Connie Willis, Relato

Servicio de vigilancia – Connie Willis

«La Historia ha triunfado sobre el tiempo, el cual
desea que al final la eternidad sea vencedora.»
Sir Walter Raleigh

20 de septiembre. Naturalmente, lo primero que busqué fue la lápida al servicio de vigilancia. Y, naturalmente, aún no estaba allí. No se erigió hasta 1951, acompañando el evento con un discurso del reverendísimo decano

Walter Matthews, y ahora estoy en 1940. Lo sabía perfectamente. Fue ayer cuando vine a verla con la extraña noción de que visitar la escena del crimen me ayudaría de algún modo. No fue así.

Lo único que ayudaría es un cursillo acelerado sobre el Blitz, que es como los ingleses llamaron al bombardeo de Londres, y un poco más de tiempo. Tampoco los he tenido.

—Viajar por el tiempo no es como tomar el metro, señor Bartholomew —dijo el estimado Dunworthy, parpadeando a través de esas antiguas gafas suyas—. O va al veinte o no va a ninguna parte.

—Pero no estoy preparado —le respondí—. Llevo cuatro años preparándome para viajar con san Pablo. No a San Pablo. No a la catedral de San Pablo. No puede esperar que esté listo para el Londres de la segunda guerra en sólo dos días.

—Sí —dijo—. Puedo. Fin de la conversación.

—¡Dos días! —le grité a Kivrin, mi compañera de cuarto—. Y todo por un maldito error de la computadora. Y el estimado Dunworthy ni siquiera pestañeó cuando se lo dije. «Viajar por el tiempo no es como tomar el metro, jovencito», es lo que me ha dicho.

«Le sugiero que se prepare. Saldrá pasado mañana.» Ese hombre es un incompetente.

—No —dijo ella—. No lo es. Es el mejor en su campo. Es el que escribió el libro sobre la catedral de San Pablo. Deberías escuchar con cuidado todo lo que te diga.

Había esperado que Kivrin mostrara, al menos, algo de comprensión. Prácticamente se puso histérica cuando le cambiaron las prácticas de la Inglaterra del siglo quince a la del catorce. ¿Cómo es posible que cualquiera de esos dos siglos permitiera una calificación adecuada para las prácticas? No podían proporcionar más de un cinco, incluso contando con las enfermedades contagiosas. El Blitz es un ocho, y, con mi suerte, la catedral será un diez.

—¿Crees que debería volver a ver a Dunworthy?

—Sí.

—¿Y luego qué? Sólo tengo dos días. No conozco la moneda, ni el idioma, ni la historia.

—Es un buen hombre —dijo Kivrin—. Será mejor que le escuches mientras puedas. La buena de Kivrin. Siempre ha sido perfecta para apoyarse en ella.

El buen hombre era el responsable de que estuviera aquí, mirándolo todo como el chico de pueblo que se supone soy, buscando una lápida que no está aquí. Gracias al buen hombre, estoy tan poco preparado para mis prácticas como le fue posible.

Apenas podía ver unos metros de iglesia. Veía una luz titilando débilmente en la distancia y un borrón blanco, más próximo, moviéndose hacia mí. Sería un sacristán, o puede que hasta el mismísimo decano. Saqué la carta de mi tío sacerdote de Gales, que se suponía iba a proporcionarme acceso al decano, y le di una palmada al bolsillo de atrás para asegurarme de no haber perdido la microficha del Diccionario Oxford de Inglés (DOI) (revisado, con suplementos históricos) que había escamoteado de la biblioteca. No podía sacarlo en medio de una conversación, pero, con suerte, me las arreglaría mediante el contexto para sortear el primer encuentro y más tarde buscaría las palabras que no conociese.

—¿Eres del Ayarpee? —dijo.

No era mayor que yo, una cabeza más bajo y mucho más delgado. De aspecto casi ascético. Me recordaba a Kivrin. No vestía ropas blancas, pero las sujetaba contra el pecho. En otras circunstancias habría pensado que llevaba una almohada. En otras circunstancias habría sabido de lo que me hablaba, pero no había tenido tiempo de desaprender latín mediterráneo y legislación judaica para aprender cockney y cómo comportarse bajo una incursión aérea. Tenía dos días, y el estimado Dunworthy sólo quería hablar de la sagrada carga de un historiador, en vez de decirme lo que era un Ayarpee.

—¿Lo eres? —volvió a preguntar.

Pensé en sacar el DOI de todos modos, basándome en que Gales estaba en el extranjero, pero no creo que hubiese microfilms en 1940. Ayarpee. Podía ser cualquier cosa, hasta una forma de llamar al servicio de vigilancia, en cuyo caso el responder negativamente no me dejaba en buen lugar.

—No —dije.

De pronto se lanzó hacia adelante y pasó por mi lado para mirar hacia las puertas abiertas.

—Maldición —dijo, volviéndose hacia mí—. ¿Dónde diablos se habrán metido, entonces? ¡Montón de zorras burguesas holgazanas!

Aplausos a lo de entender algo por el contexto.

Me miró más de cerca, con sospecha, como si pensara que sólo simulaba no ser del Ayarpee.

—La iglesia está cerrada —dijo por fin. Le mostré el sobre.

—Me llamo Bartholomew. ¿Está el decano Matthews?

Miró a la puerta un largo momento, como si las zorras burguesas holgazanas pudieran aparecer en cualquier momento, y quisiera atacarlas con el revoltillo blanco.

—Sígueme, por favor —dijo volviéndose hacia mí como si fuera un guía, y se sumergió en la oscuridad.

Me condujo hacia la izquierda, al ala sur de la nave. A Dios gracias que había memorizado la planta, o la extraña metáfora que implicaba mi situación de ese momento, conducido hacia la más absoluta oscuridad por un sacristán furioso, habría bastado para dar marcha atrás y volverme al bosque de St. John. Me ayudó saber dónde estaba. En ese momento debíamos pasar ante el número 26: el cuadro La Luz del Mundo de Hunt —Jesús con una lámpara—, pero estaba demasiado oscuro para verlo. Podríamos haber utilizado nosotros esa lámpara.

Se detuvo bruscamente delante de mí, aún furioso.

—No pedimos el maldito Savoy, sólo un par de catres; Nelson está muerto y está mejor que nosotros, al menos no tiene que preocuparse por la almohada. —Agitó el bulto blanco como si fuera una antorcha en la oscuridad. Al final resultó ser una almohada—. Los pedimos hace dos semanas, y todavía seguimos igual, durmiendo sobre los generales que la diñaron en Trafalgar porque esas zorras prefieren hacerle compañía a los tommies tomando té con pastas en el Victoria, y a nosotros que nos den morcilla.

No parecía esperar que respondiera a su estallido, lo cual me convenía, porque había comprendido una palabra de cada tres. Tropezó delante de mí, apartándose de la luz de un patético cirio de altar, y volvió a detenerse ante un agujero negro. Número veinticinco: escaleras que conducen a la Galería de los Susurros, a la cúpula y a la biblioteca (cerrada al público). Subimos la escalera, llegamos a un salón, nos detuvimos ante una puerta medieval y llamó a ella.

—Tengo que marcharme para seguir esperando —dijo—. Si no me ven son capaces de llevarlas a la abadía. ¿Quiere decirle al decano que vuelva a llamarlas? —dijo, bajando los escalones de piedra, sujetando aún la almohada contra el cuerpo como si fuera un escudo.

Había llamado a la puerta, pero ésta era de roble sólido, y resultaba obvio que el reverendísimo decano no lo había oído. Tendría que volver a llamar. Sí, bueno, y el hombre que sujeta una trazadora también tiene que acabar soltándola, pero el saber que todo terminará en un momento no hace que sea más sencillo gritar « ¡Ahora!». Así que permanecí inmóvil frente a la puerta, maldiciendo al departamento de historia, al estimado Dunworthy y a la computadora que cometió el error trayéndome aquí, ante esta puerta, provisto sólo de una carta de un tío ficticio, y de la que me fiaba tanto como de todo lo demás.

Hasta nuestra vieja y fiable Bodleian me había dejado de lado. El montón de documentación que solicité una y otra vez mediante Balliol y la terminal principal probablemente estará esperándome ahora en mi habitación, a un siglo de distancia. Y Kivrin, que ya había hecho las prácticas y que debió estar ansiosa por aconsejarme, se limitó a caminar silenciosamente como un santo cuando le supliqué que me ayudara.

—¿Fuiste a ver a Dunworthy?

—Sí. ¿Y quieres saber cuál fue la inapreciable información con que me obsequió? «El silencio y la humildad son las sagradas cargas del historiador.» También dijo que me encantaría la catedral. Auténticas perlas de sabiduría del maestro. Una pena que lo que necesite saber sea el momento y lugar donde caerán las bombas, para no recibir una encima. —Me dejé caer en la cama—. ¿Alguna sugerencia?

—¿Qué tal eres en recuperación memorística? —respondió.

—Bastante bueno —dijo levantándome—. ¿Crees que podría asimilar?

—No hay tiempo para eso. Creo que deberías poner todo lo posible en largo plazo.

—¿Hablas de endorfinas?

El principal problema de utilizar drogas para incluir información en tu memoria a largo plazo es que nunca se asienta nada en tu memoria a corto plazo, ni siquiera por un microsegundo, y eso complica bastante lo de recordar los datos, por no decir que resulta enervante. Te proporciona la sensación más oscilante posible entre el deja vu y el estar seguro de no haber visto u oído algo con anterioridad…

El principal problema, insisto, no estriba en esa sensación, sino en el de recuperar información. Nadie sabe con exactitud cómo funciona el cerebro a la hora de sacar algún dato del almacén, pero sí que está relacionado con el corto plazo. Ese momento breve, y a veces microscópico, que la información pasa por el corto plazo parece usarse para algo más que la disponibilidad del tenerlo-en-la-punta-de-la-lengua. Parece que el corto plazo es en lo que se basa todo el complejo proceso de búsqueda y archivo de datos del cerebro; y sin él, y sin la ayuda de las drogas que pusieron allí la información o de sustitutos artificiales, la información es imposible de localizar. Había usado las endorfinas con anterioridad para exámenes, y nunca tuve problemas en la recuperación de datos. Parecía ser la única manera de almacenar la información necesaria en algo parecido al tiempo que me quedaba, pero eso también significaba que nunca conocería ninguna de las cosas que necesitaba conocer, ni siquiera cuando recuperaba la información, si la recuperaba. Hasta entonces las desconocería como si no estuvieran almacenadas en algún oscuro rincón de mi mente.

—Puedes recuperarlas sin artificiales, ¿verdad? —dijo Kivrin, escéptica.

—Supongo que tendré que hacerlo.

—¿Bajo estrés? ¿Sin dormir? ¿Con bajos niveles corporales de endorfinas?

¿En qué habrían consistido exactamente sus prácticas? Nunca las había mencionado, y se supone que los no graduados no debemos preguntarlo. ¿Factores de estrés en la Edad Media? Pensé que todo el mundo los superaba durmiendo.

—Eso espero —dije—. De todas formas estoy decidido a intentarlo si piensas que puede ayudarme en algo.

Me miró con expresión martirizada antes de hablar.

—Nada te ayudará.

Gracias, santa Kivrin de Balliol.

Pero de todos modos lo intenté. Era mejor que sentarme en las habitaciones de Dunworthy viendo como parpadea a través de sus gafas históricamente correctas, diciéndome que la catedral iba a encantarme. Como no llegaba el pedido de la Bodleian, hinché mi crédito y me fui de compras. Cintas sobre la segunda guerra mundial, literatura céltica, historia, guías turísticas, todo lo que se me ocurrió. A continuación compré una grabadora de alta velocidad y la puse en marcha. Cuando terminé, estaba tan asustado por no saber más que cuando empecé que cogí el metro y fui hasta Ludgate Hill para ver si la lápida al servicio de vigilancia provocaba algún recuerdo. No lo hizo.

«Tus niveles de endorfinas todavía no han vuelto a la normalidad», me dije, e intenté relajarme, pero me era imposible teniendo encima la perspectiva de unas prácticas. Y eso sí que son balas de verdad, chico. El que seas un estudiante de historia intentando graduarte no quiere decir que no puedan matarme. Leí libros de historia volviendo a casa en el metro y cuando los pelotas de Dunworthy me transportaban, esta mañana, al bosque de St. John.

Entonces fue cuando guardé en el bolsillo de atrás la micro-ficha del diccionario y partí pensando que tendría que sobrevivir sólo con mis recursos, esperando poder encontrar artificiales en 1940. Recuerdo que pensé que podría pasar el primer día sin incidentes; y aquí me tenías, parado en seco por la primera palabra que se me dirigía.

Bueno, no tanto. Pese al consejo de Kivrin de no almacenar información a corto plazo, he memorizado la moneda británica, un mapa de ferrocarriles y un mapa de mi Oxford natal. Era lo que me había llevado hasta aquí. Seguramente podría tratar con el decano.

La puerta se abrió justo cuando había reunido el valor necesario para volver a llamar, y, como con la trazadora, fue rápido y nada doloroso. Le entregué la carta, me dio la mano y dijo algo comprensible como: «Me alegro de tener otro hombre, Bartholomew». Parecía gastado y cansado como si fuera a desmayarse de decirle que el Blitz no había hecho más que empezar. Lo sé, lo sé. Mantén la boca cerrada. El silencio es sagrado, etc., etc.

—Haremos que Langby le muestre esto, ¿le parece?

Supuse que sería mi sacristán de la almohada, y acerté. Se reunió con nosotros al pie de la escalera, resoplando un poco pero con alegría.

—Han llegado los camastros —le dijo al decano Matthews—. Uno diría que estaban haciéndonos un favor, con sus zapatos de tacón y sus estolas. «Vamos a perdernos el té por tu culpa, guapo», dijo una. «No les vendrá mal —respondí yo—, les conviene perder algún kilo que otro.»

Hasta el decano Matthews le miró como si no le hubiera entendido del todo.

—¿Los ha colocado en la cripta? —le dijo, presentándonos a continuación—. El señor Bartolomew acaba de llegar de Gales. Viene a unirse a los voluntarios.

A los voluntarios, no al servicio de vigilancia.

Langby me paseó por los alrededores, señalando varios rincones oscuros dentro de la general negrura y me arrastró para ver los diez catres plegables que había colocados en la cripta, pasando junto al sarcófago de mármol negro de lord Nelson. Me dijo que no tenía por qué hacer una guardia la primera noche, y sugirió que me fuera a la cama, ya que el sueño era el bien más querido durante las incursiones aéreas. Podía creerle; se agarraba a esa estúpida almohada como si fuera su amante.

—¿Se oyen aquí abajo las sirenas? —le pregunté, preguntándome a mi vez si se taparía la cabeza con la almohada.

Levantó la mirada para contemplar el cielo raso de piedra.

—A veces sí, a veces no. Brinton tiene que tener sus Horlich. Bence-Jones seguiría dormido aunque le cayera el techo encima. Yo necesito una almohada. Lo importante es tener tus ocho horas cueste lo que cueste. Si no las tienes, acabas siendo un muerto ambulante, un zombie, y entonces te matan.

Se marchó a hacer el turno de la noche, dejando atrás esa nota de ánimo, y su almohada en uno de los catres, dándome instrucciones de que no la tocara nadie. Y aquí estoy, esperando mi primera sirena de alarma e intentando resolver todo esto antes de convertirme en un muerto, ambulante o no ambulante.

Utilicé el diccionario robado para descifrar algo de Langby. Éxito a medias. Una zorra es un animal o una prostituta (supongo que lo último). Burgués, un término vulgar que define a los miembros de la clase media. Un tommy es un soldado. No pude localizar ningún Ayarpee, y ya me daba por vencido cuando tuve un fogonazo de la memoria a largo plazo sobre el uso de acrónimos y abreviaturas en tiempos de guerra (te bendigo, santa Kivrin) y me di cuenta de que debía ser una abreviatura pronunciada en inglés. ARP. Air Raid Precautions. Comité para la Prevención de Incursiones Aéreas. Claro. ¿De dónde iban a salir si no los catres?

21 de septiembre: Ahora que he superado la primera impresión de encontrarme aquí, descubro que al departamento de historia se le ha olvidado informarme de lo que se supone debo hacer durante estos tres meses de prácticas. Me entregaron este diario, la carta de mi tío, diez libras, y me enviaron a hacer las maletas para el pasado. Las diez libras (prácticamente utilizadas en viajes de tren y autobús) se supone que deben durarme hasta finales de diciembre y devolverme al bosque de John para ser recogido cuando llegue la segunda carta de mi tío reclamándome junto a su lecho de enfermo en Gales. Hasta entonces tengo que vivir aquí, en la cripta, con Nelson, que, según me dice Langby, está inmerso en alcohol dentro del ataúd. Me pregunto si estallará en llamas si recibimos un impacto directo, o si se limitará a desmoronarse hasta el suelo, en un torrente de podredumbre. La cocina está resuelta con un hornillo de gas donde preparamos un té insípido y gastado y unos indescriptibles arenques. Todo este lujo lo pago pasando el tiempo en el tejado de la catedral y apagando incendiarias.

También debo cumplir con el objetivo de estas prácticas, sea cual fuere éste. Ahora lo único que me preocupa es seguir vivo hasta que llegue la segunda carta de mi tío y pueda volver a casa.

En estos momentos, estoy haciendo todo lo que se me ocurre para no estar ocioso hasta que aparezca Langby para «mostrarme lo básico». He lavado el cazo donde cocinan esos pescaditos, plegado y amontonado las sillas al fondo de la cripta (en el suelo, en vez de en pie, porque tienden a caerse al suelo en plena noche como si fueran bombas) e intentando dormir.

Parece que no estoy entre los afortunados que pueden dormir en medio de un bombardeo. He pasado la mayor parte de la noche preguntándome cuál es el índice de riesgo de la catedral. Las prácticas tienen que tener un mínimo de seis. Ayer por la noche estaba convencido de que sería un diez, considerando a la cripta con un índice de cero, cosa que igual habría podido adjudicárselo a Denver.

Lo más interesante que me ha pasado hasta ahora es haber visto un gato. Estoy fascinado, pero intento no aparentarlo porque parecen muy comunes por aquí.

22 de septiembre: Todavía sigo en la cripta. Langby suele reaparecer a menudo, maldiciendo periódicamente a diversas agencias gubernamentales (todas abreviadas) y prometiendo llevarme al tejado cuanto antes. Mientras tanto, no he encontrado nada más que hacer y estoy ocupado en aprender a manejar una bomba de Kivrin estaba bastante preocupada sobre mis capacidades a la hora de rebuscar en la memoria. Hasta este momento no he tenido ningún problema. Más bien al contrario. Convoqué información para apagar fuegos y he conseguido un manual entero con ilustraciones, incluyendo instrucciones para manejar la bomba. Si los arenques le prenden fuego a lord Nelson me convertiré en un héroe.

Anoche hubo bastante excitación. Las sirenas empezaron pronto a funcionar y algunas de las asistentas que friegan oficinas en el centro de la ciudad se refugiaron en la cripta. Una de ellas me despertó de un profundo sueño, gritando como una sirena. Parece que había visto un ratón. Tuvimos que ir golpeando por entre las tumbas y los catres con una bota de goma hasta convencerla de que se había ido. Justo lo que quería el departamento de historia: cazar ratones.

24 de septiembre: Langby me llevó de ronda. Al llegar al coro, tuve que reaprender a manejar la bomba y me asignó unas botas de goma y un yelmo de Me dijo que el comandante Alien iba a conseguirnos trajes de asbesto de los que usan los bomberos, pero que todavía no habían llegado, así que salí a los tejados con mi propio abrigo para protegerme del frío que hacía pese a estar en septiembre. Daba la impresión de que estábamos en noviembre, y también lo parecía con ese cielo gris, monótono y triste, sin sol. Recorrimos la cúpula y los techos que debían ser planos, pero que estaban erizados de torres, y pináculos, y estatuas, todas ellas diseñadas para atrapar las incendiarias que escapasen a nuestro alcance. Me mostró cómo apagar una incendiaria con arena antes de que quemara el techo y prendiera fuego a la iglesia. Me mostró las cuerdas dispuestas en la base de la cúpula por si había que ir hasta las torres del ala oeste o subir a la cima de la cúpula. Volvimos a la Galería de los Susurros.

Langby mantuvo un monólogo durante todo el recorrido, parte instrucciones prácticas, parte historia de la Iglesia. Antes de bajar a la galería me llevó hasta la puerta sur para contarme que Christopher Wren estaba en medio de la antigua catedral de San Pablo y le pidió a un obrero que le trajera una lápida para colocarla de piedra angular. En ella había una frase en latín, «Volveré a levantarme», y a Wren le impresionó tanto la ironía que hizo que inscribieran la frase sobre la puerta. Langby me miró como si no me hubiera contado una historia que conocían todos los estudiantes de primer año, pero supongo que no deja de ser una bonita historia, si no contamos la del monumento al servicio de vigilancia.

Langby me adelantó, llegando hasta la estrecha balaustrada que rodea la Galería de los Susurros. Ya estaba casi a mitad del otro lado, gritándome medidas y acústicas, cuando se detuvo en la pared de enfrente de mí y me dijo en voz baja:

—Estoy hablando en susurros, pero puedes oírme por la forma que tiene la cúpula. Las ondas sonoras se ven reforzadas por el perímetro de la cúpula. Los bombardeos se oyen aquí como si fueran los truenos del Juicio Final. Tiene un diámetro de treinta y dos metros y medio. Y estamos a veinticinco metros del suelo.

Miré hacia abajo. La balaustrada desapareció debajo de mí y el suelo de mármol blanco y negro se precipitó hacia mí con rapidez cegadora. Tuve que agarrarme a cualquier cosa y caí de rodillas, temblando, mareado hasta el tuétano. El sol había salido, y toda la catedral de San Pablo parecía cubierta de oro. Hasta la madera tallada del coro, los pilares de piedra blanca, los tubos de plomo del órgano… todo ello era dorado, dorado.

Langby estaba a mi lado, intentando sacarme del estupor.

—¡Bartholomew! —gritaba—. ¿Qué te pasa? Por el amor del

Supe que debía decirle que si me soltaba, la catedral y todo el pasado se precipitarían hacia mi persona, y que no podía permitir que me pasara eso porque era un historiador. Dije algo, pero no era lo que quise decir porque Langby se limitó a sujetarme con más fuerza. Me apartó violentamente de la balaustrada, colocándome otra vez en la escalera, y dejó que me derrumbara en los escalones como un fardo, apartándose luego sin decir palabra.

—No sé lo que me ha pasado. Nunca me ha asustado la altura.

—Estabas temblando —dijo con tono agudo—. Será mejor que bajes y te eches un rato.

Volvimos a la cripta.

25 de septiembre: Recuperando memoria: manual del Síntomas de las víctimas de un bombardeo. Primer estadio: shock; estupefacción; desconocimiento de las heridas recibidas; lo que dicen no tiene sentido más que para las mismas víctimas. Segundo estadio: temblores, náuseas; se sienten las heridas; vuelta a la realidad. Tercer estadio: habla incontrolada; deseo de explicar el porqué de su comportamiento a los que les rescatan.

Langby debió de reconocer los síntomas. ¿Cómo interpretaría el hecho de que no había bomba alguna? Difícilmente podría explicarle mi comportamiento, y no es sólo el sagrado silencio del historiador lo que me impide hacerlo.

No dijo nada, de hecho me asignó la primera guardia para la noche del día siguiente como si no hubiera pasado nada, y no parece más preocupado que los demás. Hasta ahora toda la gente que he conocido es como un flan de gelatina (una de las cosas almacenadas en corto plazo es el comportamiento calmado de la gente durante los bombardeos) y las bombas no se han acercado a nosotros desde que estoy aquí. Casi siempre han caído en el East End y en los muelles.

Esta noche oí una referencia a UXB, y he estado pensando en el comportamiento del decano y en que la iglesia estaba cerrada, cuando estoy casi seguro de recordar que estuvo abierta durante el Blitz. Intentaré recuperar los sucesos acaecidos en septiembre en cuanto a tiempo. En cuanto a lo de recuperar cualquier otra cosa, no veo cómo puedo recordar la información adecuada hasta no saber lo que se supone que debo hacer aquí, si es que debo hacer algo.

Los historiadores no tienen pautas sobre las que moverse, ni ninguna clase de restricciones. Si pensase que iban a creerme, podría contarle a todo el mundo que vengo del futuro. Y podría matar a Hitler si viajara hasta Alemania. ¿O no? La charla sobre paradojas temporales abunda en el departamento de historia, y los graduados que vuelven de las prácticas no dicen una sola palabra a favor o en contra. ¿Existe un pasado fijo e inmutable? ¿O hay un nuevo pasado cada día y somos nosotros, los historiadores, los que lo hacemos? ¿Cuáles son las consecuencias de lo que hacemos, si es que hay consecuencias? ¿Y cómo es que nos atrevemos a hacer algo sin conocerlas? ¿Debemos interferir sin preocuparnos, esperando que eso no acarree nuestra perdición? ¿O acaso no debemos hacer nada, no interferir, y, si hace falta, quedarnos contemplando como arde la catedral hasta los cimientos para no cambiar el futuro en absoluto?

Son preguntas para una buena sesión de estudio. Aquí no tienen ninguna importancia. Puedo dejar que la catedral arda hasta los cimientos tanto como mataría a Hitler. No, no es verdad. Lo descubrí ayer en la Galería de los Susurros. Mataría a Hitler si le sorprendiera prendiéndole fuego a la Basílica.

26 de septiembre: Hoy conocí a una joven. El decano Matthews abrió la iglesia, los vigilantes han estado haciendo limpieza y la gente empieza a venir otra La joven me recordó a Kivrin, pese a que Kivrin es bastante más alta y nunca se rizaría así el pelo.

Parecía haber estado llorando. Kivrin tenía ese aspecto cuando volvió de sus prácticas. La Edad Media fue demasiado para ella. Me pregunto cómo se habría enfrentado a esto. Sin duda descargando sus miedos en el sacerdote más cercano, como esperaba sinceramente que no hiciese su sosias.

—¿Puedo ayudarle en algo? —dije, sin tener la menor gana de ayudar—. Soy un voluntario.

Pareció preocuparse.

—¿No os pagan? —dijo, secándose la enrojecida nariz con un pañuelo—. Leí lo de la catedral y el servicio de vigilancia y todo eso, y pensé que podía encontrar algún En la cantina, o algo así. Un trabajo remunerado.

Había lágrimas en sus enrojecidos ojos.

—Pues, verá…, no tenemos cantina —dije con toda la amabilidad posible, pensando en lo impaciente que me ponía Kivrin—. No es un refugio en el amplio sentido de la palabra. Los vigilantes dormimos en la cripta. Me temo que todos somos voluntarios.

—Entonces no me sirve —dijo, secándose los ojos con el pañuelo—. Amo esta catedral, pero no puedo tener un trabajo de voluntario, no con mi hermano Tom viniendo del campo. —No debía estar interpretando la situación correctamente. Hablaba con bastante ánimo, pese a los evidentes signos de aflicción, y no estaba más a punto de llorar que cuando llegó—. Tengo que buscar algún sitio adecuado donde estar. No puedo seguir durmiendo en el metro ahora que tengo a Tom conmigo.

Noté una punzada de repentino miedo, esa angustia que sientes a veces cuando acude a tu mente algo inesperado.

—¿El metro? —dije, intentando situar la sensación, el

—Normalmente en Marble Arch. Mi hermano suele ir antes y guardarme el sitio. — Se interrumpió, se acercó el pañuelo a la nariz y estornudó en él—. Lo siento, es este frío espantoso.

Nariz enrojecida, ojos llorosos, estornudos. Infección respiratoria. Era un milagro que no le dijera que no llorase. Si hasta este momento no he cometido ningún error imperdonable ha sido por pura suerte, y desde luego no por carecer de acceso a la memoria a largo plazo. Ni siquiera he asimilado la mitad de la información que necesito: gatos, resfriados y el modo en que brilla la catedral cuando le da el sol. Sólo es cuestión de tiempo que aparezca algo no conocido y me pare los pies. He decidido que esta noche, cuando termine el turno de vigilancia, me pondré en recuperación. Al menos sabré dónde y cuándo puede caerme algo encima.

He visto al gato un par de veces. Es negro como el carbón con una mancha blanca en la garganta que parece pintada para los apagones.

27 de septiembre: Acabo de bajar del tejado. Todavía estoy

Al principio, el bombardeo se concentró en el East End. La vista era increíble. Por todas partes había haces de luz proyectados por los focos, el cielo estaba rosáceo por el fuego y se reflejaba en el Támesis, las casas estallaban y chisporroteaban como si fueran fuegos artificiales. Y había un trueno constante y ensordecedor, interrumpido ocasionalmente por el zumbido de los aviones, seguido del repetitivo tableteo de las ametralladoras.

Cerca de medianoche, las bombas empezaron a acercarse, haciendo un ruido horrible, como el de un tren a punto de atropellarme. Necesité hasta la última onza de voluntad para no tumbarme en el techo. Langby me habría visto, y no quería darle la satisfacción de repetir mi actuación del día anterior. Mantuve la cabeza alta, sujetando con firmeza el saquito de arena, y me sentí bastante orgulloso de mí mismo.

A las tres pasadas de la madrugada, las bombas dejaron de rugir, luego tuvimos como media hora de calma y, a continuación, un repiquetear semejante al del granizo en los tejados. Todo el mundo menos Langby corrió por telas y bombas de agua. Me miraba. Y yo miraba la incendiaria.

Había caído a pocos metros de mí, detrás de la torre del reloj. Era más pequeña de lo que había imaginado; sólo unos treinta centímetros de largo. Chisporroteaba con violencia, lanzando fuego verdiblanco casi hasta donde yo estaba. Se fundiría dentro de un momento, reduciéndose de tamaño, y empezaría a arder y abrirse paso a través del techo. Se alzarían las llamas y se oirían los gritos de los bomberos, habría cascotes blancos por doquier y no quedaría nada, nada, ni siquiera la lápida al servicio de vigilancia.

Volvía a sentirme como en la Galería de los Susurros. Sentí que había dicho algo, y cuando miré a Langby, éste sonreía socarronamente.

—La Basílica arderá hasta los cimientos —dije yo—. No quedará nada.

—Sí —dijo Langby—. Ésa es la idea, ¿no? Que arda del todo. ¿No es ése el plan?

—¿El plan de quién? —dije estúpidamente.

—El de Hitler, claro —repuso Langby—. ¿A quién crees que me refiero? —y, casi casualmente, cogió su bomba de agua.

La página del manual de la ARP brilló repentinamente ante mí. Vacié el saquito de arena alrededor de la chisporroteante incendiaria, luego cogí otro saquito y lo vacié encima. El humo negro brotó con tanta densidad que apenas pude encontrar mi toallita. Tanteé con ella hasta encontrar la bomba y la metí dentro de un saquito vacío, para luego volver a echar arena. Las lágrimas provocadas por el corrosivo humo recorrían mi cara. Intenté secármelas con la manga y vi a Langby.

No había hecho ningún movimiento para ayudarme. Me sonreía.

—La verdad es que no es un mal plan. Pero no permitiremos que tenga éxito. Para eso se ha montado el Servicio de Vigilancia, ¿verdad, Bartholomew? Para que no suceda.

Ya sé cuál es la finalidad de mis prácticas. Debo impedir que Langby queme la catedral.

28 de septiembre: Tengo que convencerme a mí mismo que anoche me equivocaba respecto a Langby, y que entendí mal lo que me decía. ¿Para qué querría quemar la catedral si no fuera un espía nazi? ¿Y cómo podría entrar un espía nazi en el servicio de vigilancia? Pienso en mi carta de presentación y me echo a

¿Cómo descubrirlo? No puedo ponerle a prueba para ver si sabe algo que sólo sabría un inglés leal de 1940. Me temo que sería yo quien se vería atrapado. Debo hacer correctamente mi trabajo de recuperación.

No me queda más remedio que vigilar a Langby hasta entonces. Al menos, de momento, no me será difícil. Langby ya tiene asignados los turnos de las próximas dos semanas. Los hacemos juntos.

30 de septiembre: Ya sé lo que pasó en septiembre. Langby me lo contó.

—Ya lo han intentado, ¿sabes? —me dijo anoche, cuando estábamos en el coro poniéndonos los impermeables y las botas.

No tenía ni idea de lo que hablaba. Me sentí tan indefenso como el primer día, cuando me preguntó si era del ayarpee.

—El plan para destruir la catedral. Lo han intentado ya. El diez de septiembre. Un explosivo de alta potencia. Pero tú no lo sabes, claro. Estabas en Gales.

No le escuchaba. En cuanto dijo «explosivo de alta potencia» lo recordé todo. Había abierto un agujero en la carretera y se clavó en los cimientos. La brigada antiexplosivos intentó desmantelarla, pero había un escape de gas próximo, y decidieron evacuar la catedral. Pero el decano Matthews se negó a marcharse, así que tuvieron que sacarla y hacerla explotar en el pantano Barking. Recuperación completa e instantánea.

—La brigada antiexplosivos la salvó entonces —decía Langby—. Pero sigue pendiendo de un hilo.

—Sí —dije—, sigue pendiendo. Y me alejé de él.

1 de octubre: Pensé que la recuperación de los sucesos concernientes al 10 de septiembre era algún punto de partida, pero he pasado toda la noche en el catre intentando recuperar algo sobre espías en la catedral y sin conseguir nada. ¿Es que tengo que saber exactamente lo que necesito antes de intentar recordarlo? ¿En qué me beneficia eso?

Puede que Langby no sea un espía nazi. ¿Qué es entonces? ¿Un pirómano? ¿Un loco? La cripta no ayuda a pensar, ya no es tan silenciosa como una tumba. Las asistentas pasan casi toda la noche hablando y el ruido de las bombas se oye amortiguado, lo que de algún modo lo empeora. Cuando conseguí dormirme esta mañana, soñé que una tubería era alcanzada por un impacto y que nos ahogaba a todos.

4 de octubre: Hoy intenté coger al gato. Se me ocurrió que podría persuadirle para cazar el ratón que aterrorizaba a las asistentas. También quería ver uno de cerca. Cogí el cubo de agua que llené anoche con la bomba para apagar un trozo de metralla ardiendo de un antiaéreo. Todavía tenía algo de agua, pero no la bastante para ahogar al gato, y mi plan era atraparle poniéndole el cubo encima, meter la mano por debajo para cogerle y bajarle hasta la cripta e indicarle el ratón. Ni siquiera pude acercarme a él.

Acerqué el cubo, y al hacerlo salpiqué un poco de agua.

Creí recordar que el gato era un animal domesticado, pero debo haberme equivocado. La complaciente cara del felino se retrajo hacia atrás convirtiéndose en una máscara terrorífica, con espantosas garras extendiéndose de lo que creí inofensivas patas, y el gato emitió un espantoso maullido que sobrepasó el alboroto que causaban las asistentas.

Dejé caer el cubo, sorprendido, y rodó hasta uno de los pilares. El gato desapareció.

—Ése no es modo de coger un gato —dijo Langby detrás de mí.

—Eso es obvio —dije, agachándome a recoger el cubo.

—Los gatos odian el agua —dijo con voz átona.

—Ah —dije cogiendo el cubo para llevarlo al coro—. No lo sabía.

—Lo sabe todo el mundo. Hasta un imbécil de Gales.

8 de octubre: Llevamos una semana haciendo doble guardia. Es época de bombardeos. Langby no se presentó en el tejado, así que bajé a buscarle a la iglesia. Le encontré en la puerta este hablando con un anciano. El hombre llevaba un periódico bajo el brazo y se lo pasó a Langby, pero éste se lo devolvió. El hombre se marchó al verme.

—Un turista —dijo Langby—. Quería saber dónde estaba el Teatro Windmill. Ha leído en el periódico que las coristas van desnudas.

Sé que le miré como si no me lo hubiera creído, porque siguió hablando.

—Estás hecho un asco, tío. No has dormido bien, ¿eh? Haré que te sustituyan esta noche.

—No —repuse con frialdad—. Haré mi guardia. Me gusta estar en los tejados. —Y añadí silenciosamente—: «Donde pueda vigilarte».

—Supongo que siempre es mejor que estar en la cripta —dijo, encogiéndose de hombros—. Al menos en los tejados puedes oír a la que acabará contigo.

10 de octubre: Creí que me vendría bien el turno doble, y que me distraería de mi incapacidad para conseguir la recuperación. Hay veces en que sí funciona. El dato surge espontáneamente, sin necesidad de artificiales, tras horas de pensar en cualquier otra cosa, o tras una buena noche de sueño.

La buena noche de sueño está fuera de mi alcance. No sólo las asistentas hablaban continuamente, sino que el gato se ha mudado a la cripta e incordia a todo el mundo maullando como una sirena y pidiendo arenques. Pienso mover el camastro antes de que me toque el turno; lo alejaré del crucero y lo acercaré más a Nelson. Puede estar momificado, pero al menos mantiene la boca cerrada.

11 de octubre: Soñé con Trafalgar, con cañones de barcos y humo, con yeso derrumbándose y Langby gritando mi nombre. Al despertar, lo primero que pensé fue que habían desaparecido las sillas plegables. Había tanto humo que no podía ver

—¡Ya voy! —grité, cojeando hasta Langby mientras me ponía las botas.

Había un montón de escombros en el crucero, junto a las sillas derribadas, y Langby cavaba en él.

—¡Bartholomew! —gritaba, apartando una paletada de yeso y escayola—.

¡Bartholomew!

Seguía pensando que había humo. Corrí por la bomba de agua y luego me arrodillé a su lado, tirando hacia atrás del respaldo de una silla rota. Se resistió, y de repente me di cuenta, había un cuerpo debajo. «Iré a coger un pedazo de yeso y resultará ser una mano», pensé. Me eché hacia atrás, decidido a no vomitar, y volví al montón de escombros.

Langby escarbaba con la pata de una silla e iba mucho más rápido. Le agarré la mano para detenerle, pero se desembarazó de mí como si fuera otro cascote. Apartó un trozo plano de escayola y debajo estaba el suelo. Me di la vuelta y busqué detrás de mí. Las dos asistentas se habían refugiado en el altar.

—A quién estás buscando? —dije, aferrando todavía el brazo de

—Bartholomew —respondió, apartando más escombros. Las manos le sangraban bajo la capa de polvo.

—Estoy aquí. Estoy bien. —El polvo me hizo toser—. Cambié de sitio el camastro. Volvió la cabeza para dirigirse a las asistentas en tono calmado.

—¿Qué había aquí debajo?

—El hornillo de gas —dijo una de ellas desde su refugio en las sombras—, y la agenda de la señora Galbraith.

Langby rebuscó por entre los escombros hasta encontrarlos. El hornillo tenía un escape de gas, pero la llama estaba apagada.

—Al final nos has salvado tanto a mí como a la catedral —dije, vestido sólo con paños menores y botas, agarrando con una mano la inútil bomba de agua—. Podíamos habernos asfixiado.

—No debí salvarte —dijo incorporándose.

Primer estadio: shock; estupefacción; desconocimiento de las heridas recibidas; lo que dicen no tiene sentido más que para las mismas víctimas. Todavía no se daba cuenta de que le sangraba una mano. No recordaría lo que acababa de decir. Había dicho que no debió haberme salvado la vida.

—No debí salvarte —repitió—. Tengo que ocuparme de mi misión.

—Estás sangrando —dije con voz cortante—. Será mejor que te eches. Al decir eso recordé a Langby dirigiéndose a mí en la Galería.

13 de octubre: Era una bomba de alta potencia. Abrió un boquete en el techo del coro y destrozó algunas estatuas de mármol, pero el techo de la cripta no se derrumbó como pensé en un primer momento. Sólo se desprendió algo de yeso.

No creo que Langby fuera consciente de lo que había dicho. Eso tendría que proporcionarme alguna ventaja; ahora que sé dónde está el peligro, sé que no vendrá de arriba. Pero ¿de qué me servirá saberlo, si no sé qué es lo que va a hacer? ¿O cuándo lo hará?

Seguramente los sucesos de ayer permanecerán en mi memoria largo tiempo, pero ni siquiera lo de ayer liberó los recuerdos. Ya no pienso ni en intentar la recuperación memorística. Estoy tumbado, inmerso en la oscuridad, esperando que el techo se derrumbe encima de mí. Y recordando el modo en que Langby me salvó la vida.

15 de octubre: Hoy volvió la chica. Seguía estando resfriada pero había conseguido trabajo remunerado. Daba gusto verla. Vestía uniforme y sandalias, y el cabello le enmarcaba el rostro con un elaborado peinado de rizos. Estábamos limpiando los destrozos que hizo la bomba, y Langby había salido con Alien a buscar madera para arreglar la balaustrada del coro, así que la chica hablaba conmigo mientras yo barría. El polvo la hizo estornudar, pero al menos esta vez sabía lo que le pasaba.

Me dijo que se llamaba Enola y que trabajaba para el Servicio de Mujeres Voluntarias (SMV), encargándose de una de las cantinas móviles que se envían donde hay fuego. Resulta que vino a darme las gracias por el trabajo. Dijo que cuando comentó en el SMV que no había un refugio con cantina en la catedral, le dieron trabajo en el centro de la ciudad.

—Así que vendré por aquí cuando pase cerca y le contaré cómo me va. ¿Le parece? Su hermano y ella siguen durmiendo en el metro. Le pregunté si estaría a salvo así.

Dijo que probablemente no, pero que al menos allí no podías oír la bomba que te mataría, y eso no dejaba de ser una bendición.

18 de octubre: Estoy tan cansado que apenas puedo escribir. Esta noche hemos tenido nueve incendiarias y una mina de tierra que estuvo a punto de caer en la cúpula hasta que el viento alejó de la iglesia su paracaídas. Apagué dos de las incendiarias. Lo he hecho ya cosa de veinte veces desde que llegué y he ayudado a los demás con decenas de ellas, pero sigue sin ser bastante. Una incendiaria, un momento sin vigilar a Langby, y se acabaría todo.

Sé que mi cansancio se debe en parte a esto. Me agoto todas las noches intentando hacer mi trabajo mientras vigilo a propósito, procurando que no caiga ninguna incendiaria sin que yo lo vea. Luego vuelvo a la cripta y me agoto intentando recuperar algún recuerdo, algo, cualquier cosa, algo sobre espías, sobre fuegos, sobre la catedral a finales de 1940, cualquier cosa. Tengo la impresión de que no hago bastante, pero no se me ocurre qué más hacer. Sin la recuperación, sin saber lo que puede depararme el mañana, estoy tan indefenso como toda esa pobre gente que me rodea.

Pero si tengo que hacerlo, lo haré hasta que me llamen a casa. «Cumplo con mi deber», dijo Langby en la cripta.

Yo también cumplo con el mío.

21 de octubre: Ya han pasado casi dos semanas desde la explosión y acabo de darme cuenta de que no he visto el gato desde entonces. No estaba entre los escombros de la cripta. Cuando Langby y yo estuvimos seguros de que no había nadie debajo, lo revolvimos todo dos veces más, por si acaso. Puede que estuviera en el coro.

El viejo Bence-Jones dijo que no nos preocupáramos.

—Los jerries pueden bombardear Londres arrasándolo todo y los gatos saldrían de las ruinas para darles la bienvenida. ¿Y sabes por qué? No quieren a nadie. Por eso morimos la mitad de nosotros. El otro día, en Stepney, una vieja murió por querer salvar a su gato. El maldito gato resultó que estaba en el refugio Anderson.

—¿Dónde está, entonces?

—Apuesto a que en cualquier sitio más seguro que éste. Podemos prepararnos como no esté cerca de la catedral. El viejo dicho sobre las ratas que abandonan el barco está equivocado. Son los gatos los que lo hacen, no las ratas.

5 de octubre: Volvió a aparecer el turista de Langby. No creo que siga buscando el teatro Windmill. Llevaba un periódico bajo el brazo y preguntó por Langby, pero Langby estaba en la ciudad con Allen, intentando conseguir trajes de asbesto como los de los bomberos. Me fijé en el periódico. Era The Worker. ¿Un periódico nazi?

2 de noviembre: Llevo toda la semana en el tejado, ayudando a unos incompetentes a taponar el agujero que hizo la bomba. Están haciendo un trabajo espantoso. Todavía queda una abertura por la que podría colarse un hombre, pero insisten en que así está bien porque, después de todo, de caerte por ahí no pasarías del techo y «la caída no te mataría». No parecen comprender que es el escondite ideal para una incendiaria.

Y eso es todo lo que necesita Langby. No necesita prenderle fuego a la catedral. Sólo tiene que dejar que arda una ahí escondida, hasta que sea demasiado tarde.

No conseguí nada más de los obreros. Bajé a la iglesia para quejarme ante Matthews y vi a Langby y a su turista detrás de una columna, al lado de una ventana. Langby llevaba un periódico y le hablaba. Seguían ahí cuando salí, una hora más tarde, de la biblioteca. Pasa lo mismo con el agujero. Matthews dice que pondremos tablones para taparlo y que sea lo que Dios quiera.

5 de noviembre: Me he rendido y ya no intento recuperar datos. Tengo tanto sueño atrasado que ni siquiera consigo recordar la información de un periódico cuyo nombre conozca. Estamos constantemente con doble turno de guardia. Las asistentas nos han abandonado (igual que el gato), y el silencio reina en la cripta, pero no puedo dormir.

Si consigo echar una cabezada, sueño. Ayer soñé que Kivrin estaba en el tejado, vestida como una santa.

—¿Cuál es el secreto de las prácticas? —le pregunté—. ¿Qué se supone que debo descubrir?

Se secó la nariz con un pañuelo y me habló.

—Dos cosas. Una, que el silencio y la humildad son las sagradas cargas del historiador.

Y dos… —Se interrumpió y estornudó en el pañuelo—. No duermas en el metro.

Sólo me queda la esperanza de conseguir un artificial y provocar un trance. Es todo un problema. Estoy seguro de que es demasiado pronto para que haya endorfinas químicas e incluso alucinógenos. El alcohol es fácilmente conseguible, pero necesito algo más concentrado que la cerveza, único alcohol que conozco por su nombre. No me atrevo a preguntarle a mi compañero. Langby ya sospecha demasiado de mí. Tengo que recurrir otra vez al DOI para encontrar una palabra que no conozco.

11 de noviembre: El gato ha regresado. Langby ha vuelto a salir por los trajes de asbesto, así que pensé que podía abandonar la catedral con relativa seguridad. Fui a la tienda por víveres y, con suerte, un artificial. Ya era tarde, y las sirenas sonaron antes de que llegara a Cheapside, pero los bombardeos no suelen empezar hasta que anochece. Tardé un poco en conseguir todo lo que buscaba y en reunir valor suficiente para pedir cualquier cosa que tuviera alcohol —me dijo que fuera a un pub—, y cuando salí de la tienda, fue como si me hubiera precipitado a un agujero.

No tenía ni idea de hacia dónde quedaba la catedral, o la calle, o la tienda de la que acababa de salir. Me quedé inmóvil en lo que ya no era la acera, sujetando con fuerza el envoltorio de papel marrón que contenía el pan y los arenques sujetándolo con una mano que no habría visto de agitarla ante mis ojos. Me alcé el cuello del abrigo y recé porque mis ojos se acostumbraran pronto, pero no había luz, por escasa que fuera, a la que acostumbrarse. Me habría gustado ver la Luna, ésa a la que maldecíamos los vigilantes de la catedral y a la que considerábamos una quinta columnista. O ver algún autobús de mortecinos faros que me proporcionara la luz necesaria para orientarme. O algún foco de los que se clavaban en el cielo. O el resplandor de una ametralladora en funcionamiento. Cualquier cosa.

Entonces vi un autobús, dos pálidas luces amarillas en la distancia. Empecé a caminar hacia él y salí de la acera. Eso significaba que estaba atravesado en la calle, lo que quería decir que no era un autobús. Un gato maulló cerca de mí, y se frotó contra mi pierna. Miré hacia abajo, a las luces amarillas que creí pertenecían a un autobús. Sus ojos captaban luz de algún sitio, aunque habría jurado que no había ninguna en kilómetros, y la reflejaban hacia mí.

—Acabará cogiéndote algún guardia por esos faros, micifuz —dije, y un avión voló por encima de nosotros—. O un jerry.

El mundo estalló convirtiéndose repentinamente en luz, los focos antiaéreos y el brillo del Támesis parecieron encenderse a la vez, iluminándome el camino a casa.

—¿Qué? ¿Me sigues, micifuz? —dije con alegría—. ¿Dónde te habías metido? Sabías que se nos acababan los arenques, ¿eh? A eso le llamo yo

Le hablé durante todo el camino a casa y le obsequié con una lata de arenques por haberme salvado la vida. Bence-Jones dice que olió la leche que vendían en la tienda.

13 de noviembre: He soñado que estaba perdido en el apagón. No podía ver las manos que agitaba ante mi rostro, y Dunworthy apareció iluminándome con un mechero, pero sólo podía ver de dónde había venido y no adónde me dirigía…

—¿Y de qué les sirve, entonces? —dije—. Necesitan una luz, sí, pero para saber adónde

—¿Aunque sea la luz del Támesis? ¿Aunque sea la luz de las llamas y el resplandor de las ametralladoras? —dijo

—Sí. Cualquier cosa es mejor que esta horrible oscuridad.

Así que se acercó y me entregó el mechero. Y resultó que no era un mechero, sino la linterna que llevaba Cristo en el cuadro de Hunt. Hice que iluminara lo que tenía ante mí para poder encontrar el camino de casa, pero iluminó la lápida al servicio de vigilancia y apagué a toda prisa la luz.

20 de noviembre: Hoy intenté hablar con Lanby.

—Te he visto hablando con ese hombre —le dije.

Sonó como una acusación. Lo hice adrede. Quería que lo considerase así y que abandonara lo que fuera que tuviese planeado.

—Leyendo —dijo—. No hablando.

Estaba arreglando el coro, apilando sacos de arena.

—Entonces te he visto leyendo —dije en tono belicoso. Soltó un saco y se incorporó.

—¿Y qué pasa con eso? Estamos en un país libre. Puedo leerle a un viejo si me da la gana, igual que tú puedes hablarle a tu putilla del

—¿Qué es lo que le lees?

—Lo que me pide. Es un anciano. Solía irse a casa después del trabajo, tomar un poco de brandy y escuchar a su mujer mientras le leía el periódico. Ella murió en uno de los bombarderos. Ahora soy yo quien le leo. No creo que sea asunto tuyo.

Parecía decir la verdad. No tenía ese tono casual que acompaña a las mentiras, y estuve a punto de creerle si no le hubiera oído hablar antes con sinceridad. En la cripta. Después de la bomba.

—Pensé que era un turista buscando el teatro Windmill —le dije. Calló un momento, antes de hablar.

—Ah, eso. Vino con el periódico para preguntarme dónde estaba. Lo examiné para buscar la dirección. Fue muy inteligente por mi parte. No se me ocurrió que no podía leerlo.

Con eso bastaba. Sabía que estaba mintiendo.

—Claro que tú nunca comprenderías algo así, ¿verdad? —Balanceó un saco de arena hasta casi tocarme los pies—. Un simple acto humanitario.

—No —dije con frialdad—. No lo comprendería.

Todo esto no prueba nada. No dijo nada de interés, excepto lo que puede ser el nombre de un artificial, y no puedo ir ante el decano Matthews para acusar a Langby de leer en voz alta.

Esperé hasta que terminó su trabajo en el coro y bajó a la cripta. Cogí entonces uno de los sacos de arena y lo subí al tejado. Los tablones aguantaban bastante bien, pero todo el mundo caminaba alrededor de ellos, evitándolos como si fueran una tumba. Abrí el saco y lo vacié en el agujero. Si Langby había pensado que era un sitio ideal para una incendiaria, puede que la arena ayudara un poco.

21 de noviembre: Hoy le di a Enola algo del dinero de mi «tío» y le pedí que me comprara una botella de Estuvo más reticente de lo que esperaba, así que debe de haber implicaciones sociales de las que no soy consciente, pero aceptó comprarla.

No sé por qué vino. Empezó a contarme algo sobre su hermano, algo que le ha pasado en el metro con los guardias, pero cuando le pedí lo del brandy se marchó sin acabar la historia.

25 de noviembre: Hoy ha vuelto Enola, pero no ha traído el Tiene unos días de vacaciones y piensa ir a Bath a visitar a su tía. Por lo menos estará una temporada a salvo de los bombardeos. No tendré qué preocuparme por ella. Acabó de contarme la historia de su hermano, y me dijo que espera poder convencerla para que aloje a Tom mientras dure el Blitz, pero no está muy segura de que quiera.

El joven Tom no parece estar más cerca de un redomado truhan que de un cuasi criminal. Le han pillado dos veces robando carteras en la estación de metro de Bank, y tuvieron que mudarse a la de Marble Arch. La consolé lo mejor que pude y le dije que todos los chicos son malos en un momento u otro. Lo que de verdad quería decirle era que no necesitaba preocuparse, que el joven Tom daba la impresión de ser todo un superviviente, como mi gato, como Langby, al que no le preocupa nada que no sea él mismo, perfectamente dotado para sobrevivir al Blitz y conseguir un puesto importante en el futuro.

Entonces le pregunté si había conseguido el brandy.

—Pensé que lo habías olvidado.

Me inventé una historia sobre cambiar el turno para comprar una botella, y pareció animarse un poco, pero no estoy seguro de que no utilice este viaje a Bath como una excusa para no hacer nada. Acabaré teniendo que dejar la catedral y comprar yo mismo la botella, y no quiero dejar a Langby solo en la iglesia. Le hice prometer que me traería el brandy antes de marcharse. Pero todavía no ha vuelto, y hace rato que enmudecieron las sirenas.

26 de noviembre: Enola sigue sin aparecer, y dijo que su tren salía al mediodía. Supongo que debo dar gracias porque al menos está a salvo fuera de Londres. Puede que en Bath consiga curarse el

Esta noche apareció una chica del para llevarse la mitad de los catres y nos contó que las bombas habían acertado un refugio del East End. Cuatro muertos y doce heridos.

—Al menos no fue en uno de los refugios del metro —dijo—. Entonces sí que habría sido grave la cosa.

30 de noviembre: He soñado que llevaba el gato hasta el bosque de St. John.

—¿Es una misión de rescate? —preguntaba

—No, señor —respondí orgulloso—. Ya sé lo que debía encontrar en las prácticas. Este es el único que he podido encontrar. Tuve que matar a Langby ¿sabe? Tuve que hacerlo para que no quemara la catedral. El hermano de Enola se ha marchado a Bath, y los demás nunca conseguirán sobrevivir. Enola lleva sandalias en invierno y duerme en el metro, y usa horquillas para que se le rice el pelo. No podrá sobrevivir al Blitz.

—Puede que debieras haberla rescatado a ella. ¿Cómo se llamaba?

—Kirvin —dije, y desperté temblando y con frío.

5 de diciembre: Hoy he soñado que Langby tenía una bomba trazadora. La llevaba bajo el brazo como si estuviera envuelta en papel marrón, y salía de la estación de St. Paul por Ludgate Hill en dirección a la puerta oeste.

—No es justo —le dije, bloqueándole el paso con un brazo—. Hoy no hay turno de vigilancia.

Sujetaba la bomba contra su pecho como si fuera una almohada.

—Eso es culpa tuya —dijo, y la lanzó hacia la puerta del frente antes de que pudiera coger la arena y mi cubo de agua.

La trazadora no se inventó hasta finales del siglo veinte, y todavía pasaron diez años hasta que los desposeídos comunistas se apoderaran de ella convirtiéndola en algo que puede llevarse bajo el brazo. Es un aparato que puede lanzar al olvido cien metros cuadrados de ciudad.

Gracias a Dios, es un sueño que jamás se hará realidad.

El sueño se desarrollaba en un día soleado, y, esta mañana, cuando abandoné la guardia, el sol brillaba por primera vez desde hacía semanas. Bajé a la cripta y volví a subir, haciendo por segunda vez la ronda de los tejados, revisando luego la escalera y huecos y rincones traicioneros donde podía pasar desapercibida una incendiaria. Me sentí mejor tras hacerlo, pero volví a soñar cuando me dormí, y esta vez con fuego y con Langby contemplándolo, sonriendo.

15 de diciembre: Esta mañana encontré el gato. Anoche hubo bastantes incursiones aéreas, pero la mayoría iban hacia Canning Town, y en los tejados no pasó nada digno de mención. De todos modos, el gato estaba muerto. Lo descubrí esta mañana, en la escalera, cuando hacía mis rondas privadas. Un golpe. No tenía ninguna marca, a excepción de la mancha blanca de su garganta, pero cuando lo cogí era como si estuviera relleno de

No sé qué hacer con él. Por un momento se me ocurrió la locura de pedir a Matthews permiso para enterrarlo en la cripta. Muerte honorable en tiempo de guerra o algo así. Trafalgar, Waterloo, Londres, muerto en batalla. Terminé envolviéndolo en mi bufanda y llevándolo hasta un edificio en ruinas de Ludgate Hill, para enterrarlo entre los escombros. No servirá de nada. No le protegerá de los perros o las ratas, y nunca conseguiré otra bufanda. He gastado ya casi todo el dinero de mi tío.

No debería estar aquí. Todavía no he examinado el resto de la escalera o los huecos, y puede haber alguna incendiaria sin estallar que no haya visto.

Cuando llegué aquí, me consideraba un caballero al rescate, un profeta del pasado. No estoy haciendo muy bien el trabajo. Al menos Enola está a salvo. Me gustaría que hubiera algún modo de enviar la catedral a Bath para ponerla a salvo. Anoche apenas hubo bombardeos. Bence-Jones dice que los gatos sobreviven cualquier cosa. ¿Y si hubiese venido a mí para mostrarme el camino a casa?

Todas las bombas cayeron en Canning Town.

16 de diciembre: Enola ha vuelto. Verla ahí, en la escalera donde encontré al gato, durmiendo en Marble Arch, y sin estar a salvo, es más de lo que puedo

—Creí que estabas en Bath —dije estúpidamente.

—Mi tía dijo que admitía a Tom, pero no a los dos. Tiene la casa llena de niños evacuados. ¿Y tu bufanda? Hace un frío terrible ahí arriba.

—Yo… —dije, incapaz de decirle la verdad—. La perdí.

—Nunca conseguirás otra. Van a racionar la ropa. También la lana. Nunca conseguirás otra igual.

—Lo sé —dije parpadeando.

—Siempre acabamos perdiendo las cosas buenas. Es algo criminal, eso es lo que es.

No supe cómo responder a eso, así que me limité a dar media vuelta y a alejarme con la cabeza gacha, para buscar bombas y animales muertos.

20 de diciembre: Langby no es un nazi. Es un comunista. Apenas puedo escribirlo. Un comunista.

Una de las asistentas encontró el The Worker detrás de una columna y lo bajó a la cripta cuando acabábamos el primer turno.

—Malditos comunistas —dijo Bence-Jones—. Ayudan a Hitler, hablan mal del rey y provocan disturbios en los refugios. Unos traidores, eso es lo que son.

—Aman a Inglaterra igual que tú —dijo la asistenta.

—No aman a nadie que no sean ellos mismos. Son unos malditos egoístas. No me extrañaría saber que hablan por teléfono todos los días con Hitler. « ¿Qué hay, Adolf?, vamos a decirte dónde debes soltar las siguientes bombas.»

La espita de la tetera silbó, y la asistenta se levantó para echar el agua caliente en una taza con té.

—Que digan lo que piensan no quiere decir que pretendan prenderle fuego a la catedral.

—Pues claro que no —dijo Langby, bajando la escalera.

Se sentó y se quitó las botas, estirando los dedos de los pies dentro de los calcetines de lana.

—¿Quién quiere prenderle fuego a la catedral? —dijo.

—Los comunistas —repuso Bence-Jones, mirándole a los ojos. Y me pregunté si también sospechaba de Langby.

—En tu lugar yo no me preocuparía de ellos. Los jerries son los que se están esforzando esta noche todo lo posible para prenderle fuego. Ya llevamos seis incendiarias, y una de ellas casi se mete en el agujero que hay encima del coro.

Le mostró su taza a la asistenta, y ésta la llenó de té.

Quería matarle, golpearle hasta que no fuera más que polvo y despojos en el suelo de la cripta mientras Bence-Jones y la asistenta nos miraban sorprendidos sin saber qué hacer, y yo les contaba todo a ellos y al resto de los vigilantes. « ¿Sabéis lo que han hecho los comunistas? —quería gritar—. ¿Lo sabéis? Hay que detenerle.» Incluso me incorporé y avancé hacia él mientras seguía sentado y estiraba las piernas, con la capa de asbesto todavía sobre los hombros.

Y entonces pensé en la galería vestida de oro, en los comunistas saliendo de la estación del metro con el paquete bajo el brazo, y me sentí mal, con ese mismo vértigo de culpa e impotencia de siempre, y me tambaleé hacia atrás, sentándome en un borde del camastro, e intenté pensar lo que debía hacer a continuación.

No se dieron cuenta del peligro. Ni siquiera Bence-Jones, con toda su cháchara sobre traidores, pensaba que serían capaces de otra cosa que no fuera hablar contra el rey. No saben, no pueden saber, en qué se convertirán los comunistas. Stalin es un aliado. El comunismo significa Rusia. Nunca han oído hablar de Karinsky, ni de la Nueva Rusia, ni de todas esas cosas que convertirán la palabra «comunista» en sinónimo de «monstruo». No lo sabrán nunca. Para cuando los comunistas se conviertan en lo que se convertirán, ya no habrá servicio de vigilancia. Sólo yo sé lo que significa oír pronunciar la palabra «comunista», aquí en la catedral de San Pablo.

Un comunista. Debí haberlo supuesto. Debí haberlo supuesto.

22 de diciembre: Volvemos a doblar la vigilancia. No he dormido nada, y me tambaleo cuando estoy en pie. Esta mañana estuve a punto de colarme por el agujero, y sólo me salvé dejándome caer de rodillas. Mis niveles de endorfina fluctúan de manera salvaje y sé que debo dormir cuanto antes o acabaré como uno de los muertos ambulantes de Langby; pero temo dejarle a solas en los tejados, a solas en la iglesia con el líder de su partido, a solas en cualquier parte. Le vigilo hasta cuando duerme.

Creo que, pese a mi estado, podría provocar un trance si consigo algún artificial. Pero ni siquiera puedo ir a un pub. Langby está constantemente en los tejados, esperando una oportunidad. Cuando Enola vuelva tengo que convencerla para que me consiga el brandy. Sólo me quedan unos días.

28 de diciembre: Enola vino esta mañana cuando yo estaba en el ala oeste, levantando el árbol de Navidad. Se derrumbó hace tres noches. Lo había enderezado y estaba agachado recogiendo el oropel de adorno que estaba tirado en el suelo cuando Enola apareció de entre la niebla como si fuera algún santo. Se paró y me besó en la mejilla. Luego se enderezó, con la nariz colorada por su perenne resfriado, y me alargó un paquete envuelto en papel de colores.

—Feliz Navidad —dijo—. Vamos, ábrelo. Es un regalo.

Mis reflejos habían desaparecido casi del todo. Sabía que el paquete era demasiado estrecho para contener una botella de brandy, pero de todos modos creí que se había acordado, que me había traído la salvación.

—Cariño —dije, y lo abrí desgarrándolo.

Era una bufanda. De lana gris. La miré durante medio minuto sin saber lo que era.

—¿Dónde está el brandy?

Me miró sorprendida. Su nariz enrojeció aún más y sus ojos se empañaron de lágrimas.

—Esto te hace más falta. No tienes cupones para ropa y has de estar todo el tiempo a la intemperie. Está haciendo mucho frío.

—¡Necesitaba el brandy! —grité

—Sólo intentaba ser amable —empezó, pero la interrumpí.

—¿Amable? Te pedí No recuerdo haberte dicho que necesitase una bufanda.

Se la devolví y empecé a desliar una hilera de bombillas de colores, que se rompieron al caerse del árbol.

Puso esa mirada de mártir que Kivrin sabe poner tan maravillosamente bien.

—Me preocupa que pases todo el tiempo ahí arriba —dijo apresuradamente—. Quieren destruir la catedral, ¿sabes? Y está tan cerca del río. No creo que debas beber.

Es… es un crimen que no te cuides cuando están haciendo todo lo posible por matarnos a todos. Es como si estuvieras de su lado. Me preocupa venir un día y no encontrarte.

—Perfecto. ¿Y qué se supone que debo hacer con la bufanda? ¿Envolverme con ella la cabeza cuando suelten las bombas?

Dio media vuelta, echó a correr y desapareció en la niebla gris antes de que bajara dos escalones. Fui tras ella sin darme cuenta que seguía sujetando las bombillas, tropecé con ellas y casi caigo escalera abajo.

Langby me sujetó a medio camino.

—Se te acabaron las guardias —dijo con tono huraño.

—No puedes hacer eso.

—Oh, sí que puedo. No quiero muertos ambulantes conmigo en el tejado.

Dejé que me condujera hasta la cripta, donde me preparó una taza de té y me metió en la cama, todo ello con mucha deferencia. No dio ninguna muestra de que fuera esto lo que había esperado todo este tiempo. Decidí quedarme hasta que sonaran las sirenas. Cuando volviera a los tejados no podría echarme sin que resultara sospechoso. ¿Sabéis lo que me dijo antes de marcharse el bombero de vocación, vestido con sus botas de goma y su traje de asbestos?

—Quiero que duermas algo.

Como si pudiera dormir sabiendo que Langby estaba en el tejado. Podría acabar convertido en una antorcha humana.

30 de diciembre: Las sirenas me despertaron. El viejo Bence-Jones estaba a mi lado.

—Esto ha tenido que sentarte bien. Has dormido toda una vuelta del reloj.

—¿A qué día estamos? —dije, cogiendo las botas.

—A veintinueve. No hace falta que te apresures —añadió al ver que iba hacia la puerta—. Esta noche vienen con retraso. Puede que hasta no vengan. Eso sí sería una bendición.

Me detuve junto a la escalera, apoyándome en la fría piedra.

—¿Está bien la catedral?

—Aún aguanta. ¿Pesadillas?

—Sí —dije, recordando las de las últimas semanas…: el gato muerto en mis brazos en el bosque de St. John, Langby con el Worker bajo el brazo, la lápida al servicio de vigilancia iluminada por la lámpara de Cristo.

Entonces recordé que no había soñado. Me había sumido en esa clase de sueño por la que había rezado, la clase de sueño que me ayudaría a recordar.

Y entonces recordé. No la catedral arrasada por los comunistas, sino un titular de periódico: «Marble Arch acertado. Mueren dieciocho personas en la explosión.» No recordaba la fecha, a excepción del año: 1940. Sólo quedaban dos días para finalizar 1940. Cogí el abrigo y la bufanda y subí corriendo la escalera.

—¿Dónde diablos crees que vas? —me gritó No podía verle.

—Tengo que salvar a Enola —dije, y mi voz resonó en el eco del oscuro santuario—.

Van a bombardear Marble Arch.

—No puedes marcharte ahora —gritó detrás de mí, donde estaba la lápida al servicio de vigilancia—. La primera oleada acaba de empezar. Asqueroso…

No oí el resto. Ya estaba bajando la escalera y metiéndome en un taxi. Se llevó casi todo el dinero que tenía, el dinero que había reservado cuidadosamente para el viaje de vuelta al bosque de St. John. El bombardeo empezó cuando estábamos en Oxford Street, y el conductor se negó a seguir. Me dejó inmerso en la negrura, y me di cuenta de que nunca llegaría a tiempo.

Explosión. Enola derrumbándose en la escalera que llevaba al metro, calzando aún las sandalias, sin ninguna señal en el cuerpo. Y cuando intento levantarla parece no tener huesos y estar rellena de jalea. Había llegado tarde y tendría que envolverla con la bufanda que me regaló. Había retrocedido cien años para llegar tarde a salvarla.

Corrí las últimas manzanas, orientándome por la batería antiaérea que debía de estar instalada en Hyde Park, y bajé a trompicones los escalones del metro de Marble Arch. La mujer de las taquillas cogió mis últimos peniques a cambio de un billete para la estación de la catedral. Me lo metí en el bolsillo y corrí hacia la escalera.

—No corra, por favor —me dijo con placidez—. Es a su izquierda.

La puerta de la derecha estaba bloqueada por una barricada de madera, y las puertas metálicas que había al otro lado estaban bajadas y cerradas con candados. La placa con los nombres de las estaciones estaba tapada con cinta adhesiva y en la barricada había un cartel clavado que decía «Todos los trenes» y señalaba a la izquierda.

Enola no estaba en los parados ascensores, o en el suelo, apoyada contra la pared del vestíbulo. Llegué al primer tramo de escaleras y no pude continuar. Una familia se había instalado justo por donde yo quería pasar. Estaban preparando un té comunal con pan, mantequilla, un bote de mermelada sellado con papel encerado y un hornillo, semejante al que Langby y yo rescatamos de los escombros, dispuesto todo ello en un mantel con flores bordadas en las esquinas. Me detuve un momento mirando abajo, a ese té dispuesto en los escalones como si fuera una cascada.

—Yo… Marble Arch… —dije. Veinte personas muertas por la onda expansiva—. No deberían estar aquí.

—Tenemos tanto derecho como cualquiera —respondió belicosamente un hombre—

. ¿Quién es usted para decir que nos vayamos?

Una mujer que sacaba platos de una caja miró asustada. La tetera empezó a silbar.

—Usted es quien tiene que moverse. Venga, muévase —y se echó a un lado para que pasara.

Pasé sobre el bordado mantel, disculpándome.

—Perdonen. Estoy buscando a alguien que está en el andén.

—No creo que encuentre a nadie por ahí, amigo —dijo el hombre señalando en esa dirección.

Me apresuré, estuve a punto de pisar el mantel, y doblé la esquina para darme de bruces con el infierno.

Pero no era el infierno. Las chicas que se apoyaban en la pared resguardándose en sus abrigos estaban alegres o apáticas o irritables, pero desde luego no parecían condenadas. Dos chicos se peleaban por una moneda y la perdieron entre los raíles. Se asomaron al borde del andén, discutiendo sobre cuál se bajaría por ella, y el guardia de la estación les gritó que no se asomaran. Un tren tambaleante y repleto de gente llegó a la estación. Un mosquito se posó en la mano del guardia y éste se dio un manotazo para matarlo, fallando en el intento. Los chicos se rieron. Y había gente detrás de ellos, por todas partes, apoyándose en los azulejos del túnel como si estuvieran heridos, amontonándose por los demás túneles y sentados en las escaleras. Centenares y centenares de personas.

Retrocedí por la impresión golpeando una taza de té. Se derramó inundando el mantel.

—Ya se lo dije, amigo —dijo el hombre con alegría—. Es todo un infierno, ¿eh? Y abajo es peor todavía.

—Sí. Un infierno.

Nunca habría podido encontrarla. Nunca habría podido salvarla. Miré a la mujer que servía el té y pensé que tampoco podría salvarla a ella. Ni a Enola, ni al gato, ni a ninguno de los que están aquí, perdidos en los interminables pasillos y escaleras del tiempo. Habían muerto hacía ya más de cien años. No se puede salvar el pasado. Ésta debía de ser la lección que me envió a aprender el departamento de historia. Vale, espléndido, la he aprendido. ¿Puedo marcharme ya a casa?

Claro que no, querido muchacho. Te has gastado como un imbécil el dinero en taxis y en brandy, y esta noche es la noche en que los alemanes quemarán la ciudad. (Ahora que es demasiado tarde lo recuerdo todo. Veintiocho incendiarias en los tejados.) Langby tendrá su oportunidad, y aprenderás la lección más dura de todas, la debiste aprender desde un principio: no puedes salvar la catedral.

Volví al andén y esperé detrás de la línea amarilla hasta que llegó un tren. Saqué el billete y lo mantuve en la mano todo el viaje hasta la estación de St. Paul. El humo revoloteó hasta mí cuando llegué. No podía ver la catedral.

—Se acabó —dijo una mujer con voz desprovista de esperanza, y tropecé con un nido de serpenteantes y fláccidas mangueras de tela.

Mis manos se levantaron cubiertas de un barro que olía a rancio, y por fin comprendí (demasiado tarde) lo que se había acabado. No había agua para combatir los fuegos.

Un policía me bloqueó el paso y me quedé inmóvil antes él sin saber qué decir.

—No se permite pasar a los civiles —aseveró—. La catedral está el rojo.

La humareda se movía como si fuera una gran nube de tormenta, vibrando por los relámpagos, y la dorada cúpula se alzaba sobre ella.

—Soy del servicio de vigilancia —dije, y apartó el brazo, y subí al tejado.

Mis constantes de endorfinas debieron subir y bajar como el sonido de una sirena. A partir de ese momento carecí del corto plazo, sólo dispongo de momentos que no encajan bien en el entorno. Gente en la iglesia recogida en un rincón jugando a las cartas cuando bajamos a Langby, el torbellino de maderas ardiendo en la cúpula, el conductor de ambulancia que llevaba sandalias como Enola y que esparció pomada en mis quemadas manos. Y en el centro de todo, un único momento visto con claridad, aquel en que fui tras Langby y le salvé la vida.

Aguanté en mi puesto, pestañeando por el humo. La ciudad ardía y parecía como si la catedral pudiera consumirse por el calor, como si pudiera derrumbarse sólo por el ruido. Bence-Jones estaba en la torre del norte atacando una incendiaria con un azadón. Langby estaba demasiado cerca del agujero remendado, y me miraba. Una incendiaria rebotó tras él. Di media vuelta para coger una toalla y, cuando volvía a mirar, ya no estaba.

—¡Langby! —grité, y no pude oír mi propia

Había caído en el agujero y nadie le había visto a él o a la incendiaria. Nadie, excepto yo. No recuerdo cómo recorrí el tejado. Creo que pedí una cuerda. Conseguí una cuerda. Me la até alrededor de la cintura, le pasé un extremo a otro hombre del servicio de vigilancia y me asomé. Las llamas iluminaban las paredes del agujero casi todo el camino hasta abajo. Podía ver un montón de escombros debajo de mí. Está ahí abajo, pensé, y salté. El espacio era tan estrecho que no había sitio donde echar los escombros. Tenía miedo de enterrarle más aún sin darme cuenta, y empecé a apartar los cascotes tirándolos por encima del hombro, pero apenas había sitio para moverme. Durante un espantoso momento, temí que no estuviera ahí, que cuando apartara toda la madera quemada y el yeso no descubriría más que el suelo vacío, como le pasó a él en la cripta.

Me atormentaba la indignidad de tener que arrastrarme por él. Si había muerto no creía poder soportar la vergüenza de estar en pie sobre su cuerpo inerte. Entonces apareció su mano como si fuera la de un fantasma y me agarró del tobillo. Un momento después daba media vuelta y conseguía liberar su cabeza.

Estaba totalmente blanco y ya no me asustaba.

—Conseguí apagar la bomba —dijo.

Le miré tan embargado por el alivio que no pude hablar. Durante un histérico momento pensé que me echaría a reír de pura alegría de verle. Por fin conseguí darme cuenta de lo que debía decir.

—¿Estás bien?

—Sí —dijo, e intentó levantarse apoyando un codo—. Peor para ti.

No pudo levantarse. Gruñó por el dolor cuando intentó cargar todo su peso a la derecha. Los escombros crujían siniestramente bajo él. Intenté levantarle con cuidado para ver dónde estaba herido. Debía haber caído sobre algo.

—Ya no importa —dijo, respirando con fuerza—. La he apagado.

Le dediqué una mirada de sorpresa, pensando que deliraba, y seguí ayudándole a que rodara sobre un costado.

—Sé que contabas con ésta —continuó diciendo, sin ofrecerme resistencia—. Tenía que pasar tarde o temprano. Pero yo fui tras ella. ¿Qué les dirás ahora a tus amigos?

Su traje de asbesto estaba roto de parte a parte. El lado de la espalda estaba chamuscado y humeante. Había caído sobre la incendiaria.

—Oh, Dios mío —dije, intentando ver frenéticamente lo quemado que estaba sin tener que tocarle.

No tenía modo de saber lo profundas que eran las quemaduras, pero parecían no extenderse más allá de la estrecha abertura que ponía al descubierto el roto del traje. Intenté apartar la bomba, pero estaba tan caliente como un horno. Todavía no se había fundido la envoltura. El cuerpo de Langby y mi arena la habían enfriado. No sabía si volvería a calentarse cuando se expusiera al aire. Miré a mí alrededor, buscando con furia la bomba de agua y el cubo que Langby debió soltar cuando cayó.

—¿Buscando un arma? —dijo Langby con tanta claridad que resultaba difícil pensar que estaba malherido—. ¿Por qué no te limitas a dejarme aquí? Un poco más de exposición ante ese cacharro y estaré asado para cuando amanezca. ¿O prefieres hacer tu asqueroso trabajo en privado?

Me incorporé y les grité a los hombres del tejado. Uno de ellos apuntó con su linterna hacia nosotros, pero su luz no llegaba tan lejos.

—¿Está muerto? —me gritó alguien.

—Llamad a una ambulancia. Tiene quemaduras.

Ayudé a Langby a levantarse, intentando sostenerle sin tocarle las quemaduras. Se tambaleó un poco y se apoyó en el muro, observando como yo intentaba enterrar la incendiaria utilizando un trozo de yeso como pala. La cuerda bajó y la até a Langby. No había hablado desde que le ayudé a incorporarse. Permitió que anudara la cuerda alrededor de su cintura, mientras me miraba fijamente.

—Debí dejar que te asfixiaras en la cripta —dijo.

Se dejaba hacer tranquilamente, pareciendo casi relajado. Le até las manos a la cuerda y se las envolví con ella para asegurarle el agarre del que carecía.

—Llevo vigilándote desde el día de la Galería. Sabía que no te daba miedo la altura. Cuando pensaste que había arruinado tus planes, te decidiste a bajar aquí sin sentir el menor vértigo. ¿Por qué ha sido? ¿Un ataque de conciencia? Arrodillarte ahí como un niñito, gimiendo « ¿Qué hemos hecho? ¿Qué hemos hecho?». Me pones enfermo. Pero ¿sabes lo que me puso en guardia? El gato. Todo el mundo sabe que los gatos odian el agua. Todo el mundo menos los cochinos espías nazis.

Alguien dio un tirón a la cuerda.

—Adelante —dije, y la cuerda se tensó.

—¿Y esa putilla del SMV? ¿También era una espía? ¿Tenías que citarte con ella en Marble Arch? Decirme que iba a ser bombardeado. Eres un espía de lo más podrido, Bartholomew.

Tus amigos ya la pifiaron en septiembre. Seguís igual que al principio.

La cuerda se estremeció y empezó a alzar a Langby. Éste retorció las manos para sujetarse mejor. Su hombro derecho rozó la pared. Le sujeté para que subiera sin problemas.

—Cometes un error. Debiste matarme. Pienso contarlo todo.

Me quedé allí abajo, en la oscuridad, esperando la cuerda. Langby llegó inconscientemente al tejado. Cuando terminó el servicio pasé por la cúpula y bajé a la cripta.

Esta mañana llegó la carta de mi tío acompañada por un billete de diez libras.

31 de diciembre: En St. John me recibieron dos sabuesos de Dunworthy para decirme que llegaba tarde a los exámenes. Ni siquiera protesté. Les seguí obediente, sin pensar siquiera lo injusto que era examinar a un muerto que anda. No había dormido desde hacía… ¿cuánto tiempo? Desde que fui a buscar a Enola. No había dormido desde hacía cien años.

Dunworthy estaba en su despacho, bizqueando mientras me miraba. Uno de los sabuesos me pasó una hoja de papel, el otro dijo que empezaba mi tiempo. Volví la hoja y dejé una mancha aceitosa proveniente de la pomada de mis quemaduras. Me las miré sin comprender. Había tocado la incendiaria cuando aparté a Langby, pero esas quemaduras estaban en el dorso de las manos. La respuesta acudió a mi mente con la voz monótona de Langby: «Son quemaduras de la cuerda, estúpido. ¿Es que a los espías nazis no les enseñan cómo cogerse correctamente a una cuerda?».

Miré la hoja de examen. «Cantidad de bombas incendiarias que cayeron en la catedral de San Pablo. Cantidad de minas de tierra. Cantidad de bombas de alta potencia. Métodos habituales usados para apagar incendiarias. Para minas de tierra. Para bombas de alta potencia. Número de voluntarios que hacían el primer turno. Y el segundo turno. Bajas. Accidentes.» Las preguntas no tenían sentido. Había poco sitio para responderlas, apenas el suficiente para poner un número después de cada pregunta. Método utilizado habitualmente para apagar incendiarias. ¿Cómo iba a poner todo lo que sabía en ese espacio? ¿Dónde estaban las preguntas sobre Enola y Langby y el gato?

Me acerqué al escritorio de Dunworthy.

—La catedral estuvo a punto de arder anoche. ¿Qué clase de preguntas son éstas?

—Debería estar respondiendo preguntas, señor Bartholomew, no haciéndolas.

—Aquí no hay preguntas sobre la gente —dije. La otra capa de mi furia empezó a consumirse.

—Claro que las hay —dijo Dunworthy, pasando a la segunda página del cuestionario—. Número de bajas, mil novecientos cuarenta. Explosión, metralla, otros.

—¿Otros? —dije. El techo podía derrumbarse sobre mí en cualquier momento en una lluvia de polvo de yeso y furia—. ¿Otros? Langby apagó un fuego con su propio cuerpo. Enola tenía un resfriado que no hacía más que El gato… —Le quité el papel y escribí «un gato» en el estrecho espacio que había a continuación de «explosión»—. ¿Es que no le importan nada?

—Importan desde el punto de vista de la estadística —dijo—, pero como individuos son poco relevantes para el curso de la historia.

Mis reflejos se pusieron en marcha. Me sorprendí al descubrir que los de Dunworthy eran casi igual de lentos. Le rocé la mandíbula e hice que se le cayeran las gafas.

—Claro que son relevantes —grité—. ¡Ellos son la historia, y no esas malditas cifras!

Los reflejos de los sabuesos eran muy veloces. No había iniciado otro golpe cuando me cogieron por los brazos y me sacaron de la habitación.

—Están en el pasado sin que nadie pueda salvarles. No pueden ver más allá de sus narices y les bombardean continuamente, ¿y va a decirme que no son importantes? ¿A eso le llama usted ser un historiador?

Los sabuesos me llevaron en volandas hasta el recibidor.

—Langby salvó la catedral. ¿Cómo puede haber una persona más importante que ésa? ¡Usted no es un historiador! No es más que un… —Quería llamarle algo horrible, pero lo único que se me ocurrían eran frases de Langby—. ¡No es más que un cochino espía nazi! ¡No es más que una zorra burguesa holgazana!

Me tiraron al suelo, caí sobre manos y rodillas, y me dieron con la puerta en las narices.

—¡Si tengo que trabajar para usted, jamás seré historiador! —grité, y me fui a ver la lápida conmemorativa al servicio de vigilancia…

31 de diciembre: Tengo que escribir esto a trozos y poco a poco. Tengo las manos en muy mal estado, y los chicos de Dunworthy no me ayudaron mucho. Kivrin viene periódicamente, con su aire a lo Juana de Arco, y me pone tanta pomada en las manos que apenas puedo sujetar el lápiz.

La estación de St. Paul ya no existe, claro, así que bajé en Holborn y caminé el resto del camino pensando en mi último encuentro con el decano Matthews, la mañana siguiente a que ardiera todo el centro de la ciudad. Esta mañana.

—Tengo entendido que le salvó la vida a Langby —dijo—. Y que entre los dos salvaron anoche la catedral.

Le mostré la carta de mi tío y la miró como si no pudiera adivinar de qué trataba.

—Nada se salva para siempre —dijo, y por un terrible momento pensé que iba a decirme que Langby había muerto—. Tenemos que seguir salvando la catedral hasta que Hitler decida bombardear las poblaciones rurales.

Quise decirle que casi habían terminado las incursiones aéreas a Londres. Empezarían a bombardear el campo dentro de pocas semanas, Canterbury, Bath, y siempre apuntando a las catedrales. Usted y la catedral sobrevivirán a la guerra y vivirán para inaugurar la lápida conmemorativa.

—De todos modos, tengo la esperanza de que haya pasado lo peor.

—Sí, señor.

Pensé en la piedra, en la inscripción aún legible después de tanto tiempo. No, señor, lo peor no ha pasado.

Mantuve el ánimo hasta llegar a la cima de Ludgate Hill. Luego me perdí y vagué por los alrededores como un hombre en un camposanto. No recordaba que los guijarros se parecieran tanto al yeso del que Langby intentó desenterrarme. No podía encontrar la lápida por ninguna parte. Al final estuve a punto de caer sobre ella, echándome hacia atrás como si hubiera pisado una tumba.

Era todo lo que quedaba. Se supone que Hiroshima tuvo un puñado de árboles que seguían íntegros y Denver los escalones del capitolio. Ninguno tiene una inscripción que rece: «En recuerdo a los hombres y mujeres del servicio de vigilancia que por la gracia de Dios salvaron esta catedral». La gracia de Dios.

Hay parte de la inscripción borrada. Hay historiadores que aseguran que hay otra línea que decía «para siempre», pero no lo creo, no si el decano Matthews tuvo algo que ver con ello. Tampoco lo creería ni por un momento cualquiera de los vigilantes. Salvábamos la catedral cada vez que apagábamos una incendiaria, y sólo hasta que cayera la siguiente. Vigilar los sitios de riesgo, apagar los pequeños fuegos con la arena y las bombas de agua, los grandes con nuestros cuerpos, para impedir que ardiera la vasta y compleja estructura. Todo me parecía un curso de historia. Vaya un momento para descubrir lo que es de verdad un historiador cuando he tirado por la ventana mi oportunidad de ser uno con tanta facilidad como ellos tiraron dentro la bomba trazadora. No, señor, lo peor no ha pasado.

En la lápida hay quemaduras, allí donde la leyenda dice que estaba arrodillado el decano cuando estalló la bomba. Algo totalmente apócrifo, claro, ya que no es el sitio más apropiado para rezar. Es más probable que fuera la sombra de un turista preguntando por el teatro Windmill o la huella de una chica que le llevaba una bufanda a un voluntario. O un gato.

Nada se salva para siempre, decano Matthews, y lo sabía cuando entré el primer día por la puerta este, intentando ver algo en la oscuridad, pero de todos modos sigue siendo bastante malo. Lo es estar ahí arrodillado entre guijarros de los que no podía desenterrar ni amigos ni sillas plegables, sabiendo que Langby murió pensando que yo era un espía nazi, y que Enola vendría un día y yo no estaría aquí. Es bastante malo.

Pero no lo es tanto como podría serlo. Los dos habían muerto, y el decano Matthews, también, pero murieron sin saber lo que yo ya sabía, lo que hizo que me arrodillara en la Galería de los Susurros, enfermo de pena y culpa: que al final, ninguno de nosotros salvó la catedral. Y Langby no podía volverse y mirarme, sorprendido y dolorido hasta el corazón, para preguntarme: « ¿Quién lo hizo? ¿Tus amigos los nazis?». Y yo no tendría que responder: «No, los comunistas». Eso habría sido mucho peor.

He vuelto a mi cuarto y he dejado que Kivrin me pusiera más pomada en las manos. Quiere que duerma algo. Sé que debería hacer las maletas y marcharme. Sería humillante dejar que vinieran a echarme, pero no tengo fuerzas para luchar con ella. Se parece demasiado a Enola.

1 de enero: Parece que no me he limitado a dormir toda la noche, sino que, además, lo he hecho hasta pasada la hora matutina de llegada del correo. Cuando desperté, descubrí a Kivrin sentada en el borde de la cama sosteniendo un sobre.

—Han llegado tus calificaciones.

Puse la mano haciéndole sombrilla a los ojos.

—Pueden ser maravillosamente eficientes cuando quieren, ¿verdad?

—Sí —dijo Kivrin.

—Bueno, veámoslas —dije, sentándome—. ¿Cuánto tiempo tendré hasta que vengan a echarme?

Me entregó el sobre de la computadora. Lo abrí por la línea perforada.

—Espera —me dijo—. Quiero decirte algo antes de que lo abras. —Posó gentilmente la mano en mis quemaduras—. Estás equivocado con el departamento de historia. Son muy buenos.

No era exactamente lo que esperaba que dijera.

—Bueno no es la palabra que utilizaría para describir a Dunworthy —dije, sacando el contenido del sobre.

La expresión de Kivrin no cambió, ni siquiera cuando me quedé inmóvil, con la hoja impresa apoyada en mis rodillas, donde ella podía verla.

—Bueno —dije.

La nota estaba firmada por el estimado Dunworthy. Me había graduado. Con honores.

2 de enero: Hoy llegaron dos cosas en el correo. Una era el destino de Kivrin. El departamento de historia piensa en todo —incluso en mantenerla aquí el tiempo suficiente para que cuide de mí, hasta en prefabricar una prueba rigurosa para que la pasen sus estudiantes.

Creo que me gustaría pensar que fue eso lo que hicieron, que Enola y Langby sólo eran actores contratados y el gato un inteligente androide programado para el efecto final, pero no demasiado, porque no quiero creer que Dunworthy sea tan bueno, porque entonces no tendría este lacerante dolor que me provoca el no saber qué fue de ellos.

—¿Dijiste que tus prácticas fueron en la Inglaterra del mil trescientos? —le pregunté, mirándole con tanta sospecha como miré a

—Mil trescientos cuarenta y nueve —dijo, y su cara se derrumbó por el recuerdo—.

El año de la plaga.

—Dios mío. ¿Cómo pudieron hacer eso? La plaga es un diez.

—Tengo inmunidad natural —dijo, y se miró las manos.

No supe qué decir y abrí el otro sobre. Era un informe sobre Enola. Estaba impreso por la computadora; tenía hechos, fechas y estadísticas, todas esas cifras que tanto amaba el departamento de historia, pero me contaba lo que creía que debería quedarme sin saber; que Enola se curó el resfriado y que sobrevivió al Blitz. Su hermano Tom murió en los bombardeos de Bath, pero Enola vivió hasta el 2006, el año anterior a que volaran la catedral.

No sé si creer o no el informe, pero no me importa. Es como Langby leyéndole en voz alta al anciano, un acto de generosidad humana. Piensan en todo.

No en todo. No me han dicho lo que le pasó a Langby. Pero, mientras escribo esto, creo que lo sé: le salvé la vida. No importa que al día siguiente muriese en el hospital, y pese a todas las elecciones que se empeña en enseñarme el departamento de historia, sigo sin creer en una: nada está salvado para siempre. Creo que Langby sí lo está.

3 de enero: Hoy fui a ver a No sé lo que pretendía decirle: algún discurso pomposo sobre mi voluntad de servir en el servicio de vigilancia de la historia, manteniéndome firme, silenciosa y santificadamente, contra las incendiarias del corazón humano.

Pero me miró apenas entré, y me pareció que miraba a esa imagen luminosa que era la catedral brillando a la luz del sol antes de que desapareciera del todo, y que sabía mejor que nadie que el pasado no podía salvarse.

—Siento haberle roto las gafas, señor —le dije en vez de lo que llevaba pensado.

—¿Le gustó la catedral? —dijo.

Y, como cuando conocí a Enola, pensé que estaba interpretando mal la situación, que no sentía pérdida alguna, sino algo muy diferente.

—Mucho, señor.

—Sí, a mí también.

El decano Matthews se equivocaba. Luché con la memoria durante toda la práctica para descubrir al final que no era mi enemiga, y que ser un historiador no es ninguna carga bendecida con la santidad. Porque Dunworthy no mira a la fatal luz del sol de esta última mañana, sino a la penumbra de esa primera tarde, mirando a la enorme puerta este de la catedral, a lo que, como Langby, como todo lo demás, como cada momento, está en nosotros, a salvo para siempre.

Fredric Brown, Relato

Arena – Fredric Brown

Carson abrió los ojos y se encontró con la vista levantada hacia una fluctuante oscuridad azul.
Hacía calor, estaba tendido sobre la arena, y una puntiaguda roca incrustada en la arena se le clavaba en la espalda. Desplazó ligeramente su cuerpo hacia un lado, lejos de la roca, y después se incorporó hasta sentarse.
«Estoy loco»–pensó– , «loco, o muerto, o algo así.» La arena era azul, de un azul intenso. Y ni en la Tierra ni en ningún otro planeta existía algo parecido a una arena de color azul intenso.
Arena azul.
Arena azul bajo una cúpula azul que no era el cielo ni una habitación, sino un espacio limitado. Sabía que era limitado y finito a pesar de no ver su parte superior.
Cogió un puñado de arena y dejó que se deslizara entre sus dedos. Cayó encima de su pierna desnuda. ¿Desnuda?
Desnudo. Estaba completamente desnudo; su cuerpo destilaba sudor a causa del enervante calor, y estaba teñido de azul en los lugares donde la arena le había tocado.
Pero el resto de su cuerpo era blanco.
Pensó: «Entonces, esta arena es realmente azul. Si sólo pareciera azul debido a la luz azul, yo también estaría azul. Pero estoy blanco, de modo que la arena es azul. Arena azul. No hay arena azul. No existe ningún lugar como éste en el que ahora estoy.»
El sudor se le introducía en los ojos.
Hacía calor, más calor que en el infierno. Sólo que, según la creencia general, el infierno–el infierno de los antiguos–era rojo y no azul.
Pero si aquel lugar no era el infierno, ¿qué era? Sólo Mercurio, entre todos los planetas, tenía un clima tan caluroso, y aquello no era Mercurio. Mercurio estaba a unos seis mil millones de kilómetros de…
Entonces se acordó; se acordó de dónde había estado. En el pequeño vehículo de reconocimiento con capacidad para un solo hombre, explorando a un millón y medio de kilómetros escasos de donde estaba la Armada Terrestre, formada en orden de batalla para interceptar a los Intrusos.
Aquel súbito, estridente y desgarrador sonido de la alarma cuando el vehículo de reconocimiento enemigo–la nave intrusa–había entrado en el campo de sus detectores…
Nadie sabía quiénes eran los Intrusos, cómo eran, de qué lejana galaxia procedían, aparte de que estaban en la dirección general de las Pléyades.
Primero, ataques esporádicos a las colonias y avanzadas de la Tierra. Batallas aisladas entre patrullas terrestres y pequeños grupos de naves espaciales intrusas; batallas que a veces se ganaban y otras se perdían, pero que nunca habían dado como resultado la captura de una nave enemiga. Tampoco había sobrevivido ningún miembro de las colonias atacadas para describir a los Intrusos que habían abandonado sus naves, si realmente lo habían hecho.
Al principio no se consideró una amenaza demasiado grave, pues los ataques no fueron muy numerosos ni destructivos. E, individualmente, las naves se revelaron algo inferiores en armamento a los mejores cazas terrestres, aunque un poco superiores en velocidad y maniobrabilidad. En realidad, esta pequeña ventaja proporcionaba a los Intrusos la posibilidad de elegir entre la huída o la lucha, a menos que estuvieran rodeados.
Sin embargo la Tierra se había preparado para lo peor, para una confrontación decisiva, construyendo la flota más poderosa de todos los tiempos. Esta flota había estado aguardando mucho tiempo, pero al fin se vio que la confrontación era inminente.
Las naves de reconocimiento que patrullaban a treinta mil millones de kilómetros habían detectado la aproximación de una poderosa flota–una flota de ataque–que pertenecía a los Intrusos. Esas naves de reconocimiento no volvieron jamás, pero sus mensajes sí. Y ahora la Armada Terrestre, con sus diez mil naves y su medio millón de astronautas, estaba allí, fuera de la órbita de Plutón, esperando para interceptar al enemigo y luchar hasta la muerte.
Y sería una batalla muy igualada, a juzgar por los informes previos que se habían recibido desde la avanzada línea de piquetes, cuyos hombres habían dado la vida para informar–antes de morir–acerca del tamaño y la potencia de la flota enemiga.
Una batalla total, con la supremacía del sistema solar en juego, en la que las fuerzas estaban igualadas. Una última y única oportunidad, pues la Tierra y todas sus colonias estarían a merced de los Intrusos si éstos vencían…
Oh, sí; Bob Carson lo recordaba.
Nada de esto le explicaba la arena azul y la oscilante luz azulada. Pero aquel estridente sonido de la alarma y su esfuerzo por llegar al cuadro de mandos, su frenética torpeza al atarse al asiento, el punto de la visiplaca que aumentaba de tamaño…
La sequedad de su boca. La horrible certidumbre de que era eso. Por lo menos, para él, a pesar de que las flotas aún estuvieran fuera del radio de acción de sus armas respectivas.
Su primer contacto con la batalla. Al cabo de tres segundos habría alcanzado la victoria o sería un montón de cenizas. Estaría muerto.
Tres segundos: eso era lo que duraba una batalla espacial. El tiempo de contar hasta tres, lentamente y después habías vencido o estabas muerto. Un solo disparo bastaba para aniquilar la pequeña nave escasamente armada y blindada que servía para los reconocimientos.
Frenéticamente–mientras, inconscientemente, sus labios resecos articulaban la palabra «Uno»–manipuló los controles para mantener centrado aquel punto cada vez mayor en las líneas entrelazadas de la visiplaca.
Mientras hacía esto con las manos, tenía el pie derecho sobre el pedal que dispararía el rayo. El único rayo de infierno concentrado que daría en el blanco… o no. No habría tiempo para un segundo disparo.
–Dos.–No se dio cuenta de lo que había dicho. El punto centrado en la visiplaca ya no era un punto. A pocos miles de kilómetros de distancia, la ampliación de la placa lo mostraba como si sólo estuviera a unos centenares de metros. Era una brillante y rápida nave de reconocimiento, aproximadamente del mismo tamaño que la suya.
Y también una nave enemiga.
«Brrr…» Apoyó el pie en el pedal que dispararía el rayo…
Y, en aquel momento, el intruso giró súbitamente y desapareció de los hilos del retículo. Carson apretó frenéticamente varias teclas, para seguirlo.
Se mantuvo completamente fuera de la visiplaca durante una décima de segundo y después, cuando la proa de su nave giró tras el enemigo, volvió a verlo, cayendo en picado hacia tierra.
¿Hacia tierra?
Era una ilusión óptica de alguna clase. Tenía que serlo, aquel planeta–o lo que fuera–que ahora llenaba la visiplaca. Fuera lo que fuese, no podía estar allí. Era imposible. No existía ningún planeta más cercano que Neptuno, y éste se encontraba a cuatro mil quinientos millones de kilómetros…, con Plutón orbitando al otro lado del distante Sol.
¡Sus detectores! No habían descubierto ningún objeto de dimensiones planetarias, ni siquiera, un asteroide. Seguían sin hacerlo.
De modo que no podía estar allí, aquel objeto sin identificar hacia el cual se dirigía, a unos centenares de kilómetros por debajo de él.
Y, en su repentina ansiedad por evitar la colisión, incluso llegó a olvidarse de la nave enemiga. Accionó los cohetes de freno delanteros y, aunque el súbito cambio de velocidad le lanzó hacia delante y tensó las correas del asiento, preparó lo necesario para un giro de emergencia. Los apretó y siguió apretándolos, pues sabía que necesitaría todo lo que la nave diera de sí para no estrellarse y que un giro tan repentino le haría perder momentáneamente el conocimiento.
No perdió el conocimiento.
Y eso era todo. Estaba sentado sobre una ardiente arena azul, completamente desnudo pero indemne. Ni rastro de su nave espacial y–en cuanto a eso–ni rastro de espacio. Aquella curva que había sobre su cabeza no era el cielo, y no sabía qué podía ser.
Se levantó con esfuerzo.
Parecía haber algo más de gravedad que en la Tierra. No mucho más.
La arena se extendía hacia el horizonte, se veían unos cuantos escuálidos matorrales aquí y allá. Los matorrales también eran azules, pero su tonalidad variaba, ya que algunos eran más claros que la arena, y otros más oscuros.
Una pequeña criatura salió de debajo del matorral más cercano, algo parecido a una lagartija, aunque con más de cuatro patas. También era azul. De un azul intenso. Le vio y se apresuró a esconderse nuevamente debajo del arbusto.
Carson volvió a alzar la mirada para tratar de descubrir qué era lo que se extendía por encima de su cabeza. No podía decirse que fuera exactamente un techo, pero tenía forma de cúpula. Fluctuaba y resultaba difícil de observar. Pero, evidentemente, describía una curva descendente hasta el suelo, hasta la arena azul, en torno a él.
Estaba casi bajó la cúspide dé la cúpula. Aproximadamente, se hallaba a unos cien metros de la pared más cercana, si es que era una pared. Era como si un hemisferio azul de algo, de unos doscientos metros de diámetro, estuviera invertido sobre la llana extensión de la arena.
Y todo azul, salvo un objeto. Encima de una alejada pared curvada se veía un objeto rojo. Toscamente esférico, parecía medir un metro de diámetro. Demasiado lejos para que lo viera claramente a través de la oscilante luminosidad azul. Pero, inexplicablemente, se estremeció.
Se enjugó el sudor que perlaba su frente, o intentó hacerlo, con la palma de la mano.
¿Acaso era un sueño, una pesadilla? ¿Este calor, esta arena, esa imprecisa sensación de terror que experimentaba cuando miraba hacia aquel objeto rojo?
¿Un sueño? No, uno no se quedaba dormido y soñaba en plena batalla espacial.
¿La muerte? No, ni hablar. Si existiera la inmortalidad, no sería una cosa absurda como ésta, una cosa hecha de calor azul, arena azul y horror rojo.
Entonces oyó la voz…
La oyó en el interior de su cabeza, no con sus oídos. No procedía de ningún sitio y procedía de todos los sitios a la vez.
A través de los espacios y las dimensiones–recitó la voz en su mente– , y en este espacio y este tiempo, encuentro a dos pueblos dispuestos a enfrentarse en una guerra que exterminaría a uno y debilitaría tanto al otro que retrocedería y nunca cumpliría su destino, sino que degeneraría y volvería al polvo de donde salió. Y yo digo que esto no debe ocurrir.
«¿Quién… qué es usted?» Carson no lo dijo en voz alta, pero la pregunta se formó en su cerebro.
«No lo entenderías completamente. Soy…–Hubo una pausa, como si la voz buscara en el cerebro de Carson una palabra que no estaba allí, una palabra que él no conocía– . Soy el final evolutivo de una raza tan antigua que el tiempo no puede expresarse con palabras que tengan un significado en tu mente. Una raza fusionada en una sola entidad, eterna…»
«Una entidad igual a la que podría llegar a ser tu primitiva raza–volvió a producirse la búsqueda de una palabra–dentro de un tiempo. También podría ser el caso de la raza que tú llamas, en tu mente, los Intrusos. De modo que intervengo en la inminente batalla, la batalla entre dos flotas tan igualadas que causaría la destrucción de ambas razas. Una de ellas debe sobrevivir. Una de ellas debe progresar y evolucionar.»
«¿Una?–pensó Carson– . ¿La mía o…?»
«Está en mí poder impedir la guerra, devolver a los Intrusos a su galaxia. Pero ellos regresarían, o tu raza los seguiría, tarde o temprano. Únicamente quedándome en este espacio y este tiempo para intervenir constantemente, podría evitar que se destruyeran una a la otra, y no puedo quedarme.»
«Así que intervendré ahora. Destruiré completamente una flota sin causar daños a la otra. De este modo, sobrevivirá una civilización.»
Una pesadilla. Esto tenía que ser una pesadilla, pensó Carson. Pero sabía que no lo era.
Era demasiado absurdo, demasiado imposible, para que no fuera real.
No se atrevió a formular la pregunta: ¿cuál? Pero sus pensamientos lo hicieron por él.
«Sobrevivirá la más fuerte–dijo la voz– . Esto no lo puedo ni lo quiero cambiar. Yo sólo intervengo para convertir la victoria en una victoria absoluta, no–volvió a buscar–no una victoria pírrica para una raza quebrantada.»
«Desde los alrededores del futuro campo de batalla he atraído a dos individuos, a ti y a un Intruso. Por tu mente veo que en vuestra temprana historia de los nacionalismos las batallas entre campeones, para resolver diferencias entre razas, no eran desconocidas.»
«Tú y tu oponente estáis aquí; enfrentados el uno contra el otro, desnudos y desarmados, en condiciones igualmente desconocidas para los dos, igualmente desagradables para los dos. No hay un límite de tiempo porque aquí no existe el tiempo. El superviviente es el campeón de su raza. Esa raza sobrevivirá.»
«Pero…» La protesta de Carson fue demasiado inarticulada para poder expresarla, pero la voz la contestó.
«Es justo. Las circunstancias son tales que el accidente del vigor físico no decidirá completamente la cuestión. Hay una barrera. Ya lo entenderás. La capacidad intelectual y el valor serán más importantes que la fuerza. En especial el valor, que es la voluntad de sobrevivir.»
«Pero mientras esto tiene lugar, las flotas se…»
«No; estás en otro espacio, en otro tiempo. Mientras te encuentres aquí, el tiempo se habrá detenido en el universo que conoces. Veo que te preguntas si este lugar es real. Lo es, y no lo es. Tal como yo–para tu limitado entendimiento–soy y no soy real. Mi existencia es mental y no física. Tú me has visto como un planeta; podría haber sido como una mota de polvo o un sol.»
«Pero ahora, para ti, este lugar es real. Lo que aquí sufras será real. Y si mueres aquí, tu muerte será real. Si mueres, tu fracaso significará el fin de tu raza. Ya sabes suficiente.»
Y la voz dejó de oírse.
Volvía a encontrarse solo, pero no solo. Porque cuando Carson alzó la vista, vio que el objeto rojo, la esfera de horror roja, que ahora sabía que era el Intruso, rodaba hacia él.
Rodaba.
Daba la impresión de no tener brazos ni piernas que él pudiera ver, ni facciones. Rodaba sobre la arena azul con la fluida rapidez de una gota de mercurio. Y delante de ella, de una manera que no lograba comprender, avanzaba una paralizante oleada de nauseabundo, repugnante y horrible odio.
Carson miró desesperadamente a su alrededor. Una piedra, medio enterrada en la arena a pocos metros de él, era lo más parecido a un arma que se hallaba a su alcance. No era grande, pero tenía afilados bordes, como una lámina de pedernal.
La cogió y se agachó para recibir el ataque. Se acercaba con rapidez, con más rapidez de la que él corría.
No tenía tiempo para pensar cómo iba a combatir, ni cómo podía atacar para vencer a una criatura cuya fuerza, cuyas características y cuyo método de lucha no conocía. Rodando a tanta velocidad, parecía más que nunca una esfera perfecta.
A diez metros de distancia. Cinco. Y entonces se detuvo.
Mejor dicho, fue detenida. De repente, su parte más cercana se aplanó como si se hubiera adherido a una pared invisible. Rebotó, rebotó hacia atrás.
Después volvió a rodar hacia delante, pero más despacio, con más prudencia. Se detuvo nuevamente, en el mismo sitio. Avanzó otra vez, unos cuantos metros hacia un lado.
Allí había un obstáculo de alguna clase. Entonces se hizo la luz en la mente de Carson. Aquel pensamiento introducido en su mente por la entidad que les había llevado allí: «…el accidente del vigor físico no decidirá completamente la cuestión. Hay una barrera.»
Un campo de fuerza, naturalmente. No era el Campo de Netz, conocido por la ciencia de la Tierra, pues aquél brillaba y emitía un sonido crujiente. Este era invisible, silencioso.
Se trataba de una pared que iba de una parte a otra del hemisferio invertido; Carson no tuvo que verificarlo por sí mismo. La esfera lo estaba haciendo; rodaba lateralmente a lo largo del obstáculo, buscando una brecha que no existía.
Carson avanzó una docena de pasos, con la mano izquierda extendida ante él, y entonces su mano tropezó con la barrera. Era suave al tacto, blanda, más parecida a una hoja de goma que a un cristal. Estaba tibia, pero no más tibia que la arena extendida bajo sus pies. Y era completamente invisible, incluso de cerca.
Dejó caer la piedra y apoyó las dos manos en ella, empujándola. Dio la impresión de ceder, sólo un poco. Pero no fue más que un poco, a pesar de que después empujó con todas sus fuerzas. Parecía una lámina de goma respaldada por otra de acero. Elasticidad limitada y después firme resistencia.
Se puso de puntillas y estiró los brazos todo lo que pudo, pero la barrera seguía allí.
Vio que la esfera volvía, tras haber llegado a un lado de la arena. Carson sintió náuseas otra vez y se apartó de la barrera mientras pasaba. No se detuvo.
Pero ¿terminaba el obstáculo al nivel del suelo? Carson se arrodilló y escarbó en la arena. Era suave, ligera, fácil de cavar en ella. A sesenta centímetros de profundidad la barrera seguía allí.
La esfera regresaba nuevamente. Al parecer, no había encontrado una abertura en ninguno de los lados.
Tenía que haber algún modo de atravesarla, pensó Carson. Algún modo de entrar mutuamente en contacto; si no, aquel duelo era absurdo.
Pero ahora no había prisa en descubrirlo. Primero tenía que intentar una cosa. La esfera ya había vuelto y se detuvo justo enfrente de él, a sólo dos metros de distancia. Parecía estar observándole, aunque Carson no pudo ver ninguna evidencia externa de órganos sensoriales en la criatura. Nada que pareciera ojos ni orejas, ni siquiera boca. Sin embargo, ahora lo veía, tenía una serie de hendiduras, quizá una docena en total, y vio que surgían repentinamente dos tentáculos de dos de las hendiduras y se hundían en la arena como para probar su consistencia. Tentáculos de unos dos centímetros de diámetro y quizá treinta centímetros de longitud.
Pero los tentáculos eran retráctiles y se introducían en las hendiduras, de donde no salían más que cuando se utilizaban. Permanecían contraídos cuando la criatura rodaba y no parecían tener nada que ver con su método de locomoción. Este, por lo que Carson podía juzgar, se basaba en cierto cambio–no podía imaginarse exactamente cómo–de su centro de gravedad.
Se estremeció mientras observaba a la criatura. Era extraña, sumamente extraña, horriblemente distinta de todo lo conocido en la Tierra o de cualquiera de las formas de vida encontradas en los otros planetas solares. Instintivamente, de alguna manera, él sabía que su mente era tan extraña como su cuerpo. Pero tenía que intentarlo. Si no poseía ninguna clase de poderes telepáticos, la tentativa estaba condenada al fracaso, pero él opinaba que sí poseía esos poderes. En todo caso, había habido una proyección de algo que no era físico cuando hacía sólo unos minutos, se había dirigido por vez primera hacia él. Una oleada de odio casi tangible.
Si era capaz de proyectar tal cosa, quizá también pudiera leerle el pensamiento, suficientemente para sus fines.
Con suma lentitud, Carson cogió la piedra que había sido su única arma, volvió a tirarla con un gesto de renuncia, y alzó las manos vacías; con las palmas hacia arriba, ante sí.
Habló en voz alta; consciente de que aunque las palabras no significaran nada para la criatura que tenía frente a sí, el hecho de pronunciarlas concentraría sus propios pensamientos con mayor fuerza en el mensaje.
–¿Es que no puede haber paz entre nosotros?–dijo, oyendo el extraño sonido de su propia voz en el absoluto silencio reinante– . La Entidad que nos ha traído aquí acaba de explicarnos lo que ocurrirá si nuestras razas combaten: extinción de una y debilitamiento y regresión de la otra. La batalla que ambas librarán, ha dicho la Entidad, depende de lo que nosotros hagamos aquí. ¿Por qué no podemos acordar una paz eterna, tu raza en su galaxia, nosotros en la nuestra?
Carson borró toda idea de su mente para recibir la contestación.
Esta llegó, y le hizo tambalear físicamente. Incluso retrocedió varios pasos a causa del tremendo horror que le produjo la intensidad del odio y la sed de sangre de las imágenes rojas que le fueron arrojadas. No como palabras articuladas, como le habían llegado los pensamientos de la Entidad, sino como una oleada tras otra de cruel emoción.
Durante un momento que le pareció una eternidad tuvo que luchar contra el impacto mental de aquel odio, esforzarse para borrarlo de su mente y desechar los extraños pensamientos a los que había dado entrada al anular los suyos. Volvió a tener náuseas.
Su mente se fue despejando lentamente, como la de un hombre que se despierta tras una pesadilla se libra de la aterradora trama con que el sueño estaba tejido. Respiraba entrecortadamente y se sentía más débil, pero podía pensar.
Siguió estudiando a la esfera. Esta había permanecido inmóvil durante el duelo mental que tan a punto había estado de ganar. Ahora rodó unos cuantos metros hacia un lado, hasta el matorral azul más próximo. Tres tentáculos surgieron de las ranuras y empezaron a explorar el arbusto.
–De acuerdo–dijo Carson– , así que es la guerra.–Esbozó una irónica sonrisa– . Si he recibido bien tu contestación, la paz no te atrae.–Y como al fin y al cabo, era muy joven y no pudo resistir el impulso de ser dramático, añadió– : ¡A muerte!
Pero su voz, en aquel silencio total, sonó muy ridícula, incluso para él mismo. Entonces se le ocurrió que aquello era a muerte. No sólo su propia muerte o la del objeto esférico de color rojo con el que ahora identificaba al Intruso, sino la muerte de toda una raza, la de una o la del otro. El fin de la raza humana, si fracasaba.
Pensar esto le hizo sentirse repentinamente muy humilde y muy asustado. Más que pensarlo, saberlo. De algún modo, con una seguridad que incluso estaba por encima de la fe, sabía que la Entidad responsable de aquel duelo había dicho la verdad acerca de sus intenciones y sus poderes. No estaba bromeando.
El futuro de la humanidad dependía de él. Era una idea espantosa, y la alejó de su mente. Tenía que concentrarse en la situación inmediata.
Tenía que existir un medio de atravesar la barrera; o matar a través de ella.
¿Mentalmente? Confiaba en que éste no fuera el único sistema, pues era evidente que la esfera tenía unos poderes telepáticos más fuertes que los primitivos y poco desarrollados de la raza humana. ¿O no era así?
Había conseguido borrar de su mente los pensamientos del Intruso. ¿Podría él borrar los suyos? Si su capacidad de proyección era más fuerte, ¿no era posible que su mecanismo receptor fuera más vulnerable?
Lo observó fijamente y trató de concentrar todos sus pensamientos en él.
«Muérete–pensó– . Vas a morir. Vas a morir. Vas a…»
Probó diversas variaciones y escenas mentales. El sudor humedeció su frente y se encontró temblando por la intensidad del esfuerzo. Pero el Intruso prosiguió su investigación del matorral, tan absolutamente impávido como si Carson estuviera recitando la tabla de multiplicar.
Así que aquello no servía.
El calor y su titánico esfuerzo para concentrarse le hicieron sentir muy débil y mareado. Se sentó en la arena azul para descansar un poco y concentrar toda su atención en observar y estudiar a la esfera. Era posible que, por medio de un detenido examen, pudiera juzgar su fuerza y detectar su debilidad, enterarse de cosas que tal vez le resultaran útiles si llegaban a combatir.
Estaba arrancando ramitas. Carson le observó atentamente, procurando descubrir si le costaba mucho hacerlo. Después, pensó, buscaría un arbusto parecido en su propio lado, arrancaría ramitas de igual grosor, y podría comparar la fuerza física de sus propios brazos y manos con aquellos tentáculos.
Las ramitas se quebraban con dificultad; vio que el Intruso tenía que luchar con cada una de ellas. Vio que los tentáculos se bifurcaban en dos dedos en el extremo, dedos rematados por una uña o garra. Estas no parecían especialmente largas ni peligrosas. No más que sus propias uñas, si se las dejaba crecer un poco.
No, en conjunto, no daba la impresión de ser demasiado robusto para vencerlo físicamente. A menos, desde luego, que aquel arbusto estuviera hecho de una materia muy fuerte. Carson miró a su alrededor y, sí, cerca de él había otro arbusto del mismo tipo.
Se acercó y arrancó una rama. Era quebradiza, fácil de romper. Naturalmente, el Intruso podía haber estado simulando deliberadamente, pero él no lo creía así.
Por otra parte, ¿en qué consistía su vulnerabilidad? ¿Cómo podría matarlo, si tenía la ocasión? Volvió a estudiarlo. La piel externa parecía muy resistente. Necesitaría un arma puntiaguda de alguna clase. Cogió otra vez la piedra. Debía medir unos treinta centímetros de longitud, era estrecha, y bastante afilada en un extremo. Si se astillara como el pedernal, podría convertirla en una utilísima navaja.
El Intruso seguía sus investigaciones en el matorral. Volvió a rodar, hasta el más cercano de otro tipo. Una pequeña lagartija azul de muchas patas, como la que Carson había visto en su lado de la barrera, salió rápidamente de debajo del arbusto.
El Intruso disparó uno de sus tentáculos y la atrapó. Apareció otro tentáculo y empezó a arrancar las patas de la lagartija con frialdad y calma, como si estuviera arrancando las ramas del arbusto. La criatura se debatía frenéticamente y emitía un agudo chillido, el primer sonido que Carson había oído allí aparte del de su propia voz.
Carson se estremeció y quiso apartar la mirada. Pero se obligó a seguir observando; cualquier cosa que pudiera aprender respecto a su oponente le resultaría útil. Incluso este conocimiento de su innecesaria crueldad. En especial, pensó con un súbito y perverso acceso de emoción, este conocimiento de su innecesaria crueldad. Sería un placer dar muerte a la criatura, cuando se le presentara la ocasión.
Se fortificó para observar el desmembramiento de la lagartija, por este mismo motivo.
Pero sintió una gran alegría cuando, con la mitad de sus patas arrancadas, la lagartija cesó de luchar y chillar y yació inerte y muerta en las garras del Intruso.
Este no continuó con el resto de las patas. Tiró desdeñosamente la lagartija lejos de él, en dirección a Carson. El animal muerto describió un arco en el aire y aterrizó a sus pies.
¡Había atravesado la barrera! ¡La barrera ya no se levantaba entre ellos!
Carson se puso en pie de un salto, agarró fuertemente el cuchillo y se lanzó hacia delante. ¡Eliminaría a aquel ser en seguida! Habiendo desaparecido la barrera…
Pero no había desaparecido. Lo descubrió de la manera más penosa, golpeándose la cabeza contra ella y casi desmayándose del dolor. Rebotó hacia atrás y se cayó.
Y cuando se incorporaba, sacudiendo la cabeza para despejarse, vio que algo volaba hacia él y, para esquivarlo, volvió a tenderse rápidamente sobre la arena, hacia un lado. Consiguió apartar el cuerpo, pero sintió un repentino y agudo dolor en la pantorrilla de su pierna izquierda.
Retrocedió a gatas, haciendo caso omiso del dolor, y consiguió levantarse. Entonces vio que lo que le había golpeado era una piedra. Y la esfera estaba cogiendo otra en aquel momento, lanzando hacia atrás los tentáculos que la aprisionaban para darle impulso, y a punto de disparar nuevamente.
Planeó en el aire hacia él, pero pudo esquivarla fácilmente. Al parecer, el Intruso era capaz de tirar con puntería, pero no demasiado fuerte ni demasiado lejos. La primera piedra le había alcanzado porque estaba sentado y no la había visto venir hasta que se halló sobre él.
Mientras esquivaba este débil segundo disparo, Carson lanzó el brazo derecho hacia atrás y lo agitó sin soltar la piedra que aún tenía en la mano. Si los misiles, pensó con súbita alegría, podían cruzar la barrera, no había inconveniente en que fueran dos los que jugasen a lanzarlos. Y el brazo derecho de un terrícola…
No podía errar a una esfera de noventa centímetros de radio a una distancia de sólo cuatro metros, y no erró. La piedra silbó por los aires, y con una velocidad mucho mayor que la de los mísiles disparados por la esfera. Dio exactamente en el blanco, pero desgraciadamente llegó plana, en vez de hacerlo de punta.
Pero dio en el blanco, y, evidentemente, a juzgar por el ruido que hizo, tuvo que causar dolor a la víctima. El Intruso estaba buscando otra piedra, pero cambió de opinión y se alejó de allí. Cuando Carson pudo encontrar y tirar otra piedra, la esfera estaba a cuarenta metros de la barrera y seguía alejándose.
Falló el segundo disparo por escasos metros, y el tercero fue corto. El Intruso estaba fuera de su alcance…, por lo menos, fuera del alcance de un misil lo bastante pesado para ser efectivo.
Carson sonrió con ironía. Aquel asalto lo había ganado él. A menos que…
Dejó de sonreír mientras se agachaba para examinarse la pantorrilla. El puntiagudo extremo de la piedra le había hecho un corte bastante considerable, de varios centímetros de profundidad. Sangraba mucho, pero no creyó que fuese tan profundo como para haberle afectado alguna arteria. Si dejaba de sangrar por sí solo, tanto mejor. Si no, tendría que enfrentarse con un problema grave.
Sin embargo, había algo más importante que el corte. Averiguar la naturaleza de la barrera.
Se acercó nuevamente a ella, esta vez con las manos extendidas frente a él. La encontró; apoyó una mano en el obstáculo y lanzó un puñado de arena con la otra. La arena pasó a través de ella. Su mano, no.
¿Materia orgánica contra materia inorgánica? No, porque la lagartija muerta la había atravesado, y una lagartija, viva o muerta, era ciertamente orgánica. ¿La vida vegetal? Arrancó una ramita y la lanzó contra la barrera. La ramita la atravesó, sin resistencia, pero cuando los dedos que sostenían la rama llegaron a la barrera, fueron detenidos.
El no podía atravesarla, y tampoco el Intruso. Pero las piedras, la arena y una lagartija muerta…
¿Y una lagartija viva? Empezó a buscar, debajo de los matorrales, hasta que encontró una y la atrapó. La lanzó suavemente contra la barrera y vio que rebotaba y se escabullía por la arena azul.
Esto le dio la respuesta, por lo menos hasta donde él podía determinar. La pantalla era una barrera para los seres vivos. Los muertos y la materia inorgánica podían atravesarla.
Una vez hecha esta comprobación, Carson volvió a observar su pierna herida. Sangraba menos; lo cual indicaba que no tendría que hacerse un torniquete. Pero sería conveniente encontrar agua, si es que allí había, para limpiar la herida.
Agua… Esta sola imagen le hizo darse cuenta de que tenía mucha sed. Tendría que encontrar agua, en caso de que aquella contienda se prolongara.
Cojeando ligeramente, se alejó para hacer todo el circuito de su mitad del ruedo. Guiándose con una mano a lo largo de la barrera, avanzó hacia su derecha hasta llegar a la curvada pared lateral. Era visible, de un opaco gris azulado a corta distancia, y su superficie era igual que la de la barrera central.
Realizó el experimento de lanzar un puñado de arena contra ella; la arena llegó a la pared y desapareció al atravesarla. El cascarón hemisférico era también un campo de fuerza. Pero éste era opaco, y no transparente como la barrera.
Fue rodeándolo hasta llegar nuevamente a la barrera, y siguió andando a lo largo de la barrera hasta el punto desde donde había comenzado.
Ni rastro de agua.
Ya preocupado, inició una serie de zigzags de ida y vuelta entre la barrera y la pared, cubriendo absolutamente todo el espacio intermedio.
Nada de agua. Arena azul, matorrales azules y un calor intolerable. Nada más.
Su imaginación debía ser la causa, se dijo airadamente, de que tuviera tanta sed. ¿Cuánto tiempo hacía que estaba allí? Desde luego, nada de tiempo, de acuerdo con su propia estructura de tiempo y espacio. La Entidad le había dicho que el tiempo se detendría en el exterior, mientras él estuviera allí. Pero sus procesos corporales seguían desarrollándose allí, exactamente igual. Y de acuerdo con los cálculos de su cuerpo, ¿cuánto tiempo hacía que estaba allí? Tres o cuatro horas, quizá. Desde luego, no lo suficiente para tener tantísima sed.
Pero la tenía; notaba la garganta seca. Probablemente se debiera al intenso calor. ¡Era un calor sofocante! Supuso que la temperatura sobrepasaba los cuarenta grados centígrados. Era un calor seco, desprovisto del más ligero movimiento de aire.
Cojeaba bastante y estaba agotado cuando terminó la inútil exploración de sus dominios.
Miró hacia la inmóvil esfera y esperó que se sintiera tan mal como él. Con toda seguridad, tampoco lo estaba pasando bien. La Entidad había dicho que las condiciones eran igualmente desconocidas e igualmente desagradables para los dos. Quizá el Intruso viniese de un planeta donde reinaba una temperatura media de setenta grados centígrados. Quizá se estuviese helando mientras él se asaba.
Quizá el aire fuese demasiado denso para su enemigo, mientras que para él era demasiado tenue. Porque el ejercicio de sus exploraciones le había dejado jadeante. Entonces se dio cuenta de que la atmósfera que allí había no era mucho más densa que la de Marte.
No había agua.
Eso significaba un plazo de tiempo, por lo menos para él. A menos que descubriera el modo de cruzar la barrera o matar a su oponente desde este lado de ella, la sed le mataría a él.
Esto le confirió una sensación de desesperada urgencia. Tenía que apresurarse.
Pero se sentó un momento para descansar, para reflexionar.
¿Qué había por hacer allí? Nada, y al mismo tiempo, muchas cosas. Las diversas variedades de arbustos, por ejemplo. No tenían un aspecto demasiado prometedor, pero tenía qué examinarlos, por si acaso. Y su pierna…, tendría que hacer algo con ella, aunque no tuviese agua para limpiar la herida. Reuniría municiones en forma de piedras. Encontraría una piedra que le sirviera de cuchillo.
La pierna le dolía bastante, y decidió que esto era lo primero. Una variedad de matorral tenía hojas o algo muy parecido a hojas. Arrancó un puñado y, después de examinarlas, decidió correr el riesgo. Las utilizó para limpiar la arena, el polvo y la sangre reseca; después hizo una almohadilla con hojas frescas y la ató sobre la herida con zarcillos del mismo arbusto.
Los zarcillos sé revelaron inesperadamente fuertes y resistentes. Eran delgados, blandos y flexibles, pero no pudo romperlos. Tuvo que aserrarlos con uno de los afilados extremos del pedernal azul. Los más gruesos debían medir unos treinta centímetros de largo, y él archivó en su memoria, para futuras referencias, el hecho de que un manojo de los gruesos, convenientemente atados, podían constituir una utilísima cuerda. Quizá se le ocurriera un empleo para la cuerda.
Después, se fabricó un cuchillo. El pedernal azul sí que se astillaba. A partir de una esquirla de treinta centímetros de longitud, se hizo un arma tosca pero mortífera. Y con los zarcillos del arbusto se fabricó un cinturón de cuerda en el cual podría introducir el cuchillo de pedernal, a fin de no abandonarlo ni un instante y seguir teniendo las manos libres.
Continuó estudiando los matorrales. Había otros tres tipos. Uno de ellos no tenía hojas, era seco, quebradizo, y se parecía a una planta rodadora seca. Otro era de una madera blanca, desmenuzable, similar a la yesca. Daba la impresión de ser un excelente combustible para hacer una hoguera. El tercer tipo era el más parecido a los terrestres. Tenía unas hojas frágiles que se marchitaban al tocarse, pero los troncos, aunque cortos, eran rectos y fuertes.
Hacía un calor horrible, insoportable.
Se acercó cojeando a la barrera y la palpó para asegurarse de que aún estaba allí. Estaba.
Se quedó observando un rato al Intruso. Se mantenía a una distancia prudencial de la barrera, fuera del alcance de las piedras. Estaba muy ocupado, haciendo algo. El no pudo descubrir qué hacía.
Una vez dejó de moverse, se aproximó un poco y pareció concentrar su atención en él. Carson tuvo que repeler nuevamente una oleada de náuseas. Le tiró una piedra y el Intruso retrocedió y volvió a su actividad anterior.
Por lo menos, podía mantenerlo a distancia.
Para lo que eso le servía…, pensó amargamente. De todos modos, pasó una o dos horas recogiendo piedras del tamaño adecuado para tirárselas, y haciendo varios ordenados montones, cerca de su lado de la barrera.
La garganta le ardía. Le resultaba muy difícil pensar en algo que no fuera agua.
Pero tenía que pensar en otras cosas. En atravesar la barrera, por debajo o por encima de ella, en atrapar aquella esfera roja y matarla antes de que aquel reino de calor y sed le matara a él.
La barrera se extendía hasta las paredes de ambos lados, pero ¿hasta qué altura y hasta qué profundidad bajo la arena?
Durante sólo un momento, Carson se sintió demasiado aturdido para pensar en cómo averiguaría alguna de esas cosas. Ociosamente, sentado en la ardiente arena–a pesar de que no recordaba haberse sentado–observó a una lagartija que se arrastraba desde su refugio debajo de un matorral hacia otro cercano.
Cuando estuvo debajo del segundo matorral, le miró.
Carson esbozó una sonrisa. Quizá estuviera empezando a perder la razón, porque súbitamente recordó la vieja historia de los colonizadores del desierto de Marte, extraída de una historia del desierto aún más antigua que se contaba en la Tierra… «No tardas en sentirte tan solo que empiezas a hablar a las lagartijas, y aun tardas menos en descubrir que las lagartijas te contestan…»
Naturalmente, tendría que haberse concentrado en la forma de matar al Intruso, pero, en lugar de eso, sonrió a la lagartija y dijo:
–Hola.
La lagartija dio unos pasos hacia él.
–Hola–dijo, a su vez.
Carson se quedó estupefacto, pero casi en seguida lanzó la cabeza hacia atrás y estalló en carcajadas. Esto no le produjo el dolor de garganta que era de esperar, así que no tenía, tanta sed como pensaba.
¿Por qué no? ¿Por qué la Entidad que ideó aquel lugar de pesadilla no podía tener sentido del humor, aparte de sus otros poderes? «Lagartijas parlantes, capaces de contestarme en mi idioma, si yo les hablo… Es un bonito detalle.»
Sonrió a la lagartija y dijo:
–Acércate.
Pero la lagartija giró y se escabulló, deslizándose de un matorral a otro hasta perderse de vista.
Volvía a tener sed.
Y tenía que hacer algo. No podría ganar el combate si permanecía sentado, sudando y compadeciéndose de sí mismo. Tenía que hacer algo. Pero ¿qué?
Atravesar la barrera. Pero no podía atravesarla, ni pasar por encima de ella. Sin embargo, ¿estaba seguro de que no podía pasar por debajo? Y pensándolo bien, ¿acaso no se encontraba agua algunas veces con sólo cavar un poco? Sería matar dos pájaros de un tiro…
Con grandes dificultades, Carson se acercó a la barrera y empezó a cavar, sacando arena con las dos manos a la vez. Era un trabajo lento y pesado, pues la arena se derrumbaba en los bordes y cuanto más profundo era el agujero, mayor diámetro debía tener. No habría podido decir cuantas horas invirtió en la tarea, pero tocó una superficie dura a un metro de profundidad. Una superficie seca; ni rastro de agua.
Y el campo de fuerza de la barrera llegaba hasta la superficie rocosa. Nada que hacer. Nada de agua. Nada de nada.
Salió a duras penas del agujero y se tendió en el suelo, jadeando; entonces levantó la cabeza para mirar al otro lado y ver lo que hacía el Intruso. Debía de estar haciendo algo con las ramas de los arbustos, que ataba con zarcillos. Un armazón de forma muy extraña y cerca de un metro veinte de altura, toscamente cuadrado. A fin de verlo mejor, Carson se encaramó al montón de arena que había excavado del agujero; y lo observó detenidamente.
En la parte posterior había dos largas palancas que sobresalían, y una de ellas tenía un objeto con forma de copa en el extremo. Parecía una especie de catapulta, pensó Carson.
Efectivamente, el Intruso se disponía a poner una roca de considerable tamaño en el recipiente. Uno de sus tentáculos subió y bajó la otra palanca varias veces; después movió ligeramente la máquina como para afinar la puntería y la palanca con la piedra avanzó a toda velocidad.
La piedra describió un arco a varios metros por encima de la cabeza de Carson, yendo a caer tan lejos que ni siquiera tuvo que agacharse, pero calculó la distancia que había recorrido, y silbó admirativamente. El no podría tirar una piedra de ese peso ni a la mitad de esa distancia. Y aunque retrocediera hasta el fondo de su terreno, seguiría estando dentro del radio de acción de La máquina, si el Intruso la empujaba hasta la barrera.
Otra piedra zumbó por encima de él. Esta vez no cayó tan lejos.
Llegó a la conclusión de que aquel aparato podía ser peligroso. Quizá fuera mejor hacer algo al respecto.
Yendo de un lado a otro a lo largo de la barrera, para que la catapulta no pudiera horquillarle, lanzo una docena de piedras sobre ella. Pero vio que esto no serviría de nada. Tenían que ser piedras pequeñas, o no podría tirarlas tan lejos. Si tocaban el armazón, rebotaban sin hacerle nada. Y el Intruso no tenía dificultades, a esa distancia, para apartarse de las que caían cerca.
Además, tenía el brazo muy cansado. Le dolía todo el cuerpo. Si por lo menos pudiera descansar un rato sin tener que esquivar las piedras lanzadas por aquella catapulta a intervalos regulares de quizá treinta segundos cada uno…
Retrocedió dando tumbos hasta el fondo del ruedo. Entonces comprendió que eso tampoco servía de nada. Las piedras también llegaban hasta allí, sólo que los intervalos entre una y otra eran más largos, como si se necesitara más tiempo para levantar el mecanismo, fuera lo que fuese, de la catapulta.
Se arrastró nuevamente hacia la barrera. Se cayó varias veces y le costó mucho levantarse y continuar. Comprendió que estaba casi al límite de sus fuerzas. Sin embargo, no se atrevía a dejar de moverse, hasta que lograra inutilizar la catapulta. Si se quedaba dormido, no volvería a despertarse.
Una de las piedras disparadas le dio la primera idea. Cayó sobre uno de los montones de piedras que había reunido cerca de la barrera para usar como munición y lanzó chispas.
Chispas. Fuego. Los hombres primitivos hacían fuego a partir de las chispas, y con algunos de aquellos arbustos secos como combustible…
Afortunadamente, había un arbusto de ese tipo muy cerca de él. Lo arrancó, lo llevó junto al montón de piedras y, pacientemente, frotó una piedra contra otra hasta que una chispa tocó la rama del arbusto parecido a la yesca. Ardió en llamas con tal rapidez que le chamuscó las cejas y quedó reducido a cenizas en cuestión de segundos.
Pero ahora ya tenía la idea, y al cabo de unos minutos había conseguido encender una pequeña hoguera al abrigo del montón de arena que había hecho al cavar el agujero hacía una o dos horas. Los arbustos de yesca la habían comenzado, y otros arbustos que ardían, pero más lentamente, mantuvieron una llama continua.
Los resistentes zarcillos no ardían fácilmente; eso facilitaba la labor de hacer y tirar bombas incendiarias. Un haz de ramas atadas a una pequeña piedra para que pesaran más y un zarcillo largo a modo de cuerda para lanzarlo.
Hizo media docena antes de encender y tirar el primero. Erró el blanco, y el Intruso inició una apresurada huida, arrastrando la catapulta tras de sí. Pero Carson tenía los otros preparados y los tiró en rápida sucesión. El cuarto cayó sobre el armazón de la catapulta, y logró su propósito. El Intruso trató desesperadamente de apagar las llamas tirando arena, pero sus tentáculos sólo cogían un minúsculo puñado cada vez y sus esfuerzos eran inútiles. La catapulta ardió.
El Intruso logró ponerse a salvo del fuego y concentró su atención en Carson, que nuevamente captó aquélla oleada de odio y náuseas. Pero más débilmente; o el Intruso se estaba debilitando o Carson había aprendido cómo protegerse del ataque mental.
Le hizo un gesto de burla y le obligó a ponerse a cubierto tirándole una piedra. La esfera roja retrocedió hacia el fondo de su mitad del ruedo y comenzó a arrancar arbustos otra vez. Probablemente tenía la intención de hacer otra catapulta.
Carson verificó–por centésima vez–que la barrera seguía funcionando, y después se encontró sentado en la arena junto a ella, pues de pronto se sintió demasiado cansado para permanecer en pie.
El dolor de la pierna era continuo y estaba realmente sediento. Pero estas cosas palidecían frente a la completa sensación de agotamiento físico que se había adueñado de todo su cuerpo.
Y el calor.
El infierno debía de ser así, pensó. El infierno en el que los antiguos creían. Luchó por mantenerse despierto, a pesar de que ello pareciera inútil, pues no podía hacer nada. Nada, mientras la barrera fuese inexpugnable y el Intruso estuviera fuera de su radio de acción.
Pero tenía que haber algo. Trató de recordar las cosas que había leído en los libros de arqueología respecto a los métodos de lucha empleados en los tiempos anteriores al metal y el plástico. El misil de piedra, eso fue lo primero, pensó. Bueno, eso ya lo tenía.
La única forma de mejorarlo era una catapulta, como la que el Intruso había hecho. Pero él nunca lograría fabricar una, con los minúsculos trozos de madera que le proporcionaban los matorrales; no veía ni una sola pieza que sobrepasara los treinta centímetros de longitud. Desde luego, podía idear un mecanismo similar, pero no le quedaban las fuerzas suficientes para una tarea que requeriría días.
¿Días? Pero el Intruso habla hecho una. ¿Acaso ya hacía días que se encontraban allí? Después recordó que la esfera tenía muchos tentáculos con los que trabajar y que, indudablemente, podía hacer ese trabajo con mayor rapidez que él.
¿Un arco y flechas? No; intentó disparar con este sistema en una ocasión y reconoció en seguida su ineptitud. Incluso con un perfeccionado modelo de deportista, diseñado para no errar jamás el blanco. Con un aparato tosco como el que lograría construir allí, dudaba que pudiera disparar a mayor distancia de la que podía alcanzar con una piedra, y sabía que no afinaría tanto la puntería.
¿Una lanza? Bueno, eso sí que podía hacerlo. Sería inútil como arma arrojadiza a distancia, pero podía servirle a poca distancia, si es que alguna vez conseguía estar a poca distancia de su enemigo.
Fabricar una le proporcionaría algo que hacer. Le ayudaría a no seguir divagando, como estaba empezando a hacer. Había llegado a un punto en que a veces necesitaba concentrarse un rato para recordar por qué se encontraba allí, y por qué tenía que matar a la esfera.
Afortunadamente, aún estaba junto a uno de los montones de piedras. Las removió sin cesar hasta que halló una que parecía tener la forma de una punta de lanza. Se puso a astillarla con una piedra de tamaño menor, e hizo unos afilados salientes en los lados para que no volviera a salir si lograba penetrar.
¿Como un arpón? Era una buena idea, pensó. Quizá un arpón fuera más apropiado para aquel absurdo combate. Si conseguía clavarlo en el cuerpo del Intruso, y ataba una cuerda al arma, podría arrastrarlo hasta la barrera y la hoja pétrea de su cuchillo atravesaría esa barrera, aunque sus manos no lo hicieran.
La pértiga resultó más difícil de hacer que la cabeza. Pero tras romper y unir los tallos principales de cuatro de los arbustos, y atar las junturas con los finos aunque resistentes zarcillos, consiguió una pértiga de un metro y medio de longitud, a cuyo extremo ató la punta de piedra en una muesca.
Era tosca, pero fuerte.
Y la cuerda. Con los finos y resistentes zarcillos se fabricó seis metros de cordel. Era ligero y no parecía fuerte, pero estaba seguro de que aguantaría su peso e incluso más. Ató uno de los extremos a la pértiga del arpón y el otro en torno a su muñeca derecha. Por lo menos, si lanzaba el arpón más allá de la barrera, podría recuperarlo en caso de que fallara.
Después, cuando hubo hecho el último nudo y no le quedó nada más que hacer; el calor, el agotamiento y el dolor de la pierna, así como la horrible sed, le parecieron súbitamente cien veces peores que antes.
Trató de levantarse para ver lo que hacía el Intruso en aquel momento, pero vio que no podía ponerse en pie. A la tercera tentativa, consiguió arrodillarse y volvió a caerse cuan largo era.
«Tengo que dormir–pensó– . Si tuviéramos que enfrentarnos ahora, yo no podría hacer nada. Si él lo supiera, podría acercarse y matarme tranquilamente. Tengo que recuperar fuerzas.»
Lentamente, laboriosamente, se alejó a rastras de la barrera. Diez metros, veinte…
El ruido sordo de algo que chocaba contra la arena no lejos de él le arrancó de un sueño confuso y horrible para enfrentarle con una realidad más confusa y horrible todavía, y abrió nuevamente los ojos al resplandor azul que reinaba sobre la arena azul.
¿Cuánto rato había dormido? ¿Un minuto? ¿Un día?
Otra piedra se estrelló cerca de él y le salpicó de arena. Puso las manos debajo del cuerpo y se incorporó. Volvió la cabeza y vio al Intruso a veinte metros de distancia, junto a la barrera.
Se alejó apresuradamente cuando él se incorporó, sin detenerse hasta llegar lo más lejos que pudo.
Comprendió que se había quedado dormido demasiado pronto, cuando aún estaba dentro del radio de acción del Intruso. Al verle tendido e inmóvil, se había atrevido a acercarse a la barrera y dispararle. Afortunadamente, no se había dado cuenta de lo débil que estaba porque, de lo contrario, hubiera permanecido allí y seguido tirando piedras.
¿Había dormido mucho? No lo creía, pues se sentía igual que antes. Nada descansado, ni más sediento, ni diferente. Lo más probable es que sólo hiciera unos minutos que estaba allí.
Empezó a arrastrarse de nuevo, pero esta vez se obligó a continuar hasta alejarse lo más posible, hasta que la opaca e incolora pared de la concha exterior del ruedo no estuvo más que a un metro de él.
Entonces, volvió a perder el mundo de vista.
Cuando se despertó, nada de lo que le rodeaba había cambiado, pero esta vez comprendió que había dormido largo rato.
Lo primero que notó fue que tenía la boca seca y pastosa; además, su lengua debía de estar hinchada.
Comprendió que algo iba mal, mientras recobraba lentamente la plena conciencia de las cosas. Se sentía menos cansado, el estado de máximo agotamiento había pasado. El sueño se había encargado de ello.
Pero experimentaba un gran dolor, un irresistible dolor. Hasta que trató de moverse no se dio cuenta de que estaba concentrado en su pierna.
Levantó la cabeza y la miró. Estaba horriblemente hinchada desde la rodilla hacia abajo y la hinchazón era visible hasta la mitad del muslo. Los zarcillos que había utilizado para atar la almohadilla de hojas protectora se le clavaba profundamente en la carne hinchada.
Meter el cuchillo por debajo de esa cuerda incrustada habría sido imposible. Afortunadamente, el último nudo estaba sobre la espinilla, delante, donde el zarcillo estaba menos hundido que en ninguna parte. Al final, tras un doloroso esfuerzo, consiguió desatar el nudo.
Una mirada bajo la almohadilla de hojas le reveló lo peor. Infección y envenenamiento de la sangre, ambas cosas muy avanzadas y en vías de empeorar.
Y sin medicinas, sin vendas, sin agua, no podía hacer absolutamente nada para remediarlo.
Absolutamente nada, excepto morir, cuando la infección hubiera invadido todo su cuerpo.
Entonces comprendió que todo era inútil, y que había perdido.
Y con él, la humanidad. Cuando él muriera en aquel lugar, en el universo que conocía, todos sus amigos, todo el mundo, también morirían. Y la Tierra y los planetas colonizados se convertirían en el hogar de los rojos, rodantes y extraños Intrusos. Criaturas salidas de una pesadilla, cosas sin ningún atributo humano, que descuartizaban lagartijas por mero placer.
Fue este pensamiento lo que le dio el valor de empezar a arrastrarse, casi ciegamente a causa del dolor, en dirección a la barrera. Ya no podía arrastrarse sobre las manos y las rodillas, sino únicamente con ayuda de los brazos y las manos.
Sólo existía una posibilidad entre un millón de que cuando llegara allí, le quedara la fuerza suficiente para lanzar su arpón una sola vez, y con efecto mortal, si–otra posibilidad en un millón–el Intruso se acercaba a la barrera. O si la barrera ya había desaparecido.
Le hizo el efecto de que transcurrían años antes de que pudiera llegar.
La barrera no había desaparecido. Era tan inexpugnable como la primera vez que la había tocado.
Y el Intruso no estaba junto a la barrera. Incorporándose sobre los codos, lo divisó al fondo de su parte del ruedo, trabajando en un armazón de madera que era un duplicado casi terminado de la catapulta que él había destruido.
Se movía con lentitud. Indudablemente, también se había debilitado.
Pero Carson dudaba de que llegase a necesitar esta segunda catapulta. El se habría muerto antes de que estuviera terminada, pensó.
Si lograra atraerle hasta la barrera, ahora, mientras aun vivía… agitó un brazo e intentó gritar, pero su garganta reseca no emitió ningún sonido.
O si pudiera atravesar la barrera…
La mente debió fallarle unos instantes, pues se encontró golpeando la barrera con los puños en un acceso de inútil rabia, y se detuvo en seguida.
Cerró los ojos, procurando calmarse.
–Hola–dijo la voz.
Era una voz débil y aguda. Sonaba como…
Abrió los ojos y giró la cabeza. Era una lagartija.
«Vete–quiso decir Carson– . Vete, tú no estás aquí en realidad o, si lo estás, no es cierto que hables. Vuelvo a imaginarme cosas.»
Pero no pudo hablar; la sequedad de su garganta y su lengua le impedían pronunciar una sola palabra. Volvió a cerrar los ojos.
–Herido–dijo la voz– . Matar. Herido…, matar. Ven.
Abrió nuevamente los ojos. La azulada lagartija de diez patas aún estaba allí. Corrió un poco a lo largo de la barrera, retrocedió, volvió a avanzar y retrocedió otra vez.
–Herido–dijo– . Matar. Ven.
Volvió a alejarse un poco y regresó. Evidentemente, quería que Carson la siguiera a lo largo de la barrera.
Volvió a cerrar los ojos. La voz siguió hablando. Las mismas palabras, tres palabras sin sentido. Cada vez que él abría los ojos, la lagartija se alejaba unos pasos y regresaba
–Herido. Matar. Ven.
Carson lanzó un gemido. Aquella maldita criatura no le dejaría en paz a menos que la siguiera. Es lo que quería de él.
La siguió, arrastrándose. Otro sonido, un chillido muy estridente, llegó a sus oídos y aumentó de intensidad.
Algo yacía en la arena, retorciéndose, chillando. Algo pequeño azul, qué parecía una lagartija y, sin embargo no…
Entonces vio lo que era: la lagartija cuyas patas había arrancado el Intruso, hacía tanto tiempo. Pero no estaba muerta; había vuelto a la vida y se retorcía y chillaba en su agonía.
–Herido–dijo la otra lagartija– . Herido. Matar. Matar.
Carson comprendió. Extrajo el cuchillo de pedernal de su cinturón y mató a la atormentada criatura. La lagartija viva se escabulló rápidamente.
Carson regresó junto a la barrera. Apoyó en ella las manos y la cabeza y observó al Intruso, muy apartado, mientras trabajaba en la nueva catapulta.
«Llegaría hasta allí–pensó– , si pudiera atravesar. Si pudiera atravesar, incluso podría triunfar. Él también parece estar muy débil. Yo podría…»
Y entonces experimentó otra reacción de negra desesperanza, cuando el dolor minó su voluntad y le hizo desear estar muerto. Envidiaba a la lagartija que acababa de matar. Ella no había tenido que seguir viviendo y sufriendo. Y él, sí. Pasarían horas, quizá días, antes de que el envenenamiento de su sangre le matara.
Si pudiera usar aquel cuchillo contra sí mismo… pero sabía que no lo haría. Mientras se encontrara vivo, había una posibilidad entre un millón…
Hizo fuerza, empujando la barrera con la palma de las manos, y se dio cuenta de lo delgados y huesudos. que tenía ahora los brazos. Ya debía de hacer mucho tiempo que estaba allí, varios días, para adelgazarse tanto.
¿Cuánto tiempo más transcurriría antes de que muriera? ¿Cuánto calor, cuánta sed y cuánto dolor podía resistir la carne?
Se hundió nuevamente en el histerismo, al que siguió un período de calma, y una idea que resultaba asombrosa.
La lagartija que acababa de matar. Había atravesado la barrera, aún con vida Había venido del lado del Intruso; el Intruso le había arrancado las patas y después la lanzó desdeñosamente hacia él, y había atravesado la barrera. El creyó que lo hizo porque la lagartija estaba muerta.
Pero no estaba muerta; sólo inconsciente.
Una lagartija viva no podía atravesar la barrera, pero una inconsciente, sí. Así pues, la barrera no era un obstáculo para la carne viviente, sino para la carne consciente. Era una proyección mental, un obstáculo mental.
Y con este pensamiento, Carson empezó a arrastrarse a lo largo de la barrera para jugar su última y desesperada carta. Una esperanza tan remota que sólo un moribundo se hubiera atrevido a intentarlo.
No servía de nada calcular las posibilidades de éxito. En especial cuando, si no lo intentaba, esas posibilidades quedaban reducidas a cero.
Se arrastró a lo largo de la barrera hasta la duna de arena, de casi un metro y medio de altitud, que había hecho al intentar–¿hacía cuántos días?–cavar por debajo de la barrera o encontrar agua.
Ese montículo estaba justamente en la barrera; su ladera más alejada caía la mitad a un lado de la barrera, y la mitad en el otro.
Tras coger una piedra del montón cercano, trepó hasta la cima de la duna y más allá de ésta, dejándose caer junto a la barrera, y apoyando todo su peso en ella a fin de que, si la barrera desaparecía, él rodara por la pequeña ladera, hasta territorio enemigo.
Comprobó que aún llevaba el cuchillo, en el cinturón de cuerda, que el arpón estuviera en la curva de su brazo izquierdo, y que la cuerda de seis metros de longitud siguiera atada al arma y a su muñeca.
Después, con la mano derecha, alzó la piedra con la que se golpearía a sí mismo en la cabeza. La suerte tendría que acompañarle en ese golpe; debía ser lo bastante fuerte como para hacerle perder el conocimiento, pero no lo bastante fuerte como para que tardara demasiado en recobrarlo.
Tuvo la corazonada de que el Intruso le estaba observando, de que le vería atravesar la barrera y se acercaría para investigar. Confiaba en que creyera que estaba muerto; pensó que probablemente habría hecho la misma deducción que él acerca de la naturaleza de la barrera. Pero se acercaría con cautela. El dispondría de unos minutos…
Se golpeó.
El dolor le hizo recobrar el conocimiento Un dolor repentino y agudo en la cadera que era distinto del dolor en la cabeza y en la pierna.
Pero incluso había previsto ese dolor; al estudiar todos los aspectos de la situación antes de golpearse, llegó a desearlo, y se había fortalecido para evitar despertar con un movimiento brusco.
Permaneció inmóvil, pero abrió ligeramente los ojos, y vio que sus suposiciones habían sido acertadas. El Intruso se estaba aproximando. Se hallaba a veinte metros de él y el dolor que le había despertado se debía a la piedra que acababa de lanzarle su enemigo para saber si estaba vivo o muerto.
Permaneció inmóvil. La esfera siguió acercándose; se hallaba a quince metros de él, y se detuvo nuevamente. Carson apenas se atrevía a respirar.
Dentro de los límites de lo posible, mantuvo la mente en blanco, por temor a que las facultades telepáticas de la esfera detectaran su estado consciente. Y como tenía la mente casi anulada, el impacto de los pensamientos de su enemigo sobre su propia mente fue casi irresistible.
El horror se adueñó de él ante esos pensamientos tan extraños y tan diferentes. Eran cosas que él sentía, pero no podía entender y jamás podría expresar, porque ningún idioma terrestre tenía palabras, ni ninguna mente terrestre tenía imágenes para describirlas. La mente de una araña, pensó, o la mente de una mantis religiosa o una culebra marciana, provistas de inteligencia y puestas en contacto telepático con las mentes humanas, serían algo conocido y familiar, en comparación con aquello.
En este momento comprendió que la Entidad estaba en lo cierto: Hombre o Esfera, ya que el universo no era un lugar que pudiera albergarlos a los dos. Mucho más separados que Dios y el diablo, jamás podría existir un equilibrio entre ellos.
Más cerca. Carson esperó hasta que sólo estuvo a un par de metros, hasta que sus tentáculos se alargaron…
Sin acordarse de sus tormentos, se incorporó y tiró el arpón con toda la fuerza que le quedaba. Por lo menos, esto fue lo que él pensó; se sintió invadido por una súbita fuerza, junto con un súbito olvido de su dolor, tan claros como algo tangible.
Mientras el Intruso, gravemente herido por el arpón, se alejaba rodando, Carson trató de ponerse en pie para ir tras él. No pudo hacerlo; se cayó, pero siguió arrastrándose.
El Intruso llegó al final de la cuerda, y Carson fue impulsado hacia delante por el tirón de su muñeca. Le arrastró unos metros y después se detuvo. Carson siguió avanzando, agarrándose a la cuerda con una mano tras otra.
Su oponente permaneció allí, retorciendo los tentáculos en un vano intento de quitarse el arpón. Pareció estremecerse y temblar, y de pronto debió comprender que no lograría escapar, porque se lanzó rodando hacia él, con los tentáculos extendidos.
Con el cuchillo de piedra en la mano, Carson se aprestó a hacerle frente. Lo apuñaló, una y otra vez, mientras aquellas espantosas garras le desgarraban la piel, la carne y los músculos de su cuerpo.
Lo apuñaló y acuchilló, hasta que al fin yació inmóvil.
Oyó el repiqueteo de un timbre, y hasta un rato después de abrir los ojos no supo dónde estaba ni qué pasaba. Se hallaba atado al asiento de su nave de reconocimiento, y la visiplaca que había frente a él sólo mostraba el espacio vacío. Ninguna nave intrusa y ningún planeta imposible.
El timbre era la señal de la placa de comunicaciones; querían que conectara el receptor. Una acción puramente refleja le hizo mover el brazo y bajar la palanca.
El rostro de Brander, capitán del Magellan, la nave escolta de su grupo de reconocimiento, apareció en la pantalla. Tenía la cara muy pálida y sus ojos brillaban de excitación.
–Magellan a Carson–exclamó– . Adelante. La batalla ha terminado. ¡Hemos vencido!
La imagen se desdibujó; Brander debía de estar avisando a las demás naves de reconocimiento bajo su mando.
Lentamente, Carson manipuló los controles para el regreso. Lentamente, escépticamente, desató la correa que le mantenía fijo al asiento y se levantó para beber el agua helada almacenada en el depósito. Por alguna razón, estaba increíblemente sediento. Bebió seis vasos.
Se apoyó en la pared, e intentó pensar.
¿Había sucedido realmente? Disfrutaba de buena salud, estaba sano, de mente y de cuerpo. Su sed era más mental que física; no tenía la garganta seca. La pierna…
Se subió la pernera del pantalón y observó la pantorrilla descubierta. Allí había una larga señal blanca, pero perfectamente cicatrizada. Era una cicatriz que antes no tenía. Bajó la cremallera de la camisa y vio que unas minúsculas y casi imperceptibles cicatrices, también perfectamente curadas, le surcaban el pecho y el abdomen.
Había sucedido realmente.
La nave de reconocimiento, impulsada por el piloto automático, trasponía las compuertas de la nave escolta. Los rezones la introdujeron en su antecámara individual, y al cabo de un momento un zumbido le indicó que la antecámara estaba llena de aire. Carson abrió la compuerta y salió, para dirigirse a la doble puerta de la antecámara.
Fue directamente al despacho de Brander, entró y saludó.
Brander aún tenía una expresión aturdida.
–Hola, Carson–dijo– . ¡No sabes lo que te has perdido! ¡Qué espectáculo!
–¿Qué ha ocurrido, señor?
–No lo sé, exactamente. Disparamos una salva, ¡y toda la flota enemiga quedó reducida a cenizas! ¡Fuera lo que fuese, saltó de una nave a otra en cuestión de segundos, incluso a las que no habíamos apuntado y que estaban fuera de nuestro radio de acción! ¡Toda la flota se desintegró ante nuestros ojos, sin que una sola de nuestras naves fuera alcanzada!
»Ni siquiera podemos atribuirnos el mérito de haberlo hecho. Ha debido de ser algún componente inestable del metal que utilizaban, que se ha desintegrado con nuestro tiro de prueba. ¡Hombre, qué lástima que te hayas perdido toda la diversión!
Carson logró esbozar una sonrisa. Fue el fantasma de una sonrisa, pues pasarían muchos días antes de que se sobrepusiera al impacto mental de su experiencia pero el capitán no le miraba y no se dio cuenta.
–Sí, señor–dijo. El sentido común, más que la modestia, le advirtió que sería considerado como el peor mentiroso de la historia espacial si añadía algo más– . Sí, señor, es una lástima que me haya perdido toda la diversión.

Paul di Filippo, Relato

Stone Vive – Paul di Filippo

Los olores hierven en la Oficina de Inmigración como en una hedionda sopa. El sudor de hombres y mujeres desesperados, la  putrefacción de la basura esparcida llenando la calle, el perfume especioso que despide uno de los guardias en la puerta principal. La mezcla es mareante, tanto que tumbaría a casi todos los nacidos fuera de la Chapuza, pero Stone está acostumbrado. Los olores permanentes constituyen la única atmósfera que haya conocido nunca,    un    elemento    nativo    demasiado    familiar    como para despreciarlo.

El ruido aumenta, rivalizando con el hedor: desabridos gritos de pelea, voces llorosas de súplica.

—¡No me times, cabrón de mierda!

—Cariño, te trataré muy bien si me das un poco de eso.

Cerca de la puerta de Inmigración, una voz sintética recita las ofertas de trabajo del día, repitiendo sin descanso la lista de despreciables posibilidades.

—… para probar las nuevas toxinas del aerosol antipersonal. Contratos de 4M que proporcionarán a los supervivientes un rejuvenecimiento Citrine. MacDonnell Douglas necesita pioneros para órbitas altas. Deben estar dispuestos a ser marcados…

Nadie parecía ansioso por apresurarse a pedir semejantes trabajos. Ninguna voz suplica a los guardias para que le dejen entrar. Sólo aquellos que hubiesen contraído increíbles deudas o enemistades dentro de la Chapuza aceptarían tales  oportunidades con la asignación 10 en la escala; las sobras podridas de Inmigración. Stone sabe con seguridad que no quiere aceptar esas proposiciones amañadas. Como los demás, está en Inmigración simplemente porque le proporciona un punto focal, un punto de reunión tan vital como el pozo de Serengueti, donde se pueden llevar a cabo las discusiones tortuosas y los burdos tratos, que pasan por ser los negocios en el ZLE del Bronx sur, también conocido como la Jungla del Bronx o la Chapuza.

El calor aplasta a la ruidosa multitud, haciéndola más irritable que de costumbre; una situación peligrosa. La hiperalerta se agarra a la garganta de Stone. Coge el usado recipiente de plástico rayado de su cadera, y traga algo de agua rancia. «Rancia pero segura», piensa, disfrutando del secreto que sólo él posee. Fue pura suerte que se topara con una lenta filtración en la tubería del inter-ZLE, allá abajo, en la valla del río que cerca la Chapuza. Olisqueó el agua limpia como un perro, a distancia, y pasando las manos por varios metros de helada tubería, encontró la gotera. Ahora conserva toda suerte de indicios memorizados para su exacta localización.

Pasando entre la multitud con sus descalzos y callosos pies (¡es sorprendente la información que se puede recoger gracias a las plantas de los pies para mantener cuerpo y alma intactas!).

Stone busca retazos de información que le permitan sobrevivir  un día más en la Chapuza. La supervivencia es su mayor, su única preocupación. Si a Stone le queda algo de orgullo, después de soportar todo lo que ha soportado, es el orgullo de haber sobrevivido.

Una voz chillona afirma:

—Les pegué con ritmo, tío, y ése fue el final de esa pelea. Treinta segundos más tarde, los tres estaban muertos —un oyente silba con admiración. Stone imagina que es capaz de algo así como pegar con ritmo y que puede vender este talento con un enorme beneficio, el cual emplea para conseguir un sitio seco y seguro donde dormir, y aún le queda bastante como para llenar sus casi siempre vacías tripas. Pero no es ni remotamente posible, aunque es, sin embargo, un bello sueño.

Pensar en la comida hace que le crujan las tripas. Bajo el basto y acartonado trapo que le cubre el diafragma, descansa su mano derecha, donde siente una aguda punzada de dolor, que indica un corte infectado. Stone asume la infección. Aunque no hay forma de estar seguro hasta que comience a heder.

El avance de Stone entre la confusión de voces y la masa de cuerpos le ha llevado bastante cerca de la entrada de Inmigración. Advierte un espacio libre entre la masa y los guardias, un semicírculo de respeto y miedo con su lado recto en el muro del edificio. El respeto es generado por el estatus de empleado de los guardias, y el miedo, por sus armas. Alguien, un tipo con poca formación, que fue arrestado y trasladado, le describió a Stone las pistolas; largos y anchos tubos con una protuberancia en medio donde se encuentran los imanes móviles. Cargadores y culatas de plástico. Emiten chorros cargados de electrones energetizados a la velocidad de la relatividad. Si el doble chorro te toca, la energía cinética proyectada te revienta como una salchicha aplastada. Si, por casualidad, el chorro de partículas no te toca, el subsiguiente foco de rayos gamma te produce una enfermedad por radiación, mortal en pocas horas.

De aquella explicación, que Stone recuerda palabra por palabra, sólo entiende la descripción de una muerte horrible. Y eso le basta.

Stone se detiene un momento. Una voz familiar, la de Mary, una vendedora de ratas, está hablando con tono conspiratorio sobre el nuevo envío de ropas de caridad. Stone deduce que su posición ha de encontrarse en el corro más interior de la multitud. Ella baja la voz. Stone no puede entender sus palabras, que seguro merece la pena escuchar. Se dirige hacia allí, aunque con miedo a quedar atrapado dentro del montón de gente.

Un silencio de muerte. Nadie habla ni se mueve. Stone siente una corriente de aire saliendo de entre los guardias. Alguien ha aparecido en la puerta.

—Tú —dice una refinada voz de mujer—. El joven sin zapatos con… —su voz duda mientras intenta adivinar el color que se esconde bajo la suciedad— el mono rojo. Ven aquí, por favor. Quiero hablarte.

Stone no sabe si se refiere a él (¿rojo?) hasta que siente todos los ojos mirándole. De pronto salta, se desvía y amaga, pero es demasiado tarde. Docenas de ansiosas garras lo atrapan. Se agacha. Se rasga el tejido podrido, pero las manos lo agarran de nuevo, esta vez de la piel. Muerde, patalea, golpea, sin ningún efecto. Durante la pelea no hace ruido alguno. Finalmente es arrastrado hacia delante, luchando todavía, más allá de la invisible línea que marca otro mundo, al igual que lo señala la infranqueable valla entre la Chapuza y los otros veintidós ZLEs.

Un aroma a canela lo envuelve. Un guardia presiona con algo frío y metálico su nuca. De pronto, todas sus células parecen arder al mismo tiempo, se desvanece…

Stone, ya despierto, advierte la ubicación y el tamaño de tres personas gracias al aire que desplazan, a sus olores, a sus voces, y a un sutil componente que él siempre ha denominado el «sentido de vivir».

Tras él hay un hombre grueso que respira penosamente, sin duda por la peste de Stone. Ése ha de ser el guardia.

A su izquierda hay una persona más pequeña, ¿la mujer? Huele como a flores (una vez Stone olió una flor).

Delante de él, tras un escritorio, un hombre sentado. Stone no siente los efectos secundarios del dispositivo que usaron con él, a no ser la total desorientación que le embarga. No tiene ni idea de por qué ha sido secuestrado y sólo desea que lo devuelvan a los peligros conocidos de la Chapuza.

Pero sabe que no le van a dejar.

La mujer habla, su voz es la más dulce que Stone haya escuchado nunca.

—Éste hombre te hará dos preguntas. Una vez que las hayas contestado, yo te haré otra. ¿De acuerdo?

Stone asiente, cree que es su única elección.

—¿Nombre? —pregunta el oficial de inmigración.

—Stone.

—¿Nada más?

—Es el único por el que me conocen —entonces recuerda el insoportable dolor, al rojo vivo, cuando le sacaron los ojos siendo un pilluelo porque los vio descuartizar un cadáver. Pero no gritó, ¡oh, no!, y de ahí «Stone».

—¿Lugar de nacimiento?

—Ése montón de mierda de ahí fuera.

—¿Padres?

—¿Qué es eso?

—¿Edad?

Un encogimiento de hombros.

—Eso puede arreglarse luego con un análisis celular. Supongo que tenemos suficiente para emitir tu tarjeta. Estáte quieto un momento.

Stone siente como si lápices calientes le recorrieran la cara; segundos después escucha un gruñido desde el escritorio.

—Ésta es la certificación de tu ciudadanía y del acceso al sistema.

No la pierdas.

Stone adelanta la mano en dirección a la voz y recibe un rectángulo de plástico. Va a meterlo en un bolsillo, pero todos están desgarrados por la pelea, así que continúa sosteniendo el plástico de forma extraña, como si fuera un lingote de oro a punto de pulverizarse.

—Ahora mi pregunta —la voz de la mujer es como el recuerdo distante que Stone tiene del amor—. ¿Quieres un trabajo?

El sensor de alarma de Stone se ha disparado. ¿Un trabajo que no pueden ni siquiera anunciar en público? Debe de ser tan rematadamente malo que estará fuera de la escala normal de las corporaciones.

—No, gracias, señorita. Mi vida no es gran cosa, pero es todo lo que tengo —y se gira para marcharse.

—Aunque no puedo darte detalles antes de que aceptes, ahora mismo te pondremos en un contrato que dice que es un trabajo clase uno.

Stone se para en seco. Tiene que ser una broma de mal gusto.

Pero ¿y qué pasaría si es verdad?

—¿Un contrato?

—¡Oficial! —ordena la mujer.

Una tecla es pulsada y el escritorio recita un contrato. Para los desentrenados oídos de Stone suena como algo auténtico y sin trampas. Un trabajo clase uno por un período sin especificar, con la posibilidad de rescindirlo por ambas partes; la descripción del trabajo se añadirá más adelante.

Stone duda sólo unos segundos. Los recuerdos de todas las noches llenas de temor y los días llenos de dolor en la Chapuza pasan como en un enjambre por su cabeza, junto al evidente y básico placer de haber sobrevivido. Por un momento siente una irracional pena  por dejar atrás el secreto de la fuga de agua que tan astutamente encontró, pero desaparece enseguida.

—Imagino que quiere el sí hoy mismo —dice Stone, ofreciendo su tarjeta recién adquirida.

—Creo que sí —dice riendo la mujer.

El silencioso coche insonorizado se mueve por las calles bulliciosas. A pesar de la falta de ruido del exterior, los comentarios del chófer sobre el tráfico y las frecuentes paradas son suficientes para transmitirle la sensación de la vitalidad de la ciudad en torno a ellos.

—¿Dónde estamos ahora? —pregunta Stone por décima vez. Además de querer informarse le encanta escuchar cómo habla la mujer. Su voz, piensa, es como una lluvia fresca cuando estás a salvo, guarecido.

—Madison Park ZLE, estamos cruzando la ciudad.

Stone asiente agradecido. Ella muy bien podría haber dicho: «En órbita, acelerando hacia la Luna», dada su confusa imagen mental.

Antes de dejar salir a Stone, en Inmigración le hicieron varias cosas: le depilaron todo el cuerpo, le fumigaron, le hicieron ducharse durante diez minutos con un jabón abrasivo medio, lo desinfectaron, le hicieron varias pruebas de resultado instantáneo, le pusieron seis jeringuillas, y le dieron ropa interior limpia, ropa de calle y zapatos (¡zapatos!).

Su nuevo olor corporal le resulta tan extraño que hace que el perfume de la mujer le parezca aún más atractivo. En los cercanos confines del asiento de atrás, Stone nada en él. Finalmente, no puede contenerse más.

—Eh, ese perfume, ¿qué marca es?

—Lirio del valle.

La meliflua frase hace que Stone se sienta como si viviera en otro siglo más amable. Se jura que siempre lo recordará. Y así será.

—¡Eh! —dice consternado—. Ni siquiera conozco tu nombre.

—June, June Tanhauser.

June Stone. June y Stone y los lirios del valle. June en junio con Stone en el valle de los lirios. Es como una canción en su cabeza que no se detiene.

—¿Adonde vamos? —pregunta por encima de la silenciosa canción en su cabeza.

—A ver al médico —dice June.

—Creí que ya se habían ocupado de eso.

—Éste hombre es un especialista. Un especialista en ojos.

Éste es el golpe final, más fuerte que la mayoría de los que ha recibido, el que incluso acaba con la alegre canción en su cabeza.

Se sienta tenso hasta el final del viaje, sin poder pensar…

—Éste es un modelo a tamaño real de lo que vamos a implantarte — dice el doctor, poniendo una fría bola en la mano de Stone. Stone la aprieta con incredulidad—. El núcleo de este sistema es un DDC, un Dispositivo de Doble Carga. Cada fragmento de luz, o sea los fotones que lo alcanzan desencadenan a su vez electrones. Éstos electrones se recogen en una señal continua que pasa desde un chip intérprete hasta tus nervios ópticos. El resultado: una vista perfecta.

Stone aprieta tan fuerte el modelo que la palma de su mano le duele.

—Estéticamente, es un poco extraño. En un hombre joven como usted, recomendaría implantes orgánicos. Sin embargo, tengo órdenes de la persona que paga la factura de que sean éstos. Y, por supuesto, tienen varias ventajas.

Como Stone no pregunta cuáles son, el doctor continúa sin más.

—Al pensar en varias claves memorizadas, usted programa el chip, y de este modo puede realizar una serie de funciones.

»Uno: se pueden almacenar copias digitalizadas de una escena concreta en la RAM del chip para verla luego. Cuando se reinvoca con una clave, parece como si se estuviera viendo de nuevo, directamente, no importa lo que de hecho se esté mirando en ese momento. La recurrencia en tiempo real es otra de sus claves.

»Dos: reduciendo el nivel de fotones a electrones se pueden hacer cosas como mirar directamente al sol o a una llama de soldadura sin daño alguno.

»Tres: subiendo el nivel, se puede conseguir un grado aceptable de visión normal en condiciones tales como una noche estrellada y sin luna.

»Cuatro: con el objeto de potenciar algunas características, se pueden generar imágenes con colores falsos. En la mente, el negro se vuelve blanco o tus viejas gafas se colorean de rosa, lo que sea.

»Y piense en el alcance de todo esto.

—¿Cuánto tiempo necesitará, doctor?

El doctor adopta un tono académico, claramente ansioso por mostrar su capacitación profesional.

—Un día para la operación en sí, dos días para una recuperación acelerada, una semana de entrenamiento y para las curas posteriores; digamos, dos semanas máximo.

—Muy bien —dice June. Stone siente cómo se levanta del sofá detrás de él, pero permanece sentado—. Stone —dice ella, poniendo una mano sobre su hombro—, hora de irse.

Pero Stone no consigue levantarse, porque no puede contener las lágrimas.

Los desfiladeros de metal y cristal de Nueva York, esa orgullosa y floreciente unión de las Zonas de Libre Empresa, muestran una docena de matices de frío azul perdiéndose hacia el norte. Las calles que corren con geométrica precisión, como ríos distantes en el fondo de los desfiladeros, se ven con el color rojo de una artería. De oeste a éste, se ven pedazos del río Hudson y del río East, visibles como corrientes de color verde lima. Central Park es un muro de amarillo girasol en medio de la isla. Al norte del parque, la Chapuza es una tierra baldía y negra.

Stone saborea el paisaje. La vista de cualquier cosa, incluso los borrones más neblinosos, eran un tesoro hasta hacía unos pocos días. Y lo que realmente se le ha dado, esa maravillosa capacidad de convertir el mundo cotidiano en un mundo recamado de fantasía, es demasiado como para creérselo.

Momentáneamente insensibilizado, Stone ordena a su vista

volver a la normalidad. La ciudad vuelve instantáneamente a su color de gris acerado, el cielo a su azul, los árboles a su verde. Aun así, el panorama es magnífico.

Stone permanece frente a un ventanal, en el piso 150 de la Torre Citrine, en la ZLE de Wall Street. Durante las dos últimas semanas, éste ha sido su hogar, del cual no se ha movido. Sus únicas visitas han sido una enfermera, un ciberterapeuta y June. El aislamiento y la relativa ausencia de contacto humano no le molestan. Tras la Chapuza, semejante quietud es una bendición. Y luego, por supuesto, ha estado atrapado en la sensual tela de araña de su vista.

La primera cosa que vio al caminar tras la operación fue el tono glorioso de sus exploraciones visuales. La sonriente cara de una mujer mirándole desde arriba. Su piel era de un translúcido color ocre, sus ojos de un radiante castaño, su pelo una abundante cascada enmarcando su cara.

—¿Cómo te sientes? —preguntó June.

—Bien —dijo Stone. Entonces pronunció una expresión para la que nunca antes había encontrado utilidad—. Gracias.

June negó negligentemente con su fina mano.

—No me lo agradezcas. Yo no lo he pagado.

Y fue entonces cuando Stone supo que June no era su jefe, sino que ella trabajaba para otra persona. Y aunque ella no le dijo a quién se lo debía, pronto lo descubrió, cuando lo trasladaron del hospital al edificio que llevaba su nombre.

Alice Citrine. Incluso Stone la conocía.

De espaldas a las ventanas, Stone avanza por la gruesa moqueta color crema de su habitación. (¡Qué extraño poder moverse con esa seguridad, sin pararse y tantear!). Ha pasado más o menos quince días practicando asiduamente con sus nuevos ojos. Todo lo que el doctor le prometió era cierto; el milagro de la vista lo ha transportado a nuevas dimensiones. Todo es intrigante. Y el lujo de su situación es innegable. Todo tipo de comidas que pida (aunque él se hubiera conformado con «frack», porciones de plancton procesado), música, holovisión, y lo más preciado, la compañía de June. Pero, repentinamente, hoy se encuentra un poco irritado.

¿Dónde y para qué tipo de trabajo le han contratado? ¿Por qué no se ha visto todavía cara a cara con quien le contrató? Comienza a preguntarse si todo esto no será algún tipo de superelaborada jugarreta.

Stone se detiene ante un espejo de cuerpo entero que hay en la puerta del vestidor. Los espejos conservan aún el poder de fascinarle poderosamente. Ése duplicado completamente obediente, imitándole a uno en todos sus movimientos, sin otra voluntad que la de uno mismo. Y el mundo reflejado del fondo, inalcanzable y silencioso. Durante sus primeros años en la Chapuza, cuando todavía tenía ojos, Stone nunca vio su reflejo, excepto en charcos o ventanas rotas. Ahora se enfrenta a un inmaculado extraño en el espejo, buscando indicios en sus rasgos que le muestren la personalidad esencial que hay debajo.

Stone es bajo y esquelético, las señales de desnutrición resultan evidentes con su estatura. Pero sus extremidades están derechas y sus magros músculos son duros. Su piel, donde es visible, bajo la ropa negra de una pieza y sin mangas, está curtida por el aire libre y llena de cicatrices. Zapatillas de plyoskin cubren sus pies, pero son casi tan buenas como ir descalzo.

Su cara: planos entrecruzados, como los extraños cuadros de su dormitorio (¿mencionó June a Picasso?). Mandíbula afilada, nariz estrecha, una mata de pelo rubio en el cráneo. Y sus ojos, inhumanos, dos hemisferios afacetados de un negro siniestro. «Pero ¡por favor!, ya no me los quiten. Haré lo que quieran».

Detrás de él la puerta de entrada a la suite se abre ahora. Es June. Sin hacerlo conscientemente, la impaciencia de Stone se derrama en sus palabras, que al principio se amontonan sobre las de June, para más tarde acabar ambos la frase diciendo simultáneamente las mismas palabras.

—Quiero ver…

—Vamos a visitar…

—¡A Alice Citrine!

Cincuenta pisos por encima de la suite de Stone, la vista de la ciudad es aún más espectacular. Stone sabe por June que la Torre Citrine se levanta sobre una tierra que ni siquiera existía hace un siglo. La presión de la ciudad por crecer motivó el amplio rellenado del río East, al sur del Puente de Brooklyn. En un sector de este solar artificial, se construyó la Torre Citrine, en los Oughts, durante el período de expansión que siguió a la Segunda Convención Constitucional.

Stone aumenta la potencia fotónelectrón de sus ojos, y el río East se convierte en una sábana de fuego blanco.

Una distracción momentánea para tranquilizar sus nervios.

—Quédate aquí conmigo —dice June, señalando un objetivo un poco más allá de la puerta del ascensor, a pocos metros de otra entrada.

Stone obedece. Imagina que puede sentir los rayos de identificación sobre él, aunque es probable que esto se deba a la cercanía de June, cuyos codos tocan los suyos. Su perfume llena sus fosas nasales y desea fervientemente que los nuevos ojos no hayan embotado sus otros sentidos.

Silenciosamente, la puerta se abre ante ellos. June le guía hacia el interior.

Alice Citrine aguarda allí.

La mujer se sienta en una silla de ruedas con motor, de espaldas a una hilera de monitores dispuestos en forma de herradura. Su corto pelo es del color amarillento del maíz, su piel sin arrugas, aunque Stone intuye, con la misma capacidad que tenía de ciego para sentir emociones, que ella es muy anciana. Estudia su perfil aquilino, que de alguna manera le resulta conocido, como la cara que una vez soñada se hace familiar.

Ella se gira, mostrándole sus rasgos por completo. June lo ha llevado a un metro de distancia de la reluciente consola.

—Encantada de verle, señor Stone —dice Citrine—. Espero que

esté cómodo y que no tenga quejas.

—Sí —dice Stone, intentando expresarle su agradecimiento, como se supone debe hacer, pero no puede encontrar las palabras de lo desconcertado que se encuentra. En vez de eso, dice tentativamente—: Mi trabajo…

—Naturalmente, siente curiosidad —dice Citrine—. Pensará que debe de ser algo clandestino u odioso, o mortal. ¿Qué otra cosa requeriría reclutar a alguien de la Chapuza? Bueno, déjeme al menos satisfacer su curiosidad. Su trabajo, señor Stone, es estudiar.

Stone se queda perplejo.

—¿Estudiar?

—Sí, estudiar. Conoce el significado de la palabra, ¿no? ¿O he cometido un error? Estudiar, aprender, investigar, y siempre que crea que ha entendido algo, escribirme un informe.

La sorpresa de Stone ha pasado del pasmo a la incredulidad.

—Ni siquiera sé leer o escribir —dice—, y además, ¿qué puñetas se supone que debo estudiar?

—Su área de estudio, señor Stone, es nuestro mundo contemporáneo. He jugado un importante papel en hacer del mundo lo que es ahora. Y ahora, cuando alcanzo el final de mi vida, me siento cada vez más preocupada por saber si lo que he construido es bueno o malo. Ya tengo montañas de informes de expertos, tanto negativos como positivos. Pero lo que quiero ahora es la visión fresca de uno de los subhabitantes. Todo lo que pido es honestidad y precisión.

»Y acerca de leer o escribir, esas anticuadas técnicas de mi juventud, June le ayudará a aprenderlas, si lo desea. Pero tenemos máquinas para que le lean y para que transcriban su habla. Puede empezar ya.

Stone intenta asimilar la absurda proposición. Parece muy caprichosa, una tapadera para operaciones más ocultas y oscuras. Pero ¿qué otra cosa puede hacer excepto decir sí?

Acepta.

Una pequeña sonrisa asoma en los labios de la mujer.

—Estupendo. Entonces nuestra charla ha terminado. Oh, una última cosa. Si necesita hacer trabajo de campo, June deberá acompañarle. Pero no mencionará mi apoyo a nadie. No necesito sicofantes.

Las condiciones son sencillas, especialmente teniendo a June siempre a su lado, y Stone acepta asintiendo.

Citrine les vuelve la espalda. Entonces Stone se queda desconcertado de lo que ve, casi creyendo que sus ojos son defectuosos.

Agarrado al amplio respaldo de la silla, hay un animal pequeño, que parece un lémur o tití. Sus grandes y luminosos ojos les miran con inteligencia, su larga cola se arquea en espiral sobre su espalda.

—Su mascota —susurra June, y apremia a Stone para que salga.

La tarea es demasiado amplia, demasiado compleja. Stone cree que es un loco por haberla aceptado.

Pero ¿qué otra cosa podía hacer si quería quedarse con los ojos?

La limitada y agobiante vida en la Chapuza no le ha preparado adecuadamente para imaginar el multiforme, extravagante y palpitante mundo al que lo han trasladado (al menos eso es lo que siente al principio). Metafórica y materialmente mantenido en la oscuridad durante tanto tiempo, encuentra el mundo fuera de  la Torre Citrine un lugar confuso.

Hay centenares, miles de cosas de las que nunca ha oído hablar; gentes, ciudades, objetos, sucesos. Hay áreas de especialidades cuyos nombres apenas puede pronunciar: aerología, caoticismo, modelado fractal, paraneurología. Y por no mencionar la historia, ese pozo sin fondo en el cual el momento presente no es más que un burbujeo en su superficie. Stone sufre un shock todavía mayor con el descubrimiento de la historia. No puede recordar haber pensado alguna vez que la vida pudiera extenderse hacia atrás y hacia delante, más allá de la época en la que había nacido. La revelación de la existencia de décadas, siglos y milenios casi lo precipita en un abismo mental. ¿Cómo puede uno comprender el presente sin saber lo que ha pasado antes?

Persistir es desesperanzarse, suicida, una locura. Pero Stone persiste.

Se encierra en sí mismo con su mágica ventana abierta al mundo, un terminal que se conecta con el ordenador central de la Torre Citrine, el cual es una vasta e ininteligible colmena de actividad. A través de esa máquina se conecta al resto del mundo. Durante horas interminables, imágenes y palabras relampaguean ante él, como cuchillos lanzados por un artista de circo, cuchillos que él, como un tonto pero leal asistente, debe esquivar para sobrevivir.

La memoria de Stone es excelente, entrenada en una cruel escuela, y asimila rápidamente. Pero cada sendero que sigue tiene una desviación a los pocos pasos, y cada desviación se abre hacia muchos lugares, y de todas esas ramas terciarias nacen aún otras nuevas, no menos ricas que las principales…

En cierta ocasión, Stone por poco muere ahogado, cuando una banda lo dejó inconsciente en un desagüe y comenzó a llover. Ahora tiene esa misma sensación.

Todos los días June le trae regularmente tres comidas. Cada noche, cuando está tumbado en la cama, vuelve a reproducir imágenes grabadas de ella para poder dormirse. June agachándose, sentándose, riendo, sus ojos asiáticos brillando. Las sutiles curvas de sus pechos y caderas. Pero la fiebre por conocer es más fuerte, y tiende a ignorarla según pasan los días.

Un mediodía, Stone descubre una píldora en la bandeja del almuerzo. Pregunta a June por sus efectos.

—Es menotrofina, ayuda a almacenar los recuerdos de larga duración —contesta ella—. Pensé que te ayudaría.

Stone la traga ansioso y vuelve a la zumbante pantalla.

Cada día encuentra una píldora en el almuerzo. Su mente parece aumentar de volumen en cuanto la toma. El efecto es poderoso, le hace imaginar que puede digerir el mundo entero. Pero, aun así, cada noche, cuando finalmente se fuerza a dejarlo, siente que no ha hecho suficiente.

Las semanas pasan. No ha preparado aún ni un simple comentario para Alice Citrine. ¿Qué sabe? Nada. ¿Cómo puede emitir un juicio sobre el mundo? Eso sería orgullo, locura.

¿Cuánto esperará ella para darle una patada en el culo y echarlo a la fría calle?

Stone apoya su cabeza entre las manos. Ante él, la burlona máquina le atormenta con una diarrea constante de hechos sin sentido.

Una mano se posa suavemente en su hombro tembloroso. Stone se embriaga del suave perfume de June.

De un manotazo Stone arranca el cable de alimentación del terminal, con tanta fuerza que le duele la mano. Bendito silencio. Mira arriba, hacia June.

—No soy nada bueno en esto. ¿Por qué me eligió? No sé siquiera por dónde empezar.

June se sienta a su lado, en un cojín.

—Stone, no he dicho nada porque se supone que no debo dirigirte. Pero compartir un poco de mi experiencia no supondrá una interferencia. Debes limitar tu campo. El mundo es demasiado grande. Alice no espera que lo comprendas totalmente, que lo destiles en una obra maestra de concisión y sentido.

»Después de todo, el mundo no se presta a tal sumario. Creo que, inconscientemente, ya sabes lo que ella quiere. Te dio una pista cuando hablaste con ella.

Stone recuerda ese día, reproduce el fichero que hizo de la adusta mujer. Sus rasgos se superponen a los de June. La señal visual arrastra una frase.

—… si lo que he construido es bueno o malo.

De pronto, es como si los ojos de Stone se hubieran sobrecargado. Entonces, la comprensión le inunda con alivio. Desde luego, esa vanidosa y poderosa mujer ve su vida como el tema dominante de la era moderna, un radiante hilo que pasa a través del tiempo, uniendo las cosas y los momentos críticos, como cuentas de un collar. Qué sencillo es entender una sola vida humana en vez de la de todo el mundo (o así lo cree en ese momento). Piensa que es lo máximo que puede hacer; cartografiar la historia personal de Citrine, las ramificaciones de su larga carrera, las ondas que se forman desde su trono. ¿Quién sabe?, incluso podría constituir un arquetipo.

Stone, jubiloso, abraza a June, emitiendo un grito inarticulado.

Ella no se resiste a su abrazo, y caen en el sofá.

Sus labios son cálidos y complacientes bajo los suyos. Sus pezones parecen arder bajo su camisa y contra su pecho. Su pierna izquierda queda atrapada entre los muslos de ella.

Pero, de pronto, la rechaza. Se ha visto demasiado vívidamente a sí mismo, basura arrojada por las cloacas de la ciudad, con unos ojos que ni siquiera son humanos.

—No —dice amargamente—. No me puedes querer.

—Calla —dice ella—. Calla —sus manos acarician su cara, besa su cuello, sus huesos se derriten y cae sobre ella de nuevo, demasiado hambriento para detenerse.

—Para ser tan listo, eres muy tonto —murmura ella al acabar—.

Igual que Alice.

Pero él no entiende lo que le está diciendo.

La azotea de Torre Citrine es una pista de aterrizaje para los «carruajes», vehículos suborbitales de las compañías y los ejecutivos. Stone cree que ha aprendido todo lo que puede saber sobre Alice Citrine encerrado en la Torre. Ahora necesita la solidez y la experiencia de los lugares reales, para juzgarla a través de ellos.

Pero antes de que puedan viajar, June le dice a Stone que deben hablar con Jerrod Scarfe.

Los tres se reúnen en su pequeña sala de espera, de paredes corrugadas pintadas de blanco mate, y con sillas de plástico.

Scarfe es el jefe de seguridad de Tecnologías Citrine. Un tipo cuadrado, nudoso, que exhibe una expresión facial mínima. A Stone le parece alguien extraordinariamente competente, de los pies, con sus botas, a la cabeza, rapada y tatuada. En su pecho lleva el emblema de TC, una espiral roja con una punta de flecha en un extremo apuntando hacia arriba.

June saluda a Scarfe con cierta familiaridad y pregunta:

—¿Estamos autorizados?

Scarfe agita en el aire una fina hoja de papel.

—Su plan de vuelo es demasiado largo. Por ejemplo, ¿es necesario que visiten un lugar como Ciudad de México con el señor Stone a bordo?

A Stone le intriga el interés de Scarfe por él, un extraño sin importancia. June percibe la extrañeza de Stone y le explica:

—Jerrod es uno de los pocos que sabe que tú representas a la señora Citrino. Naturalmente, le preocupa que, si nos metemos en líos, las consecuencias afecten a Tecnologías Citrine.

—No busco problemas, señor Scarfe, sólo quiero hacer mi trabajo.

Scarfe observa a Stone con tanta fijeza como los dispositivos exteriores del santuario de Citrine. El resultado favorable del examen se hace notar, finalmente, con un leve gruñido y con el anuncio:

—Su piloto les está esperando. Adelante.

Más arriba, sobre la tierra que le sostiene a uno, donde nunca ha estado Stone, pone su mano derecha sobre la rodilla izquierda de June, sintiéndose loco, rico y libre, rumiando la vida de Alice Citrine y el sentido que ya comienza a encontrarle.

Alice Citrine tiene 159 años. Cuando nació, América todavía era un conjunto de Estados, antes de las ZLE y las ARCadias. El hombre apenas había comenzado a volar. Cuando llegó a los sesenta, dirigía

una firma llamada Biótica Citrine. Ésa fue la época de las Guerras Comerciales, guerras tan mortales y decisivas como las militares, pero peleadas con tarifas y planes quinquenales, cadenas de montaje automáticas y producción de sistemas expertos de quinta generación. También fue la época de la Segunda Convención Constitucional, que reconstruyó América para la economía de guerra.

Durante esos años, el país se dividió entre las Zonas de Libre Empresa, regiones urbanas de alta tecnología, donde las leyes eran impuestas por las corporaciones, y cuyo único objetivo eran los beneficios y el poder, y las Áreas de Restringido Control, enclaves principalmente rurales, agrícolas, donde los antiguos valores se mantenían estrictamente. Biótica Citrine refino y perfeccionó el trabajo de investigadores propios y ajenos en el campo de los chips de carbono; ensamblajes microbiológicos, unidades de reparación programadas en la sangre. El producto final, comercializado por Citrine, sólo para aquellos que podían permitírselo, producía un rejuvenecimiento casi total, la reparación de las células o, simplemente, su recambio.

En seis años, Biótica Citrine se puso a la cabeza de la lista de Fortune 500.

Para entonces ya era Tecnologías Citrine. Y Alice Citrine se sentaba en su cumbre. Pero no para siempre.

La   entropía   no   puede   ser   burlada.   La   degradación   de   la información del ADN que aparece con la edad no es totalmente reversible. Los errores se acumulan a pesar del duro trabajo de los chips de carbono, y el cuerpo, obedientemente, acaba por abandonar.

Alice Citrine está cerca del teórico final de su nueva vida prolongada. A pesar de su aspecto juvenil, algún día un órgano vital fallará como resultado de millones de transcripciones erróneas.

Necesita de Stone, de todo el mundo, para justificar su existencia.

Stone aprieta la rodilla de June y experimenta la sensación de ser alguien importante. Por primera vez en su triste y sucia vida, va a hacer algo. Sus palabras, sus percepciones, importan. Está decidido a hacer un buen trabajo, a decir la verdad tal y como la percibe.

—June —dice Stone con énfasis—. Tengo que verlo todo —ella sonríe.

—Lo harás Stone. Seguro que lo harás.

Y el carruaje desciende en Ciudad de México, que ya tiene una población de 35 millones y que el año pasado entró en crisis. Tecnologías Citrine está aportando su ayuda para aliviarla, operando desde sus centros de Houston y Dallas. Stone sospecha de los motivos detrás de esta campaña. ¿Por qué no se anticiparon al colapso? ¿Podría tratarse de que lo único que les importe sea la marea de refugiados que cruza la frontera? Sea cual sea la razón, sin embargo, Stone no puede negar que los trabajadores de TC son una fuerza para el bien, atendiendo a los enfermos y hambrientos, restableciendo la energía eléctrica y las comunicaciones, asistiendo al (¿actuando como?) gobierno de la ciudad. Sube al carruaje y su cabeza da vueltas, y al momento se encuentra…

… en la Antártida, donde él y June son trasladados desde las cúpulas de TC a un barco de procesamiento de plancton, fuente de gran parte de la proteínas del mundo. June encuentra desagradable el hedor del compuesto, pero Stone respira profundamente, exultante por encontrarse a bordo, en esas extrañas y heladas latitudes, observando el trabajo de aquellos hábiles hombres y mujeres. June se alegra de estar otra vez volando y después…

… a Pekín, donde los especialistas de heurística de TC están trabajando en la primera inteligencia artificial orgánica. Stone escucha divertido el debate acerca de si la IAO debería llamarse K’ung Futzu o Mao.

La semana es un torbellino caleidoscópico de impresiones. Stone se siente como una esponja, empapándose de paisajes y sonidos largamente negados. En cierto momento se encuentra abandonando un restaurante con June, en una ciudad cuyo nombre ha olvidado.  En su mano está su tarjeta de identificación, con la que acaba de pagar la comida. Un holorretrato aparece sobre su palma. Su cara aparece cadavérica, sucia, con las dos cicatrices de sus cuencas vacías en vez de ojos. Stone recuerda cuando los cálidos dedos de láser crearon su holo en la Oficina de Inmigración. ¿Así era realmente él? El vital acontecimiento de aquel día parece pertenecer a la vida de otra persona. Mete su tarjeta en el bolsillo, dudando de si debe actualizar el holo o dejarlo como un recuerdo del lugar de donde viene.

¿Y donde acabará cuando esto termine?

(¿Y qué van a hacer con él después de sus informes?).

Cuando un día Stone pide ver una instalación orbital, June le pide un respiro.

—Stone,  creo  que  ya  hemos   hecho   bastante  para   un   viaje.

Volvamos para ver cómo puedes encajar todo esto.

Al escuchar estas palabras, un profundo cansancio se apodera de Stone, que lo nota hasta en los huesos, y su obsesión se evapora enseguida. Silenciosamente, asiente.

El dormitorio de Stone está oscuro, excepto por las difusas luces de la ciudad colándose por las ventanas. Stone ha potenciado su visión para admirar mejor el resplandor de la formas desnudas de June que está a su lado. Ha descubierto que los colores se vuelven turbios cuando faltan fotones, pero se obtiene en cambio una muy vívida imagen en blanco y negro. Se siente como un habitante del siglo pasado, mirando una película antigua. Excepto que June está muy viva entre sus manos.

El cuerpo de June es una tracería de nítidas líneas, como el arcano circuito capilar del núcleo de Mao/K’ung Futzu. Siguiendo la moda actual, tiene un patrón subepidérmico de implantes de microcanales. Los canales están llenos de «luciferina» sintética, la responsable del brillo de las luciérnagas, que ella puede conectar a su gusto. Después de hacer el amor, ella misma se ha iluminado. Sus pechos son vórtices de frío fuego, su afeitado monte de venus, una galaxia en espiral que arrastra la vista de Stone hacia profundidades sin fondo.

Mirando al techo, June habla absorta a Stone, mientras él la acaricia lánguidamente.

—Mi madre fue la única hija superviviente de dos refugiados vietnamitas. Vinieron a América al poco de acabar la guerra de Asia. Trabajaron en lo único que sabían hacer. Vivieron en Texas, en el Golfo. Mi madre fue a la universidad con una beca. Allí conoció a mi padre, que era otro refugiado, que había dejado Alemania con sus padres tras la Reunificación. Ellos decían que el Gobierno de Compromiso no era ni una cosa ni otra, por lo que no podían tratar con él. Supongo que mi entorno fue una suerte de microcosmos, surgido de un montón de conflictos de nuestro tiempo —atrapa la mano de Stone entre sus piernas y la mantiene con fuerza—. Pero ahora, contigo, Stone, me siento tranquila.

Mientras continúa hablándole sobre las cosas que ha visto, de la gente que ha conocido, su carrera como asistente personal de Citrine, a Stone le asalta el más extraño de los sentimientos. Mientras sus palabras progresivamente se integran por sí solas en un cuadro, siente el mismo ahogo que ante la marea abismal que sintió la primera vez que estudió historia.

Antes de decidir si realmente quiere saberlo, se descubre preguntando:

—June, ¿cuántos años tienes?

Ella se calla. Stone observa cómo le mira sin poder verlo, pues no está equipada con sus malditos ojos perceptivos.

—Unos sesenta —dice al final—. ¿Importa?

Stone se da cuenta de que no puede contestarle. No sabe si le importa o no.

Lentamente, June hace que su cuerpo se oscurezca.

Stone se divierte amargamente con lo que le gusta pensar que es su arte.

Hojeando el manual sobre el chip de silicona que habita en su cráneo, descubrió que tenía una propiedad que el doctor no había mencionado. Los contenidos de la RAM pueden ser emitidos con una señal a un simple ordenador. Allí, las imágenes que él ha recogido se pueden mostrar para que todos las vean. Más aún, las imágenes digitalizadas pueden manipularse, recombinarse entre sí o con grafismos almacenados, para formar imágenes verosímiles sobre cosas que nunca han ocurrido. Y por supuesto, se pueden imprimir.

En efecto, Stone es una cámara viva y su ordenador, un completo estudio de imagen.

Stone ha estado trabajando en una serie de imágenes de June. Sus impresiones en color inundan su despacho, pegadas a las paredes y sobre el suelo.

La cabeza de June con el cuerpo de la esfinge. June como la Bella Dama de Sans Merci. La cara de June superpuesta a la luna llena con Stone dormido en el campo como Endymion.

Los retratos son más perturbadores que las instantáneas, piensa

Stone, y, además, resultan más traicioneros. Pero Stone siente que está consiguiendo cierto efecto terapéutico gracias a ellos, lo que cada día le acerca, pulgada a pulgada, a sus verdaderos sentimientos hacia June.

Todavía no ha hablado con Alice Citrine, y eso le perturba enormemente. ¿Cuándo le entregará su informe? ¿Qué le va a decir?

El problema del cuándo se resuelve esa tarde. Volviendo de uno de los gimnasios privados de la Torre, encuentra su terminal parpadeando con un mensaje.

Citrine le verá por la mañana.

En esta ocasión, Stone permanece solo en el vestíbulo de la habitación de Alice Citrine, mientras deja que se verifique su identidad. Espera que le den los resultados cuando la máquina termine, pues ya no tiene idea de quién es él.

La puerta se abre deslizándose hacia dentro del muro, como la boca de una cueva.

«El Averno», piensa Stone, y entra.

Alice Citrine está sentada en el mismo lugar de hace semanas, éstas tan llenas de sucesos, y le transmite la impresión de ser semieterna. Las pantallas parpadean con un ritmo epiléptico a los tres lados de su silla de ruedas. Ahora, sin embargo, las ignora, pues tiene sus ojos sobre Stone, quien avanza agitado.

Stone se detiene ante ella; la consola es una trinchera insalvable entre ambos. En esta segunda ocasión percibe sus rasgos con una mezcla de incredulidad y alarma. Se parecen escalofriantemente a los de su propia cara demacrada. ¿Ha terminado pareciéndose a esa mujer simplemente por trabajar para ella? ¿O la vida fuera de la Chapuza marca las mismas duras líneas a todo el mundo?

Citrine pasa la mano por su regazo, y Stone descubre entonces a su mascota acurrucada en el valle de su vestido marrón, con sus antinaturales ojos, fijos en el colorido de los monitores.

—Es hora de un informe preliminar, señor Stone —dice ella—, pero su pulso es demasiado rápido. Relájese. No todo depende de esta reunión.

Stone desearía que así fuera. Pero no hay un ofrecimiento para sentarse y sabe que lo que diga será evaluado.

—Así que… ¿qué le parece este mundo nuestro, que lleva mi marca y la de otros como yo?

La arrogante superioridad de la voz de Citrine hace que el pensamiento de Stone tome todo tipo de precauciones, y está a punto de gritar: «¡No es justo!». Se detiene un momento, y entonces, se fuerza a admitir con honestidad:

—Bello, abigarrado, excitante, pero básicamente injusto. Citrine parece complacida con su estallido.

—Muy bien, señor Stone. Ha descubierto la contradicción básica de la vida. Hay joyas en el montón de basura, lágrimas en medio de la risa, y cómo se reparte esto, nadie lo sabe. Me temo, sin embargo, que no puedo asumir la culpa por la falta de justicia en el mundo. Ya era injusto cuando yo era una niña, y siguió así a pesar de mis actos. De hecho, puede que la desigualdad haya aumentado un poco. Los ricos son más ricos, y en comparación, los pobres, más claramente pobres. Pero, aun así, al final, incluso los titanes son derribados por la muerte.

—Pero ¿por qué no intentó cambiar las cosas con más decisión? —exige Stone—. Eso tiene que estar al alcance de su poder.

Por primera vez, Citrine ríe, y Stone escucha el eco de la amarga risotada que él lanza a veces.

—Señor Stone —contesta—. Dedico todo lo que puedo sólo a mantenerme viva. Y con ello no me refiero a cuidar mi cuerpo, eso se hace automáticamente. No, quiero decir, a evitar que me asesinen.

¿No ha comprendido la verdadera naturaleza de los negocios en este mundo nuestro?

Stone no es capaz de entenderla y se lo dice.

—Permítame ponerle al tanto. Puede que cambie algunas de sus concepciones. Es consciente del propósito que hay en la Segunda Convención Constitucional, ¿lo es? Se ocultó con frases grandilocuentes como «desencadenar la fuerza del sistema americano y enfrentarse a la competencia extranjera cara a cara, asegurando la victoria para los negocios americanos, la cual abriría el camino para la democracia en todo el mundo». Todo con un tono de gran nobleza. Pero el resultado fue bastante distinto. Los negocios no tienen interés por ningún sistema político en sí. Los negocios cooperan en tanto en cuanto alcanzan sus propios intereses. Y el interés primario de los negocios es el crecimiento y el poder. Una vez

establecidas las ZLE, las corporaciones se libraron de toda atadura, se enzarzaron en una lucha primitiva, que aún hoy continúa.

Stone trata de digerir sus palabras. No ha visto lucha abierta en su viaje. Pero, aun así, ha sentido vagamente subterráneas corrientes de tensión en todas partes. Pero seguramente ella está exagerando las cosas. ¿Por qué convierte el mundo civilizado en algo no demasiado diferente a una versión a gran escala de la anarquía de la Chapuza?

Como si leyera en su mente, Citrine añade:

—¿Alguna vez se ha preguntado por qué la Chapuza permanece en ruinas, y oprimida en mitad de la ciudad, señor Stone, con su gente en la miseria?

De pronto, todas las pantallas de Citrine, obedientes a una orden silenciosa, relampaguean con escenas de la vida en la Chapuza. Stone da un paso atrás. Ahí están los sórdidos detalles de su juventud; callejones apestando a orines, con formas cubiertas por harapos que están a medio camino entre el sueño y la muerte, el caos alrededor de la Oficina de Inmigración, la valla coronada con su filo de alambre, cerca del río.

—La Chapuza —continúa Citrine— es un territorio en disputa. Así ha sido durante más de ochenta años. Las corporaciones no se ponen de acuerdo sobre quién la va a desarrollar. Cualquier mejora hecha por una es inmediatamente destruida por el equipo táctico de otra. Ésta es la clase de impasse que prevalece en gran parte del mundo.

»Todo el mundo querría ser llevado a un paraíso terrenal gracias

a su bolsillo, del mismo modo que un devoto de Krisna lo quiere ser por su coleta. Pero es este mosaico de pequeños feudos lo que hemos conseguido.

Las ideas de Stone están confusas. Vino esperando ser examinado y para soltar todo lo que sabía. Sin embargo le han dado una conferencia, y se le ha provocado, como si Citrine le estuviera probando para ver si él es un interlocutor adecuado para debatir.

«¿He aprobado o he suspendido?».

Citrine contesta la pregunta con sus siguientes palabras:

—Es suficiente por hoy, señor Stone. Váyase y siga pensando.

Hablaremos en otra ocasión.

Durante tres semanas Stone se encuentra con Citrine casi a diario. Juntos exploran el confuso conjunto de las preocupaciones de ella. Stone gradualmente se siente más seguro de sí, expresando sus opiniones y observaciones con un tono más firme. No siempre coinciden con las de Citrine, aunque en general siente una sorprendente afinidad con la anciana.

Algunas veces parece como si ella estuviera guiándole, como enseñando a un aprendiz, y ella se siente orgullosa de sus progresos. Otras veces, se mantiene distante y reservada.

Éstas últimas semanas han traído otros cambios. Aunque Stone no se ha vuelto a acostar con June desde aquella noche decisiva, ya no la signe viendo bajo la forma de sirena de sus retratos, y ha dejado de pensar en ella de esa manera. Son sólo amigos, y Stone la visita con frecuencia pues disfruta de su compañía, y siempre le agradecerá su papel en su rescate de la Chapuza.

Durante sus entrevistas con Citrine, su mascota se convierte en un espectador habitual. Su enigmática presencia confunde a Stone. No ha encontrado ningún rastro de afecto sentimental en Citrine, y no puede imaginar el porque de su cariño hacia la criatura.

Finalmente, un día Stone pregunta a Citrine por qué la tiene, sus labios se curvan en lo que se podría parecer a una sonrisa.

—Egipto es mi piedra de toque para la verdadera perspectiva de las cosas, señor Stone. Quizás no reconoce su raza. —Stone admite su ignorancia—. Éste es un Aegyptopithecus Zeuxis, señor Stone. Su raza apareció hace varios millones de años. Actualmente es el único ejemplar que existe, un clon o, mejor dicho, una recreación basada en células fósiles.

»Ella es su antepasado, y el mío, señor Stone. Antes de los homínidos, era la representante de la humanidad en la  tierra.  Cuando la acaricio, contemplo lo poco que hemos avanzado.

Stone se gira y se marcha ofendido, infinitamente asqueado por la antigüedad de la bestia, lo cual es percibido por la señora.

Ésta es la última vez que verá a Alice Citrine. Es de noche.

Stone descansa solo en la cama, repasando instantáneas de la historia pre-ZLE que se había pasado por alto, en la pantalla de su terminal.

De pronto se escucha un fuerte crujido como la descarga simultánea de millares de arcos de electricidad estática. En ese segundo exacto, suceden dos cosas:

Stone siente un instante de vértigo. Sus ojos se apagan.

Aparte de ese shock, una explosión por encima de su cabeza hace balancearse toda la estructura de la Torre Citrine.

Stone se pone de pie inmediatamente, vestido sólo con los calzoncillos, descalzo como en la Chapuza. No puede creer que esté ciego otra vez. Pero así es. De vuelta al oscuro mundo del olor y el sonido y el tacto.

Las alarmas se disparan por todas partes. Stone corre hacia la habitación principal con ahora su inútil panorama de la ciudad. Se acerca a la puerta pero no puede abrirla. Alcanza el control manual pero vacila.

¿Qué puede hacer mientras esté ciego? Se caería, molestaría a los demás. Mejor permanecer aquí y esperar a ver qué pasa.

Stone piensa en June, luego casi puede oler su perfume. Seguramente bajará de un momento a otro para decirle qué está pasando. Eso es, esperará a June.

Stone recorre nervioso la habitación, pasan tres minutos. No puede creer que haya perdido la vista. Sin embargo, de algún modo, sabía que esto ocurriría.

Las alarmas se han parado, permitiendo a Stone escuchar casi subliminalmente pasos en el corredor, dirigiéndose hacia su puerta.

¿June, por fin?

No, algo anda mal. El sentido de la vida de Stone niega que el visitante sea alguien que él conozca.

Los sentidos de la Chapuza de Stone vuelven a tomar el mando. Deja de especular sobre qué está pasando; todo es precipitación y miedo.

Las cortinas en la habitación están sujetas con cordones de terciopelo. Stone saca uno a toda prisa, y se sitúa a un lado de la puerta de la entrada.

La onda de choque que alcanza a la puerta casi derriba a Stone. Cuando recupera su equilibrio, siente el sabor a sangre, y al instante un hombre se precipita dentro, dejándolo a él a su espalda.

Stone se coloca detrás del tipo corpulento, salta como un rayo y rodea su cintura con las piernas, pasándole el cordón alrededor del cuello.

El hombre deja caer la pistola y se lanza contra la pared. Stone siente cómo se le rompen algunas costillas, pero aprieta el cordón, tensando sus músculos al máximo.

Ambos se mueven por la habitación rompiendo muebles y vasos, enganchados en algo parecido a una obscena postura de apareamiento.

Finalmente, después de una eternidad, el hombre se derrumba, aterrizando pesadamente encima de Stone.

Stone no deja de apretar, hasta que está seguro de que el hombre ha dejado de respirar.

Su atacante está muerto. Stone vive.

Se remueve para salir de debajo de la masa inerte, tembloroso y herido.

Cuando logra salir, escucha a gente acercándose, hablando.

Jerrold Scarfe es el primero en entrar, llamando a Stone por su nombre. Cuando ve a Stone, Scarfe grita:

—Poned esa camilla allí.

Los hombres colocan a Stone en la camilla y comienzan a sacarlo. Scarfe camina a su lado e inicia una conversación surrealista.

—Descubrieron quién era, señor Stone. Ése maldito cabrón se nos coló. Nos atacaron con una emisión electromagnética dirigida que acabó con toda nuestra electrónica, incluyendo su vista. Puede que haya perdido unas pocas células cerebrales cuando estalló, pero nada que no pueda arreglarse. Tras la EMD lanzaron un misil al piso de Citrine. Me temo que murió inmediatamente.

Stone siente como si lo hubieran partido en mil pedazos, tanto física como mentalmente. ¿Por qué Scarfe le estaba contando esto?

¿Y qué pasaba con June?

Stone balbucea su nombre.

—Está muerta, señor Stone. Cuando los asaltantes designados para atraparla comenzaron a trabajar en ella, se suicidó con una cápsula de toxinas implantada.

Todas las lilas se mustian cuando el invierno se acerca.

El equipo de la camilla ha llegado a la zona médica. Stone es colocado en una cama y manos limpias comienzan a curar sus heridas.

—Señor Stone —continúa Scarfe—. Debo insistir en que escuche esto. Es necesario y sólo le llevará un minuto.

Stone ha comenzado a odiar esta voz insistente. Pero no puede cerrar los oídos o caer en una bendita inconsciencia, por lo que está forzado a escuchar el cassette de Scarfe.

Se trata de Alice Citrine.

—Sangre de mi sangre —comienza ella—, más cercano a mí que un hijo. Eres el único en quien he confiado.

El malestar desaparece de Stone mientras todo se ordena y descubre quién es él.

—Escuchas esto tras mi muerte… Esto significa que todo lo que he construido es tuyo ahora. Toda la gente ha sido pagada para protegerte. Ahora depende de ti retener su lealtad. Espero que nuestras conversaciones te hayan servido. Si no, necesitarás más suerte de la que te pueda desear.

»Por favor, olvida tu abandono en la Chapuza. Sólo fue porque la buena educación es tan importante… y sinceramente creo que has recibido la mejor. Siempre te estuve observando.

Scarfe detiene el cassette.

—¿Cuáles son sus órdenes, señor Stone?

Stone piensa con agonizante lentitud mientras gente que no ve lo traslada.

—Simplemente, limpie este follón, Scarfe, simplemente limpie todo este enorme lío.

Pero, mientras habla, sabe que no es cosa de Scarfe. Es cosa suya.