Barry B. Longyear, Novela Corta

Enemigo Mío – Barry B. Longyear

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Aunque por su extensión pueda resultar incómoda de leer, les dejo una novela corta de una gran calidad y que le supuso a su autor los premios Hugo, Nebula y John W. Campbell en 1980. De esta novela se hizo también una gran película de muy grato recuerdo. Disfruten de su lectura.

ENEMIGO MÍO

Las manos de tres dedos del dracón se crisparon. En los ojos amarillos de la criatura leí el deseo de tener esos dedos en tomo a un arma o a mi cuello. Al contraer mis dedos, supe que el dracón leía lo mismo en mis ojos.

—¡Irkrmaan! —escupió la criatura.

—Drac, pedazo de mierda. —Puse las manos delante de mi pecho y provoqué a la criatura—. Vamos, drac, drac. Acércate y tendrás lo tuyo.

—¡lrkrmaan vaa, koruum su!

—¿Vas a charlar o a pelear? ¡Vamos!

Sentía el rocío del mar a mi espalda: un manicomio hirviente de olas coronadas de blanco que amenazaban con tragarme como habían hecho con mi avión de combate. Mi aparato había caído. El dracón se había lanzado cuando su caza recibió un impacto en la atmósfera superior, pero no sin antes destrozar mis motores. Yo estaba exhausto después de nadar hasta la grisácea y rocosa playa, y ponerme a salvo.

Detrás del dracón, entre las rocas de la colina (que aparte de eso estaba pelada), pude ver su cápsula eyectable. Muy por encima de nosotros, su pueblo y el mío seguían enfrentados, peleándose por un rincón inhabitado del quinto infierno.

El dracón se quedó inmóvil y yo recurrí a la frase que nos habían enseñado en la instrucción, una frase calculada para volver loco a cualquier dracón.

—¡Kiz da yuomeen, Shizumaat!

Significado: Shizumaat, el filósofo más venerado de Draco, come excrementos de kiz. Algo parecido a hartar de cerdo a un musulmán.

El dracón abrió la boca horrorizado, después la cerró mientras la ira cambiaba literalmente su color de amarillo a castaño rojizo.

—¡lrkmaan, tú estúpido Mickey Mouse ser!

Había prestado juramento de luchar hasta la muerte por muchas cosas, pero daba la casualidad de que ese venerable roedor no era una de ellas. Me eché a reír, y seguí riendo hasta que las carcajadas, combinadas con mi agotamiento, me obligaron a ponerme de rodillas. Me esforcé en abrir los ojos para no perder de vista a mi enemigo. El dracón estaba corriendo hacia el terreno elevado, lejos de mí y del mar. Me volví hacia el océano y vislumbré un millón de toneladas de agua justo antes de que cayeran sobre mí, golpeándome y dejándome sin conocimiento.

—¿Kiz da yuomeen, lrkmaan, ne?

Mis ojos estaban llenos de arena y me escocían a causa del salitre, pero una parte de mi conciencia me indicó: «Eh, estás vivo». Quise levantar el brazo para limpiar la arena de mis ojos y descubrí que tenía las manos atadas. Mis muñecas estaban ligadas con mis mangas.

Cuando las lágrimas limpiaron la arena de mis ojos, vi al dracón sentado sobre la pulida superficie de una gran roca negra, mirándome. Debía haberme apartado del agua.

—Gracias, cara de sapo. ¿Y qué me dices de estas ligaduras?

—¿Ess?

Intenté agitar los brazos y erguirme dando la impresión de un caza atmosférico que inclina sus alas.

—¡Desátame, drac asqueroso!

Yo estaba sentado en la arena, adosado a una roca.

El dracón sonrió, enseñando las mandíbulas superior e inferior que parecían humanas…, excepto por los dientes, que en lugar de estar separados formaban una masa única.

—Eh, ne, lrkmaan.

Se levantó, vino hasta mí y comprobó las ligaduras.

—¡Desátame!

La sonrisa desapareció.

—¡Ne! —Me señaló con un dedo amarillo—. ¿Kos son va?

—No hablo drac, cara de sapo. ¿Hablas esperanto o inglés?

El dracón se encogió de hombros como un ser humano y luego señaló su pecho.

—Kos va son Jeriba Shigan. —Volvió a señalarme—. ¿Kos son va?

—Davidge. Me llamo Willis E. Davidge.

—¿Ess?

Puse a prueba mi lengua con aquellas sílabas nada familiares.

—Kos va son Willis Davidge.

—Eh. —Jeriba Shigan asintió, después hizo un gesto con los dedos—. Dasu. Davidge.

—Lo mismo digo, Jerry. —¡Dasu, dasu!

Jeriba empezaba a mostrarse algo impaciente. Me encogí de hombros lo mejor que pude. El dracón se inclinó y cogió la parte delantera de mi mono de vuelo con ambas manos y tiró de mí hasta levantarme.

—¡Dasu, dasu, Kizlode!

—¡Vale! Así que dasu es «arriba». ¿Qué es un kizlode? —Jerry se echó a reír.

—¿Gavey «kiz”?

—Sí, yo gavey.

Jerry señaló su cabeza.

—Lode. —Señaló mi cabeza—. ¿Kizlode, gavey?

Lo comprendí, y después giré los brazos, alcanzando a Jerry en la parte superior de su cabeza con la vara metálica. El dracón retrocedió, tambaleándose, y tropezó con una roca, pareciendo muy sorprendido. Se llevó una mano a la cabeza y la retiró cubierta de un pus color claro que los dracones creen que es sangre. Me miró con expresión asesina.

—¡Gejh! ¡Nu Gejh, Davidge!

—¡Acércate y tendrás lo tuyo, Jerry, kizlode hijo de puta!

Jerry se lanzó hacia mí y yo intenté alcanzarlo con la vara otra vez, pero el dracón cogió mi muñeca derecha con ambas manos y, aprovechando el impulso de mi acometida, me hizo girar, aplastando mi espalda contra otra roca. Justo cuando estaba recuperando el aliento, Jerry cogió una piedra y vino hacia mí con todas las intenciones de convertir mi melón en pulpa.

Con mi espalda contra la roca, levanté un pie y le di una patada al dracón en el abdomen, lanzándolo sobre la arena. Me apresuré a levantarme, dispuesto a pisotear el melón de Jerry, pero el dracónseñaló algo detrás de mí. Me volví y vi otra marejada reuniendo energías, y dirigiéndose hacia nosotros.

—¡Kiz!

Jerry se puso de pie y escapó hacia un terreno más alto; yo le seguía a poca distancia.

Con el rugido de la ola a nuestras espaldas, serpenteamos entre las piedras negras pulidas por el agua y la arena, hasta que llegamos a la cápsula eyectable de Jerry. El dracón se detuvo, apoyó su hombro en el artefacto ovoide y se puso a hacerlo rodar colina arriba. Comprendí la intención de Jerry. La cápsula contenía todo el equipo de supervivencia y alimento que ambos conocíamos.

—¡Jerry! —grité en medio del retumbar de la ola que se acercaba rápidamente—. ¡Quítame esta vara y te ayudaré! —El dracón me miró, con el ceño fruncido—. ¡La vara, kizlode, sácamela!

Incliné la cabeza señalando mi brazo extendido. Jerry puso una roca bajo la cápsula para evitar que rodara hacia abajo, luego desató rápidamente mis muñecas y sacó la vara. Los dos apoyamos los hombros en la cápsula, y la hicimos rodar a toda prisa hacia un terreno más alto. La ola rompió y trepó con celeridad ladera arriba hasta que llegó a nuestros pechos. La cápsula flotó como un corcho, y eso fue todo lo que pudimos hacer para mantenerla controlada, hasta que el agua retrocedió y dejamos inmovilizada la cápsula entre tres grandes peñascos. Me quedé inmóvil, resoplando. Jerry cayó en la arena, su espalda apoyada en una de las rocas, y contempló el agua, que volvía a precipitarse hacia el mar.

—¡Magasienna!

—Y que lo digas, hermano.

Me desplomé junto al dracón. Convinimos en una tregua con una mirada, y no tardamos en caer dormidos.

Mis ojos se abrieron ante un hirviente cielo de negros y grises. Dejé que mi cabeza se recostara en mi hombro izquierdo y examiné al dracón. Seguía dormido.

Primero pensé que era la ocasión perfecta de sacarle ventaja a Jerry. Después pensé lo tonta que era nuestra insignificante riña comparada con la locura del mar que nos rodeaba. ¿Por qué no había llegado el equipo de rescate? ¿Nos había aniquilado la flota de los dracones? ¿Por qué los dracs no se habían presentado para recoger a Jerry? ¿Se habían aniquilado unos a otros? Ni siquiera sabía dónde estaba. Una isla. Eso es lo único que había visto al llegar. Pero ¿dónde y en relación a qué? Fyrine IV: el planeta ni tan solo merecía un nombre, pero morir en él era bastante importante.

Con esfuerzo, logré ponerme en pie. Jerry abrió los ojos y se agazapó rápidamente, a la defensiva. Agité una mano e hice un gesto negativo con la cabeza.

—Cálmate, Jerry. Solo voy a echar un vistazo.

Di media vuelta y caminé trabajosamente entre las rocas. Anduve colina arriba algunos minutos hasta llegar a un terreno plano. Era una isla, sí, y no muy grande. A simple vista, la altura respecto al nivel del mar era sólo de ochenta metros, en tanto que la isla en sí tenía dos kilómetros de longitud y menos de la mitad de anchura. El viento, que fustigaba mi mono de vuelo contra mi cuerpo, estaba secándolo por fin, pero al reparar en lo lisas que eran las piedras, en lo alto de la pendiente, comprendí que Jerry y yo podíamos esperar olas aún mayores que las que habíamos visto por ahora.

Una roca resonó a mi espalda y me volví para ver a Jerry ascendiendo la ladera. Al llegar a la cima, el dracón miró a su alrededor. Me agaché junto a uno de los peñascos y pasé una mano por encima para indicar su tersura, luego señalé el mar. Jerry asintió.

—Ae, gavey. —Señaló colina abajo, hacia la cápsula, después al lugar donde se encontraba—. Echey masu, nasesay.

Arrugué la frente, después señalé la cápsula.

—¿Nasesay? ¿La cápsula?

—Ae cápsula nasesay. Echey masu.

Jerry señaló sus pies. Yo negué con la cabeza.

—Jerry, si tú gavey cómo se alisan las rocas… —señalé una de ellas—, entonces tú gavey que masuír la nasesay hasta aquí arriba no nos servirá nada. —Hice un movimiento de vaivén de un lado a otro con ambas nos—. Olas. —Señalé el mar—. Olas, aquí arriba. —Señalé el sitio donde estaba—. Olas, echey.

—Ae, gavey.

Jerry examinó la parte alta de la pendiente y a continuación se rascó la cara. El dracón se puso en cuclillas junto a unas piedras pequeñas y empezó a ponerlas una encima de otra.

—Viga, Davidge.

Me puse en cuclillas junto a él y contemplé sus ágiles dedos mientras construían un círculo de piedras que rápidamente tomó la forma de un ruedo del tamaño de una casa de muñecas. Jerry puso uno de sus dedos en el centro del círculo.

—Echey. Nasesay.

Los días en Fyrine IV parecían ser tres veces más largos que en cualquier otro planeta habitable. Uso el término «habitable» con reservas. Nos llevó buena parte del primer día subir trabajosamente la nasesay de Jerry hasta lo alto de la pendiente. La noche era demasiado oscura para trabajar y tan fría que te congelabas hasta los huesos. Extrajimos el lecho de la cápsula, lo que dejó suficiente espacio para que los dos nos acomodáramos en el interior. El calor corporal calentó un poco el ambiente; y matamos el tiempo durmiendo, mordisqueando la provisión de tabletas de Jerry (saben un poco a pescado mezclado con queso Cheddar) e intentando llegar a un acuerdo respecto al idioma.

—Ojo.

—Thuyo.

—Dedo.

—Zurath.

—Cabeza.

El dracón rio.

—Lode.

—Ja, Ja, muy divertido.

—Ja, ja.

Al amanecer del segundo día empujamos e hicimos rodar la cápsula hasta el centro de la elevación y la aseguramos con dos rocas de gran tamaño, una de ellas con un saliente que confiamos sujetaría la cápsula cuando una de aquellas olas inmensas la alcanzara. Alrededor de las rocas y de la cápsula construimos un cimiento de piedras grandes y llenamos las grietas con otras piedras más pequeñas.

Cuando la pared llegó a la altura de la rodilla descubrimos que construir con aquellas piedras lisas y redondeadas y sin mortero no iba a dar resultado. Después de algunos experimentos, averiguamos cómo romper las piedras para obtener caras planas con las que trabajar. Se hace cogiendo una piedra y dejándola caer con fuerza sobre otra. Nos turnamos, uno rompiendo y otro construyendo. La piedra era casi un vidrio volcánico. Así que también nos turnamos para extraer astillas de nuestros cuerpos. Nos costó nueve de aquellos días y noches interminables completar las paredes, y en ese tiempo las olas llegaron cerca muchas veces y en una ocasión nos mojaron hasta el tobillo. Llovió durante seis de esos nueve días. El equipo de supervivencia de la cápsula incluía una manta de plástico, que se convirtió en nuestro techo. Se combaba en el centro, y el agujero que hicimos allí permitía que el agua corriera, manteniéndonos casi secos y ofreciéndonos una provisión de agua dulce. Bastaría con una ola mínimamente decidida para que pudiéramos decirle adiós al techo; pero ambos teníamos confianza en las paredes, que casi tenían dos metros de espesor en la base y como contorno un metro de grueso en la parte más alta.

Después de terminar, nos sentamos en el interior y admiramos nuestra obra durante una hora, hasta que nos dimos cuenta de que ya no teníamos nada más que hacer.

—¿Y ahora qué, Jerry?

—¿Ess?

—¿Qué hacemos ahora?

—Ahora esperar, nosotros. —Dijo el drac, indiferente—. ¿Otra cosa qué, ne?

Yo asentí.

—Gavey.

Me levanté y fui hasta el pasillo que habíamos construido. Al no tener madera para hacer una puerta allí donde se encontraban las paredes, habíamos doblado una de ellas y la habíamos extendido tres metros cerca de la otra pared con la abertura en contra de los vientos predominantes. Los vientos incesantes seguían molestándonos, pero la lluvia había cesado. La choza no era gran cosa, pero contemplarla allí, en el centro de una isla desierta, hizo que me sintiera bien. Tal y como había dicho Slaszun: «Vida inteligente enfrentándose al universo». O, al menos, ése es el sentido que extraje del inglés chapucero de Jerry. Me encogí de hombros, cogí una afilada astilla de piedra e hice otra marca en la gran roca vertical que me servía de registro. Había diez señales y bajo la séptima una pequeña «x» para indicar la gran ola que casi cubrió la parte más elevada de la isla.

Tiré a un lado la astilla.

—¡Maldita sea, odio este lugar!

—¿Ess? —La cabeza de Jerry se asomó por la abertura—. ¿Con quién hablar, Davidge?

Miré con rabia al dracón, después agité la mano.

—Con nadie.

—¿Ess va, «nadie»?

—Nadie. Nada.

—Ne gavey, Davidge.

Me señalé el pecho con un dedo.

—¡Yo! ¡Estoy hablando conmigo mismo! ¿Gavey eso, cara de sapo?

Jerry negó con un gesto de cabeza.

—Davidge, ahora yo dormir. No hablar tanto con nadie, ¿ne? —Y volvió a desaparecer tras la abertura.

—¡Tu madre!

Di media vuelta y caminé ladera abajo. Claro que, hablando en términos estrictos, cara de sapo, tú no tienes madre… ni padre. Si pudieras elegir, ¿con quién te gustaría estar atrapado en una isla desierta? Me pregunté si alguien, alguna vez, elegiría un rincón húmedo y glacial del infierno para compartir su vida con un hermafrodita.

Cuando llegué a la mitad de la cuesta seguí el camino que había señalado con rocas hasta llegar a la charca de agua salada que había denominado «Rancho Baboso». En torno a la charca había muchas rocas pulidas por el agua y debajo de esas rocas, bajo la orilla, habitaban las babosas anaranjadas más grandes que Jerry y yo habíamos visto jamás. Hice el descubrimiento durante un descanso en la construcción de la choza y le enseñé los bichos a Jerry, que hizo un gesto de indiferencia.

—¿Y qué?

—¿Cómo que «y qué»? Mira, Jerry, esas tabletas de provisiones no durarán siempre. ¿Qué comeremos cuando no quede ninguna?

—¿Comeremos? —Jerry observó la cavidad donde se retorcían los insectos e hizo una mueca—. Ne, Davidge. Antes entonces recogernos. Buscar, encontrar nosotros, después recoger.

—¿Y si no nos encuentran? ¿Qué, entonces?

Jerry volvió a hacer una mueca y regresó a la casa, que ya estaba medio terminada.

—Agua beber, hasta recogida.

Había murmurado algo sobre excremento de kiz y mis papilas gustativas antes de perderse a la lejos. Desde entonces yo había elevado la altura de las paredes de la charca, esperando que una mejor protección contra las inclemencias del tiempo aumentara el rebaño. Miré debajo de varias rocas, pero no me pareció que su número hubiera aumentado. Y, nuevamente, me fue imposible forzarme a tragar uno de esos bichos. Volví a poner en su sitio la roca cuya base estaba examinando, me levanté y miré hacia el mar. Aunque la eterna capa de nubes seguía negándole a la superficie el calor de los rayos de Fyrine, no llovía y la neblina de costumbre se había dispersado.

Más allá del lugar donde yo había llegado a la playa, el mar continuaba hasta el horizonte. Entre ola y ola el agua era tan oscura como el corazón de un prestamista. Líneas paralelas de enormes olas se formaban aproximadamente a cinco kilómetros de la isla. El centro, según mi posición, rompería en la isla, mientras el resto seguiría su curso. A mi derecha, en línea con las olas distinguía con dificultad otra pequeña isla a unos diez kilómetros de distancia. Siguiendo el curso de las olas, miré a lo lejos y a mi derecha, donde el color gris blanco del mar debía confundirse con el gris claro del cielo, había una línea negra en el horizonte.

Cuanto más me esforzaba por recordar los informes sobre las masas terrestres de Fyrine IV, más se me olvidaba. Jerry tampoco recordaba nada…, al menos nada que pudiera decirme. ¿Por qué íbamos a recordar? Se suponía que la batalla iba a ser en el espacio, ambos bandos intentaban negarse mutuamente una zona de estacionamiento orbital en el sistema de Fyrine. Ningún bando deseaba poner los pies en los planetas de Fyrine y mucho menos disputar una batalla allí. Sin embargo, se llamara como se llamase, era tierra firme y considerablemente mayor que el banco de arena y roca que estábamos ocupando.

El problema era cómo llegar hasta allí. Sin madera, fuego, hojas o pieles de animales, Jerry y yo éramos mucho más pobres que un hombre de las cavernas. El único objeto capaz de flotar que probamos era la nasesay. La cápsula. ¿Por qué no? El único problema real a superar era conseguir que Jerry lo aceptara.

Aquélla tarde, mientras el gris del cielo se convertía lentamente en negro, Jerry y yo nos sentamos fuera de la choza, mordisqueando nuestras raciones de un cuarto de tableta. Los ojos amarillos del dracón estudiaron la línea negra del horizonte, luego Jerry meneó la cabeza.

—Ne, Davidge. Peligroso ser.

Me metí en la boca el resto de mi ración y hablé mientras masticaba.

—¿Más peligroso que permanecer aquí?

—Pronto recoger nosotros, ¿ne? —Estudié aquellos ojos amarillos.

—Jerry, crees en eso tanto como yo. —Me incliné hacia adelante en la roca y extendí las manos—. Mira, nuestras posibilidades serán mucho mejores en una masa terrestre mayor. Protección contra las olas grandes, quizá comida…

—Quizá no, ¿ne? —Jerry señaló el agua—. ¿Cómo gobernar nasesay, Davidge? En eso, ¿cómo gobernar? Ess eh lluvias, olas, después llegar tierra, ¿gavey? Bresha. —Las manos de Jerry se juntaron de repente—. Ess eh bresha nos lleva contra roca, ¿ne? Entonces nosotros muertos.

Me rasqué la cabeza.

—Las olas van en esa dirección a partir de aquí, igual que el viento. Si la masa de tierra es lo bastante grande, no tenemos que gobernar, ¿gavey?

Jerry resopló.

—Ne bastante grande. ¿Entonces?

—No he dicho que fuera una cosa segura.

—¿Ess?

—Una cosa segura, algo cierto, ¿gavey? —Jerry asintió—. Y en cuanto a que nos aplastemos contra las rocas, probablemente habrá una playa como ésta.

—Cosa segura, ¿ne?

Me encogí de hombros.

—No, no es una cosa segura, pero ¿y si nos quedamos aquí? No sabemos lo enormes que pueden ser esas olas. ¿Y si viene una y se traga la isla? ¿Qué pasará entonces?

Jerry me miró, con los ojos entornados.

—¿Qué allí, Davidge? Una base Irkmaan, ¿ne?

Me eché a reír.

—Ya te lo he dicho, no tenemos bases en Fyrine IV.

—¿Por qué desear ir, entonces?

—Simplemente por lo que he dicho, Jerry. Creo que nuestras posibilidades serían mejores.

—Ummm. —El dracón cruzó los brazos—. Viga, Davidge, nasesay no mover. Yo sé.

—¿Qué sabes?

Jerry sonrió orgulloso, luego se levantó y entró en la choza. Al cabo de un momento volvió y tiró a mis pies una vara metálica de dos metros de longitud. Era la que el dracón había empleado para atar mis brazos.

—Davidge, yo sé.

Alcé las cejas y me encogí de hombros.

—¿En qué estás pensando? ¿Es que eso no salió de tu cápsula?

—Ne, Irkmaan.

Me agaché y cogí la vara. Su superficie no estaba oxidada y en un extremo había números arábigos: un número de catálogo. Por un instante un torrente de esperanza me inundó, pero se disipó cuando comprendí que se trataba de un número de catálogo civil. Tiré la vara sobre la arena.

—Es imposible saber cuánto tiempo ha estado aquí, Jerry. Es un número de catálogo civil y no hubo ninguna misión civil en esta parte de la galaxia desde la guerra. Quizá sea el resto de una antigua operación de siembra o grupo de exploración.

El dracón tocó ligeramente la vara con la punta de la bota.

—Nuevo, ¿gavey?

Miré a Jerry.

—¿Gavey acero inoxidable?

Jerry resopló y se volvió hacia la cabaña.

—Yo quedar, nasesay quedar. Cuando tú querer, ¡tú irte, Davidge!

Cuando la negrura de la prolongada noche hubo conquistado el cielo sobre nosotros, el viento se levantó, bramando y silbando por los agujeros de las paredes. El techo de plástico se agitó, subiendo y bajando con tal violencia que amenazaba con rasgarse o salir flotando en la noche. Jerry estaba sentado en el suelo de arena, su espalda apoyada en la nasesay como para dejar bien claro que dracón y cápsula no se moverían, aunque el modo en que el mar estaba subiendo parecía debilitar el argumento de Jerry.

—Mar estar agitado ahora, Davidge, ¿ne?

—Está demasiado oscuro para verlo, pero con este viento…

Me encogí de hombros, más en mi provecho que en el del dracón, puesto que lo único visible dentro de la choza era la pálida luz que entraba por el techo. En cualquier momento podíamos ser arrojados por el agua de aquel banco de arena.

—Jerry, estás portándote como un tonto con esa vara, y lo sabes.

—Surda.

El dracón parecía contrito, si no totalmente desgraciado.

—¿Ess?

—¿Ess eh «surda»?

—Ae.

Jerry guardó silencio un instante.

—Davidge, ¿gavey «no cierto no es»?

Descifré las negaciones.

—¿Te refieres a «posible», «tal vez», «quizá»?

—Ae posibletalvezquizá. Flota dracón lrkmaan naves tiene. Antes guerra comprar, después guerra capturar. Vara posibletalvezquizá ser dracón.

—De modo que, si hay una base secreta en la gran isla, ¿surda sea una base drac?

—Posibletalvezquizá, Davidge.

—Jerry, ¿significa eso que quieres intentarlo? ¿La nasesay?

—Ne.

—¿Ne? ¿Por qué Jerry? Si puede haber una base drac…

—¡Ne! ¡Ne hablar!

El dracón parecía atragantarse con las palabras.

—Jerry, vamos a hablar, ¡y será mejor que creas que vamos a hablar! Si voy a morir en esta isla, tengo derecho a saber por qué.

El dracón guardó silencio largo rato.

—Davidge…

—¿Ess?

—Nasesay, tú coger. Mitad tabletas tú llevar, Yo quedar.

Moví la cabeza para despejarla.

—¿Quieres que me lleve la cápsula yo solo?

—Ser lo que tú querer, ¿ne?

—Ae, pero ¿por qué? Debes comprender que no van a rescatarnos.

— Posibletalvezquizá.

— Surda, nada. Sabes que no van a rescatamos. ¿De qué se trata? ¿Te da miedo el agua? Si es eso, hay otras posibilidades…

—Davidge, tú pico cerrar. Nasesay tú tener. Yo ne necesitarte, ¿gavey?

Asentí en la oscuridad. La cápsula estaba a mi disposición. ¿Para qué necesitaba llevarme a un drac gruñón…, sobre todo teniendo en cuenta que nuestra tregua podía expirar en cualquier momento? La respuesta me hizo sentir insignificante y ridículo…, humano. Quizá las dos cosas sean lo mismo. El dracón era todo lo que se interponía entre Willis Davidge y la soledad extrema. Sin embargo, existía el pequeño problema de seguir vivo.

—Debemos ir juntos, Jerry.

—¿Por qué?

Noté que me sonrojaba. Si los humanos sienten tal necesidad de compañía, ¿por qué les avergüenza admitirlo?

—Simplemente porque debemos. Nuestras posibilidades serán mejores.

—Solo, tus posibilidades mejores ser, Davidge. Yo ser tu enemigo.

Asentí de nuevo e hice una mueca en la oscuridad.

—Jerry, ¿gavey «soledad»?

—Ne gavey.

—Solitario. Estar sin compañía, solo.

—Gavey tú solo… Coger nasesay. Yo quedar.

—Vaya… Mira, viga, no quiero.

—¿Querer juntos ir? —Una risa ahogada, lenta y maliciosa, llegó del otro lado de la choza—. ¿Gustar dracones? Tú quererme muerto, lrkmaan. —Más risitas—. Lrkmaan poorzhab en cabeza, poorzhab.

—¡Olvídalo!

Me aparté de la pared, me dejé caer, alisé la arena y me encogí de espaldas al dracón. El viento dio la impresión de amainar un poco y cerré los ojos para intentar dormir. Enseguida, los chasquidos y los crujidos del techo de plástico se combinaron con el fondo de bramidos y silbidos y noté que mi cuerpo flotaba.

Entonces mis ojos se abrieron al máximo ante un sonido de pasos en la arena. Me puse en tensión, dispuesto a saltar.

—¿Davidge? —La voz de Jerry era muy sosegada.

—¿Qué?

Oí que el dracón se sentaba en la arena a mi lado.

—Tú solitario, Davidge. Difícil hablar de eso, ¿ne?

—¿y qué?

El dracón murmuró algo que se perdió en el viento.

—¿Qué?

Me volví y vi que Jerry miraba a través de un agujero de la pared.

—Por qué yo quedar aquí. Ahora, yo explicar, ¿ne?

—Vale. ¿Por qué no? —contesté con indiferencia.

Jerry pareció luchar con las palabras, después abrió la boca para hablar. Sus ojos se abrieron desmesuradamente.

—¡Magasienna!

—¿Ess? —dije mientras me erguía. Jerry señaló el agujero.

—¡Ola enorme!

Aparté al dracón y miré por el agujero. Una enfurecida montaña de blanca espuma se precipitaba hacia nuestra isla. Era difícil saberlo en la oscuridad, pero la ola que estaba delante parecía más alta que la que nos había mojado los pies algunos días antes. Las olas que la seguían eran aún mayores. Jerry puso una mano en mi hombro y yo le miré a los ojos. Nos separamos y corrimos hacia la cápsula. Escuchamos como la primera ola retumbaba ladera arriba mientras tanteábamos en la oscuridad buscando el pestillo. Acababa de poner mis dedos en él cuando la ola rompió contra la choza, derrumbando el techo. En décimas de segundo estuvimos bajo el agua con las corrientes internas de la choza agitándonos como calcetines dentro de una lavadora.

El agua retrocedió, y pude ver que la pared de la choza que paraba el viento se había derrumbado.

—¡Jerry!

A través de la pared derrumbada de fuera, vi al dracón tambaleándose.

—¿lrkmaan?

Observé Como la segunda ola cobraba velocidad a espaldas de Jerry.

—Kizlode, ¿qué demonios hacer ahí fuera? ¡Ven aquí!

Me volví hacia la cápsula, aún aposentada firmemente entre las dos rocas, y encontré el pestillo. Mientras yo abría la puerta, Jerry atravesó los restos de la pared dando tumbos y cayó sobre mí.

—Davidge… ¡Olas enormes seguir para siempre! ¡Para siempre!

—¡Entra!

Ayudé al dracón a entrar y no esperé a que se apartara. Me eché encima de Jerry y cerré la puerta justo cuando la segunda ola nos alcanzaba. Noté que la cápsula se alzaba un poco y resonaba al chocar con el saliente de una de las rocas.

—Davidge, ¿nosotros flotar?

—No. Las rocas nos sujetan. Estaremos bien en cuanto las olas cesen.

—Tú moverte.

—Oh.

Me aparté del pecho de Jerry y me aseguré en un extremo de la cápsula. Al cabo de un rato, la cápsula dejó de moverse y el dracón y yo aguardamos la siguiente ola.

—¿Jerry?

—¿Ess?

—¿Qué ibas a decir antes?

—¿Por qué yo quedarme?

—Sí.

—Difícil hablar de eso, ¿gavey?

—Lo sé, lo sé.

La siguiente ola nos alcanzó y noté que la cápsula ascendía y golpeaba la roca.

—Davidge, ¿gavey «vi nessa»?

—Ne gavey.

—Vi nessa… pequeño yo, ¿gavey?

La cápsula dejó de golpear la roca y quedó inmóvil.

—¿Qué es eso de «pequeño yo»?

—Pequeño yo…, pequeño dracón. Mío, ¿gavey?

—¿Intentas decirme que estás preñado?

—Posibletalvezquizá.

Moví la cabeza.

—Un momento, Jerry. No quiero malentendidos. Preñado… ¿Vas a ser padre?

—Ae, padre, dos-cero-cero en línea, muy importante ser, ¿ne?

—Soberbio. ¿Qué tiene que ver eso con que no quieras ir a la otra isla?

—Antes, yo vi nessa, ¿gavey? Tean muerto.

—Tu hijo. ¿Murió?

—¡Ae! —El sollozo del dracón parecía haber sido arrancado de los labios de la madre universal—. Hacerme daño en caída. Tean muerto. Nasesay golpearnos en mar. Tean hacerse daño, ¿gavey?

—Ae, gavey.

Así que Jerry tenía miedo de perder otro hijo. Yo estaba casi convencido de que el trayecto en la cápsula nos iba a costar muchos golpes, pero quedarnos en el banco de arena no mejoraba nuestras posibilidades. La cápsula llevaba quieta bastante rato, y decidí arriesgarme a echar un vistazo fuera. Las pequeñas ventanas abovedadas parecían estar cubiertas de arena, y abrí la puerta. Miré a mi alrededor, y todas las paredes habían sido aplastadas. Miré hacia el mar, pero no pude ver nada.

—Parece que estamos seguros, Jerry…

Levanté los ojos hacia el cielo negruzco, y sobre mí descollaba el penacho blanco de una ola inmensa que descendía.

—¡Maga maldita sienna! —Cerré la compuerta bruscamente.

—¿Ess, Davidge?

—¡Agárrate, Jerry!

El agua golpeó la cápsula con tal fuerza que mis oídos fueron incapaces de sentir el estruendo. Golpeamos la roca una vez, dos veces, luego notamos que nos retorcíamos, que salíamos disparados hacia arriba. Estiré el brazo para sujétame, pero no pude porque la cápsula giró locamente hacia abajo. Caí encima de Jerry y después fui despedido hacia la pared opuesta, donde me golpeé la cabeza. Antes de perder el conocimiento, oí que Jerry gritaba:

—¡Tean! ¡Vi tean!

… El teniente pulsó su control manual y una silueta alta, humanoide y de color amarillo apareció en la pantalla.

—¡Un drac asqueroso! —gritó el auditorio de reclutas. El teniente se volvió hacia ellos.

—Correcto. Es un drac. Noten que la raza drac es uniforme en cuanto al color: todos están amarillos…

Los reclutas rieron entre dientes con gran educación. El oficial se puso serio ya continuación empezó a señalar diversos rasgos con un lápiz luminoso.

—Las manos de tres dedos son características, por supuesto, igual que la cara casi sin nariz, que da al drac un aspecto similar al de un sapo. En general, la vista es algo mejor que en el ser humano, el oído más o menos igual, y el olor… —El teniente hizo una pausa—. ¡El olor es terrible!

El oficial reaccionó con satisfacción ante las carcajadas de los reclutas. Cuando éstos se hubieron calmado, el teniente señaló un pliegue en el vientre de la figura.

—Aquí es donde el drac guarda sus joyas familiares…, todas. —Más risitas—. Sí, los dracones son hermafroditas, con los órganos reproductores, tanto masculinos como femeninos, contenidos en el mismo individuo. —El teniente miró a los reclutas—. Si piensan decirle a un drac que se joda (Inglés: fuck yourself), tengan cuidado… ¡porque puede hacerlo!

Las carcajadas cesaron y el teniente señaló con su mano hacia la pantalla.

—Si ven una de estas cosas, ¿qué harán?

—MATARLA…

… Hice que la pantalla y la computadora se centraran únicamente en el siguiente caza dracón, que parecía una x doble en la imagen de la pantalla. El drac giró rápidamente a la izquierda, después otra vez a la derecha. Sentí al piloto automático tirando de mi nave en pos del caza, seleccionando, ignorando lasimágenes falsas, intentando centrar su mira electrónica en el dracón. «Vamos, cara de sapo…, un poco más a la izquierda…». La imagen de la x doble entró en los círculos de alcance de la pantalla y noté que el proyectil unido al de mi caza salía disparado. ¡Vamos! A través de la cubierta de mi cabina vi el destello de la detonación del proyectil. Mi pantalla mostró al caza dracón sin control, cayendo en picada hacia la superficie velada por las nubes de Fyrine IV: Fui tras del drac para confirmar que lo había derribado… La temperatura exterior aumentaba conforme mi nave rozaba la atmósfera superior.

«¡Vamos, maldito, estalla!».

Cambié los sistemas de la nave a vuelo atmosférico en cuanto quedó claro que debía seguir al drac hasta la superficie. Todavía por encima de las nubes, el dracón dejó de caer en barrena y viró. Toqué el anulador del piloto automático y tiré de la palanca de mando hacia mi regazo. El caza osciló mientras yo intentaba ascender. Todo el mundo sabe que las naves de los dracones funcionan mejor en la atmósfera…, dirigiéndose hacia mí en un curso de intercepción… «¿Por qué no abres fuego, sabandija?». Justo antes de la colisión, el drac es expelido… sin energía; tengo que aterrizar a motor parado. Sigo la cápsula mientras cae a la deriva, intentando encontrar a ese dracón asqueroso y acabar la tarea… Estuve buscando a tientas por entre las tinieblas que me rodeaban durante lo que parecieron ser segundos, o años. Sentí que me tocaban pero las partes de mi ser que eran tocadas parecían estar lejos, muy lejos, primero escalofríos, después fiebre, luego escalofríos otra vez y mi cabeza refrescada por una mano suave.

Mis ojos se abrieron como estrechas rendijas y vi a Jerry moviéndose a mi lado secando mi cabeza con algo frío. Logré emitir un susurro.

—Jerry.

El dracón me miró a los ojos y sonrió.

—Bien ir. Davidge. Bien ir.

La luz que daba en la cara de Jerry fluctuaba, y olí humo.

—Fuego.

Jerry se apartó y señaló hacia el centro del suelo arenoso de la cabaña. Dejé que mi cabeza girara hacia un lado y me di cuenta de que yacía en un lecho de ramas blandas y flexibles. Frente a mi cama había otro lecho, y entre ambos crepitaba alegremente una hoguera.

—Ahora tener fuego, Davidge. Y madera.

Jerry señaló el techo forrado con varas y grandes hojas. Me volví y miré alrededor. Después dejé caer mi palpitante cabeza y cerré los ojos.

—¿Dónde estamos?

—Isla grande. Davidge. Ola enorme echarnos de banco de arena. Viento y olas traernos aquí. Tú tener razón.

—Yo… no lo entiendo. Ne gavey. Si se necesitaban días para llegar a la isla grande desde el banco de arena.

Jerry asintió y metió algo que parecía una esponja en una concha llena de agua.

—Nueve días. Yo atarte a nasesay. Luego aquí en playa desembarcar.

—¿Nueve días? ¿He estado sin conocimiento nueve días?

Jerry negó con la cabeza.

—Diecisiete. Aquí desembarcar ocho días…

El dracón agitó la mano a su espalda.

—Hace ocho días.

—Ae.

Diecisiete días en Fyrine IV era bastante más de un mes en la Tierra. Abrí los ojos de nuevo y miré a Jerry. El dracón casi rebosaba de excitación.

—¿Qué tal tean, tu hijo?

Jerry dio unos golpecitos a su abultada cintura.

—Bien ir, Davídge. Tú hacerte más daño en nasesay.

Reprimí un impulso de asentimiento.

—Me alegro por ti.

Cerré los ojos y volví la cara hacia la pared hecha de una mezcla de varas y hojas.

—¿Jerry?

—¿Esss?

—Me has salvado la vida.

—Ae.

—¿Por qué?

Jerry guardó silencio largo rato.

—Davidge. En banco de arena tú hablar. Ahora yo gavey soledad. —El dracón agitó mi brazo—. Bien, ahora tú comer.

Me volví y observé el interior de una concha llena de un líquido humeante.

—¿Qué es, sopa de pollo?

—¿Ess?

—¿Ess va?

Señalé la concha, notando por primera vez lo débil que me encontraba. Jerry arrugó la frente.

—Como babosa, pero largo.

—¿Una anguila?

—Ae, pero anguila de tierra, ¿gavey?

—¿Te refieres a una «serpiente»?

—Posibletalvezquizá.

Bajé la cabeza y puse los labios en el borde de la concha. Sorbí un poco de caldo, tragué, y dejé que el calorcillo reparador del líquido penetrara en mi cuerpo.

—Bueno.

—¿Tú querer gusta?

—¿Ess?

—Gusta.

Jerry estiró el brazo hacia el fuego y cogió un trozo de roca transparente y más o menos cuadrada. La examiné, la arañé con la uña del pulgar, después la toqué con la lengua.

—¡Halita! ¡Sal!

Jerry sonrió.

—¿Querer gusta?

—Todos los lujos. —Me eché a reír—. Claro que sí, venga la gusta…

Jerry cogió la halita, rompió una esquina con una piedra pequeña y a continuación usó la piedra para moler los fragmentos encima de otra roca. Extendió la palma de la mano con una montaña minúscula de gránulos blancos en el centro. Yo cogí dos pellizcos, los eché en mi sopa de serpiente y revolví el líquido con el dedo. Después tomé un largo trago de caldo delicioso. Hice chasquear los labios.

—Fantástico.

—Bueno, ¿ne?

—Mejor que bueno: fantástico.

Tomé otro trago e hice una gran exhibición chasqueando los labios y poniendo los ojos en blanco.

—Fantástico, Davidge, ¿ne?

—Ae. —Hice un gesto al dracón—. Creo que ya es suficiente. Quiero dormir.

—Ae, Davidge, gavey.

Jerry cogió la concha y la puso junto al fuego. El dracón se levantó, caminó hasta la puerta y se volvió. Sus ojos amarillos me examinaron un instante, después bajó la cabeza, dio media vuelta y salió. Cerré los ojos y dejé que el calor de la hoguera me adormeciera.

Al cabo de dos días me levanté para estirar las piernas dentro de la cabaña, y al cabo de otros dos días Jerry me ayudó a salir fuera. La cabaña estaba situada en la cima de una colina alargada, entre un bosque de árboles (ninguno pasaba de cinco o seis metros). En la base de la pendiente, a más de ocho kilómetros de la cabaña, se hallaba el mar siempre agitado. El dracón me había llevado hasta allí. Nuestra leal nasesay se había llenado de agua y fue arrastrada otra vez hasta el mar poco después de que Jerry me llevara a tierra firme. Con la cápsula se fue el resto de las tabletas de provisiones. Los dracones son muy remilgados con lo que comen, pero el hambre hizo que Jerry probara finalmente la flora y la fauna locales; el hambre y el fardo humano que se debilitaba con rapidez por falta de alimentación. El dracón se había decidido por un tipo de raíz rígida y dulce, una baya verde que una vez seca servía para hacer un té aceptable, y carne de serpiente. Explorando, Jerry había descubierto una salina parcialmente desgastada. En los días que siguieron, me fortalecí y mejoré nuestra dieta con varias especies de moluscos marinos y una fruta que parecía un cruce de pera y ciruela.

Conforme los días iban haciéndose más fríos, el dracón y yo nos vimos forzados a admitir que Fyrine IV tenía un invierno. Estando así las cosas, teníamos que enfrentarnos a la posibilidad de que el invierno fuera muy riguroso e impidiera la recogida de alimentos… y leña. Una vez secadas junto al fuego, las raíces y las bayas se conservaban bien, y ensayamos el salado y ahumado de la carne de serpiente. Con tiras de fibra procedente del matorral de bayas, Jerry y yo cosimos las pieles de las serpientes para tener ropa de invierno. Nos decidimos por un diseño que precisaba dos capas de pieles con el vello de las cápsulas de las bayas apretado entre ambas y sujeto mediante el acolchado de las capas. Convinimos en que la cabaña no serviría. Nos costó tres días de búsqueda encontrar nuestra primera cueva, y tres más para encontrar una cueva que nos satisficiera. La entrada permitía contemplar el panorama eternamente atormentado del mar, pero estaba situada en un pequeño acantilado y muy por encima del nivel de las aguas. Alrededor de la entrada de la cueva encontramos grandes cantidades de madera seca y piedras sueltas. La madera la almacenamos para asegurarnos calor, y las piedras las usamos para cerrar la entrada, dejando espacio únicamente para una puerta con bisagras. Los goznes estaban hechoscon pellejos de serpiente y para la puerta usamos varas unidas con fibra del arbusto de las bayas. La primera noche después de terminar la puerta, los vientos marinos la destrozaron; y decidimos recurrir otra vez al diseño original que habíamos empleado en el banco de arena.

Establecimos nuestras habitaciones en una amplia cámara de suelo arenoso, bien dentro de la cueva. Aún más adentro, la cueva tenía estanques naturales de agua, que era excelente como bebida pero demasiado fría para bañarse en ella. Usamos la cámara de los estanques como almacén. Revestimos las paredes de nuestras habitaciones con montones de leña e hicimos nuevas camas con pieles de serpiente y vello de cápsulas vegetales. En el centro de la cámara construimos un hogar respetable con una piedra grande y plana sobre las brasas a manera de plancha. La primera noche que pasamos en nuestro nuevo hogar descubrí que, por primera vez desde mi caída en aquel condenado planeta, no oía el viento.

Durante las largas noches, los dos nos sentábamos junto al hogar, hacíamos cosas, guantes, sombreros, bolsas con pellejo de serpiente, y hablábamos. Para romper la monotonía alternábamos los días hablando dracón e inglés, y cuando el invierno atacó con su primera tormenta de hielo, ambos nos sentíamos a gusto hablando en el idioma del otro.

Hablamos del hijo de Jerry.

—¿Qué nombre vas a ponerle, Jerry?

—Ya tiene un nombre. Mira, la línea Jeriba tiene cinco nombres. Yo me llamo Shigan. Antes estaba mi padre, Gothig. Antes de Gothig, Haesni. Antes de Haesni, Ty, y antes de Ty, Zammis. El niño se llama Jeriba Zammis.

—¿Por qué sólo cinco nombres? Un niño humano puede tener cualquier nombre que sus padres elijan. En realidad, en cuanto un humano se convierte en adulto, puede elegir cualquier nombre que desee.

El dracón me miró, sus ojos llenos de pena.

—Davidge, qué perdidos debéis sentiros. Los humanos…, qué perdidos debéis sentiros.

—¿Perdidos?

Jerry asintió.

—¿De dónde vienes, Davidge?

—¿Te refieres a mis padres?

—Sí.

—Recuerdo a mis padres —contesté con indiferencia.

—¿Ya sus padres?

—Recuerdo al padre de mi madre. Cuando yo era niño solíamos visitarlo.

—Davidge, ¿qué sabes de este abuelo?

Me acaricié la barbilla.

—Es algo vago… Creo que se dedicaba a la agricultura… No la sé.

—¿y sus padres?

Negué con la cabeza.

—Lo único que recuerdo es que en algún punto de la línea aparecen ingleses y alemanes. ¿Gavey ingleses y alemanes?

Jerry asintió.

—Davidge, puedo recitar la historia de mi linaje hasta la colonización de mi planeta por Jeriba Ty, uno de los colonizadores originales, hace ciento noventa y nueve años. En los archivos de nuestro linaje, en Draco, se hallan los documentos que siguen la línea a través del espacio hasta el planeta natal, Sindie, ya partir de aquí otras setenta generaciones hasta Jeriba Ty, el fundador de la línea Jeriba.

—¿Cómo llega a fundador un individuo?

—Sólo el primogénito conserva la línea. Los productos de segundos, terceros o cuartos nacimientos deben encontrar sus líneas particulares.

Yo asentí, impresionado.

—¿Por qué sólo cinco nombres? ¿Sólo para que sea más fácil recordarlos?

—No. Los nombres son cosas a las que añadimos distinciones; son cinco nombres iguales, comunes, de modo que no oscurezcan los hechos que distinguieron a sus portadores. Mi nombre, Shigan, ha sido utilizado por grandes soldados, eruditos, estudiosos de la filosofía y varios sacerdotes. El nombre que llevará mi hijo ha sido utilizado por científicos, profesos y exploradores.

—¿Recuerdas todas las ocupaciones de tus antepasados?

Jerry asintió.

—Sí, y qué hicieron y dónde lo hicieron. Debes recitar tu linaje ante los archivos genealógicos para ser admitido como adulto, tal como fui admitido yo hace veintidós años. Zammis hará lo mismo, pero deberá iniciar su narración… —Jerry sonrió— con mi nombre, Jeriba Shigan.

—¿Eres capaz de recitar de memoria doscientas biografías?

—Exacto.

Fui hasta mi cama y me acosté. Mientras contemplaba el humo que estaba siendo succionado por la grieta del techo de la cámara, empecé a comprender a qué se refería Jerry con la expresión «sentirse perdido». Un dracón con varias docenas de generaciones en el estómago sabe quién es ya qué debe mantenerse fiel.

—¿Jerry?

—¿Sí, Davidge?

—¿Querrías recitarme las biografías?

Volví la cabeza y miré al dracón, a tiempo para ver una expresión de extrema sorpresa mezclada con alegría. Sólo después de transcurridos muchos años supe que le había hecho un gran honor a Jerry al pedirle que recitara su linaje. Entre los dracones, se trata de una extraña expresión de respeto, no sólo hacia el individuo, sino también para con su linaje.

Jerry puso en la arena el sombrero que estaba cosiendo, se levantó y empezó.

—Ante vosotros me presento, yo, Shigan, del linaje de Jeriba, nacido de Gothig, el maestro de música, Músico de gran mérito. Entre los estudiantes de Gothig estaban Datzizh de la línea Nem, Perravane de la línea Tuscor y numerosos músicos menores. Instruido en música en el Shimuram, Gothig se presentó ante los archivos en el año 11.051 y habló de su padre Haesni, el constructor de naves…

Mientras escuchaba el envarado cotorreo de Jerry, la serie inversa de biografías —que empezaban con la muerte y acababan en la edad adulta—, experimenté una sensación de estar vinculado al tiempo, de ser capaz de conocer y tocar el pasado. Batallas, imperios erigidos y destruidos, descubrimientos, grandes logros. Un viaje a través de doce mil años de historia, pero percibida como un continuobien definido, vivo. En contrapartida: Ante vosotros me presento, yo, Willis, del linaje Davidge, nacido de Sybil el ama de casa y Nathan el ingeniero civil de segunda categoría, uno de ellos nacido del Abuelito, que probablemente tuvo algo que ver con la agricultura, nacido de nadie en particular… ¡Caramba, qué poca cosa era yo! Mi hermano mayor era el representante de la línea, no yo. Fui escuchando a Jerry y tomé la decisión de memorizar el linaje Jeriba.

Hablamos de la guerra:

—Fue un truco muy bonito, atraerme a la atmósfera y después embestirme.

Jerry hizo un gesto de indiferencia.

—Los pilotos de la flota dracón son mejores. Es algo bien sabido.

Levanté las cejas.

—Por eso te chamusqué las plumas de la cola. ¿Eh?

Jerry se encogió de hombros, arrugó la frente y siguió cosiendo los pedazos de pellejo de serpiente.

—¿Por qué los terrestres invaden esta parte de la galaxia, Davidge? Tuvimos miles de años de paz antes de que llegarais.

—¡Ah! ¿Por qué invaden los dracs? También nosotros estábamos en paz. ¿Qué estáis haciendo aquí? .

—Colonizamos estos planetas. Es la tradición drac. Somos exploradores y fundamos colonias.

—Bueno, cara de sapo. ¿Qué piensas que somos nosotros, unos amantes del hogar? Los humanos llevan viajando por el espacio menos de dos siglos, pero hemos colonizado casi el doble de planetas que los dracs…

Jerry levantó un dedo.

—¡Exactamente! Vosotros los humanos os extendéis como una enfermedad. ¡Ya basta! ¡No os queremos aquí!

—Buenos, estamos aquí, y aquí nos quedaremos. ¿Y qué vais a hacer al respecto?

—Ya ves lo que hacemos, lrkmaan. ¡Luchamos!

—¡Puf! ¿A esa pequeña riña que tuvimos la llamas lucha? ¡Caramba. Jerry, os estábamos echando del cielo a patadas, pilotos de pacotilla!…

—¡Perfecto, Davidge! ¡Por eso estás sentado aquí, tragando serpiente ahumada!

Le hice una mueca al dracón.

—¡Noto que tu aliento también tiene olor a serpiente, drac!

Jerry soltó un bufido y se apartó del fuego. Yo me sentía ridículo, primero porque no íbamos a aclarar una discusión que había atormentado a un centenar de mundos por más de un siglo, y segundo porque quería que Jerry comprobara mi recitación. Tenía más de un centenar de generaciones memorizadas. El dracón estaba de costado respecto a la hoguera, permitiendo que cayera sobre su regazo la luz suficiente para ver lo que cosía.

—¿En qué estás trabajando, Jerry?

—No tenemos nada de qué hablar, Davidge.

—Vamos, ¿qué es?

Jerry volvió la cabeza hacia mí, después miró otra vez su regazo y levantó un minúsculo vestido de piel de serpiente.

—Para Zammis.

Jerry sonrió y yo meneé la cabeza. Después me eché a reír. Hablamos de filosofía:

—Tú estudiaste a Shizumaat, Jerry. ¿Por qué no me explicas sus enseñanzas?

—No, Davidge. —Jerry arrugó la frente.

—¿Es que las enseñanzas de Shizumaat son secretas o algo por el estilo?

Jerry hizo un gesto negativo con la cabeza.

—No. Pero honramos demasiado a Shizumaat para hablar de él.

Me rasqué la barbilla.

—¿Te refieres a hablar de él, o a hablar de él con un humano?

—No con humanos, Davidge. Simplemente no con vosotros.

—¿Por qué?

Jerry irguió la cabeza y entornó sus ojos amarillos.

—Sabes perfectamente lo que dijiste… en el banco de arena.

Me rasqué la cabeza y recordé vagamente el insulto que dediqué al dracón respecto a que Shizumaat comía aquello. Extendí las manos.

—Pero, Jerry, yo estaba frenético, furioso. No puedes hacerme responsable de lo que dije entonces.

—Sí que puedo.

—¿Serviría de algo que me disculpe?

—En absoluto.

Me contuve para no decirle algo desagradable y volví a pensar en aquel momento, cuando Jerry y yo estábamos dispuestos a estrangularnos mutuamente. Recordé algo especial de aquel encuentro y apreté los labios para no sonreír.

—¿Me explicarás las enseñanzas de Shizumaat si te perdono… por lo que dijiste de Mickey Mouse?

Incliné la cabeza para dar impresión de respeto, aunque la finalidad principal era contener una risita.

Jerry me miró, su rostro parecía apenado por un sentimiento de culpabilidad.

—Me he sentido mal por culpa de eso, Davidge. Si me perdonas, te hablaré de Shizumaat.

—En ese caso, te perdono, Jerry.

—Una cosa más.

—¿Qué?

—Debes hablarme de las enseñanzas de Mickey Mouse.

—Yo…, eh…, lo haré tan bien como pueda.

Hablamos de Zammis:

—Jerry, ¿qué quieres que sea el pequeño Zammy?

El Drac se encogió de hombros.

—Zammis debe portarse según su nombre. Quiero que haga eso con honor. Me conformaré con eso.

—¿Zammis elegirá su profesión?

—Sí.

—¿Pero no hay nada especial que desees?

—Sí, hay algo —asintió Jerry.

—¿Qué es?

—Que Zammis, un día, se encuentre fuera de este miserable planeta.

—Amén.

—Amén.

El invierno se prolongó hasta que Jerry y yo empezamos a preguntarnos si habíamos llegado al principio de una época glacial. Fuera de la cueva, todo estaba cubierto con una espesa capa de hielo, y la baja temperatura, combinada con los vientos constantes, hacía que aventurarse a salir fuera tentar a la muerte por congelación o por una caída. Sin embargo, de mutuo acuerdo, ambos salíamos para hacer nuestras necesidades corporales. Había varias cámaras aisladas en la cueva; pero temíamos infectar nuestro suministro de agua, por no mencionar el ambiente de la cueva. El principal riesgo en el exterior era bajarse los calzoncillos con un viento y una temperatura que helaba el aliento antes de que saliera por los pequeños manguitos faciales que habíamos hecho con nuestra ropa de vuelo.

Aprendimos a no perder el tiempo.

Una mañana Jerry estaba fuera para hacer sus necesidades, mientras yo me había quedado junto al fuego amasando raíces secas con agua para hacer panes a la plancha. Oí que Jerry llamaba desde la entrada de la cueva.

—¡Davidge!

—¿Qué?

—¡Davidge, ven enseguida!

¡Una nave! ¡Tenía que ser eso! Dejé la conchatazón en la arena, me puse el sombrero y los guantes y corrí por el pasadizo. Al llegar cerca de la puerta desaté el manguito que llevaba en torno al cuello y lo anudé alrededor de mi boca y nariz para proteger mis pulmones. Jerry, con su cabeza arropada de modo similar, miraba al otro lado de la puerta, haciéndome gestos.

—¿De qué se trata?

Jerry se apartó de la puerta para dejarme mirar.

—¡Vamos, mira!

Sol. Cielo azul y sol. En la lejanía, por encima del mar, más nubes estaban acumulándose. Pero por encima de nosotros el cielo estaba despejado. Ninguno de los dos podíamos mirar directamente el sol, pero volvimos nuestros rostros hacia él y sentimos los rayos de Fyrine IV en nuestra piel. La luz destellaba haciendo rutilar las rocas y los árboles cubiertos de nieve.

—Maravilloso.

—Sí. —Jerry asió mi manga con una mano enguantada—. Davidge, ¿sabes qué significa esto?

—¿Qué?

—Hogueras de señales por la noche. Con una noche despejada, una gran hoguera puede verse en órbita, ¿ne?

Miré a Jerry y luego al cielo.

—No lo sé. Si la hoguera fuera bastante grande, si tuviéramos una noche despejada y si alguien eligiera ese momento para mirar… —Bajé la cabeza—. Siempre suponiendo que haya alguien para mirar allí arriba. —Noté el dolor que empezaba a tener en los dedos—. Será mejor que volvamos dentro.

—Davidge, ¡es una posibilidad!

—¿Qué usaremos como leña, Jerry? —Extendí un brazo hacia los árboles que cubrían y rodeaban la cueva—. Todo lo que arde tiene un mínimo de quince centímetros de hielo.

—En la cueva.

—¿Nuestra leña? —Meneé la cabeza—. ¿Cuánto va a durar este invierno? ¿Puedes estar seguro de que tenemos suficiente leña para desperdiciarla en hogueras de señales?

—Es una posibilidad, Davidge. ¡Es una posibilidad!

Nuestra supervivencia dependía de una tirada de los dados. Me encogí de hombros.

—¿Por qué no?

Pasamos las horas que siguieron arrastrando una cuarta parte de nuestra leña cuidadosamente almacenada y dejándola fuera de la boca de la cueva. Cuando acabamos y mucho antes de que llegara la noche, el cielo era otra vez un sólido manto gris. Examinábamos el cielo varias veces cada noche, esperando que aparecieran las estrellas. De día a menudo teníamos que pasar varias horas rompiendo el hielo de la pila de leña. Sin embargo, esto nos dio esperanzas a los dos, hasta que la leña de la cueva se agotó y tuvimos que empezar a cogerla prestada de la que habíamos separado para hacer señales.

Aquélla noche, por primera vez, el dracón tenía aspecto de sentirse absolutamente derrotado. Jerry estaba sentado ante el hogar, contemplando las llamas. Su mano se metió en la chaqueta de piel de serpiente a la altura del cuello y sacó un pequeño cubo dorado colgado de una cadena. Jerry estrechó el cubo entre ambas manos, cerró los ojos y empezó a murmurar en dracón; le observé desde mi lecho hasta que acabó. El drac suspiró, bajó la cabeza y volvió a poner el objeto dentro de su chaqueta.

—¿Qué es eso?

Jerry me miró, arrugó la frente y después tocó la parte delantera de su chaqueta.

—¿Esto? Es mi Talman…, lo que vosotros llamáis Biblia.

—Una Biblia es un libro. Ya sabes, con páginas que lees.

Jerry sacó el objeto de su chaqueta, musitó una frase en dracón, y a continuación accionó un pequeño cierre. Otro cubo dorado cayó del primero y el dracón me lo tendió.

—Ten mucho cuidado con esto, Davidge.

Me senté, cogí el objeto y lo examiné a la luz de la hoguera. Tres piezas de metal dorado unidas con bisagras formaban la encuadernación de un libro que tenía dos centímetros y medio de grosor. Abrí el libro por la mitad y examiné las dos columnas paralelas de puntos, líneas y rasgos ondulantes.

—Está en drac.

—Naturalmente.

—Pero yo no sé leerlo.

Las cejas de Jerry se arquearon.

—Hablas drac tan bien que no me acordaba de… ¿Te gustaría que te enseñara?

—¿A leer esto?

—¿Por qué no? ¿Tienes alguna cita urgente a la que acudir?

—No. —Acerqué un dedo al libro e intenté pasar una de las minúsculas páginas. Quizá cincuenta de ellas pasaron a la vez—. No puedo separar las páginas.

Jerry señaló un pequeño bulto en la parte superior del lomo.

—Saca el alfiler. Es para pasar las páginas.

Saqué la aguja, la pasé por una página y ésta se liberó de su compañera y saltó al otro lado.

—¿Quién escribió tu Talman, Jerry?

—Muchos dracs. Todos grandes maestros.

—¿Shizumaat?

Jerry asintió.

—Shizumaat es uno de ellos.

Cerré el libro y lo sostuve en la palma de la mano.

—Jerry, ¿por qué has sacado esto ahora?

—Necesitaba consuelo. —El dracón abrió los brazos—. Éste lugar. Quizá nos hagamos viejos y muramos aquí. Quizá no nos encuentren nunca. Lo comprendí hoy, mientras entrábamos la leña de la hoguera de señales. —Jerry puso las manos en su vientre—. Zammis nacerá aquí. El Talman me ayuda a aceptar lo que puedo cambiar.

—Zammis. ¿Cuánto tiempo?

Jerry sonrió.

—Pronto.

Miré el diminuto libro.

—Me gustaría que me enseñaras a leer esto, Jerry.

El dracón cogió la cadena y la caja que rodeaban su cuello y me tendió ambas cosas.

—Debes conservar el Talman en esto.

Sostuve la cadena un instante, después moví la cabeza.

—No puedo quedarme esto, Jerry. Es obvio que tiene un gran valor para ti. ¿Y si lo pierdo?

—No lo perderás. Consérvalo mientras aprendes. El estudiante debe hacerlo.

Puse la cadena alrededor de mi cuello.

—Es todo un honor.

Jerry hizo un gesto de indiferencia.

—Mucho menor que el tuyo al aprender de memoria el linaje de los Jeriba. Tu forma de recitarlo es impresionante y muy exacta.

Jerry cogió una brasa de la hoguera, se levantó y caminó hasta el muro de la cámara. Aquélla noche aprendí las treinta y una letras y sonidos del alfabeto drac, así como los nueve sonidos y letras adicionales usados en los escritos dracones formales.

La leña acabó agotándose. Jerry estaba muy abatido y muy, muy enfermo, mientras Zammis se preparaba para hacer su aparición, y todo lo que hacía era arrastrarse hasta el exterior con mi ayuda para orinar o defecar. Por tanto, el trabajo de recoger leña, que significaba coger el bastón que nos quedaba y romper el hielo de los árboles muertos que había en pie, recayó en mí, igual que cocinar.

Un día particularmente ventoso noté que el hielo de los árboles era menos grueso. En algún momento habíamos doblado la esquina del invierno y nos dirigíamos hacia la primavera. Pasé el tiempo que dediqué a romper hielo sintiéndome de buen humor al pensar en la primavera, y sabía que Jerry se alegraría con la noticia. El invierno estaba desmoralizando al dracón. Estaba trabajando entre losárboles encima de la cueva, recogiendo leña amontonada y tirándola abajo, cuando oí un grito. Me quedé parado, después miré alrededor. No vi nada aparte del mar y el hielo que me rodeaba. Luego, otra vez el grito.

—¡Davidge!

Era Jerry. Solté la carga que llevaba y corrí hacia la grieta del acantilado que servía de senda hasta los árboles más elevados. Jerry chilló de nuevo y yo resbalé y rodé hasta llegar al lecho de roca a la misma altura de la entrada de la cueva. Me precipité hacia ella, corrí por el pasadizo y llegué a la cámara. Jerry se retorcía en su lecho, hundiendo los dedos en la arena. Caí de rodillas junto al dracón.

—Estoy aquí, Jerry. ¿Qué pasa? ¿Qué es lo que va mal?

—¡Davidge!

El dracón tenía los ojos en blanco y no veía nada. Su boca se movió en silencio, después estalló en otro grito.

—¡Jerry, soy yo! —le agarré por los hombros, sacudiéndole—. Soy yo Jerry. ¡Davidge!

Jerry volvió la cabeza hacia mí, hizo una mueca y apretó los dedos de una mano en torno a mi muñeca izquierda con fuerza.

—¡Davidge! Zammis… ¡Algo va mal!

—¿Qué? ¿Qué puedo hacer?

Jerry chilló otra vez; después su cabeza cayó sobre el lecho como si se hubiera desmayado. El dracón luchó por recuperar la conciencia y atrajo mi cabeza hacia sus labios.

—Davidge, debes jurar.

—¿Qué, Jerry? ¿Qué debo jurar?

—Zammis… en Draco. Presentarse ante los archivos del linaje. Hacer esto.

—¿A qué te refieres? Hablas como si estuvieras agonizando.

—Estoy agonizando, Davidge. Zammis… la generación número doscientos… muy importante. Presenta a mi hijo, Davidge. ¡Júralo!

Enjugué el sudor de mi cara con mi mano libre.

—No vas a morir, Jerry. ¡Lucha!

—¡Basta! ¡Enfréntate a la verdad, Davidge! ¡Me muero! Debes enseñar la línea Jeriba a Zammis… y el libro, el Talman ¿gavey?

—¡Calla! —El pánico me acosaba casi como una presencia física—. ¡Deja de hablar así! No vas a morir, Jerry. Vamos, lucha, kislode hijo de puta…

Jerry chilló. Su respiración era débil y el dracón flotaba entre la conciencia y la inconsciencia.

—Davidge.

—¿Qué?

Me di cuenta de que lloraba como un niño.

—Davidge, debes ayudar a salir a Zammis.

—¿Qué? …¿Cómo? ¿De qué demonios estás hablando?

Jerry volvió su cara hacia el muro de la cueva.

—Levanta mi chaqueta.

—¿Qué?

—Levanta mi chaqueta, Davidge. J Vamos!

Subí la chaqueta de piel de serpiente, descubriendo el hinchado vientre de Jerry. El pliegue del centro estaba de un rojo brillante y rezumaba un líquido claro.

—¿Qué…, qué debo hacer?

Jerry respiró con rapidez; después, contuvo el aliento.

—¡Desgárralo! ¡Debes desgarrarlo, Davidge!

—¡No!

—¡Hazlo! ¡Hazlo, o Zammis morirá!

—¿Qué me importa tu maldito hijo, Jerry? ¿Qué puedo hacer para salvarte?

—Desgárralo… —murmuró el dracón—. Cuida de mi hijo, Irkmaan. Presenta a Zammis ante los archivos Jeriba. Júramelo.

—Oh, Jerry…

—¡Júralo!

Asentí. Grandes lágrimas calientes se deslizaron por mis mejillas.

—Lo juro.

Jerry aflojó su presa en mi muñeca y cerró los ojos. Me arrodillé junto a él, atónito.

—No. No, no, no, no.

—¡Desgárralo! ¡Debes desgarrarlo, Davidge!

Tendí una mano y toqué cautelosamente el pliegue del vientre de Jerry. Sentí vida que luchaba bajo la piel, intentando escapar a la sofocante presión de la matriz del dracón. Yo la odiaba; odiaba a la maldita criatura como nunca había odiado ninguna otra cosa. Sus forcejeos se debilitaron y acabaron por cesar.

—Presenta a Zammis ante los archivos Jeriba. Júramelo…

—Lo juro…

Levanté la otra mano, inserté mis pulgares en el pliegue y lo abrí con suavidad. Aumenté la fuerza, después desgarré el vientre de Jerry como un demente. El pliegue estalló, humedeciendo la parte delantera de mi chaqueta con el fluido claro. Manteniendo abierto el pliegue, vi el cuerpo tranquilo de Zammis acurrucado en una cavidad llena de fluido, inmóvil.

Vomité. Cuando no me quedó nada que arrojar, metí las manos en el fluido y las puse bajo el infante del dracón. Lo alcé, enjugué mi boca con la manga izquierda, la apreté contra la boca de Zammis y abrí los labios de la criatura con mi mano derecha. Tres, cuatro veces, inflé los pulmones del niño, y después éste tosió. Luego lloró. Até los dos cordones umbilicales con fibra de bayas y después los corté. Jeriba Zammis se había liberado de la carne muerta de su padre.

Sostuve la roca sobre mi cabeza y a continuación la descargué con toda mi fuerza sobre el hielo. Saltaron fragmentos allí donde había golpeado, descubriendo el verde oscuro que había debajo. De nuevo, levanté la roca y la descargué, separando otra roca. La recogí, me levanté y la llevé hasta el cadáver medio enterrado del dracón.

—El drac —musité.

Limítate a llamarlo «el drac». Cara de sapo. Reptil. El enemigo. Llámalo como quieras para aislar esos sentimientos del dolor.

Contemplé el montón de rocas que había amontonado, decidí que bastaba para completar la tarea y después me arrodillé junto a la tumba. Mientras colocaba las rocas encima, sin pensar en el aguanieve empujado por la ventisca que congelaba mis pieles de serpiente, me esforcé en contener las lágrimas. Di palmadas para ayudar a restituir la circulación. La primavera se acercaba, pero todavía resultaba peligroso permanecer fuera demasiado tiempo, y yo había estado mucho tiempo construyendo la tumba del dracón. Cogí otra roca y la puse en su sitio. Cuando el peso de la roca cayó sobre la cubierta de piel de serpiente, me di cuenta de que ya estaba congelado. Coloqué rápidamente el resto de las rocas y me levanté.

El viento me hizo tambalear y mis pies casi resbalaron sobre el hielo próximo a la tumba. Miré hacia el mar hirviente, me envolví un poco mejor con mis pieles de serpiente y volví a contemplar la pila de rocas. Hacen falta algunas palabras. No entierras al muerto y después te vas a comer. Hacen falta algunas palabras. Pero ¿qué palabras? Yo no era demasiado religioso y tampoco lo había sido el dracón.

Su filosofía formal sobre el tema de la muerte era idéntica a mi rechazo informal de los deleites islámicos, los Valhala paganos y las promesas para un futuro lejano de los judeocristianos. La muerte es la muerte. Finis. El fin. Polvo eres y en polvo te convertirás… Aun así, hacen falta algunas palabras.

Metí el brazo bajo las pieles de serpiente y apreté con mi mano enguantada el cubo dorado del Talman. Noté sus puntiagudos cantos a través de mi guante, cerré los ojos y repasé las palabras de los grandes filósofos dracones. Pero en sus escritos no había nada para este momento.

El Talman era un libro sobre la vida. Talman significa vida, y de ella se ocupa la filosofía dracón. No se interesan por la muerte. La muerte es un hecho, el fin de la vida. El Talman no tenía palabras que yo pudiera pronunciar. El viento me acuchillaba, haciéndome temblar. Mis dedos ya estaban ateridos y los pies empezaban a dolerme. Con todo, hacían falta algunas palabras. Pero las únicas palabras en que podía pensar iban a abrir la puerta, llenando de dolor mi ser…, haciéndome comprender que el dracón había muerto. Aun así…, aun así, hacen falta algunas palabras.

—Jerry, yo… —No tenía palabras. Me alejé de la tumba, dejando que mis lágrimas se mezclaran con el aguanieve.

Con el calor y el silencio de la cueva a mi alrededor, me senté en el camastro con la espalda apoyada en el muro. Intenté perderme en las sombras y parpadeos de la luz reflejada por la hoguera sobre la pared opuesta. Las imágenes se formaban a medias y después desaparecían danzando antes de que pudiera forzar mi mente a ver algo en ellas. Siendo niño solía contemplar nubes, y en ellas veía caras, castillos, animales, dragones y gigantes. Era un mundo de evasión y fantasía, algo para inyectar maravilla y aventura en la vida mundana, regularizada, de un chico de clase media que lleva una vida de clase media. Lo único que vi en la pared de la cueva fue una representación del infierno: llamas que lamían las grotescas y retorcidas imágenes de almas condenadas. Éste pensamiento me hizo reír. Concebimos el infierno como fuego, supervisado por un sádico de risa entrecortada con ropa interior roja de una sola pieza. Fyrine IV me había enseñado esto: el infierno es soledad, hambre y frío interminable.

Oí un lloriqueo, y miré entre las sombras hacia el pequeño lecho en la parte trasera de la cueva. Jerry había fabricado para Zammis un saco de piel de serpiente lleno de pelusa vegetal. Gimoteó de nuevo, y yo me incliné hacia adelante, preguntándome si necesitaba algo. Una punzada de temor recorrió mis entrañas. ¿Qué come un niño drac? Los dracones no son mamíferos. Lo único que nos habían enseñado en la instrucción era cómo reconocerlos… Eso, y como matarlos. Empecé a sentir auténtico miedo.

—¿Qué demonios voy a usar como pañales?

La criatura volvió a lloriquear. Me puse en pie, caminé por el suelo arenoso hasta llegar al lado del niño y me arrodillé junto a él. En el fardo que era el viejo traje de vuelo de Jerry se agitaban dos brazos regordetes con manos de tres dedos.

Levanté el fardo, lo llevé cerca de la hoguera y me senté en una roca. Puse el bulto en mi regazo y lo desenvolví con mucho cuidado. Vi el brillo amarillo de los ojos de Zammis bajo los párpados entorpecidos por el sueño. Desde la cara, casi desprovista de nariz y los dientes compactos, hasta su color amarillo subido, Zammis era en todos los aspectos una miniatura de Jerry, excepto por su gordura.

Zammis era un pequeño barril de grasa. Le eché un vistazo y me alegró descubrir que no había suciedad. Miré a Zammis a los ojos.

—¿Quieres algo de comer?

—Guh.

Sus mandíbulas estaban en condiciones de funcionar, y supuse que los dracones debían masticar alimento sólido desde el primer día. Tendí un brazo hacia la hoguera y cogí un trozo de serpiente seca, pasándolo después por los labios del niño. Zammis apartó la cabeza.

—Vamos, come. No encontrarás nada mejor por aquí.

Volví a poner la serpiente en los labios del niño, y Zammis levantó un brazo regordete y apartó la carne. Me encogí de hombros.

—Bien, cuando tengas bastante hambre, aquí estará.

—¡Guh meh!

Su cabeza osciló de un lado a otro en mi regazo, una mano diminuta de tres dedos estrechaba mi dedo, y la criatura lloriqueó otra vez.

—No quieres comer, no necesitas que te limpien. ¿Qué quieres entonces? ¿Kos va nu?

La cara de Zammis se arrugó, y su mano tiró de mi dedo. Su otra mano se agitó en dirección a mi pecho. Levanté a Zammis para arreglar el traje de vuelo, y las manos diminutas se extendieron, agarraron la parte delantera de mis pieles de serpiente y se aferraron mientras los brazos regordetes atraían al niño hacia mi pecho. Lo mantuve cerca de mí, Zammis puso la mejilla en mi pecho y no tardó en caer dormido.

—Bueno… quién lo hubiera creído.

Hasta que el dracón murió, jamás comprendí lo cerca que había estado de la locura. Mi soledad era un cáncer, un tumor que yo alimentaba con odio: odio al planeta con su eterno frío, vientos eternos y aislamiento eterno; odio al indefenso niño amarillo con su desgarradora necesidad de atención, alimento y un afecto que yo no podía ofrecer; y odio hacia mí mismo. Me encontré haciendo cosas que me asustaban y disgustaban. Para romper la sólida muralla de estar solo, hablaba, gritaba y cantaba para mí: maldiciones en voz alta, palabras sin sentido y gritos absurdos.

Los ojos de Zammis estaban abiertos, y el niño agitó un brazo rechoncho y canturreó. Cogí una piedra grande, avancé tambaleante hasta ponerme al lado del niño y sostuve el peso sobre el pequeño cuerpo.

—Podría dejar caer esto, chico. ¿Qué te pasaría entonces? —Noté que la risa acudía a mis labios. Tiré la roca a un lado—. ¿Por qué ensuciar la cueva? Fuera. Te pongo fuera un momento, ¡y te mueres! ¿Me oyes? ¡Te mueres!

El niño agitó sus manos de tres dedos en el aire, y lloró.

—¿Por qué no comes? ¿Por qué no cagas? ¿Por qué no haces nada normal, excepto llorar?

El niño lloró con más fuerza.

—¡Bah! ¡Debería coger esa roca y acabar! Eso es lo que debería…

Una oleada de repugnancia contuvo mis palabras. Fui a mi camastro, cogí el gorro, los guantes y el manguito, y me encaminé hacia afuera. Antes de llegar a la entrada de la cueva, cubierta con rocas, noté la fuerza punzante del viento. Una vez fuera me detuve y contemplé el mar y el cielo: era un panorama irritante con sus gloriosos tonos blanco y negro, y gris sobre gris. Una ráfaga de viento me abofeteó, haciéndome retroceder hasta la entrada. Recuperé el equilibrio, anduve hasta el borde del peñasco y agité el puño hacía el mar.

—¡Sigue! ¡Sigue y sopla, kíslode hijo de puta! ¡Todavía no me has matado!

Apreté mis párpados quemados por el viento hasta cerrarlos, después los abrí y miré hacia abajo. Una caída de cuarenta metros hasta el próximo saliente, pero si tomaba impulso podía salvar el obstáculo. Entonces habría ciento cincuenta metros hasta las rocas que estaban abajo. Saltar. Me aparté del borde del peñasco.

—¡Saltar! ¡Claro, saltar! —Agité la cabeza en dirección al mar—. ¡No pienso hacer tu trabajo! ¡Si me quieres muerto, tendrás que conseguirlo tú mismo!

Me volví y miré arriba, por encima de la entrada de la cueva. El cielo estaba oscureciéndose y, al cabo de pocas horas, la noche velaría el paisaje. Me dirigí a la grieta del acantilado que conducía al bosque de arbolillos, por encima de la cueva.

Me puse en cuclillas junto a la tumba del dracón y examiné las rocas que había puesto allí, ya unidas por una capa de hielo.

—Jerry. ¿Qué voy a hacer?

El dracón se sentó junto al fuego. Los dos cosíamos y hablamos: —Mira, Jerry, todo esto…— Alcé el Talman. —Todo esto lo había escuchado ya. Esperaba algo distinto. —El dracón dejó su labor sobre su regazo y me contempló durante un instante. Luego movió la cabeza y prosiguió su tarea.

—No eres una criatura demasiado profunda, Davidge.

—¿Qué pretendes decir con eso?

—Jerry tendió su mano de tres dedos.

—Un universo, Davidge… Hay un universo ahí afuera, un universo de vida, objetos y hechos. Hay diferencias, pero es el mismo universo, y todos debemos obedecer las mismas leyes universales. ¿Nunca has pensado en eso?

—No.

—A eso me refiero, Davidge, cuando digo que no eres muy profundo.

—Puf. Te repito que ya había oído hablar de ello y supongo que eso demuestra que los humanos son tan profundos como los dracs.

Jerry se echó a reír.

—Siempre insistes en deducir algo racial de mis observaciones. Lo que he dicho tenía aplicación para ti, no para la raza de los humanos…

Escupí en el suelo helado.

—Los dracs os creéis tan rematadamente listos…

El viento sopló con más fuerza, y noté que sabía a sal. Se aproximaba uno de los ventarrones. El cielo estaba cambiando a esa curiosa tonalidad oscura que se confundía con el color azul de medianoche. Un hilito de agua helada se escurrió en mi cuello.

—¿Qué hay de malo en ser uno mismo? ¡No todo el mundo ha de ser un maldito filósofo cara de sapo! —Había millones…, decenas de millones como yo. Más quizá—. ¿Qué importa que yo me preocupe o no por la existencia? Está aquí, eso es todo cuanto necesito saber.

—Davidge, ni siquiera conoces tu genealogía más allá de tus padres, y ahora dices que te niegas a saber de tu universo algo que puedes conocer. ¿Cómo sabrás cuál es tu lugar en esta existencia, Davidge? ¿Dónde estás? ¿Quién eres?

Moví la cabeza y contemplé la tumba, después me volví y miré el mar. Dentro de una hora, o menos, habrá demasiada oscuridad para ver romper las olas.

—Yo, soy yo.

Pero ¿era ese «yo» el que había sostenido la roca encima de Zammis, amenazando con la muerte a un niño indefenso? Sentí que mi sangre se helaba cuando, la soledad que creía experimentar, se armó de garras y colmillos y empezó a roer y desgarrar la poca cordura que me quedaba. Me volví hacia la tumba otra vez, cerré los ojos y volví a abrirlos.

—Soy piloto de combate Jerry. ¿Eso no es nada?

—Eso es lo que haces, Davidge. No es lo que tú eres, eso no es ser tú mismo.

Me arrodillé junto a la tumba y, con mis manos arañé las rocas cubiertas de hielo.

—¡No me hables ahora, drac! ¡Estás muerto!

Pero me detuve al comprender que las palabras que había oído procedían del Talman. Me desmayé sobre las rocas, sentí el viento y me puse en pie.

—Jerry, Zammis no come. Ya hace tres días. ¿Qué hago? ¿Por qué no me explicaste algo sobre los mocosos drac antes de que…? —Me llevé las manos a la cara—. Tranquilo, chico. Sigue así, y te meterán en un manicomio.

El viento me empujaba por la espalda. Bajé las manos y me alejé de la tumba. Estaba sentado en la cueva, mirando fijamente el fuego. Ya no oía el viento más allá de las rocas, y la madera estaba seca, haciendo que la hoguera fuera ardiente y silenciosa. Tamborileé con los dedos en mis rodillas, después me puse a canturrear. El ruido, de cualquier clase, servía para ahuyentar la opresiva soledad.

—Hijo de puta. —Reí y asentí con la cabeza—. Sí, de verdad, y kizlode va nu, dutschaat.

Reí entre dientes, intentando recordar todos los insultos y obscenidades en dracón que me había enseñado Jerry. Eran bastantes. La punta de mi bota golpeó la arena y mi canturreo empezó de nuevo. Me detuve, arrugué la frente, y recordé la canción.

Altivo Cristo todopoderoso,.

¿quién demonios somos?

Zim zam. Dios maldito.

del escuadrón B, somos.

Me recliné en la pared de la cueva, intentando recordar otros versos.

Un piloto tiene una vida podrida. / Nada de pastas con nuestro té / Tenemos que servir a la mujer del general/ y coger pulgas de su rodilla. Y si a él no le gusta te diré lo que haremos: llenaremos su trasero de vidrio roto y con cola se lo pegaremos.

La canción resonó en el eco de la cueva. Me levanté, extendí los brazos y grité:

—¡Yaaaaahoooooo!

Zammis se puso a llorar. Me mordí el labio y me acerqué al bulto que había en el colchón.

—¿Bueno? ¿Estás listo para comer?

—Unh, unh, weh.

El niño movió la cabeza de un lado a otro. Me aproximé al fuego y cogí un trozo de serpiente. Volví junto a Zammis, me arrodillé y acerqué la comida a sus labios. De nuevo, el niño la apartó.

—Vamos, tú. Debes comer.

Lo intenté otra vez con idénticos resultados. Aparté las ropas del niño y observé su cuerpo. Sabía que estaba perdiendo peso aunque Zammis no parecía estar debilitándose. Me encogí de hombros, lo tapé de nuevo, me levanté y empecé a caminar hacia mi colchón.

—Guh, weh.

Me volví.

—¿Qué?

—Ah, guh, guh.

Me acerqué otra vez. Me agaché y cogí al niño. Sus ojos estaban abiertos y miraba mi cara; después sonrió.

—¿De qué te ríes. Feo? Va a salir un sapo de tu cara.

Zammis emitió una risa breve y luego gorjeó. Fui hasta mi colchón, me senté y puse a Zammis en mi regazo.

—Gumma, buh, buh para ti también. Bueno, ¿y ahora qué hacemos? ¿Qué te parece si empiezo a enseñarte el linaje de los Jeriba? Tendrás que aprenderlo algún día y ahora podría ser el momento adecuado.

El linaje de los Jeriba. La única vez que Jerry me felicitó fue cuando recité el linaje. Miré a Zammis a los ojos.

—Cuando te lleve a que te presentes ante los archivos Jeriba deberás decir: «Ante vosotros me presento, yo Zammis, de la línea de Jeriba, nacido de Shigan, el piloto militar».

Sonreí, pensando en las cejas amarillas que se levantarían de asombro, si Zammis prosiguiera diciendo: «y, caramba, Shigan fue también un piloto condenadamente bueno. Sí, una vez me contaron que consiguió huir con mucha astucia, después viró y embistió al kizlode hijo de puta, por todos conocido como Willis E. Davidge…».

Moví la cabeza.

—No progresarás mucho si recitas el linaje en inglés, Zammis. Empecé otra vez: —Naatha nu enta va, Zammis zea does Jeriba. Estay va Shigan, asaam naa denvadar…

Durante ocho de aquellos largos días y noches temí que el niño muriera. Lo intenté todo: raíces. Bayas y ciruelas secas, carne de serpiente seca, hervida, masticada y molida. Zammis lo rechazó todo. Hice frecuentes comprobaciones, pero siempre que miraba entre las ropas del niño las encontraba tan limpias como cuando se las había puesto. Zammis perdía peso, pero parecía hacerse más fuerte. Al noveno día se arrastró por el suelo de la cueva. Incluso con la hoguera, la cueva no era realmente cálida. Yo tenía miedo de que el niño enfermara por gatear desnudo, y lo vestí con la ropa y el gorro diminuto que Jerry había hecho para él. Después de vestirlo levanté a Zammis y lo contemplé. El niño ya sabía sonreír, una sonrisa llena de malicia que, combinada con el guiño de sus ojos amarillos con su ropa y su gorro, le daba el aspecto de un diablillo. Lo puse de pie.

El niño parecía poder sostenerse solo, y lo solté. Zammis sonrió, agitó sus brazos cada vez más delgados, luego rio y dio un paso vacilante hacia mí. Cuando cayó, lo cogí y el pequeño drac chilló.

Al cabo de dos días más Zammis caminaba y se metía en cualquier sitio. Pasé muchos momentos de angustia buscando al niño en las cámaras de la parte trasera de la cueva, después de mis salidas al exterior. Finalmente, cuando lo encontré en la boca de la cueva dirigiéndose hacia fuera a toda velocidad, ya no pude más. Hice unos arneses con piel de serpiente, los uní a una correa fabricada con piel de serpiente y até el otro extremo a un saliente rocoso más alto que yo.

Zammis siguió metiéndose por todas partes, pero al menos podía controlarlo. Cuatro días después de que aprendiera a caminar, el niño quiso comer. Los bebés drac son probablemente los niños más cómodos y considerados del universo. Viven de su grasa durante tres o cuatro semanas terrestres, y durante todo ese tiempo jamás se ensucian. Una vez que aprenden a andar quieren ir a todaspartes, y quieren comer y empiezan a evacuar sus excrementos. Enseñé una vez al niño a usar la pequeña caja que había construido con esa finalidad, y no tuve que hacerlo más. Al cabo de cinco o seis lecciones, Zammis supo vestirse y desvestirse. Viendo aprender y crecer al pequeño drac, empecé a comprender a los pilotos de mi escuadrón que solían aburrirse mutuamente y en grupo con incontables fotos de niños deformes acompañando cada instantánea con media hora de charla. Antes de que el hielo se fundiera, Zammis hablaba. Le enseñé a llamarme «tío».

A falta de un término mejor, llamé «primavera» a la estación en que se fundía el hielo. Transcurriría mucho tiempo antes de que el bosquecillo mostrara algún tono verde o las serpientes se aventuraran a salir de sus agujeros invernales. El cielo mantenía su eterna cubierta de nubes oscuras y coléricas, y el aguanieve seguía presentándose y cubriendo todo con una capa vidriosa, dura y resbaladiza. Pero al día siguiente la capa se fundía, y el aire más cálido penetraba otro milímetro en el suelo.

Comprendí que ésta era la época de recoger leña. Antes de que el invierno atacara y trabajando juntos Jerry y yo, no habíamos logrado almacenar leña suficiente. El corto verano tenía que emplearse en preparar comida para el siguiente invierno. Confiaba en construir una puerta más recia para la boca dela cueva, y me juré que inventaría algún tipo de desagüe interior. Bajarse los calzoncillos en pleno invierno era arriesgado. Mi cabeza estaba llena de estas cosas cuando me tendí en el camastro y observé el humo que salía en espiral por una grieta del techo de la cueva. Zammis estaba en la parte trasera jugando con algunas piedras que había encontrado, y debí de quedarme dormido. Cuando desperté el niño me sacudía el brazo.

—¿Tío?

—¿Qué, Zammis?

—Tío, mira.

Me volví hacia la izquierda y lo miré. Zammis sostenía ante mí su mano derecha con los dedos separados.

—¿Qué ocurre, Zammis?

—Mira. —Señaló uno por uno sus tres dedos—. Uno, dos, tres.

—¿Y?

—Mira. —Zammis cogió mi mano derecha y abrió los dedos—. Uno, dos tres, ¡cuatro, cinco!

Asentí.

—Ya veo que sabes contar hasta cinco.

El dracón se puso muy serio e hizo un gesto de impaciencia con sus minúsculos puños.

—Mira.

Cogió mi mano extendida y colocó la suya encima. Con la otra mano, Zammis señaló primero uno de sus dedos, después uno de los míos.

—Uno, uno.

Los ojos amarillos del niño me examinaron para ver si comprendía.

—Sí.

El niño señaló de nuevo.

—Dos, dos. —Me miró, luego volvió la vista a mi mano y señaló—. Tres, tres.

A continuación cogió mis otros dos dedos.

—¡Cuatro, cinco! —Soltó mi mano, después señaló al Iado de la suya—. ¿Cuatro, cinco?

Meneé la cabeza. En menos de cuatro meses terrestres, Zammis había captado parte de la diferencia entre dracones y humanos. Un niño humano tenía que poner…, ¿cuántos años? …, cinco, seis o siete, antes de formular preguntas como ésta. Suspiré.

—Zammis…

—¿Sí, tío?

—Zammis, tú eres un dracón. Los dracones sólo tienen tres dedos. Yo soy humano. Tengo cinco.

Juro que las lágrimas brotaron de los ojos del niño. Zammis alzó las manos, se las miró y luego meneó la cabeza.

—¿Crece cuatro, cinco?

Me senté y miré al chico. Zammis estaba preguntándose dónde se hallaban sus otros cuatro dedos.

—Mira, Zammis. Tú y yo somos diferentes…, seres diferentes, ¿comprendes?

Zammis negó con la cabeza.

—¿Crece cuatro, cinco?

—No te crecerán. Eres un drac. —Señalé mi pecho—. Yo soy humano.

Todo esto no me estaba conduciendo a ningún sitio.

—Tu padre, del que saliste, era un drac. ¿Comprendes?

Zammis arrugó la frente.

— Drac. ¿Qué drac?

El impulso de recurrir a ese eterno sustituto y el «ya aprenderás cuando seas mayor» aporreaba mi mente. Moví la cabeza.

—Los dracs tienen tres dedos en las manos. Tu padre tenía tres dedos en cada mano. —Me rasqué la barba—. Mi padre era humano y tenía cinco dedos en cada mano. Por eso yo tengo cinco dedos en cada mano.

Zammis se arrodilló en la arena y examinó sus dedos. Levantó los ojos hacia mí, volvió a observar sus manos y me miró.

—¿Qué padre?

Observé al niño. Debía de estar padeciendo algo así como una crisis de identidad. Yo era la única persona que él había visto, y tenía cinco dedos en cada mano.

—Un padre es… el ser… —Me froté la barba otra vez—. Mira…, todos venimos de algún sitio. Yo tuve madre y padre…, dos tipos distintos de ser humano que me dieron vida…, que me hicieron, ¿comprendes?

Zammis me lanzó una mirada que podía interpretarse como «chico, no te aclaras». Me encogí de hombros.

—No sé si puedo explicarlo.

Zammis señaló su pecho.

—¿Mi madre? ¿Mi padre?

Extendí las manos, las dejé en mi regazo, fruncí los labios, me rasqué la barba y, en resumen, intenté ganar tiempo. Zammis mantuvo fijos los ojos en mí, sin pestañear, todo el rato.

—Mira, Zammis, tú no tienes una madre y un padre. Yo soy humano, por eso los tuve. Tú eres un drac. Tienes un padre…, sólo uno, ¿entiendes?

Zammis dijo que no con la cabeza. Me miró y después señaló su pecho.

—Drac.

—Exacto.

Zammis señaló mi pecho.

—Humano.

—Exacto otra vez.

Zammis apartó la mano y la dejó caer en su regazo.

—¿De dónde sale drac?

¡Santo cielo! Intentar explicar la reproducción hermafrodita a un niño ¡que ni siquiera debía gatear todavía!

—Zammis… —Levanté las manos. Después las dejé caer en mi regazo—. Mira. ¿Ves que soy mucho más grande que tú?

—Sí. Tío.

—Bien. —Me pasé los dedos por el pelo, esforzándome en ganar tiempo e inspirarme—. Tu padre era grande como yo. Su nombre era… Jeriba Shigan. —Curioso: sólo pronunciar su nombre me causa dolor—. Jeriba Shigan era como tú. Sólo tenía tres dedos en cada mano. Te hizo a ti en su barriguita. —Toqué el vientre de Zammis—. ¿Comprendes?

Zammis soltó una risita y puso las manos en su estómago.

—Tío. ¿Cómo se hacen los dracs aquí?

Puse las piernas encima del colchón y me tendí. ¿Cómo se forman los draconitos? Miré a Zammis y vi que el niño estaba pendiente de cualquier palabra que dijera. Hice una mueca y expliqué la verdad.

—Ojalá lo supiera. Zammis. Ojalá lo supiera.

Treinta segundos más tarde. Zammis había vuelto a jugar con sus piedras. En verano, le enseñé a Zammis a capturar y despellejar las largas serpientes grises, y cómo ahumar su carne. El niño se ponía en cuclillas en la orilla poco profunda junto a una charca de barro. Sus ojos amarillos miraban fijamente en los nidos de serpientes de la ribera, aguardando a que una de sus ocupantes asomara la cabeza. El viento soplaba, pero Zammis no se movía. Pasado un tiempo, parecía una cabeza aplastada y triangular, dotada de pequeños ojos azules. La serpiente examinaba la charca, se volvía y examinaba la orilla. Luegoexaminaba el cielo. Salía un poco del agujero, después volvía a examinarlo todo.

Con frecuencia las serpientes miraban directamente a Zammis pero el drac habría podido pasar por una estatua de piedra. Zammis no se movía hasta que el reptil estaba tan alejado del agujero que no podía volver a meterse dentro. Entonces Zammis atacaba cogiendo la serpiente con ambas manos justo por detrás de la cabeza. Los animales no poseían dientes y no eran venenosos pero de vez en cuando tenían el vigor suficiente como para arrojar a Zammis dentro de la charca.

Las pieles eran extendidas y enrolladas alrededor de unos troncos de árbol y colocadas convenientemente para que se secaran. Los troncos se ponían al aire libre cerca de la entrada de la cueva, protegidos por un saliente alejado del océano. Sólo dos terceras partes de las pieles así dispuestas acababan secándose: el resto se pudría.

Al otro lado de la sala de pieles estaba el ahumadero: una cámara cerrada con piedras donde íbamos colgando la carne de serpiente. Se preparaba una hoguera con leña verde en un agujero del suelo de la cámara; luego llenábamos la pequeña abertura con rocas y tierra.

—Tío. ¿Por qué no se pudre la carne después de ahumarla?

Pensé en la pregunta.

—No estoy seguro. Sólo sé que no se pudre.

—¿Por qué lo sabes?

Me alcé de hombros.

—Lo sé. Leí sobre eso, seguramente.

—¿Qué es leer?

—Leer. Igual que cuando me siento y leo el Talman.

—¿Dice el Talman por qué no se pudre la carne?

—No. Quiero decir que seguramente lo leí en otro libro.

—¿Tenemos más libros?

Negué con la cabeza.

—Me refiero a antes de que yo llegara a este planeta.

—¿Por qué viniste a este planeta?

—Ya te lo expliqué. Tu padre y yo quedamos atrapados aquí durante la batalla.

—¿Por qué humanos y dracs pelean?

—Es muy complicado.

Alcé las manos, indeciso. La versión humana decía que los dracs eran enemigos que invadían nuestro espacio. La versión drac decía que los humanos eran enemigos que invadían su espacio. ¿La verdad?

—Zammis, es algo relacionado con la colonización de nuevos planetas. Ambas razas están expandiéndose y las dos tienen una tradición de explorar y colonizar nuevos planetas. Supongo que nos invadimos mutuamente. ¿Entiendes?

Zammis asintió, después guardó un compasivo silencio y empezó a meditar profundamente. Lo más importante que aprendí del pequeño drac fue la cantidad de preguntas para las que yo no tenía respuesta. Por lo tanto, me satisfacía enormemente haber logrado que Zammis comprendiera por qué había guerra, compensando de paso mi ignorancia en el tema de conservar carne.

—¿Tío?

—Sí, Zammis.

—¿Qué es un planeta?

Cuando el frío y húmedo verano terminó, teníamos la cueva atestada de leña y de carne seca. Acabada esa tarea, concentré mis esfuerzos en hacer algún tipo de desagües interiores, partiendo de las charcas naturales de las cámaras más profundas de la cueva. La bañera no fue un problema. Metiendo rocas calientes en una de las charcas, el agua podía tener una temperatura soportable, incluso agradable. Después del baño, los tallos huecos de una planta similar al bambú podían usarse para extraer el agua sucia. A continuación era posible volver a llenar la bañera con el agua de la charca superior.

El problema era dónde verter el agua. Varias cámaras tenían agujeros en el suelo. Los primeros tres agujeros que probamos desaguaban en nuestra cámara principal, humedeciendo el corto reborde próximo a la entrada. El invierno anterior, Jerry y yo habíamos pensado en usar uno de estos agujeros como retrete, que llenaríamos con el agua de las charcas. Puesto que no sabíamos dónde brotaríanlos aromas celestiales, nos decidimos en contra de la idea.

El cuarto agujero que Zammis y yo probamos desaguaba bajo la entrada de la cueva en una de las paredes del acantilado. No era ideal, pero sí mejor que contestar a la llamada de la naturaleza en medio de una mezcla de tormenta de hielo y ventisca. Preparamos el agujero como desagüe, tanto para la bañera como para el retrete. Zammis y yo nos preparamos para gozar de nuestro primer baño caliente. Me quité las pieles de serpiente, comprobé el agua con la punta del pie y después entré en ella.

—¡Fabuloso! —Me volví a Zammis, que aún estaba medio vestido—. Vamos, Zammis. El agua está deliciosa.

Zammis estaba mirándome fijamente con la boca abierta.

—¿Qué ocurre?

El niño me miró con los ojos muy abiertos, y después me señaló con su mano de tres dedos.

—Tío… ¿que es eso?

Bajé la vista.

—Oh. —Moví la cabeza, luego levanté los ojos hacía el niño—. Zammis, ya te expliqué todo esto, ¿recuerdas? Soy humano.

—Pero ¿para qué es eso?

Tomé asiento en la bañera llena de agua caliente, apartando de la vista el objeto de discusión.

—Es para la eliminación de residuos líquidos…, entre otras cosas. Bueno, entra y lávate.

Zammis se quitó sus pieles de serpiente, contempló la piel lisa de su doble sistema reproductor y se metió en la bañera. El niño se hundió en el agua hasta el cuello, sus ojos amarillos no dejaban de observarme.

—¿Tío?

—¿Sí?

—¿Qué otras cosas?

Bien, tuve que darle explicaciones a Zammis: Por primera vez, el drac pareció dudar de la veracidad de mi respuesta, en lugar de conformarse como de costumbre, y aceptar cuanto yo le decía. De hecho, yo estaba seguro de que Zammis pensaba que mentía…, probablemente porque era cierto.

El invierno se inició con una rociada de copos de nieve transportados por una suave brisa. Llevé a Zammis al bosquecillo más arriba de la cueva. Cogí de la mano al niño mientras permanecíamos ante el montón de rocas que era la tumba de Jerry. Zammis se apretó las pieles de serpiente para protegerse del viento, inclinó la cabeza, se volvió y me miró a los ojos.

—Tío, ¿ésta es la tumba de mi padre?

—Sí.

Zammis volvió a mirar la tumba, luego movió la cabeza.

—Tío, ¿cómo tendría que sentirme?

—No te comprendo, Zammis.

El niño señaló la tumba con la cabeza.

—Veo que tú estás triste aquí. Creo que quieres que yo sienta lo mismo. ¿Verdad?

Arrugué la frente y sacudí la cabeza.

—No. No quiero que estés triste. Solo quería que supieras dónde está la tumba.

—¿Puedo irme ya?

—Claro. ¿Estás seguro de conocer el camino de vuelta a la cueva?

—Sí. Solo quiero asegurarme de que mi jabón no vuelva a quemarse.

Observé al niño mientras daba media vuelta y se escabullía entre los árboles desnudos, luego volví a mirar la tumba.

—Bueno, Jerry, ¿qué piensas de tu hijo? Zammis usó cenizas para limpiar la grasa de las conchas, después ha puesto una en el fuego, con agua, para hervir la carne seca. Grasa y cenizas. Y hay algo más, Jerry, estamos haciendo jabón. La primera hornada de Zammis casi nos despellejó, pero el chico está mejorando la técnica…

Miré hacia las nubes, después hacia el mar. En la lejanía, empezaban a formarse nubarrones oscuros.

—¿Ves eso? Ya sabes lo que significa, ¿verdad? Tormenta de hielo numero uno.

El viento cobró fuerza y me arrodillé junto a la tumba para poner en su lugar una roca que había caído del montón.

—Zammis es un buen chico, Jerry. Quise odiarlo…, después de tu muerte. Quise odiarlo.

Puse la roca en su sitio y volví a mirar el mar.

—No sé cómo vamos a salir del planeta, Jerry…

Capté un destello de movimiento por el rabillo del ojo. Me volví hacia la derecha y miré por encima de las copas de los árboles. Con el cielo gris como fondo, una motita negra se alejaba velozmente. La seguí con la vista hasta que subió por encima de las nubes. Presté atención, esperando oír el rugido de los gases de escape, pero mi corazón latía excesivamente y lo único que pude oír fue el viento. ¿Sería una nave? Me levanté, di algunos pasos hacia donde estaba aquella manchita, y me detuve. Al volver la cabeza vi que las rocas de la tumba de Jerry ya estaban cubiertas con una fina capa de nieve. Me encogí de hombros y me dirigí a la cueva.

—Probablemente era sólo un pájaro.

Zammis estaba sentado en su colchón, haciendo agujeros en unos trozos de piel de serpiente con una aguja de hueso. Me tendí en mi camastro, y contemplé el humo que subía en espiral hacia la grieta del techo. ¿Había sido un pájaro? ¿O una nave? Maldita sea, no lograba quitármelo de la cabeza. Huir del planeta había estado fuera de mis pensamiento, enterrado, oculto durante todo aquel verano. Pero aquel problema se planteaba de nuevo en mí. Andar por una tierra donde brillara el sol, vestir otra vez ropa, sentir lo que era una calefacción central, comer alimentos preparados por un chef, volver a estar entre… personas.

Me puse de costado y miré fijamente la pared que había junto a mi lecho. Personas, seres humanos. Cerré los ojos y tragué saliva. Chicas humanas. Hembras. Las imágenes flotaron ante mis ojos: caras, cuerpos, parejas que reían, el baile después de la instrucción… ¿Cómo se llamaba? ¿Dolora? ¿Dora? Agité la cabeza, me di la vuelta y me senté de cara al fuego. ¿Por qué tenía que recordar todo aquello? Cosas que había sido capaz de enterrar en el olvido… ahora bullían de nuevo en mi mente.

—¿Tío?

Miré a Zammis. Piel amarilla, ojos amarillos, cara de sapo sin nariz. Meneé la cabeza.

—¿Qué?

—¿Algo anda mal? Algo va mal, ah.

—No. Solamente pensaba en que había visto algo hoy. Probablemente no era nada.

Extendí la mano hacia el fuego y cogí un trozo de serpiente seca de la plancha. Soplé y mordisqueé la correosa tira.

—¿Qué aspecto tenía?

—No lo sé. Por la forma en que se movía, pensé que podía ser una nave. Se alejó tan de prisa que no puedo estar seguro. Tal vez era un pájaro..

—¿Un pájaro?

Observé a Zammis. Él nunca había visto un pájaro y en Fyrine IV, yo tampoco los había visto nunca.

—Un animal que vuela.

Zammis asintió.

—Tío, cuando estábamos recogiendo leña en el bosquecillo, vi algo que volaba.

—¿Cómo? ¿Por qué no me lo dijiste?

—Quería hacerlo, pero me olvidé.

—¡Te olvidaste! —Me puse muy serio—. ¿En qué dirección iba?

Zammis señaló la parte trasera de la cueva.

—Hacia allí. Lejos del mar. —Zammis dejó lo que estaba cosiendo—. ¿Podemos ir a ver adónde iba?

Negué con la cabeza.

—El invierno acaba de empezar. No sabes lo que es eso. Moriríamos en unos cuantos días.

Zammis volvió a su piel de serpiente. Hacer una caminata en pleno invierno nos mataría. Pero en primavera las cosas serían distintas. Podríamos sobrevivir con pieles de serpiente dobles y pelusa vegetal, y una tienda. Necesitábamos una tienda. —Zammis y yo podíamos pasar el invierno haciéndola—, y mochilas. Botas. Necesitábamos unas botas para caminar. Había que pensar en eso…

Es curioso cómo llega a prender una chispa de esperanza, propagándose hasta consumir toda la desesperación. ¿Era una nave? No lo sabía. Y si lo era, ¿estaría despegando o aterrizando? Tampoco lo sabía. Si estaba despegando, nos encaminaríamos en la dirección equivocada. Pero la dirección opuesta significaría tener que cruzar el mar. Por lo tanto, era lo mismo. La próxima primavera iríamos más allá del bosquecillo y veríamos qué había allí.

El invierno pareció pasar rápidamente: Zammis estaba ocupado con la tienda y yo dedicaba mi tiempo a redescubrir el arte de hacer botas. Dibujé los contornos de nuestros pies en piel de serpiente y, de hacer varios experimentos, descubrí que hirviendo el pellejo con el fruto de las bayas, éste quedaba blando y gomoso.

Escogí varias de estas capas elásticas, y las dejé aparte para que secaran; el resultado fue una suela resistente y flexible. Cuando acabé las botas de Zammis, el dracón ya necesitaba un par nuevo.

—Son demasiado pequeñas, tío.

—¿Qué significa «demasiado pequeñas»?

Zammis señaló sus pies.

—Hacen daño. Me aprietan mucho los dedos.

Me agaché y toqué la parte superior del calzado por encima de los dedos del niño.

—No lo entiendo. Sólo han pasado veinte o veinticinco días desde que tomé las medidas. ¿Estás seguro de que no te moviste entonces.

Zammis negó con la cabeza.

—No me moví.

Arrugué la frente, y me levanté.

—Ponte de pie, Zammis.

El drac se levantó y yo me acerqué más. La parte superior de la cabeza de Zammis llegaba al centro de mi pecho. Otros sesenta centímetros y sería tan alto como Jerry.

—Quítate las botas, Zammis. Haré un par más grande, y procura no crecer tan deprisa.

Zammis montó la tienda dentro de la cueva, puso brasas en interior y después frotó la piel con grasa para impermeabilizarla. Había crecido más, y yo había aplazado la confección de sus botas hasta asegurarme del tamaño que precisaba. Intenté planear el crecimiento midiendo los pies de Zammis de diez en diez días y prolongando hasta la primavera. Según mis cálculos cuando la nieve se derritiese el chico tendría unos pies como dos naves de transporte. En primavera, Zammis habría completado el crecimiento. Las viejas botas de vuelo de Jerry estaban destrozadas antes de que Zammis naciera, pero yo había guardado los trozos. Usé las suelas para trazar las medidas de mis pies, y confié en tener éxito.

Yo estaba ocupado Con las botas nuevas y Zammis vigilaba el revestimiento de la tienda. El dracón se volvió para mirarme.

—¿Tío?

—¿Qué?

—¿La existencia es el primer supuesto?

Me encogí de hombros.

—Eso dice Shizumaat. No lo sé.

—Pero, tío, ¿cómo sabemos que la existencia es real?

Dejé mi trabajo, miré a Zammis, sacudí la cabeza y seguí cosiendo las botas.

—Te doy mi palabra.

El drac hizo una mueca.

—Pero tío, eso no es Conocimiento. Eso es fe.

Suspiré al recordar mi segundo año en la universidad de las Naciones: un puñado de adolescentes que malgastaban el tiempo en un piso barato experimentando con alcohol, drogas y filosofía. Teniendo poco más de un año terrestre, Zammis estaba convirtiéndose en un intelectual latoso.

—Bien, ¿qué hay de malo en la fe?

—Vamos, tío. —Zammis rio con disimulo—. ¿Fe?

—A algunos nos ayuda en esta barahúnda fangosa.

—¿Barahúnda?

Me rasqué la cabeza.

—Ésta mortal confusión, el tumulto de la vida. Shakespeare, creo.

Zammis arrugó la frente.

—Shakespeare no está en el Talman.

—No. Shakespeare era un humano.

Zammis se levantó, se acercó al fuego y tomó asiento frente a mí.

—¿Fue un filósofo, igual que Mistan o Shizumaat?

—No. Escribía obras de teatro…, historias representadas.

Zammis se rascó la barbilla.

—¿Recuerdas alguna cosa de Shakespeare?

Levanté un dedo.

—Ser o no ser. Ésa es la cuestión.

Zammis se quedó boquiabierto. A continuación movió la cabeza de arriba abajo.

—Sí ¡Sí! Ser o no ser. ¡Ésa es la cuestión! —Zammis extendió las manos—. ¿Cómo sabemos que el viento sopla fuera de la cueva si no estamos allí para verlo? ¿Se agita el mar cuando no estamos allí para notarlo?

—Sí.

—Pero, tío, ¿cómo lo sabemos?

Miré de soslayo al drac.

—Zammis, tengo una pregunta que hacerte: Dime si la siguiente afirmación es cierta o falsa: «Lo que digo en este momento es falso».

Zammis parpadeó.

—Si es falsa, entonces la afirmación es cierta. Pero… si es cierta…, la afirmación es falsa, aunque… —Zammis volvió á parpadear, se puso de espaldas y siguió frotando la tienda con grasa—. Lo meditaré tío.

—Hazlo, Zammis.

El drac pensó cerca de diez minutos, luego se volvió.

—La afirmación es falsa.

Sonreí.

—Pero eso es lo que dice la afirmación, por lo tanto es cierta y en ese caso…

Dejé en suspenso el acertijo. ¡Oh, presunción, tú alteras incluso a los santos!

—No, tío. La afirmación es absurda en su contexto presente. —Hice un gesto de indiferencia—. Mira, tío, la afirmación supone la existencia de valores reales que pueden comentarse sin ninguna otra referencia. Creo que la lógica de Lurrvena en el Talman es muy clara al respecto, y si lo absurdo se iguala a falsedad…

Suspiré.

—Sí, bueno…

—¿Comprendes, tío? Primero debes establecer un contexto en el que tu afirmación tenga un significado.

Me incliné hacia adelante, arrugué la frente y me rasqué la barba.

—Comprendo. ¿Quieres decir que yo estaba poniendo la carreta delante de los bueyes, y empezando la casa por el tejado?

Zammis me miró de un modo extraño, y su asombro aumentó cuando me dejé caer en el colchón, riendo como un loco.

—Tío, ¿por qué el linaje de los Jeriba tiene sólo cinco nombres? Dijiste que los linajes humanos tienen muchos nombres.

Asentí.

—A los cinco nombres de este linaje Jeriba, sus portadores deben agregar hazañas. Las hazañas son importantes, no los nombres.

—Gothig es el padre de Shigan igual que Shigan es mi padre.

—Naturalmente. Lo sabes por tus recitaciones.

Zammis se puso muy serio.

—Entonces, ¿debo llamar Ty a mi hijo cuando sea padre?

—Exacto. Y Ty debe llamar Haesni a su hijo. ¿Ves algo incorrecto en eso?

—Me gustaría llamar Davidge a mi hijo, igual que tú.

Sonreí y moví la cabeza.

—El nombre Ty ha sido, llevado por grandes banqueros, comerciantes, inventores y… bueno, ya sabes tu recitación. El nombre Davidge no ha sido llevado por gente importante. Piensa en lo que Ty perdería no siendo Ty.

Zammis pensó un poco, después asintió.

—Tío, ¿crees que Gothig vivirá?

—Sí, por lo que yo sé.

—¿Cómo es Gothig?

Recordé la charla de Jerry sobre su padre, Gothig.

—Enseñaba música, y era muy fuerte. Jerry… Shigan dijo que su padre podía doblar barras de metal con los dedos. A Gothig también lo honran mucho. Supongo que Gothig estará muy triste ahora mismo. Debe creer que el linaje de Jeriba ha terminado.

Zammis se puso muy serio y su frente amarilla se arrugó.

—Tío, tenemos que llegar a Draco. Debemos decirle a Gothig que el linaje continúa.

—Así lo haremos.

El hielo invernal empezó a hacerse más delgado y tanto las botas como la tienda y las mochilas estaban listas. Nos encontrábamos dando los últimos toques a nuestras nuevas ropas aislantes. Jerry me había entregado el Talman para que aprendiera; ahora el cubo dorado pendía del cuello de Zammis. El dracón separaba el minúsculo libro del cubo y lo estudiaba varias horas seguidas.

—¿Tío?

—¿Qué?

—¿Por qué los dracs hablan y escriben en un idioma y los humanos en otro?

Me eché a reír.

—Zammis, los humanos hablan y escriben en muchos idiomas. El inglés es simplemente uno de ellos.

—¿Cómo hablan los humanos entre ellos?

Me encogí de hombros.

—No siempre lo hacen. Cuando lo hacen, usan intérpretes…, gente que sabe hablar ambos idiomas.

—Tú y yo hablamos inglés y drac. ¿Eso nos hace intérpretes?

—Supongo que sí, en el caso de que encontráramos un drac y un humano que desearan conversar. Recuerda, hay una guerra en medio.

—¿Cómo cesará la guerra si no conversan?

—Supongo que acabarán por hablar.

Zammis sonrió.

—Creo que me gustaría ser intérprete y contribuir a que termine la guerra.

El dracón dejó a un lado su labor y se tendió en el nuevo camastro. Zammis había crecido tanto que ahora usaba el viejo colchón como almohada.

—Tío, ¿crees que encontraremos alguien al otro lado del bosquecillo?

—Espero que sí.

—En ese caso, ¿vendrás conmigo a Draco?

—Prometí a tu padre que lo haría.

—Hablo de después. Después de que yo haga mi recitación, ¿qué harás tú?

Miré fijamente el fuego.

—No lo sé. —Me encogí de hombros—. La guerra podría impedir que fuéramos a Draco durante bastante tiempo.

—Y después de eso, ¿qué?

—Supongo que me reintegraré al servicio.

Zammis se irguió apoyándose en un codo.

—¿Volverás a ser un piloto militar?

—Naturalmente. Eso es prácticamente lo único que sé hacer.

—¿Y matar dracs?

Dejé mi labor y examiné al dracón. Las cosas habían cambiado desde que Jerry y yo nos peleamos… Habían cambiado más cosas de las que yo captaba. Moví la cabeza.

—No. Es probable que no sea piloto…, no piloto militar. Quizá pueda encontrar trabajo para pilotar naves comerciales. —Hice un gesto de indiferencia—. Quizá el ejército no me deje elección.

Zammis se sentó y quedó inmóvil un instante. Luego se levantó, se acercó a mi lecho y se arrodilló junto a mí en la arena.

—Tío, no quiero abandonarte.

—No seas tonto. Vivirás entre los de tu raza. Tu abuelo, Gothig, los hermanos de Shigan, sus hijos… Te olvidarás de mí.

—¿Y tú, te olvidarás de mí?

Miré aquellos ojos amarillos; después, extendí la mano y toqué la mejilla de Zammis.

—No, no te olvidaré. Pero recuerda esto, Zammis: tú eres un drac y yo soy un humano, y así está dividida esta parte del universo.

Zammis apartó mi mano de su mejilla, abrió los dedos y los examinó.

—Suceda lo que suceda, tío, jamás te olvidaré.

El hielo había desaparecido, y el dracón y yo nos encontrábamos ante la tumba de Jerry, bajo la lluvia y el viento, con las mochilas a la espalda. Zammis ya era tan alto como yo, es decir, un poco más alto que Jerry. Con gran alivio por mi parte, las botas le iban bien. Zammis se ajustó la mochila, después se volvió y miró hacia el mar. Seguí la mirada del dracón y contemplé las olas enormes que cobraban fuerza y rompían en las rocas. Miré al drac.

—¿En qué piensas?

Zammis bajó los ojos y luego se volvió hacia mí.

—Tío, no había pensado en esto antes, pero… echaré de menos este lugar.

Reí.

—¡Absurdo! ¿Éste lugar? —Di una palmadita en el hombro del drac—. ¿Por qué ibas a echar de menos este lugar?

Zammis volvió a mirar el mar.

—Aquí he aprendido muchas cosas. Aquí me has enseñado muchas cosas, tío. Mi vida ha transcurrido aquí.

—Solo es el principio, Zammis. Tienes toda una vida por delante. —Señalé la tumba con la cabeza—. Di adiós.

Zammis se volvió hacia la tumba y quedó inmóvil, después puso una rodilla en el suelo y empezó a quitar rocas. Al cabo de unos segundos, había dejado al descubierto la mano de tres dedos de un esqueleto. Zammis bajó la cabeza y lloró.

—Lo siento, tío, pero tenía que hacerlo. Esto no era más que un montón de rocas para mí. Ahora es algo más.

Zammis volvió a poner las rocas en su sitio y se levantó. Incliné la cabeza hacia el bosquecillo.

—Ve tú delante. Te alcanzaré enseguida.

—Sí, tío.

Zammis avanzó hacia los árboles desnudos, y yo miré la tumba.

—¿Qué te parece Zammis, Jerry? Es más alto que tú. Supongo que al chico le va bien la serpiente.

Me agaché, cogí una piedra y la añadí al montón.

—Supongo que ésta es la cuestión. O llegamos a Draco, o morirnos en el intento. —Me levanté y miré hacia el mar—. Sí, creo que he aprendido algunas cosas aquí. Lo echaré de menos, en cierto sentido.

Miré la tumba otra vez y recogí mi mochila.

—Ehdevva sahn, Jeriba Shigan. Adiós, Jerry.

Di media vuelta y seguí a Zammis hacia el bosque. Los días que siguieron estuvieron llenos de maravillas para Zammis. El cielo siguió siendo el mismo, gris apagado, y las escasas variaciones de vida vegetal y animal que encontramos no eran nada notable. En cuanto salimos del bosquecillo, trepamos una suave pendiente durante un día, y después nos encontramos en una interminable llanura sin árboles. Caminamos entre una maleza púrpura que teñía nuestras botas del mismo color y nos llegaba hasta el tobillo. Las noches seguían siendo demasiado frías para caminar, y nos quedábamos en la tienda. La tienda engrasada y las ropas daban buen resultado, protegiéndonos de la lluvia que casi nunca paraba de caer.

Habrían transcurrido quizá dos largas semanas de Fyrine IV cuando vimos aquello. Rugió sobre nuestras cabezas, y desapareció en el horizonte antes de que ninguno de los dos lograra pronunciar una palabra. No me quedaron dudas de que la nave que había visto estaba a punto de aterrizar.

—¡Tío! ¿Nos habrán visto?

Negué con la cabeza.

—No, lo dudo. Pero estaban aterrizando. ¿Me entiendes? Estaban a punto de aterrizar en algún punto allí delante.

—¿Tío?

—¡Sigamos andando! ¿Qué te ocurre?

—¿Era una nave drac, o una nave humana?

Me quedé quieto donde estaba. Nunca me había parado a pensar en ello. Agité la mano.

—Vamos. Eso no importa. Sea lo que sea, tú irás a Draco. Eres un no combatiente, de manera que las fuerzas terrestres no podrán hacer nada, y si son dracs, volverás a casa sin problemas.

Nos pusimos a caminar.

—Pero, tío, si es una nave drac, ¿qué será de ti?

—Prisionero de guerra. —Hice un gesto de indiferencia—. Los dracs dicen que respetan los acuerdos bélicos interplanetarios, así que estaré perfectamente.

¡Estás listo!, le dijo una parte de mi mente a la otra. La cuestión principal era si prefería ser un prisionero de guerra drac o un residente a perpetuidad de Fyrine IV y yo había resuelto ese dilema hacía mucho tiempo.

—Vamos, más deprisa. No sabemos cuánto nos costará llegar allí, ni cuánto tiempo estará en tierra la nave.

Izquierda, derecha, izquierda, derecha… Excepto por algunos descansos breves, no nos detuvimos… ni siquiera cuando llegó la noche. Nuestro esfuerzo nos protegió del frío. El horizonte nunca daba la impresión de acercarse. Debieron de haber pasado días, con mi mente tan aterida como mis pies, cuando atravesé la maleza púrpura y caí en un agujero. Inmediatamente todo se hizo oscuro y sentí dolor en la pierna derecha. Noté el desmayo inminente, y di la bienvenida a su calidez, su descanso, su paz.

—¿Tío? ¿Tío? ¡Despierta! ¡Por favor, despierta!

Noté que me abofeteaban, aunque la sensación parecía estar muy lejos de mí. La agonía retumbó en mi cerebro, haciendo que me despertara por completo. Sería muy raro que no me hubiese roto la pierna. Miré hacia arriba y vi los bordes del agujero cubierto de maleza. Tenía el trasero en un charco de agua. Zammis estaba en cuclillas a mi lado.

—¿Qué ha sucedido?

Zammis señaló la parte superior con la mano.

—Éste agujero sólo estaba cubierto con una delgada capa de tierra y plantas. El agua debe de haberse llevado la tierra. ¿Estás bien?

—La pierna. Creo que me la he roto. —Apoyé la espalda en la pared fangosa—. Zammis, tendrás que seguir solo.

—¡No puedo abandonarte, tío!

—Mira, si los encuentras, puedes mandarlos aquí para que me recojan. —¿Y si el agua sube?— Zammis palpó mi pierna hasta que me hizo dar un respingo. —Tengo que sacarte de aquí. ¿Qué debo hacer para la pierna?

El chico tenía razón. Ahogarme no estaba en mi programa.

—Necesitamos algo rígido; sujetar la pierna para que no se mueva.

Zammis se quitó la mochila, se arrodilló en el agua y el barro y buscó en su equipaje, luego en el fardo de la tienda. Usando los palos de ésta, envolvió mi pierna en pieles de serpiente arrancadas del toldo. A continuación, empleando más pieles, Zammis hizo dos lazos, los deslizó en mis piernas, me puso de pie y pasó los lazos por sus hombros. Empezó a subir, y yo perdí el conocimiento.

Me encontraba en el suelo, cubierto con los restos de la tienda, y Zammis estaba sacudiendo mi brazo.

—¿Tío? ¿Tío?

—¿Sí? —murmuré.

—Tío, estoy listo para marchar. —Señaló hacia un lado—. Tu comida está aquí, y si llueve, ponte la tienda por encima de la cara. Señalaré el camino que siga para poder volver aquí.

—Cuídate.

Zammis meneó la cabeza.

—Tío, puedo llevarte. No deberíamos separarnos.

Negué débilmente con la cabeza.

—Dame un descanso, chico. No puedo seguir. Encuéntralos y que vengan aquí. —Mi estómago se contrajo y un sudor frío empapó mis pieles de serpiente—. Vete, ponte en marcha.

Zammis alargó una mano, cogió la mochila y se levantó. Con el bulto a la espalda, Zammis se volvió y empezó a correr en la dirección que la nave había seguido. Lo seguí con la mirada hasta perderlo de vista. Luego levanté el rostro y contemplé las nubes.

—Casi acabas conmigo esta vez, kizlode hijo de puta, pero no pensabas en el drac… Sigue olvidando… que somos dos…

Floté entre la conciencia y la inconsciencia, noté la lluvia en la cara, tiré de la tienda y me tapé la cabeza. Varios segundos después volví a desmayarme.

—¿Davidge? ¿Teniente Davidge?

Abrí los ojos y vi algo que no había visto desde hacía cuatro años terrestres: un rostro humano.

—¿Quién es usted?

La cara, joven, alargada y coronada por un cabello rubio y corto, sonrió.

—Soy el capitán Steerman, el oficial médico. ¿Cómo se encuentra?

Pensé en ello y acabé sonriendo.

—Como si me hubieran inyectado droga de primerísima calidad.

—Así ha sido. Estaba en muy mal estado cuando el equipo de búsqueda lo trajo aquí.

—¿Equipo de búsqueda?

—Supongo que no lo sabe. Los Estados Unidos de la Tierra y la Cámara de Draco han establecido una comisión conjunta para supervisar la colonización de nuevos planetas. La guerra ha terminado.

—¿Terminado?

—Exacto.

Sentí que me quitaban un peso de encima.

—¿Dónde está Zammis?

—¿Quién?

—Jeriba Zammis, el drac que me acompañaba.

El doctor se encogió de hombros.

—No sé nada al respecto, pero supongo que los reptiles estarán ocupándose de él.

Reptiles. En otro tiempo yo mismo había usado este término. Al escucharlo en boca de Steerman, me pareció raro, extraño, repulsivo.

—Zammis es un drac, no un reptil.

El teniente frunció el ceño y luego hizo un gesto de indiferencia.

—Naturalmente. Lo que usted diga. Descanse, volveré a examinarlo dentro de unas horas.

—¿Puedo ver a Zammis?

El doctor sonrió.

—No, mi querido teniente. Usted va de camino a la base Delphi de los Estados Unidos de la Tierra. El… drac es probable que esté volviendo a Draco.

Hizo un saludo con la cabeza, se volvió y se fue. ¡Dios mío, me sentía perdido! Miré alrededor y vi que me encontraba en la enfermería de una nave. Las camas que me flanqueaban estaban ocupadas. El hombre que había a mi derecha movió la cabeza y siguió leyendo una revista. El de mi izquierda parecía enfadado.

—¡Eres un maldito lameculos de los reptiles!

Se puso de costado y me dio la espalda.

Otra vez entre humanos, y sin embargo más solo que nunca. Misnuuram va siddeth, como Mistan observaba en el Talman desde la tranquila perspectiva de hace ochocientos años. La soledad es una idea, no lo que te hacen los demás. A decir verdad es algo que uno mismo se hace. Jerry meneó la cabeza aquella vez, luego me apuntó con un dedo amarillo mientras las palabras que deseaba pronunciar iban tomando forma.

—Davidge…, la soledad es molesta para mí…, algo insignificante que debe eludirse si es posible, pero no algo temido. Creo que tú casi preferías la muerte a estar a solas contigo mismo.

Misnuuram yaa va nos misnuuram van dunos: «Los que estáis solos sin compañía estaréis solos siempre en compañía de otros… Mistan otra vez. A primera vista, la afirmación parece ser una contradicción: pero la realidad demuestra que es cierta. Yo era un extraño entre mi raza por culpa del odio que no compartía, y por culpa del amor que, para ellos, era raro, imposible, perverso. «La paz del pensamiento en compañía de otros ocurre únicamente en la mente que está en paz consigo misma… Mistan, de nuevo. En innumerables ocasiones durante el viaje a la base Delphi, pasando el tiempo en la enfermería y luego durante el proceso que me dio de baja del ejército, me llevé la mano al pecho para coger el Talman que ya no colgaba allí. ¿Qué habría sido de Zammis? A los Estados Unidos de la Tierra no les importaba, y las autoridades drac…, bueno, no pensaban hacer comentario alguno sobre el caso.

Los ex pilotos militares eran un estorbo en el mercado laboral, y no había empleos comerciales disponibles y, en especial, no los había para un piloto que no había volado durante cuatro años, que tenía una pierna lisiada, y era un lameculos de los reptiles. «Lameculos de los reptiles», como insulto, poseía impacto de reunir en sí varios términos históricos: traidor a la patria, hereje, marica, amante de los negros…

Yo disponía de cuarenta y ocho mil créditos gracias al pago de mis atrasos, de manera que el dinero no era un problema. El problema era qué hacía conmigo mismo. Después de dar vueltas por la base Delphi, me embarqué en un transporte a la Tierra y, durante varios meses, una pequeña editorial me dio trabajo para traducir manuscritos al drac. Al parecer, había una gran demanda de novelas del oeste entre los dracones:

—¡Manos arriba, naagusaa!

—Nu geph, sheriff.

¡Thang, thang! Las pistolas llameaban y el kislode shaddsaat mordía el thessa. Renuncié al empleo. Finalmente llamé a mis padres.

¿Por qué no has llamado antes, Willy? Hemos estado terriblemente preocupados… Tenía algunos asuntos que resolver, papá… No, de verdad que no… Bueno, lo comprendes, hijo… Debe de haber sido terrible… Papá, me gustaría ir a casa para estar algún tiempo…

Incluso antes de pagar el dinero por el Dearman Electric de segunda mano, sabía que estaba cometiendo un error al volver a casa. Sentía la necesidad de un hogar, pero el que había abandonado a los dieciocho años no era tal hogar. De todas formas me dirigí hacia allí porque no había otro sitio adonde ir. Era de noche y conducía a solas, tomando siempre las viejas carreteras, sin más sonido que el leve ronroneo del motor del Dearrnan. La medianoche de diciembre era clara, y vi las estrellas a través de la cabina en forma de burbuja del coche.

Fyrine IV flotaba en mis pensamientos, el océano encolerizado, los vientos eternos. Frené al borde de la carretera y apagué las luces. Al cabo de unos instantes, mis ojos se amoldaron a la oscuridad, salí afuera y cerré la puerta.

Kansas tenía un cielo enorme, y las estrellas parecían estar al alcance de la mano. La nieve crujió bajo mis pies cuando alcé la mirada, intentando localizar a Fyrine entre los millares de estrellas visibles. Fyrine está en la constelación de Pegaso, pero mis ojos no tenían la práctica necesaria para captar el caballo al lado entre las estrellas que lo rodean. Me encogí de hombros, sentí un escalofrío y decidí volver a entrar en el coche. Al poner la mano en el tirador de la puerta, vi una constelación que reconocí. Hacia el norte; colgado justo por encima del horizonte: Draco. El Dragón, con su cola retorcida rodeando a la Osa Menor, pendía invertido en el cielo. Eltanin, la nariz del Dragón, era el hogar de Zammis.

Los faros de un automóvil que se acercaba me cegaron, y me volví hacia el vehículo, que frenó hasta detenerse. La ventanilla del lado del conductor se abrió y alguien habló en la oscuridad.

—¿Necesita ayuda?

Negué con la cabeza.

—No, gracias. —Levanté una mano—. Sólo estaba mirando las estrellas.

—Bonita noche, ¿no es cierto?

—Por supuesto.

—¿Seguro que no necesita ayuda?

Volví a negar con la cabeza.

—Gracias… Espere. ¿Dónde está el espacio-puerto comercial más cercano?

—A una hora de viaje, en Salina.

—Gracias.

Vi que una mano se agitaba en la ventanilla, y el otro coche arrancó. Eché otra mirada a Eltanin, luego volví a entrar en el coche.

Seis meses después, me encontré delante de una vieja puerta de piedra tallada, preguntándome qué diablos estaba haciendo allí. El viaje a Draco, con sólo dracs como compañeros en la última etapa, me demostró la verdad de las palabras de Namvaac: La paz es únicamente la guerra sin combate. Los acuerdos, en teoría, me daban derecho a viajar hasta el planeta, pero los burócratas dracones y sus magos del papeleo habían elevado el retraso a la categoría de arte mucho antes de que el primer humano se adentrara en el espacio. Fueron precisas amenazas, sobornos, pasar días rellenando impresos. Me examinaron y vuelta a examinarme; me cacheaban en busca de contrabando, me interrogaban con respecto al motivo de mi visita, tuve que contestar a más impresos, volver a rellenar los impresos que ya había contestado, más sobornos, espera, espera, espera…

En la nave, pasé gran parte del tiempo en mi camarote, pero ya que los camareros dracones se negaban a servirme, fui al comedor para comer y cenar. Me sentaba solo, y escuchaba los comentarios sobre mí que hacían en las otras mesas. Había pensado que el camino más corto era simular que no entendía su idioma. Ya que se da por supuesto que los humanos no hablan drac.

—¿Tenemos que comer en el mismo compartimiento que el asqueroso lrkmaan?

—Míralo, tiene esa piel descolorida llena de manchas… y esas greñas nauseabundas arriba. ¡Aaj, qué olor!

Apreté un poco los dientes y mantuve la mirada fija en el plato.

—Que las leyes universales sean tan corruptas como para producir una criatura así es algo que desafía al Talman.

Me volví y miré a los tres dracones sentados a la mesa que había al otro lado del pasillo. Y, en drac, repliqué:

—Si sus antepasados hubieran enseñado al kiz del pueblo a usar anticonceptivos, ustedes ni siquiera existirían.

Seguí comiendo mientras dos de los dracones se esforzaban por sujetar al tercero. Una vez en Draco, encontrar la hacienda Jeriba no fue problema. El problema fue entrar. Una elevada pared de piedra circundaba la propiedad, y desde la puerta vi la inmensa mansión pétrea que Jerry me había descrito. Dije al guarda de la puerta que deseaba ver a Jeriba Zammis. El vigilante me miró fijamente, después entró en una glorieta que había detrás. Al cabo de pocos momentos, otro drac surgió de la mansión y caminó rápidamente por el extenso césped en dirección a la puerta. El drac hizo un gesto al guarda, después se detuvo y me miró. Era la viva imagen de Jerry.

—¿Es usted el lrkmaan que ha pedido ver a Jeriba Zammis?

Asentí.

—Zammis debe haberle hablado de mí. Soy Willis Davidge.

El dracón me examinó.

—Sol Estone Nev, hermano de Jeriba Shigan. Mi padre, Jeriba Gothig, desea verlo.

El drac se volvió bruscamente y caminó hacia la mansión. Yo lo seguí, me sentía entusiasmado ante la idea de volver a ver a Zammis. Presté poca atención a la que me rodeaba hasta que fui introducido en una gran sala con un techo de piedra abovedado. Jerry me había contado que la casa tenía cuatro mil años de antigüedad.

Lo creí. Al entrar, otro drac se levantó y se aproximó hacia mí. Era viejo, pero yo sabía quién era.

—Usted es Gothig, el padre de Shigan.

Sus ojos amarillos me examinaron.

—¿Quién es usted, lrkmaan? —Alargó una mano arrugada, de tres dedos—. ¿Qué sabe de Jeriba Zammis y por qué habla la lengua drac con el estilo y acento de mi hijo Shigan? ¿Para qué ha venido aquí?

—Hablo drac de este modo porque así me enseñó a hablarlo Jeriba Shigan.

El anciano dracón ladeó la cabeza entornando sus ojos amarillos.

—¿Conoció a mi hijo? ¿Cómo?

—¿No se lo explicó la comisión de búsqueda?

—Fui informado de que mi hijo, Shigan, falleció en la batalla de Fyrine IV. Eso fue hace más de seis años terrestres. ¿Cuál es su nombre, lrkmaan?

Desvié la mirada hacia Nev. El dracón más joven estaba examinándome con la misma mirada de recelo. Volví a mirar a Gothig.

—Shigan Do murió en la batalla. Caímos juntos en la superficie de Fyrine IV y vivimos allí un año. Shigan murió al dar a luz a Jeriba Zammis. Un año más tarde, la comisión conjunta de búsqueda nos encontró y…

—¡Ya basta! ¡Ya basta, lrkmaan! ¿Está aquí por dinero, para usar mi influencia para concesiones comerciales? …¿Para qué?

Arrugué la frente.

—¿Dónde está Zammis?

Lágrimas de ira brotaron de los ojos del anciano drac.

—¡No existe ningún Zammis, lrkmaan! ¡Nuestro linaje Jeriba finalizó con la muerte de Shigan!

Mis ojos se abrieron como platos, al tiempo que movía la cabeza.

—Eso no es cierto. Lo sé. Cuidé de Zammis. ¿Es que la comisión no le explicó nada?

—Vaya al punto central de su plan, lrkmaan. No puedo dedicarle todo el día.

Contemplé a Gothig. El viejo dracón no sabía nada de la comisión. Las autoridades drac recogieron a Zammis, y el chico se había evaporado. A Gothig no le habían dicho nada ¿Por qué?

—Yo estuve con Shigan, Gothig. Así aprendí su idioma. Cuando Shigan murió al dar a luz a Zammis, yo…

—lrkmaan, si no habla de su plan, tendré que pedir a Nev que le eche de aquí. Shigan murió en la batalla de Fyrine IV. La flota drac nos lo notificó unos días más tarde.

Asentí.

—Entonces, Gothig, explíqueme por qué conozco el linaje Jeriba. ¿Desea que lo recite ante usted?

Gothig resopló.

—¿Has dicho que conoces el linaje Jeriba?

—Sí.

Gothig extendió la mano hacia mí.

—En ese caso, recite.

Tomé aliento y empecé. Cuando llegué a la generación ciento setenta y tres, Gothig se había arrodillado en el suelo de piedra junto a Nev. Los dracones permanecieron así durante las tres horas de recitación. Cuando concluí, Gothig inclinó la cabeza y lloró.

—Sí, lrkmaan, sí. Debe de haber conocido a Shigan. Sí. —El anciano drac me miró a la cara, con sus ojos cargados de esperanza—. ¿Y dice que Shigan continuó el linaje…, que Zammis nació?

Asentí.

—No sé por qué la comisión no se lo notificó.

Gothig se levantó y se puso muy serio.

—Lo averiguaremos, lrkmaan… ¿Cómo se llama?

—Davidge. Willis Davidge.

—Lo averiguaremos, Davidge.

Gothig preparó habitación para mí en su casa, la que fue una suerte, puesto que me quedaban poco más de mil cien créditos. Después de hacer infinidad de indagaciones, Gothig nos envió a Nev ya mí a la delegación de la Cámara en Sendievu, la ciudad que era la capital de Draco. El linaje Jeriba, por la que averigüé, era influyente, y el papeleo se redujo al mínimo. Finalmente, nos enviaron ante el representante de la comisión conjunta de búsqueda, un dracón llamado Jozzdn Vrule. Alzó los ojos de la carta que Gothig me había dado y frunció el entrecejo.

—¿Cuándo consiguió esto, lrkmaan?

—Creo que la carta está firmada.

El drac miró el documento, después volvió a mirarme.

—El linaje de los Jeriba es uno de los más respetados en Draco. ¿Afirma que Jeriba Gothig le dio esto?

—Estoy seguro de haberlo dicho.

Noté que mis labios se movían…

—Usted tiene los datos y la información relativa a la misión de búsqueda de Fyrine IV —intervino Nev—. Queremos saber qué sucedió con Jeriba Zammis.

Jozzdn Vrule frunció el ceño y volvió a mirar la carta.

—Estone Nev, es usted fundador de su linaje. ¿Verdad?

—Es cierto.

—¿Querría ver deshonrado su linaje? ¿Por qué estoy viéndolo en compañía de este lrkmaan?

Nev frunció el labio superior y cruzó los brazos.

—Jozzdn Vrule, si piensa andar por este planeta como un ser libre en un futuro previsible, le aconsejo que deje de mover la lengua y comience a buscar a Jeriba Zammis.

Jozzdn Vrule bajó la mirada y contempló sus dedos, después volvió a mirar a Nev.

—Muy bien. Estone Nev. Usted me amenaza en caso de que yo no logre poner la verdad a su alcance. Creo que la verdad va a parecerle la mayor amenaza.

El dracón garabateó algo en un trozo de papel y entregó éste a Nev.

—Encontrará a Jeriba Zammis en esta dirección y maldecirá el día en que yo le entregué esto.

Entrar en la colonia de idiotas fue desagradable. Los dracs nos rodeaban por todas partes, mirándonos con ojos vacuos, chillando, sacando espuma por la boca, o comportándose como animales. Después de llegar, Gothig se reunió con nosotros. El director drac de la colonia me miró con rostro ceñudo e inclinó la cabeza ante Gothig.

—Dé la vuelta ahora que aún está a tiempo, Jeriba Gothig. Más allá de este lugar hay sólo dolor y pesadumbre.

Gothig cogió al director por la parte delantera de la bata.

—Escúcheme, insecto. Si Jeriba Zammis está dentro de estas paredes, ¡muéstreme a mi nieto! De lo contrario, ¡haré que el poder del linaje Jeriba caiga sobre su mismísima cabeza!

El director irguió la cabeza, apretó los labios y asintió.

—Muy bien. ¡Muy bien kazzmidth pomposo! Hemos tratado de proteger la reputación Jeriba. ¡Hemos tratado de hacerlo! Pero ahora verá. —El director bajó la cabeza y apretó de nuevo los labios—. Sí, todopoderoso amante de la distinción, ahora verá.

El director garabateó algo en un trozo de papel y lo entregó a Nev.

—Dándole esto voy a perder mi puesto. ¡Pero cójalo! ¡Si, cójalo! Vean a esa criatura que llaman Jeriba Zammis, ¡véanla y lloren!

Entre árboles y hierba, Jeriba Zammis estaba sentado en un banco de piedra mirando fijamente el suelo. Sus ojos no parpadeaban, sus manos estaban inmóviles. Gothig me miró, ceñudo, pero yo no podía preocuparme por el padre de Shigan. Me acerqué a Zammis.

—Zammis, ¿me conoces?

El dracón apartó sus pensamientos de un millón de lugares secretos y alzó sus ojos amarillos para contemplarme. No vi señal alguna de reconocimiento.

—¿Quién es usted?

Me agaché, puse mis manos en sus brazos y los sacudí.

—¡Maldita sea, Zammis! ¿No me reconoces? Soy tu tío ¿Lo recuerdas? El tío Davidge.

El drac se agitó en el banco, después movió la cabeza de un lado a otro. Levantó un brazo y llamó a un enfermero.

—Quiero ir a mi habitación. Por favor, déjenme ir a mi habitación.

Me levanté y cogí a Zammis por su bata de enfermo.

—¡Zammis, soy yo!

Los ojos amarillos, apagados y sin vida, me miraron fijamente. El enfermero puso una mano amarilla en mi hombro.

—Déjelo, lrkmaan. Gothig se acercó.

—¡Explique esto!

El enfermero miró a Gothig, a Nev, a mí y luego a Zammis.

—Esto… Ésta criatura… vino aquí profesando amor, amor, fíjese bien, ¡a los humanos! No se trata de una perversión insignificante, Jeriba Gothig. El gobierno lo protegerá contra este escándalo, ¿desearía que su linaje se viera envuelto en ello?

Miré a Zammis.

—¿Qué le ha hecho, kizlode hijo de puta? ¿Un pequeño shock? ¿Algunas drogas? ¿Ha corrompido su mente?

El enfermero me hizo un gesto despectivo, luego meneó la cabeza.

—Usted, lrkmaan, no lo comprendo. No sería feliz siendo un lrkmaan vul, un amante de los humanos. Estamos haciendo lo posible para que se desenvuelva en la sociedad drac. ¿Cree que cometemos un error intentándolo?

Miré a Zammis y moví la cabeza de un lado a otro. Recordaba perfectamente mi tratamiento en manos de mis amigos humanos.

—No. No creo que tal cosa sea errónea… No lo sé, simplemente.

El enfermero se volvió hacia Gothig.

—Por favor, Jeriba Gothig, compréndalo. No podemos mezclar su linaje con esta desgracia. Su nieto está casi bien y pronto iniciará un programa reeducativo. En menos de dos años tendrá un nieto digno de continuar el linaje. ¿Es eso un error?

Gothig se limitó a sacudir la cabeza. Me puse delante de Zammis y observé sus ojos amarillos. Extendí los brazos y cogí su mano derecha entre las mías.

—¿Zammis?

Zammis me miró, movió su mano izquierda y cogió la mía extendiendo los dedos. De uno en uno, Zammis señaló los dedos de mi mano, me miró a los ojos, después volvió a examinar la mano.

—Si… —Zammis señaló de nuevo—. Uno, dos, tres, ¡cuatro, cinco! —Zammis me miró a los ojos—. ¡Cuatro, cinco!

—Sí. Sí. —Zammis llevó mi mano a su mejilla y la apretó—. Tío… Tío… Ya te dije que jamás te olvidaría.

Nunca conté los años que transcurrieron. Mi barba había vuelto a crecer, y yo estaba arrodillado envuelto en las pieles de serpiente, junto a la tumba de mi amigo, Jeriba Shigan. Cerca del sepulcro estaba la tumba de Gothig, muerto hacía cuatro años. Volví a colocar algunas rocas, después añadí unas cuantas más. Apretando mis pieles de serpiente para protegerme del viento, me senté junto a la tumba y miré el mar. Las inmensas olas seguían precipitándose hacia la costa bajo la capa de nubes grises y negras. El hielo llegaría pronto. Bajé la cabeza, observé mis manos arrugadas y llenas de cicatrices y luego miré la tumba otra vez.

—No podía quedarme con ellos en la colonia, Jerry. No me interpretes mal. La colonia es muy agradable. Condenadamente agradable. Pero allí no dejo de mirar por la ventana, de ver el océano, de pensar en la cueva. Estoy solo, en cierto sentido. Pero es bueno. Sé qué y quién soy, Jerry, y eso es todo lo que importa, ¿verdad?

Oí un ruido. Me incliné, puse las manos en mis arrugadas rodillas y me levanté. El dracón llegaba del recinto adjunto a la colonia, con un niño en sus brazos. Me rasqué la barba.

—Eh, Ty, ¿así que ése es tu primer hijo?

El drac asintió.

—Me sentiría complacido, tío, si tú le enseñaras lo que debe ser enseñado: el linaje, el Talman y la vida en Fyrine IV, nuestro planeta, llamado «Amistad».

Cogí el bulto en mis manos. Unos brazos regordetes de tres dedos se agitaron en el aire; luego asieron mis pieles de serpiente.

—Sí, Ty, es un Jeriba. —Miré a Ty—. ¿Y cómo está tu padre, Zammis?

Ty se encogió de hombros.

—Todo lo bien que puede esperarse. Mi padre te envía sus mejores deseos.

—Y yo a él, Ty. Zammis debería salir de la cápsula de aire acondicionado y volver a vivir en la cueva. Le haría mucho bien.

Ty sonrió y bajó la cabeza.

—Se lo diré a mi padre, tío.

Clavé mi pulgar en mi pecho.

—¡Mírame! No me ves enfermo, ¿verdad?

—No tío.

—Dile a Zammis que eche a patadas a ese médico y que vuelva a la cueva, ¿has oído?

—Sí, tío. —Ty sonrió—. ¿Necesitas algo?

Contesté afirmativamente con la cabeza y me rasqué la parte posterior del cuello.

—Papel higiénico. Sólo un par de paquetes. Quizá un par de botellas de whisky… no, olvida el whisky. Esperaré hasta que Haesni cumpla su primer año. Sólo el papel higiénico.

Ty inclinó la cabeza.

—Sí, tío, y que durante muchas estaciones te encuentres bien.

Agité la mano con impaciencia.

—Así será, así será. No te olvides del papel higiénico.

Ty volvió a inclinar la cabeza.

—No me olvidaré tío.

Ty dio media vuelta y caminó por el bosquecillo en dirección a la colonia. Gothig había proporcionado el dinero y había trasladado todo el linaje, y todos los linajes afines, a Fyrine IV. Viví con ellos un año, pero los abandoné y regresé a la cueva.

Recogía leña, ahumaba carne de serpiente, y resistía el invierno. Zammis me había entregado al joven Ty para que se criara en la cueva, y ahora Ty me había entregado a Haesni. Miré al niño.

—Tu hijo se llamará Gothig y después… —Miré el cielo y noté como las lágrimas se secaban en mi cara, después el hijo de Gothig se llamará Shigan.

Bajé la cabeza y me dirigí a la grieta que nos conduciría hasta el nivel de la cueva.

FIN.