Gregory Benford, Relato

En Carne Extraña, Gregory Benford

I
oleaje verde, lamiendo, refrescando
La mano de Reginri se agitó convulsivamente sobre las sábanas. Tenía los ojos cerrados.
monedas de plata deslizándose y girando en el cielo jaspeado, eclipsando el sol—Las sábanas eran un pantano movedizo. El se retorcía en su presa.
una canción armoniosa, frescos riachuelos cosquilleantes bañando su piel—
Abrió los ojos.
Un rayo amarillo del sol vespertino atravesaba la habitación; las motas de polvo flotaban en él. Jadeó con aspiraciones cortas. Belej estaba de pie junto a la cama.
—Han vuelto otra vez, ¿no? —dijo, casi en un susurro.
—Sí… sí —tenía la garganta seca y tensa.
—Esto no puede continuar, querido. Pensamos que podrías dormir mejor de día, cuando todo el mundo está en los campos, pero…
—Tengo que salir de aquí—masculló él.
Se levantó de la cama y se puso el traje de faena negro. Belej permaneció en silencio, parpadeando rápidamente y mordiéndose el labio inferior. Reginri se abrochó las botas y salió de la habitación dando un portazo. Sus pasos resonaron en el entarimado. Ella escuchó cómo se apresuraba por el vestíbulo. Se detuvo; retornó el asfixiante silencio. Luego, la puerta exterior chirrió y se cerró con un golpe.
Ella se precipitó tras él.
Le alcanzó cerca del borde del cañón, a cien metros de las cabañas de troncos. El la miró. Se mesó el enredado cabello y encorvó los hombros.
—Esta ha sido malísima —dijo, sin entonación.
—Si siguen empeorando…
—No será así.
—Eso esperamos. Pero no lo sabemos. Si yo entendiera de qué tratan…
—No puedo describirlo. Son diferentes cada vez. La sensación parece la misma, aunque… —Su voz había recobrado algo de animación—. Es difícil.
Belej se sentó cerca del borde del cañón.
Le miró. Sus cejas se fruncieron sobre los grandes ojos oscuros.
—De acuerdo —dijo, con un súbito cambio anímico, la voz más cortante—. Uno, no sé de qué tratan tus pesadillas. Dos, no sé cuál es la causa. Esa horrible expedición en la que fuiste, supongo, pero ni siquiera estás seguro de eso. Tres, no sé por qué insististe en unirte a esa asquerosa expedición…
—Ya te lo he dicho, diablos. Tenía que ir.
—Querías más dinero —dijo Belej en tono apagado. Apoyó la barbilla en su diminuta mano.
—No era más dinero, era algún dinero.
Miró ceñudo el abrupto cañón a sus pies. La actitud de ella, tranquila y acusadora, le irritaba.
—Eres cortador de vainas. Podías haber encontrado trabajo.
—Era mala época. Fue el año pasado, recuérdalo. Las tarifas no eran buenas.
—Pero tú ya habías oído hablar de ese Sasuke y ese Leo, sabías lo que la gente decía de ellos…
—Vanleo, así es como se llama. No Leo.
—Bueno, como sea. No tenías por qué trabajar para ellos.
—No, claro que no —dijo, furioso—. Podría haberme partido el espinazo en la sementera en la época de la siembra, doce horas diarias por treinta unidades de pago, como máximo. Y cuando me cansara de eso, o me rompiera una pierna, quizá podría haberme contratado para moldear circuitos, como un vago. —Cogió una piedra y la arrojó lejos—. Una vida estupenda.
Belej calló durante un rato. Al extremo opuesto del cañón, por entre los picos más altos, aparecía una neblina rosada que empezaba a descender, adquiriendo velocidad. Zeta Retículi todavía estaba alto en el veteado cielo azul, pero ya se levantaba cierto frío del cañón. El viento tenía un toque acre.
El frunció la nariz. Dentro de una hora tendrían que meterse en casa. La ligera neblina rojiza se espesaría. Era buena para la flora del Norte de Persenuae, pero para los pulmones humanos era irritativa.
Belej suspiró.
—Sin embargo —dijo suavemente—, no estabas obligado a ir. Si hubieras sabido cómo iba a ser…
—Sí —dijo él, y sintió un vuelco en el estómago—. Si alguien lo hubiera sabido.

II
Al principio no fue el Drongheda lo que le resultó inquietante. Fue la propia playa y, sobre todo, las olas.
Lamían sus pies con una lenta y absorbente energía, minando la gruesa arena bajo sus botas. Empezaban como pequeñas ondas que venían del gris horizonte y llegaban sibilantes hasta la playa negra. Reginri observó que una se rizaba en verdosa espuma más lejos; la marea estaba bajando.
—¿Por qué son tan lentas? —preguntó.
Sasuke levantó la vista de las bolsas.
—¿Qué?
—¿Por qué tardan tanto las olas?
Sasuke se detuvo un momento para contemplar el pesado oleaje, salpicado de algas amarillas. Alguna que otra ola más grande rompía contra las agudas rocas de lava, más lejos.
—Nunca me paré a pensarlo —dijo Sasuke—. Supongo que será porque hay menos gravedad.
—Humm —Reginri se encogió de hombros.
Un pez espumadera saltó fuera del agua para coger algo en el aire. Por algún motivo, la escasa densidad de las olas le ponía nervioso. Se estiró, inquieto, dentro de su traje-funda.
—Sospecho que el simulador no le prepara a uno para todo —dijo.
Sasuke no le oyó; estaba desplegando los descohesores, los carretes y los otros aparatos.
Reginri no pudo posponerlo más; sacó unos binoculares y miró al Drongheda.
Al principio parecía una roca marrón pulida por el agua e intemporal. Y los informes eran correctos: se movía hacia tierra. Se elevaba como una enorme ampolla en el mar ondulado. Frunció los ojos, tratando de ver el oscuro círculo del orificio. Sí, allí, una mancha borrosa bordeada de un rojo moteado. En el centro, más oscura, se veía la entrada. Parecía increíblemente pequeña.
Bajó los binoculares, parpadeando. Zeta Retículi ardía en el plano horizonte, un fiero punto naranja que atravesaba el delgado aire del planeta.
—Dios, qué bien me vendría un cigarrillo —dijo Reginri.
—De eso nada, necesitarás estar lúcido allí dentro —replicó Sasuke secamente—. Además, en estos trajes no hay salida para el humo.
—Es cierto.
Reginri se preguntó si el maldito dinero compensaba todo esto. Allí en Persenuae —miró el cielo amoratado y lo encontró, un brillo perlado cerca de Zeta— le había parecido una buena oportunidad, un puñado de dinero rápido y fácil, una especie de excursión científica con un toque de aventura. Mejor que el trabajo agrícola, sin duda. Mucho mejor que ningún otro trabajo que pudiera lograr con su limitada preparación, sus conocimientos superficiales de electrónica y técnicas de fabricación. Incluso sabía algo de matemáticas, aunque no suficiente para que eso pesara. Y en este trabajo no importaba, le había dicho Sasuke, a pesar de que las matemáticas eran la clave del asunto.
Sonrió para sí mismo. Era curioso pensar que unos garabatos en una página fueran un artículo comercial, algo a cambio de lo cual la gente de la Tierra estuviese dispuesta a mandar un montón de microelectrónica y células de bioingeniería…
—Podías echar una mano, ¿no? —dijo Sasuke ásperamente.
—Perdona.
Reginri se arrodilló y ayudó al hombre a extender los hilos del descohesor y comprobar las conexiones. En la parte alta de la playa, más allá de la primera línea de pálidas dunas, estaban los aparatos electrónicos empaquetados, y la tripulación, ya en sus puestos, que vigilaría mientras él y Vanleo estaban dentro.
Mientras los dos hombres desenrollaban los cables, desenredando los hilos y comprobando los contactos, Reginri echaba ojeadas al Drongheda. Era inmenso, mucho mayor de lo que había imaginado. Las 3D no transmitían la impresión masiva que daba la cosa real. Flotaba en el agua poco profunda, a una distancia de no más de doscientos metros.
—Se ha parado —dijo Reginri.
—Claro. Seguramente estará ahí durante días.
Sasuke habló sin levantar la vista. Insertó su explorador de diagnóstico en cada agujero, observando atentamente los medidores. Era metódico, seguro de sí; exactamente el hombre adecuado para manejar la parte técnica, pensó Reginri.
—Esa es la cuestión, ¿no? Quiero decir que la cosa se va a estar quieta.
—Seguro.
—Eso dices tú. No se va a dar vuelta mientras estamos dentro porque nunca lo ha hecho.
Sasuke dejó de trabajar y puso mala cara. A través de la burbuja de su casco, Reginri vio que el hombre tenía los labios apretados.
—A todos os entra el tembleque en la playa. No falla. La última tripulación que tuve aquí empezó a cagarse en los pantalones en el mismo momento en que vieron un Drongheda.
—Para ti es fácil hablar. Tú no vas a entrar.
—Yo ya he estado dentro. Tú, no. Haz lo que te digamos Vanleo y yo, y no te pasará nada.
—¿Es eso lo que le dijisteis al último tipo que trabajó para vosotros?
Sasuke le miró.
—¿Kaufmann? ¿Has hablado con él?
—No. Un amigo mío le conoce.
—Tu amigo tiene malas compañías.
—Sí, incluido yo.
—Quiero decir…
—Kaufmann no se retiró porque sí, ¿sabes?
—Era un cobarde —dijo Sasuke firmemente.
—Lo que él dijo es que no era lo bastante tonto para seguir trabajando como vosotros queréis. Con este equipo.
—No hay otra manera.
Reginri señaló hacia el mar.
—Podías poner algo automático dentro. Instalar un sensor.
—¿Que pueda transmitir a través de treinta metros de grasa animal? ¿De toda esa carne? ¿Con precisión? ¿Con alta frecuencia? ¡Ja!
Reginri se calló. Sabía que no era sensato presionar a Sasuke de ese modo, pero los rumores que había oído de Kaufmann le inquietaban. Miró hacia la tierra sin vida. Vanleo se había detenido para inspeccionar algo, arrodillado en la arena dura. Probablemente estaba estudiando una piedra; nada vivo andaba o se arrastraba por esta playa.
Reginri se encogió de hombros.
—Eso lo entiendo, pero ¿por qué tenemos que quedarnos dentro tanto tiempo? ¿Por qué no entramos, instalamos los descohesores y nos salimos?
—No se mantendrían en su sitio. Si el Drongheda se mueve, aunque sea un poco, se saldrían.
—No los hagas tan condenadamente delicados.
—No puedes fijarlos con alcayatas. Lo que buscamos es un centro nervioso, no una conexión estafónica.
—Así que tengo que cuidarlo. ¿Sentarme en esa enorme tripa y sudar la gota gorda?
—Para eso te pagan —dijo Sasuke en tono cortante.
—Puede que no lo suficiente.
—Mira, si te vas a poner…
Reginri se encogió de hombros.
—Vale. Yo no soy un experto en esto. Vine, principalmente, para ver al Drongheda. Pero, una vez que lo miras, vuestros aparatos electrónicos parecen bastante inadecuados. Y si esa cosa decide estrujarme…
—No lo hará. Nunca lo ha hecho.
Por los auriculares les llegó un breve ladrido. Era la risa de Vanleo que resonaba dentro de sus cascos. Vanleo se acercó, dando suaves zancadas a lo largo de la orilla.
—Nunca ha sucedido, ¿y por eso no sucederá? Mala lógica. Sólo porque una serie tenga
muchos elementos no significa que sea infinita. Ni que converja.
Reginri sonrió, contento de que el otro hombre hubiese vuelto. Había en Sasuke algo despiadado que le ponía los pelos de punta.
—Amigo Sasuke, no le ocultes a este muchacho lo que ambos sabemos. —Vanleo le palmeó la espalda a Sasuke jovialmente—. Los Drongheda son una cifra. Brillantes, misteriosos y vastos intelectos… y es presunción decir que los entendemos. Lo único que podemos comprender son sus matemáticas; quizá sea lo único que ellos desean que veamos.
Una luminosa sonrisa arrugó su rostro. Se volvió y estudió los cables que se extendían desde las dunas hasta el oleaje.
—Parece que está bien —dijo—. Está bajando la marea.
Se volvió bruscamente hacia Reginri y le miró a los ojos.
—¿Has recobrado el valor, chico? Estaba oyéndote por los auriculares.
Reginri se removió, incómodo. Sasuke era irritante, pero, al menos, sabía cómo tratarle. Vanleo, sin embargo… de algún modo, la mirada firme y penetrante de Vanleo le trastornaba. Reginri miró al Drongheda y sintió un terror creciente. En un impulso, se dirigió a Vanleo y dijo:
—Creo que me quedaré en la playa.
El rostro de Vanleo se congeló. Sasuke emitió un sonido bronco y empezó a decir:
—Otro maldito…
Pero Vanleo le interrumpió con un brusco movimiento de la mano.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Vanleo suavemente.
—Yo… no me apetece entrar ahí.
—Ah, ya veo.
—Quiero decir no sé si esa cosa se va a… bueno, es la primera vez que lo hago y…
—Ya.
—Verás, saldré con vosotros, desde luego. Me quedaré en el agua y cuidaré de que los cables no se enreden… ya sabes, lo que tú ibas a hacer. Eso me dará la oportunidad de acostumbrarme a este trabajo. Luego, la próxima vez…
—Pueden pasar años.
—Bueno, sí, pero…
—Estás poniendo en peligro el éxito de toda la expedición.
—No tengo experiencia. ¿Qué pasa si…?
Reginri se calló. Vanleo tenía la lógica de su parte, él lo sabía. Este era el primer Drongheda que habían podido alcanzar en más de dos años. Muchos de ellos flotaban por la abrupta costa, bordeando los bajíos. Pero la mayoría sólo se quedaban un día o dos. Este era el primero en mucho tiempo que se había encallado en un banco de arena bajo y protegido. El satélite lo había localizado, y había registrado sus movimientos regulares que seguían las mareas. Vanleo recibió la señal, alertó a Reginri y a la tripulación de guardia, y partieron de Persenuae en un elevador rápido.
—Una patada en el culo es lo que le está haciendo falta —dijo Sasuke de pronto.
Vanleo negó con la cabeza.
—Yo creo que no —dijo.
El desprecio en la voz de Sasuke fortaleció la resolución de Reginri.
—No voy a entrar.
—¿No? —Vanleo sonrió.
—Demándame por incumplimiento de contrato cuando volvamos a Persenuae, si quieres. No voy a hacerlo.
—Oh, haremos mucho más que eso —dijo Vanleo, sin darle importancia—. Cargaremos la pérdida económica de la expedición sobre tus hombros. No hay duda de que es culpa tuya.
—Yo…
—Así que nunca volverás a cobrar tu sueldo completo, nunca —continuó Vanleo tranquilamente.
Reginri movió los pies, nervioso. En la voz de Vanleo había una cuidadosa y controlada seguridad que daba mayor peso a sus palabras. Y detrás de la firmeza de aquellos ojos, Reginri entrevió algo más.
—No sé —respiró profundamente, tratando de aclarar sus ideas—. Supongo que estoy un poco aturdido.
Titubeó y luego farfulló, lleno de autodesprecio:
—Creo, creo que no me pasará nada.
Sasuke asintió, conteniendo su lengua. Vanleo sonrió con animación.
—Estupendo. Estupendo. Entonces, olvidaremos este pequeño incidente, ¿de acuerdo?
Bruscamente, se volvió y se alejó por la playa. Sus pasos eran decididos, casi saltarines.

III
 
Una ardilla aérea se deslizó con los vientos de la tarde. Se lanzó por el borde del cañón, parloteando nerviosamente, y luego regresó a la seguridad de los arbustos. Los dos humanos la observaron mientras rompía perezosamente una vaina de semillas y se las comía.
—No entiendo por qué no lo dejaste entonces —dijo Belej, al fin—. Allí mismo. En la playa. No hubieran ganado el pleito, no, estando los otros tripulantes que podían testificar en tu favor.
Reginri la miró sin expresión.
—Imposible.
—¿Por qué? Habías visto esa cosa. Te dabas cuenta de que era peligrosa.
—Eso ya lo sabía antes de salir de Persenuae.
—Pero no la habías visto.
—¿Y qué? Había firmado un contrato.
Belej sacudió la cabeza, con impaciencia.
—Recuerdo que me dijiste que era una especie de pez grande. Eso es todo lo que dijiste la noche antes de irte. Podías argüir que no habías comprendido el peligro…
Reginri hizo una mueca.
—Un pez, no. Un mamífero.
—Qué más da. Como otros peces que había allá en la Tierra, me dijiste.
—Como las ballenas jorobadas, las azules, las de aleta y los cachalotes —dijo él lentamente—. Antes de que los hombres las exterminaran, ya habían empezado a sospechar que las azules quizá fueran inteligentes.
—Sin embargo, las ballenas no eran matemáticas, ¿verdad?
—Nunca lo sabremos.
Belej se recostó sobre la tupida hierba castaña. El viento agitó suavemente mechones de su cabello negro.
—Ese Leo te mintió acerca de la cosa, ¿no?
—¿En qué?
—Diciéndote que no era peligrosa.
El se sentó erguido y se abrazó las rodillas.
—Me dio algunos papeles científicos. La mayoría de ellos no los leí… diablos, estaban llenos de palabras que yo no sabía, términos raros. Eso es lo que tú no entiendes, Belej. No sabemos mucho sobre los Drongheda. Solamente que tienen pulmones y una columna vertebral y que vienen a la orilla cada pocos años. Por qué lo hacen o por qué son inteligentes… Vanleo llevaba treinta años estudiando eso. Tienes que darle crédito…
—Por arrastrarte a eso. ¡Ja!
—Los Drongheda nunca han hecho daño a nadie. Al parecer, sus ojos no nos perciben. Probablemente, ni siquiera saben que estamos allí, y los simples intentos de Vanleo para comunicar, fallaron. El…
—Si un gigante ciego bien intencionado se te cae encima —dijo ella— te aplasta igual.
Reginri bufó despectivamente.
—El Drongheda mantiene el equilibrio sobre unas aletas ventrales. Así es como se mantiene derecho en los bancos de arena. Las ballenas no podían hacerlo, ni…
—¡No me escuchas! —le lanzó una mirada de exasperación.
—Te estoy contando lo que ocurrió.
—Sigue, entonces. No podemos quedarnos aquí mucho más tiempo.
El contempló las agrietadas paredes del cañón. Árboles frutales de color verde amarillento salpicaban las rocas. La neblina rosada se iba condensando y descendiendo lentamente por el fondo del cañón, oscureciendo los detalles. La vida aérea que coloreaba las nubes cubriría los árboles correosos y desencadenaría los lentos ritmos de la vida estacional. Parte de los perezosos e inevitables procesos de Persenuae, pensó.
—La niebla parece muy densa —reconoció.
Miró las cabañas de troncos, que eran las viviendas comunales. Se confundían con el fondo de tupidas hierbas.
—Dime —insistió ella.
—Bueno, yo…
—Me despiertas continuamente con tus pesadillas. Tengo derecho a saber. Esto ha cambiado nuestras vidas. Yo…
El suspiró. Iba a ser difícil.
—De acuerdo.
Vanleo le dio una palmada en la espalda a Reginri y los tres hombres se pusieron a trabajar. Cogieron un carrete de cable cada uno y comenzaron a caminar hacia atrás, llevándolos al agua. Reginri observaba cuidadosamente a los otros y les seguía, dejando que el cable se desenrollara suavemente. Estaba tan atento a su trabajo que apenas notó la envolvente humedad que se arremolinaba alrededor de él. El portaoxígeno era un peso muerto en su espalda, pero una vez que el agua le llegó a la cintura, resultó más fácil maniobrar, y pudo concentrarse en algo que no fuera conservar el equilibrio.
El fondo del mar era claro y suave, entreverado de filamentos metálicos como de plata opaca. No eran de metal, sin embargo; era un planeta curiosamente escaso en elementos pesados. Puede que ésa fuera la razón de que la vida terrestre jamás hubiera arraigado aquí, y las islas-continentes que salpicaban el océano eran tristes y polvorientos desiertos. Más probablemente, el hecho de que este helado mundo fuese pequeño y alejado del sol lo convertía en un lugar demasiado hostil para la vida terrestre. En Persenuae, que estaba más próximo, en la dirección de Zeta, prosperaban tanto las especies indígenas como las importadas, pero este mundo sólo tenía criaturas marinas. Un curioso planeta, éste; un punto de encuentro teórico en algún lugar entre los clásicos sistemas de la Tierra y de Marte. Lo bastante grande para tener volcanes, y por lo tanto, océanos, pero con un aire irrespirable extrañamente alto en dióxido de carbono y bajo en oxígeno. Quizás la rueda de la evolución no había dado suficientes vueltas aquí, y algún día, los pequeños peces —o incluso el propio Drongheda— evolucionarían tierras adentro.
Pero puede que el Drongheda estuviera evolucionando ya en inteligencia, pensó Reginri. Estas criaturas parecían satisfechas con nadar en el océano, tejiendo problemas cristalino-matemáticos para su propio placer. Y por algún motivo habían respondido la primera vez que Vanleo les puso un sensor electrónico en un nexo nervioso. Las criaturas difundieron extensos dominios de arte matemático que tuvieron a miles de humanos trabajando para descifrarlos, para explorar un tapiz de fríos teoremas y referentes entrelazados; buscando los rápidos axiomas que conducen a nuevos caminos, los silenciosos lagos de geometría y las intrincadas pirámides de líneas y ángulos, acotando una selva de números.
—¡Cuidado! —gritó Sasuke.
Reginri se afirmó y la ola rompió sobre él, salpicando su visor de espuma verde.
—Aquí hay resaca —avisó Vanleo—. Disminuirá pronto.
Reginri se mantuvo firme contra la resaca, con las rodillas flojas y flexibles para conservar el equilibrio. Bajo sus botas sintió el resbalar de la arena sobre la roca pulida. El carrete de cable estaba casi desenrollado.
Se volvió para maniobrar y, repentinamente, a un lado, vio un inmenso muro marrón. Se elevaba muy por encima de las grises olas que batían contra su base. Reginri sintió un agobio en el pecho al contemplar al Drongheda.
Su costado estaba delicadamente jaspeado en oro y verde. Las branquias dorsales eran como negras cuchilladas que se curvaban hacia el costado, formando profundas hendiduras aceitosas.
Reginri se puso el carrete de cable bajo el brazo y, temerosamente, tendió la mano para tocarlo. Lo empujó varias veces como prueba. Cedía ligeramente, con una blanda resistencia de goma.
—¡Cuidado con la cola! —gritó Vanleo.
Al volverse, Reginri vio una larga aleta negra emerger del agua a cincuenta metros. Rozó la superficie lánguidamente, con un ruido audible a través del casco, y luego se sumergió.
—Se está acomodando —dijo Vanleo para tranquilizarle—. A veces lo hacen.
Reginri miró ceñudo el punto donde había emergido la cola. Profundas corrientes ascendían hasta la superficie y rizaban el agua.
—Trae tu cable hacia aquí —dijo Sasuke—. He clavado el asta de amarre.
Reginri soltó el resto del carrete y aún le quedaba algo cuando llegó hasta Sasuke. Vanleo sostenía un largo tubo en posición vertical dentro del agua. Apretó un gatillo y Reginri pudo oír a través de sus auriculares un sonido ahogado. Comprendió que Vanleo estaba disparando clavijas a las rocas del fondo para sujetar con ellas los cables y los conectores. Sasuke tendió las manos y Reginri le dio el carrete de cable.
Era más fácil sostenerse aquí; el Drongheda les protegía de la mayoría de las olas y la resaca había disminuido. Durante un rato Reginri no tuvo nada que hacer, excepto observar cómo los dos hombres fijaban las conexiones y montaban los hilos del descohesor. Finalmente, Sasuke le hizo señas de que se diera la vuelta, y cuando se volvió de espaldas, le sujetaron los cables a la mochila.
Reginri observó nerviosamente al Drongheda por si daba señales de movimiento, pero no vio nada. Las estrías ventrales formaban un complicado dibujo en el costado, y pasaron varios segundos antes de que se le ocurriera mirar hacia arriba para encontrar la cavidad. Era un agujero bordeado de rojo, más oscuro que el marrón moteado que lo rodeaba. Las estrías ventrales trazaban una hélice alrededor de la cavidad y luego se arqueaban descendiendo hacia una mancha curiosamente veteada, del mismo tamaño, más o menos, que la cavidad.
—¿Qué es eso? —preguntó Reginri, señalando la mancha.
—No sé —dijo Vanleo—. Parece más blando que el resto del cuerpo, pero no es un orificio. Todos los Drongheda la tienen.
—Parece un verdugón o algo así.
—Umm —murmuró Vanleo, distraído—. Será mejor que te alcemos dentro de un minuto. Yo voy a pasar al otro lado. Hay otra cavidad, un poco más arriba respecto a la línea de flotación. Yo entraré por ésa.
—¿Cómo subo?
—Con trepadores —murmuró Sasuke—. Aquí hay poca profundidad.
Tardaron varios minutos en fijar los trepadores a las botas de Reginri. Se apoyó contra el Drongheda y trató de prepararse mentalmente para lo que le esperaba. El mar le abrazaba, lamiendo su traje-funda. Sintió un estremecimiento de expectación.
—Arriba —dijo Sasuke—. Arrodíllate en mis hombros y asegúrate de que los trepadores están bien clavados antes de apoyarte en ellos. Una vez dentro, haz lo que te digamos y todo irá bien.

IV
Vanleo le sujetó mientras él se subía a la espalda de Sasuke. Pasaron algunos momentos antes de que Reginri lograra clavar los trepadores en el duro y rugoso costado.
Agradeció la escasa gravedad. Se izó fácilmente, en cuanto aprendió el truco, y sólo tardó unos minutos en trepar los diez metros que le separaban del borde de la cavidad. Allí, se detuvo a descansar.
—No ha sido tan difícil como pensaba —comentó.
—Buen chico —Vanleo le saludó desde abajo—. Mantente sereno y estarás bien. Te daremos una señal por la línea de comunicación cuando debas salir. Esta vez no será más de una hora, probablemente.
Reginri se balanceó en la boca del orificio y respiró hondo varias veces, saboreando el aire aceitoso. A lo lejos, las olas grises rompían en la orilla. El Drongheda se elevaba como una burbuja sobre el rizado mar. Un banco de niebla descendía sobre la costa. En él flotaba una forma borrosa. Reginri entrecerró los ojos para ver mejor, pero la niebla difuminaba los contornos del objeto y lo hacía ondular. ¿Otro Drogheda? Miró de nuevo, pero la forma desapareció entre la blanca niebla.
—Date prisa —dijo Sasuke desde abajo—.
No nos moveremos de aquí hasta que estés dentro.
Reginri se inclinó sobre el carnoso reborde y tiró de los oscuros pliegues que bordeaban la cavidad. Advirtió que había unos finos hilos brillantes todo alrededor de la entrada. ¿Una boca? ¿Un ano? Vanleo había dicho que no; los científicos que vinieron a estudiar a los Drongheda habían trazado su aparato digestivo de forma aproximada. Pero no tenían ni idea de cuál era la función del orificio. Fue precisamente para descubrir esto por lo que Vanleo entró en uno la primera vez. Ahora la teoría de Vanleo era que el orificio constituía el medio de comunicación de los Drongheda, ya que, de lo contrario, ¿por qué estaban los centros nerviosos tan cerca de la superficie? Quizá en las profundidades del lóbrego océano, los Drongheda se hablaban por medio de estos orificios, en vez de cantar, como las ballenas. Los hombres no habían captado señales bioacústicas en los bancos de Dronghedas que habían observado, pero esto no significaba mucho.
Reginri se impulsó hacia dentro a través del iris de esponjosa carne, e inmediatamente se vio envuelto en la oscuridad. La luz de su traje se encendió. Se hallaba en una funda de carne con unos dos palmos de espacio a cada lado. El túnel bostezaba ante él, absorbiendo la débil luz. Encogió las rodillas y se empujó hacia arriba por la ligera pendiente.
—El equipo electrónico informa que el contacto con las líneas de tu descohesor es bueno. ¿Esta comunicación te llega bien? —la voz de Sasuke sonó alta y aguda en el oído de Reginri.
—Parece que sí. Esto es condenadamente estrecho.
—A veces es más pequeño cerca de la abertura —intervino Vanleo—. No tendrás que trepar mucho… la mayoría de los orificios quedan bastante horizontales cuando el Drongheda está en esta posición.
—Es tan justo que va a ser difícil arrastrarse cuesta arriba —dijo Reginri, con cierta vacilación en la voz.
—No te preocupes por eso. Sigue avanzando y busca los puntos nerviosos —Vanleo hizo una pausa—. Saca los contactos de tus descohesores, ¿quieres? Acabo de recibir una llamada de los técnicos; quieren comprobar las conexiones.
—Sí —Reginri palpó en su vientre—. No encuentro…
—Están ahí mismo, exactamente como en el entrenamiento —dijo Sasuke, cortante—. Despréndelos.
—Ah, sí —Reginri tanteó torpemente duran, te un momento hasta que encontró los dos cilindros metálicos. Los soltó del traje y encajó uno en otro—. Ya.
—Vale, vale, reciben el rastro —dijo Vanleo—. Parece que todo está listo.
—Ya era hora —dijo Sasuke—. Vamos allá.
—Vamos a pasar al otro lado. Si ves algo, comunícanoslo —Reginri oyó que la respiración de Vanleo se hacía más rápida—. Cómo tira esta corriente. Ah, ahí está la otra cavidad.
Los dos hombres siguieron hablando mientras ponían el equipo de Vanleo en condiciones. Reginri prestó atención a lo que le rodeaba y reptó cuesta arriba, gruñendo. Mantuvo un esfuerzo constante, impulsándose contra la materia pulposa. Aquí y allá había pliegues escamosos que le servían de asideros. Las membranas como de cera no reflejaban la luz de su traje. Hincaba los talones y se impelía, resbalando a veces en unas manchas de líquido rosado que se acumulaba en las paredes del túnel.
Al principio el túnel se ensanchaba ligeramente, facilitándole el paso. Avanzó bastante, adquiriendo un ritmo regular de impulso. Rodeó un enorme músculo azulado veteado de líneas naranja.
Incluso a través del traje percibía un calor palpitante. La temperatura interna del Drongheda era quince grados inferior a la del cuerpo humano, a pesar de lo cual le penetraba un calor opresivo.
Más adelante había una cosa negra. Tendió las manos y tocó algo como de goma que parecía bloquear el orificio. La luz del traje reveló una barrera de un rosa lechoso. Se abrió paso reptando y palpó los bordes de la masa. A la derecha había una abertura más pequeña. Se dio la vuelta, flexionó las piernas y se introdujo por el nuevo camino. Vanleo le había dicho que era posible que el túnel cambiara de dirección, y eso significaba que, probablemente, se estaba acercando a un nexo. Reginri esperaba que así fuera.

V
—¿Todo bien? —la voz de Vanleo le llegó distante.
—Creo que sí —jadeó Reginri—. Estoy en el borde. Voy a entrar ahora.
Oía los sonidos ahogados de un hombre trabajando, pero los bloqueó mentalmente para concentrarse en lo que estaba haciendo.
Aquí las paredes relucían con un lustre de carne podrida. Sus dedos resbalaban en la superficie. Se retorció y logró avanzar unos centímetros. Flexión, impulso, flexión, impulso, se marcó este ritmo y se relajó, adelantando un poco. La textura de las paredes se hizo más áspera y ello facilitó su avance. Cada pocos segundos comprobaba los hilos de la comunicación y de los descohesores que arrastraba tras de sí, desenroscándose de los carretes que llevaba en los costados.
Oía a Sasuke farfullando para sí, pero no podía concentrarse en nada que no fueran las paredes de cera que le rodeaban. El paso se estrechó de nuevo, y más adelante vio otra vez pliegues escamosos. Pero éstos eran distintos, cubiertos de un pálido polvo brillante.
Reginri sintió que su corazón latía más rápido. Se impelió hacia delante y tendió una mano para tocar los profundos pliegues. La delicada escarcha brillaba bajo la luz. Aquí la carne era vidriosa, y muy dentro de ella se veía una complicada red de venas y arterias, entreverada de hilos plateados.
Tenía que ser un nexo; las fotos que le habían enseñado eran muy parecidas a esto. No estaba en una pequeña bolsa como le había dicho Vanleo, pero eso no importaba. El propio Vanleo había comentado que no parecía existir una forma sistemática en la distribución de los nódulos. De hecho, al parecer, cambiaban de posición dentro de la cavidad, de tal modo que un equipo que volvía unos días después no podía encontrar los nódulos que había localizado antes.
Reginri experimentó una creciente emoción. Cuidadosamente, oprimió los elementos electrónicos fijados a su cintura. Un suave zumbido le aseguró que todo estaba en orden. Dio una breve descripción de su hallazgo a través del micrófono de su traje, y Vanleo respondió con monosílabos. El otro hombre parecía estar atareado con otra cosa, pero Reginri estaba demasiado preocupado para preguntarse de qué se trataría. Desenchufó los cilindros de los descohesores y los levantó, hincando los codos en las membranas que le rodeaban. Las agujas brillaron suavemente a la luz cuando él los volvió para examinarlos. Todo estaba bien.
Avanzó un poco y encontró el lugar donde el escarchado parecía más denso. Con cuidado, sujetándolas con las dos manos, clavó primero una aguja y luego la otra en la carne. Esta se arrugó alrededor de las agujas.
Habló rápidamente en el micrófono para preguntar si las señales llegaban bien. Hubo una respuesta afirmativa, algo de charla de los técnicos que estaban en las dunas, y luego la línea quedó muda.
Por los cables de los descohesores fluían las señales que habían venido a buscar. Largos años de experimentos habían establecido (en la medida en que los hombres sabían) los códigos de reconocimiento que los técnicos empleaban para indicar a los Drongheda que habían vuelto. Ahora, si el Drongheda respondía, transmitiría pulsaciones eléctricas por los cables hasta los instrumentos de grabación que había en la playa.
Reginri se relajó. Había hecho todo lo que podía. El resto dependía de los técnicos, de la electrónica, de la transferencia de información en microsegundos entre las máquinas y el Drongheda. En algún sitio, encima o debajo de él, había una cola, aletas ventrales, entrañas, una boca de ballena por la que habrían pasado un billón de pececillos vivos, todo lo cual era parte de esta vasta cosa. Y en algún punto, bajo capas de grasa y entre enormes órganos, existía una mente.
Reginri se preguntó cómo habría sucedido esto. Nadando en las profundas corrientes sombrías, de alguna manera, la naturaleza había evolucionado hasta esta criatura que sabía álgebra, cálculo, métricas de Reimann, sutilezas de Tchevychef… todo ello como parte de sí misma, como una delicada pieza del lenguaje que compartía con el hombre.
Reginri sintió un repentino impulso. Había un dispositivo de emergencia sujeto a su cintura, para utilizarlo en caso de que los hilos de los descohesores se enredaran o se produjeran cortocircuitos. Se retorció hasta quedar de espaldas y buscó el dispositivo. Con una mano sostenía las agujas clavadas en la carne; con la otra extrajo la delgada y plana cuña de plástico y metal que necesitaba. De ella brotaban diminutos alambres. Se apoyó contra las paredes del túnel y fijó los alambres a las hendiduras de emergencia de los descohesores. Todo parecía en orden; se dio la vuelta y palpó la parte de atrás de su casco para buscar los cables de emergencia. Uniendo los distintos hilos, podía captar directamente una pequeña fracción de la emisión del Drongheda.
Esto no interferiría la transferencia directa. Quizá ni siquiera se enterarían de que lo había hecho los hombres que estaban en las dunas.
Estableció la conexión. Justo antes de pasar la línea de comunicación de su traje al cable de emergencia, le pareció notar un leve balanceo debajo de él. El movimiento pasó. Cambió la posición del interruptor. Y sintió:
—Una luz restallante que le atravesaba, tamborileando un ritmo staccato de verde chispeante.
—Líneas retorcidas que se entrelazaban formando perspectivas, triángulos curvados en extraños envolventes, enroscándose hasta adquirir nuevas formas silenciosas.
—Un encaje de sonido agudo, vibrando en bordes de geométrica llanura.
—Densa y rica espuma que batía contra desgastadas torres pétreas, girando con precisión bajo un sol naranja elipsoidal.
—Luces en miniatura que gemían y se alargaban suavemente, curvándose en una humedad que se convertía en gotitas sobre una matriz de alambres cobrizos.
—Un entramado de pegajosas hebras que le levantaba.
—Una corriente que brotaba.
—Hacia arriba, hacia la luz acuosa.
Reginri tiró del cable, arrancándolo del agujero. Alzó una mano temblorosa para taparse la cara y tropezó con el casco. Jadeaba.
Cerró los ojos y por un largo instante no pensó en nada, dejó que su mente vagase, permitiéndose huir de la experiencia.
En aquello había matemáticas, y mucho más que eso. Rombos, agudas intersecciones en dimensiones veladas, retorcidas esculturas de muchas facetas, perspectivas ondulantes, poliedros de fuego resplandeciente.
Pero mucho más… se hubiera ahogado en ello.
No hubo interrupción en la charla que le llegaba por los auriculares. Al parecer, los hombres del equipo electrónico no habían notado la intercepción. Respiró profundamente y renovó la presión sobre las agujas de los descohesores. Cerró los ojos y descansó durante un rato. La experiencia le había trastornado por un breve instante. Pero ahora podía volver a respirar con facilidad. Su corazón había dejado de golpear alocadamente en su pecho. El torrente de imágenes empezaba a retirarse. Su mente había estado llena, sobrecargada de algo que no podía penetrar.
Se preguntó cuánto captaban en realidad los aparatos electrónicos. Quizá, al transferir todo esto a una fría memoria férrica, el impacto emocional se perdía. No era sorprendente que el único elemento que los hombres podían descifrar fuese las matemáticas. Los cálculos, las líneas y las curvas, el suave brillo de la geometría… eran abstracciones, cosas que podían ser comunes a cualquier mente lógica. No era de extrañar que el Drongheda enviase principalmente matemáticas por este conducto nervioso; era lo único que los hombres podían entender.
Después de un rato, a Reginri se le ocurrió pensar que quizá era eso lo que quería Vanleo. Puede que interceptara las líneas. Puede que el hombre buscara esta experiencia; ciertamente tenía una intensidad sin comparación con la de las drogas o con el débil toque electrónico de los sensores. ¿Era Vanleo un adicto? ¿Por qué, si no, arriesgarse al fracaso? ¿Por qué rechazar la toma automática y arrastrarse hasta aquí… especialmente teniendo en cuenta que las condiciones adecuadas se daban tan rara vez?
Pero no tenía sentido. Si Vanleo poseía grabaciones de Dronghedas, hubiera podido pasarlas siempre que lo deseara. Por lo tanto… quizá el hombre estaba fascinado por las propias criaturas, no sólo por las matemáticas. Quizá era el reto de entrar, la sensación de estar dentro, lo que atraía a Vanleo.
Grotesco, sí…, pero podía ser eso.

VI
 
Percibió un temblor. Las agujas vibraron en su mano.
—Eh —gritó en el tubo que se curvaba bajo su cuerpo—. Aquí pasa algo. No…
En mitad de la frase la línea de comunicación se quedó muerta. Automáticamente, Reginri cambió a la de emergencia, pero tampoco obtuvo ninguna señal. Miró las líneas de los descohesores. El punto rojo iluminado en sus extremos se había apagado; no recibían energía.
Se dio la vuelta y miró hacia sus pies. Todos los cables se perdían en la oscuridad, aparentemente intactos. Si había algún fallo en las líneas, estaría más lejos.
Reginri volvió a sujetar las cabezas de los descohesores a su traje. Al hacerlo, la carne que le rodeaba rezumó lánguidamente, contrayéndose. Se produjo una creciente sensación de movimiento, un giro.
—¡Diablos! Sacadme…
Recordó que la línea estaba muerta y apretó los labios.
Tendría que salir de allí por sus propios medios.
Clavó los talones e intentó impulsarse hacia atrás. Un bulto escamoso le oprimió un costado. Empujó más fuerte y se liberó, deslizándose unos pocos centímetros. El paso parecía inclinarse ligeramente hacia abajo. Extendió las manos para empujar y vio que algo húmedo corría por sus dedos. El viscoso fluido que llenaba la masa de la cavidad escurría hacia él. Reginri se impelió enérgicamente hacia atrás, encontrando mejor agarre en el suelo pulposo. Trabajó sin descanso y logró algún avance. Comenzó una larga y lenta ondulación y las paredes le oprimieron. Sintió que algo le estrujaba las piernas, luego la cintura, el pecho y la cabeza. La opresión tenía un ritmo lento y seguro.
Respiraba más rápido y notó un olor acre. Solamente oía su propia respiración, amplificada por el casco.
Retrocedió retorciéndose. Su bota chocó con algo y notó el suave borde de una vuelta en el conducto. La recordaba, pero el ángulo parecía distinto. El Drongheda debía de estar removiéndose, alterando el trazado de la cavidad.
Metió los pies en el nuevo conducto y rápidamente resbaló por él.
Este paso era más fácil; se deslizó hacia abajo por las resbaladizas paredes y sintió una oleada de alivio. Más allá, si el túnel se ensanchaba, quizá podría cambiar la dirección de su cuerpo para avanzar de cara.
Su pie tocó algo que resistía suavemente. Palpó con ambas botas, apoyando su peso gradualmente. Aquello parecía tener una superficie áspera, pedregosa. Con cuidado siguió su contorno contra las paredes del agujero hasta que se convenció de que no había ninguna abertura.
El paso estaba bloqueado.
Su mente se disparó. El aire adquirió un peso propio, denso y agrio dentro del casco. Golpeó con las botas, esperando romper lo que fuese. La superficie permaneció firme.
Reginri sintió que su mente se quedaba en blanco. Estaba atrapado. La línea de comunicación no funcionaba, probablemente cortada por aquello que había a sus pies.
Notó que las paredes se contraían y dilataban, como una inmensa mano que le estrujara hasta matarle. Los lados de la cavidad estaban a pocos centímetros de su casco. Un lento estremecimiento recorrió la membrana, revelando cuerdas de grasa amarilla bajo la superficie.
—¡Quiero salir!
Reginri empezó a dar patadas, enloquecido. Golpeó las viscosas paredes, usando los codos y las rodillas para hacer palanca. La presión continuó envolviéndole.
—¡Salir, salir!
Reginri se puso a pegar puñetazos en la carne furiosamente. Se le nubló la vista. Pequeños puntos negros flotaban ante sus ojos. Golpeaba mecánicamente, con la respiración entrecortada. Gritaba pidiendo ayuda. Y supo que iba a morir.
La ira estalló dentro de él. Aporreaba la envolvente suavidad. La tensión que había en su interior iba en aumento, contrayendo sus labios en una mueca. Su casco se llenó de un sabor amargo. Gritó una y otra vez, golpeando al Drongheda y maldiciéndolo. Comenzaron a doler le los músculos.
Y poco a poco la ardiente rabia se consumió. Parpadeó para quitarse el sudor de los ojos. Su visión se aclaró. La ciega e inútil energía se agotó. Empezó nuevamente a pensar.
Sasuke. Vanleo. Cabrones de dos caras. Sabían que este trabajo era peligroso. El incidente de la playa había sido una farsa. Cuando él mostró sus dudas le habían amenazado y asustado inmediatamente. Los más probable es que hubieran hecho lo mismo anteriormente con otros hombres. Todo estaba planeado.
Inspiró larga y lentamente, y miró hacia arriba. Encima de él, en el oscuro túnel, se balanceaban los cables de los descohesores y de la comunicación.
Un conjunto de hilos.
Ascendían por la pendiente que él acababa de recorrer.
Tardó un momento en darse cuenta del hecho. Si él había estado retrocediendo, los cables deberían estar enredados detrás de él.
Empujando las viscosas paredes, logró mirar hacia abajo. No había cables junto a sus piernas.
Eso quería decir que los hilos no pasaban a través de lo que le bloqueaba el camino. No, sólo venían de arriba. Lo cual significaba que había seguido un conducto lateral. Por el motivo que fuera, se había abierto un agujero en un lado de la cavidad y él se había metido por allí ciegamente.
Reunió fuerzas y se impulsó hacia arriba, luchando por ganar terreno. Avanzó trabajosamente por la pendiente, clavando las punías de las botas. Otro largo estremecimiento recorrió el tubo. La fuerza de la gravedad tiraba de él hacia abajo, pero, lentamente, consiguió algún progreso. El sudor le entraba en los ojos.
Después de unos minutos, sus manos encontraron el borde del recodo y rápidamente se izó al túnel horizontal.
Encontró una maraña de cables y tiró de ellos. Cedieron con una ligera resistencia. Este era el camino de salida, no había duda. Empezó a reptar hacia adelante y, de repente, el mundo se inclinó, y se estiró y le levantó. Luego, le dejó caer.
Se estrelló contra la pared y se le cortó el aliento. El tubo onduló de nuevo, alzándose frente a él y bajando por detrás. Se aferró con ambas manos y se sostuvo. La cavidad se arqueaba, se retorcía y le estrujaba. La carne esponjosa le oprimía la cabeza y contuvo la respiración involuntariamente. Su visor estaba aplastado contra ella y el mundo se convirtió en una masa amoratada entreverada de finas venas y de un encaje de grasa.
Muy lentamente la presión disminuyó. Sintió un dolor sordo en el costado. Había un ligero temblor debajo de él. Tan pronto como tuvo espacio para maniobrar, se arrastró con apremio, impulsándose con las piernas. Los hilos le conducían hacia delante.
El paso se ensanchaba y aumentó la velocidad. Mantuvo un ritmo constante de manos que agarraban, codos que empujaban y rodillas y pies que impelían. La masa que le rodeaba parecía contribuir a expulsarle, dándole impulso, escupiéndole. Esa era la impresión, ya que el tubo se cerraba detrás y se abría frente a él.
Volvió a probar el micrófono del casco, pero seguía inerte. Creyó reconocer un enorme músculo azulado que, a la entrada, había estado a un lado. Ahora formaba un bulto en el suelo. Lo remontó y continuó.
Estaba tan concentrado en el movimiento y el esfuerzo que no reconoció el final. De repente, las paredes convergieron de nuevo y él miró alrededor, buscando frenéticamente otra salida. No la había. Entonces advirtió los anillos de cartílago y los tendones. Empujó la nudosa superficie. Cedió, y luego se rebajó aún más. Se lanzó hacia adelante, y bruscamente se encontró con medio cuerpo fuera, suspendido sobre las revueltas aguas.

VII
El musculado iris le sujetaba suavemente por la cintura. Jadeante, se detuvo a descansar.
Frunció los ojos para mirar al misericordioso sol. A su alrededor se extendía un mundo de silencioso movimiento fuertemente iluminado. Las corrientes se arremolinaban unos metros más abajo. Sentía la mole marrón del Drongheda moverse despacio. Se volvió para ver…
El Drongheda se estaba dividiendo en dos.
Pero no, no…
El bulto era otro Drongheda que se movía muy cerca. Al mismo tiempo, otra cosa llamó su atención. Abajo, Vanleo avanzaba con dificultad por las oscuras aguas, agitando los brazos. Una pálida niebla envolvía el mar.
Reginri se izó hasta el estrecho borde que rodeaba el orificio. Se aferró a él y bajó por el cuerpo del lado del agua. Con los brazos extendidos, se soltó y cayó al mar. Conservó el equilibrio y caminó torpemente sobre unas piernas de algodón.
Vanleo le tendió una mano para que se apoyara. Le señalaba la parte de atrás de su casco. Reginri frunció el ceño, desconcertado, y luego comprendió que le estaba indicando el cable de comunicación de emergencia. Desenrolló su propio cable y lo enchufó en el traje de Vanleo.
—…suerte increíble. Creí que no te volvería a ver. Pero es fantástico, ven a verlo.
—¿Qué? Yo…
—Ahora lo entiendo. Ya sé para qué están aquí. No es sólo comunicación, creo que no, aunque también es eso, en parte. Han…
—Deja de balbucear. ¿Qué ha sucedido?
—Entré —dijo Vanleo, recobrando el aliento—. O empecé a entrar. No nos dimos cuenta de que había emergido otro Drongheda, que estaba entrando en los bancos de arena.
—Lo he visto. No creí que…
—Subí al segundo orificio antes de verlo. Estaba demasiado ocupado con los cables, ya sabes. Tú estabas obteniendo buenas señales y yo quería…
—Venga, vámonos.
Las vastas moles junto a ellos se movían.
—No, no, ven a ver. Creo que mi suposición es correcta; estos bancos son un refugio natural para ellos. Si tienen enemigos en el mar, peces grandes o lo que sea, sus enemigos no pueden seguirlos hasta los bajíos. Así que vienen aquí, para aparearse y para comunicarse. Deben de estar terriblemente solos, si no pueden hablarse en el océano. Por lo tanto, tienen que venir aquí para hacerlo. Yo…
Reginri observó al hombre y le vio poseído por sus visiones interiores. El condenado idiota amaba a estas bestias, le importaban mucho, había dedicado toda su vida a ellas y a sus malditas matemáticas.
—¿Dónde está Sasuke?
—…y es todo tan natural. Quiero decir, los humanos se comunican y hacen el amor, pero son dos actos separados. No se funden. Pero
los Drongheda lo tienen todo. Son como, como…
El hombre tiró de Reginri, conduciéndole al otro lado del Drongheda. Dos inmensos y bruñidos costados se elevaban del mar en sombras. Zeta se estaba poniendo y, en contraluz, Reginri pudo ver un largo y diestro tentáculo ondulando en el aire. Salía de las manchas moteadas, como verdugones, que él había notado antes.
—Se extienden desde esos puntos, ves. Son sus sensores, lo que usan para completar el contacto. Y… no puedo probarlo, pero estoy seguro… es entonces cuando se pasan el material genético. El período de apareamiento. Al mismo tiempo, intercambian información, conversan. Eso es lo que captamos con los descohesores, el conocimiento almacenado que se transmiten. Ellos creen que somos uno de los suyos, debe de ser eso. No lo comprendo del todo, pero…
¿Dónde está Sasuke?
—…pero el primero, en el que tú estabas, advirtió la diferencia en cuanto se acercó el segundo. Se aproximaron y el segundo extendió ese tentáculo. Entonces…
Reginri sacudió al otro hombre violentamente.
—¡Cállate! Sasuke…
Vanleo se detuvo, aturdido, y miró a Reginri.
—Te lo estoy diciendo. Es un gran descubrimiento, es el primer paso de verdad que hemos dado en este campo. Comprenderemos muchísimo más cuando esto se investigue a fondo.
Reginri le golpeó en el hombro.
Vanleo se tambaleó. La mirada vidriosa y
fija desapareció de sus ojos. Inició el gesto de alzar los brazos.
Reginri aplastó su puño enguantado contra el visor de Vanleo. Este cayó hacia atrás. El océano se lo tragó. Reginri retrocedió un paso, parpadeando.
El casco de Vanleo reapareció. Luchó por ponerse de pie. Una ola le cubrió. Tambaleándose, se volvió y vio a Reginri.
Reginri avanzó hacia él.
—No. No —dijo Vanleo débilmente.
—Si no me dices…
—Sí, voy… —jadeó Vanleo, sosteniéndose con las manos en las rodillas.
—No había tiempo. El segundo Drongheda se nos acercó tan… tan rápido.
—¿Y?
—Yo estaba a punto de entrar. Cuando vi al segundo aproximarse, la única vez en treinta años, sabes, comprendí que era importante. Descendí para observarlos. Pero necesitábamos los datos; así que Sasuke entró en mi lugar. Con los descohesores.
Vanleo jadeaba. Su cara tenía el color de la ceniza.
—Cuando el tentáculo penetró, llenó el orificio totalmente. No quedó el menor espacio. Sasuke… estaba allí. Dentro.
Reginri se quedó inmóvil, atontado. Una ola se arremolinó a su alrededor y resbaló. El agua le derribó. Aturdido, se puso de pie sobre las escurridizas rocas y echó a andar ciegamente hacia la sombría playa, hacia la humanidad. El océano batía a su alrededor, incesante, interminable.

VIII
Belej permanecía quieta, sin pensar en el frío.
—Dios mío —dijo.
—Eso fue todo —murmuró él.
Tenía la mirada fija en el cañón. Los rayos oblicuos de Zeta Retículi atravesaban las capas de niebla rojiza. Las ardillas aéreas cruzaban las sombras cambiantes.
—Está loco —dijo Belej simplemente—. Ese Leo está loco.
—Bueno… —empezó a decir Reginri.
Se inclinó rápidamente y se levantó. Remolinos de nubes rojizas subían por la pared del cañón hacia ellos. El los señaló.
—Está llegando más de prisa de lo que pensé… —Tosió—. Más vale que nos vayamos a casa.
Belej asintió y se puso de pie. Se sacudió de las piernas las retorcidas hierbas marrones y se volvió a él.
—Ahora que me lo has contado —dijo suavemente— creo que debes apartarlo de tu mente.
—Es difícil. Yo…
—Lo sé. Lo sé. Pero puedes alejarlo de ti, olvidar lo sucedido. Es lo mejor.
—Bueno, quizá.
—Créeme. Has cambiado desde que te ocurrió eso. Yo lo noto.
—Notas ¿qué?
—A ti. Que estás distinto. Noto que hay una barrera entre nosotros.
—No sé —dijo él lentamente.
Ella puso una mano en el brazo de él y se le acercó más, en un gesto familiar. El se quedó contemplando la niebla rojiza que se iba tragando los precisos contornos de las rocas del fondo.
—Quiero que desaparezca esa barrera. Hiciste tu contribución, te ganaste la paga. Ahora esa maldita gente entiende a los Drongheda…
El lanzó una risa áspera.
—Nunca comprenderemos a los Drongheda. Lo que captamos en esos circuitos nerviosos es sólo un reflejo de lo que buscamos. De lo que somos. No podemos percibir algo totalmente ajeno.
—Pero…
—Vanleo veía matemáticas porque era eso lo que esperaba encontrar. Yo también, al principio. Luego…
Se calló. Una súbita brisa le hizo estremecerse. Apretó los puños. Apresado. Apresado.
¿Cómo podía explicárselo? Se despertaba por la noche, sudando, enredado en las sábanas, murmurando incoherencias…, pero no eran pesadillas, no exactamente.
Algo diferente. Algo intermedio.
—Olvida esas cosas —dijo Belej, con tono tranquilizador.
Reginri inclinó la cabeza hacia ella y percibió su dulce perfume, el seco y crujiente aroma de su pelo. Siempre le había encantado.
Ella le miró con el ceño fruncido. Su atenta mirada pasó de la boca a los ojos de él, tratando de leer su expresión.
—Recordarlo sólo servirá para perturbarte. Yo… lamento haberte pedido que me lo contaras. Pero piensa que —le cogió ambas manos entre las suyas— nunca volverás allí. No puede…
Algo hizo que él mirara detrás de ella. A la niebla creciente.
E inmediatamente sintió que el abismo oculto se abría a sus pies. Arrastrándole a su interior. Elevándole hacia una densa espuma roja que baña contra gastadas torres graníticas
un sol elipsoidal girando silenciosamente sobre un planeta plateado, ondulante
luz acuosa
hebras pegajosas, una matriz de finos hi los de cobre envolviéndole cálidamente
pulido brillo de poliedros encajados unos en otros, masa sobre masa
suaves bandas de humedad jugando levemente sobre su piel acolchada
una luz hiriente le atraviesa, da a sus huesos una tenue resonancia
oprimiendo
enroscándose

Llamando. Llamándole.
Cuando el momento pasó, Reginri parpadeó y sintió un escozor salado en los ojos El tirón era más fuerte cada día, las imágenes incandescentes, más precisas. Esto debía ser lo que sentía Vanleo, estaba seguro. Ahora le venían incluso durante el día. Una y otra vez, la granulada textura alterándose con el tiempo…
Tendió los brazos y rodeó a Belej.
—Pero tengo que hacerlo —dijo en un ronco murmullo—. Vanleo me llamó hoy. El… Me marcho. Voy a volver.
La oyó aspirar de golpe, y notó que se ponía rígida entre sus brazos.
Su atención fue atraída por la rojiza niebla.
Ya cubría medio mundo y continuaba avanzando.
Había en ella algo ominoso y, a la vez, algo invitador. Observó cómo se tragaba los árboles cercanos. La estudió atentamente, calculando la distancia. La mágica presencia ya estaba muy próxima. Pero él estaba seguro de que todo iría bien.