Smith y conseguir un trabajo de otra clase, como dependiente en un almacén o vendedor de automóviles. Había tenido experiencia en ambos campos. Pero la época era mala y los trabajos de cualquier clase eran escasos.

Lane se enojó. Si CACO le impedía trabajar, debía pagárselo. Telefoneó a Smith y, después de una demora de doce minutos, durante la cual, indudablemente, Smith estaba verificando que la llamada era realmente de Lane. Smith contestó:

–¿Qué debo pagarle por no hacer nada? ¿Cómo puedo justificar eso en mi presupuesto?

–Ese es su problema.

Lane miró hacia arriba, porque había llevado el teléfono hasta debajo del tragaluz y había comenzado a notar una picazón en el cuello. Quienquiera que le estuviese observando en ese momento, debía hacerlo desde el edificio Parmenter. Llamó de nuevo a Smith y, tras una demora de diez minutos, lo consiguió.

–Quienquiera que me esté enviando un rayo, lo debe de estar haciendo desde alguno de los pisos por encima del décimo. No creo que pueda enfocarlo desde un piso inferior.

–Lo sé –dijo Smith–. He puesto hombres en el edificio Parmenter desde ayer. No paso nada por alto, Lane.

Lane pensó preguntarle por qué pasaba por alto el hecho de que indudablemente ambos eran escuchados en ese momento. No lo hizo porque le asaltó la idea de que Smith quería que su conversación fuera grabada. Estaba dispuesto a aparecer excesivamente confiado para que SKIZO, o lo que fuera, se moviera de nuevo. Lane era el queso en la ratonera. Sin embargo, cualquiera que amenazara a Lane resultaba herido o muerto, y Smith, desde el punto de vista de Lane, le estaba amenazando.

En los cuatro días siguientes, Lane se leyó el volumen IV de la Historia de la Civilización del matrimonio Will y Ariel Durant, bebió más de lo que debía, hizo ejercicio y pasó media hora diaria, desnudo, bajo el tragaluz. El resultado fue que la piel se le quemó y despellejó en todo el cuerpo. Pero la excitación sexual que acompañaba al calor dérmico justificaba ese dolor. Si las sensaciones se hacían más fuertes cada día, estaría poniéndose en apuros a sí mismo, y posiblemente a sus observadores, al cabo de una semana.

Se preguntó si los hombres al otro extremo del rayo (o rayos) tendrían alguna idea sobre la sexualidad gratuita que sentía su víctima. Probablemente pensaban que era sólo un hombre duro con ideas duras. Pero él sabía que su reacción era única, un resultado de algo peculiar en su metabolismo o en su pigmento o en lo que fuere. Otros, incluyendo a Smith, habían estado bajo el tragaluz, y ninguno había sentido nada especial.

Los hombres que vigilaban el edificio Parmenter no habían notado nada sospechoso excepto el hecho de que no hubiera nada sospechoso.

Al séptimo día, Lane telefoneó a Smith:

–No puedo aguantar más esta existencia en un submarino. Y tengo que conseguir un trabajo o morirme de hambre. Así que me voy. Si sus tropas de choque tratan de pararme, resistiré. Y usted no puede permitirse el escándalo que se va a provocar.

En la lucha que siguió, Lane y los dos agentes de CACO se revolcaron en la zona que quedaba bajo el tragaluz. Lane fue derrotado, como sabía que había de serlo, pero sentía que debía oponer alguna resistencia o perder su derecho a considerarse un hombre. Miró hacia el tragaluz mientras le ponían las esposas. No se sorprendió cuando sonó el teléfono, aunque no hubiera podido dar una explicación razonable de por qué lo esperaba.

Un tercer agente, que entraba en ese momento, contestó. Habló durante instantes, luego se volvió. y dijo:

–Dice Smith que lo dejemos ir. Y nosotros debemos irnos a casa. Algo le ha hecho cambiar de idea.

Lane fue hacia la puerta después de que le quitaran las esposas. El teléfono volvió a sonar. El mismo hombre de antes contestó. Entonces le gritó a Lane que se detuviera, pero Lane siguió, hasta que fue parado por dos hombres estacionados junto al ascensor.

El teléfono de Lane estaba intervenido por agentes de CACO en el subsuelo del edificio. Habían llamado para informar que Smith no había dado aquella orden. De hecho, nadie había llamado desde fuera del edificio. La llamada había venido de dentro.

Smith apareció quince minutos más tarde para dirigir la búsqueda dentro del edificio. Dos horas después, los agentes recibieron orden de no seguir buscando. Quienquiera que hubiera llamado, imitando la voz de Smith y dando la nueva consigna del código, se las había arreglado para salir del edificio sin ser advertido.

–SKIZO, o lo que sea, debe de estar utilizando una máquina para simular mi voz – dijo Smith–. Ninguna garganta humana podría hacerlo lo bastante bien como para igualar la impresión de voces distintas.

¡Voces!

Lane se enderezó tan rápidamente que los hombres a sus costados le sujetaron los brazos.

¡La doctora Sue Brackwell!

¿Realmente él había hablado con ella, aquella ultima vez, o era también alguien que había imitado su voz? No podía suponer por qué; el misterioso Quién podía haber usado la voz de ella para hacer avanzar los planes que tuviera. Sue había dicho que solo quería hablar con él en nombre de los viejos tiempos. Quien la estuviera imitando podía haber tratado de extraer de él algún dato, algo que fuera una pista para… ¿para qué? Simplemente no lo sabía.

Y era posible que ese Quién hubiera hablado a Sue Brackwell imitando la voz de Lane.

Lane no quería crearle problemas a ella, pero no podía permitirse que quedara cerrado ningún camino de investigación. Le habló a Smith al respecto mientras bajaban en el ascensor. Smith lo escuchó atentamente, pero sólo dijo:

–Ya veremos.

Sombríamente, Lane se sentó en el asiento trasero entre dos hombres también sombríos, mientras el automóvil recorría las calles de Washington. Miró por la ventana y a través de la neblina vio un cartel anunciando la reposición de The Egg and I. Una manzana después vio otro cartel, anunciando una conocida marca de cerveza. El cartel decía «Sky Blue Waters», y deseó estar en el país de esas aguas, pescando y. bebiendo cerveza.

Otra vez se enderezó tan abruptamente que los dos hombres lo sujetaron.

–Tranquilos –dijo. Se echó hacia atrás y ellos apartaron sus manos. Los dos anuncios le habían dado alguna suerte de asociación de ideas, resultado solamente de que el automóvil había elegido esa ruta y no cualquier otra que pudo fácilmente haber tomado. El resultado de la conjunción de ambos anuncios podía ser válidamente enlazado, o no, con los otros circuitos que se estaban formando en la parte inconsciente de su mente. Pero ahora tenía una hipótesis. Podía ser desarrollada hasta ser una teoría que podría confrontarse con tos hechos. Es decir, si le dejaban probarlo.

Smith le escuchó, pero hizo sólo un comentario:

–Usted está pensando en las cosas más extrañas para apartarnos de la pista.

–¿Qué pista? –replicó Lane. No discutió. Sabía que Smith seguiría el camino que le había abierto. Smith no podía permitirse ignorar nada, incluso las ideas más extravagantes.

Lane pasó una semana en la celda acolchada. Una vez, Smith entró a hablar con él. La conversación fué breve.

–No puedo encontrar ninguna prueba que apoye su teoría –dijo Smith.

–¿Eso se debe a que CACO no puede conseguir acceso a ciertos documentos y proyectos en la Astronáutica Lackalas? –preguntó Lane.

–Así es. Me preguntaron qué necesidad tenía de saberlo, y no pude decirles qué era lo que en realidad yo quería saber. Si me descuido, terminaré en una celda acolchada y en sesiones regulares con un psiquiatra.

–Y entonces, como tiene usted miedo de hacer preguntas que inspiren dudas sobre su salud mental, ¿deja quieto el asunto?

–No hay forma de saber si su loca teoría tiene alguna base.

–El amor hallará su camino –dijo Lane. Smith resopló, se dio la vuelta y se fue. Eso era a las once de la mañana. A las 12.03 Lane miró su reloj de pulsera (ya que no estaba obligado a seguir desnudo) y notó que el almuerzo se estaba atrasando. Unos pocos minutos después, un avión a chorro de la Fuerza Aérea, durante un viaje de rutina sobre Washington, repentinamente descendió en picado y cayó sobre el edificio central de CACO a más de mil kilómetros por hora. Pegó en el enorme edificio contra el lado opuesto al de la celda de Lane; Aun así, atravesó las puertas exteriores de la fortaleza y cinco habitaciones más antes de detenerse.

En el segundo subsuelo, Lane no habría sido alcanzado si la irrupción hubiera atravesado completamente el edificio. Sin embargo, comenzaron a aparecer algunas llamas y los guardias le abrieron la puertas y lo sacaron de allí justo a tiempo. De acuerdo a órdenes que recibieron por radio, lo pusieron en un automóvil que lo llevó a través de la ciudad hasta otra base de CACO. Lane estaba rígido por el shock, pero reaccionó rápidamente cuando el automóvil comenzó a doblar una esquina a pesar de la luz roja. Estaba tirado en el suelo y bien sujeto cuando el automóvil y el enorme camión «Diesel» chocaron. Los otros no murieron. No estaban, sin embargo, en condiciones de detenerlo. Diez minutos más tarde, estaba en su apartamento.

La doctora Sue Brackwell lo estaba esperando bajo el tragaluz. No llevaba ninguna ropa puesta; hasta se había quitado las gafas. Parecía muy hermosa; no fue sino mucho más tarde que él recordó que ella nunca había sido bella, ni siquiera pasablemente agraciada. No podía culpar a su shock por conducirse en la forma que lo hizo, porque la picazón y la calidez disolvieron eso. Se convirtió en un ser muy vivo, tanto que dio mucha vida a lo que empujó hacia el suelo. En alguna parte de él existía el conocimiento de que «ella» había preparado esto para él y de que ningún otro hombre podría experimentar este preciso episodio de nuevo. Pero el conocimiento era tan lejano que no le influyó en absoluto.

Por otra parte, como le había dicho a Smith, el amor encontraría un camino. No era él quien se había enamorado. No al principio. Ahora se sintió como si estuviera enamorado, pero muchos hombres y mujeres sienten así en ese momento.

Smith y otros cuatro hombres entraron en el apartamento justo a tiempo para rescatar a Lane. Estaba tirado en el suelo, tan desnudo y enrojecido como una criatura recién nacida. Smith le gritó, pero él parecía estar sordo. Era evidente que estaba galopando a toda velocidad en una carrera entre un orgasmo y una quemadura de tercer grado. Obviamente había tenido una pareja, pero Smith no pudo verla ni escucharla. El orgasmo habría triunfado si Smith no hubiera tirado un gran cubo de agua fría sobre Lane.

Dos días después, el médico de Lane permitió a Smith que entrara en el cuarto del hospital para ver a un paciente muy vendado y algo sedado. Smith le alcanzó un periódico abierto en la segunda página. Lane leyó el artículo, que era breve y lo decía todo sobre EVE.

EVE, o Ever Vigilant Eye (Ojo Siempre Vigilante) había sido un satélite vigilante, de órbita estacionaria, enviado a la costa atlántica dos años atrás. EVE había explotado por razones desconocidas y el accidente estaba siendo investigado.

–Eso es todo lo que se le dijo al público –agregó Smith–. Finalmente llegué a Brackwell y a otros grandes jerarcas vinculados con EVE. Pero, o tenían ordenes de informarme lo menos posible o ellos mismos no conocían todos los hechos. En cualquier caso, es más que casual que ella –EVE, quiero decir– haya explotado justo cuando lo llevábamos a usted al hospital.

Lane dijo:

–Contestaré algunas de sus preguntas antes de que me las formule. Una, usted no podía ver la imagen holográfica porque ella debe de haberla apagado justo antes que usted entrara. No sé si fue porque le oyó venir o porque ella sabía, de alguna manera, que cualquier contacto adicional me mataría. O quizá sus alarmas le informaron que era mejor que se detuviera, por su propio bien. Pero parecería que ella no se detuvo o, si no, que trató de detenerse, pero ya era demasiado tarde.

Continuó:

–Tuve un visitante que me dijo lo suficiente sobre EVE para que yo no me dejara arrastrar por mi curiosidad hasta terrenos peligrosos cuando salga de aquí. Y no ocurrirá. Pero le puedo decir algunas cosas y sé que no se podrá avanzar más. Me imaginé que Brackwell era la diseñadora superior de un circuito de bioelectrónica en un satélite espía. No sabía que el satélite se llamaba EVE y que tenía capacidad para enfocar rayos sobre noventa mil personas simultáneamente. Ni que los rayos le permitirían seguir visualmente a cada uno y comunicar sus vibraciones al hablar. Ni que podría activar circuitos telefónicos con un campo electromagnético altamente variable, proyectado a través del rayo. Mi visitante dijo que yo no debía suponer, ni por un instante, que EVE había alcanzado una conciencia propia. Eso sería imposible. Pero me lo pregunto. También me pregunto si una mujer de ciencia, diseñadora e ingeniero, podría (inconscientemente, desde luego) diseñar circuitos femeninos. ¿Hay alguna influencia psíquica que corre junto a la construcción física de computadores y circuitos asociados? ¿Puede el todo ser mayor que las partes?

¿Existe algo como un impulso femenino en una máquina?

–No entro en esa charla metafísica –dijo Smith.

–¿Qué dice Brackwell?

–Dice que simplemente EVE funcionaba mal.

–Quizás el hombre es un mono que funciona mal –dijo Lane–. ¿Pero pudo Sue haber integrado su pasión por mí dentro de EVE? ¿O dar a EVE algunos circuitos que contuvieran emoción? EVE tenía posibilidades de autorreparación, como usted sabe, y en parte estaba hecha de proteínas. Ya sé que suena cómo algo loco. Pero

¿quién, mirando al primer hombre-mono, hubiera deducido a Helena de Troya? ¿Y por qué se centró en mí, uno de los noventa mil que estaba vigilando? Yo manifesté una hipersensibilidad epidérmica al rayo espía. ¿Acaso esta reacción dio a EVE la idea o la sensación de que estábamos relacionados? ¿Y entonces después se puso celosa? Es obvio que ella moduló los rayos sobre Leona y sobre Rhoda para que vieran verde cuando la luz era roja y no vieran en absoluto a los automóviles que se acercaban.

–¿Qué sabe de esa imagen holográfica de la doctora Brackwell?

–EVE debe de haber estado espiando a Sue, también, a su propia creadora, diríamos. O (y no quiero que investigue esto, porque ya no serviría de nada) Sue pudo haber puesto todo eso en la maquinaria, sin que lo supieran sus colegas. No quiero decir que haya puesto circuitos adicionales. No pudo haberlo hecho; habrían sido detectados inmediatamente y hubiera tenido que explicarlos. Pero pudo haber puesto circuitos que tuvieran dos propósitos, el segundo de los cuales fuera desconocido para sus colegas. No lo sé. Pero sé que fue realmente Sue Brackwell y no EVE quien me llamó aquella última vez. Y creo que fue esa llamada lo que puso en la mente de EVE, si es que una máquina puede tener una mente, en el sentido humano, la idea de un holograma embellecido de Sue. A menos, desde luego, que mi otra teoría fuera correcta y Sue misma fuera responsable de eso.

Smith gruñó y luego dijo:

–No me van a creer si yo pongo todo eso en un informe. Para empezar, ¿podrán creer que fue solamente una libre asociación de ideas lo que le permitió a usted deducir Eye in the Sky (Ojo en el cielo) de las frases The Egg and I y Sky-Blue Waters?. Lo dudo. Pensarán que usted sabía cosas que no debía saber y que las estaba ocultando con esa historia increíble. No quisiera estar en sus zapatos. Pero, por otro lado, no quiero estar en los míos.

–¿Pero por qué explotó EVE? Lackalas dice que se podía hacer explotar si se apretaba un botón de destrucción en el centro de control. Ese botón, sin embargo, no fue apretado.

–Usted me arrastró justo a tiempo para salvar mi vida. Pero a EVE debieron de fundírsele algunos circuitos. Murió de frustración, en cierto sentido.

–¿Qué?

–Estaba poniendo una enorme cantidad de energía en ese rayo. Debía de estar sobrecargada.

Smith lanzó una risotada. Dijo:

–¿Y también se estaba descargando? ¡Vamos!

–¿Tiene usted alguna otra explicación? –preguntó Lane.

Paul di Filippo, Relato

Stone Vive – Paul di Filippo

Los olores hierven en la Oficina de Inmigración como en una hedionda sopa. El sudor de hombres y mujeres desesperados, la  putrefacción de la basura esparcida llenando la calle, el perfume especioso que despide uno de los guardias en la puerta principal. La mezcla es mareante, tanto que tumbaría a casi todos los nacidos fuera de la Chapuza, pero Stone está acostumbrado. Los olores permanentes constituyen la única atmósfera que haya conocido nunca,    un    elemento    nativo    demasiado    familiar    como para despreciarlo.

El ruido aumenta, rivalizando con el hedor: desabridos gritos de pelea, voces llorosas de súplica.

—¡No me times, cabrón de mierda!

—Cariño, te trataré muy bien si me das un poco de eso.

Cerca de la puerta de Inmigración, una voz sintética recita las ofertas de trabajo del día, repitiendo sin descanso la lista de despreciables posibilidades.

—… para probar las nuevas toxinas del aerosol antipersonal. Contratos de 4M que proporcionarán a los supervivientes un rejuvenecimiento Citrine. MacDonnell Douglas necesita pioneros para órbitas altas. Deben estar dispuestos a ser marcados…

Nadie parecía ansioso por apresurarse a pedir semejantes trabajos. Ninguna voz suplica a los guardias para que le dejen entrar. Sólo aquellos que hubiesen contraído increíbles deudas o enemistades dentro de la Chapuza aceptarían tales  oportunidades con la asignación 10 en la escala; las sobras podridas de Inmigración. Stone sabe con seguridad que no quiere aceptar esas proposiciones amañadas. Como los demás, está en Inmigración simplemente porque le proporciona un punto focal, un punto de reunión tan vital como el pozo de Serengueti, donde se pueden llevar a cabo las discusiones tortuosas y los burdos tratos, que pasan por ser los negocios en el ZLE del Bronx sur, también conocido como la Jungla del Bronx o la Chapuza.

El calor aplasta a la ruidosa multitud, haciéndola más irritable que de costumbre; una situación peligrosa. La hiperalerta se agarra a la garganta de Stone. Coge el usado recipiente de plástico rayado de su cadera, y traga algo de agua rancia. «Rancia pero segura», piensa, disfrutando del secreto que sólo él posee. Fue pura suerte que se topara con una lenta filtración en la tubería del inter-ZLE, allá abajo, en la valla del río que cerca la Chapuza. Olisqueó el agua limpia como un perro, a distancia, y pasando las manos por varios metros de helada tubería, encontró la gotera. Ahora conserva toda suerte de indicios memorizados para su exacta localización.

Pasando entre la multitud con sus descalzos y callosos pies (¡es sorprendente la información que se puede recoger gracias a las plantas de los pies para mantener cuerpo y alma intactas!).

Stone busca retazos de información que le permitan sobrevivir  un día más en la Chapuza. La supervivencia es su mayor, su única preocupación. Si a Stone le queda algo de orgullo, después de soportar todo lo que ha soportado, es el orgullo de haber sobrevivido.

Una voz chillona afirma:

—Les pegué con ritmo, tío, y ése fue el final de esa pelea. Treinta segundos más tarde, los tres estaban muertos —un oyente silba con admiración. Stone imagina que es capaz de algo así como pegar con ritmo y que puede vender este talento con un enorme beneficio, el cual emplea para conseguir un sitio seco y seguro donde dormir, y aún le queda bastante como para llenar sus casi siempre vacías tripas. Pero no es ni remotamente posible, aunque es, sin embargo, un bello sueño.

Pensar en la comida hace que le crujan las tripas. Bajo el basto y acartonado trapo que le cubre el diafragma, descansa su mano derecha, donde siente una aguda punzada de dolor, que indica un corte infectado. Stone asume la infección. Aunque no hay forma de estar seguro hasta que comience a heder.

El avance de Stone entre la confusión de voces y la masa de cuerpos le ha llevado bastante cerca de la entrada de Inmigración. Advierte un espacio libre entre la masa y los guardias, un semicírculo de respeto y miedo con su lado recto en el muro del edificio. El respeto es generado por el estatus de empleado de los guardias, y el miedo, por sus armas. Alguien, un tipo con poca formación, que fue arrestado y trasladado, le describió a Stone las pistolas; largos y anchos tubos con una protuberancia en medio donde se encuentran los imanes móviles. Cargadores y culatas de plástico. Emiten chorros cargados de electrones energetizados a la velocidad de la relatividad. Si el doble chorro te toca, la energía cinética proyectada te revienta como una salchicha aplastada. Si, por casualidad, el chorro de partículas no te toca, el subsiguiente foco de rayos gamma te produce una enfermedad por radiación, mortal en pocas horas.

De aquella explicación, que Stone recuerda palabra por palabra, sólo entiende la descripción de una muerte horrible. Y eso le basta.

Stone se detiene un momento. Una voz familiar, la de Mary, una vendedora de ratas, está hablando con tono conspiratorio sobre el nuevo envío de ropas de caridad. Stone deduce que su posición ha de encontrarse en el corro más interior de la multitud. Ella baja la voz. Stone no puede entender sus palabras, que seguro merece la pena escuchar. Se dirige hacia allí, aunque con miedo a quedar atrapado dentro del montón de gente.

Un silencio de muerte. Nadie habla ni se mueve. Stone siente una corriente de aire saliendo de entre los guardias. Alguien ha aparecido en la puerta.

—Tú —dice una refinada voz de mujer—. El joven sin zapatos con… —su voz duda mientras intenta adivinar el color que se esconde bajo la suciedad— el mono rojo. Ven aquí, por favor. Quiero hablarte.

Stone no sabe si se refiere a él (¿rojo?) hasta que siente todos los ojos mirándole. De pronto salta, se desvía y amaga, pero es demasiado tarde. Docenas de ansiosas garras lo atrapan. Se agacha. Se rasga el tejido podrido, pero las manos lo agarran de nuevo, esta vez de la piel. Muerde, patalea, golpea, sin ningún efecto. Durante la pelea no hace ruido alguno. Finalmente es arrastrado hacia delante, luchando todavía, más allá de la invisible línea que marca otro mundo, al igual que lo señala la infranqueable valla entre la Chapuza y los otros veintidós ZLEs.

Un aroma a canela lo envuelve. Un guardia presiona con algo frío y metálico su nuca. De pronto, todas sus células parecen arder al mismo tiempo, se desvanece…

Stone, ya despierto, advierte la ubicación y el tamaño de tres personas gracias al aire que desplazan, a sus olores, a sus voces, y a un sutil componente que él siempre ha denominado el «sentido de vivir».

Tras él hay un hombre grueso que respira penosamente, sin duda por la peste de Stone. Ése ha de ser el guardia.

A su izquierda hay una persona más pequeña, ¿la mujer? Huele como a flores (una vez Stone olió una flor).

Delante de él, tras un escritorio, un hombre sentado. Stone no siente los efectos secundarios del dispositivo que usaron con él, a no ser la total desorientación que le embarga. No tiene ni idea de por qué ha sido secuestrado y sólo desea que lo devuelvan a los peligros conocidos de la Chapuza.

Pero sabe que no le van a dejar.

La mujer habla, su voz es la más dulce que Stone haya escuchado nunca.

—Éste hombre te hará dos preguntas. Una vez que las hayas contestado, yo te haré otra. ¿De acuerdo?

Stone asiente, cree que es su única elección.

—¿Nombre? —pregunta el oficial de inmigración.

—Stone.

—¿Nada más?

—Es el único por el que me conocen —entonces recuerda el insoportable dolor, al rojo vivo, cuando le sacaron los ojos siendo un pilluelo porque los vio descuartizar un cadáver. Pero no gritó, ¡oh, no!, y de ahí «Stone».

—¿Lugar de nacimiento?

—Ése montón de mierda de ahí fuera.

—¿Padres?

—¿Qué es eso?

—¿Edad?

Un encogimiento de hombros.

—Eso puede arreglarse luego con un análisis celular. Supongo que tenemos suficiente para emitir tu tarjeta. Estáte quieto un momento.

Stone siente como si lápices calientes le recorrieran la cara; segundos después escucha un gruñido desde el escritorio.

—Ésta es la certificación de tu ciudadanía y del acceso al sistema.

No la pierdas.

Stone adelanta la mano en dirección a la voz y recibe un rectángulo de plástico. Va a meterlo en un bolsillo, pero todos están desgarrados por la pelea, así que continúa sosteniendo el plástico de forma extraña, como si fuera un lingote de oro a punto de pulverizarse.

—Ahora mi pregunta —la voz de la mujer es como el recuerdo distante que Stone tiene del amor—. ¿Quieres un trabajo?

El sensor de alarma de Stone se ha disparado. ¿Un trabajo que no pueden ni siquiera anunciar en público? Debe de ser tan rematadamente malo que estará fuera de la escala normal de las corporaciones.

—No, gracias, señorita. Mi vida no es gran cosa, pero es todo lo que tengo —y se gira para marcharse.

—Aunque no puedo darte detalles antes de que aceptes, ahora mismo te pondremos en un contrato que dice que es un trabajo clase uno.

Stone se para en seco. Tiene que ser una broma de mal gusto.

Pero ¿y qué pasaría si es verdad?

—¿Un contrato?

—¡Oficial! —ordena la mujer.

Una tecla es pulsada y el escritorio recita un contrato. Para los desentrenados oídos de Stone suena como algo auténtico y sin trampas. Un trabajo clase uno por un período sin especificar, con la posibilidad de rescindirlo por ambas partes; la descripción del trabajo se añadirá más adelante.

Stone duda sólo unos segundos. Los recuerdos de todas las noches llenas de temor y los días llenos de dolor en la Chapuza pasan como en un enjambre por su cabeza, junto al evidente y básico placer de haber sobrevivido. Por un momento siente una irracional pena  por dejar atrás el secreto de la fuga de agua que tan astutamente encontró, pero desaparece enseguida.

—Imagino que quiere el sí hoy mismo —dice Stone, ofreciendo su tarjeta recién adquirida.

—Creo que sí —dice riendo la mujer.

El silencioso coche insonorizado se mueve por las calles bulliciosas. A pesar de la falta de ruido del exterior, los comentarios del chófer sobre el tráfico y las frecuentes paradas son suficientes para transmitirle la sensación de la vitalidad de la ciudad en torno a ellos.

—¿Dónde estamos ahora? —pregunta Stone por décima vez. Además de querer informarse le encanta escuchar cómo habla la mujer. Su voz, piensa, es como una lluvia fresca cuando estás a salvo, guarecido.

—Madison Park ZLE, estamos cruzando la ciudad.

Stone asiente agradecido. Ella muy bien podría haber dicho: «En órbita, acelerando hacia la Luna», dada su confusa imagen mental.

Antes de dejar salir a Stone, en Inmigración le hicieron varias cosas: le depilaron todo el cuerpo, le fumigaron, le hicieron ducharse durante diez minutos con un jabón abrasivo medio, lo desinfectaron, le hicieron varias pruebas de resultado instantáneo, le pusieron seis jeringuillas, y le dieron ropa interior limpia, ropa de calle y zapatos (¡zapatos!).

Su nuevo olor corporal le resulta tan extraño que hace que el perfume de la mujer le parezca aún más atractivo. En los cercanos confines del asiento de atrás, Stone nada en él. Finalmente, no puede contenerse más.

—Eh, ese perfume, ¿qué marca es?

—Lirio del valle.

La meliflua frase hace que Stone se sienta como si viviera en otro siglo más amable. Se jura que siempre lo recordará. Y así será.

—¡Eh! —dice consternado—. Ni siquiera conozco tu nombre.

—June, June Tanhauser.

June Stone. June y Stone y los lirios del valle. June en junio con Stone en el valle de los lirios. Es como una canción en su cabeza que no se detiene.

—¿Adonde vamos? —pregunta por encima de la silenciosa canción en su cabeza.

—A ver al médico —dice June.

—Creí que ya se habían ocupado de eso.

—Éste hombre es un especialista. Un especialista en ojos.

Éste es el golpe final, más fuerte que la mayoría de los que ha recibido, el que incluso acaba con la alegre canción en su cabeza.

Se sienta tenso hasta el final del viaje, sin poder pensar…

—Éste es un modelo a tamaño real de lo que vamos a implantarte — dice el doctor, poniendo una fría bola en la mano de Stone. Stone la aprieta con incredulidad—. El núcleo de este sistema es un DDC, un Dispositivo de Doble Carga. Cada fragmento de luz, o sea los fotones que lo alcanzan desencadenan a su vez electrones. Éstos electrones se recogen en una señal continua que pasa desde un chip intérprete hasta tus nervios ópticos. El resultado: una vista perfecta.

Stone aprieta tan fuerte el modelo que la palma de su mano le duele.

—Estéticamente, es un poco extraño. En un hombre joven como usted, recomendaría implantes orgánicos. Sin embargo, tengo órdenes de la persona que paga la factura de que sean éstos. Y, por supuesto, tienen varias ventajas.

Como Stone no pregunta cuáles son, el doctor continúa sin más.

—Al pensar en varias claves memorizadas, usted programa el chip, y de este modo puede realizar una serie de funciones.

»Uno: se pueden almacenar copias digitalizadas de una escena concreta en la RAM del chip para verla luego. Cuando se reinvoca con una clave, parece como si se estuviera viendo de nuevo, directamente, no importa lo que de hecho se esté mirando en ese momento. La recurrencia en tiempo real es otra de sus claves.

»Dos: reduciendo el nivel de fotones a electrones se pueden hacer cosas como mirar directamente al sol o a una llama de soldadura sin daño alguno.

»Tres: subiendo el nivel, se puede conseguir un grado aceptable de visión normal en condiciones tales como una noche estrellada y sin luna.

»Cuatro: con el objeto de potenciar algunas características, se pueden generar imágenes con colores falsos. En la mente, el negro se vuelve blanco o tus viejas gafas se colorean de rosa, lo que sea.

»Y piense en el alcance de todo esto.

—¿Cuánto tiempo necesitará, doctor?

El doctor adopta un tono académico, claramente ansioso por mostrar su capacitación profesional.

—Un día para la operación en sí, dos días para una recuperación acelerada, una semana de entrenamiento y para las curas posteriores; digamos, dos semanas máximo.

—Muy bien —dice June. Stone siente cómo se levanta del sofá detrás de él, pero permanece sentado—. Stone —dice ella, poniendo una mano sobre su hombro—, hora de irse.

Pero Stone no consigue levantarse, porque no puede contener las lágrimas.

Los desfiladeros de metal y cristal de Nueva York, esa orgullosa y floreciente unión de las Zonas de Libre Empresa, muestran una docena de matices de frío azul perdiéndose hacia el norte. Las calles que corren con geométrica precisión, como ríos distantes en el fondo de los desfiladeros, se ven con el color rojo de una artería. De oeste a éste, se ven pedazos del río Hudson y del río East, visibles como corrientes de color verde lima. Central Park es un muro de amarillo girasol en medio de la isla. Al norte del parque, la Chapuza es una tierra baldía y negra.

Stone saborea el paisaje. La vista de cualquier cosa, incluso los borrones más neblinosos, eran un tesoro hasta hacía unos pocos días. Y lo que realmente se le ha dado, esa maravillosa capacidad de convertir el mundo cotidiano en un mundo recamado de fantasía, es demasiado como para creérselo.

Momentáneamente insensibilizado, Stone ordena a su vista

volver a la normalidad. La ciudad vuelve instantáneamente a su color de gris acerado, el cielo a su azul, los árboles a su verde. Aun así, el panorama es magnífico.

Stone permanece frente a un ventanal, en el piso 150 de la Torre Citrine, en la ZLE de Wall Street. Durante las dos últimas semanas, éste ha sido su hogar, del cual no se ha movido. Sus únicas visitas han sido una enfermera, un ciberterapeuta y June. El aislamiento y la relativa ausencia de contacto humano no le molestan. Tras la Chapuza, semejante quietud es una bendición. Y luego, por supuesto, ha estado atrapado en la sensual tela de araña de su vista.

La primera cosa que vio al caminar tras la operación fue el tono glorioso de sus exploraciones visuales. La sonriente cara de una mujer mirándole desde arriba. Su piel era de un translúcido color ocre, sus ojos de un radiante castaño, su pelo una abundante cascada enmarcando su cara.

—¿Cómo te sientes? —preguntó June.

—Bien —dijo Stone. Entonces pronunció una expresión para la que nunca antes había encontrado utilidad—. Gracias.

June negó negligentemente con su fina mano.

—No me lo agradezcas. Yo no lo he pagado.

Y fue entonces cuando Stone supo que June no era su jefe, sino que ella trabajaba para otra persona. Y aunque ella no le dijo a quién se lo debía, pronto lo descubrió, cuando lo trasladaron del hospital al edificio que llevaba su nombre.

Alice Citrine. Incluso Stone la conocía.

De espaldas a las ventanas, Stone avanza por la gruesa moqueta color crema de su habitación. (¡Qué extraño poder moverse con esa seguridad, sin pararse y tantear!). Ha pasado más o menos quince días practicando asiduamente con sus nuevos ojos. Todo lo que el doctor le prometió era cierto; el milagro de la vista lo ha transportado a nuevas dimensiones. Todo es intrigante. Y el lujo de su situación es innegable. Todo tipo de comidas que pida (aunque él se hubiera conformado con «frack», porciones de plancton procesado), música, holovisión, y lo más preciado, la compañía de June. Pero, repentinamente, hoy se encuentra un poco irritado.

¿Dónde y para qué tipo de trabajo le han contratado? ¿Por qué no se ha visto todavía cara a cara con quien le contrató? Comienza a preguntarse si todo esto no será algún tipo de superelaborada jugarreta.

Stone se detiene ante un espejo de cuerpo entero que hay en la puerta del vestidor. Los espejos conservan aún el poder de fascinarle poderosamente. Ése duplicado completamente obediente, imitándole a uno en todos sus movimientos, sin otra voluntad que la de uno mismo. Y el mundo reflejado del fondo, inalcanzable y silencioso. Durante sus primeros años en la Chapuza, cuando todavía tenía ojos, Stone nunca vio su reflejo, excepto en charcos o ventanas rotas. Ahora se enfrenta a un inmaculado extraño en el espejo, buscando indicios en sus rasgos que le muestren la personalidad esencial que hay debajo.

Stone es bajo y esquelético, las señales de desnutrición resultan evidentes con su estatura. Pero sus extremidades están derechas y sus magros músculos son duros. Su piel, donde es visible, bajo la ropa negra de una pieza y sin mangas, está curtida por el aire libre y llena de cicatrices. Zapatillas de plyoskin cubren sus pies, pero son casi tan buenas como ir descalzo.

Su cara: planos entrecruzados, como los extraños cuadros de su dormitorio (¿mencionó June a Picasso?). Mandíbula afilada, nariz estrecha, una mata de pelo rubio en el cráneo. Y sus ojos, inhumanos, dos hemisferios afacetados de un negro siniestro. «Pero ¡por favor!, ya no me los quiten. Haré lo que quieran».

Detrás de él la puerta de entrada a la suite se abre ahora. Es June. Sin hacerlo conscientemente, la impaciencia de Stone se derrama en sus palabras, que al principio se amontonan sobre las de June, para más tarde acabar ambos la frase diciendo simultáneamente las mismas palabras.

—Quiero ver…

—Vamos a visitar…

—¡A Alice Citrine!

Cincuenta pisos por encima de la suite de Stone, la vista de la ciudad es aún más espectacular. Stone sabe por June que la Torre Citrine se levanta sobre una tierra que ni siquiera existía hace un siglo. La presión de la ciudad por crecer motivó el amplio rellenado del río East, al sur del Puente de Brooklyn. En un sector de este solar artificial, se construyó la Torre Citrine, en los Oughts, durante el período de expansión que siguió a la Segunda Convención Constitucional.

Stone aumenta la potencia fotónelectrón de sus ojos, y el río East se convierte en una sábana de fuego blanco.

Una distracción momentánea para tranquilizar sus nervios.

—Quédate aquí conmigo —dice June, señalando un objetivo un poco más allá de la puerta del ascensor, a pocos metros de otra entrada.

Stone obedece. Imagina que puede sentir los rayos de identificación sobre él, aunque es probable que esto se deba a la cercanía de June, cuyos codos tocan los suyos. Su perfume llena sus fosas nasales y desea fervientemente que los nuevos ojos no hayan embotado sus otros sentidos.

Silenciosamente, la puerta se abre ante ellos. June le guía hacia el interior.

Alice Citrine aguarda allí.

La mujer se sienta en una silla de ruedas con motor, de espaldas a una hilera de monitores dispuestos en forma de herradura. Su corto pelo es del color amarillento del maíz, su piel sin arrugas, aunque Stone intuye, con la misma capacidad que tenía de ciego para sentir emociones, que ella es muy anciana. Estudia su perfil aquilino, que de alguna manera le resulta conocido, como la cara que una vez soñada se hace familiar.

Ella se gira, mostrándole sus rasgos por completo. June lo ha llevado a un metro de distancia de la reluciente consola.

—Encantada de verle, señor Stone —dice Citrine—. Espero que

esté cómodo y que no tenga quejas.

—Sí —dice Stone, intentando expresarle su agradecimiento, como se supone debe hacer, pero no puede encontrar las palabras de lo desconcertado que se encuentra. En vez de eso, dice tentativamente—: Mi trabajo…

—Naturalmente, siente curiosidad —dice Citrine—. Pensará que debe de ser algo clandestino u odioso, o mortal. ¿Qué otra cosa requeriría reclutar a alguien de la Chapuza? Bueno, déjeme al menos satisfacer su curiosidad. Su trabajo, señor Stone, es estudiar.

Stone se queda perplejo.

—¿Estudiar?

—Sí, estudiar. Conoce el significado de la palabra, ¿no? ¿O he cometido un error? Estudiar, aprender, investigar, y siempre que crea que ha entendido algo, escribirme un informe.

La sorpresa de Stone ha pasado del pasmo a la incredulidad.

—Ni siquiera sé leer o escribir —dice—, y además, ¿qué puñetas se supone que debo estudiar?

—Su área de estudio, señor Stone, es nuestro mundo contemporáneo. He jugado un importante papel en hacer del mundo lo que es ahora. Y ahora, cuando alcanzo el final de mi vida, me siento cada vez más preocupada por saber si lo que he construido es bueno o malo. Ya tengo montañas de informes de expertos, tanto negativos como positivos. Pero lo que quiero ahora es la visión fresca de uno de los subhabitantes. Todo lo que pido es honestidad y precisión.

»Y acerca de leer o escribir, esas anticuadas técnicas de mi juventud, June le ayudará a aprenderlas, si lo desea. Pero tenemos máquinas para que le lean y para que transcriban su habla. Puede empezar ya.

Stone intenta asimilar la absurda proposición. Parece muy caprichosa, una tapadera para operaciones más ocultas y oscuras. Pero ¿qué otra cosa puede hacer excepto decir sí?

Acepta.

Una pequeña sonrisa asoma en los labios de la mujer.

—Estupendo. Entonces nuestra charla ha terminado. Oh, una última cosa. Si necesita hacer trabajo de campo, June deberá acompañarle. Pero no mencionará mi apoyo a nadie. No necesito sicofantes.

Las condiciones son sencillas, especialmente teniendo a June siempre a su lado, y Stone acepta asintiendo.

Citrine les vuelve la espalda. Entonces Stone se queda desconcertado de lo que ve, casi creyendo que sus ojos son defectuosos.

Agarrado al amplio respaldo de la silla, hay un animal pequeño, que parece un lémur o tití. Sus grandes y luminosos ojos les miran con inteligencia, su larga cola se arquea en espiral sobre su espalda.

—Su mascota —susurra June, y apremia a Stone para que salga.

La tarea es demasiado amplia, demasiado compleja. Stone cree que es un loco por haberla aceptado.

Pero ¿qué otra cosa podía hacer si quería quedarse con los ojos?

La limitada y agobiante vida en la Chapuza no le ha preparado adecuadamente para imaginar el multiforme, extravagante y palpitante mundo al que lo han trasladado (al menos eso es lo que siente al principio). Metafórica y materialmente mantenido en la oscuridad durante tanto tiempo, encuentra el mundo fuera de  la Torre Citrine un lugar confuso.

Hay centenares, miles de cosas de las que nunca ha oído hablar; gentes, ciudades, objetos, sucesos. Hay áreas de especialidades cuyos nombres apenas puede pronunciar: aerología, caoticismo, modelado fractal, paraneurología. Y por no mencionar la historia, ese pozo sin fondo en el cual el momento presente no es más que un burbujeo en su superficie. Stone sufre un shock todavía mayor con el descubrimiento de la historia. No puede recordar haber pensado alguna vez que la vida pudiera extenderse hacia atrás y hacia delante, más allá de la época en la que había nacido. La revelación de la existencia de décadas, siglos y milenios casi lo precipita en un abismo mental. ¿Cómo puede uno comprender el presente sin saber lo que ha pasado antes?

Persistir es desesperanzarse, suicida, una locura. Pero Stone persiste.

Se encierra en sí mismo con su mágica ventana abierta al mundo, un terminal que se conecta con el ordenador central de la Torre Citrine, el cual es una vasta e ininteligible colmena de actividad. A través de esa máquina se conecta al resto del mundo. Durante horas interminables, imágenes y palabras relampaguean ante él, como cuchillos lanzados por un artista de circo, cuchillos que él, como un tonto pero leal asistente, debe esquivar para sobrevivir.

La memoria de Stone es excelente, entrenada en una cruel escuela, y asimila rápidamente. Pero cada sendero que sigue tiene una desviación a los pocos pasos, y cada desviación se abre hacia muchos lugares, y de todas esas ramas terciarias nacen aún otras nuevas, no menos ricas que las principales…

En cierta ocasión, Stone por poco muere ahogado, cuando una banda lo dejó inconsciente en un desagüe y comenzó a llover. Ahora tiene esa misma sensación.

Todos los días June le trae regularmente tres comidas. Cada noche, cuando está tumbado en la cama, vuelve a reproducir imágenes grabadas de ella para poder dormirse. June agachándose, sentándose, riendo, sus ojos asiáticos brillando. Las sutiles curvas de sus pechos y caderas. Pero la fiebre por conocer es más fuerte, y tiende a ignorarla según pasan los días.

Un mediodía, Stone descubre una píldora en la bandeja del almuerzo. Pregunta a June por sus efectos.

—Es menotrofina, ayuda a almacenar los recuerdos de larga duración —contesta ella—. Pensé que te ayudaría.

Stone la traga ansioso y vuelve a la zumbante pantalla.

Cada día encuentra una píldora en el almuerzo. Su mente parece aumentar de volumen en cuanto la toma. El efecto es poderoso, le hace imaginar que puede digerir el mundo entero. Pero, aun así, cada noche, cuando finalmente se fuerza a dejarlo, siente que no ha hecho suficiente.

Las semanas pasan. No ha preparado aún ni un simple comentario para Alice Citrine. ¿Qué sabe? Nada. ¿Cómo puede emitir un juicio sobre el mundo? Eso sería orgullo, locura.

¿Cuánto esperará ella para darle una patada en el culo y echarlo a la fría calle?

Stone apoya su cabeza entre las manos. Ante él, la burlona máquina le atormenta con una diarrea constante de hechos sin sentido.

Una mano se posa suavemente en su hombro tembloroso. Stone se embriaga del suave perfume de June.

De un manotazo Stone arranca el cable de alimentación del terminal, con tanta fuerza que le duele la mano. Bendito silencio. Mira arriba, hacia June.

—No soy nada bueno en esto. ¿Por qué me eligió? No sé siquiera por dónde empezar.

June se sienta a su lado, en un cojín.

—Stone, no he dicho nada porque se supone que no debo dirigirte. Pero compartir un poco de mi experiencia no supondrá una interferencia. Debes limitar tu campo. El mundo es demasiado grande. Alice no espera que lo comprendas totalmente, que lo destiles en una obra maestra de concisión y sentido.

»Después de todo, el mundo no se presta a tal sumario. Creo que, inconscientemente, ya sabes lo que ella quiere. Te dio una pista cuando hablaste con ella.

Stone recuerda ese día, reproduce el fichero que hizo de la adusta mujer. Sus rasgos se superponen a los de June. La señal visual arrastra una frase.

—… si lo que he construido es bueno o malo.

De pronto, es como si los ojos de Stone se hubieran sobrecargado. Entonces, la comprensión le inunda con alivio. Desde luego, esa vanidosa y poderosa mujer ve su vida como el tema dominante de la era moderna, un radiante hilo que pasa a través del tiempo, uniendo las cosas y los momentos críticos, como cuentas de un collar. Qué sencillo es entender una sola vida humana en vez de la de todo el mundo (o así lo cree en ese momento). Piensa que es lo máximo que puede hacer; cartografiar la historia personal de Citrine, las ramificaciones de su larga carrera, las ondas que se forman desde su trono. ¿Quién sabe?, incluso podría constituir un arquetipo.

Stone, jubiloso, abraza a June, emitiendo un grito inarticulado.

Ella no se resiste a su abrazo, y caen en el sofá.

Sus labios son cálidos y complacientes bajo los suyos. Sus pezones parecen arder bajo su camisa y contra su pecho. Su pierna izquierda queda atrapada entre los muslos de ella.

Pero, de pronto, la rechaza. Se ha visto demasiado vívidamente a sí mismo, basura arrojada por las cloacas de la ciudad, con unos ojos que ni siquiera son humanos.

—No —dice amargamente—. No me puedes querer.

—Calla —dice ella—. Calla —sus manos acarician su cara, besa su cuello, sus huesos se derriten y cae sobre ella de nuevo, demasiado hambriento para detenerse.

—Para ser tan listo, eres muy tonto —murmura ella al acabar—.

Igual que Alice.

Pero él no entiende lo que le está diciendo.

La azotea de Torre Citrine es una pista de aterrizaje para los «carruajes», vehículos suborbitales de las compañías y los ejecutivos. Stone cree que ha aprendido todo lo que puede saber sobre Alice Citrine encerrado en la Torre. Ahora necesita la solidez y la experiencia de los lugares reales, para juzgarla a través de ellos.

Pero antes de que puedan viajar, June le dice a Stone que deben hablar con Jerrod Scarfe.

Los tres se reúnen en su pequeña sala de espera, de paredes corrugadas pintadas de blanco mate, y con sillas de plástico.

Scarfe es el jefe de seguridad de Tecnologías Citrine. Un tipo cuadrado, nudoso, que exhibe una expresión facial mínima. A Stone le parece alguien extraordinariamente competente, de los pies, con sus botas, a la cabeza, rapada y tatuada. En su pecho lleva el emblema de TC, una espiral roja con una punta de flecha en un extremo apuntando hacia arriba.

June saluda a Scarfe con cierta familiaridad y pregunta:

—¿Estamos autorizados?

Scarfe agita en el aire una fina hoja de papel.

—Su plan de vuelo es demasiado largo. Por ejemplo, ¿es necesario que visiten un lugar como Ciudad de México con el señor Stone a bordo?

A Stone le intriga el interés de Scarfe por él, un extraño sin importancia. June percibe la extrañeza de Stone y le explica:

—Jerrod es uno de los pocos que sabe que tú representas a la señora Citrino. Naturalmente, le preocupa que, si nos metemos en líos, las consecuencias afecten a Tecnologías Citrine.

—No busco problemas, señor Scarfe, sólo quiero hacer mi trabajo.

Scarfe observa a Stone con tanta fijeza como los dispositivos exteriores del santuario de Citrine. El resultado favorable del examen se hace notar, finalmente, con un leve gruñido y con el anuncio:

—Su piloto les está esperando. Adelante.

Más arriba, sobre la tierra que le sostiene a uno, donde nunca ha estado Stone, pone su mano derecha sobre la rodilla izquierda de June, sintiéndose loco, rico y libre, rumiando la vida de Alice Citrine y el sentido que ya comienza a encontrarle.

Alice Citrine tiene 159 años. Cuando nació, América todavía era un conjunto de Estados, antes de las ZLE y las ARCadias. El hombre apenas había comenzado a volar. Cuando llegó a los sesenta, dirigía

una firma llamada Biótica Citrine. Ésa fue la época de las Guerras Comerciales, guerras tan mortales y decisivas como las militares, pero peleadas con tarifas y planes quinquenales, cadenas de montaje automáticas y producción de sistemas expertos de quinta generación. También fue la época de la Segunda Convención Constitucional, que reconstruyó América para la economía de guerra.

Durante esos años, el país se dividió entre las Zonas de Libre Empresa, regiones urbanas de alta tecnología, donde las leyes eran impuestas por las corporaciones, y cuyo único objetivo eran los beneficios y el poder, y las Áreas de Restringido Control, enclaves principalmente rurales, agrícolas, donde los antiguos valores se mantenían estrictamente. Biótica Citrine refino y perfeccionó el trabajo de investigadores propios y ajenos en el campo de los chips de carbono; ensamblajes microbiológicos, unidades de reparación programadas en la sangre. El producto final, comercializado por Citrine, sólo para aquellos que podían permitírselo, producía un rejuvenecimiento casi total, la reparación de las células o, simplemente, su recambio.

En seis años, Biótica Citrine se puso a la cabeza de la lista de Fortune 500.

Para entonces ya era Tecnologías Citrine. Y Alice Citrine se sentaba en su cumbre. Pero no para siempre.

La   entropía   no   puede   ser   burlada.   La   degradación   de   la información del ADN que aparece con la edad no es totalmente reversible. Los errores se acumulan a pesar del duro trabajo de los chips de carbono, y el cuerpo, obedientemente, acaba por abandonar.

Alice Citrine está cerca del teórico final de su nueva vida prolongada. A pesar de su aspecto juvenil, algún día un órgano vital fallará como resultado de millones de transcripciones erróneas.

Necesita de Stone, de todo el mundo, para justificar su existencia.

Stone aprieta la rodilla de June y experimenta la sensación de ser alguien importante. Por primera vez en su triste y sucia vida, va a hacer algo. Sus palabras, sus percepciones, importan. Está decidido a hacer un buen trabajo, a decir la verdad tal y como la percibe.

—June —dice Stone con énfasis—. Tengo que verlo todo —ella sonríe.

—Lo harás Stone. Seguro que lo harás.

Y el carruaje desciende en Ciudad de México, que ya tiene una población de 35 millones y que el año pasado entró en crisis. Tecnologías Citrine está aportando su ayuda para aliviarla, operando desde sus centros de Houston y Dallas. Stone sospecha de los motivos detrás de esta campaña. ¿Por qué no se anticiparon al colapso? ¿Podría tratarse de que lo único que les importe sea la marea de refugiados que cruza la frontera? Sea cual sea la razón, sin embargo, Stone no puede negar que los trabajadores de TC son una fuerza para el bien, atendiendo a los enfermos y hambrientos, restableciendo la energía eléctrica y las comunicaciones, asistiendo al (¿actuando como?) gobierno de la ciudad. Sube al carruaje y su cabeza da vueltas, y al momento se encuentra…

… en la Antártida, donde él y June son trasladados desde las cúpulas de TC a un barco de procesamiento de plancton, fuente de gran parte de la proteínas del mundo. June encuentra desagradable el hedor del compuesto, pero Stone respira profundamente, exultante por encontrarse a bordo, en esas extrañas y heladas latitudes, observando el trabajo de aquellos hábiles hombres y mujeres. June se alegra de estar otra vez volando y después…

… a Pekín, donde los especialistas de heurística de TC están trabajando en la primera inteligencia artificial orgánica. Stone escucha divertido el debate acerca de si la IAO debería llamarse K’ung Futzu o Mao.

La semana es un torbellino caleidoscópico de impresiones. Stone se siente como una esponja, empapándose de paisajes y sonidos largamente negados. En cierto momento se encuentra abandonando un restaurante con June, en una ciudad cuyo nombre ha olvidado.  En su mano está su tarjeta de identificación, con la que acaba de pagar la comida. Un holorretrato aparece sobre su palma. Su cara aparece cadavérica, sucia, con las dos cicatrices de sus cuencas vacías en vez de ojos. Stone recuerda cuando los cálidos dedos de láser crearon su holo en la Oficina de Inmigración. ¿Así era realmente él? El vital acontecimiento de aquel día parece pertenecer a la vida de otra persona. Mete su tarjeta en el bolsillo, dudando de si debe actualizar el holo o dejarlo como un recuerdo del lugar de donde viene.

¿Y donde acabará cuando esto termine?

(¿Y qué van a hacer con él después de sus informes?).

Cuando un día Stone pide ver una instalación orbital, June le pide un respiro.

—Stone,  creo  que  ya  hemos   hecho   bastante  para   un   viaje.

Volvamos para ver cómo puedes encajar todo esto.

Al escuchar estas palabras, un profundo cansancio se apodera de Stone, que lo nota hasta en los huesos, y su obsesión se evapora enseguida. Silenciosamente, asiente.

El dormitorio de Stone está oscuro, excepto por las difusas luces de la ciudad colándose por las ventanas. Stone ha potenciado su visión para admirar mejor el resplandor de la formas desnudas de June que está a su lado. Ha descubierto que los colores se vuelven turbios cuando faltan fotones, pero se obtiene en cambio una muy vívida imagen en blanco y negro. Se siente como un habitante del siglo pasado, mirando una película antigua. Excepto que June está muy viva entre sus manos.

El cuerpo de June es una tracería de nítidas líneas, como el arcano circuito capilar del núcleo de Mao/K’ung Futzu. Siguiendo la moda actual, tiene un patrón subepidérmico de implantes de microcanales. Los canales están llenos de «luciferina» sintética, la responsable del brillo de las luciérnagas, que ella puede conectar a su gusto. Después de hacer el amor, ella misma se ha iluminado. Sus pechos son vórtices de frío fuego, su afeitado monte de venus, una galaxia en espiral que arrastra la vista de Stone hacia profundidades sin fondo.

Mirando al techo, June habla absorta a Stone, mientras él la acaricia lánguidamente.

—Mi madre fue la única hija superviviente de dos refugiados vietnamitas. Vinieron a América al poco de acabar la guerra de Asia. Trabajaron en lo único que sabían hacer. Vivieron en Texas, en el Golfo. Mi madre fue a la universidad con una beca. Allí conoció a mi padre, que era otro refugiado, que había dejado Alemania con sus padres tras la Reunificación. Ellos decían que el Gobierno de Compromiso no era ni una cosa ni otra, por lo que no podían tratar con él. Supongo que mi entorno fue una suerte de microcosmos, surgido de un montón de conflictos de nuestro tiempo —atrapa la mano de Stone entre sus piernas y la mantiene con fuerza—. Pero ahora, contigo, Stone, me siento tranquila.

Mientras continúa hablándole sobre las cosas que ha visto, de la gente que ha conocido, su carrera como asistente personal de Citrine, a Stone le asalta el más extraño de los sentimientos. Mientras sus palabras progresivamente se integran por sí solas en un cuadro, siente el mismo ahogo que ante la marea abismal que sintió la primera vez que estudió historia.

Antes de decidir si realmente quiere saberlo, se descubre preguntando:

—June, ¿cuántos años tienes?

Ella se calla. Stone observa cómo le mira sin poder verlo, pues no está equipada con sus malditos ojos perceptivos.

—Unos sesenta —dice al final—. ¿Importa?

Stone se da cuenta de que no puede contestarle. No sabe si le importa o no.

Lentamente, June hace que su cuerpo se oscurezca.

Stone se divierte amargamente con lo que le gusta pensar que es su arte.

Hojeando el manual sobre el chip de silicona que habita en su cráneo, descubrió que tenía una propiedad que el doctor no había mencionado. Los contenidos de la RAM pueden ser emitidos con una señal a un simple ordenador. Allí, las imágenes que él ha recogido se pueden mostrar para que todos las vean. Más aún, las imágenes digitalizadas pueden manipularse, recombinarse entre sí o con grafismos almacenados, para formar imágenes verosímiles sobre cosas que nunca han ocurrido. Y por supuesto, se pueden imprimir.

En efecto, Stone es una cámara viva y su ordenador, un completo estudio de imagen.

Stone ha estado trabajando en una serie de imágenes de June. Sus impresiones en color inundan su despacho, pegadas a las paredes y sobre el suelo.

La cabeza de June con el cuerpo de la esfinge. June como la Bella Dama de Sans Merci. La cara de June superpuesta a la luna llena con Stone dormido en el campo como Endymion.

Los retratos son más perturbadores que las instantáneas, piensa

Stone, y, además, resultan más traicioneros. Pero Stone siente que está consiguiendo cierto efecto terapéutico gracias a ellos, lo que cada día le acerca, pulgada a pulgada, a sus verdaderos sentimientos hacia June.

Todavía no ha hablado con Alice Citrine, y eso le perturba enormemente. ¿Cuándo le entregará su informe? ¿Qué le va a decir?

El problema del cuándo se resuelve esa tarde. Volviendo de uno de los gimnasios privados de la Torre, encuentra su terminal parpadeando con un mensaje.

Citrine le verá por la mañana.

En esta ocasión, Stone permanece solo en el vestíbulo de la habitación de Alice Citrine, mientras deja que se verifique su identidad. Espera que le den los resultados cuando la máquina termine, pues ya no tiene idea de quién es él.

La puerta se abre deslizándose hacia dentro del muro, como la boca de una cueva.

«El Averno», piensa Stone, y entra.

Alice Citrine está sentada en el mismo lugar de hace semanas, éstas tan llenas de sucesos, y le transmite la impresión de ser semieterna. Las pantallas parpadean con un ritmo epiléptico a los tres lados de su silla de ruedas. Ahora, sin embargo, las ignora, pues tiene sus ojos sobre Stone, quien avanza agitado.

Stone se detiene ante ella; la consola es una trinchera insalvable entre ambos. En esta segunda ocasión percibe sus rasgos con una mezcla de incredulidad y alarma. Se parecen escalofriantemente a los de su propia cara demacrada. ¿Ha terminado pareciéndose a esa mujer simplemente por trabajar para ella? ¿O la vida fuera de la Chapuza marca las mismas duras líneas a todo el mundo?

Citrine pasa la mano por su regazo, y Stone descubre entonces a su mascota acurrucada en el valle de su vestido marrón, con sus antinaturales ojos, fijos en el colorido de los monitores.

—Es hora de un informe preliminar, señor Stone —dice ella—, pero su pulso es demasiado rápido. Relájese. No todo depende de esta reunión.

Stone desearía que así fuera. Pero no hay un ofrecimiento para sentarse y sabe que lo que diga será evaluado.

—Así que… ¿qué le parece este mundo nuestro, que lleva mi marca y la de otros como yo?

La arrogante superioridad de la voz de Citrine hace que el pensamiento de Stone tome todo tipo de precauciones, y está a punto de gritar: «¡No es justo!». Se detiene un momento, y entonces, se fuerza a admitir con honestidad:

—Bello, abigarrado, excitante, pero básicamente injusto. Citrine parece complacida con su estallido.

—Muy bien, señor Stone. Ha descubierto la contradicción básica de la vida. Hay joyas en el montón de basura, lágrimas en medio de la risa, y cómo se reparte esto, nadie lo sabe. Me temo, sin embargo, que no puedo asumir la culpa por la falta de justicia en el mundo. Ya era injusto cuando yo era una niña, y siguió así a pesar de mis actos. De hecho, puede que la desigualdad haya aumentado un poco. Los ricos son más ricos, y en comparación, los pobres, más claramente pobres. Pero, aun así, al final, incluso los titanes son derribados por la muerte.

—Pero ¿por qué no intentó cambiar las cosas con más decisión? —exige Stone—. Eso tiene que estar al alcance de su poder.

Por primera vez, Citrine ríe, y Stone escucha el eco de la amarga risotada que él lanza a veces.

—Señor Stone —contesta—. Dedico todo lo que puedo sólo a mantenerme viva. Y con ello no me refiero a cuidar mi cuerpo, eso se hace automáticamente. No, quiero decir, a evitar que me asesinen.

¿No ha comprendido la verdadera naturaleza de los negocios en este mundo nuestro?

Stone no es capaz de entenderla y se lo dice.

—Permítame ponerle al tanto. Puede que cambie algunas de sus concepciones. Es consciente del propósito que hay en la Segunda Convención Constitucional, ¿lo es? Se ocultó con frases grandilocuentes como «desencadenar la fuerza del sistema americano y enfrentarse a la competencia extranjera cara a cara, asegurando la victoria para los negocios americanos, la cual abriría el camino para la democracia en todo el mundo». Todo con un tono de gran nobleza. Pero el resultado fue bastante distinto. Los negocios no tienen interés por ningún sistema político en sí. Los negocios cooperan en tanto en cuanto alcanzan sus propios intereses. Y el interés primario de los negocios es el crecimiento y el poder. Una vez

establecidas las ZLE, las corporaciones se libraron de toda atadura, se enzarzaron en una lucha primitiva, que aún hoy continúa.

Stone trata de digerir sus palabras. No ha visto lucha abierta en su viaje. Pero, aun así, ha sentido vagamente subterráneas corrientes de tensión en todas partes. Pero seguramente ella está exagerando las cosas. ¿Por qué convierte el mundo civilizado en algo no demasiado diferente a una versión a gran escala de la anarquía de la Chapuza?

Como si leyera en su mente, Citrine añade:

—¿Alguna vez se ha preguntado por qué la Chapuza permanece en ruinas, y oprimida en mitad de la ciudad, señor Stone, con su gente en la miseria?

De pronto, todas las pantallas de Citrine, obedientes a una orden silenciosa, relampaguean con escenas de la vida en la Chapuza. Stone da un paso atrás. Ahí están los sórdidos detalles de su juventud; callejones apestando a orines, con formas cubiertas por harapos que están a medio camino entre el sueño y la muerte, el caos alrededor de la Oficina de Inmigración, la valla coronada con su filo de alambre, cerca del río.

—La Chapuza —continúa Citrine— es un territorio en disputa. Así ha sido durante más de ochenta años. Las corporaciones no se ponen de acuerdo sobre quién la va a desarrollar. Cualquier mejora hecha por una es inmediatamente destruida por el equipo táctico de otra. Ésta es la clase de impasse que prevalece en gran parte del mundo.

»Todo el mundo querría ser llevado a un paraíso terrenal gracias

a su bolsillo, del mismo modo que un devoto de Krisna lo quiere ser por su coleta. Pero es este mosaico de pequeños feudos lo que hemos conseguido.

Las ideas de Stone están confusas. Vino esperando ser examinado y para soltar todo lo que sabía. Sin embargo le han dado una conferencia, y se le ha provocado, como si Citrine le estuviera probando para ver si él es un interlocutor adecuado para debatir.

«¿He aprobado o he suspendido?».

Citrine contesta la pregunta con sus siguientes palabras:

—Es suficiente por hoy, señor Stone. Váyase y siga pensando.

Hablaremos en otra ocasión.

Durante tres semanas Stone se encuentra con Citrine casi a diario. Juntos exploran el confuso conjunto de las preocupaciones de ella. Stone gradualmente se siente más seguro de sí, expresando sus opiniones y observaciones con un tono más firme. No siempre coinciden con las de Citrine, aunque en general siente una sorprendente afinidad con la anciana.

Algunas veces parece como si ella estuviera guiándole, como enseñando a un aprendiz, y ella se siente orgullosa de sus progresos. Otras veces, se mantiene distante y reservada.

Éstas últimas semanas han traído otros cambios. Aunque Stone no se ha vuelto a acostar con June desde aquella noche decisiva, ya no la signe viendo bajo la forma de sirena de sus retratos, y ha dejado de pensar en ella de esa manera. Son sólo amigos, y Stone la visita con frecuencia pues disfruta de su compañía, y siempre le agradecerá su papel en su rescate de la Chapuza.

Durante sus entrevistas con Citrine, su mascota se convierte en un espectador habitual. Su enigmática presencia confunde a Stone. No ha encontrado ningún rastro de afecto sentimental en Citrine, y no puede imaginar el porque de su cariño hacia la criatura.

Finalmente, un día Stone pregunta a Citrine por qué la tiene, sus labios se curvan en lo que se podría parecer a una sonrisa.

—Egipto es mi piedra de toque para la verdadera perspectiva de las cosas, señor Stone. Quizás no reconoce su raza. —Stone admite su ignorancia—. Éste es un Aegyptopithecus Zeuxis, señor Stone. Su raza apareció hace varios millones de años. Actualmente es el único ejemplar que existe, un clon o, mejor dicho, una recreación basada en células fósiles.

»Ella es su antepasado, y el mío, señor Stone. Antes de los homínidos, era la representante de la humanidad en la  tierra.  Cuando la acaricio, contemplo lo poco que hemos avanzado.

Stone se gira y se marcha ofendido, infinitamente asqueado por la antigüedad de la bestia, lo cual es percibido por la señora.

Ésta es la última vez que verá a Alice Citrine. Es de noche.

Stone descansa solo en la cama, repasando instantáneas de la historia pre-ZLE que se había pasado por alto, en la pantalla de su terminal.

De pronto se escucha un fuerte crujido como la descarga simultánea de millares de arcos de electricidad estática. En ese segundo exacto, suceden dos cosas:

Stone siente un instante de vértigo. Sus ojos se apagan.

Aparte de ese shock, una explosión por encima de su cabeza hace balancearse toda la estructura de la Torre Citrine.

Stone se pone de pie inmediatamente, vestido sólo con los calzoncillos, descalzo como en la Chapuza. No puede creer que esté ciego otra vez. Pero así es. De vuelta al oscuro mundo del olor y el sonido y el tacto.

Las alarmas se disparan por todas partes. Stone corre hacia la habitación principal con ahora su inútil panorama de la ciudad. Se acerca a la puerta pero no puede abrirla. Alcanza el control manual pero vacila.

¿Qué puede hacer mientras esté ciego? Se caería, molestaría a los demás. Mejor permanecer aquí y esperar a ver qué pasa.

Stone piensa en June, luego casi puede oler su perfume. Seguramente bajará de un momento a otro para decirle qué está pasando. Eso es, esperará a June.

Stone recorre nervioso la habitación, pasan tres minutos. No puede creer que haya perdido la vista. Sin embargo, de algún modo, sabía que esto ocurriría.

Las alarmas se han parado, permitiendo a Stone escuchar casi subliminalmente pasos en el corredor, dirigiéndose hacia su puerta.

¿June, por fin?

No, algo anda mal. El sentido de la vida de Stone niega que el visitante sea alguien que él conozca.

Los sentidos de la Chapuza de Stone vuelven a tomar el mando. Deja de especular sobre qué está pasando; todo es precipitación y miedo.

Las cortinas en la habitación están sujetas con cordones de terciopelo. Stone saca uno a toda prisa, y se sitúa a un lado de la puerta de la entrada.

La onda de choque que alcanza a la puerta casi derriba a Stone. Cuando recupera su equilibrio, siente el sabor a sangre, y al instante un hombre se precipita dentro, dejándolo a él a su espalda.

Stone se coloca detrás del tipo corpulento, salta como un rayo y rodea su cintura con las piernas, pasándole el cordón alrededor del cuello.

El hombre deja caer la pistola y se lanza contra la pared. Stone siente cómo se le rompen algunas costillas, pero aprieta el cordón, tensando sus músculos al máximo.

Ambos se mueven por la habitación rompiendo muebles y vasos, enganchados en algo parecido a una obscena postura de apareamiento.

Finalmente, después de una eternidad, el hombre se derrumba, aterrizando pesadamente encima de Stone.

Stone no deja de apretar, hasta que está seguro de que el hombre ha dejado de respirar.

Su atacante está muerto. Stone vive.

Se remueve para salir de debajo de la masa inerte, tembloroso y herido.

Cuando logra salir, escucha a gente acercándose, hablando.

Jerrold Scarfe es el primero en entrar, llamando a Stone por su nombre. Cuando ve a Stone, Scarfe grita:

—Poned esa camilla allí.

Los hombres colocan a Stone en la camilla y comienzan a sacarlo. Scarfe camina a su lado e inicia una conversación surrealista.

—Descubrieron quién era, señor Stone. Ése maldito cabrón se nos coló. Nos atacaron con una emisión electromagnética dirigida que acabó con toda nuestra electrónica, incluyendo su vista. Puede que haya perdido unas pocas células cerebrales cuando estalló, pero nada que no pueda arreglarse. Tras la EMD lanzaron un misil al piso de Citrine. Me temo que murió inmediatamente.

Stone siente como si lo hubieran partido en mil pedazos, tanto física como mentalmente. ¿Por qué Scarfe le estaba contando esto?

¿Y qué pasaba con June?

Stone balbucea su nombre.

—Está muerta, señor Stone. Cuando los asaltantes designados para atraparla comenzaron a trabajar en ella, se suicidó con una cápsula de toxinas implantada.

Todas las lilas se mustian cuando el invierno se acerca.

El equipo de la camilla ha llegado a la zona médica. Stone es colocado en una cama y manos limpias comienzan a curar sus heridas.

—Señor Stone —continúa Scarfe—. Debo insistir en que escuche esto. Es necesario y sólo le llevará un minuto.

Stone ha comenzado a odiar esta voz insistente. Pero no puede cerrar los oídos o caer en una bendita inconsciencia, por lo que está forzado a escuchar el cassette de Scarfe.

Se trata de Alice Citrine.

—Sangre de mi sangre —comienza ella—, más cercano a mí que un hijo. Eres el único en quien he confiado.

El malestar desaparece de Stone mientras todo se ordena y descubre quién es él.

—Escuchas esto tras mi muerte… Esto significa que todo lo que he construido es tuyo ahora. Toda la gente ha sido pagada para protegerte. Ahora depende de ti retener su lealtad. Espero que nuestras conversaciones te hayan servido. Si no, necesitarás más suerte de la que te pueda desear.

»Por favor, olvida tu abandono en la Chapuza. Sólo fue porque la buena educación es tan importante… y sinceramente creo que has recibido la mejor. Siempre te estuve observando.

Scarfe detiene el cassette.

—¿Cuáles son sus órdenes, señor Stone?

Stone piensa con agonizante lentitud mientras gente que no ve lo traslada.

—Simplemente, limpie este follón, Scarfe, simplemente limpie todo este enorme lío.

Pero, mientras habla, sabe que no es cosa de Scarfe. Es cosa suya.

Arthur C. Clarke, Relato Corto

La Estrella – Arthur C. Clarke

Hasta el Vaticano hay tres mil años-luz. En otro tiempo creí que el espacio no tendría ningún poder sobre la fe. Igual que creí que los cielos proclamaban la gloria de la obra divina. Ahora, tras ver una parte de esta obra, mi fe se siente en extremo ofuscada.

En mi camarote, contemplo el crucifijo que cuelga sobre la computadora Tipo VI y, por vez primera en mi vida, me interrogo sobre si se tratará únicamente de un símbolo vacío.

Todavía no se lo he contado a nadie, pero la verdad no puede ocultarse. Las informaciones están aquí para que cualquiera pueda leerlas, registradas en los incontables kilómetros de cinta magnética y en los miles de fotografías que traemos de regreso a la Tierra. A otros científicos les puede resultar tan fácil de interpretar como a mí. Hasta puede que les sea más fácil. Yo no soy de esos que toleran las manipulaciones con la Verdad que con tanta frecuencia dieron a mi Orden mala fama en tiempos pasados.

La tripulación ya está bastante deprimida, y me pregunto cómo se tomará esta definitiva ironía. Pocos de ellos tienen fe religiosa y, a pesar de esa carencia, no creo que sientan algún placer en utilizar esta última arma en su campaña contra mí…, esa guerra privada, bienintencionada pero fundamentalmente seria, que ha durado todo el trayecto desde la Tierra. Les resultaba divertido contar con un jesuita como astrofísico jefe. El doctor Chandler, por ejemplo, nunca pudo sobreponerse a ello (¿por qué los médicos siempre serán unos ateos tan notorios?). A veces se encontraba conmigo en la cubierta de observación, donde la luz que alumbra es siempre mortecina para no disminuir esplendor en el brillar de las estrellas. En la oscuridad, se acercaba a mí y miraba a través del gran portillo ovalado, mientras a nuestro alrededor los cielos pasaban lentamente al girar la nave sobre sí misma debido a aquel impulso residual que nunca nos preocupamos de corregir.

—Bien, padre —me decía, rompiendo el silencio—, se extiende por siempre jamás, y quizás Algo lo hizo. Pero, el que usted pueda creer que ese Algo tiene un interés especial en nosotros y en nuestro miserable pequeño mundo, eso es algo que me desconcierta.

A partir de esta argumentación se iniciaba la discusión, mientras las estrellas y nebulosas nos rodeaban en silenciosos e interminables arcos, más allá del impolutamente transparente plástico del portillo de observación.

Creo que era la aparente incongruencia de mi posición lo que divertía… sí, divertía, a la tripulación. En vano, les mostraba mis tres informes publicados en el Astrophysical Journal, o los cinco en la Monthly Notices of the Royal Astronomical Society. Les recordaba que nuestra Orden ha sido famosa desde hace mucho por sus trabajos científicos. Ahora quizá seamos pocos, pero siempre, desde el siglo XVIII, continuamente hemos hecho desproporcionadas contribuciones a la astronomía y a la geofísica; desproporcionadas aportaciones con respecto a nuestro reducido número.

¿Mi informe sobre la nebulosa Fénix terminará con nuestro millar de años de historia?

Mucho me temo que terminará con más que eso.

Desconozco quién dio su nombre a la nebulosa, que por otra parte me parece muy poco apropiado. Si contiene una profería, hasta pasados varios miles de millones de años no podrá ser verificada. Hasta la palabra nebulosa induce a engaño: es un objeto pequeño, mucho más que esas maravillosas nubes de niebla que la materia de las estrellas aún no nacidas forma, que se pueden encontrar esparcidas a lo largo y ancho de la Vía Láctea. Lo cierto es que, en una escala cósmica, la nebulosa del Fénix es algo minúsculo: una tenue capa de gases rodeando una única estrella.

Desde su lugar, sobre los gráficos de los espectrómetros, el grabado de Loyola hecho por Rubens parece burlarse de mí. ¿Qué harías tú, Padre, de este conocimiento que me ha llegado hasta aquí, lejos del pequeño mundo que era el universo que tú conocías? ¿Habría superado tu fe este desafío, cosa que no he logrado yo con la mía?

Tú miras a la distancia, Padre, pero yo he tenido la oportunidad de ir a una distancia más allá de todo lo que tú, cuando hace un millar de años fundaste nuestra Orden, podrías ni siquiera haber imaginado. Hasta ahora nadie, a bordo de una nave de exploración ha logrado estar tan lejos de la Tierra; nos encontramos en la mismísima frontera del universo explorado. Nuestra misión era explorar la nebulosa de Fénix, lo conseguimos, y volvemos con el bagaje de los conocimientos adquiridos. Me gustaría poder sacarme el peso de encima, pero mi súplica te la dirijo en vano a través de los siglos y los años-luz que hay entre nosotros.

Las palabras se pueden leer con nitidez, están grabadas en el libro que sujetan tus manos: AD MAIOREM DEI GLORIAM, ahora me es imposible ya creer en este mensaje. Si tuvieras la oportunidad de ver lo que he hallado, ¿todavía creerías en él?

Por supuesto, ya teníamos conocimiento de lo que era la nebulosa del Fénix. Cada año, tan sólo en nuestra galaxia, estallan tal cantidad de estrellas, que superan el centenar, brillan durante algunas horas e incluso días con tal intensidad que supera con creces el brillo normal. Y todo, para al fin regresar a la muerte y a la oscuridad. Son las novas normales: los habituales desastres de nuestro universo. Desde que empecé a trabajar en el observatorio lunar, he ido observando los espectrogramas y curvas de luz de docenas de novas normales.

Cada millar de años, tres o cuatro veces sucede algo que hace que incluso una nova palidezca para convertirse en una total y absoluta insignificancia. Si sucede que una estrella se convierte en supernova, puede, durante un breve lapso de tiempo, brillar más que todos los soles de la galaxia juntos. En el año 1054 de nuestra era, astrónomos chinos tuvieron la oportunidad de ver esto, sin poder saber de qué se trataba. Pasados cinco siglos, en 1572, una supernova brilló en Casiopea con un fulgor tal que incluso se podía ver en el cielo a pleno día. En el millar de años que ha pasado desde entonces, la situación se ha repetido en tres ocasiones.

Teníamos como misión visitar los restos de una de estas catástrofes, reconstruir los hechos que habían dado lugar a esa situación, y, si era posible, descubrir sus causas. Lentamente, atravesamos las concéntricas esferas de gas que habían sido impulsadas seis mil años antes por la explosión y que, a pesar del tiempo transcurrido, seguían expandiéndose. Inmensamente calientes, todavía emanaban una intensa luz violácea, aunque ya eran demasiado tenues como para poder causar algún daño. Al estallar la estrella, sus capas exteriores habían sido expelidas hacia fuera con una velocidad tal que su campo gravitacional estaba totalmente fuera de su alcance. Lo que ahora formaban era una esfera hueca, lo suficientemente grande como para dar cobijo a un millar de sistemas solares, y en su punto central resplandecía un pequeño y fantástico objeto que era en lo que se había transformado la estrella: una enana blanca, más pequeña que la Tierra y, aun así, pesaba un millón de veces más.

Estábamos rodeados de brillantes esferas de gas que cerraban el paso a la oscuridad tan habitual del espacio interestelar. Navegábamos con el rumbo fijado hacia el centro de una bomba cósmica ya detonada en tiempos pasados, y cuyos fragmentos incandescentes todavía se alejaban. La inmensa escala de la explosión junto con los restos que ocupaban

un espacio de muchos miles de millones de kilómetros de diámetro, ocultaban todo movimiento visible a la escena. Pasaría mucho tiempo antes de que el ojo desnudo pudiese percibir algún movimiento en aquellos torturados remolinos y nubes de gases, y, a pesar de ello, la sensación de una expansión turbulenta resultaba francamente sobrecogedora.

Horas antes habíamos parado nuestros motores principales, y nos aproximábamos con extrema lentitud, por la fuerza del impulso, hacia la estrella enana. En el pasado se había tratado de un sol como el nuestro, pero en cuestión de horas había derrochado la energía que le hubiera permitido seguir brillando durante un millón de años. Se había transformado en una empequeñecida miseria, que con avaricia acumulaba sus recursos, intentando compensar su pródiga juventud.

Las esperanzas de hallar planetas nos habían abandonado a todos. Si antes de la explosión había existido algún planeta, se había convertido en nubecillas de gas, y su sustancia inmersa en la superior cantidad de restos producidos por la propia estrella. A pesar de todo, hicimos la habitual investigación que siempre se hace al aproximarse a una estrella desconocida. Y nuestra sorpresa fue hallar un pequeño y solitario mundo que a gran distancia circundaba la estrella. Seguramente se trataba del Plutón de aquel desconocido sistema solar, dibujando su órbita en las fronteras de la noche, demasiado alejado del sol central como para haber conocido en alguna ocasión la vida, y la lejanía del cual había cambiado su destino del de sus compañeros perdidos, salvándolo.

Sus rocas se habían fundido debido al paso de las llamas junto a él, la capa de gas helado que debía de haberlo cubierto los días que precedieron al desastre, se había volatilizado. Aterrizamos, y encontramos la Bóveda. La encontramos gracias a que sus constructores habían tenido mucho cuidado en que así sucediese. Sobre la entrada se encontraba una monolítica señal que ahora pudimos comprobar que era un muñón fundido; incluso las primeras fotografías tomadas a gran distancia nos mostraban indicios de que aquello era trabajo de seres inteligentes. Más tarde, pudimos localizar las tramas radiactivas que, a nivel continental, estaban grabadas en las rocas. Aun suponiendo que el pilón localizado encima de la Bóveda hubiera sido destruido, el inmóvil y, a pesar de ello, casi eterno faro llamando a las estrellas hubiera permanecido. Nuestra nave cayó en el gigantesco blanco como una flecha va en dirección a su meta.

El pilón semejaba una vela fundida hasta convertirse en un charco de cera, pero a buen seguro que en otro tiempo debió de haber tenido un par de kilómetros de altura, cuando fue construido. Tardamos una semana en perforar la roca fundida, ya que carecíamos de las herramientas necesarias para semejante trabajo. Éramos astrónomos, no arqueólogos, pero aun así nos quedaba la improvisación. Nuestro programa original estaba casi olvidado: aquel monumento solitario, construido con tanto trabajo a esa distancia, la mayor posible del condenado sol, sólo podía tener un significado. Era la última baza para ganar la inmortalidad, que jugaba una civilización que sabía que estaba a punto de morir. Pasarán muchas generaciones antes de que investiguemos todos los tesoros que colocaron en la Bóveda. Dispusieron de mucho tiempo para prepararse, ya que su sol, antes de la detonación final, debió de haber dado sus primeros avisos con la suficiente antelación. En los días inmediatamente anteriores al fin, todo aquello que deseaban conservar lo llevaron a aquel lejano mundo, todos los frutos de su genio, con la esperanza puesta en que alguna otra raza los hallase y no fuesen olvidados del todo.

¡Si hubieran dispuesto de un poco más de tiempo! Viajar entre los planetas de su propio sol era habitual en ellos, cruzar los abismos interestelares era algo que les faltaba por aprender y el sistema solar más cercano se hallaba a cien años-luz de distancia.

No podríamos haber dejado de sentir admiración por ellos y lamentarnos de su destino, aun suponiendo que no hubieran sido tan sorprendentemente humanos como nos los muestran sus esculturas. Nos legaron millares de grabaciones visuales y las máquinas para proyectarlas, así como detalladas instrucciones pictográficas, con la ayuda de las cuales resultará bastante fácil aprender su lenguaje escrito. Ya hemos revisado muchas de esas grabaciones, volviendo, por primera vez en seis mil años, a la vida, el calor y la belleza de toda una civilización que debió superar con creces a la nuestra en muchos sentidos. Aunque no se les pueda culpar por ello, es probable que sólo nos mostrasen lo mejor de lo mejor. Sus mundos resultaban encantadores, la sutileza con que estaban edificadas sus ciudades bien puede compararse con lo mejor que nosotros tenemos. A través de los tiempos los hemos podido contemplar, mientras trabajaban y mientras se recreaban, y nos hemos recreado con su musical lenguaje. Como paralizada ante mis ojos pasa una escena: en una extraña playa de azulosa arena, un grupo de niños jugando con las olas, tal como lo hacen los niños de la Tierra. En el mar, cálido y amistoso, portador de vida, se ve hundir lentamente el sol, un sol que poco tardará en devenir traidor, destruyendo toda esa inocente felicidad.

La profunda conmoción que hemos sentido tal vez no la hubiéramos experimentado si no hubiéramos estado tan alejados de nuestros hogares. Aunque la mayoría habíamos tenido ocasión de ver las ruinas de antiguas civilizaciones en otros mundos, nunca antes nos habían afectado de manera tan profunda.

Aquella tragedia era algo inaudito. Que una raza degenere y muera, como ha sucedido con las naciones y las culturas en la Tierra, es algo muy distinto a que la destrucción sea tan completa justo en el punto álgido de su desarrollo, sin dejar supervivientes… ¿Cómo es posible reconciliar todo esto con la misericordia divina?

Ante las preguntas que sobre esto me han formulado mis colegas, mis respuestas han sido las que buenamente he podido dar. Quizá tú lo hubieras hecho mejor, Padre Loyola, pero de nada me ha servido buscar en los Exercitia Spiritualia algo útil en este caso. Desconozco a qué dioses adorarían, en caso de adorar alguno; no era mala gente. Lo he comprobado a través de los siglos, observándolos a la par que su moribundo sol iluminaba, por última vez, la belleza, a la conservación de la cual dirigieron sus últimos esfuerzos.

Ya conozco cuáles serán las respuestas de mis colegas cuando estemos de regreso en la Tierra. Sus argumentos se basarán en que el Universo no tiene propósito ni plan, y, al igual que un gran número de soles estallan cada año en nuestra propia galaxia, ahora mismo alguna raza muere en los confines del espacio. Al final carece de importancia que esa raza haya obrado correcta o incorrectamente durante su vida: no existe la justicia divina, ya que no hay Dios.

A pesar de eso, queda claro que nada de lo que hemos visto prueba eso. Quienquiera que utilice argumentaciones como esa, se está dejando llevar más por la emoción que por la lógica. Ante el hombre, Dios no tiene ninguna necesidad de justificar sus actos. Él, como único creador del universo, puede destruirlo a su merced. Tratar de decirle a Dios qué es lo que puede o no hacer es verdaderamente arrogante, además de estar en el límite de la blasfemia.

Aunque me resulte difícil contemplar mundos y pueblos enteros lanzados al horno, podría haberlo aceptado. Pero todo tiene un límite, en un momento dado, hasta la fe más profunda se tambalea; y, justo en el instante en que reviso mis cálculos, soy consciente de que al fin he llegado a ese momento.

Antes de llegar a la nebulosa era imposible saber con seguridad el tiempo transcurrido desde la explosión. Pero, gracias a las evidencias astronómicas y las grabaciones en las rocas de aquel planeta superviviente, me ha sido fácil datarla con precisión. Conozco el año en que la luz de aquella vasta detonación llegó a la Tierra. También tengo constancia de la manera tan brillante en que la supernova, hace tiempo ya, iluminó los cielos de la Tierra. La misma supernova cuyo cadáver empequeñece a nuestras espaldas. Sé que debió de haber aparecido, antes de que despuntara el día, baja, remontando el límite del horizonte del este, cual faro en aquella alba oriental.

No me cabe la menor duda: finalmente el antiguo misterio ha quedado resuelto. Y, no obstante, ¡oh, Dios!, cuántas estrellas podrías haber usado…

¿Qué necesidad había de arrojar a toda esa gente al fuego para que el símbolo de su fin brillase sobre Belén?