Theodore Sturgeon

Cuando se Quiere, Cuando se Ama – Theodore Sturgeon

Estaba hermoso en la cama de ella.
Cuando hay interés, cuando hay amor, cuando se atesora a alguien, puede contemplarse al amado dormido como se contempla todo, cualquier otra cosa: su risa, sus labios fruncidos, una mirada incluso ausente; una zancada, el sol enredado en un mechón de pelo; una bufonada o un gesto: incluso la inmovilidad, incluso el sueño.
Ella se inclinó un poco más, conteniendo el aliento, y contempló sus pestañas. A veces las pestañas son recias, abarquilladas, rubias; todo eso eran aquéllas, y satinadas porañadidura. Miradas muy de cerca… allí donde se curvan, vive la luz en diminutas y apretadas cimitarras.
Todo tan bueno, tan intensamente bueno, que ella se permitió deliciosamente a sí misma dudar de su realidad. Dentro de unos instantes se permitiría a sí misma creer que era real, que era cierto, que estaba ahí, que había ocurrido al fin. Todas las cosas que la vida le había dado hasta entonces, todo lo que había deseado, lo habla obtenido con sólo pedirlo. Cualquier deleite, orgullo, placer, incluso gloria en la nueva posesión de un regalo, un privilegio, objeto o experiencia: un anillo, un sombrero, un juguete, un viaje a Trinidad; sin embargo, todo ello se le había presentado siempre (hasta ahora) sobre la bandeja llamada vaya, naturalmente, con la cual le eran servidas aquellas cosas. Aunque, ¿acaso no las había deseado? Pero lo de ahora… él, ahora… el mayor de todos sus deseos de siempre; en toda su vida, lo primero que trascendía el propio deseo y se convertía a sabiendas en necesidad: lo tenía al fin, por mucho, mucho tiempo (cuánto, ahora), lo tenía de verdad y por entero para siempre, por siempre y sin nada de vaya, naturalmente. Él era su milagro personal, él en esta cama ahora, apasionado y amándola a ella. Él era la razón y la recompensa por todo: su familia y sus antepasados, conocidos por tan pocos y sufridos por tantos, y en realidad, toda la historia del género humano había conducido a ello, y todo cuanto ella misma había hecho y experimentado; y amarle, y perderle, y verle como muerto y devolverle a la vida: todo era para este momento y porque el momento tenía que llegar, él y esa cúspide, ese calor en esas sábanas, ese ahora de ella. Él era todo vida y toda la belleza de la vida, hermoso en la cama de ella; y ahora ella podía estar segura, podía creerlo, creer…
—Lo creo —suspiró ella—. Le creo.
— ¿Qué es lo que crees? —le preguntó él. No se había movido.
— ¡Diantre! Creí que dormías.
—Bueno, sí. Pero noté que alguien estaba mirando.
—Mirando, no —dijo ella suavemente—. Contemplando.

Ella contemplaba todavía las pestañas, y no las vio agitarse, pero entre ellas asomaba ahora una rendija brillante del aluminio gris y frío de sus sorprendentes ojos. Dentro de unos instantes él la miraría —sólo eso—, dentro de un momento sus ojos se encontrarían y sería como si nada nuevo hubiese ocurrido (ya que sería el mismo proyectil metálico que la había traspasado la primera vez) y también como si todo, todo, estuviera ocurriendo de nuevo. Dentro de ella, la pasión hirvió como una bola de fuego incandescente, tan enorme, tan bella…
Y como la cosa más terrible de la tierra, sin pausa, el resplandor cambió, variando desde los matices de todas las clases de amor hasta todas las tonalidades del terror y los colores del cataclismo.
Ella gritó el nombre de él…
Y los ojos grises se abrieron de par en par asustados por los temores de ella y asombrados, y se incorporó riendo, y la mueca de sus rientes labios se transformó sin pausa en la pálida contorsión de la agonía, y los labios se separaron uno de otro, excesivamente, mientras los blancos dientes chocaban y mientras entre ellos él gritaba su dolor. Cayó de costado y doblado sobre si mismo, gimiendo, jadeando fatigosamente, gimiendo, jadeando, arrastrado lejos de ella, incluso de ella, inalcanzable incluso para ella.
Ella gritó. Ella gritó. Ella…
Una biografía de los Wyke es difícil de obtener. Esto ha sido cierto durante cuatro generaciones, y mas cierto a cada una de ellas, pues cuanto mas crecían las propiedades de losWyke menos visible se hacia la familiaWyke, ya que tal fue la última voluntad del capitán Gamaliel Wyke cuando hubo escuchado la voz de su con ciencia. Como era un hombre prudente, esto no ocurrió hasta que se hubo retirado de lo que eufemísticamente llamaban comercio de melazas. Su barco —mas tarde su flota— había transportado a Europa excelente ron de Nueva Inglaterra, hecho con las melazas traídas de las Indias Occidentales a Nueva Inglaterra. Evidentemente, la travesía hacia el Oeste requería una carga remuneradora para cerrar con un tercer lado aquel provechoso triángulo. ¿Y qué mejor carga para las Indias Occidentales sino los africanos, para recolectar la caña y trabajar en los molinos que producían las melazas?
Definitivamente rico y retirado, durante algún tiempo se limitó a vivir entre sus iguales, llevando su casaca de paño fino y su nívea ropa blanca de opulento hacendado, sin más adorno personal que un macizo anillo de oro y unas pequeñas hebillas cuadradas de oro en sus rodillas. Sus conversaciones versaban sobre negocios demelazas, amenudo; raras veces sobre el ron, y nunca sobre los esclavos. Vivía con una esposa atemorizada y un hijo silencioso, hasta que ella murió y algo —quizá la soledad— restableció la conexión entre su cerebro y sus viejos y sagaces ojos, y le hizo mirar a su alrededor.
Empezó a disgustarle la hipocresía humana, y fue lo bastante sincero como para sentir disgusto también de si mismo, y esto fue algo nuevo para el capitán; no podía olvidarlo, pero tampoco soportarlo, conque dejó al muchacho con la servidumbre y, llevándose un solo criado, se retiró al desierto a bucear en su alma.
El desierto era el «Viñedo de Martha»; durante todo un crudo invierno el anciano se acuclilló al fuego cuando elmal tiempo no le permitía salir y, embozado en cuatro grandes chales grises, paseó por las playas cuando lucía el sol, con su telescopio de latón debajo del brazo y sus inflexibles y sagaces pensamientos batallando duramente con sus convicciones. Al terminar la primavera regresó a Wiscassett, su áspero carácter y su laconismo incrementados casi hasta la mudez. Liquidó (según la descripción de un
desconcertado contemporáneo) «todo lo que era ostentación», y se llevó a su hijo, como acoquinado y obediente discípulo, al Viñedo; allí, con acompañamiento de fragorosas rompientes y chirriantes gaviotas, el muchacho recibió una educación comparada con la cual, todas las enseñanzas recibidas por los Wyke durante cuatro generaciones iban a ser simples suplementos.
Pues, en su retiro a las tormentas y la soledad del yo interior y del Viñedo, Gamaliel Wyke había hecho las paces con el Decálogo, nada menos.
Nunca habla puesto en tela de juicio los Diez Mandamientos, ni los había desobedecido a sabiendas. Como otros muchos antes que él, atribuía el calamitoso estado del mundo y el pecado de sus habitantes a su negativa a observar aquellas Normas. Pero en sus mandatos, concluyó al final devotamente, Dios habla subestimado la estupidez del género humano. De modo que Gamaliel Wyke decidió enmendar el Decálogo por sí mismo, añadiendo «…ni ser causa…» a cada Mandamiento, sencillamente para que resultará más fácil regirse por ellos:
«…ni ser causa de que el nombre de Dios sea tomado en vano.
…ni ser causa de que se cometan robos.
…ni ser causa de deshonra para tu padre y tu madre.
…ni ser causa de la comisión de adulterio.
…ni ser causa de que se cometa asesinato».
Pero la revelación se produjo cuando llegó al final. Vio con súbita claridad que toda la insensatez del género humano: voracidad, lujuria, guerras, deshonra, procedían del desprecio casi absoluto de la humanidad hacia este mandamiento y su enmienda: «No codiciarás… ni serás causa de codicia».
Se le ocurrió entonces que despertar codicia en otro era un pecado tan mortal como matarle o ser causa de su asesinato. Sin embargo, en todo el mundo se alzan imperios, se ostentan grandes yates y castillos y jardines colgantes, mausoleos y trusts y títulos universitarios, con el propósito de despertar la envidia o la codicia de los menos dotados… o ejerciendo tal efecto al margen de otra motivación.
Ahora bien, un hombre tan rico como Gamaliel Wyke podía resolver el problema, por lo que a él concernía, a la manera de San Francisco; pero era capaz de renunciar al Decálogo y sus enmiendas, a todas las Escrituras y a su nudoso brazo derecho antes que desprenderse a su congénita y arraigada adquisividad yanqui (aunque esto no lo confesaba, ni siquiera a sí mismo). Y otra solución habría sido coger sus riquezas y enterrarlas en la arena del «Viñedo de Martha», para evitar que causaran codicia. Sólo el pensarlo le producía sensación de ahogo, como si tuviera las fosas nasales obturadas con arena; el dinero era para él una cosa viva y no debía ser enterrado.
Y llegó a esta conclusión definitiva: Amasa tu dinero, disfrútalo, pero no dejes que nadie lo sepa. El desear la esposa de un vecino, o el asno de un vecino, o cualquier otra cosa, concluyó, presuponía conocer la existencia de tales bienes. Ningún vecino podía desear algo suyo si no podía darle un nombre.
Por eso Gamaliel pesó con la fuerza de la gravedad y con el peso del granito en la mente y en el alma de su hijoWalter, yWalter engendró a Jedediah, y Jedediah engendró a Caifás (quien murió) y Samuel, y Samuel engendró a Zebulón (quien murió) y Sylva; así que tal vez el verdadero comienzo de la historia del muchacho que se convirtió en su propia madre ha de buscarse en el capitán GamalielWyke y en su revelación, azotada por la arena, profunda como el mar, dura como la roca.
…cayó de costado sobre la cama y se dobló sobre sí mismo, gimiendo, jadeando fatigosamente, gimiendo, jadeando, arrastrado lejos de ella, incluso de ella, inalcanzable incluso para ella.
Ella gritó. Ella gritó. Se incorporó y se apartó de él y corrió desnuda hacia la sala de estar, descolgó el teléfono de marfil:
— ¡Keogh!—gritó—. ¡Por el amor de Dios, Keogh!
…y regresó al dormitorio donde él yacía con la boca abierta de la que brotaba un ronco y horrible uh uh, mientras ella se retorcía las manos. Trató de coger una de las suyas y la encontró tensa de agonía e inconsciente. Ella le llamó, le llamó y luego volvió a gritar.
El zumbador sonó con imperdonable discreción.
— ¡Keogh! —gritó ella, y el cortés zumbador sonó de nuevo… La cerradura, ah, maldita cerradura… cogió su salto de cama y llevándolo en la mano corrió a través del gabinete y la sala de estar y el salón y el vestíbulo y abrió la puerta de par en par. Tiró de Keogh sin darle tiempo a volverse, metió un brazo por una manga de la prenda y gritó:
—Keogh, por favor, por favor, Keogh, ¿qué le pasa? —y voló hacia el dormitorio, obligando a Keogh a acelerar el paso para no quedarse atrás.
Entonces Keogh, presidente del consejo de administración de siete grandes corporaciones, consejero de una docena más, director general de una modesta empresa familiar que durante más de un siglo se había especializado en la tenencia de acciones de compañías subsidiarias, se acercó a la cama y fijó su fría mirada azul en la figura que agonizaba allí.
Meneó la cabeza.
—No has llamado al hombre adecuado —dijo secamente, y corrió hacia la sala de estar, empujando a un lado a la muchacha con un gesto mecánico. Descolgó y dijo—:Envíame a Rathburn aquí. Ahora. ¿Dónde está Weber? ¿No lo sabes? Bueno, localízaley envíale aquí… No me importa. Alquila un avión. Compra un avión.
Colgó y regresó al dormitorio. Se acercó a la muchacha por detrás y suavemente cubrió con el salto de cama su otro hombro, y sin dejar de hablarle en tono cariñoso dio la vuelta en torno a ella y le ató el cinturón.
— ¿Qué ha pasado?
—Nada… Él estaba…
—Vamos,muchacha, sal de aquí. Rathburn está a punto de llegar, y hemandado llamar a Weber. Si hay un médico mejor que Rathburn sólo puede ser Weber, conque tendrás que dejar el asunto en manos de ellos. ¡Vamos!
—No me separaré de él.
— ¡Vamos! —repitió Keogh con autoridad; luego murmuró, mirando hacia el lecho por encima del hombro de la muchacha—: Él lo desea, ¿no te das cuenta? No quiere que le veas así. ¿No es cierto? —inquirió.
El rostro vuelto a un lado ymedio hundido en la almohada brilló sudoroso; un calambre atenazó los músculos de la boca, del lado que ellos podían ver. La cabeza asintió rígidamente; fue como un estremecimiento.
—Y… cierra… bien… la puerta… —logró susurrar.
—Vamos —dijo Keogh, y repitió—: Vamos.
Tiró de ella hacia la salida del dormitorio; ella dio un traspiés. Miró hacia atrás con una expresión anhelante en el rostro hasta que Keogh, sujetándola con las dos manos, dio un puntapié a la puerta y ésta se cerró. La cama desapareció de su vista. Keogh se apoyó de espaldas contra la puerta como si la aldaba no fuera suficiente para mantenerla cerrada.
— ¿Qué le ocurre? ¿Qué le ocurre?
—No lo sé —dijo Keogh.
—Lo sabes, lo sabes. Siempre lo sabes todo… ¿Por qué no dejas que me quede con él?
—Él no lo desea.
Ella profirió un grito inarticulado.
—Tal vez él también preferiría gritar —susurró Keogh.
Ella luchó… Era fuerte; ágil y fuerte. Quiso apartar a Keogh de la puerta, pero no lo consiguió, de modo que al fin no le quedó sino llorar.
Keogh la sostuvo en sus brazos de nuevo, como no hacía desde que ella era una niña y se sentaba en su regazo. La sostuvo en sus brazos y miró sin ver la impasible y gloriosa mañana, desdibujada a través de la nube de los cabellos de la muchacha. Y deseó detener la mañana, el sol y el tiempo, pero……pero sólo hay una cosa cierta sobre la mente humana, y es que actúa, se mueve, trabaja incesantemente mientras hay vida. La acción, el movimiento y el trabajo difieren de los de un corazón o de una célula epitelial en que estos últimos tienen funciones, y en cualquier circunstancia realizan sus funciones. En vez de una función, la mente tiene un deber, el de convertir a un mono desnudo en un ser humano… Sin embargo, como para demostrar cuán trivial es la diferencia que existe entre la mente y el músculo, la mente ha de moverse hasta cierto punto, cambiar siempre hasta cierto punto, mientras hay vida, como una apestosa glándula sudorípara…
Sosteniendo a la muchacha, Keogh pensó en Keogh.
La biografía de Keogh es algo más difícil de obtener que la de los Wyke, y no es a pesar de media vida transcurrida a la sombra del dinero, sino precisamente a causa de ello. Keogh era un Wyke en todo, menos en la sangre y en la casta. Los Wyke le poseían a él y a todo lo que él poseía, que no era poco.
Sin duda fue niño alguna vez, y joven; podía recordarlo si se lo proponía, pero no se molestaba en hacerlo. La vida empezó para él cuando la summa cum laude, la graduación en negocios y en leyes y (tan joven) el año y medio con Hinnegan y Bache, y luego la increíble oportunidad en el Banco Internacional; cuando se le exigió lo imposible en el asunto Zurich-Plenum y su afortunada gestión, y la distancia que aumentó entre él y sus socios año tras año, mientras para él la luz crecía y crecía, lo mismo que las dimensiones de su trabajo, hasta que al fin fue admitido con los Wyke, y le fue permitido comprobar que los Wyke eran Zurich y Plenum, y el Banco Internacional, y Hinnegan y Bache; eran en realidad su Facultad de Derecho y su escuela y mucho, muchísimo más. Y por fin, hacia dieciséis años… no, dieciocho años, exactamente, llegó a ser el Director General, y las distancias se habían convertido en abismos entre él y el resto del mundo, mientras la luz, su propia y enorme iluminación personal, le revelaba casi a él solo un complejo financiero-industrial sin precedente en su país, y virtualmente único en el mundo.
El comienzo, el otro comienzo, fue cuando el viejo Sam Wyke le llamó de repente aquella mañana, cuando (aunque Director General, con muchos presidentes de consejos de administración), era todavía el hombre más joven de aquella inaccesible oficina.
—Keogh —le dijo el viejo Sam—, te presento a mi niña. Sácala a pasear, dale todo lo que quiera, y regresa a las seis.
Luego había besado a la niña en la coronilla de su sombrero de paja de color oscuro, se había dirigido a la puerta y se había vuelto antes de llegar a ella, para ladrar:
—Si ves que se pavonea o hace algún alarde de ostentación, Keogh, mano dura con ella, ¿entendido? No me importa lo que haga, pero no permitas que se enorgullezca de algo que ella posea frente a alguien que no lo tenga. Ese es mi Primer Mandamiento.
Y se había marchado, dejando que un silencioso y desconcertado movedor de montañas cruzase miradas con una tímida chiquilla de once años. Ella tenía la piel luminosa y pálida, los cabellos negro azabache, sedosos y brillantes, y las cejas pobladas y negras.
La summa cum laude, el ingreso en Hinnegan y Bache… todas aquellas cosas fueron comienzos y él sabía que lo eran. Durante algún tiempo no supo que lo de ahora lo había sido también, como asimismo ignoraba que había asistido a la versión contemporánea del «No serás… causa de codicia» del capitán Gamaliel. En aquel momento sólo pudo permanecer perplejo unos instantes; luego se excusó y se dirigió a la oficina del tesorero, donde firmó un recibo y alivió de su contenido a un modesto cofre de dinero que distaba mucho de ser modesto. Cogió su sombrero y su chaqueta y regresó a la oficina del Presidente. Sin pronunciar palabra, la niña se puso en pie y le acompañó hacia la puerta.
Almorzaron y pasaron la tarde juntos, y regresaron a las seis. Keogh le compró a la niña todo lo que ella quiso, en una de las tiendas más caras de Nueva York. La llevó únicamente a los lugares de diversión a donde ella le pidió que la llevara.
Cuando terminó todo, Keogh devolvió el fajo de billetes al modesto cofre, menos el dólar y veinte centavos que había gastado. Ya que en la tienda —la mayor juguetería del mundo— ella se había limitado a elegir una pelota de espuma de goma, que empaquetaron para ella en una caja cuadrada. La llevó cuidadosamente cogida por el cordel durante el resto de la tarde.
Adquirieron su almuerzo a un vendedor ambulante: él comió un bocadillo con lechuga, y ella comió dos, con gran fruición.
Subieron a la parte alta de la ciudad viajando en la imperial del autobús de la Quinta Avenida.
Visitaron el zoológico de Central Park y compraron una bolsa de cacahuetes para la muchacha y las palomas, y una bolsa de buñuelos para la muchacha y los osos.
Luego tomaron otro autobús para regresar, y eso fue todo. Así pasaron la tarde.
Keogh recordaba bien lo que ella parecía entonces: una especie de pequeño príncipe muy limpio, con su sombrero de paja. No podía recordar de qué habían hablado, ni si realmente habían hablado mucho. Estaba dispuesto a olvidar el episodio, o por lo menos a archivarlo en el departamento de Trivialidades Varias de su cerebro cuando, una semana después, el viejo Sam le entregó un fajo de documentos y le dijo que los leyera todos y luego le formulara las preguntas que creyera necesarias. La única pregunta que se le ocurrió fue: « ¿Está usted seguro de si quiere seguir adelante con esto?», pero al viejo Sam no se le podía ir con esa clase de preguntas. Conque lo pensó detenidamente y se limitó a preguntar: « ¿Por qué he de ser yo?», y el viejo Sam le miró de arriba a abajo y gruñó: «Porque le has caído bien a ella. Por eso».
Y así fue cómo Keogh y la muchacha vivieron juntos durante un año en un pueblo algodonero del Sur. Keogh trabajaba en el almacén de la Compañía. La muchacha trabajaba en la factoría de algodón; en aquella época, en las algodoneras del Sur empleaban muchachas de doce años. Hacía el turno de la mañana ymedio turno de noche, y tenía tres horas de clase por las tardes. Los sábados por la noche, hasta las diez, asistían al baile sólo para mirar. Los domingos acudían a la iglesia bautista. Su apellido, mientras estuvieron allí, fue Harris. Keogh solía preocuparse cuando la muchacha estaba lejos de su vista; un día, mientras ella cruzaba la pasarela que discurría por encima del depurador de agua de la factoría, la barandilla cedió súbitamente y la muchacha cayó al pozo. Casi antes de que su cuerpo llegase a tocar el líquido elemento, apareció un fogonero negro surgido de no se supo dónde —en realidad de lo alto de la tolva de carbón—, se lanzó al agua y sacó a la muchacha hasta la orilla del pozo, donde se había reunido una pequeña multitud. Keogh llegó corriendo del almacén mientras sacaban al fogonero y, después de comprobar que lamuchacha no había sufrido ningún daño, se arrodilló al lado del hombre, que tenía una pierna rota.
—Soy el señor Harris, el padre de la niña. Tendrás una recompensa por esto. ¿Cómo te llamas?
El hombre le hizo seña de que se acercara y cuando se hubo inclinado, el fogonero, aunque debía estar sufriendo, sonrió y le guiñó un ojo.
—No me debe usted nada, señor Keogh —murmuró.
Más tarde Keogh se habría enfurecido ante tal atrevimiento y habría despedido al hombre inmediatamente: aquella primera vez se sintió sorprendido y aliviado. Después las cosas fueron más fáciles para él, pues había comprendido que la chiquilla estaba rodeada de empleados especiales de losWyke, trabajando en las posesiones de losWyke, en una factoría de los Wyke y pagando alquiler en un inmueble de los Wyke.
El año terminó y Keogh se vio relevado de su obligación. La muchacha, apellidada ahora Kevin, con antecedentes completamente cambiados por si alguien hacía preguntas, fue enviada a completar su educación a un pensionado suizo muy distinguido, desde donde, obediente, escribía al señor y la señora Kevin, grandes hacendados de las montañas de Pennsylvania que le contestaban con puntualidad.
Keogh volvió a su trabajo, el cual encontró en perfecto orden, con todos los documentos del año transcurrido en regla, y una suma extra, aparte de su astronómico sueldo, ingresada en una de sus cuentas corrientes: una suma que asombró incluso a Keogh. Al principio echó de menos a la muchacha, como era de esperar. Pero siguió echándola de menos todos los días durante dos años enteros, y esa anomalía no pudo explicársela ni comentarla con nadie.
Todos los Wyke, le gruñó un día el viejo Sam, hacían algo por el estilo. Sam, había sido leñador en Oregon, racionista en un teatro durante un año y medio, y luego marino en un pequeño petrolero de cabotaje.
En su fuero interno, Keogh tal vez pensaba que cuando ella regresara de Suiza volverían a pescar en un viejo bote de fondo plano, o que ella volvería a sentarse en su regazo mientras él padecía los duros bancos del cinematógrafo pueblerino. Cuando la vio a su regreso de Suiza, supo que nada de aquello volvería a ocurrir. Supo que empezaba una nueva fase; le turbaba y le disgustaba y quiso olvidarlo: podía hacerlo, era lo bastante fuerte. Y ella… Bueno, ella le echó los brazos alrededor del cuello y le besó; pero cuando le habló con su nuevo vocabulario, producto de la refinada escuela Suiza, le pareció extraña y temible, como un ángel. Hasta el ángel más encantador es extraño y temible…
Entonces convivieron de nuevo durante largo tiempo, aunque sin mimos ni caricias.
Él se convirtió en el señor Stark, dueño de una agencia comercial de Cleveland, y ella se hospedó con una pareja de ancianos, asistía a la Universidad y trabajaba unas horas en los archivos de la oficina de Keogh. Estaba aprendiendo los intríngulis del negocio, su verdadera magnitud. Iba a ser suyo, y lo fue cuando estaban en Cleveland: el viejo Sam murió de repente. Asistieron al funeral, pero el lunes volvieron al trabajo. Permanecieron allí durante ocho meses más; ella tenía mucho que aprender. En otoño ingresó en una academia particular, y Keogh pasó otro año sin verla.
— ¡Chitón! —le susurró Keogh a la llorosa joven. ¡Chitón!, dijo el zumbador.
—El médico…
—Ve a tomar un baño —dijo Keogh, empujándola.
Ella se volvió a medias bajo su mano, y le miró con el rostro de nuevo encendido.
— ¡No!
—No puedes entrar; ya lo sabes —dijo Keogh, dirigiéndose hacia la puerta.
Ella le miró con ira, pero su labio inferior temblaba.
Keogh abrió la puerta.
—En el dormitorio —dijo.
— ¿Quién…?
Entonces el médico vio a la joven, con las manos crispadas y el rostro desencajado, y eso le bastó. Era un hombre alto, gris, de manos rápidas, paso rápido y dicción cortante.
Cruzó directamente el vestíbulo, el salón y las demás habitaciones y entró en el dormitorio. Cerró la puerta tras de sí. No hubo ninguna discusión, ninguna petición ni negativa; el Dr. Rathburn se había limitado a dejarles fuera, sencillamente.
—Ve a tomar un baño.
—No.
—Vamos.
La cogió de la muñeca y la condujo al cuarto de baño. Metió la mano en la ducha y abrió los grifos. Había cuatro en cada esquina; el segundo chorro empezando por arriba estaba perfumado: flor de manzano.
—Vamos.
Keogh se dirigió a la puerta. Ella permaneció dónde él la había dejado, retorciéndose las manos.
—Vamos —repitió Keogh—. Una ducha te sentará bien. ¿O quieres que te duche yo mismo? Apuesto a que todavía puedo hacerlo.
Ella le miró, enfurecida; pero su indignación fue desvaneciéndose a medida que comprendía su intención. Una infrecuente chispa de malicia apareció en sus ojos y, en una perfecta imitación barriobajera, dijo:
—Intenta meterme mano, mochales, y te daré pal pelo.
Pero el esfuerzo fue demasiado para ella y estalló de nuevo en llanto. Keogh salió y cerró suavemente la puerta.
Esperaba junto al dormitorio cuando Rathburn se asomó y cerró rápidamente la puerta sobre el gemido, el jadeo.
— ¿Qué tiene? —inquirió Keogh.
—Espere un momento —Rathburn se dirigió hacia el teléfono.
Keogh dijo:
—Ya he enviado a por Weber.
Rathburn se detuvo en una postura casi ridícula.
— ¡Vaya! —dijo—. No es mal diagnóstico para un profano. ¿Hay algo que usted no sepa hacer?
—No sé de qué me habla —replicó Keogh.
— ¡Ah! Creí que lo sabía. Si, temo que pertenece a la especialidad de Weber. ¿Qué le hizo sospechar?
Keogh se estremeció.
—En cierta ocasión vi a un peón de una fábrica recibir un golpe bajo. Y sé que a él no le han golpeado. ¿De qué se trata?
Rathburn echó una mirada a su alrededor.
— ¿Dónde está ella?
Keogh señaló el cuarto de baño.
—La he mandado tomar una ducha.
—Bien —dijo el doctor. Bajó la voz—. Naturalmente, no puedo asegurar nada sin un reconocimiento más detenido y unos análisis de labo…
— ¿Qué tiene? —insistió Keogh, no en voz alta, pero con tal violencia que Rathburn retrocedió un paso.
—Podría ser un coriocarcinoma.
Keogh meneó la cabeza con aire de cansancio.
— ¿Y yo he diagnosticado eso? Ni siquiera sé pronunciarlo… ¿Qué es? —Y se apresuró a añadir, como si quisiera demostrar que su ignorancia no era fingida—: Desde luego, sé lo que significa la última parte de la palabra.
—Una de las… —Rathburn tragó saliva, y probó de nuevo—: Una de las formas de cáncer más malignas. Y… —Volvió a bajar la voz—. No siempre ataca con tanta fuerza.
— ¿Hasta qué punto es grave?
Rathburn hizo un gesto de impotencia.
—Muy grave, ¿eh, doctor?
—Tal vez algún día podamos… —musitó Rathburn, en tono casi inaudible.
Los dos hombres guardaron silencio unos instantes, mirándose con aire abatido. Por último, Keogh inquirió:
— ¿Cuánto puede durar?
—Unas seis semanas, tal vez.
— ¡Seis semanas!
—Calle —dijo Rathburn nerviosamente.
—Weber…
—Weber sabe de fisiología interna más que nadie. Pero no sé si eso servirá de algo.
Es como si… bueno, como si la casa de uno fuese alcanzada por un rayo y consumida hasta los cimientos. Se pueden examinar las ruinas, y los informes meteorológicos, y saber exactamente lo que ha ocurrido. Tal vez algún día podamos… —repitió, pero lo dijo con tanta desesperanza que Keogh, a través del velo de niebla de su propio terror, sintió lástima de él y le tendió la mano casi instintivamente. Tocó la manga del doctor con una torpeza reveladora de lo desacostumbrado que estaba a aquella clase de gestos.
— ¿Qué va usted a hacer?
Rathburn se volvió hacia la cerrada puerta del dormitorio.
—Lo que he hecho. —Hizo un gesto con el pulgar y el índice—. Morfina.
— ¿Y eso es todo?
—Mire, yo me dedico a la medicina general. Pregúntele a Weber, ¿quiere?
Keogh comprendió que había empujado al hombre hasta el límite en busca de una migaja de esperanza; si no existía ninguna, era inútil seguir apretándole. Preguntó:
— ¿Hay alguien que trabaje en ello? ¿Puede usted localizarlo?
—Lo haré, lo haré. Pero Weber sabrá decirle de memoria más de lo que yo podría
descubrir en seis me… en mucho tiempo.
Se abrió una puerta y apareció la joven, ojerosa, pero sonrosada y envuelta en una larga bata de terciopelo blanco.
—Doctor Rathburn…
—Él está durmiendo.
—Gracias a Dios. ¿Cree que…?
—No, no siente ningún dolor.
— ¿Qué tiene? ¿Qué le ha pasado?
—No puedo aventurar un diagnóstico sin estar seguro… Estamos esperando al doctor Weber. Él se lo dirá.
—Pero, ¿está…?
—Durmiendo, ya se lo he dicho.
—¿Puedo…?—La timidez, la cautela, pensó Keogh, no encajaban con ella—. ¿Puedo verle?
—Está dormido.
—No importa. Me estaré quieta. No… le tocaré ni diré nada.
—Adelante —dijo Rathburn.
Ella abrió la puerta del dormitorio y entró impaciente y silenciosamente.
— ¿No le parece que quiere convencerse de que él sigue ahí? —inquirió Rathburn.
—Exactamente —dijo Keogh.
La biografía de Guy Gibbson si que es realmente difícil de obtener. Porque no era ningún ejecutivo excepcional, de ésos que a pesar de su cauto anonimato tienen tanto poder que puede ser descubierto por quienes saben cómo buscar y dónde buscarlo y cómo deducir los detalles significativos de la masa de datos obtenidos. Y Guy Gibbson tampoco había nacido heredero de incontables millones, heredero directo de una dinastía de gigantes.
Procedía de donde procedemos la mayoría de nosotros: la clase media alta, o la clase media baja, o la clase media intermedia, o como se llamen esas enrevesadas clasificaciones de la sociedad (cuanto más se estudian, menos significado tienen).
Después de todo, sólo hacía ocho semanas ymedia que pertenecía al imperio de losWyke.
Los datos esenciales podrían ser relativamente fáciles de obtener (fecha de nacimiento, ficha escolar), y ciertos hechos señalados (profesión del padre, nombre de soltera de la madre), así como, quizás, un par de puntos culminantes (un divorcio, tal vez, o una muerte en la familia); pero una biografía, una verdadera biografía, la que hace algo más que describir, la que explica al hombre —pocas lo hacen—, eso es harina de otro costal.
La ciencia, hay que admitirlo, puede más que «todos los caballos del rey y todos los hombres del rey», y recomponer al enanito que se cayó del muro. Dadle material suficiente, y tiempo suficiente… Pero, ¿no es esto un modo de decir «dadle suficiente dinero»? Ya que el dinero puede dar no sólo los medios, sino también el móvil. De modo que si se invierte suficiente dinero en un proyecto biográfico, tal vez lo desconocido, el último vestigio de anonimato, podría ser eliminado de la historia de la vida de un hombre,
aunque sea un joven don nadie (como dicen los snobs), sin importar si es poco (aunque íntimamente) conocido.
Sin duda lo más importante que le ocurrió a Guy Gibbson en su vida fue su primer encuentro con el imperio de losWyke y, como muchas personas antes y después, no tuvo conciencia de ello. Fue cuando aún no había cumplido los veinte años, y Sammy Stein y él invadían propiedades ajenas.
Sammy era un compañero de estudios, y aquel día particular tenía un secreto; había insistido mucho en la excursión del día, pero se negó a decir por qué. Era un muchacho corpulento, bondadoso, bastante callado, cuya estrecha amistad con Guy se basaba casi exclusivamente en la atracción de los polos opuestos. Y como de las muchas clases de diversiones que compartían, la más divertida era la de invadir propiedades ajenas, quiso practicarla también en aquella ocasión.
«Invadir propiedades ajenas» como diversión era algo que había empezado casi espontáneamente cuando los dos muchachos contaban doce o trece años. Vivían en una gran ciudad, rodeada (al contrario de la mayoría de las actuales) por suburbios antiguos, no nuevos. Aquellos suburbios tenían grandes fincas ymansiones —algunas, inmensas—, y el mayor placer de los muchachos consistía en escalar a través de una cerca o una valla y, muy sobrecogidos ante su propia osadía, explorar campos y bosques, parques y senderos, como guerreros indios en tierra de colonos. Habían sido capturados dos veces; en una ocasión les echaron los perros —tres boxers y dos mastines, que les hubieran destrozado si los muchachos no hubiesen sido más afortunados que rápidos—, y en otra fueron víctimas de una cariñosa anciana que llegó a empalagarles con sus emparedados de membrillo y su afecto de solterona. Pero en la saga de sus aventuras, aquellas dos capturas servían de condimento: dos fracasos contra cientos de éxitos (ya que muchos de aquellos lugares eran visitados más de una vez) eran una buena marca.
Por ello tomaron el tranvía hasta el final de la línea, y anduvieron una milla, y llegaron al recodo donde había un rótulo de Prohibido el paso muy bien pintado, aunque deteriorado por el tiempo. Se metieron en un bosquecillo silvestre, y por último llegaron hasta una pared de granito aparentemente inexpugnable.
Sammy había descubierto aquella pared la semana anterior, en una correría solitaria;
quiso que Guy le acompañara para abordarla, y Guy se sintió agradecido. Quedó también profundamente impresionado por la pared en sí. Un obstáculo tan importante debía haber sido descubierto, estudiado, combatido y conquistado mucho antes. Pero al mismo tiempo que una pared alta, y larga y misteriosa, era una pared lejana, una pared discreta. Ningún sendero la flanqueaba salvo el propio camino de acceso a la finca, que era rústico, tortuoso y conducía a un herrado portal de roble macizo sin grieta ni resquicio que permitiera atisbar el interior.
No podían abrir brecha en la pared ni escalarla… pero la cruzaron. Un viejo arce de fuera cruzaba sus ramas con un castaño de dentro, y así pasaron al otro lado como un par de ardillas.
En sus correrías habían visto fincas bien cuidadas, pero nunca habían visto un parque tan mimado, tan acicalado, tan pulido y, como dijo Sammy mientras notaba enfriársele su habitual talante emprendedor, escondidos ambos en una pérgola demármol que dominaba acres y acres de verde césped, árboles perfectamente podados, arroyos con pequeños puentes japoneses y, en sus orillas, graciosos y diminutos jardines que parecían nacer de la roca:
«… y esto tiene millas enteras».
Aquella primera vez habían correteado un poco y se habían enterado de que allí vivía alguien después de todo. Vieron un tractor a lo lejos, arrastrando una segadora sobre el césped (los propietarios lo llamaban indudablemente un calvero, pero era un césped). La máquina, rara en aquella época, segaba una faja de hierba de treinta pies de anchura «y aquello», dijo Sammy maravillado, «no era heno». Y luego habían visto la casa…
Bueno, la habían vislumbrado entre los árboles y Guy se sintió fuertemente atraído.
—La casa está allí —dijo Sammy—. Pueden vernos.
Entrevieron una especie de monumento blanco, que era la propia casa o parte de ella, con torres, torreones y almenas: un palacio de cuento de hadas en aquel paisaje de leyenda. No pudieron ver más; estaba emplazada de modo que nadie pudiera acercarse sin ser visto ni espiarla desde ningún escondrijo. Quedaron literalmente mudos ante el espectáculo y durante casi una hora guardaron silencio, limitándose a menear expresivamente la cabeza de cuando en cuando. Más adelante solían referirse a la casa como «la choza», y con el mismo espíritu llamaron luego «la vieja charca» a su descubrimiento final.
Estaba más allá de un arroyo, sobre una colina boscosa. Dos colinas más se erguían al encuentro del bosque, y formando copa entre las tres había un estanque, quizás un lago.
Tenía forma de L, y a su alrededor había sombreadas caletas, grutas, abrigadas escaleras de piedra que conducían aquí a un rústico pabellón adornado con flores, allí a un oculto claro que albergaba un diminuto jardín.
Se lanzaron al agua, procurando no llamar la atención con sus chapoteos y permanecer cerca de la orilla. Exploraron dos caletas a la derecha (una cascada en miniatura y una minúscula playa de arena dorada, evidentemente artificial) y tres a la izquierda (una cuadrada, revestida de azulejos de color patinado, con una torre sumergida de cristal negro cuyos cimientos debían de estar a veinte pies de profundidad; una pequeña playa de arena blanca como la nieve; y otra donde no se atrevieron a entrar, por miedo a estropear la flota de perfectos veleros en miniatura, ninguno de ellos de más de un pie de longitud, anclados allí; pero permanecieron en el agua, mientras el frío les calaba hasta los huesos, contemplando el muelle en miniatura con pequeños carritos de mano, y calles, y faroles, y casas antiguas). Luego, cansados, hambrientos y atemorizados, se volvieron a casa.
Y Sammy reveló el secreto que se guardaba y que le había inducido a convertir aquel día en una fecha señalada: al día siguiente iba a enrolarse como voluntario para acompañar a Chennault en China.
Guy Gibbson, abrumado, hizo el único gesto que juzgó apropiado a las circunstancias: juró solemnemente que no volvería a invadir una propiedad ajena hasta que Sammy regresara.
La muerte por coriocarcinoma —empezó el doctor Weber— es el resultado de…
—Pero él no morirá —dijo ella—. No lo permitiré.
El doctor Weber era un hombre bajito, de hombros redondos y rostro de halcón.
—No quiero ser descortés; podría hablar con eufemismos y alimentar una falsa esperanza, o bien hacer lo que usted me pidió que hiciera: explicar la situación y establecer mi diagnóstico, pero no ambas cosas a la vez.
El doctor Rathburn intervino, conciliador:
— ¿Por qué no descansa un poco? Iré a verla cuando hayamos terminado aquí, y le comunicaré lo que sea preciso.
—No quiero descansar —replicó ella bruscamente—. Y no le pido que me ahorre ningún detalle, doctor Weber. Me limito a decir que no permitiré que él muera. En mi afirmación no hay nada que le impida a usted decirme la verdad.
Keogh sonrió. Weber notó aquella sonrisa y se sintió desconcertado. Entonces Keogh observó su sorpresa.
—La conozco mejor que usted —dijo, con cierto orgullo—. No es necesario que se ande con rodeos.
—Gracias, Keogh —dijo ella. Se inclinó hacia delante—: Continúe, doctor Weber.
Weber la miró. Arrancado de su trabajo a dos mil millas de distancia y conducido a un lugar desconocido para él, de un lujo que le hacía desconfiar de sus propios ojos, para conocer a una mujer de un poder tan ilimitado que le resultaba casi incomprensible… todo esto turbaba a Weber. Conmoción, pena, miedo y frustración como los de ella, los había visto antes, desde luego: ¿qué médico no los conoce? Pero cuando Keogh le dijo a ella sin rodeos que aquella enfermedad mataba en seis semanas, sin remisión, ella había vacilado, había cerrado los ojos durante largo rato y luego había dicho serenamente:
«Cuéntenos todo lo que sepa de esta… esta enfermedad, doctor». Y después había añadido: «Él no va a morir. No lo permitiré». Y lo había dicho con tanta seguridad, irguiendo la cabeza y con una voz tan firme, que Weber casi lo creyó. Y pensó que ojalá pudiera creerlo de veras. Y así descubrió que no había agotado aún su capacidad de asombro.
Hizo un esfuerzo para hablar con imparcialidad, como si fuese, no un hombre ni el médico de este paciente en particular, sino una especie de libro de consulta, y repitió:
—La muerte por cariocarcinoma es distinta a otras muertes producidas por tumores malignos. Por regla general un cáncer empieza localmente, y dispersa células en crecimiento desordenado a través del órgano donde se ha originado. La muerte puede ser consecuencia del fallo de dicho órgano: hígado, riñón, cerebro, etc. En otros casos, el cáncer aparece de súbito y prolifera por todo el cuerpo, implantando colonias en todo el organismo. Estas reciben el nombre de metástasis. En tal caso, la muerte sobreviene por colapso de varios órganos, en vez de uno solo. Desde luego, pueden ocurrir ambas cosas: la destrucción casi completa del órgano canceroso, y los efectos metastásicos al mismo tiempo. El corion, por otra parte, no representa en principio un órgano vital. Vital para la especie, quizá, pero no para el individuo. —Se permitió una seca sonrisa—. Este concepto probablemente sería desconcertante para la mayoría de la gente, hoy por hoy, mas no por ello deja de ser cierto. Ahora bien, las células sexuales tienen ciertas propiedades básicas que no poseen las demás células del organismo.
—¿Ha oído usted hablar alguna vez del estado conocido como embarazo ectópico?—Dirigió la pregunta a Keogh, quien asintió—. El óvulo fecundado no logra descender hasta el útero, quedando adherido a la pared del tubo muy fino que conduce de los ovarios a la matriz. Y al principio todo marcha perfectamente, y este es el punto que deseo comprendan ustedes. Porque, si bien el útero es el único órgano verdaderamente apto para esa función, la pared del tubo no solamente aloja al óvulo fecundado, sino que lo alimenta.
De hecho forma lo que nosotros llamamos una placenta secundaria, que envuelve al embrión y lo nutre. El embrión, desde luego, tiene gran capacidad de supervivencia y es capaz de desarrollarse en la placenta secundaria. Y crece… crece con rapidez. El tubo es tan fino que resultaría muy difícil pasarle una aguja de coser; por tanto no puede contener al feto y se rompe. Si el embrión no es extraído en ese momento, los tejidos exteriores se aplican a la tarea de suplir el útero y la placenta; a los seis o siete meses, si la madre sobrevive tanto tiempo, causarán verdaderos estragos en el abdomen. Así pues, volvamos al corion. Como las células enfermas son células sexuales, se multiplican desordenadamente, sin control ni forma definida. Se desarrollan en una infinita variedad de formas y tamaños. Por ley estadística, cierto número de ellas (el número de células afectadas es astronómico) se asemejan a óvulos fecundados. Algunas de ellas se parecen tanto al embrión que personalmente me costaría distinguirlas. Y el organismo tampoco sabe distinguirlas: cualquier cosa que tenga un parecido, por leve que sea, Con un óvulo fecundado, puede provocar la formación de una placenta adventicia. Consideremos ahora la fuente de esas células. Fisiológicamente hablando, es tejido glandular: una masa de tubos capilares y vasos sanguíneos. Todos y cada uno de ellos hacen lo posible para admitir y nutrir a aquellas imitaciones de embriones, hasta la más diminuta de ellas. Sin embargo, las delgadas paredes de los capilares se rompen fácilmente bajo semejante esfuerzo, y las imitaciones, mejor dicho, las más logradas, que son toleradas por los tejidos con más facilidad, pasan a los capilares y luego a la corriente sanguínea. Hay sólo un lugar donde puedan sobrevivir, con abundancia de oxígeno, linfa, sangre y plasma: los pulmones. Los pulmones se dedican muy pronto a la tarea de formar placentas para aquellas células y nutrirlas. Pero cada zona de pulmón dedicada a gestar un falso embrión significa una zona sustraída a la tarea de oxigenar la sangre. En último término, los pulmones fallan y se produce la muerte como resultado de una carencia de oxígeno.
Rathburn intervino:
—Durante años, el coriocarcinoma fue considerado como una afección pulmonar, y el cáncer de los testículos se confundía con una metástasis.
—Pero el cáncer de pulmón… —quiso objetar Keogh.
—No se trata de cáncer de pulmón, ¿no se da cuenta? Con tiempo suficiente podría serlo, por metástasis. Pero nunca hay tiempo suficiente. Los enfermos mueren antes… —
Trató de no mirar a la joven, sin conseguirlo, y dijo de todos modos—: De manera inevitable.
— ¿Qué tratamiento les da usted exactamente?
Weber levantó las manos y las dejó caer. Era el mismo gesto que Rathburn hizo antes, y Keogh se dijo distraídamente que tal vez lo enseñaban en las facultades de medicina.
—Intentamos paliar el dolor. Una orquidectomía podría alargar un poco la vida del paciente, al suprimir la afluencia de células malignas a la corriente sanguínea. Pero no le salvaría. Cuando se observan los primeros síntomas ya se ha producido la metástasis; el cáncer se ha generalizado… y tal vez la muerte por insuficiencia pulmonar sea lo más clemente.
— ¿Qué es una «orquidectomía»? —preguntó Keogh.
—La amputación de… ejem… la fuente —dijo Rathburn con cierto apuro.
— ¡No!—gritó la joven.
Keogh le dirigió una mirada compasiva. Se sentía un poco cínico, desengañado; quizá la envidiaba por haber vivido como él nunca había podido vivir, por poseer lo que él nunca pudo tener. Era una manifestación del antiguo pecado que el viejo capitán Gamaliel había descubierto en sus perspicaces meditaciones. Desde luego amputar, si servía de ayuda. ¿Qué crees que estás protegiendo?, pensó. ¿Su virilidad? ¿Qué puede significar ahora para ti? Pero, al mirarla, descubrió algo distinto del horror y la conmoción romántica que esperaba hallar. Las pobladas cejas de la joven estaban muy juntas y en su rostro se reflejaba una intensa concentración.
—Déjenme pensar —dijo, sorprendentemente.
—Debería usted… —empezó Rathburn, pero ella le redujo al silencio con un gesto impaciente.
Los tres hombres cambiaron una mirada y guardaron silencio, como si hubieran recibido una misma orden tácita. Lo que estaban esperando, no podían suponerlo.
La joven se sentó con los ojos cerrados. Transcurrió un minuto.
—Papá solía decir —murmuró finalmente, en voz tan baja que parecía estar hablando consigo misma—que siempre hay un camino. Lo único que hay que hacer es encontrarlo.
Hubo otro largo silencio, y ella abrió los ojos. En el fondo de ellos ardía una llama que inquietó a Keogh. La joven añadió:
—Y en cierta ocasión me dijo que yo podía tener cualquier cosa que deseara, siempre que fuese algo… posible… La única manera de descubrir si una cosa es imposible consiste en intentarla.
—Eso no lo dijo Sam Wyke —dijo Keogh—. Lo dijo Keogh.
Ella se humedeció los labios y miró sucesivamente a los tres hombres, aunque parecía no verles.
—No voy a dejarle morir —dijo—. Ya lo verán.
Sammy Stein regresó dos años más tarde, de permiso y proyectando reengancharse en las Fuerzas Aéreas. En China, dijo, había encontrado un infierno, y algo de aquella maldad infernal se le había quedado dentro. Pero aún era el antiguo Sammy capaz de maravillosos planes para la invasión de propiedades ajenas; y los dos jóvenes sabían exactamente a dónde iban a ir. Pero antes el nuevo Sammy quería correr una buena juerga.
Guy, salido hacía dos años de la Universidad, trabajaba para ganarse la vida, y por naturaleza no era ni juerguista ni mujeriego, pero asintió de buena gana. Al principio, Sam parecía olvidado de «la vieja charca» y a media noche, en el baile, Guy estuvo a punto de desesperarse ante la falta de memoria de su amigo. De pronto, el propio Sam reaccionó y le recordó a Guy que en cierta ocasión le había escrito preguntándole si todo aquello había ocurrido realmente. Guy había olvidado la carta a su vez; pasaron unos momentos estupendos evocando « ¿recuerdas cuando…?», e hicieron planes para salir de excursión al día siguiente, llevándose el almuerzo. Y saldrían temprano.
Luego se liaron con algunas chicas, y bebieron mucho, y de madrugada Guy se encontró sentado en una acera mirando cómo Sammy metía a una muchacha en un taxi.
— ¡Eh!—grito—. ¿Qué hay de lo que tú sabes, de la vieja charca?
—Puedes contar conmigo —dijo Sammy, y rio inmoderadamente.
La muchacha le tiraba del brazo; Sammy se desprendió de ella y se volvió hacia Guy.
—Oye —dijo, tratando de guiñar un ojo—, si esto sale bien (y saldrá bien), no podremos empezar demasiado temprano. Te diré lo que haremos. Tú irás directamente allí y me reuniré contigo junto a aquel cartel que dice Prohibido el Paso. Digamos a las once. Si a esa hora no he llegado, es que me habré muerto o algo por el estilo. —Se volvió hacia el coche—. ¿Vas a matarme, cariño? Y la muchacha replicó:
—Lo haré si no subes ahora mismo a este taxi.
— ¿Comprendes lo que quiero decir? —continuó Sammy con exagerada seriedad de borracho—. Me estoy jugando la vida.
Desapareció en el interior del taxi, y Guy no volvió a verle durante aquel permiso.
Fue difícil de encajar, especialmente porque en ningún momento estuvo seguro de que Sammy no fuese a presentarse. Guy llegó con diez minutos de retraso, después de hacer un esfuerzo sobrehumano para ser puntual. Tenía acidez de estómago a causa del exceso de bebida, le dolían las articulaciones y los ojos por falta de sueño. Sabía que posiblemente Sammy no habría llegado aún o no se presentaría; pero también era posible que hubiese llegado antes y hubiera entrado en la finca sin esperarle. Guy aguardó una hora y algunos minutos más, hasta que la pequeña carretera quedó desierta de tráfico y de ruidos de tráfico. Luego se adentró solo en el bosque, pasó junto al rótulo de Prohibido el Paso y llegó a la pared. Tropezó con ciertas dificultades para franquearla, incomodado por la bolsa de provisiones. Quedó complacido, desde luego, al redescubrir el césped increíblemente perfecto y los acicalados senderos que discurrían limpiamente a través de las arboledas. Sin embargo, aquel placer era una simple confirmación de su recuerdo y nada más. Le hablan estropeado el día.
Guy alcanzó el lago casi a la una de la tarde, acalorado y cansado, con un hambre devoradora y un desagradable nerviosismo. Ambas sensaciones le afectaban el estómago; se sentó en la orilla y comió. Devoró la comida que había traído para Sammy y para él, Provisiones heterogéneas descuidadamente metidas en una bolsa de papel a primeras horas de la mañana. La torta estaba rancia, pero se la comió de todos modos. El zumo denaranja estaba caliente y había empezado a fermentar. Tozudamente, decidió nadar,puesto que había ido para hacerlo.
Escogió la playa con la arena dorada. Debajo de un espeso bosquecillo de juníperos encontró un banco y una mesa de piedra. Se desnudó allí, cruzó la playa y se metió en el agua.
Pensaba darse un simple chapuzón, para poder decir que lo había hecho. Pero a su izquierda asomaba la caleta rectangular con la torre sumergida; y recordaba el puerto con los veleros de juguete. Nadó diagonalmente a través del pie de la L del lago y vio unas embarcaciones: esta vez no eran veleros anclados, sino balandros de competición que salían de una caleta, cruzaban la bocana y penetraban de nuevo en ella; debían de estar montados sobre algún tipo de rueda submarina o cadena sinfín, y se mecían a impulsos de la brisa. Guy tuvo ganas de acercarse, pero decidió ser prudente y dio media vuelta.
Nadó hacia la izquierda cerca de la playa rocosa, y se puso a contornearla. Acercándose más (el agua parecía aquí sin fondo), rodeó el espigón y se encontró cara a cara (literalmente, se tocaron) con una muchacha.
Era joven —casi de su misma edad—, y la primera impresión de Guy fue la de unos ojos de expresión demasiado compleja, unos dientes blancos con caninos puntiagudos, completamente distintos de la regularidad de teclas de piano que se consideraba hermosa en aquella época, y una amplia melena de bellos cabellos oscuros flotando alrededor de sus hombros. Guy abrió la boca, asombrado, pero al hacerlo se olvidó de sacarla del agua, de modo que se halló desconectado de las impresiones exteriores por una sensación de asfixia; luego se notó firmemente sujeto por el brazo izquierdo y se halló al lado de la
roca.
—Gracias —dijo Guy roncamente, mientras ella retrocedía un trecho nadando—. Supongo que no debería estar aquí —añadió absurdamente.
—Supongo que yo tampoco. Pero pensé que vivías aquí. Creí que eras un fauno.
—Me alegro de oírte decir eso. Acerca de ti, me refiero. Yo lo que soy es un intruso, hombre.
—No soy un hombre.
—Sólo era un modo de hablar —dijo Guy.
Ella le miraba fijamente y de pronto dijo, muy seria:
—Tienes los ojos más bonitos que he visto nunca. Parecen hechos de aluminio. Y tus cabellos son ondulados.
A Guy no se le ocurrió nada que decir, aunque lo intentó; lo único que le salió fue:
—Es temprano, ¿verdad?
Y de pronto ambos se echaron a reír. Ella era tan rara, tan distinta… Hablaba de un modo grave, sin énfasis y sin matiz alguno, como acostumbrada a manifestarse siempre sin rodeos.
—También tienes unos labios encantadores —dijo ella—. Están de color azul pálido. Será mejor que salgas del agua.
— ¡No puedo!
Ella lo pensó unos instantes, alejándose de él y regresando luego a poca distancia.
— ¿Dónde están tus cosas?
Guy señaló al otro lado del lago que había rodeado.
Espérame allí —dijo ella, y súbitamente se le acercó, tan cerca, que hundió la barbilla en el agua y le miró derecho a los ojos—. Quiero que me esperes —le conminó.
—Si, lo haré —prometió Guy, y empezó a nadar hacia la orilla opuesta.
Ella se colgó de una roca, contemplándole.
El esfuerzo realizado al nadar le calentó, y disminuyeron los escalofríos y el vago malestar que los acompañaba. Luego sintió una punzada de dolor en el estómago y encogió las rodillas para combatirlo. Cuando trató de extenderlas de nuevo, el dolor se intensificó. Volvió a doblar las rodillas, y esta vez el dolor no cedió, por lo que no se le ocurrió extenderlas de nuevo; al contrario, las encogió todavía más, pero el dolor fue en aumento. Entonces le faltó el aire, sacó la cabeza del agua y quiso flotar de espaldas, pero con las rodillas encogidas todo le salía mal. Inhaló al fin por necesidad, y se proyectó hacia arriba en busca de aire hasta que la presión en sus oídos le dijo que estaba nadando hacia abajo. La negrura cayó sobre él y Guy se dejó envolver por ella durante un terrible instante, y luego le envolvió la luz, y tragó una bocanada de aire y una de agua, y volvió de nuevo la oscuridad; esta vez se quedó con él…
Todavía hermoso en la cama de ella, aunque amodorrado por la morfina y sumido en inquieto sueño, yacía allí con unos monstruos agitándose en sus venas…
En voz baja, en un rincón del dormitorio, ella hablaba con Keogh:
—No me comprendes. No me comprendiste ayer cuando grité ante la idea de aquella…aquella operación. Keogh, yo le amo, pero yo soy yo. El hecho de que le ame no significa que haya dejado de pensar. Amarle a él significa que soymás igual a mí misma que nunca, no menos. Significa que puedo hacer cualquier cosa que haya hecho antes, sólo que más y mejor. Por eso me enamoré de él. ¿Has estado enamorado alguna vez, Keogh?
Keogh contempló su melena y el trazo firme de sus cejas, y dijo:
—No he pensado demasiado en ello.
—«Siempre hay un camino. Lo único que hay que hacer es encontrarlo»—citó ella—. Keogh, he aceptado lo que dijo el doctor Rathburn. Ayer, después de despedirnos, fui a la biblioteca y escudriñé algunos libros… Rathburn y Weber están en lo cierto. Y he pensado… tal como lo hubiera hecho papá, tratando de barajar todas las condiciones, buscando un nuevo camino. El no morirá, Keogh; no voy a dejarle morir.
—Dijiste que lo habías aceptado…
—Sí, en parte. En su mayor parte, si lo prefieres. Todos morimos poco a poco, continuamente, y no nos importa porque la mayoría de las partes muertas son reemplazadas. El… él perderá más partes, con más rapidez, pero… cuando todo haya pasado, volverá a ser él mismo.
Lo dijo con soberbia confianza, y consiguió que la idea no pareciera pueril.
—Algo estás tramando —afirmó Keogh. Tal como les había dicho a los médicos, la conocía muy bien.
—Todas esas… esas cosas en su sangre —dijo ella quedamente—. La lucha en que están empeñadas… tratando de sobrevivir. ¿Has pensado en ese aspecto de la cuestión, Keogh? Quieren vivir. Desean terriblemente seguir viviendo.
—No se me había ocurrido.
—Su cuerpo también desea que vivan. Las acoge dondequiera que se alojen. El doctor  Weber lo dijo.
—Algo estás tramando —repitió Keogh—, y sea lo que sea no creo que me guste.
—No quiero que te guste —dijo ella en el mismo tono de voz extrañamente tranquilo.
Keogh le lanzó una rápida mirada y vio de nuevo la llama que ardía en sus ojos. Tuvo que desviar los suyos. Ella continuó—: Quiero que lo odies. Quiero que lo combatas. Tienes la inteligencia más maravillosa que he conocido, Keogh, y quiero que pienses todos los argumentos posibles contra ello. Para cada argumento yo encontraré una respuesta, y entonces sabremos lo que tenemos que hacer.
—Será mejor que te expliques —dijo Keogh de mala gana.
—Esta mañana me he peleado con el doctor Weber —dijo ella de súbito.
— ¿Esta ma… cuándo? —Keogh consultó su reloj; aún era temprano.
—Alrededor de las tres, tal vez las cuatro, en su habitación. Fui allí y le desperté.
— ¡Oye! ¡No puedes hacerle eso a Weber!
—Lo hice. De todos modos, se ha ido.
Keogh se puso en pie, con las mejillas enrojecidas por la cólera, cosa muy rara en él. Respiró hondo y volvió a sentarse.
—Será mejor que me lo cuentes todo.
—En la biblioteca —dijo ella— hay un libro sobre genética, y menciona algunos experimentos llevados a cabo con cobayos. Las hembras fueron fecundadas sin semen, con algún tipo de solución salina o alcalina.
—Recuerdo algo acerca de ello.
Keogh estaba acostumbrado a su modo de plantear algo importante dando un rodeo. Construía los temas de conversación, no como un contratista a sueldo, sino como un arquitecto. A veces tomaba partes de la argumentación ajena y las incorporaba a la suya.
Cuando hacía eso, era material que necesitaba y que utilizaría. Keogh guardó silencio.
—Los cobayos dieron a luz varias crías. Lo interesante es que todas ellas eran idénticas a la madre y entre sí. Hasta la configuración de los capilares en el globo ocular era tan similar que un experto podía engañarse al ver sus fotografías. Uno de los experimentadores habló de «un parecido increíble». Tenían que ser idénticas, porque todo lo habían heredado de la madre. Desperté al doctor Weber para hablarle de eso.
—Y él te dijo que había leído el libro.
—Lo había escrito él —contestó ella con sencillez—. Y entonces le dije que si podía hacer aquello con un cobayo, podría hacerlo con… —señaló con la cabeza su amplio lecho— con él.
Luego calló, mientras Keogh luchaba con la idea y descubría que se había pegado a su cerebro y no podía sacudírsela. La examinó en su fuero interno y la rechazó con un estremecimiento; intentó olvidarla de nuevo y fracasó; luego, poco a poco, empezó a familiarizarse con ella y a darle vueltas.
—Tomamos uno de esos… de esas cosas semejantes a óvulos fecundados… lo hacemos crecer…
—No lo hacemos crecer. Eso que parece un óvulo fecundado desea desesperadamente crecer. Y no uno de ellos, Keogh. Tenemos millares. Tendremos centenares más a cada hora que pase.
— ¡Dios mío!
—Se me ocurrió cuando el doctor Rathburn sugirió la operación. Se me ocurrió de repente un milagro. Si se ama lo suficiente —dijo ella, mirando al hombre dormido—, pueden ocurrir milagros. Pero hay que estar dispuesta a ayudar a que ocurran.
Miró a Keogh directamente, con una intensidad que le hizo removerse en su asiento.
—Yo puedo tener cualquier cosa que desee… con tal de que sea posible. Sólo nos falta hacerlo posible. Por eso acudí al doctor Weber esta mañana, para preguntárselo.
—Él dijo que no era posible.
—Lo dijo al principio. Al cabo de media hora dijo que las probabilidades en contra eran del orden del millón o del billón… Pero, ¿te das cuenta? al decir eso admitía que era posible.
— ¿Qué hiciste entonces?
—Le desafié a intentarlo.
— ¿Y por eso se marchó?
—Sí.
—Estás loca —dijo Keogh sin poder evitarlo. Ella no pareció tomárselo en cuenta.
Permaneció sentada, impasible, esperando.
—Mira —añadió Keogh, finalmente—.Weber dijo que esas… ejem… cosas anormales parecían óvulos fecundados. Nunca dijo que lo fueran. Pudo haber dicho… Bueno, lo diré yo por él: no son óvulos fecundados.
—Pero él dijo que algunas de ellas, especialmente las que alcanzan los pulmones, eran parecidas a óvulos. La diferencia real puede ser tan mínima como para considerarla insignificante.
—No es posible. No puede ser.
—Weber dijo eso. Y yo le pregunté si lo había intentado alguna vez.
— ¡De acuerdo, de acuerdo! Es imposible, pero sólo para seguir con esta absurda discusión, admitamos que obtienes algo capaz de crecer. No lo obtendrás, desde luego, pero si lo hicieras, ¿cómo mantendrías su crecimiento? Tendría que ser alimentado, tendría que ser mantenido a una determinada temperatura crítica. Una determinada cantidad de ácido o de álcali lo mataría… Una cosa así no se planta en un jardín.
—Se han tomado ya óvulos de una vaca, se han implantado en otra y se han obtenido terneros. Hay un hombre en Australia que planea criar de ese modo ganado selecto con vacas normales.
—Has estudiado el asunto a fondo.
—Ah, eso no es todo. Hay un tal doctor Carrel de Nueva Jersey que ha sido capaz de cultivar durante meses (él asegura que podría hacerlo indefinidamente) células de pollo en una solución nutritiva, en un recipiente de temperatura controlada de su laboratorio.
¡Y crece, Keogh! Crece tanto, que tiene que recortarlo de cuando en cuando.
—Esto es absurdo. Es… una locura —gruñó Keogh—. ¿Qué crees que obtendrías si llegaras a desarrollar uno de esos monstruos?
—Desarrollaremos millares de ellos —dijo ella sin perder la calma—. Y uno de ellos será… él.
Se adelantó de súbito, y su tono de voz, monótono hasta entonces, se hizo más agresivo, con una agresividad que se reflejó también en su rostro y que impresionó a Keogh:
—Será su carne, su propia substancia renacida. Sus cabellos, Keogh. Sus huellas dactilares. Sus… ojos. Su… su yo.
—No puedo… —Keogh se sacudió como un perro mojado, pero aquello no remedió nada; seguía todo allí: él, ella, la cama, el durmiente, y esa idea espantosa, inconcebiblemente horrible.
Ella sonrió entonces, alargó la mano y le tocó. Increíblemente fue como una sonrisa maternal, cálida y reconfortante, como el contacto protector de una madre cariñosa; su voz estaba llena de afecto.
—Keogh, si no ha de dar resultado, no lo dará, hagamos lo que hagamos. Entonces, habrás tenido razón. Yo creo que dará resultado. Es lo que deseo. ¿No quieres concederme lo que deseo?
Keogh tuvo que sonreír, y ella le devolvió la sonrisa.
—Eres un diablillo —dijo Keogh con énfasis—. Te gusta dominarme, ¿verdad? ¿Por qué quieres que me oponga a tu idea?
—No es que lo quiera —dijo ella—, pero si te opones se te ocurrirán problemas que a nadie más podrían ocurrírsele, y una vez que hayamos pensado en ellos conseguiremos resolverlos, ¿comprendes? Lucharé contigo, Keogh —añadió, borrando la ternura de su voz y hablando en tono de convencida e invencible seguridad—. Lucharé contigo, me enfrentaré a todos los obstáculos, compraré y venderé y mataré si es preciso, pero voy a devolverle la vida. ¿Sabes una cosa, Keogh?
— ¿Qué?
Ella movió la mano en un gesto que le incluía a él, a la habitación, al castillo y los terrenos y todos los demás castillos y terrenos; los títulos, los barcos y los trenes, las factorías y los mercados, las montañas y las minas y los bancos y los millares y millares de personas que, en conjunto, formaban el imperio de los Wyke.
—Siempre supe que esto existía —dijo—, y he llegado a entender que era mío. Pero a veces me preguntaba para qué existía todo esto. Ahora lo sé. Ahora ya lo sé.
Una boca sobre su boca, un peso sobre su estómago. Se sentía fofo y mareado, blando como mantequilla recalentada. A su alrededor la luz era verde, y todas las formas borrosas.
La boca sobre su boca, el peso sobre su estómago, una bocanada de aire, bienvenido pero demasiado caliente, demasiado húmedo. Lo necesitaba desesperadamente pero no le gustó, y pudo reunir sus energías para almacenarlo en sus pulmones y expulsarlo; pero su debilidad acusó tanto aquel esfuerzo que el aire emergió en un leve suspiro burbujeante.
La boca sobre su boca otra vez, y el peso sobre su estómago, y otra bocanada de aire.
Trató de volver la cabeza, pero alguien le sujetaba la nariz. Expulsó el aire necesario e insatisfactorio y lo reemplazó por una pequeña bocanada que inhaló él mismo. Le hizo toser; era demasiado exquisito, demasiado puro, demasiado bueno. Tosió como se tose al aspirar sobre un barril de salmuera. El aire bueno lastimaba sus pulmones.
Notó que su cabeza y sus hombros estaban siendo levantados, y por ello supo que había permanecido de espaldas sobre una piedra, o sobre algo plano y duro, y ahora descansaba en algo blando y firme al mismo tiempo. El aire bueno entró y salió, sus toses se hicieron más espaciadas, hasta que cayó en un semidesmayo. El rostro inclinado sobre el suyo estaba demasiado cerca para poder enfocarlo, o quizás había perdido la capacidad de enfoque; de cualquier modo, no le importaba. Fijó una mirada soñolienta en los borrosos rasgos de aquel rostro y oyó el sonido de la voz…
…la voz canturreaba sin palabras, consoladora, y a falta de palabras creaba nuevas expresiones de alegría y deleite que no precisaban palabras. Finalmente oyó palabras, medio salmodiadas, medio susurradas; y él no pudo captarlas, no conseguía entenderlas y luego… y luego creyó oír: «Cómo es posible un milagro así, todo esto y además los ojos…» Luego preguntaba: «Eres la forma del no-tú: dime, ¿estás tú ahí?»
El abrió los ojos de par en par y por fin vio claramente el rostro de ella y los cabellos oscuros, y los ojos verdes: de un profundo verde-mar. Sus enmarañados cabellos húmedos la coronaban como enredaderas, y el techo de hojasmuy cerca de su cabeza parecía formar parte de ella y de los verdes ojos, y proyectaba luz verde sobre la rubia transparencia de sus mejillas. El no conoció, de momento, lo que era. Ella le había dicho (¿cuántos años hacía?): «Pensé que eras un fauno…». Pero, de momento, a ella no la relacionaba con ninguna de sus experiencias.
De repente tuvo conciencia de un dolor opresivo, un retortijón que crecía, a punto de estallar en la parte superior de su abdomen. Algún grueso alambre se había anudado dentro de él, y sabiendo que necesitaba enderezarlo hizo un esfuerzo furioso y obstinado.
La explosión llegó, pero fue la náusea, no la agonía. Volvió convulsivamente la cabeza, se incorporó y lo dejó salir.
Demasiado compungido para darse cuenta de lo que hacía, vio como el vómito caía sobre la rodilla de la muchacha, y se deslizaba por el pliegue, entre muslo y pantorrilla, de la pierna que ella tenía doblada debajo de su cuerpo, y los cuajarones quedaron allí mientras el líquido caía al suelo. Y ella…
Ella se sentó, sostuvo su cabeza, le meció en sus brazos, le apaciguó y le habló y dijo que aquello le hacía bien; él se sintió mejor entonces. La debilidad empezó a ceder; entonces se apartó de ella, se sentó, sacudió la cabeza y aspiró profundamente.
— ¡Uf!—exclamó.
—Muchacho —dijo ella, al unísono con él.
Él se apoyó en sus piernas y sobre sus rodillas se secó las lágrimas provocadas por la náusea.
— ¡Muchacho, muchacho! —repitió ella.
Al fin la miró.
La miró, y nunca olvidaría lo que vio exactamente tal como lo vio. La luz del sol, filtrándose entre el ramaje, la revestía con un halo de luz. Se inclinó hacia él, con una mano apoyada en el suelo, un débil apoyo para el brazo recto y tenso. Su peso proyectaba hacia arriba el hombro de aquel lado y su cabeza se inclinaba hacia él como vencida por el peso de su oscura melena. Producía una impresión de delicadeza, como si ella fuera frágil, cosa que él sabía era falsa. Su otra mano descansaba abierta sobre una rodilla, con la palma vuelta hacia arriba y los dedos no relajados del todo, como si sostuvieran algo; y en realidad lo hacían, ya que una mancha de Sol, oro convertido en coral sobre su carne, descansaba en su palma. Ella la tocaba sin darse cuenta, y su mano revelaba aquella rara sensibilidad que una mano cerrada no puede comunicar ni recibir. Mientras viviera lo recordaría todo, hasta el menor detalle, hasta el dedo gordo del pie al final de la otra pierna. Y ella estaba sonriendo, y sus enigmáticos ojos le adoraban.
Guy Gibbson conoció el momento más importante de su vida al mismo tiempo que transcurría (una experiencia inefable) y supo que era el momento de decir algo inolvidable, ya que cualquier cosa que dijera ahora lo sería.
Se estremeció, y luego le devolvió la sonrisa.
—Oh… muchacho —suspiró.
Y otra vez rieron juntos hasta que, intrigado, él se interrumpió y preguntó:
— ¿Dónde estoy?
Ella no contestó, por lo que él cerró los ojos y trató de recordar. Entre pinos… desnudo… nadando. ¡Si, nadando! Y luego el lago, y había encontrado… Abrió los ojos, miró a la muchacha y le dijo: «tú». Luego el regreso, sintiendo el frío, su intestino demasiado lleno de comida y zumo caliente y torta agria por añadidura, y… «me has salvado la vida».
—Alguien tenía que hacerlo. Estabas muerto.
—Ojalá lo estuviera.
— ¡No!—gritó ella—. ¡No vuelvas a decir eso nunca más!
Y él se dio cuenta de que lo decía completamente en serio.
—Quiero decir, por mi estupidez. Comí mucho tasajo, y un trozo de tarta que creo estaba agria. Estaba acalorado y cansado, y luego me metí en el agua como un mentecato, conque me estuvo bien empleado…
—Ya sabes lo que te he dicho —le interrumpió ella bruscamente—. No vuelvas a decirlo. ¿No has oído hablar de la antigua tradición del campo de batalla? Cuando un hombre salva la vida a otro, aquella vida pasa a ser suya para disponer de ella a su antojo.
— ¿Qué quieres hacer tú con la mía?
—Eso depende —dijo ella pensativamente—. Tú debes ofrecérmela. No puedo limitarme a cogerla.
Entonces se arrodilló y se sentó sobre sus talones, arrastrando agujas de pino con las manos sobre el suelo de piedra. Inclinó la cabeza y sus cabellos le velaron el rostro como una cortina. Él pensó que le miraba a través de ella, pero no estaba seguro.
La idea le pareció tan enorme que sofocó su voz y la convirtió en un susurro:
— ¿Tú me quieres?
— ¡Ah, sí! —dijo ella, susurrando también.
Cuando él se acercó más y le recogió los cabellos hacia atrás para comprobar si le estaba mirando, vio sus ojos cerrados y llenos de lágrimas. Alargó una mano cariñosa, pero antes de que pudiera tocarla ella se incorporó de un salto y corrió hacia la espesura.
Su esbelto cuerpo dorado la cruzó de un salto, sin ruido alguno, y pareció flotar un segundo al otro lado; luego desapareció. El asomó la cabeza por entre las hojas y la vio sumergirse en el agua verde.
Vaciló y luego notó una vaharada ocre de su propio vómito. El agua parecía limpia y la arena dorada era lo que necesitaba para frotarse con ella. Salió de la enramada, se encaminó a la orilla y se bañó.
Después de su primer chapuzón irguió la cabeza y miró a su alrededor, buscando a la muchacha, pero ésta había desaparecido.
Nadó despacio hasta la pequeña playa y, arrodillándose, frotó su cuerpo con la menuda arena. Se sumergió en el agua para limpiarse la arena de su cuerpo, y luego, sin dejar de esperarla a ella, se bañó de nuevo. Pero no la vio más.
Se sentó en la arena bajo los últimos rayos del sol para secarse paseando la mirada por el lago. Su corazón dio un salto cuando vio algo blanco que se movía, pero tuvo una decepción al comprobar que era sólo la rueda de barcos de juguete pasando por la bocana de la caleta.
Salió afuera. Ahora descubría la especie de glorieta detrás de la cual se había desnudado y se dejó caer sobre un banco.
En aquel lugar, peces tropicales nadaban en agua de mar lejos de cualquier costa, y flotas de embarcaciones diminutas y perfectas navegaban sin nadie que las gobernara y vigilara; estatuas de valor incalculable se alzaban en claros de césped cuidadosamente recortado y oculto en lo profundo del bosque, y… aún no lo había visto todo. ¿Qué otros prodigios encerraría aquel lugar encantado?
Había estado enfermo. Frunció la nariz. Casi… ahogado. Desmayado al menos por algún tiempo, desde luego. Ella no podía ser real. ¿No había observado un tinte verdoso en su carne, o era sólo la luz? Quién hubiera edificado un lugar como aquél, concebido un refugio así, podía inventar algún tipo de máquina para hipnotizar a uno, como en un cuento fantástico.
Se removió, inquieto. Tal vez estaban vigilándole, incluso ahora.
Empezó a vestirse apresuradamente. Seguro que ella no era real. Tal vez nada de lo ocurrido era real. Había tropezado con aquella otra intrusa al otro lado del lago y eso fue real, pero luego, cuando estuvo a punto de ahogarse, había soñado lo demás.
Sólo que… Se tocó la boca. Había soñado que alguien le insuflaba su propia respiración. Lo había oído mencionar en alguna parte pero, desde luego, tales procedimientos no se enseñaban aquel año en la Asociación de Jóvenes Cristianos.
Tú no eres la forma del no-tu. ¿Estás tú ahí?
¿Qué significaba eso?
Terminó de vestirse, aturdido. Murmuró: « ¿Por qué diablos me comería aquella maldita tarta?» Se preguntó qué le iba a contar a Sammy. Si ella no era real, Sammy no lo entendería; y si era real, el único comentario de Sammy sería: « ¿Quieres decir que estuviste allí con ella y sólo se te ocurrió vomitar?» No… no se lo contaría a Sammy. Ni a nadie.
Y se quedaría soltero toda su vida.
Muchacho, qué principio. Primero ella te salva la vida y luego no sabes qué decir y luego, mira lo que hiciste. Pero, de todos modos, ella no era real.
Se preguntó cuál sería su nombre, aunque no fuera real. Muchas personas no usan sus nombres verdaderos.
Salió de la glorieta, cruzó la silenciosa alfombra de agujas de pino que se extendía detrás de ella, y lanzó una exclamación. No fue una palabra, ni él había tratado de formarla al gritar.
Ella estaba allí esperándole. Llevaba un sencillo vestido marrón y tacones bajos y una cartera de cuero marrón, y había trenzado sus cabellos en forma de corona. También parecía como si hubiera desconectado algún mando interno para que su piel no brillara.
Parecía preparada para desaparecer, no en el aire, sino entre una multitud: cualquier multitud, dondequiera que la encontrase. En una multitud él habría pasado a su lado sin fijarse en ella, desde luego, salvo por sus ojos. Ella se acercó a él rápidamente, le puso una mano en la mejilla y le miró riendo. El vio de nuevo la blancura de aquellos colmillos, tan afilados…
— ¡Te estás ruborizando! —dijo ella.
A ningún ruboroso le ha remediado jamás esa clase de observación. El preguntó:
— ¿Qué camino vas a tomar?
Ella le miró a los ojos, luego juntó sus largas manos sobre la correa de su cartera y bajó la mirada hacia ellas.
—El que tomes tú —murmuró.
Esta fue solamente una de las cosas que ella le dijo, poco a poco, y que ganaron significado para él a medida que transcurría el tiempo. La llevó a la ciudad y a cenar, y luego a la dirección del West Side que ella le dio, y permanecieron despiertos toda la noche, hablando. Seis semanas después estaban casados.
— ¿Cómo podía oponerme? —le dijo Weber al doctor Rathburn. Ambos contemplaban el pequeño ejército de obreros que hormigueaba alrededor del gigantesco hórreo de piedra alzado a un cuarto de milla del castillo. Este, dicho sea de paso, no se veía desde aquel lugar, siendo desconocida su existencia para los hombres. El trabajo había empezado a las tres de la tarde del día anterior y había continuado toda la noche.
Nada de lo que el doctor Weber había exigido dejó de serle concedido, e incluso se encontraba allí o instalado ya.
—Lo sé —dijo Rathburn, haciéndose cargo.
—Y no sólo no podía oponerme —dijoWeber—. ¿Por qué razón iba a hacerlo? Todos tenemos proyectos, ambiciones. Ese Keogh sabe hacer bien las cosas. Lo primero que solucionó fueron mis propios proyectos. Me dio carta blanca, por así decirlo. Así, de repente, todo lo que uno deseaba hacer o ser o tener le es entregado o prometido, sin que haya engaño en las promesas.
— ¡Ah, no! Ellos no necesitan engañar a nadie. ¿Quiere usted adelantar un diagnóstico?
— ¿Se refiere al joven? —miró a Rathburn—. No, no ha querido decir eso… Me está preguntando si puedo desarrollar uno de esos sucedáneos de feto. Sería un tonto si arriesgara una opinión definitiva, y éste no es trabajo para un tonto. Lo único que puedo decirles es que lo intentaré… y que ni siquiera habría soñado hacerlo a no ser por ella y su descabellada idea. Salí de aquí a las cuatro de la mañana con algunos frotis de garganta, y a las nueve tenía media docena de ellos aislados en una solución nutritiva. Plasma sanguíneo de buey, lo que tenía más a mano. Y obtuve mitosis. Se dividieron, y al cabo de pocas horas pude ver a dos de ellos ahuecándose para formar la gástrula. Eso fue una prueba suficiente para continuar, y así se lo dije a ellos por teléfono. Y cuando llegué aquí —añadió con un gesto de la mano hacia el inmenso hórreo—, hallé un laboratorio suficiente para el centro médico de una ciudad, ya construido en sus cuatro quintas partes.
¿Oponerme? —repitió, acordándose de la pregunta del doctor Rathburn—. ¿Cómo podía oponerme? ¿Por qué habría de hacerlo? Y esa muchacha. Es una fuerza, como la gravedad. Puede ejercer tanta presión, y quiero decir personalmente, que sin duda sería capaz de conseguir cualquier cosa que se propusiera, aunque fuese el mundo entero. ¡Deje eso en la puerta nordeste! —gritó, dirigiéndose a un capataz—. Voy a mostrarle dónde debe ponerlo.
Se volvió hacia Rathburn; sus ojos expresaban excitación y entusiasmo.
—Debo irme.
—Si necesita ayuda —dijo el doctor Rathburn—, no tiene más que decirlo.
—Eso es lo más estupendo —dijo el doctor Weber—. Aquí todos dicen lo mismo, y les sale del corazón.
Se encaminó con paso ligero hacia el hórreo, y Rathburn dio media vuelta en dirección al castillo.
Un mes después de su última aventura como invasor de propiedades ajenas, Guy Gibbson regresaba a su casa, al término de su jornada de trabajo, cuando un hombre que le esperaba en la esquina bajó su periódico y, mientras lo doblaba, dijo:
— ¿Gibbson?
—El mismo —dijo Guy, con cierta desconfianza.
El hombre le miró de arriba abajo, rápidamente, pero daba tal impresión de eficacia y experiencia que a Guy no le habría sorprendido enterarse de que el hombre no sólo había catalogado sus ropas y, su procedencia, su nivel de ingresos y sus hábitos personales, sino hasta su estado de salud y su tipo sanguíneo.
—Mi nombre es Keogh —dijo el hombre—. ¿Significa algo para usted?
—No.
— ¿No ha mencionado Sylva mi nombre?
— ¡Sylva! No, no lo hizo.
—Vámonos a tomar una copa. Quiero hablar con usted.
El examen, por lo visto, había satisfecho a aquel hombre: Guy se preguntó quién podía ser.
—De acuerdo —dijo— No tengo costumbre de beber, pero bueno.
Encontraron un bar cercano, con reservados al fondo. Keogh encargó un whisky con soda y Guy, tras pensarlo un poco, pidió cerveza. Luego dijo:
— ¿La conoce usted?
—Desde hace muchos años. ¿Y usted?
— ¿Qué? Bueno, desde luego. Vamos a casarnos. —contempló pensativamente su cerveza y añadió, con evidente desazón—: De todos modos, ¿quién es usted, señor Keogh?
—Digamos que actúo in loco parentis —dijo Keogh. Esperó respuesta, y, en vista de que no llegaba, añadió—: Una especie de tutor.
—Ella nunca me dijo nada de un tutor.
—Lo comprendo. ¿Qué le ha contado acerca de sí misma?
La desazón de Guy descendió hasta un nivel de timidez, de desconfianza e incluso de temor… lo cual no alteró la firmeza de sus palabras ni le impidió pronunciarlas.
—No le conozco a usted, señor Keogh. No creo que deba contestar a ninguna pregunta acerca de Sylva, ni de mí, ni de nada.
Miró al hombre a los ojos. Keogh estudió pensativamente el rostro del joven, y luego sonrió. Era un gesto al que no estaba acostumbrado y por lo visto le resultaba un poco penoso, pero en esta ocasión la sonrisa era sincera.
— ¡Bien! —ladró, y se puso en pie—. Vamos.
Salió del reservado y Guy le siguió más desconcertado que nunca. Se encaminaron a la cabina del teléfono, en una esquina del local. Keogh metió una moneda en la ranura, marcó un número y esperó, con los ojos clavados en Guy. Luego Guy oyó la parte de la conversación a cargo de Keogh:
—Estoy aquí con Guy Gibbson.
Guy se dio cuenta de que Keogh se identificaba con sólo la voz.
—…Desde luego que estoy enterado. Es una pregunta absurda, niña… Porque es asunto mío. Tú eres asunto mío… ¿Impedirlo? No trato de impedir nada. Pero tengo que saberlo, eso es todo… De acuerdo, de acuerdo… Él está aquí. No quiere hablar de ti ni de nada, lo cual está bien. Sí, muy bien. ¿Quieres hacer el favor de decirle que se muestre más comunicativo?
Y entregó el receptor a un desconcertado Guy, que dijo con voz trémula, mientras contemplaba el impasible rostro de Keogh:
— ¿Sí? Hola.
La voz de Sylva le inundó, trocando aquella experiencia completamente inesperada en algo distinto y estupendo.
—Guy, querido.
—Sylva…
—Todo va bien. Supongo que debí decírtelo antes. Este momento tenía que llegar de todos modos. Guy, puedes decirle a Keogh todo lo que quieras. Cualquier cosa que te pregunte.
— ¿Por qué, cariño? ¿Quién es él?
Siguió una pausa, luego una extraña risita.
—Él te lo explicará mejor que yo. ¿Quieres que nos casemos Guy?
— ¡Desde luego!
—Entonces, no te preocupes. Nadie puede cambiar eso, nadie sino tú. Y oye, Guy: viviré en cualquier parte y tal como tú desees vivir. Esa es la única verdad y toda la verdad.
¿Me crees?
—Siempre te creo.
—De acuerdo entonces. Eso es lo que haremos. Ahora, habla con Keogh. Dile todo lo que quiera saber. Necesita saberlo de todos modos. Te amo, Guy.
—Yo también —dijo Guy, contemplando el rostro de Keogh—. De acuerdo, entonces —añadió al ver que ella no decía nada más—. Adiós.
Y colgó.
Keogh y él conversaron largamente.
—Está sufriendo —le susurró ella al doctor Rathburn.
—Lo sé. —Rathburn sacudió la cabeza comprensivamente—. Pero la tolerancia del organismo a la morfina tiene un límite.
—Sólo un poco más…
—Muy poco —dijo Rathburn tristemente.
Se acercó a su maletín y sacó la jeringuilla. Sylva besó tiernamente al durmiente y salió de la habitación. Keogh la estaba esperando. Dijo:
—Esto tiene que terminar, muchacha.
— ¿Por qué? —inquirió ella con desafío.
—Salgamos de aquí.
Sylva conocía a Keogh desde hacía tanto tiempo y tan bien, que estaba segura de que no reservaba sorpresas para ella. Pero aquella voz, aquella mirada, eran algo nuevo en Keogh. Este sostuvo la puerta, cediéndole el paso, y luego volvió a adelantarse a ella silenciosamente.
Salieron del castillo y se adentraron por un sendero que discurría entre espesos matorrales y bordeaba la colina que dominaba el hórreo. La zona de aparcamiento, que en otro tiempo había sido una gran era, estaba llena de automóviles. Una ambulancia blanca se acercaba, y otra descargaba en la plataforma que daba al nordeste. Un grupo electrógeno ronroneaba en alguna parte detrás del edificio y una gruesa columna de humo se alzaba por el lado de la nueva cámara de calderas. Sylva y Keogh contemplaron con interés el edificio, pero no hicieron ningún comentario. El sendero, después de rodear la cresta de la colina, descendía hacia el lago. Llegaron a un pequeño claro del bosque en el que se erguía una Diana de casi tres metros, la cazadora Diana, casta y de pies alados, tan maravillosamente perfecta que no parecía de mármol, ni tenía el aspecto de un objeto frío y estático.
Siempre me ha parecido —dijo Keogh— que nadie podía mentir estando cerca de ella.
Sylva alzó la mirada hacia la Diana.
—Ni siquiera a sí mismo —añadió Keogh, y se dejó caer sobre un banco de mármol.
—Suéltalo ya —dijo Sylva.
—Quieres lograr que Guy Gibbson viva otra vez. Es una idea descabellada y una idea grandiosa también. Pero muchas cosas que eran más descabelladas, y algunas más grandiosas, ahora son moneda corriente. No voy a discutir lo descabellada ni lo grandiosa que es.
— ¿Qué, entonces?
—Durante las últimas veinticuatro horas he intentado alejarme un poco de todo esto, por así decirlo, para verlo con cierta perspectiva. Sylva, has olvidado una cosa.
—Bien —dijo ella—. ¡Sí, muy bien! Sabía que tú te darías cuenta antes de que fuera demasiado tarde.
— ¿Para que tú pudieras encontrar una solución? —meneó lentamente la cabeza—.
Esta vez no. Reúne todo el valor de los Wyke, muchacha, y hazte a la idea de abandonar.
—Continúa.
—Se trata sencillamente de lo siguiente. No creo que consigas tu copia en papel carbón, pero cabe la posibilidad. He hablado con Weber, y he descubierto que no es tan pesimista como yo. Pero, aunque la consigas, lo único que obtendrás será un recipiente, sin nada con que llenarlo. Mira, muchacha, un hombre no es sólo la sangre y los huesos y las células corporales.
Keogh hizo una pausa, hasta que ella dijo:
—Continúa, Keogh.
— ¿Amas a ese hombre? —preguntó él.
— ¡Keogh!—exclamó Sylva, entre asombrada y divertida.
— ¿Qué es lo que amas? —gritó Keogh—. ¿Ese pelo alborotado? ¿Los músculos, la piel? ¿Sus atributos viriles? ¿Los ojos, la voz?
—Todo —dijo ella tranquilamente.
— ¿Todo? ¿Y eso qué significa? —inquirió Keogh, implacable—. Porque si ese todo es lo que he dicho, podrás tener lo que deseas y toda la ayuda que haga falta. No sé gran cosa acerca del amor, pero te diré esto: si eso es todo, al diablo con ello.
—Bueno, desde luego hay algo más.
— ¡Ah! ¿Y dónde lo encontrarás, muchacha? Un hombre es la piel y el hueso de que está formado, más lo que hay en su cerebro, más lo que hay en su corazón. Tú quieres reproducir a Guy Gibbson, pero no lo conseguirás duplicando su físico. Si quieres duplicar al hombre entero, tienes que hacerle vivir otra vez su misma vida. Y eso no puedes hacerlo.
— ¿Por qué no?
—Voy a decírtelo —dijo Keogh, furioso—. Ante todo, tienes que descubrir quién es él.
— ¡Yo sé quién es él!
Keogh escupió bruscamente sobre el verde musgo junto al banco. Era un gesto impropio de él y realmente sorprendente.
—No sabes ni palabra de él, y yo todavía menos. Le tuve acorralado durante más de dos horas, tratando de descubrir quién era. Es un muchacho más, sencillamente, Nada notable en la escuela, nada notable en deportes, los mismos gustos y sentimientos que otros seis millones de jóvenes como él. ¿Por qué tuvo que ser él, Sylva? ¿Por qué él? ¿Qué pudiste ver en un individuo como ése para creer que valía la pena casarte con él?
—No… no sabía que le odiabas.
—¡Ah, diantre! Muchacha, yo no le odio. Nunca he dicho eso. No puedo… ni siquiera puedo encontrar un motivo para odiarle.
—Tú no le conoces del mismo modo que le conozco yo.
—En eso estamos de acuerdo. No le conozco ni podría conocerle del mismo modo que tú. Porque tú confundes el sentir con el conocer. Si quieres ver a Guy Gibbson otra vez, o una reproducción aproximada, tendría que vivir con arreglo a un guion desde el día que naciera. Sería necesario duplicar todas las experiencias que ese muchacho haya tenido en el curso de su vida.
—De acuerdo —dijo Sylva tranquilamente.
Keogh la miró, aturdido. Dijo:
—Y para hacer eso, tendríamos que escribir el guion. Y para escribirlo, tendríamos que reunir el material necesario. ¿Qué pretendes hacer? ¿Crear una Fundación o algo por el estilo, dedicada a descubrir todos y cada uno de los momentos que ha vivido ese… ese insignificante joven? ¿Sabes cuánto costaría eso, cuántas personas se necesitarían?
—Es una buena idea —dijo ella.
—Y supongamos que consigues una biografía en forma de guion. Veinte años de una vida, día a día, hora a hora; tendrías que arreglártelas para que el niño, desde el instante de nacer, estuviera rodeado de personas encargadas de poner en práctica el guion… para impedir que le ocurriera algo que no figurase en el guion, evitando al mismo tiempo que él llegara a enterarse.
— ¡Eso es! ¡Eso es! —exclamó Sylva.
Keogh se puso en pie de un salto y blasfemó en voz baja. Luego dijo:
— ¡No estoy planeando esto, lunática enamorada! ¡Estoy formulando objeciones!
— ¿Hay algo más? —inquirió ella con avidez—. Piensa, Keogh, piensa… ¿Cómo vamos a empezar? ¿Qué haremos en primer lugar? Rápido, Keogh.
Keogh la miró, anonadado, y por último se dejó caer de nuevo sobre el banco y empezó a reír débilmente. Ella se sentó a su lado y le cogió una mano, con los ojos brillantes. Al cabo de unos instantes Keogh se tranquilizó y se volvió hacia ella. Contempló el brillo de aquellos ojos por un momento, y después su cerebro empezó a funcionar de nuevo… en otro asunto de los Wyke…
—La principal fuente de información sobre quién es y lo que ha hecho —dijo finalmente— no estará con nosotros mucho tiempo… Será mejor que Rathburn suprima la morfina. Le necesitamos en condiciones de pensar.
—De acuerdo —dijo ella—. De acuerdo.
Cuando el dolor se hacía demasiado intenso para permitirle recordar, le inyectaban un poco de morfina. Durante algunos días encontraron un equilibrio entre los recuerdos y la agonía, pero luego la agonía venció. Entonces seccionaron su médula espinal para que no pudiera sentirla. Contrataron a mucha gente: psiquiatras, taquígrafos, incluso un historiador profesional.
En el reconstruido hórreo, Weber ensayó con animales, con vacas incluso, y con primates: lo intentó todo. Obtuvo algunos resultados, aunque no demasiado buenos.
Ensayó también con seres humanos. No pudo vencer el obstáculo de las defensas orgánicas: el útero no toleraba un feto ajeno, del mismo modo que una mano rechaza el injerto del dedo de otra mano.
Probó soluciones nutritivas. Probó muchísimas. Finalmente descubrió una eficaz: plasma sanguíneo de mujeres embarazadas.
Colocó los mejores cuasi-óvulos entre pliegos de gamuza esterilizada. Inventó máquinas automáticas para gotear el plasma a un ritmo arterial, hacerlo circular en una proporción venosa y mantenerlo a la temperatura del cuerpo.
Un día murieron cincuenta de ellos, debido al cloroformo utilizado en uno de los adhesivos. Cuando la luz pareció perjudicarles, Weber inventó contenedores de bakelita.
Cuando la fotografía normal resultó ineficaz, diseñó un nuevo tipo de película sensible al calor, la primera película infrarroja.
A los sesenta días los fetos viables mostraban el ojo embrionario, la espina dorsal, los brotes de los brazos y un corazón que latía. Todos y cada uno de ellos consumían, directamente o en baño, más de un galón de plasma diario, y en un momento dado llegaron a ser ciento setenta y cuatro mil. Luego empezaron a morir: algunos por malformación; otros eran químicamente desequilibrados, y muchos por motivos demasiado complicados incluso para Weber y su estado mayor.
Cuando hubo hecho cuanto pudo, cuando lo único que podía hacer era esperar, le quedaron veintitrés fetos de siete meses que crecían normalmente. Guy Gibbson había muerto hacía ya bastante tiempo, y su viuda se presentó a Weber, le entregó con gesto de cansancio un fajo de documentos y de informes, le apremió para que los leyera y le rogó que le avisara cuando hubiera terminado.
Weber los leyó y visitó a Sylva. Se negó en redondo a lo que ella pedía.
Sylva recurrió a Keogh, el cual se negó a secundarla en aquella idea. Ella le hizo cambiar de opinión, y Keogh convenció a Weber.
En el hórreo de piedra se reanudó la actividad, con nuevas construcciones y nuevas máquinas. El tanque de congelación tenía cuatro pies de anchura por seis de longitud en su parte interior, y estaba rodeado de serpentines e instrumentos. Introdujeron a Sylva en él.
Para entonces, los fetos tenían ocho meses y medio de vida. Quedaban cuatro.
Uno de ellos llegó a término.