Paul di Filippo, Relato

Stone Vive – Paul di Filippo

Los olores hierven en la Oficina de Inmigración como en una hedionda sopa. El sudor de hombres y mujeres desesperados, la  putrefacción de la basura esparcida llenando la calle, el perfume especioso que despide uno de los guardias en la puerta principal. La mezcla es mareante, tanto que tumbaría a casi todos los nacidos fuera de la Chapuza, pero Stone está acostumbrado. Los olores permanentes constituyen la única atmósfera que haya conocido nunca,    un    elemento    nativo    demasiado    familiar    como para despreciarlo.

El ruido aumenta, rivalizando con el hedor: desabridos gritos de pelea, voces llorosas de súplica.

—¡No me times, cabrón de mierda!

—Cariño, te trataré muy bien si me das un poco de eso.

Cerca de la puerta de Inmigración, una voz sintética recita las ofertas de trabajo del día, repitiendo sin descanso la lista de despreciables posibilidades.

—… para probar las nuevas toxinas del aerosol antipersonal. Contratos de 4M que proporcionarán a los supervivientes un rejuvenecimiento Citrine. MacDonnell Douglas necesita pioneros para órbitas altas. Deben estar dispuestos a ser marcados…

Nadie parecía ansioso por apresurarse a pedir semejantes trabajos. Ninguna voz suplica a los guardias para que le dejen entrar. Sólo aquellos que hubiesen contraído increíbles deudas o enemistades dentro de la Chapuza aceptarían tales  oportunidades con la asignación 10 en la escala; las sobras podridas de Inmigración. Stone sabe con seguridad que no quiere aceptar esas proposiciones amañadas. Como los demás, está en Inmigración simplemente porque le proporciona un punto focal, un punto de reunión tan vital como el pozo de Serengueti, donde se pueden llevar a cabo las discusiones tortuosas y los burdos tratos, que pasan por ser los negocios en el ZLE del Bronx sur, también conocido como la Jungla del Bronx o la Chapuza.

El calor aplasta a la ruidosa multitud, haciéndola más irritable que de costumbre; una situación peligrosa. La hiperalerta se agarra a la garganta de Stone. Coge el usado recipiente de plástico rayado de su cadera, y traga algo de agua rancia. «Rancia pero segura», piensa, disfrutando del secreto que sólo él posee. Fue pura suerte que se topara con una lenta filtración en la tubería del inter-ZLE, allá abajo, en la valla del río que cerca la Chapuza. Olisqueó el agua limpia como un perro, a distancia, y pasando las manos por varios metros de helada tubería, encontró la gotera. Ahora conserva toda suerte de indicios memorizados para su exacta localización.

Pasando entre la multitud con sus descalzos y callosos pies (¡es sorprendente la información que se puede recoger gracias a las plantas de los pies para mantener cuerpo y alma intactas!).

Stone busca retazos de información que le permitan sobrevivir  un día más en la Chapuza. La supervivencia es su mayor, su única preocupación. Si a Stone le queda algo de orgullo, después de soportar todo lo que ha soportado, es el orgullo de haber sobrevivido.

Una voz chillona afirma:

—Les pegué con ritmo, tío, y ése fue el final de esa pelea. Treinta segundos más tarde, los tres estaban muertos —un oyente silba con admiración. Stone imagina que es capaz de algo así como pegar con ritmo y que puede vender este talento con un enorme beneficio, el cual emplea para conseguir un sitio seco y seguro donde dormir, y aún le queda bastante como para llenar sus casi siempre vacías tripas. Pero no es ni remotamente posible, aunque es, sin embargo, un bello sueño.

Pensar en la comida hace que le crujan las tripas. Bajo el basto y acartonado trapo que le cubre el diafragma, descansa su mano derecha, donde siente una aguda punzada de dolor, que indica un corte infectado. Stone asume la infección. Aunque no hay forma de estar seguro hasta que comience a heder.

El avance de Stone entre la confusión de voces y la masa de cuerpos le ha llevado bastante cerca de la entrada de Inmigración. Advierte un espacio libre entre la masa y los guardias, un semicírculo de respeto y miedo con su lado recto en el muro del edificio. El respeto es generado por el estatus de empleado de los guardias, y el miedo, por sus armas. Alguien, un tipo con poca formación, que fue arrestado y trasladado, le describió a Stone las pistolas; largos y anchos tubos con una protuberancia en medio donde se encuentran los imanes móviles. Cargadores y culatas de plástico. Emiten chorros cargados de electrones energetizados a la velocidad de la relatividad. Si el doble chorro te toca, la energía cinética proyectada te revienta como una salchicha aplastada. Si, por casualidad, el chorro de partículas no te toca, el subsiguiente foco de rayos gamma te produce una enfermedad por radiación, mortal en pocas horas.

De aquella explicación, que Stone recuerda palabra por palabra, sólo entiende la descripción de una muerte horrible. Y eso le basta.

Stone se detiene un momento. Una voz familiar, la de Mary, una vendedora de ratas, está hablando con tono conspiratorio sobre el nuevo envío de ropas de caridad. Stone deduce que su posición ha de encontrarse en el corro más interior de la multitud. Ella baja la voz. Stone no puede entender sus palabras, que seguro merece la pena escuchar. Se dirige hacia allí, aunque con miedo a quedar atrapado dentro del montón de gente.

Un silencio de muerte. Nadie habla ni se mueve. Stone siente una corriente de aire saliendo de entre los guardias. Alguien ha aparecido en la puerta.

—Tú —dice una refinada voz de mujer—. El joven sin zapatos con… —su voz duda mientras intenta adivinar el color que se esconde bajo la suciedad— el mono rojo. Ven aquí, por favor. Quiero hablarte.

Stone no sabe si se refiere a él (¿rojo?) hasta que siente todos los ojos mirándole. De pronto salta, se desvía y amaga, pero es demasiado tarde. Docenas de ansiosas garras lo atrapan. Se agacha. Se rasga el tejido podrido, pero las manos lo agarran de nuevo, esta vez de la piel. Muerde, patalea, golpea, sin ningún efecto. Durante la pelea no hace ruido alguno. Finalmente es arrastrado hacia delante, luchando todavía, más allá de la invisible línea que marca otro mundo, al igual que lo señala la infranqueable valla entre la Chapuza y los otros veintidós ZLEs.

Un aroma a canela lo envuelve. Un guardia presiona con algo frío y metálico su nuca. De pronto, todas sus células parecen arder al mismo tiempo, se desvanece…

Stone, ya despierto, advierte la ubicación y el tamaño de tres personas gracias al aire que desplazan, a sus olores, a sus voces, y a un sutil componente que él siempre ha denominado el «sentido de vivir».

Tras él hay un hombre grueso que respira penosamente, sin duda por la peste de Stone. Ése ha de ser el guardia.

A su izquierda hay una persona más pequeña, ¿la mujer? Huele como a flores (una vez Stone olió una flor).

Delante de él, tras un escritorio, un hombre sentado. Stone no siente los efectos secundarios del dispositivo que usaron con él, a no ser la total desorientación que le embarga. No tiene ni idea de por qué ha sido secuestrado y sólo desea que lo devuelvan a los peligros conocidos de la Chapuza.

Pero sabe que no le van a dejar.

La mujer habla, su voz es la más dulce que Stone haya escuchado nunca.

—Éste hombre te hará dos preguntas. Una vez que las hayas contestado, yo te haré otra. ¿De acuerdo?

Stone asiente, cree que es su única elección.

—¿Nombre? —pregunta el oficial de inmigración.

—Stone.

—¿Nada más?

—Es el único por el que me conocen —entonces recuerda el insoportable dolor, al rojo vivo, cuando le sacaron los ojos siendo un pilluelo porque los vio descuartizar un cadáver. Pero no gritó, ¡oh, no!, y de ahí «Stone».

—¿Lugar de nacimiento?

—Ése montón de mierda de ahí fuera.

—¿Padres?

—¿Qué es eso?

—¿Edad?

Un encogimiento de hombros.

—Eso puede arreglarse luego con un análisis celular. Supongo que tenemos suficiente para emitir tu tarjeta. Estáte quieto un momento.

Stone siente como si lápices calientes le recorrieran la cara; segundos después escucha un gruñido desde el escritorio.

—Ésta es la certificación de tu ciudadanía y del acceso al sistema.

No la pierdas.

Stone adelanta la mano en dirección a la voz y recibe un rectángulo de plástico. Va a meterlo en un bolsillo, pero todos están desgarrados por la pelea, así que continúa sosteniendo el plástico de forma extraña, como si fuera un lingote de oro a punto de pulverizarse.

—Ahora mi pregunta —la voz de la mujer es como el recuerdo distante que Stone tiene del amor—. ¿Quieres un trabajo?

El sensor de alarma de Stone se ha disparado. ¿Un trabajo que no pueden ni siquiera anunciar en público? Debe de ser tan rematadamente malo que estará fuera de la escala normal de las corporaciones.

—No, gracias, señorita. Mi vida no es gran cosa, pero es todo lo que tengo —y se gira para marcharse.

—Aunque no puedo darte detalles antes de que aceptes, ahora mismo te pondremos en un contrato que dice que es un trabajo clase uno.

Stone se para en seco. Tiene que ser una broma de mal gusto.

Pero ¿y qué pasaría si es verdad?

—¿Un contrato?

—¡Oficial! —ordena la mujer.

Una tecla es pulsada y el escritorio recita un contrato. Para los desentrenados oídos de Stone suena como algo auténtico y sin trampas. Un trabajo clase uno por un período sin especificar, con la posibilidad de rescindirlo por ambas partes; la descripción del trabajo se añadirá más adelante.

Stone duda sólo unos segundos. Los recuerdos de todas las noches llenas de temor y los días llenos de dolor en la Chapuza pasan como en un enjambre por su cabeza, junto al evidente y básico placer de haber sobrevivido. Por un momento siente una irracional pena  por dejar atrás el secreto de la fuga de agua que tan astutamente encontró, pero desaparece enseguida.

—Imagino que quiere el sí hoy mismo —dice Stone, ofreciendo su tarjeta recién adquirida.

—Creo que sí —dice riendo la mujer.

El silencioso coche insonorizado se mueve por las calles bulliciosas. A pesar de la falta de ruido del exterior, los comentarios del chófer sobre el tráfico y las frecuentes paradas son suficientes para transmitirle la sensación de la vitalidad de la ciudad en torno a ellos.

—¿Dónde estamos ahora? —pregunta Stone por décima vez. Además de querer informarse le encanta escuchar cómo habla la mujer. Su voz, piensa, es como una lluvia fresca cuando estás a salvo, guarecido.

—Madison Park ZLE, estamos cruzando la ciudad.

Stone asiente agradecido. Ella muy bien podría haber dicho: «En órbita, acelerando hacia la Luna», dada su confusa imagen mental.

Antes de dejar salir a Stone, en Inmigración le hicieron varias cosas: le depilaron todo el cuerpo, le fumigaron, le hicieron ducharse durante diez minutos con un jabón abrasivo medio, lo desinfectaron, le hicieron varias pruebas de resultado instantáneo, le pusieron seis jeringuillas, y le dieron ropa interior limpia, ropa de calle y zapatos (¡zapatos!).

Su nuevo olor corporal le resulta tan extraño que hace que el perfume de la mujer le parezca aún más atractivo. En los cercanos confines del asiento de atrás, Stone nada en él. Finalmente, no puede contenerse más.

—Eh, ese perfume, ¿qué marca es?

—Lirio del valle.

La meliflua frase hace que Stone se sienta como si viviera en otro siglo más amable. Se jura que siempre lo recordará. Y así será.

—¡Eh! —dice consternado—. Ni siquiera conozco tu nombre.

—June, June Tanhauser.

June Stone. June y Stone y los lirios del valle. June en junio con Stone en el valle de los lirios. Es como una canción en su cabeza que no se detiene.

—¿Adonde vamos? —pregunta por encima de la silenciosa canción en su cabeza.

—A ver al médico —dice June.

—Creí que ya se habían ocupado de eso.

—Éste hombre es un especialista. Un especialista en ojos.

Éste es el golpe final, más fuerte que la mayoría de los que ha recibido, el que incluso acaba con la alegre canción en su cabeza.

Se sienta tenso hasta el final del viaje, sin poder pensar…

—Éste es un modelo a tamaño real de lo que vamos a implantarte — dice el doctor, poniendo una fría bola en la mano de Stone. Stone la aprieta con incredulidad—. El núcleo de este sistema es un DDC, un Dispositivo de Doble Carga. Cada fragmento de luz, o sea los fotones que lo alcanzan desencadenan a su vez electrones. Éstos electrones se recogen en una señal continua que pasa desde un chip intérprete hasta tus nervios ópticos. El resultado: una vista perfecta.

Stone aprieta tan fuerte el modelo que la palma de su mano le duele.

—Estéticamente, es un poco extraño. En un hombre joven como usted, recomendaría implantes orgánicos. Sin embargo, tengo órdenes de la persona que paga la factura de que sean éstos. Y, por supuesto, tienen varias ventajas.

Como Stone no pregunta cuáles son, el doctor continúa sin más.

—Al pensar en varias claves memorizadas, usted programa el chip, y de este modo puede realizar una serie de funciones.

»Uno: se pueden almacenar copias digitalizadas de una escena concreta en la RAM del chip para verla luego. Cuando se reinvoca con una clave, parece como si se estuviera viendo de nuevo, directamente, no importa lo que de hecho se esté mirando en ese momento. La recurrencia en tiempo real es otra de sus claves.

»Dos: reduciendo el nivel de fotones a electrones se pueden hacer cosas como mirar directamente al sol o a una llama de soldadura sin daño alguno.

»Tres: subiendo el nivel, se puede conseguir un grado aceptable de visión normal en condiciones tales como una noche estrellada y sin luna.

»Cuatro: con el objeto de potenciar algunas características, se pueden generar imágenes con colores falsos. En la mente, el negro se vuelve blanco o tus viejas gafas se colorean de rosa, lo que sea.

»Y piense en el alcance de todo esto.

—¿Cuánto tiempo necesitará, doctor?

El doctor adopta un tono académico, claramente ansioso por mostrar su capacitación profesional.

—Un día para la operación en sí, dos días para una recuperación acelerada, una semana de entrenamiento y para las curas posteriores; digamos, dos semanas máximo.

—Muy bien —dice June. Stone siente cómo se levanta del sofá detrás de él, pero permanece sentado—. Stone —dice ella, poniendo una mano sobre su hombro—, hora de irse.

Pero Stone no consigue levantarse, porque no puede contener las lágrimas.

Los desfiladeros de metal y cristal de Nueva York, esa orgullosa y floreciente unión de las Zonas de Libre Empresa, muestran una docena de matices de frío azul perdiéndose hacia el norte. Las calles que corren con geométrica precisión, como ríos distantes en el fondo de los desfiladeros, se ven con el color rojo de una artería. De oeste a éste, se ven pedazos del río Hudson y del río East, visibles como corrientes de color verde lima. Central Park es un muro de amarillo girasol en medio de la isla. Al norte del parque, la Chapuza es una tierra baldía y negra.

Stone saborea el paisaje. La vista de cualquier cosa, incluso los borrones más neblinosos, eran un tesoro hasta hacía unos pocos días. Y lo que realmente se le ha dado, esa maravillosa capacidad de convertir el mundo cotidiano en un mundo recamado de fantasía, es demasiado como para creérselo.

Momentáneamente insensibilizado, Stone ordena a su vista

volver a la normalidad. La ciudad vuelve instantáneamente a su color de gris acerado, el cielo a su azul, los árboles a su verde. Aun así, el panorama es magnífico.

Stone permanece frente a un ventanal, en el piso 150 de la Torre Citrine, en la ZLE de Wall Street. Durante las dos últimas semanas, éste ha sido su hogar, del cual no se ha movido. Sus únicas visitas han sido una enfermera, un ciberterapeuta y June. El aislamiento y la relativa ausencia de contacto humano no le molestan. Tras la Chapuza, semejante quietud es una bendición. Y luego, por supuesto, ha estado atrapado en la sensual tela de araña de su vista.

La primera cosa que vio al caminar tras la operación fue el tono glorioso de sus exploraciones visuales. La sonriente cara de una mujer mirándole desde arriba. Su piel era de un translúcido color ocre, sus ojos de un radiante castaño, su pelo una abundante cascada enmarcando su cara.

—¿Cómo te sientes? —preguntó June.

—Bien —dijo Stone. Entonces pronunció una expresión para la que nunca antes había encontrado utilidad—. Gracias.

June negó negligentemente con su fina mano.

—No me lo agradezcas. Yo no lo he pagado.

Y fue entonces cuando Stone supo que June no era su jefe, sino que ella trabajaba para otra persona. Y aunque ella no le dijo a quién se lo debía, pronto lo descubrió, cuando lo trasladaron del hospital al edificio que llevaba su nombre.

Alice Citrine. Incluso Stone la conocía.

De espaldas a las ventanas, Stone avanza por la gruesa moqueta color crema de su habitación. (¡Qué extraño poder moverse con esa seguridad, sin pararse y tantear!). Ha pasado más o menos quince días practicando asiduamente con sus nuevos ojos. Todo lo que el doctor le prometió era cierto; el milagro de la vista lo ha transportado a nuevas dimensiones. Todo es intrigante. Y el lujo de su situación es innegable. Todo tipo de comidas que pida (aunque él se hubiera conformado con «frack», porciones de plancton procesado), música, holovisión, y lo más preciado, la compañía de June. Pero, repentinamente, hoy se encuentra un poco irritado.

¿Dónde y para qué tipo de trabajo le han contratado? ¿Por qué no se ha visto todavía cara a cara con quien le contrató? Comienza a preguntarse si todo esto no será algún tipo de superelaborada jugarreta.

Stone se detiene ante un espejo de cuerpo entero que hay en la puerta del vestidor. Los espejos conservan aún el poder de fascinarle poderosamente. Ése duplicado completamente obediente, imitándole a uno en todos sus movimientos, sin otra voluntad que la de uno mismo. Y el mundo reflejado del fondo, inalcanzable y silencioso. Durante sus primeros años en la Chapuza, cuando todavía tenía ojos, Stone nunca vio su reflejo, excepto en charcos o ventanas rotas. Ahora se enfrenta a un inmaculado extraño en el espejo, buscando indicios en sus rasgos que le muestren la personalidad esencial que hay debajo.

Stone es bajo y esquelético, las señales de desnutrición resultan evidentes con su estatura. Pero sus extremidades están derechas y sus magros músculos son duros. Su piel, donde es visible, bajo la ropa negra de una pieza y sin mangas, está curtida por el aire libre y llena de cicatrices. Zapatillas de plyoskin cubren sus pies, pero son casi tan buenas como ir descalzo.

Su cara: planos entrecruzados, como los extraños cuadros de su dormitorio (¿mencionó June a Picasso?). Mandíbula afilada, nariz estrecha, una mata de pelo rubio en el cráneo. Y sus ojos, inhumanos, dos hemisferios afacetados de un negro siniestro. «Pero ¡por favor!, ya no me los quiten. Haré lo que quieran».

Detrás de él la puerta de entrada a la suite se abre ahora. Es June. Sin hacerlo conscientemente, la impaciencia de Stone se derrama en sus palabras, que al principio se amontonan sobre las de June, para más tarde acabar ambos la frase diciendo simultáneamente las mismas palabras.

—Quiero ver…

—Vamos a visitar…

—¡A Alice Citrine!

Cincuenta pisos por encima de la suite de Stone, la vista de la ciudad es aún más espectacular. Stone sabe por June que la Torre Citrine se levanta sobre una tierra que ni siquiera existía hace un siglo. La presión de la ciudad por crecer motivó el amplio rellenado del río East, al sur del Puente de Brooklyn. En un sector de este solar artificial, se construyó la Torre Citrine, en los Oughts, durante el período de expansión que siguió a la Segunda Convención Constitucional.

Stone aumenta la potencia fotónelectrón de sus ojos, y el río East se convierte en una sábana de fuego blanco.

Una distracción momentánea para tranquilizar sus nervios.

—Quédate aquí conmigo —dice June, señalando un objetivo un poco más allá de la puerta del ascensor, a pocos metros de otra entrada.

Stone obedece. Imagina que puede sentir los rayos de identificación sobre él, aunque es probable que esto se deba a la cercanía de June, cuyos codos tocan los suyos. Su perfume llena sus fosas nasales y desea fervientemente que los nuevos ojos no hayan embotado sus otros sentidos.

Silenciosamente, la puerta se abre ante ellos. June le guía hacia el interior.

Alice Citrine aguarda allí.

La mujer se sienta en una silla de ruedas con motor, de espaldas a una hilera de monitores dispuestos en forma de herradura. Su corto pelo es del color amarillento del maíz, su piel sin arrugas, aunque Stone intuye, con la misma capacidad que tenía de ciego para sentir emociones, que ella es muy anciana. Estudia su perfil aquilino, que de alguna manera le resulta conocido, como la cara que una vez soñada se hace familiar.

Ella se gira, mostrándole sus rasgos por completo. June lo ha llevado a un metro de distancia de la reluciente consola.

—Encantada de verle, señor Stone —dice Citrine—. Espero que

esté cómodo y que no tenga quejas.

—Sí —dice Stone, intentando expresarle su agradecimiento, como se supone debe hacer, pero no puede encontrar las palabras de lo desconcertado que se encuentra. En vez de eso, dice tentativamente—: Mi trabajo…

—Naturalmente, siente curiosidad —dice Citrine—. Pensará que debe de ser algo clandestino u odioso, o mortal. ¿Qué otra cosa requeriría reclutar a alguien de la Chapuza? Bueno, déjeme al menos satisfacer su curiosidad. Su trabajo, señor Stone, es estudiar.

Stone se queda perplejo.

—¿Estudiar?

—Sí, estudiar. Conoce el significado de la palabra, ¿no? ¿O he cometido un error? Estudiar, aprender, investigar, y siempre que crea que ha entendido algo, escribirme un informe.

La sorpresa de Stone ha pasado del pasmo a la incredulidad.

—Ni siquiera sé leer o escribir —dice—, y además, ¿qué puñetas se supone que debo estudiar?

—Su área de estudio, señor Stone, es nuestro mundo contemporáneo. He jugado un importante papel en hacer del mundo lo que es ahora. Y ahora, cuando alcanzo el final de mi vida, me siento cada vez más preocupada por saber si lo que he construido es bueno o malo. Ya tengo montañas de informes de expertos, tanto negativos como positivos. Pero lo que quiero ahora es la visión fresca de uno de los subhabitantes. Todo lo que pido es honestidad y precisión.

»Y acerca de leer o escribir, esas anticuadas técnicas de mi juventud, June le ayudará a aprenderlas, si lo desea. Pero tenemos máquinas para que le lean y para que transcriban su habla. Puede empezar ya.

Stone intenta asimilar la absurda proposición. Parece muy caprichosa, una tapadera para operaciones más ocultas y oscuras. Pero ¿qué otra cosa puede hacer excepto decir sí?

Acepta.

Una pequeña sonrisa asoma en los labios de la mujer.

—Estupendo. Entonces nuestra charla ha terminado. Oh, una última cosa. Si necesita hacer trabajo de campo, June deberá acompañarle. Pero no mencionará mi apoyo a nadie. No necesito sicofantes.

Las condiciones son sencillas, especialmente teniendo a June siempre a su lado, y Stone acepta asintiendo.

Citrine les vuelve la espalda. Entonces Stone se queda desconcertado de lo que ve, casi creyendo que sus ojos son defectuosos.

Agarrado al amplio respaldo de la silla, hay un animal pequeño, que parece un lémur o tití. Sus grandes y luminosos ojos les miran con inteligencia, su larga cola se arquea en espiral sobre su espalda.

—Su mascota —susurra June, y apremia a Stone para que salga.

La tarea es demasiado amplia, demasiado compleja. Stone cree que es un loco por haberla aceptado.

Pero ¿qué otra cosa podía hacer si quería quedarse con los ojos?

La limitada y agobiante vida en la Chapuza no le ha preparado adecuadamente para imaginar el multiforme, extravagante y palpitante mundo al que lo han trasladado (al menos eso es lo que siente al principio). Metafórica y materialmente mantenido en la oscuridad durante tanto tiempo, encuentra el mundo fuera de  la Torre Citrine un lugar confuso.

Hay centenares, miles de cosas de las que nunca ha oído hablar; gentes, ciudades, objetos, sucesos. Hay áreas de especialidades cuyos nombres apenas puede pronunciar: aerología, caoticismo, modelado fractal, paraneurología. Y por no mencionar la historia, ese pozo sin fondo en el cual el momento presente no es más que un burbujeo en su superficie. Stone sufre un shock todavía mayor con el descubrimiento de la historia. No puede recordar haber pensado alguna vez que la vida pudiera extenderse hacia atrás y hacia delante, más allá de la época en la que había nacido. La revelación de la existencia de décadas, siglos y milenios casi lo precipita en un abismo mental. ¿Cómo puede uno comprender el presente sin saber lo que ha pasado antes?

Persistir es desesperanzarse, suicida, una locura. Pero Stone persiste.

Se encierra en sí mismo con su mágica ventana abierta al mundo, un terminal que se conecta con el ordenador central de la Torre Citrine, el cual es una vasta e ininteligible colmena de actividad. A través de esa máquina se conecta al resto del mundo. Durante horas interminables, imágenes y palabras relampaguean ante él, como cuchillos lanzados por un artista de circo, cuchillos que él, como un tonto pero leal asistente, debe esquivar para sobrevivir.

La memoria de Stone es excelente, entrenada en una cruel escuela, y asimila rápidamente. Pero cada sendero que sigue tiene una desviación a los pocos pasos, y cada desviación se abre hacia muchos lugares, y de todas esas ramas terciarias nacen aún otras nuevas, no menos ricas que las principales…

En cierta ocasión, Stone por poco muere ahogado, cuando una banda lo dejó inconsciente en un desagüe y comenzó a llover. Ahora tiene esa misma sensación.

Todos los días June le trae regularmente tres comidas. Cada noche, cuando está tumbado en la cama, vuelve a reproducir imágenes grabadas de ella para poder dormirse. June agachándose, sentándose, riendo, sus ojos asiáticos brillando. Las sutiles curvas de sus pechos y caderas. Pero la fiebre por conocer es más fuerte, y tiende a ignorarla según pasan los días.

Un mediodía, Stone descubre una píldora en la bandeja del almuerzo. Pregunta a June por sus efectos.

—Es menotrofina, ayuda a almacenar los recuerdos de larga duración —contesta ella—. Pensé que te ayudaría.

Stone la traga ansioso y vuelve a la zumbante pantalla.

Cada día encuentra una píldora en el almuerzo. Su mente parece aumentar de volumen en cuanto la toma. El efecto es poderoso, le hace imaginar que puede digerir el mundo entero. Pero, aun así, cada noche, cuando finalmente se fuerza a dejarlo, siente que no ha hecho suficiente.

Las semanas pasan. No ha preparado aún ni un simple comentario para Alice Citrine. ¿Qué sabe? Nada. ¿Cómo puede emitir un juicio sobre el mundo? Eso sería orgullo, locura.

¿Cuánto esperará ella para darle una patada en el culo y echarlo a la fría calle?

Stone apoya su cabeza entre las manos. Ante él, la burlona máquina le atormenta con una diarrea constante de hechos sin sentido.

Una mano se posa suavemente en su hombro tembloroso. Stone se embriaga del suave perfume de June.

De un manotazo Stone arranca el cable de alimentación del terminal, con tanta fuerza que le duele la mano. Bendito silencio. Mira arriba, hacia June.

—No soy nada bueno en esto. ¿Por qué me eligió? No sé siquiera por dónde empezar.

June se sienta a su lado, en un cojín.

—Stone, no he dicho nada porque se supone que no debo dirigirte. Pero compartir un poco de mi experiencia no supondrá una interferencia. Debes limitar tu campo. El mundo es demasiado grande. Alice no espera que lo comprendas totalmente, que lo destiles en una obra maestra de concisión y sentido.

»Después de todo, el mundo no se presta a tal sumario. Creo que, inconscientemente, ya sabes lo que ella quiere. Te dio una pista cuando hablaste con ella.

Stone recuerda ese día, reproduce el fichero que hizo de la adusta mujer. Sus rasgos se superponen a los de June. La señal visual arrastra una frase.

—… si lo que he construido es bueno o malo.

De pronto, es como si los ojos de Stone se hubieran sobrecargado. Entonces, la comprensión le inunda con alivio. Desde luego, esa vanidosa y poderosa mujer ve su vida como el tema dominante de la era moderna, un radiante hilo que pasa a través del tiempo, uniendo las cosas y los momentos críticos, como cuentas de un collar. Qué sencillo es entender una sola vida humana en vez de la de todo el mundo (o así lo cree en ese momento). Piensa que es lo máximo que puede hacer; cartografiar la historia personal de Citrine, las ramificaciones de su larga carrera, las ondas que se forman desde su trono. ¿Quién sabe?, incluso podría constituir un arquetipo.

Stone, jubiloso, abraza a June, emitiendo un grito inarticulado.

Ella no se resiste a su abrazo, y caen en el sofá.

Sus labios son cálidos y complacientes bajo los suyos. Sus pezones parecen arder bajo su camisa y contra su pecho. Su pierna izquierda queda atrapada entre los muslos de ella.

Pero, de pronto, la rechaza. Se ha visto demasiado vívidamente a sí mismo, basura arrojada por las cloacas de la ciudad, con unos ojos que ni siquiera son humanos.

—No —dice amargamente—. No me puedes querer.

—Calla —dice ella—. Calla —sus manos acarician su cara, besa su cuello, sus huesos se derriten y cae sobre ella de nuevo, demasiado hambriento para detenerse.

—Para ser tan listo, eres muy tonto —murmura ella al acabar—.

Igual que Alice.

Pero él no entiende lo que le está diciendo.

La azotea de Torre Citrine es una pista de aterrizaje para los «carruajes», vehículos suborbitales de las compañías y los ejecutivos. Stone cree que ha aprendido todo lo que puede saber sobre Alice Citrine encerrado en la Torre. Ahora necesita la solidez y la experiencia de los lugares reales, para juzgarla a través de ellos.

Pero antes de que puedan viajar, June le dice a Stone que deben hablar con Jerrod Scarfe.

Los tres se reúnen en su pequeña sala de espera, de paredes corrugadas pintadas de blanco mate, y con sillas de plástico.

Scarfe es el jefe de seguridad de Tecnologías Citrine. Un tipo cuadrado, nudoso, que exhibe una expresión facial mínima. A Stone le parece alguien extraordinariamente competente, de los pies, con sus botas, a la cabeza, rapada y tatuada. En su pecho lleva el emblema de TC, una espiral roja con una punta de flecha en un extremo apuntando hacia arriba.

June saluda a Scarfe con cierta familiaridad y pregunta:

—¿Estamos autorizados?

Scarfe agita en el aire una fina hoja de papel.

—Su plan de vuelo es demasiado largo. Por ejemplo, ¿es necesario que visiten un lugar como Ciudad de México con el señor Stone a bordo?

A Stone le intriga el interés de Scarfe por él, un extraño sin importancia. June percibe la extrañeza de Stone y le explica:

—Jerrod es uno de los pocos que sabe que tú representas a la señora Citrino. Naturalmente, le preocupa que, si nos metemos en líos, las consecuencias afecten a Tecnologías Citrine.

—No busco problemas, señor Scarfe, sólo quiero hacer mi trabajo.

Scarfe observa a Stone con tanta fijeza como los dispositivos exteriores del santuario de Citrine. El resultado favorable del examen se hace notar, finalmente, con un leve gruñido y con el anuncio:

—Su piloto les está esperando. Adelante.

Más arriba, sobre la tierra que le sostiene a uno, donde nunca ha estado Stone, pone su mano derecha sobre la rodilla izquierda de June, sintiéndose loco, rico y libre, rumiando la vida de Alice Citrine y el sentido que ya comienza a encontrarle.

Alice Citrine tiene 159 años. Cuando nació, América todavía era un conjunto de Estados, antes de las ZLE y las ARCadias. El hombre apenas había comenzado a volar. Cuando llegó a los sesenta, dirigía

una firma llamada Biótica Citrine. Ésa fue la época de las Guerras Comerciales, guerras tan mortales y decisivas como las militares, pero peleadas con tarifas y planes quinquenales, cadenas de montaje automáticas y producción de sistemas expertos de quinta generación. También fue la época de la Segunda Convención Constitucional, que reconstruyó América para la economía de guerra.

Durante esos años, el país se dividió entre las Zonas de Libre Empresa, regiones urbanas de alta tecnología, donde las leyes eran impuestas por las corporaciones, y cuyo único objetivo eran los beneficios y el poder, y las Áreas de Restringido Control, enclaves principalmente rurales, agrícolas, donde los antiguos valores se mantenían estrictamente. Biótica Citrine refino y perfeccionó el trabajo de investigadores propios y ajenos en el campo de los chips de carbono; ensamblajes microbiológicos, unidades de reparación programadas en la sangre. El producto final, comercializado por Citrine, sólo para aquellos que podían permitírselo, producía un rejuvenecimiento casi total, la reparación de las células o, simplemente, su recambio.

En seis años, Biótica Citrine se puso a la cabeza de la lista de Fortune 500.

Para entonces ya era Tecnologías Citrine. Y Alice Citrine se sentaba en su cumbre. Pero no para siempre.

La   entropía   no   puede   ser   burlada.   La   degradación   de   la información del ADN que aparece con la edad no es totalmente reversible. Los errores se acumulan a pesar del duro trabajo de los chips de carbono, y el cuerpo, obedientemente, acaba por abandonar.

Alice Citrine está cerca del teórico final de su nueva vida prolongada. A pesar de su aspecto juvenil, algún día un órgano vital fallará como resultado de millones de transcripciones erróneas.

Necesita de Stone, de todo el mundo, para justificar su existencia.

Stone aprieta la rodilla de June y experimenta la sensación de ser alguien importante. Por primera vez en su triste y sucia vida, va a hacer algo. Sus palabras, sus percepciones, importan. Está decidido a hacer un buen trabajo, a decir la verdad tal y como la percibe.

—June —dice Stone con énfasis—. Tengo que verlo todo —ella sonríe.

—Lo harás Stone. Seguro que lo harás.

Y el carruaje desciende en Ciudad de México, que ya tiene una población de 35 millones y que el año pasado entró en crisis. Tecnologías Citrine está aportando su ayuda para aliviarla, operando desde sus centros de Houston y Dallas. Stone sospecha de los motivos detrás de esta campaña. ¿Por qué no se anticiparon al colapso? ¿Podría tratarse de que lo único que les importe sea la marea de refugiados que cruza la frontera? Sea cual sea la razón, sin embargo, Stone no puede negar que los trabajadores de TC son una fuerza para el bien, atendiendo a los enfermos y hambrientos, restableciendo la energía eléctrica y las comunicaciones, asistiendo al (¿actuando como?) gobierno de la ciudad. Sube al carruaje y su cabeza da vueltas, y al momento se encuentra…

… en la Antártida, donde él y June son trasladados desde las cúpulas de TC a un barco de procesamiento de plancton, fuente de gran parte de la proteínas del mundo. June encuentra desagradable el hedor del compuesto, pero Stone respira profundamente, exultante por encontrarse a bordo, en esas extrañas y heladas latitudes, observando el trabajo de aquellos hábiles hombres y mujeres. June se alegra de estar otra vez volando y después…

… a Pekín, donde los especialistas de heurística de TC están trabajando en la primera inteligencia artificial orgánica. Stone escucha divertido el debate acerca de si la IAO debería llamarse K’ung Futzu o Mao.

La semana es un torbellino caleidoscópico de impresiones. Stone se siente como una esponja, empapándose de paisajes y sonidos largamente negados. En cierto momento se encuentra abandonando un restaurante con June, en una ciudad cuyo nombre ha olvidado.  En su mano está su tarjeta de identificación, con la que acaba de pagar la comida. Un holorretrato aparece sobre su palma. Su cara aparece cadavérica, sucia, con las dos cicatrices de sus cuencas vacías en vez de ojos. Stone recuerda cuando los cálidos dedos de láser crearon su holo en la Oficina de Inmigración. ¿Así era realmente él? El vital acontecimiento de aquel día parece pertenecer a la vida de otra persona. Mete su tarjeta en el bolsillo, dudando de si debe actualizar el holo o dejarlo como un recuerdo del lugar de donde viene.

¿Y donde acabará cuando esto termine?

(¿Y qué van a hacer con él después de sus informes?).

Cuando un día Stone pide ver una instalación orbital, June le pide un respiro.

—Stone,  creo  que  ya  hemos   hecho   bastante  para   un   viaje.

Volvamos para ver cómo puedes encajar todo esto.

Al escuchar estas palabras, un profundo cansancio se apodera de Stone, que lo nota hasta en los huesos, y su obsesión se evapora enseguida. Silenciosamente, asiente.

El dormitorio de Stone está oscuro, excepto por las difusas luces de la ciudad colándose por las ventanas. Stone ha potenciado su visión para admirar mejor el resplandor de la formas desnudas de June que está a su lado. Ha descubierto que los colores se vuelven turbios cuando faltan fotones, pero se obtiene en cambio una muy vívida imagen en blanco y negro. Se siente como un habitante del siglo pasado, mirando una película antigua. Excepto que June está muy viva entre sus manos.

El cuerpo de June es una tracería de nítidas líneas, como el arcano circuito capilar del núcleo de Mao/K’ung Futzu. Siguiendo la moda actual, tiene un patrón subepidérmico de implantes de microcanales. Los canales están llenos de «luciferina» sintética, la responsable del brillo de las luciérnagas, que ella puede conectar a su gusto. Después de hacer el amor, ella misma se ha iluminado. Sus pechos son vórtices de frío fuego, su afeitado monte de venus, una galaxia en espiral que arrastra la vista de Stone hacia profundidades sin fondo.

Mirando al techo, June habla absorta a Stone, mientras él la acaricia lánguidamente.

—Mi madre fue la única hija superviviente de dos refugiados vietnamitas. Vinieron a América al poco de acabar la guerra de Asia. Trabajaron en lo único que sabían hacer. Vivieron en Texas, en el Golfo. Mi madre fue a la universidad con una beca. Allí conoció a mi padre, que era otro refugiado, que había dejado Alemania con sus padres tras la Reunificación. Ellos decían que el Gobierno de Compromiso no era ni una cosa ni otra, por lo que no podían tratar con él. Supongo que mi entorno fue una suerte de microcosmos, surgido de un montón de conflictos de nuestro tiempo —atrapa la mano de Stone entre sus piernas y la mantiene con fuerza—. Pero ahora, contigo, Stone, me siento tranquila.

Mientras continúa hablándole sobre las cosas que ha visto, de la gente que ha conocido, su carrera como asistente personal de Citrine, a Stone le asalta el más extraño de los sentimientos. Mientras sus palabras progresivamente se integran por sí solas en un cuadro, siente el mismo ahogo que ante la marea abismal que sintió la primera vez que estudió historia.

Antes de decidir si realmente quiere saberlo, se descubre preguntando:

—June, ¿cuántos años tienes?

Ella se calla. Stone observa cómo le mira sin poder verlo, pues no está equipada con sus malditos ojos perceptivos.

—Unos sesenta —dice al final—. ¿Importa?

Stone se da cuenta de que no puede contestarle. No sabe si le importa o no.

Lentamente, June hace que su cuerpo se oscurezca.

Stone se divierte amargamente con lo que le gusta pensar que es su arte.

Hojeando el manual sobre el chip de silicona que habita en su cráneo, descubrió que tenía una propiedad que el doctor no había mencionado. Los contenidos de la RAM pueden ser emitidos con una señal a un simple ordenador. Allí, las imágenes que él ha recogido se pueden mostrar para que todos las vean. Más aún, las imágenes digitalizadas pueden manipularse, recombinarse entre sí o con grafismos almacenados, para formar imágenes verosímiles sobre cosas que nunca han ocurrido. Y por supuesto, se pueden imprimir.

En efecto, Stone es una cámara viva y su ordenador, un completo estudio de imagen.

Stone ha estado trabajando en una serie de imágenes de June. Sus impresiones en color inundan su despacho, pegadas a las paredes y sobre el suelo.

La cabeza de June con el cuerpo de la esfinge. June como la Bella Dama de Sans Merci. La cara de June superpuesta a la luna llena con Stone dormido en el campo como Endymion.

Los retratos son más perturbadores que las instantáneas, piensa

Stone, y, además, resultan más traicioneros. Pero Stone siente que está consiguiendo cierto efecto terapéutico gracias a ellos, lo que cada día le acerca, pulgada a pulgada, a sus verdaderos sentimientos hacia June.

Todavía no ha hablado con Alice Citrine, y eso le perturba enormemente. ¿Cuándo le entregará su informe? ¿Qué le va a decir?

El problema del cuándo se resuelve esa tarde. Volviendo de uno de los gimnasios privados de la Torre, encuentra su terminal parpadeando con un mensaje.

Citrine le verá por la mañana.

En esta ocasión, Stone permanece solo en el vestíbulo de la habitación de Alice Citrine, mientras deja que se verifique su identidad. Espera que le den los resultados cuando la máquina termine, pues ya no tiene idea de quién es él.

La puerta se abre deslizándose hacia dentro del muro, como la boca de una cueva.

«El Averno», piensa Stone, y entra.

Alice Citrine está sentada en el mismo lugar de hace semanas, éstas tan llenas de sucesos, y le transmite la impresión de ser semieterna. Las pantallas parpadean con un ritmo epiléptico a los tres lados de su silla de ruedas. Ahora, sin embargo, las ignora, pues tiene sus ojos sobre Stone, quien avanza agitado.

Stone se detiene ante ella; la consola es una trinchera insalvable entre ambos. En esta segunda ocasión percibe sus rasgos con una mezcla de incredulidad y alarma. Se parecen escalofriantemente a los de su propia cara demacrada. ¿Ha terminado pareciéndose a esa mujer simplemente por trabajar para ella? ¿O la vida fuera de la Chapuza marca las mismas duras líneas a todo el mundo?

Citrine pasa la mano por su regazo, y Stone descubre entonces a su mascota acurrucada en el valle de su vestido marrón, con sus antinaturales ojos, fijos en el colorido de los monitores.

—Es hora de un informe preliminar, señor Stone —dice ella—, pero su pulso es demasiado rápido. Relájese. No todo depende de esta reunión.

Stone desearía que así fuera. Pero no hay un ofrecimiento para sentarse y sabe que lo que diga será evaluado.

—Así que… ¿qué le parece este mundo nuestro, que lleva mi marca y la de otros como yo?

La arrogante superioridad de la voz de Citrine hace que el pensamiento de Stone tome todo tipo de precauciones, y está a punto de gritar: «¡No es justo!». Se detiene un momento, y entonces, se fuerza a admitir con honestidad:

—Bello, abigarrado, excitante, pero básicamente injusto. Citrine parece complacida con su estallido.

—Muy bien, señor Stone. Ha descubierto la contradicción básica de la vida. Hay joyas en el montón de basura, lágrimas en medio de la risa, y cómo se reparte esto, nadie lo sabe. Me temo, sin embargo, que no puedo asumir la culpa por la falta de justicia en el mundo. Ya era injusto cuando yo era una niña, y siguió así a pesar de mis actos. De hecho, puede que la desigualdad haya aumentado un poco. Los ricos son más ricos, y en comparación, los pobres, más claramente pobres. Pero, aun así, al final, incluso los titanes son derribados por la muerte.

—Pero ¿por qué no intentó cambiar las cosas con más decisión? —exige Stone—. Eso tiene que estar al alcance de su poder.

Por primera vez, Citrine ríe, y Stone escucha el eco de la amarga risotada que él lanza a veces.

—Señor Stone —contesta—. Dedico todo lo que puedo sólo a mantenerme viva. Y con ello no me refiero a cuidar mi cuerpo, eso se hace automáticamente. No, quiero decir, a evitar que me asesinen.

¿No ha comprendido la verdadera naturaleza de los negocios en este mundo nuestro?

Stone no es capaz de entenderla y se lo dice.

—Permítame ponerle al tanto. Puede que cambie algunas de sus concepciones. Es consciente del propósito que hay en la Segunda Convención Constitucional, ¿lo es? Se ocultó con frases grandilocuentes como «desencadenar la fuerza del sistema americano y enfrentarse a la competencia extranjera cara a cara, asegurando la victoria para los negocios americanos, la cual abriría el camino para la democracia en todo el mundo». Todo con un tono de gran nobleza. Pero el resultado fue bastante distinto. Los negocios no tienen interés por ningún sistema político en sí. Los negocios cooperan en tanto en cuanto alcanzan sus propios intereses. Y el interés primario de los negocios es el crecimiento y el poder. Una vez

establecidas las ZLE, las corporaciones se libraron de toda atadura, se enzarzaron en una lucha primitiva, que aún hoy continúa.

Stone trata de digerir sus palabras. No ha visto lucha abierta en su viaje. Pero, aun así, ha sentido vagamente subterráneas corrientes de tensión en todas partes. Pero seguramente ella está exagerando las cosas. ¿Por qué convierte el mundo civilizado en algo no demasiado diferente a una versión a gran escala de la anarquía de la Chapuza?

Como si leyera en su mente, Citrine añade:

—¿Alguna vez se ha preguntado por qué la Chapuza permanece en ruinas, y oprimida en mitad de la ciudad, señor Stone, con su gente en la miseria?

De pronto, todas las pantallas de Citrine, obedientes a una orden silenciosa, relampaguean con escenas de la vida en la Chapuza. Stone da un paso atrás. Ahí están los sórdidos detalles de su juventud; callejones apestando a orines, con formas cubiertas por harapos que están a medio camino entre el sueño y la muerte, el caos alrededor de la Oficina de Inmigración, la valla coronada con su filo de alambre, cerca del río.

—La Chapuza —continúa Citrine— es un territorio en disputa. Así ha sido durante más de ochenta años. Las corporaciones no se ponen de acuerdo sobre quién la va a desarrollar. Cualquier mejora hecha por una es inmediatamente destruida por el equipo táctico de otra. Ésta es la clase de impasse que prevalece en gran parte del mundo.

»Todo el mundo querría ser llevado a un paraíso terrenal gracias

a su bolsillo, del mismo modo que un devoto de Krisna lo quiere ser por su coleta. Pero es este mosaico de pequeños feudos lo que hemos conseguido.

Las ideas de Stone están confusas. Vino esperando ser examinado y para soltar todo lo que sabía. Sin embargo le han dado una conferencia, y se le ha provocado, como si Citrine le estuviera probando para ver si él es un interlocutor adecuado para debatir.

«¿He aprobado o he suspendido?».

Citrine contesta la pregunta con sus siguientes palabras:

—Es suficiente por hoy, señor Stone. Váyase y siga pensando.

Hablaremos en otra ocasión.

Durante tres semanas Stone se encuentra con Citrine casi a diario. Juntos exploran el confuso conjunto de las preocupaciones de ella. Stone gradualmente se siente más seguro de sí, expresando sus opiniones y observaciones con un tono más firme. No siempre coinciden con las de Citrine, aunque en general siente una sorprendente afinidad con la anciana.

Algunas veces parece como si ella estuviera guiándole, como enseñando a un aprendiz, y ella se siente orgullosa de sus progresos. Otras veces, se mantiene distante y reservada.

Éstas últimas semanas han traído otros cambios. Aunque Stone no se ha vuelto a acostar con June desde aquella noche decisiva, ya no la signe viendo bajo la forma de sirena de sus retratos, y ha dejado de pensar en ella de esa manera. Son sólo amigos, y Stone la visita con frecuencia pues disfruta de su compañía, y siempre le agradecerá su papel en su rescate de la Chapuza.

Durante sus entrevistas con Citrine, su mascota se convierte en un espectador habitual. Su enigmática presencia confunde a Stone. No ha encontrado ningún rastro de afecto sentimental en Citrine, y no puede imaginar el porque de su cariño hacia la criatura.

Finalmente, un día Stone pregunta a Citrine por qué la tiene, sus labios se curvan en lo que se podría parecer a una sonrisa.

—Egipto es mi piedra de toque para la verdadera perspectiva de las cosas, señor Stone. Quizás no reconoce su raza. —Stone admite su ignorancia—. Éste es un Aegyptopithecus Zeuxis, señor Stone. Su raza apareció hace varios millones de años. Actualmente es el único ejemplar que existe, un clon o, mejor dicho, una recreación basada en células fósiles.

»Ella es su antepasado, y el mío, señor Stone. Antes de los homínidos, era la representante de la humanidad en la  tierra.  Cuando la acaricio, contemplo lo poco que hemos avanzado.

Stone se gira y se marcha ofendido, infinitamente asqueado por la antigüedad de la bestia, lo cual es percibido por la señora.

Ésta es la última vez que verá a Alice Citrine. Es de noche.

Stone descansa solo en la cama, repasando instantáneas de la historia pre-ZLE que se había pasado por alto, en la pantalla de su terminal.

De pronto se escucha un fuerte crujido como la descarga simultánea de millares de arcos de electricidad estática. En ese segundo exacto, suceden dos cosas:

Stone siente un instante de vértigo. Sus ojos se apagan.

Aparte de ese shock, una explosión por encima de su cabeza hace balancearse toda la estructura de la Torre Citrine.

Stone se pone de pie inmediatamente, vestido sólo con los calzoncillos, descalzo como en la Chapuza. No puede creer que esté ciego otra vez. Pero así es. De vuelta al oscuro mundo del olor y el sonido y el tacto.

Las alarmas se disparan por todas partes. Stone corre hacia la habitación principal con ahora su inútil panorama de la ciudad. Se acerca a la puerta pero no puede abrirla. Alcanza el control manual pero vacila.

¿Qué puede hacer mientras esté ciego? Se caería, molestaría a los demás. Mejor permanecer aquí y esperar a ver qué pasa.

Stone piensa en June, luego casi puede oler su perfume. Seguramente bajará de un momento a otro para decirle qué está pasando. Eso es, esperará a June.

Stone recorre nervioso la habitación, pasan tres minutos. No puede creer que haya perdido la vista. Sin embargo, de algún modo, sabía que esto ocurriría.

Las alarmas se han parado, permitiendo a Stone escuchar casi subliminalmente pasos en el corredor, dirigiéndose hacia su puerta.

¿June, por fin?

No, algo anda mal. El sentido de la vida de Stone niega que el visitante sea alguien que él conozca.

Los sentidos de la Chapuza de Stone vuelven a tomar el mando. Deja de especular sobre qué está pasando; todo es precipitación y miedo.

Las cortinas en la habitación están sujetas con cordones de terciopelo. Stone saca uno a toda prisa, y se sitúa a un lado de la puerta de la entrada.

La onda de choque que alcanza a la puerta casi derriba a Stone. Cuando recupera su equilibrio, siente el sabor a sangre, y al instante un hombre se precipita dentro, dejándolo a él a su espalda.

Stone se coloca detrás del tipo corpulento, salta como un rayo y rodea su cintura con las piernas, pasándole el cordón alrededor del cuello.

El hombre deja caer la pistola y se lanza contra la pared. Stone siente cómo se le rompen algunas costillas, pero aprieta el cordón, tensando sus músculos al máximo.

Ambos se mueven por la habitación rompiendo muebles y vasos, enganchados en algo parecido a una obscena postura de apareamiento.

Finalmente, después de una eternidad, el hombre se derrumba, aterrizando pesadamente encima de Stone.

Stone no deja de apretar, hasta que está seguro de que el hombre ha dejado de respirar.

Su atacante está muerto. Stone vive.

Se remueve para salir de debajo de la masa inerte, tembloroso y herido.

Cuando logra salir, escucha a gente acercándose, hablando.

Jerrold Scarfe es el primero en entrar, llamando a Stone por su nombre. Cuando ve a Stone, Scarfe grita:

—Poned esa camilla allí.

Los hombres colocan a Stone en la camilla y comienzan a sacarlo. Scarfe camina a su lado e inicia una conversación surrealista.

—Descubrieron quién era, señor Stone. Ése maldito cabrón se nos coló. Nos atacaron con una emisión electromagnética dirigida que acabó con toda nuestra electrónica, incluyendo su vista. Puede que haya perdido unas pocas células cerebrales cuando estalló, pero nada que no pueda arreglarse. Tras la EMD lanzaron un misil al piso de Citrine. Me temo que murió inmediatamente.

Stone siente como si lo hubieran partido en mil pedazos, tanto física como mentalmente. ¿Por qué Scarfe le estaba contando esto?

¿Y qué pasaba con June?

Stone balbucea su nombre.

—Está muerta, señor Stone. Cuando los asaltantes designados para atraparla comenzaron a trabajar en ella, se suicidó con una cápsula de toxinas implantada.

Todas las lilas se mustian cuando el invierno se acerca.

El equipo de la camilla ha llegado a la zona médica. Stone es colocado en una cama y manos limpias comienzan a curar sus heridas.

—Señor Stone —continúa Scarfe—. Debo insistir en que escuche esto. Es necesario y sólo le llevará un minuto.

Stone ha comenzado a odiar esta voz insistente. Pero no puede cerrar los oídos o caer en una bendita inconsciencia, por lo que está forzado a escuchar el cassette de Scarfe.

Se trata de Alice Citrine.

—Sangre de mi sangre —comienza ella—, más cercano a mí que un hijo. Eres el único en quien he confiado.

El malestar desaparece de Stone mientras todo se ordena y descubre quién es él.

—Escuchas esto tras mi muerte… Esto significa que todo lo que he construido es tuyo ahora. Toda la gente ha sido pagada para protegerte. Ahora depende de ti retener su lealtad. Espero que nuestras conversaciones te hayan servido. Si no, necesitarás más suerte de la que te pueda desear.

»Por favor, olvida tu abandono en la Chapuza. Sólo fue porque la buena educación es tan importante… y sinceramente creo que has recibido la mejor. Siempre te estuve observando.

Scarfe detiene el cassette.

—¿Cuáles son sus órdenes, señor Stone?

Stone piensa con agonizante lentitud mientras gente que no ve lo traslada.

—Simplemente, limpie este follón, Scarfe, simplemente limpie todo este enorme lío.

Pero, mientras habla, sabe que no es cosa de Scarfe. Es cosa suya.