Joanna Russ, Relato Corto

Los Extraordinarios Viajes de Amelie Bertrand – Joanna Russ

En el verano de 192… se produjo el hecho más extraordinario de mi vida.

Estaba efectuando un viaje de negocios y me hallaba en la campiña francesa, no lejos de Lyon, esperando mi tren en un pequeño andén ferroviario situado en las afueras de una población que llamaré Beaulieu-sur-le-Pont. (Este no es su nombre real.) El tiempo era frío, pese a que ya estábamos en junio, y en el andén sólo había otra persona: una rolliza mujer de al menos cuarenta años, que no era hermosa pero iba vestida muy respetablemente, el genuino tipo de nuestra bonne bourgeoise provinciana; estaba sentada en el banco dispuesto para comodidad de los viajeros y no paraba de hacer punto en cierta prenda de vestir indeterminada.

La estación de Beaulieu, como tantos de nuestros apeaderos ferroviarios en pequeñas poblaciones, consta de un edificio central de ladrillos rojizos a través del cual se extiende un pasaje, también de ladrillos rojizos, que divide la estructura de la estación en dos partes. En una se hallan el despacho de billetes y la sala de espera, y en otra una pequeña cafetería. De modo que si uno ha estado esperando en el lado equivocado de la estación (porque hay vías a ambos lados del edificio), tiene que atravesarla para subir a su tren, por lo normal en el último segundo.

Eso fue lo que me ocurrió a mí. Oí que se aproximaba mi tren, saqué el reloj y descubrí que el suave tiempo primaveral me había hecho entregarme a un ensueño no sólo prolongado, sino en un lugar distante de la vía correspondiente. El tren doscientos cincuenta y uno para Lyon estaba a punto de entrar en Beaulieu, pero yo estaba mal situado para subir a él. Si no me daba prisa, iba a perderlo.

Bendiciendo a los fundadores de Beaulieu-sur-le-Pont por su previsión al dividir así la estación, caminé rápidamente, aunque no demasiado, hacia el pasillo. No tenía la más mínima duda de que iba a alcanzar mi tren. Incluso tuve tiempo de meditar sobre el puente que se menciona en el nombre del pueblo y recordar que, por lo que yo sabía, había sido destruido en la época de Caractacus. Después avancé entre los edificios. Noté que mis pisadas producían ecos en los muros del pasaje, un fenómeno observable al entrar en cualquier espacio confiando. A mi izquierda y derecha había paredes de ladrillo rojo. El ambiente era fresco, vigorizante, el tiempo soleado y claro, y delante se encontraba el andén de madera, las matas bien podadas y los geranios plantados en macetas al otro lado de la estación de Beaulieu.

Nada podía haber sido más vulgar.

Luego vi de reojo que la dama del andén, la que había visto haciendo punto, estaba entrando en el pasaje detrás de mí, a una distancia apropiada. Al parecer íbamos a ser compañeros de viaje. Me volví y alcé mi sombrero hacia ella, con la intención de proseguir. No podía ver el tren de Lyon, pero juzgando por el sentido del oído deduje que estaba tomando la curva exterior de la estación. Volví a ponerme el sombrero, llegué al centro del pasaje…

¿Va a creerme? Es probable. Usted es inglés y las nieblas y la literatura de su infortunado clima le predisponen a los prodigios. Sus inviernos le obligan a leer mucho. Sus autores reflejan para usted en sus obras la romántica imaginación de un refuge del frío y la humedad al que todo puede sucederle…, ¡aunque ese tiempo sólo lo haga al otro lado de sus ventanas! Yo soy un producto de otro suelo, soy lógico, positivo, francés. Igual que mi famoso compatriota, exclamo: «¿Dónde está ese portento? ¡Que lo muestre!» Ni yo mismo creo en lo que me sucedió. Creo tanto en ello como en que Phineas Fogg circunnavegara el globo en la década de 1870 y viva actualmente en Londres con la dama que rescató de una pira funeraria en Benarés.

Sin embargo, intentaré describir lo sucedido.

La primera sensación fue una dilación del tiempo. Me pareció haber estado en el pasillo de Beaulieu un rato muy largo. El mismo pasadizo me dio la impresión de convertirse de repente en una distancia doble, o incluso triple. Luego mi cuerpo se hizo pesado, como en un sueño. También experimenté una pérdida de equilibrio, como si el pasaje se inclinara hacia su extremo más alejado y un aumento de gravedad tirara de mí en esa dirección. Un fenómeno aún más inquietante fue la peculiar nebulosidad que repentinamente oscureció la parte delantera del pasaje, como si Beaulieu-sur-le-Pont, lejos de gozar de la cálida temperatura de un excelente día de junio, se estuviera fundiendo en el calor. ¡Sí, calor! Un ardor como el de  un horno, y no obstante húmedo, desconocido para nuestro clima, que es moderado hasta en pleno verano. Mi ropa veraniega quedó empapada en sudor en sólo unos instantes y me pregunté horrorizado si me atrevería a romper las habituales reglas de urbanidad y aflojarme el cuello. El estruendo del tren de Lyon, lejos de desaparecer, me rodeó por todos lados como si una docena de trenes estuvieran convergiendo en Beaulieu-sur-le-Pont o como si soplara un viento tenaz (que me empujaba hacia adelante). Traté de atisbar en la nebulosidad que había frente a mí, pero no pude ver nada. Di un paso más y los remolinos de niebla se apartaron a un lado. Detrás de ellos parecía haber una explosión de verdor. (En realidad, distinguí perfectamente las ramas de una palmera iluminada por un sol intenso.) Y a continuación, en medio de ese panorama, apareció una serpiente grisácea, larga, gruesa y sinuosa que culebreó de un lado a otro hasta acabar fijándose en el tronco de la palmera y ofreciendo a la vista un flanco gris tan grande como la abertura del pasaje, cuatro inmensas columnas del mismo color y dos largos colmillos de marfil.

Era un elefante.

El bramido del animal me hizo recuperar mis sentidos. Hasta entonces me había comportado como en un sueño sorprendente. Me giré y traté de volver sobre mis pasos… encontrándome con que a duras penas podía subir por el empinado pasaje y enfrentarme al viento furioso que me golpeaba. Percibí el ambiente de Beaulieu, tranquilo, fresco y tan familiar para mí, como algo pequeño y precioso que se presentaba en la forma de una fotografía o una escena observada a través de unos gemelos de teatro, pero no por su lado amplificador, sino por las lentes del objetivo, de modo que me era imposible llegar hasta allí. Fue entonces cuando un brazo vigoroso asió el mío y regresé al andén del que me había aventurado a salir hacía muchísimo tiempo. (¡Así me lo pareció!) Mientras estaba sentado en el banco de madera, la buena burguesa de atuendo oscuro y decente me preguntó cómo me encontraba.

—¡Pero esa palmera…! —grité—. ¡El clima tropical, el elefante!

—No se inquiete, monsieur —dijo ella con toda la tranquilidad del mundo—. Se trataba de Uganda, simplemente eso.

Debo decir, por cierto, que madame Bertrand, pese a no encontrarse en su primera juventud, es una mujer cuyos ojos negros fulguran con un encanto extraordinario. Hay que estar ciego para no advertir este detalle. Su preocupación es sincera, su porte séduisante, y bastaron menos de cinco minutos de conversación para que ella abandonara las barreras de la reserva y me explicara no sólo la naturaleza de la experiencia que yo había vivido, sino también (en el café de la estación de Beau-lieu, tomando un helado de limón) su personal y extraordinaria historia.

—Poco antes de acabar la gran guerra —dijo madame Bértrand—, inicié un hábito que he mantenido hasta hoy: siempre que mi esposo, Aloysius Bértrand, se ausenta de Beau-lieu-sur- le-Pont por cuestiones de negocios, cosa que ocurre muy a menudo, visito a mi cuñada de Lyon, saliendo de Beaulieu a mitad de semana y regresando al día siguiente. Al principio mis visitas carecieron de novedad. Luego, un desgraciado día, hace únicamente dos años, me encontré en el lado equivocado de la estación tras haber comprado mi billete y corriendo por ese corredor abovedado o pasillo en que usted, monsieur, acaba de aventurarse. Los efectos fueron idénticos, pero los atribuí a una cierta debilidad por mi parte y seguí mi camino esperando una hora de viaje hasta Lyon, la compañía de mi cuñada, el cine, el restaurante y el habitual viaje de vuelta al día siguiente.

«Imagine mi sorpresa… no, mi estupefacción, cuando en lugar de encontrarme en un tosco andén de madera me vi rodeada de inmensas rocas y aguas plomizas, ¡y en lugar que me resultaba absolutamente desconocido! Hice averiguaciones y descubrí, para mi ilimitado asombro, que me hallaba en la última estación ferroviaria, o terminal, de Tierra del Fuego, el extremo más meridional del continente sudamericano, y que me había comprometido a navegar como sobrecargo en un barco ballenero contratado para surcar las aguas de la Antártida durante los dos años siguientes. El sol estaba bajo, las nubes se amontonaban en el cielo y detrás de mí (siguiendo la curva de la bahía repleta de rosas) había un bosque de abatidos pinos, cuyos troncos retorcidos expresaban la violencia del clima.

»¿Qué podía hacer? Mi vestimenta era victoriana, la nave estaba a punto de partir y la noche de seis meses se nos echaba encima. No se esperaba otro tren hasta la primavera.

«Para abreviar esta larga historia, me embarqué.

»Sería de esperar que una dama, expuesta a una situación así, sufriera más los detalles desagradables y molestos. Así fue. Pero también existe un sombrío encanto en aquellas apartadas latitudes meridionales, algo que sólo conoce el que ha viajado hasta allí: las estrellas brillando en los témpanos, el sol a baja altura, los pingüinos, los icebergs, las ballenas… Y además los marineros, hijos de lo agreste, jóvenes, ardientes y sinceros. En especial uno de ellos, un verdadero Apolo de frente amplia y bigotes dorados. Para ser franca, no me mantuve apartada. Nos conocimos, una cosa condujo a otra y, en fin, aprendí a amar el olor del aceite de ballena. Dos años después, apeándome del tren que había tomado para ir a Nome, Alaska, con la intención de adquirir mi trousseau (porque tras haber hecho indagaciones telegráficas sobre Beaulieu-sur-le-Pont, descubrí que no existía ningún monsieur Bertrand y me consideré viuda), me encontré, no con mi ropa victoriana en la bulliciosa y frígida Nome, esa capital comercial del norte con sus proscritos, perros y esquimales vestidos con pieles que transportan otras pieles en sus trineos, sino vestida con mi vieja y familiar ropa de visita (la que llevaba puesta cuando había salido de Beaulieu hacía tanto tiempo) y en el andén de Lyon, con mi cuñada esperándome. Y no sólo eso. En los dos años largos que había estado fuera, no había transcurrido más tiempo en el que debo llamar mundo auténtico que la hora de viaje del tren desde Beaulieu hasta Lyon. Había esperado que Garance se me echara  al cuello con gritos de sorpresa por mi ausencia y la extrañeza de mis ropas. En lugar de eso, Garance me preguntó por mi salud y, sin aguardar respuesta, empezó a describir de la forma más vulgar y con todo detalle la carne de ternera que había comprado aquella tarde para la cena.

»Al principio estaba tan confusa y desconsolada que pensé que, de alguna forma, había confundido el tren de Nome y que si volvía inmediatamente de Lyon a Beaulieu podría regresar a Alaska. Estuve a punto de interrumpir mi visita a Lyon fingiendo encontrarme mal. Pero pronto comprendí lo absurdo que era suponer que una vía férrea podía atravesar miles de kilómetros de océano. Además, mi cuñada estaba muy recelosa (durante la visita, sin que pudiera evitarlo, se me escapó algún suspiro y la expresión «Mon cher Jack!») Me dominé y únicamente di rienda suelta a mis sentimientos en el viaje de vuelta a Beaulieu… que, lejos de terminar en Nome, Alaska, acabó en la estación de Beaulieu y a la hora exacta prevista por el horario ferroviario.

»Llegué a la conclusión de que mis vacaciones de dos años habían sido tan sólo lo que los expertos de la ciencia psicológica denominarían un sueño anormalmente completo y detallado. Creo que los antiguos chinos eran famosos por sus vividos sueños. Se dice que uno de sus poetas experimentó toda una vida de amor, miedo y aventura mientras se lavaba los pies. Este era mi caso. Allí estaba yo, ni un día ni una hora más vieja, y nadie sabía lo sucedido en la Antártida. Sólo yo.

»Era una explicación razonable, pero adolecía de un defecto grave que la invalidaba por completo.

»Era falsa.

»Desde entonces, monsieur, he realizado mis peculiares viajes, mis vacaciones, mes vacances, como yo las llamo, no una sino docenas de veces. Mi alfombra mágica es la estación de Beaulieu o, para ser más precisa, el pasillo que hay entre el despacho de billetes y el café,  a las tres menos diez en punto de la tarde. Si atravieso el pasadizo a cualquier otra hora, salgo simplemente al otro lado de la estación, pero si lo hago en el momento preciso llego a cualquier lugar apartado y exótico del globo. Quizá Ceilán, con sus muchedumbres de abigarrado aspecto, su aroma de incienso, sus pagodas y jinrikishas. O los desiertos de Al- Iqah, con las multitudes de bedawi, de sueltos ropajes blancos y armados con rifles, muchos de ellos dando vueltas unos en torno a otros a lomos de caballos. O puedo encontrarme en las apacibles islas de Tahiti, con amables y morenos nativos ofreciéndome cuencos de poi y guirnaldas de flores cuya belleza no tiene igual en cualquier otro lugar de la parte tropical del globo. Tampoco mis vacaciones se limitan por entero a las regiones terrestres. El mes de febrero pasado atravesé el pasillo y me encontré en las arenas de una playa primitiva bajo un cielo gris y tormentoso. Pude oír, muy lejos, los rugidos de los saurios. Por encima de mí estaban las hojas gigantescas, de color púrpura y bordes mellados, de alguna planta  palmácea, una especie que resultó ser totalmente desconocida para la ciencia botánica.

»No, monsieur, no se trataba de Ceilán. Era Venus. Es cierto que yo prefiero un clima menos nuboso, pero, con todo, no era como para lamentarse. Estar sumida en la oscuridad de la noche venusiana, tumbada en las sedosas arenas volcánicas, bajo las brillantes hojas del laradh, mientras inhalas el millón de perfumes de las flores nocturnas y escuchas la música del karakh… De verdad, no se echa de menos el azul del cielo. Aunque hace tan sólo algunas semanas estuve en un lugar que también me complació. Imagínese un cielo inmenso, de color azul blanquecino, un desierto con enormes montañas en el horizonte y los buscadores de agua, enjutos y tenaces, con sus varas de zahori, botas de tacón alto y grandes sombreros que protegen caras ya curtidas y arrugadas por el sol intenso.

»No, no era Marte, sino Texas. Son gente maravillosa esos pioneros americanos. Los hombres son apuestos y lacónicos, las mujeres recias y eficientes. Y luego, un día, tomé el  tren de Lyon sólo para encontrarme en un andén que parecía una pecera hecha de vidrio coloreado y rodeada de montañas fantásticamente sutiles que se alzaban hacia un cielo negro donde las estrellas brillaban como mármol sólido, sin centellear apenas. Yo llevaba un casco de vidrio y ropas que se asemejaban a las de un buzo. No tenía idea alguna respecto a dónde me encontraba. Hasta que me moví y, para mi tremenda sorpresa, en lugar de moverme normalmente, ¡brinqué en el aire!

»Me hallaba en la Luna.

»Sí, monsieur, la Luna, aunque a cierta distancia en el futuro. El año dos mil ochenta y nueve, para ser precisa. En esa fecha, los seres humanos habían fundado una colonia en la Luna. Mi carruaje entró rápidamente en uno de los cráteres y aterrizó en la ciudad principal, un palacio de hadas con torres puntiagudas y cúpulas de vidrio, ya que usan como material de construcción un cristal fabricado a partir de la grava silícea nativa. Allí, en la Luna, fue donde adquirí todas las teorías que ahora poseo en relación a mis peculiares experiencias con el pasillo de Beaulieu-sur-le-Pont. Conocí al matemático más eminente del siglo XXI, una dama elegantísima, y expuse mi problema. Debe usted comprender que en la Luna les négres, les juifs, incluso les femmes, pueden ocupar posiciones elevadas y tener gran influencia. Es una república auténtica. Esta dama me presentó a su colega, un físico negro dedicado a los hechos supranormales, o parafísica, como ellos lo denominan, y los dos discutieron el asunto durante todo un día (no un día selenita, por descontado, ya que ello habría significado un tiempo igual a veintiocho de nuestros días). No pudieron ponerse de acuerdo, pero en pocas palabras, tal como me dijeron, sólo había dos posibilidades: o el pasaje de la estación de Beaulieu-sur-le- Pont posee una conectividad infinita, o está encantado. Para ser totalmente sincera, deploré abandonar la Luna. Pero cada cual tiene sus obligaciones. Mi alfombra mágica de Beaulieu toma la forma de un pasillo de estación y, en mes vacances, siempre me encuentro al principio situada en un andén. De la misma manera, mi regreso también debe efectuarse a través de ese medio tan poéticamente denominado camino de acero. Me coloqué en la vía que enlaza dos de los principales cráteres selenitas y… ¡hop!, me apeé en el andén de Lyon, sin haber envejecido un solo día.

»En realidad, monsieur —madame Bertrand tosió con delicadeza—, puesto que los dos formamos parte del mundo, puedo mencionar que otros determinados procesos biológicos también se detienen, un hecho que no es enteramente de mi gusto, ya que mi querido  Aloysius y yo carecemos de familia. Pero esta detención tiene sus ventajas. Si yo hubiera envejecido tanto como he vivido, la mujer que estaría hablando con usted en estos momentos sería una anciana de setenta años. A decir verdad, ¿cómo se puede envejecer en mundos que no son, hablando con toda franqueza, realmente auténticos? Aunque es posible que, si hubiera permanecido para siempre en uno de tales mundos, también yo habría empezado a envejecer igual que sus otros habitantes. Eso constituiría un placer en la Luna, porque mi amiga matemática tenía doscientos años cuando la conocí, y la persona que me presentó, el profesor de paraphysique, doscientos cinco.

Madame Bertrand, cuyo relato había estado escuchando casi sin atreverme a respirar, dejó de hablar de repente. Su helado de limón permanecía intocado sobre la mesa. Yo estaba tan lleno de proyectos para que el mundo conociera esta historia sorprendente que, al principio, no advertí el cambio en la expresión de madame Bertrand.

—El Instituto Nacional —empecé a balbucear—. La Académie… no, las universidades. Y también los periódicos…

Pero la encantadora dama se levantó con una mirada horrorizada.

Mon dieu! —gritó—. ¡Mi tren! ¿Qué pensará Garance? ¿Qué dirá de mí? ¡Monsieur, ni una palabra de esto a nadie!

Imagínese mi consternación cuando madame Bertrand salió a toda prisa del café y empezó a cruzar la estación dirigiéndose hacia el ominoso pasillo.

—¡Pero, madame, piénselo! —fue lo único que pude decir—. ¡Ceilán! ¡Texas! ¡Marte!

—No, es demasiado tarde —replicó ella—. Sólo a la hora anterior del horario ferroviario.

¡Monsieur, recuérdelo! ¡Ni una palabra de esto a nadie!

Me levanté para seguirla.

—Pero si usted no vuelve… —objeté. La señora Bertrand volvió a obsequiarme con su deliciosa sonrisa.

—No se angustie, monsieur —dijo rápidamente—. He aprendido a reconocer ciertas sensaciones… un frisson en el cuello y las paletillas que me advierte del estado del pasillo. En la hora siguiente no hay peligro, pero… ¡mi tren!

Y así me abandonó madame Bertrand. ¡Qué mujer tan sorprendente! Viajera no sólo de las apartadas regiones de la Tierra, sino también de los dominios de la imaginación. Y pese a ello, totalmente respetable, cumpliendo con placer los deberes de la vida familiar y reuniéndose puntualmente (con la salvedad de esta ocasión) con su cuñada, mademoiselle Garance Bertrand, en el andén de Lyon.

¿Se trata del final de mi relato? No, porque yo estaba destinado a volver a ver a Amélie Bertrand.

Mis ocupaciones, que ya he mencionado, me hicieron regresar a Beaulieu-sur-le-Pont a finales de aquel mismo verano. Confieso que deseaba encontrarme con madame Bertrand, ya que estaba decidido a notificar, al menos a varias de nuestras principales instituciones, los extraordinarios poderes que poseía el pasillo de la estación de Beaulieu. Pero no podía hacer tal cosa sin el consentimiento de madame Bertrand. Faltaba poco para las tres en punto de la tarde y, de nuevo, el andén estaba desierto. Vi una figura que tomé por la de madame Bertrand, sentada en el banco reservado a los pasajeros, y me apresuré en llegar hasta allí, no sin antes lanzar una exclamación de alegría…

Pero no era Amélie Bertrand. Era una mujer bastante vieja y delgada, vestida de arriba abajo de negro, uno de los negros más apagados que pueda verse, y por completo desprovista del encanto que yo había esperado encontrar en mi compañera de viaje. Un momento después oí que pronunciaban mi apellido y me alborocé al ver a madame Bertrand, saliendo del despacho de billetes, vestida con ropas veraniegas de discretos colores.

Pero ¿dónde estaba la jovialidad, el encanto, el agradable ambiente de junio? El rostro de madame Bertrand estaba contraído, sus ojos vigilantes y su expresión resuelta. Yo pensaba exponer inmediatamente mis grandes proyectos, pero la dama me hizo callar con un movimiento de cabeza, señalando la figura que antes he mencionado.

—Mi cuñada, mademoiselle Garance —dijo. Confieso que en aquel momento pensé, muy nervioso, que el mismo Aloysius Bertrand iba a aparecer. Pero estábamos solos en el andén—. Garance, éste es el caballero que desgraciadamente me hizo perder el tren el mes de junio pasado.

Mademoiselle Garance, como desmintiendo la reputación de locuaz que yo había escuchado se le atribuía a principios del verano, no dijo nada, limitándose a apretar contra su descarnado pecho una pequeña maleta.

—He explicado a Garance —me dijo la señora Bertrand— su indisposición del pasado mes de junio y la forma en que los empleados de la estación me retuvieron. Me alegro de verle con tan buen aspecto.

Fue una clara insinuación de que mademoiselle Garance no debía saber nada acerca de la historia de su cuñada. Así pues, asentí e hice una ligera reverencia. Deseé tener la oportunidad de conversar con más libertad con madame Bertrand, pero no podía hablar en presencia de su cuñada.

—¿Van a coger hoy el tren…? —empecé a preguntar, lleno de desesperación.

—Por simple nostalgia —explicó madame Bertrand—. Después de hoy jamás volveré a poner los pies en un vagón de ferrocarril. Garance tal vez lo haga, si quiere, pero yo no. Aviones, automóviles y barcos me bastarán. Quizá aprenda a volar, como la famosa americana, madame Earhart. Aloysius me dio la buena noticia esta misma mañana: un cambio en su trabajo nos permite trasladarnos a Lyon, cosa que haremos a final de mes.

—¿Y en las semanas que faltan…? —pregunté.

—No habrá ningún tren —contestó madame Bertrand, sin perder la compostura—. Van a demoler la estación.

¡Vaya golpe! Y allí estaba sentada la vieja solterona, mademoiselle Garance, totalmente inconsciente de la inminente pérdida que sufriría la ciencia. Balbuceé algunas palabras, no sé cuáles, pero mi buen ángel se apresuró a rescatarme.

—¡Oh, monsieur, mi conciencia está tremendamente apenada! —dijo madame Bertrand, acompañando sus palabras con un movimiento ligerísimo de los dedos—. Garance, ¿podrás creer que expliqué a este caballero las historias más descabelladas? Le dije, muy seria entonces, que el pasillo de esta estación…, ¡era la entrada a otro mundo! No, a muchos mundos, y que yo había estado en todos ellos. ¿Podrás creerme? —Se volvió hacia mí—. Oh, monsieur, usted fue un magnífico oyente, quiso creer en lo que yo le contaba. Seguramente no puede imaginarse que una mujer respetable como yo abandone a su esposo utilizando un pasillo de estación que ha llegado a poseer una conectividad infinita.

Madame Bertrand me miró de forma inquisitiva, pero yo no lograba entender su intención al hacer tal cosa y no dije nada. Ella prosiguió hablando, con un ligero estremecimiento de su cabeza.

—Debo confesarlo —dijo—. Soy adicta a contar historias. Siempre que mi querido Aloysius salía de casa para emprender sus viajes de negocios, me decía: «Occupe-toi, occupe-toi, Amélie!» ¡Ay! Y me he distraído, pero demasiado bien. Pensé que mi fantasía podría apartar su mente de su malestar y, así, le narré a usted una fábula inverosímil de viajes ex-traordinarios.

¿Puede perdonarme?

Di una respuesta educada, algo que no recuerdo ahora. Todavía estaba aturdido por la inesperada noticia, como ya podrá comprender. ¡Todo aquello era una simple fábula! Pese a todos los detalles y circunstancias plausibles narradas por madame Bertrand en su relato. Mi única sensación debía ser de alivio por no haber escrito al Instituto Nacional. Estaba a punto de insistir en que ambas damas me acompañaran a tomar un refresco, cuando madame Bertrand, llevándose una mano al corazón, en un gesto repentino que me pareció excesivo, gritó:

—¡Nuestro tren! —Luego se volvió hacia mí—. ¿Querrá acompañarnos a cruzar el pasillo? Algo me hizo dudar, pero no sé qué fue.

—Piense, monsieur —dijo madame Bertrand, manteniendo la mano apretada contra su corazón—. ¿Dónde será esta vez? ¿Tal vez un Londres del futuro, protegido contra el clima y construido enteramente de vidrio? ¿O quizá las majestuosas y altas llanuras de Colorado? ¿O nos encontraremos en una de las ciudades subterráneas de las lunas de Júpiter, en cuyos terribles cielos sale y se pone el poderoso planeta con un diámetro aparente que supera el de los Alpes terrestres? —Sonrió alegremente a mademoiselle Garance—. Así eran las historias que conté a este caballero, querida Garance. Una auténtica novela.

Vi que estaba fastidiando amablemente a su cuñada, que naturalmente no sabía a qué venía todo esto.

Mademoiselle Garance se aventuró a decir, con gran timidez, que a ella le «gustaba leer novelas».

Incliné la cabeza.

De pronto oí el sonido del tren en las afueras de Beaulieu-sur-le-Pont.

—¡Nuestro tren! —gritó madame Bertrand, en un tono extremadamente prosaico—.

¡Garance, vamos a perder nuestro tren! Monsieur, ¿querrá acompañarnos?

Asentí con un gesto de cabeza, pero me quedé inmóvil. Madame Bertrand, acompañada por la delgada y encorvada figura de su hermana política, se adentró con rapidez en el pasillo que separa el despacho de billetes de la diminuta cafetería de la estación de Beau-lieu-sur-le-Pont. Confieso que cuando las dos damas llegaron al punto medio del eje longitudinal del pasillo, cerré involuntariamente los ojos. Y al abrirlos de nuevo, él pasillo estaba desierto.

No sé por qué lo hice, pero me encontré atravesando a toda prisa el pasillo, teniendo en mente la imagen de madame Bertrand abordando el tren de Lyon junto a su cuñada, mademoiselle Garance. En realidad se podía oír el tren. El sonido de su motor llenó toda la estación. Creo que me dije, o traté de convencerme, que deseaba cambiar una última frase de cortesía. Llegué al otro extremo de la estación…

Y allí no había ningún tren de Lyon. No había damas en el andén.

A decir verdad, ¡no existe ningún tren doscientos cincuenta y uno a Lyon! ¡No existe en el horario de ninguna línea!

Imagine mis sentimientos, mi querido amigo, al saber que la historia de madame Bertrand… ¡era real en su totalidad! ¡Es cierta, del todo cierta! ¡Todos los detalles son auténticos! ¡Y mi Amélie se ha ido para siempre!

Sí, la llamo «mi» Amélie. Pero todavía pertenece, según la ley, a Aloysius Bertrand, que, sin duda alguna, volverá a contraer matrimonio tras el necesario período estatuario de espera y se convertirá así en un bigamo respetable… y sin saberlo.

Ese animal nunca habría entendido a Amélie!

Ahora mismo, si me permite usar la frase, Amélie Bertrand puede estar navegando en una góndola por uno de los grandes ríos venusianos, escuchando la música del karakh. Ahora mismo puede estar realizando actos de heroísmo en la pista número uno o charlar con su amiga matemática en un balcón que da a las elevadas torres y plazas repletas de flores del capitolio selenita. No me cabe la menor duda de que si usted tratara de encontrar los lugares que madame Bertrand mencionó, buscando en la Enciclopedia o cualquier otra obra de referencia similar, fracasaría por completo. Tal como ella misma dijo, no son «realmente auténticos». Son extrañas discrepancias.

¡Ay!, amigo mío, compadézcame. En estos momentos, toda mi preocupación es académica, puesto que la estación ferroviaria de Beau-lieu-sur-le-Pont ha desaparecido, sustituida por una vasta construcción en la que bullen los obreros. Es un hangar gigante (aprendí el nombre de boca de uno de los trabajadores), es decir, un edificio destinado a contener aviones. Me han dicho que grandes cantidades de estas máquinas volarán pronto de hangar a hangar por todo el país.

Pero piense en esto: ¿Acaso los aviones no serán usados a su debido tiempo, para vulgares viajes de negocios, para visitas programadas a lugares frecuentados u otros similares? ¿Acaso no se trata de los ferrocarriles de una nueva era? ¿No es posible que se reproduzca la misma situación, sea de conectividad infinita o encantamiento, quizá en el mismo lugar donde los viajes de mi ángel desaparecido han establecido un precedente o predisposición? Amigo mío, confabúlese conmigo. Pronto estará terminado el hangar de Beaulieu, o así lo leí en los periódicos. Pienso trasladarme al campo y establecerme cerca de este hangar. Compraré un billete para dar un paseo en uno de estos nuevos aparatos, y luego ya veremos qué sucede. Quizá sólo goce de una placentera ascensión en el aire y un descenso parecido. Tal vez, por contra, sienta ese frisson en el cuello y paletillas del que habló madame Bertrand. Bien, no importa. Mis hijos han crecido, mi esposa goza de una renta generosa y el frisson no me desanimará. Pasearé por el corredor o pasillo, dentro o alrededor del hangar, exactamente nueve minutos antes de las tres y cruzaré el espacio que separa los mundos. Volveré a sentir la extraña dilación del tiempo y la pesadez del cuerpo, veré la nebulosidad al otro extremo del túnel, atravesaré el viento furioso en medio de la niebla que me envolverá, con el rugido de un avión invisible en mis oídos, y después actuaré. Madame Bertrand fue muy amable al retrasar sus vacaciones para llevarme de vuelta desde Uganda. Y lo bastante generosa como para ofrecerme compartir la travesía del pasillo por segunda vez. ¡Tanta amabilidad y generosidad merece lograr resultados! En esta tercera ocasión no me detendré. Abandonaré mi profesión, mi periódico, mis partidas de ajedrez, mi digestif… en pocas palabras, me alejaré de todos esos hábitos que, se entiende, se nos ofrecen para sustituir la felicidad. Huiré de las insignificantes molestias de la vida, de una sombría vejez, de las confusiones y terrores de una Europa cada vez más turbulenta, para…

…¿Qué?

Esta copia de una carta jue encontrada en un tomo de la Enciclopedia (U-Z) en la Bibliothéque National. Se cree, a partir de la evidencia, que el escritor desapareció en una determinada población de provincias (llamada «Beaulieu-sur-le-Pont» en el manuscrito) poco después de sacar un billete para un vuelo en avión en el campo de aterrizaje de dicha localidad, un popular pasatiempo para los que están de vacaciones.

Nunca se le ha vuelto a ver.