J.G. Ballard, Relato Corto

Las estatuas cantantes – J.G. Ballard

 Anoche, otra vez, cuando el aire crepuscular que venía de Lagoon West empezó a atravesar el desierto, oí fragmentos de música que traían las ondas termales, fragmentos remotos y fugaces, ecos de la canción de amor de Lunora Goalen. Caminé por la arena cobriza hasta los arrecifes donde crecen las esculturas sónicas y vagué en la obscuridad entre los jardines de metal, buscando la voz de Lunora. Ahora nadie cuida las esculturas, y la mayoría se ha echado a perder, pero en un arranque corté una hélice y la llevé a mi villa y la planté en el lecho de cuarzo debajo del balcón. La hélice me cantó toda la noche, hablándome de Lunora y de la extraña música que ella tocaba…

 

Debe hacer poco más de tres años que vi por primera vez a Lunora Goalen, en la galería de Georg Nevers de la Costanera. Todos los veranos, en el apogeo de la temporada de Vermilion Sands, Georg montaba una exposición especial de escultura sónica para los turistas. Una mañana, cuando acabábamos de abrir, yo estaba sentado dentro de Órbita Cero, mi enorme estatua, enchufando los amplificadores estereofónicos, y Georg soltó de pronto un jadeo en el micrófono y un estampido como un trueno por poco no me dejó sordo.

Bajé de la escultura con la cabeza que me resonaba como un gong, dispuesto a coronar a Georg con la primera maqueta que encontrase. Llevándose un dedo elegante a los labios me miró con esa expresión que entre artista y comerciante sólo significa una cosa: Cliente rico. Las esculturas de la entrada de la galería habían comenzado a zumbar anunciando la llegada de alguien, pero el sol que reflejaba la capota de un Rolls-Royce detenido allí afuera obscurecía la puerta.

Entonces la vi, revoloteando alrededor del exhibidor de publicaciones de arte, acompañada por la secretaria, una francesa alta y fruncida, que las revistas habían hecho casi tan famosa como su ama.

Lunora Goalen, pensé, ¿pueden cumplirse todos nuestros sueños? Llevaba un helado torzal de seda azul que resplandeció mientras se acercaba a la primera estatua, una toca de violetas negras y unos voluminosos anteojos obscuros que le ocultaban el rostro y constituían una pesadilla para los camarógrafos. Cuando se detuvo junto a la estatua, uno de los enredos frenéticos de Arch Penko, que parecía una rueda de bicicleta sin llanta, a escuchar cómo vibraban y aullaban los brazos, Nevers y yo buscamos involuntariamente apoyo en la aleta de mi escultura.

Quizá haya algo de verdad en que la especie más calumniada de la Tierra es la del adinerado mecenas del arte moderno. Ridiculizado por el público, explotado por los comerciantes, hasta los artistas los ven nada más que como vales para comer gratis. La excelente colección de esculturas sónicas que tenía Lunora Goalen en el techo de su palazzo veneciano, y el millón de dólares de generosas compras repartidas en sus apartamentos de París, Londres y New York, representaban la libertad y la existencia para una veintena de escultores, pero no muchos de ellos sentían algo de gratitud hacia la señorita Goalen.

Nevers titubeaba, aparentemente dominado por un nerviosismo repentino, y le di un ligero codazo.

—Vamos —murmuré—. Esto es el apocalipsis. En marcha.

Nevers me miró con frialdad. Daba la sensación de que reparaba por primera vez en mis pantalones manchados de óxido y en mi barba de tres días.

—¡Milton! —dijo—. ¡Por Dios, esfúmate! Escabúllete por la puerta de carga —se volvió bruscamente hacia mi escultura—. ¡Y apaga esa cosa demente! ¿Por qué te habré dejado traerla aquí?

La secretaria de Lunora, Madame Charcot, nos encontró en el fondo de la galería. Georg exhibió diez centímetros de puño inmaculado de la camisa y se inclinó hacia adelante ensayando una sonrisa ancha como una excavadora. Yo retrocedí y me refugié detrás de mi escultura; no tenía intenciones de irme y dejar que Nevers rebajase mi precio nada más que por el prestigio de venderle algo a Lunora Goalen.

Georg anduvo haciendo reverencias por toda la galería, ajeno a la mueca de desprecio de Madame Charcot. Llevó a Lunora hasta uno de los objetos exhibidos y manipuló con torpeza los mandos del tablero, buscando el elevador de contraltos que haría resonar más halagadoramente la escultura antes los tonos corporales de la mujer. Por desgracia la estatua era El Gran Final de Sigismund Lubitsch, un cilindro regordete de cuello robusto, parecido a un enorme sapo, cuyo sonido más dulce no pasaba de un gruñido áspero. Cualquier magnate ferroviario de los de antes podría haberle arrancado un acorde afín, pero la reacción que despertó Lunora se pareció a la de un toro que ve una mariposa.

Caminaron hasta otra escultura, y Madame Charcot le hizo una seña al chofer de guantes blancos que esperaba junto al Rolls-Royce. El hombre subió al coche y lo llevó calle abajo arrastrando a la multitud de bañistas que se había reunido delante de la galería. Ahora veía con claridad a Lunora, recortada contra las paredes de color blanco crudo; subí a Orbita y la miré con atención entre las hélices. Desde luego, yo ya sabía todo acerca de Lunora Goalen.

Mil revelaciones a la prensa habían catalogado ad nauseam su belleza extraña e imperfecta, sus ataques de melancolía y de vagabundeo compulsivo por las capitales del mundo. Su breve carrera de estrella cinematográfica había tropezado al principio, menos a causa de sus talentos modestos aunque siempre interesantes que por el simple hecho de no ser fotogénica. Por un macabro giro del destino después que un grave accidente automovilístico le hubo herido seriamente la cara, obtuvo un éxito extraordinario. Ese perfil extrañamente desfigurado y esa mirada nerviosa había colmado cines desde París hasta Pernambuco. Incapaz de soportar ese tributo a sus cirujanos plásticos, Lunora había abandonado de golpe la carrera y se había convertido en una importante mecenas de las bellas artes. Como la Garbo en los años cuarenta y cincuenta, revoloteaba evasiva por las columnas de chismes y las páginas de sociales en una interminable huida de sí misma.

La pista estaba en el rostro. Cuando se quitó los anteojos vi la curiosa sombra que lo atravesaba, opacando la piel blanca y suave. Había una mirada inexpresiva en esos ojos azul pizarra, una tensión ansiosa alrededor de esa boca. Tuve una vaga impresión de algo malsano, de una Venus con un vicio secreto.

Nevers, como un mago loco, encendía esculturas a diestra y siniestra, y el ruido era una babel de células sensoriales que competían entre sí: algunas de las estatuas respondían a la presencia enigmática de Lunora, otras a Nevers y a la secretaria.

Lunora meneaba la cabeza lentamente; a medida que la iba fastidiando el ruido se le endurecía la boca.

—Sí, señor Nevers —dijo con esa voz ligeramente ronca—, es todo muy ingenioso pero también un poco molesto. Yo vivo con mis esculturas, y quiero algo íntimo y personal.

—Desde luego, señorita Goalen —convino inmediatamente Nevers, mirando desesperado alrededor.

Sabía de sobra que la escultura sónica estaba llegando ahora al apogeo de su fase abstracta; la mayoría de las estatuas no emitían otra cosa que pitidos y zumbidos dodecafónicos. Hacía diez años que no se fabricaban sonidos figurativos que respondiesen a Lunora, por ejemplo, con un rondó de Mozart o (mejor aún) con un cuarteto de Webern. Mi impresión era que se le estaban gastando las primeras esculturas que había comprado y que recorría las galerías más baratas de lugares turísticos como Vermilion Sands con la esperanza de encontrar algo pensado para consumidores de bajo nivel cultural.

Lunora miró pensativa hacia Órbita Cero, que se erguía en el fondo de la galería, al lado del escritorio de Nevers, aparentemente sin darse cuenta de que estaba yo escondido adentro. De pronto, al darme cuenta de que las posibilidades de vender la estatua habían aumentado milagrosamente, me acurruqué dentro del tronco y empecé a respirar pesadamente, activando los circuitos sensoriales.

La estatua cobró vida inmediatamente. De unos cuatro metros de alto, tenía la forma de un enorme tótem metálico coronado por dos alas heráldicas. Los micrófonos de las puntas de las alas tenían potencia suficiente para captar ruidos respiratorios a una distancia de casi diez metros.

Había cuatro personas dentro de ese radio, y la estatua comenzó a emitir una serie de latidos rítmicos y graves.

Al ver que la estatua le respondía Lunora se acercó, interesada. Nevers retrocedió con discreción, llevándose a Madame Charcot, dejándonos solos a Lunora y a mí, separados por una delgada piel metálica y un metro de aire vibrante.

Buscando alguna manera de ampliar las respuestas, aflojé las válvulas que elevaban el volumen. La neurofonía no ha sido nunca mi fuerte —anticuadamente, me considero escultor, no electricista—, y la estatua sólo estaba equipada para tocar una secuencia sencilla de variaciones de acordes sobre el perfil sónico que enfocaba. Sabiendo que Lunora se daría cuenta pronto de que el repertorio de la estatua era demasiado limitado para ella, tomé el micrófono de mano que utilizábamos para probar los circuitos y me puse espontáneamente a canturrear el estribillo de Creole love call. Las arrulladores subidas y caídas, reinterpretadas por los centros sónicos y transmitidas luego por los altoparlantes, eran agradablemente sedantes; los armónicos electrónicos disfrazaban mi voz y amplificaban los temblores de emoción mientras yo hacía de tripas corazón (la estatua estaba tasada en cinco mil dólares: aun sacando la comisión de Nevers, el noventa por ciento, me quedaba dinero suficiente para pagarme el viaje de regreso en autobús).

Lunora se acercó a la estatua y la escuchó inmóvil, los ojos abiertos de asombro, aparentemente convencida de que la escultura reflejaba, como un espejo, sus impresiones subjetivas sobre ella. Como en seguida me quedaba sin aliento, y levantaba el tempo con la aceleración del pulso, repetí una y otra vez el estribillo, variando los bajos para simular un clímax.

De pronto vi por la escotilla los zapatos negros de charol de Nevers, que simulando meter la mano en el panel de mandos dio un golpe seco en la estatua. La apagué.

—¡No, por favor! —gritó Lunora mientras cesaban los sonidos.

Miró alrededor, vacilante. Madame Charcot se estaba acercando con una expresión curiosamente atenta.

Nevers titubeó.

—Por supuesto, señorita Goalen, todavía le falta un poco de afinación…

—La llevo —dijo Lunora.

Se calzó los anteojos de sol, dio media vuelta y salió apresuradamente de la galería, ocultándose el rostro.

Nevers miró cómo se iba.

—Por Dios, ¿qué pasó? ¿La señorita Goalen está bien?

Madame Charcot sacó una chequera de la cartera de cocodrilo. Una sonrisa sardónica le jugueteó en los labios, y tuve a través de la hélice una visión fugaz pero aguda de su relación con Lunora Goalen. Fue entonces, creo, cuando me di cuenta de que Lunora era tal vez algo más que una diletante aburrida.

Madame Charcot echó una ojeada a su reloj, un guisante dorado atado a la muñeca huesuda.

—La entregará usted hoy. A las tres en punto. Ahora, por favor, dígame el precio.

Con voz suave, Nevers dijo:

—Diez mil dólares.

Sofocado, salí como pude de la estatua, y le farfullé algo a Nevers.

Madame Charcot me miró con asombro, frunciendo el ceño al ver mis ropas sucias. Nevers me pisó un pie con ferocidad.

—Desde luego, nuestros precios son modestos pero, como usted ve, el señor Milton es un artista inexperto.

Madame Charcot asintió sabiamente.

—¿Ése es el escultor? Qué alivio. Por un momento temí que viviese dentro de la estatua.

 

Después que se fuera Madame Charcot, Nevers cerró la galería por el resto del día. Se quitó la chaqueta y sacó una botella de ajenjo del escritorio. Sentado con el chaleco de seda, el agotamiento nervioso lo hacía temblar un poco.

—Dime, Milton, ¿podrás algún día pagarme esta deuda de gratitud?

Lo palmeé en la espalda.

—¡Georg, estuviste brillante! Ella es otra Catalina la Grande, y tú la trataste como un diplomático. Cuando vayas a París tendrás un enorme éxito. ¡Diez mil dólares! —Di unos pasos de baile alrededor de la estatua—. Ése es el tipo de redistribución de la riqueza que me gusta. ¿Qué te parece si me das un adelanto a cuenta de mi parte?

Nevers me observó taciturno. Ya se veía en la Rue de Rivoli, ofreciendo demasiado por Leonardos con un lánguido movimiento de párpado maquillado. Miró la estatua y se estremeció.

—Una mujer extraordinaria. Completamente sin gusto. Esto me recuerda que volviste a instrumentar el cilindro de la memoria. Fue hermoso como se insertó el aria de Tosca. No me había dado cuenta de que la estatua contenía eso.

—No lo contiene —le dije, sentándome en la mesa—. Era yo. No exactamente Caruso, admito, pero él tampoco era gran cosa como escultor…

—¿Qué? —Nevers saltó de la silla—. ¿Quieres decir que usaste el micrófono de mano? ¡Imbécil!

—¿Qué importa? Ella no se enterará. —Nevers gemía contra la pared, golpeándose la frente con el puño—. Relájate, o no oirás nada.

Al día siguiente, exactamente a las nueve y un minuto, sonó el teléfono.

Mientras iba en la camioneta hacia Lagoon West las advertencias de Nevers me resonaban en los oídos:

—… seis listas negras internacionales, me entablará un juicio por representación fraudulenta…

Pidió efusivas disculpas a Madame Charcot, y le aseguró que los estampidos monótonos que emitía la estatua no eran con seguridad la respuesta natural de la escultura; era evidente que se había dañado algún circuito durante el traslado, y el propio escultor iba en camino para corregirlo.

Tomé el camino que bordeaba la laguna y miré hacia la mansión Goalen, un palacio veraniego abstracto que me recordaba un diseño de Frank Lloyd Wright para una tienda experimental. En todos los ángulos sobresalían terrazas, y aquí y allá se veían unas enormes esculturas metálicas, móviles de Brancusi y Calder, que giraban en la brillante luz del desierto. De vez en cuando una de las estatuas sónicas emitía un mugido lastimero, como un vudú distante.

Madame Charcot me recibió en el vestíbulo, y me llevó por una amplia escalera de cristal. Las paredes estaban cargadas de Dalís y Picassos, pero a mi estatua le habían dado el sitio de honor en el otro extremo de la terraza sur. Del tamaño de una cancha de tenis, sin barandas (o red de seguridad), esa terraza asomaba hacia la laguna, contra la silueta de Vermilion Sands; en el centro, formando un cuadrado, se agrupaban unos muebles bajos. Dejé caer el bolso de herramientas e hice como que desarmaba el tablero de mandos; me puse a jugar con el amplificador para que la estatua emitiese una serie de chasquidos entrecortados. Eso la ponía en la misma categoría que el resto de las esculturas de Lunora Goalen. En la terraza había una docena de piezas, la mayoría de un período sónico temprano, la década del setenta, cuando los escultores fabricaron una increíble serie de estatuas que gruñían, atronaban, ladraban y vibraban, y las galerías y las plazas públicas de todo el mundo resonaban día y noche con amenazadores estampidos y descargas.

—¿Ha tenido suerte?

Volví la cabeza y vi a Lunora Goalen. Había atravesado la terraza sin que yo la oyese y ahora estaba allí delante, las manos en las caderas, observándome con interés. Con pantalones y camisa negros, y el pelo rubio sobre los hombros, parecía más relajada, pero los anteojos de sol seguían enmascarándole el rostro.

—Una válvula floja, nada más. No me llevará ni un par de minutos —le ofrecí una sonrisa tranquilizadora mientras ella se recostaba en la meridiana delante de la estatua.

Acechando junto a las puertas-ventanas del otro extremo de la terraza, estaba Madame Charcot, contemplándonos con una sonrisa afectada. Fastidiado, puse la estatua a todo volumen y tosí fuerte en el micrófono de mano.

El sonido tronó sobre la terraza abierta como una descarga de artillería. La vieja bruja retrocedió rápidamente.

Lunora sonrió mientras los ecos retumbaban sobre el desierto y las estatuas de las terrazas inferiores respondían con latidos apagados.

—Hace años yo solía ir a la terraza cuando no estaba papá y gritar con toda mi voz; se ponían en marcha maravillosas cadenas de ecos. Todo el sitio resonaba durante horas, enloqueciendo a los criados —el recuerdo la hizo reír simpáticamente, como si esas cosas hubiesen ocurrido hacía mucho tiempo.

—Pruebe ahora —le sugerí—. ¿O Madame Charcot ya está loca?

Lunora se llevó a los labios un dedo de punta verde.

—Cuidado, me va a meter en problemas. De todos modos, Madame Charcot no es mi sirvienta.

—¿No? ¿Y entonces qué es? ¿Su carcelera? —Hablábamos en tono burlón, pero puse un cierto énfasis en la pregunta; algo en la francesa me hacía sospechar que no tenía poco que ver con que Lunora mantuviese esas ilusiones acerca de sí misma.

Esperé la respuesta de Lunora, pero la muchacha me ignoró y miró hacia la laguna. En el transcurso de unos pocos segundos su personalidad había cambiado de nivel: volvía a ser una princesa distante y autocrática. Sin que me viese, metí la mano en el bolso de herramientas y saqué una cinta. La coloqué y encendí el tablero. La estatua vibró ligeramente, y brotó un canto suave y melodioso que murmuró en el aire tranquilo.

Desde detrás de la estatua, vi cómo Lunora respondía a la música. La potencia de los sonidos aumentó a medida que Lunora se acercaba al foco de la estatua. Poco a poco se aceleró el ritmo, el tono se volvió lastimero y perentorio: sin duda el canto apasionado de un amante. Un musicólogo en seguida habría identificado los sonidos como el dúo del balcón de Romeo y Julieta, pero para Lunora el origen de todo eso estaba sólo en la estatua. Yo había hecho la grabación esa mañana, convencido de que sería la única manera de salvar la escultura. Cuando Nevers confundió Tosca con Creole love call, me acordé de que tenía en reserva toda la ópera clásica. Por diez mil dólares iría encantado todos los días a visitarla y a ponerle todas las arias, desde Fígaro hasta Moisés y Aarón.

De pronto cesó la música. Lunora se había alejado del foco de la estatua, y estaba ahora a casi diez metros de distancia. Detrás de ella, en la puerta, había aparecido Madame Charcot.

Lunora esbozó una breve sonrisa.

—Parece que funciona perfectamente —dijo; me estaba señalando la puerta, sin duda.

Vacilé. No sabía si debía decirle la verdad, y mis ojos buscaron ese rostro hermoso y secreto. Entonces Madame Charcot se interpuso entre nosotros, sonriendo como una calavera.

 

Lunora Goalen ¿creía de verdad que la escultura le cantaba? Durante quince días, mientras durara la grabación, no importaba. Después de ese período Nevers habría cobrado el cheque y los dos estaríamos llegando a París. Pero dos o tres días después me di cuenta de que quería ver de nuevo a Lunora. Pensando, llegué a la conclusión de que había que revisar la estatua, que Lunora podía descubrir el fraude. En dos ocasiones durante la semana siguiente, fui hasta la casa de verano con el pretexto de afinar la escultura, pero Madame Charcot me interceptó. Llamé una vez por teléfono, y volvió a interceptarme. Cuando la veía, Lunora andaba a gran velocidad por Vermilion Sands en su Rolls-Royce, un vago destello de oro y jade en el asiento trasero.

Busqué finalmente entre mis discos, escogí a Toscanini dirigiendo Tristán e Isolda, en la escena en que Tristán llora a su amante muerta, y grabé con cuidado otra cinta. Esa noche fui a Lagoon West, estacioné el coche en la playa de la orilla sur y eché a andar por la superficie del lago. A la luz de la luna, la casa de verano, a un kilómetro de distancia, parecía un estudio de cine abstracto; una luz solitaria, en la terraza superior, iluminaba el perfil de mi estatua. Avancé despacio hacia allí, pisando con cuidado el sílice fundido; la brisa baja traía fragmentos de la canción de la estatua. A doscientos metros de la casa me tendí en la arena caliente, y miré cómo se apagaban una a una, como piedras de un collar, las luces de Vermilion Sands.

Por encima, en la noche azul, resonaba la canción de la estatua. Lunora debía de estar sentada a pocos centímetros de la escultura, envuelta en la fuente rebosante de la música. Poco después de las dos se apagó el sonido y la vi apoyada en la baranda; mientras miraba la luna brillante, el viento le agitaba sobre los hombros la blanca capa de armiño. Media hora más tarde trepé por la pared del lago y caminé por el borde hasta la escalera espiral de incendios. Las buganvilias entrelazadas en las barandas amortiguaban los ruidos de mis pies en los escalones metálicos. Llegué a la terraza superior sin que nadie se diese cuenta. Allá abajo, en sus habitaciones del lado norte, Madame Charcot dormía. Salté a la terraza y caminé entre las estatuas obscuras, arrancándoles unos débiles susurros. Me acurruqué dentro de Órbita Cero, abrí el tablero de mandos e inserté la nueva grabación, levantando apenas el volumen.

Mientras me marchaba miré la terraza oeste, siete u ocho metros más abajo, donde Lunora dormía bajo las estrellas en una enorme cama de terciopelo, princesa lunar en un catafalco púrpura. El rostro brillaba a la luz de las estrellas, y el pelo suelto le ocultaba los pechos desnudos. Detrás de ella montaba guardia una estatua, salmodiando suavemente al compás de la respiración de la muchacha.

 

Tres veces visité la casa de Lunora después de medianoche llevando otra cinta, otra canción de amor de mi biblioteca. Durante la última visita miré cómo dormía hasta que el amanecer despuntó en el desierto. Huí por la escalera de incendios y atravesé la arena, ocultándome en los fríos charcos de sombra cada vez que pasaba un coche por la costanera.

Me pasé todo el día junto al teléfono en mi villa, con la esperanza de que ella me llamase. Por la noche caminé hasta los arrecifes de arena, trepé a una de las agujas y miré a Lunora que había salido a la terraza después de la cena. Estaba acostada en un canapé delante de la estatua, que le cantó sin interrupción hasta mucho después de medianoche. La voz era ahora tan potente que los coches aminoraban la velocidad al llegar a unos pocos cientos de metros, y los conductores buscaban el origen de las melodías que atravesaban el vívido aire nocturno.

Por fin grabé la última cinta, que por primera vez contenía mi propia voz. En pocas palabras le describía la cadena de falsedades, y con tranquilidad le pedía si posaría para mí y me dejaría diseñarle una nueva escultura para reemplazar el fraude que había comprado. Apreté con fuerza la cinta mientras atravesaba el lago y miraba el perfil rectangular de la terraza. Cuando llegué a la pared, una figura vestida de negro asomó la cabeza por el borde y me miró. Era el chofer de Lunora. Sobresaltado, seguí caminando por la arena. A la luz de la luna, la cara blanca del chofer tenía un parpadeo descarnado.

 

A la noche siguiente, como sabía que ocurriría, sonó por fin el teléfono.

—Señor Milton, la estatua ha vuelto a estropearse —la voz de Madame Charcot sonaba aguda y cortante—. La señorita Goalen está muy enfadada. Debe usted venir y repararla. ¡Inmediatamente!

Esperé una hora antes de salir, escuchando la cinta que había grabado la noche anterior. Esta vez yo estaría presente cuando la escuchase Lunora.

Madame Charcot esperaba junto a las puertas de vidrio.

Estacioné en el patio, junto al Rolls. Mientras caminaba hacia ella percibí un misterioso sonido en toda la casa. Las estatuas susurraban y chasqueaban y crepitaban, como perturbados ocupantes de un zoológico que empiezan a calmarse, con dificultad, luego de una tormenta. Hasta Madame Charcot parecía fatigada y tensa. Al llegar a la terraza se detuvo.

—Un momento, señor Milton. Veré si la señorita Goalen está preparada para recibirlo.

Caminó despacio hacia la meridiana apoyada en la estatua en el otro extremo de la terraza; Lunora estaba tendida encima, desgarbada, el pelo desarreglado; al acercarse Madame Charcot, se incorporó irritada.

—¿Está aquí? Alice, ¿de quién es ese coche? ¿No ha llegado?

—Está preparando el equipo —dijo Madame Charcot, con voz sedante—. Señorita Lunora, permítame peinarla…

—¡No moleste, Alice! ¿Qué lo estará reteniendo, Dios mío?

Se levantó de un salto y caminó hasta la estatua; al salir de las sombras, en silencio, tenía en el rostro una expresión colérica; mientras Madame Charcot se alejaba, Lunora se arrodilló delante de la estatua y apoyó la mejilla derecha contra la superficie fría.

Comenzó a sollozar sin control; unos profundos espasmos le sacudieron los hombros.

—¡Espere, señor Milton! —Madame Charcot me apretó con fuerza el codo—. No querrá verlo durante unos minutos —y agregó—: Usted es mejor escultor de lo que cree, señor Milton. Le ha dado a la estatua una voz notable. Le dice a Lunora todo lo que ella necesita saber.

Me desasí de Madame Charcot y corrí en la obscuridad.

—¡Lunora!

La muchacha volvió la cabeza, el pelo de la cara empapado en lágrimas. Se apoyaba débilmente en el obscuro tronco de la estatua. Me arrodillé y la tomé de las manos y traté de levantarla.

Apartó las manos.

—¡Repárela! Vamos, ¿qué espera? ¡Hágala cantar de nuevo!

Yo tenía la certeza de que ya no me reconocía. Retrocedí con la cinta en la mano.

—¿Qué le pasa? —le pregunté a Madame Charcot, con un susurro—. Supongo que se da cuenta de que los sonidos no salen en verdad de la estatua.

Madame Charcot levantó la cabeza.

—¿Qué quiere decir con eso de que no salen de la estatua?

Le mostré la cinta.

—Ésta no es en realidad una escultura sónica. La música nace de estas cintas magnéticas.

Madame Charcot ahogó una risita molesta.

—Bueno, póngala de todos modos, monsieur. A ella no le importa de dónde sale. Le interesa la estatua, no usted.

Vacilé mientras miraba a Lunora, que seguía encorvada como un suplicante al pie de la estatua.

—¿Quiere usted decir…? —balbuceé, incrédulo—. ¿Quiere usted decir que está enamorada de la estatua?

Los ojos de Madame Charcot resumieron toda mi ingenuidad.

—No de la estatua —dijo—. De ella misma.

Permanecí un momento entre las estatuas susurrantes, dejé caer la cinta al suelo y di media vuelta.

 

Se fueron de Lagoon West al día siguiente.

Me quedé una semana en la villa, y luego, una noche, después que Nevers me dio la noticia de esa partida, salí en el coche por la costanera hacia la casa de verano.

La casa estaba cerrada, las estatuas inmóviles en la obscuridad. Mis pasos resonaron entre los balcones y las terrazas; la casa se elevaba en el cielo como una tumba. Habían apagado todas las esculturas, y comprendí cuán muertas y monumentales debían de haber parecido las esculturas no sónicas.

También faltaba Órbita Cero. Supuse que se la habría llevado Lunora, tan sumergida en la egolatría que prefería un espejo empañado que alguna vez le había hablado de su belleza antes que quedarse sin espejo. Sentada en la terraza de algún penthouse en Venecia o en París, con la enorme estatua que se erguía en el cielo obscuro como un símbolo extinto, volvería a escuchar las melodías que esa estatua le había cantado.

 

Seis meses más tarde Nevers me encargó otra escultura.

Salí una noche hasta los arrecifes, donde crecen las estatuas sónicas. Mientras me acercaba crepitaban en el viento respondiendo a los cambios de temperatura. Subí por las largas pendientes, escuchando los quejidos y los gimoteos, buscando una que me sirviese de núcleo sónico para una nueva estatua.

Allá adelante, en la obscuridad, brotó una frase conocida, un confuso fragmento de una voz humana.

Sobresaltado, eché a correr, palpando entre púas y hélices obscuras.

Entonces, en un hueco al pie del arrecife, encontré la fuente. Enterrados a medias en la arena, como el esqueleto de un pájaro extinto, había veinte o treinta piezas de metal, el tronco y las alas desmembradas de mi estatua. Muchas de las piezas habían vuelto a echar raíces y emitían un sonido débil y obsesivo, fragmentos inconexos del testamento a Lunora Goalen que yo le había dejado en la terraza.

Mientras bajaba por la pendiente, la arena blanca se derramó en mis huellas formando una hilera de relojes de arena. Los sonidos de mi voz gimoteaban débilmente en los jardines de metal, como un amante olvidado que le susurra algo a un arpa muerta.