(El Pueblo), Relato Corto, Zenna Henderson

El Viaje de Katie-Mary – Zenna Henderson

Verás… tenemos esta casa, como… ya sabes, una vieja granja totalmente rodeada por un amplio porche. Los catetos del lugar le llaman antro hippie, y cuando los polis del lugar no tienen otra cosa que hacer, deambulan delante de la casa y fingen estar ocupados.

Ahora bien, sé que este asunto de los hippies no es verdadero. Aquí no. Paran montones de tíos y chavalas que se dirigen a la costa, donde están los de verdad. Pero nunca se quedan aquí… al menos los auténticos. Se largan en uno o dos días, salvo los que no pueden o no quieren conformarse. No pueden comprar toda la casa, y por eso se largan… son demasiado individualistas. Escucha, si crees que adaptarse es para los anticuados o los formales… reflexiona. ¡Hermano, te adaptas al rollo hippie o estás fuera!

Tomemos el lenguaje, por ejemplo. Hay algunos que me miran con el ceño fruncido, tratando de entenderme. Así que una vez me escuché a mí mismo durante un tiempo y descubrí que soy un verdadero políglota. Si hay una forma de lenguaje que me gusta, la adopto. Warum nicht!

Pero si no tienes el vocabulario de un movimiento… no estás en él. ¿Te das cuenta?

No, los que se quedan aquí durante un tiempo son los individualistas… los solitarios que no tienen una pandilla con la que estar, que buscan algo y que piensan que tal vez, si se quedan en un lugar el tiempo suficiente, como aquí, donde los pasajeros van y vienen, lo que están buscando aparecerá.

¿Y yo? Soy el que más tiempo ha estado aquí. Y todavía no ha aparecido nada. O tal vez ha pasado de largo.

Yo inicié esta casa. Sin querer. Cuando encontré este lugar, y todavía estaba por ahí luchando, pensando que tal vez ése era el camino, recorrí estas habitaciones vacías, llenas de polvo, en las que todo retumbaba. Sin nada, una nada encantadora alrededor, sujeta por paredes y un suelo y un techo que subrayaban este particular fragmento de nada. Me asomé por las ventanas. En tres de los costados, nada hasta el horizonte. Ni colinas ni montañas que sujetaran el cielo, así que la parte superior del techo era lo único que evitaba que el cielo se aplastara contra el suelo. Al otro lado, los establos, y más allá… el comienzo de la ciudad. No necesitaba mirar en esa dirección.

Así que quité el barro de las habitaciones, barrí el polvo y fregué las tablillas gastadas. Arreglé el tubo de la cocina y encendí el fuego de la salamandra. Después, durante un largo y satisfactorio anochecer, me senté en el suelo, sobre mi saco de dormir, y observé el parpadeo del fuego detrás de la mica astillada de la puerta de hierro colado.

No sé quién o qué originó esto, pero un par de meses más tarde la gente empezó a quedarse a dormir en el suelo de mi casa. Nunca me molesté en poner muebles. Había algunas cajas vacías de manzanas por ahí para poner las lámparas, o por si alguien tenía que sentarse en un lugar alto. Finalmente instalé un par de salamandras más y puse en funcionamiento la cocina económica —de Kalamazoo directo a ti—, con el depósito de agua y todo, y clavé una caja con ranuras en el lado interior de la puerta de entrada. Si alguien quería echar allí un trozo de pan al entrar o al salir… fantástico. Si no, Ce nefait rien.

Después de un período inicial de rechazo, empezó a no importarme tener desconocidos, aunque nadie de quien hacerme responsable, a mi alrededor. Y, finalmente, casi empecé a disfrutar con ello.

¿Los otros habituales?

Bueno, está esa muchacha, Katie-Mary. Es rara. Se pasa el tiempo yendo de un lado a otro, haciendo sus cosas. Limpiando su zona del suelo a la perfección, rascando las tablas viejas y rotas. Incluso quita la suciedad y la porquería que tardó años en juntarse entre una tabla y otra. Así que cuando hay viento la corriente se filtra por el vacío que hay debajo de las juntas y le mueve los bordes de las mantas.

El invierno pasado casi se congela. El temblor de las mantas asustó a otra visitante, Doos, y se pasó la mitad de la noche gritando porque pudo ver la Serpiente ondulante que rodeaba a Katie-Mary: La Serpiente Rosada de la Contemplación, que es única entre las serpientes porque tiene ombligo. Pero Katie-Mary se levantaba todas las mañanas, endurecida de frío, y volvía a fregar su trozo de suelo.

Tenía que acarrear el agua desde fuera… porque no hay cañerías. Hay una bomba de mano en el patio de atrás, que tiene la tubería descubierta. Cuando llega el frío, la envolvemos con arpillera… si nos acordamos. Y hay dos retretes: para hombres y mujeres, hechos por nosotros.

A veces estamos amontonados… pero Katie-Mary no. Nos apretamos y hacemos lugar, pero nadie quiere meterse en ese rectángulo blanco de Katie-Mary. Lo cual provoca otro problema que molesta a los viajeros. Nos acomodamos como si hubiera dormitorios… separados. No cohabitamos. ¡Un misterio, hombre, un misterio!

Bueno, como decíamos, este tío llegó una noche, la primavera pasada, naciendo rugir su moto. Un chico joven… un motorista hecho y derecho: cuero negro, casco de astronauta, de esos reflectantes que te impiden ver al otro lado. Fue como si la primera noche llenara toda la casa, ¿sabes?

Tú estabas discutiendo con alguien y ahí estaba él, escuchando como… bueno, como bebe un tío sediento. Pero algunos del grupo empezaron a ponerse realmente nerviosos y él estuvo a punto de recibir una paliza un par de veces sólo por escuchar. Pero recuerda, su manera de escuchar era como la succión de una aspiradora. Finalmente decidí que lo mejor era señalarle el error de su conducta, porque no quería tener una guerra declarada. Le puse la mano en el hombro… y durante un minuto pensé que revivía un mal viaje. Fue como… bueno, como una corriente de Algo que se curvaba en el cerebelo, sobresaliendo como largos signos de interrogación, hundiéndose hasta mis raíces, intentando descubrir, saber…

Entonces me sonrió con desgana, me miró por encima del hombro y me dijo:

—Sí, sí, Frederic, me tranquilizaré. No queremos declarar una guerra.

Y se fue a buscar un lugar para dormir mientras yo me quedada parpadeando, asombrado, y las palabras que no había pronunciado me secaban la boca y oía mi nombre verdadero por primera vez.

Acabó en lo que solía ser una despensa, apenas, lo bastante grande para acostarse, en la que si te estirabas te raspabas los nudillos con las dos paredes.

—Central —respondió antes de que yo lo preguntara—. Recibo con facilidad.

Pensé que a la mañana siguiente se habría marchado, pero no fue así, se quedó… era un marginado.

Nunca tenía mucho que decir, pero al parecer siempre había alguien discutiendo con él. Lo suyo era escuchar, salvo que a mí me parecía que al escuchar estaba preguntando. También era un Cazador, alguien que Espera. Pero a veces interrumpía y empezaba a hacer preguntas en voz alta. En esos casos ya no era el Oyente. Así que el otro tío, o a veces la chica, se largaba y el Oyente se alejaba haciendo rugir ese Productor de Contaminación (Ruido) y se las arreglaba para regresar en algún momento, cuando se había apagado la última vela o la última lámpara, no había electricidad, sin despertarme. Y tengo el sueño liviano.

No sé cuáles eran las razones, pero hace varios meses, durante un tiempo, la casa estuvo atestada. Debió de ser una migración masiva a la costa… ¿tal vez era el síndrome del ratón de campo?

La bomba del patio chirriaba a todas horas. Delante de los retretes se formaban colas. Y en cada rincón se encendían cerillas de vez en cuando.

«¡Velas, claro! ¡Pero esta lámpara…! ¡Mira cómo humea esta maldita cosa! ¡Uauu! ¡Ese vidrio está caliente! ¡Mira, y da luz! ¡Las cosas que inventan!

»¿Separarme? ¡Hombre, yo no puedo dormir sin mi parienta! Quiero decir, que no cierro los ojos…

»Feliz insomnio. Lo que quiero es quedarme por aquí… Hacerlo que me gusta. Eres libre de largarte.

»Sí. Libre. ¡La próxima casa está a ciento veinte kilómetros por la carretera!»

Así que durante un tiempo la casa se llenó y se vació como los pulmones al respirar, y la caja de la puerta también se llenó y se vació. El dinero se amontonó hasta tal punto que pensé en hacer una instalación eléctrica, pero deseché la idea enseguida. Lo primero que supe acerca del viaje de Katie-Mary fue durante la agradable tregua que se produjo después de que la casa estuviera tan atestada. Guesky, otro visitante… aparentemente lo suyo es la contemplación, cosa que, si quieres saber mi opinión, le da aspecto de dormido. Creo que lo que hace realmente es ver la poca actividad que puede desarrollar y parece que está agonizando. Así que para él fue toda una excursión subir hasta mi guarida, en el ático sin acabar que hay en el último piso de la casa, donde el polvo está intacto salvo exactamente a mi alrededor. Me despertó tocándome con el pie. El duerme en un banco. Casi no puede subir ni bajar del suelo. Se tropieza con su propia polla.

—¡Eh, tío, muévete! —dijo—. Katie-Mary ha vuelto. Volvió esta noche. Tío, ha tenido un mal rollo. Todavía alucina. Está allí chillando y golpeando el suelo. Doos no quiere tocarla. Dice que la ve rodeada de alienación…

—No puedo hacer nada —dije, bostezando, y me rasqué donde las mantas me habían raspado.

—Ciérrale la boca, o haz algo —dijo Guesky—. Hasta que deje de viajar.

—¿Qué ha tomado? —pregunté—. Creía que lo suyo era ser casi santa…

—¡No, tío, no te enteras! —gritó Guesky—. Se largó. Se fue de viaje. Se las piró con un tío cuando él la llevó a la ciudad en su bólido. Se largó, tío. ¡Había desaparecido! Y ahora ha vuelto, y está gritando y golpeando el suelo.

—Es mejor que llames al Oyente y no a mí —dije, deslazándome otra vez debajo de mi manta, acomodando la nuca en el codo doblado—. Katie-Mary y yo no nos ponemos de acuerdo. Ella siempre está esperando que yo espere que ella espere que yo intente conquistarla. Es mejor que llames al Oyente.

Así que Guesky se fue y cerré los ojos. Pero no pude mantenerlos cerrados. ¿Qué era lo que inquietaba a Katie-Mary? Ella solía ser bastante inconmovible.

Finalmente me di la vuelta hasta que con la oreja sentí el metal frío del enrejado que cubría el suelo. Estaba encima del cielorraso del dormitorio en el que dormían las chicas. No, no se puede ver a través de él. Hay suciedad, polvo, telarañas, y diez centímetros de porquerías entre las rejas, por eso no se ve nada. Pero si Guesky hubiera hecho entrar al Oyente en lugar de hacer salir a Katie-Mary… y eso es lo que había hecho.

Lo único que oí fue la voz de Katie-Mary. El Oyente fue El Oyente Absoluto..

—No estaba lastimado, pero se sentía tan impresionado que lo llevé a Harmon Park hasta que recuperó la compostura. Dijo que no estaba acostumbrado a conducir. «¡No por las calles!», dijo.

—La voz de Katie-Mary se elevó y se hizo más aguda—. «¡Y por encima de los árboles no se encuentran demasiados transeúntes!»

»Así empezó —dijo Katie-Mary—. Eso fue lo que me atrapó. Anduve por ahí preguntándome durante cuánto tiempo podría seguir así. Volvió a preguntarme si estaba lastimada, y volví a decirle que sólo me había dado un codazo y que ni siquiera me había tocado los pies. Estaba tan aliviado que empezó a hablar… como un hombre. De vez en cuando se interrumpía y parecía triste por algo que había dicho pero volvía a empezar.

»Parecía que había abandonado a su Pueblo. No, no es un fugitivo. Le dieron un coche y lo que, supongo, era el equivalente a una bendición. Viejo. El coche era viejo. Pero funcionaba como si fuera recién estrenado. Le gustó cuando le hablé de que cada uno debía hacer su vida y dejar que los demás hicieran la suya.

»»Se lo dije», dijo encantado. «Les dije que ya no le importaba a nadie. A nadie le importaba si yo me olvidaba y… me elevaba en lugar de caminar… o hacía otras… cosas insignificantes… como ésa.»»

Katie-Mary tenía problemas para articular las palabras y modular la voz. Se produjo un breve silencio. Luego chilló, histérica.

—¿Crees que me estaba tomando el pelo? ¡Te equivocas, tío! ¿Sabías que no compró ni una gota de gasolina para ese extraño coche suyo en todo el tiempo que estuvo en la ciudad? Cuando se lo pregunté, se echó a reír. «Oh, no necesito gasolina. Simplemente levanto el coche para que haya presión suficiente y las ruedas giren. Por supuesto, tengo que dejar que el motor haga bastante ruido para resultar convincente.» —Katie-Mary se sonó ruidosamente la nariz, tragó saliva y prosiguió.

»Estaba tan contento de oír que cualquiera podía hacer cualquier cosa y no… no… ¡Oh, eso ya lo dije! Pero lo estaba. Parece que su Pueblo… por lo que decía sonaba como si fuera una comuna, pero no lo es. Vi… de cualquier manera, siempre han sido diferentes de los demás… todos. Y muy estrictos con respecto a permitir que alguien se enterara. Él… ¿qué? Oh, se llama Degal… no, simplemente Degal. Nunca se lo pregunté.

»»Para el Pueblo será una verdadera ironía», me dijo una vez, como si su Pueblo fuera el único pueblo que existe en el mundo. «¡Creen que son diferentes y durante todo el tiempo… espera a que les cuente! Vosotros tenéis Sensitivos, ¿verdad?»

»»¿Qué es eso?», le pregunté.

»»Oh, ya sabes. Tal vez vosotros les dais otro nombre Ya sabes… tocar al que sufre… interpretar los motivos del dolor y la enfermedad. Entrar en la mente. Curar.»

»»¡Tío, estás flipado!», le dije. Es ese asunto de curar por la fe. Bueno, claro, si crees en eso… pero me miró —dijo Katie-Mary con voz temblorosa. Apenas pude oír lo que dijo después porque lo hizo en voz baja y suave—. Entonces lo sentí dentro de mi mente… preguntando… preguntando… abrigando esperanzas. Entonces se fue, desilusionado, y siguió abrigando esperanzas. En cierto modo… en cierto modo lo defraudé.

»»Algunos miembros de nuestro Pueblo», dijo apresuradamente, supongo que para aliviarme, «han estado encerrados durante tanto tiempo que les resulta difícil abrirse a alguien. Lo siento.»

»No —dijo Katie-Mary en un murmullo—. No todo al mismo tiempo. Un mes, o seis semanas. Pequeños fragmentos en distintos momentos. Él es tan joven… Oh, es mayor que yo, pero tan joven… Así que ahora… —Ya no había lágrimas en sus ojos pero aún estaba asombrada.

»Le pregunté una vez de dónde venía. «Del Hogar», me dijo. «¿De un hogar de niños huérfanos?», le pregunté. Y se echó a reír. «¡No! ¡Del Hogar! Yo no, por supuesto. Yo nací en la Tierra, en el cañón, pero mi abuelo…», y escucha esto, tío, «mi abuelo fue uno de los que llegaron a la Tierra desde el Hogar». «¿Cómo?», le pregunté. Y como si le hubiera preguntado algo tan sencillo, me respondió: «En la nave, por supuesto. ¡Durante el Cruce!»

»Eso fue todo —dijo Katie-Mary—. Platillos volantes. «¿Qué has estado tomando?», le pregunté. «¿Tomando?», me dijo, aguardó un instante y se echó a reír. «No necesito nada para volar. ¡Mira esto!»

A Katie-Mary se le quebró la voz.

—Después de la primera vez, no quise seguir mirando. Estaba asustada. No entendía. Pensé que tal vez había perdido la cabeza. Pero seguí mirando…

»Una noche estábamos junto al recodo del río. Era una noche luminosa. Me dijo que la luna se había caído al agua, y pareó» que era así. Bueno, se elevó en el aire, por encima del río, como un cohete. Luego se quedó ahí arriba del agua brillante, por encima de los árboles envueltos en sombras, y él… parecía uno de esos gimnastas de las olimpíadas que aparecen en televisión, sólo que él no estaba sujeto a nada. No corría peligro de caer. No sudaba. Lo hacia con facilidad… con rapidez… como un pájaro sin alas. Como un avión que se hubiera vuelto loco. Cuando bajó con un chasquido, riendo, jadeando y diciendo «así es como vuelo…», me encontró acurrucada y muerta de miedo bajo los árboles, y dejó de sonreír. Me dio unos golpecitos en el hombro. Me dijo que lo lamentaba. Que tendría que haber sabido que yo no me refería a volar físicamente…

»¡No! —dijo Katie-Mary elevando la voz—. ¡No… nada! ¡Sabes que no! ¡Nunca! ¡Lo hizo! Él… voló… lo hizo. ¡Lo hizo! »;Y después qué? Después me pidió que me fuera con él. Que fuéramos a reunimos con su Pueblo. Para demostrarles que ya no necesitaban seguir aislados. Que ya era hora al fin de que se integraran en la sociedad y que compartieran todos sus Dones y Concepciones…

Oí que Katie-Mary gritaba:

—¡No… no! ¡Me haces daño!

Y luego el Oyente dijo en un tono de ira que nunca había oído:

—¡Te estás riendo de mí! —exclamó—. ¿Quién te informó? ¿Quien te contó?

—¡No! —volvió a gritar Katie-Mary— ¡Nadie!

—Lo siento —dijo el Oyente—. Olvídalo. Simplemente olvídalo…

Oí que Katie-Mary se interrumpía en mitad de una palabra. Estaba a punto de salir de mi saco de dormir cuando la oí preguntar:

—¿Dónde estaba?

—El te pidió que te fueras con él… —respondió el Oyente.

—Sí, me lo pidió —dijo Katie-Mary. Lanzó un prolongado suspiro, como si no fuera a respirar nunca más—. No puedo —dijo—. No puedo.

—Sí —dijo el Oyente—. Dilo y todo pasará.

—Era de noche —dijo enseguida, sigilosamente, como si tuviera miedo de romper algo—. Era de noche, o yo estaba totalmente flipada. En ningún momento tocamos la carretera con los neumáticos. Cuando salimos de la ciudad, no vimos ni un solo camino. Me esforcé por mantener los ojos abiertos y vi que las montañas pasaban a toda prisa por debajo de nosotros… lejos de nosotros…, como un río sinuoso veteado de espuma blanca. Y todo el tiempo él parloteaba hablando del Hogar y del… Cruce y finalmente dejé de escuchar… Quería bajar. Estaba desesperada por bajar. Me estremecí y él… sonrió y me dijo: «Oh, lo lamento.» ¡Y dentro del coche empezó a hacer calor! Un calor suave, agradable, encantador…

Katie-Mary bajó la voz y añadió en tono vacilante:

—Oh, ¿no te das cuenta? —gritó apasionadamente—. ¿No comprendes? Y aún no te lo he contado todo. No te he contado todo lo que me contó Degal, que encajaba perfectamente y era cada vez más claro, hasta esa noche, cuando finalmente gritó: «¡Mira!» y el coche se inclinó y descendió hendiendo el aire como un águila, y vi a su Pueblo que se elevaba para ir a recibirlo, y los rostros pálidos que subían a toda prisa para reunirse con él en el aire. Y la puerta del coche que se abría dejando que él saliera e intercambiaban toda clase de comentarios… y el coche se deslizó hacia abajo, inclinándose como una hoja seca y la puerta del lado izquierdo se abría y se cerraba. Y yo me inclinaba hacia atrás y hacia delante en el interior del coche, temiendo por mi vida, mientras fuera…

»Estaba fuera de ese mundo maravilloso… el Hogar de Degal… que él no consideraba tan diferente del mundo tal como es ahora. ¡Oh, hermano!

»Me estiré y encendí las luces del coche. Mientras éste se balanceaba, las luces recorrían las copas de los árboles e iluminaban al alegre y parloteante grupo que se precipitaba de un lado a otro como si fueran pájaros, apiñándose alrededor de Degal.

»¿Sabes lo que me parecieron de repente las luces del coche? ¿Lo sabes?» —Volvió a gritar con voz estrangulada.

— Y colocó al este del Jardín -dijo lentamente el Oyente-una espada llameante que giró en todas las direcciones para mantener…

—Para mantenerme alejada — añadió Katie-Mary-! Oh, empecé a caminar, de acuerdo. Y los vi a todos. Conocí a Valancy y a Jemmy… Ellos son el Engranaje. Y a Robelyn, la chica de los ojos grandes, y todos saludaban a Degal… y todos esos niñitos astutos aprendían a volar por encima del arroyo. Una niña se cayó cuando olvido cómo debía cruzar. La empujaron y la abrazaron y la regañaron, y le dieron un caramelo para que dejara de llorar. El caramelo era una fruta que, al morderla, producía música. Cuando rió, vi que tenía los dientes manchados de rojo por el jugo.

»Estuve allí durante… bueno, no puedo decirte durante cuánto tiempo. Una noche no pude dormir preguntándome dónde me había metido. Otra noche me apoyé en el alféizar y vi a Degal y a esa Robelyn elevarse en dirección a la luna, entre las copas de ios árboles, haciendo una especie de danza delirante y maravillosa, o algo así, en el cielo. Y parecía que había música… una música que los movía como la luz mueve… ¡Oh, no hay palabras para describirlo! Pero cuando desaparecieron, dejó de sonar la música. Supongo que la hacían ellos al moverse. Escuché con los ojos…

»Y debajo de mi ventana alguien dijo: «¿En el aire? ¿Ya? Será mejor que Valancy se dé prisa a hilar…» Luego las voces alegres se alejaron.

»Pero todo el tiempo sentí que bajaba… como si tuviera que mirar hacia arriba…

»¡No! ¡En absoluto! Nunca me denigraron… nunca. ¡No quisieron! ¡No pudieron! Juntos. Uno. Encantador. Servicial. ¡Oh, ya sabes! Mucha gente lo dice… ¡ellos lo hacen!

Cuando ella guardó silencio, el Oyente murmuró algo. —No, no hay trabas —aseguró Katie-Mary—. Cada uno es como es. Nadie hace las cosas simplemente porque los demás las hacen… excepto, quizá, los niños. Volví a oír un murmullo.

—No son distintos de cualquier población de las colinas —aclaró Katie-Mary—. Los que pasan por allí en coche se detienen para pedir que los orienten. Y no notan nada, salvo que siguen su camino sonrientes y cómodos. No llegan muchos. El cañón está alejado del camino…

»Sí, hay una carretera… pero no es muy buena. Porque, por supuesto, no la utilizan demasiado.

La voz de Katie-Mary sonó cansada, ya no vibraba como una cuerda tensa.

—Aún recuerdo el suave sonido de las pisadas que iban de un lado a otro, de un lado a otro. Tienen una sala enorme para reunirse, y oía los pasos en el piso de arriba, de un lado a otro, de un lado a otro. Me fastidiaba un poco, y Karen se rió y me llevó arriba. Allí estaba Valancy, hilando en una rueca enorme, como en los cuadros antiguos. No estaba sentada, sino caminando de un lado a otro, entrando y saliendo del cuadrado de sol que entraba por una ventana pequeña, tirando de la hebra y haciéndola girar en un huso.

«Aquello acabó conmigo. —Katie-Mary susurró, compungida—. ¡Estaba hilando la luz del sol! ¡La luz del sol! Y tal vez algo más —le respondió al Oyente—. Pero lo único que vi fue la luz del sol. «Es especiar, me dijo Karen. «Se hace cuando hay una boda, o un bautismo. La tejemos…» Levantó un poco de luz y le pasó la mano para alisarla. Mientras ella la rozaba, cambió de colores. «No decidimos qué color tendrá hasta que estamos a punto de utilizarla.» Ahora me gustaría haberla tocado. Tuve miedo de hacerlo ¿Alguna vez acariciaste el sol?

«¡Imagínate! Hacen ropa con el sol y hay un individuo que corta leña para las. chimeneas. No hay carreteras porque no las necesitan… y los chicos recogen guisantes en el huerto para la cena. Hubo un prolongado silencio y me pregunté si Katie-Mary se habría quedado dormida. Parecía bastante cansada. Pero el silencio pareció llenarse de sonidos. Entonces el Oyente dijo algo breve, con voz quebrada.

—¡Un momento! —exclamó Katie-Mary con energía—.¡Imposible, tío! ¡Imposible! ¡Yo ya no sufro por nadie! —Entonces su tono de voz cambió y declaró—: No puedo. Sinceramente, no puedo. Aunque estés perdido. Aunque hayas estado buscando toda tu vida. ¡No puedo! No conozco el camino, ¿recuerdas? ¿Cómo pretendes que recuerde un camino que nunca recorrimos? ¿Crees que en las nubes hay señales de tráfico? Ni siquiera sé en qué dirección… salvo que… —Reflexionó—. Salvo que antes de que empezáramos a bajar al cañón, el sol salió por detrás de nosotros y proyectó nuestra sombra sobre el cañón.

Volvió a reinar el silencio.

Luego Katie-Mary dijo:

—¡Oh, no! ¡Otro chiflado no! ¿Qué ocurre conmigo que todos…? —Su suspiró de aceptación fue prolongado y tembloroso y lo oí claramente—. De acuerdo, entonces, de acuerdo. Tal vez esto es lo que he estado esperando hacer todo este tiempo. De acuerdo, hazlo. —Pareció resignada—. Si crees que puedes lograr que me acuerde de todo, muy bien, lo intentaremos. No creo que recuerde todo lo que quieres, pero estoy demasiado cansada para pelear contigo. Otro chiflado…

Bajé la escalera.

Me estaban esperando en la puerta, montados en la moto, con los cascos en la mano. Katie-Mary me miró con expresión de impotencia.

—Regresaré —me dijo—. El dice que regresare. —Asintió, estaba sentada detrás del Oyente y se puso el casco y se ocupo de ajustar las fijaciones.

El Oyente me sonrió…, como un chico ansioso que aguarda la llegada de la Navidad.

—Gracias, Frederic —me dijo-i Gracias.

—No tiene importancia —le respondí—. Supongo. ¿Pero por qué?

—El suelo de tu casa es cómodo. Y el agua era fresca. —Me sonrió—. Y Katie-Mary estaba aquí. —Se bajó el visor del casco. La luz iluminó el oscuro vacío dejado por su rostro. Me sorprendí mirándole las manos para ver si eran verdes, para ver si era un hombrecito verde de… ¿de dónde? Pero llevaba los guantes puestos.

Cuando abandonaron el rectángulo de luz que formaba la puerta abierta desaparecieron de la vista. Me quedé un buen rato de pié bajo la luz fría hasta que el rugido tartamudo de la moto se apagó.

~ * ~

 A veces pienso que pasó un siglo; otras veces que sólo transcurrieron diez minutos hasta que Katie-Mary volvió a aparecer bajo la luz de la lámpara, con el rostro sereno y serio. En realidad pasó aproximadamente una semana. O eso creo.

—¡Hola, muñeca! —la saludé—. Adelante. —Si no me hubiera apartado, habría chocado conmigo. Parecía sonámbula.

—Lo llevé —me dijo—. En esa moto suya. Rompimos ese encantador y espantoso silencio. Me sentía rodeada de astillas hasta que por fin nos detuvimos en el cañón. Degal estaba en la entrada, esperando. Y los Ancianos, Jemmy y Valancy. Y la chica de los ojos grandes. ¿Cómo es posible que lo supieran?

»El Oyente se quedó esperando… incluso después que yo bajé. Entonces Degal dijo: «Hola, Katie-Mary.» «¡Hola, Oyente!» —El rostro de Katie-Mary se contorsionó—. Él nunca había visto al Oyente, pero lo conoció.

Entonces el Oyente bajó. Dejó su moto allí parada, y la moto no se cayó. Observó a la gente del cañón. Entonces el… el Oyente, totalmente vestido de negro con su traje de motorista, se elevó en el aire y corrió hacia ellos tropezando, con la misma torpeza de esos niños que empiezan a aprender a volar. Ellos se elevaron en dirección a él y todos se dieron la mano y él dejó de tropezar.

»»¿Estoy en el Hogar?», preguntó el Oyente mientras volvía a descender lentamente por la ladera de la colina.

»»Estás en el Hogar», respondió Jemmy. «Yo soy Jemmy, y ellas son…»

»»Valancy y Robelyn», se apresuró a decir el Oyente. Sonrió. Era otra persona. Apenas lo reconocerías. De repente se convirtió en alguien demasiado grande, comparado con lo que yo recordaba.

De pronto Katie-Mary se sentó en el suelo; colocó las manos a cada lado del cuerpo, sobre el suelo, con las palmas hacia arriba; el pelo le cayó hacia delante y le ocultó el rostro. Un rato después volvió a hablar.

—Era tan cálido que casi me muero de frío fuera. Estuve fuera una eternidad. Esperando. Ellos hablaban. Todos ellos. Muy rápido, a toda, velocidad. Y todos al mismo tiempo. ¡Y sin emitir un solo sonido!

»Cuando por fin se callaron y me miraron tuve que mirar dos veces para distinguir al Oyente de Degal. Los dos tenían el mismo resplandor. El mismo… Habían aclarado todo.

«»Gracias, Katie-Mary», me dijo el Oyente. «Me pasé toda la vida buscando, sin saber siquiera si encontraría algo. Gracias. Te enviaremos de vuelta a casa.» Me miró desde detrás de la mata de pelo. «Nosotros, no ellos ni yo, sino nosotros te enviaremos de vuelta a casa», dijo. «Y te haremos olvidar después de que se lo cuentes a Frederic. Así serás más feliz. Frederic necesita conocer el final. Los cabos sueltos lo ponen nervioso.»

»Y me enviaron de vuelta. —Katie-Mary levantó la cara; dejó los ojos cerrados y la mano enredada en el pelo—. Me hicieron cerrar los ojos y me enviaron de regreso sola, sin moto, sin coche. Me enviaron hace muy poco. El viento me enfrió las mejillas y la nariz. Tuve la sensación de que todo se alejaba de mí. Y a toda velocidad. ¡Rápidamente! —exclamó, casi cantando, en tono soñoliento, suavemente, hasta que su voz se desvaneció.

—¿Dónde está ese cañón? —le pregunté bruscamente, sintiéndome repentinamente melancólico.

Katie-Mary abrió los ojos.

—¿Qué cañón?

—El cañón al que llevaste al Oyente —insistí—. Donde él voló hasta reunirse con su Pueblo.

—¡Voló! —exclamó Katie-Mary haciendo una mueca—. Tío, ¿qué has tomado? —Se levantó del suelo con un movimiento rápido y suave, como es su costumbre.

«Te haremos olvidar después de que…»

—Doos derramó sopa en el suelo —le dije, dándome por vencido…

—¡Esta Doos! —protestó Katie-Mary, pero no hizo ningún movimiento para limpiar—. ¿Sabes, Frederic? —me dijo con expresión pensativa—. Soy una inútil, como un cero a la izquierda; pero un cero al otro lado del número puede convertirlo en decenas, en cientos o en miles. Y tal vez sea importante contar, ¿no? —Se entretuvo en la puerta del vestíbulo y se volvió para mirarme—. Estoy pensando en pasarme al otro lado, ¿sabes? Será mejor que empiece a buscar un lugar que me guste, para empezar a contar. No es que no me haya gustado estar aquí, pero después de todo no puedo pasarme la vida fregando el suelo.

~ * ~

Bueno…

Desde que Katie-Mary se fue, su limpio rectángulo de suelo dejó de ser limpio. Cualquiera camina encima de él, o duerme en él, pero ya nadie lo friega. Y la inquietud y el desarraigo siguen apareciendo y desvaneciéndose, como una respiración febril.

No sé por qué me quedo. Todo esto ha perdido encanto. Pero si me largara… ¿a dónde podría ir? Nada de esto puede convencerme de que para mí existe un hogar encantador y acogedor en algún lugar de la tierra…

Pero entonces, tal vez, como Katie-Mary, pasaré al otro lado. Dos ceros al otro lado del número…

 

 

 

 

 

Damon Knight, Relato Corto

No con una explosión – Damon Knight

Pasaron diez meses después de que Rolf Smith viera el último avión. Fue entonces cuando supo sin lugar a dudas que sólo otro ser humano había sobrevivido. Se llamaba Louise Oliver y estaba sentada frente a él en la cafetería de unos grandes almacenes de Salt Lake City. Habían abierto una lata de salchichas de Viena y bebían café.

Un rayo de sol se colaba por el vidrio roto de una ventana. Era como una sentencia que caía sobre el sombrío ambiente de la sala. No se oía ningún sonido, ni en el interior ni en el exterior. Tan sólo el desesperante rumor de la ausencia… Nunca volvería a oírse el ruido de los platos mientras los lavaban en la cocina o el traquetear de los tranvías. Nunca. No había otra cosa más que un rayo de sol, el silencio… y los ojos lacrimosos y asombrados de Louise Oliver.

Rolf se acercó más a la mujer, tratando de llamar la atención, aunque sólo fuera por un instante, de aquellos ojos como de pez.

—Cariño —dijo—. Respeto tu punto de vista, claro. Pero debo hacerte comprender que es muy poco práctico.

Louise le miró con cierta sorpresa. Luego desvió la mirada. Sacudió ligeramente la cabeza: No. No, Rolf. No viviré en pecado contigo.

Smith pensó en las mujeres de Francia, de Rusia, de México, de los mares del sur. Había pasado tres meses en los ruinosos estudios de una emisora radiofónica de Rochester, escuchando las voces hasta que se desvanecieron. Había existido una gran colonia en Suecia, que contaba entre sus miembros a un ministro inglés. Dijeron que Europa había desaparecido. Así de sencillo. No quedaba una sola hectárea que no hubiera sido barrida por el polvo radiactivo. Disponían de dos aviones y combustible suficiente para llegar a cualquier parte del continente. Pero no había ningún lugar adonde ir. Al principio fueron tres los que contrajeron la epidemia; luego once y finalmente todos.

El piloto de un bombardero cayó cerca de una emisora gubernamental de Palestina. No duró mucho, ya que se había roto algunos huesos en el accidente, pero había visto vacío el océano en los lugares donde deberían haber estado las islas del Pacífico. Supuso que los icebergs del Ártico habían sido bombardeados, aunque sin saber si se había tratado o no de un error.

No hubo informes de Washington, de Nueva York, de Londres, de París, de Moscú, de Chungking, de Sydney… Era imposible saber qué ciudades habían sido arrasadas por las enfermedades, cuáles por el polvo, cuáles por las bombas.

El mismo Smith había sido asistente de laboratorio en un equipo que intentó encontrar un antibiótico contra la epidemia. Sus superiores habían descubierto uno que dio resultados algunas veces, pero fue demasiado tarde. Cuando se fue, Smith se llevó todo lo que quedaba de aquel medicamento:  cuarenta ampollas, suficientes para varios años.

Louise había sido enfermera en un elegante hospital próximo a Denver. Según ella, ocurrió algo bastante raro en el hospital cuando se dirigía hacia allí la mañana del ataque. Cuando se lo contó a Rolf estaba muy tranquila, pero sus ojos adoptaron una mirada vaga y su aspecto abatido pareció decaer un poco más. Smith no la forzó a que se explicara.

Igual que él, Louise había encontrado una emisora de radio que aún funcionaba. Smith decidió reunirse con ella tras asegurarse de que no había contraído la epidemia. Al parecer, Louise era naturalmente inmune. Debían de haber habido otras personas, unas cuantas como mínimo, pero las bombas y el polvo no habían tenido piedad con ellas.

A Louise le parecía muy desagradable el hecho de que ningún sacerdote protestante hubiera conservado la vida.

El problema era que ella lo decía en serio. A Smith le había costado mucho tiempo creerlo, pero era cierto. No pensaba dormir con él en el mismo hotel. Esperaba, y recibía, cortesía y buenos modales en grado sumo. Smith había aprendido la lección: paseaba con ella ocupando el lado exterior de las aceras atestadas de escombros; abría las puertas para ella, si es que aún quedaban puertas; la ayudaba a tomar asiento y procuraba no decir palabrotas. La cortejaba.

Louise aparentaba unos cuarenta años, corno mínimo cinco más que él. Smith se preguntaba muchas veces cuántos años debía de pensar ella que tenía. La conmoción de ver lo que había sucedido con el hospital, fuera lo que fuese, y el destino de los pacientes que habían estado a su cargo, había hecho que su mente retrocediera hasta la infancia. Louise admitía tácitamente que todos los humanos, a excepción de ellos dos, habían muerto. Pero parecía considerar el tema como algo que ni siquiera debe mencionarse.

Por cien veces en las últimas tres semanas, Smith había sentido un impulso casi irresistible de romper aquel delicado cuello y proseguir solo su camino. Pero no había más remedio: necesitaba a Louise porque era la única mujer del mundo. Si moría o le abandonaba, él moriría también. ¡Maldita puta!, pensó con una furia incontenible, y se preocupó de que el pensamiento no aflorara a su rostro.

—Louise, cariño —dijo amablemente—. Quiero hacer todo lo que pueda para que no sufras. Ya lo sabes.

—Sí, Rolf —contestó ella, mirándole fijamente como si fuera una gallina hipnotizada.

Smith hizo un esfuerzo para proseguir.

—Debemos enfrentarnos a los hechos, por más desagradables que sean. Cariño, somos el único hombre y la única mujer que existen. Somos como Adán y Eva en el Paraíso.

El rostro de Louise mostró una expresión de ligero disgusto. Era obvio que estaba pensando en hojas de parra.

—Piensa en las generaciones futuras —continuó Smith con voz temblorosa. Piensa un poco en mí. Quizá sirvas otros diez años, quizá no. Estremeciéndose, meditó en la segunda etapa de la enfermedad: la desesperante rigidez que atacaba sin previo aviso. Ya había padecido uno de esos ataques, y Louise le había ayudado a superarlo. Sin ella se habría quedado en aquel estado hasta morir, con la inyección salvadora a pocos centímetros de su mano rígida. Pensó furiosamente: Si tengo suerte, tendré dos hijos contigo, dos como mínimo antes de que estires la pata. Y entonces estaré a salvo.

—Dios no quería que la raza humana acabara así —prosiguió—. Se compadeció de nosotros, de ti y de mí, para… —Se detuvo. ¿Cómo podía decirlo sin ofenderla? «Padres» no serviría, era demasiado sugerente—. Para que siguiéramos llevando la antorcha de la vida —finalizó. Sí, era una forma de decirlo bastante adecuada. Louise miraba vagamente por encima de su hombro. Sus ojos parpadeaban con regularidad y los movimientos de su boca, similares a los de un conejo, seguían el mismo ritmo.

Smith bajó la mirada para observar sus enflaquecidos muslos. No soy lo bastante fuerte para forzarla, pensó. ¡Dios mío, si fuera lo bastante fuerte…!

Volvió a sentir la rabia causada por su impotencia y la reprimió. Debía mantenerse sereno, pues aquélla podría ser su última oportunidad. Louise había estado hablando hacía poco, con aquel lenguaje impreciso que siempre usaba, de ir hasta la cima de una montaña y suplicar el consejo divino. No había dicho que iría sola, pero era fácil suponer que tal era su intención. Rolf había tenido que discutir con ella hasta debilitar su resolución. Se concentró al máximo y lo intentó una vez más.

Las palabras llegaban como si fueran ruidos sordos y lejanos. Louise escuchaba una frase de vez en cuando, y cada una de ellas provocaba una cadena de pensamientos que aumentaba su éxtasis. «Nuestro deber para con la humanidad…», había dicho mamá muchas veces… Aquello había sido en la vieja casa de Waterbury Street, claro, antes de que mamá enfermara. Mamá decía: «Hija, tu deber es ser limpia, educada y devota. La belleza no importa. Hay muchas mugieres feas que han conseguido esposos buenos v cristianos.»

Esposos… Parir y soportar… Flores de azahar, damas de honor, música de órgano… A través de su ensueño vio el rostro enjuto y malicioso de Rolf. Era el único hombre en su vida, por supuesto. Louise lo sabía perfectamente. Cuando una mujer pasaba de los veinticinco años debía conformarse con cualquier hombre. Muy gracioso.

Pero a veces me pregunto si él es realmente un hombre agradable, pensó.

«…a los ojos de Dios…» Louise recordó las vidrieras de la vieja Primera Iglesia Episcopal y cómo había pensado que Dios la miraba siempre a través de aquella brillante transparencia. Quizá El la estaba mirando todavía, aunque algunas veces parecía que Dios la hubiera olvidado. Louise comprendía que las costumbres matrimoniales habían cambiado, por supuesto, y que cuando no se disponía de un sacerdote normal… Pero resultaba vergonzoso, casi un ultraje, que si iba a casarse con aquel hombre no pudiera tener aquellas cosas tan bonitas… Ni siquiera regalos de boda. Ni tan sólo eso. Claro que Rolf le daría todo lo que quisiera. Volvió a mirar su cara y advirtió los ojillos negros que la observaban con feroces propósitos, la boca delgada y el tic lento y regular de los labios, los peludos lóbulos de las orejas sobresaliendo de la maraña de cabello negro…

No debería dejarse el pelo tan largo, pensó Louise, es un detalle indecente. Bueno, ya se ocuparía ella de esas cosas. Si se casaba con él, cambiaría sus costumbres. Era su deber, simplemente eso.

Rolf hablaba ahora de una granja que había visto en las afueras de la ciudad. Una casa amplia y excelente y un granero. No había ganado ni equipo, decía Rolf, pero ya lo buscarían después. Y plantarían simientes y dispondrían de su propia comida, sin tener que ir siempre a los restaurantes.

Louise sintió un roce en la pálida mano que apoyaba sobre la mesa. Los dedos cortos y morenos de Rolf, cubiertos de vello a ambos lados de los nudillos, estaban tocando los suyos. El había dejado de hablar por un instante, pero luego prosiguió haciéndolo, todavía con más urgencia. Louise apartó la mano.

Rolf estaba diciendo:

—…y tendrás el traje de novia más elegante que hayas visto en tu vida. Y un ramo de flores. Todo lo que quieras, Louise, todo… ¡Un traje de novia! ¡Y flores, aunque no hubiera sacerdote! ¿Por qué aquel tonto no se lo había dicho antes?

Rolf se interrumpió a media frase, dándose cuenta de que Louise acaba de decir con toda claridad: «Sí, Rolf, me casaré contigo si es lo que deseas.»

Sorprendido, deseó que ella lo repitiera, pero no se atrevió a preguntar, «¿Qué has dicho?», temiendo una respuesta fantástica, o que simplemente no hubiera contestación. Inspiró profundamente.

—¿Hoy, Louise? —preguntó.

—Bueno, hoy… No estoy segura… Claro que, si puedes hacer a tiempo todos los preparativos… Pero no creo que…

Una sensación de triunfo recorrió todo el cuerpo de Smith. Todas las ventajas estaban ahora de su parte. Y no pensaba perder la ocasión.

—Di que sí, querida —la apremió—. Di que sí y me harás el hombre más feliz…

Incluso entonces, su lengua se resistió a terminar la frase. Pero no tenía importancia.

—Lo que creas que es mejor, Rolf —contestó Louise.

Smith se puso en pie y ella le permitió que besara su mejilla, pálida y seca.

—Nos iremos ahora mismo —anunció Rolf—. ¿Me perdonas un momento, querida?

Esperó a que ella dijera «Desde luego» y se dirigió al extremo de la sala, dejando sus huellas en la alfombra repleta de polvo. Sólo le quedaban unas cuantas horas más de seguir hablando así a Louise. Y luego aquella mujer se consideraría sometida a él para toda la vida. Después de eso podría hacer con ella lo que quisiera: golpearla cuando le viniera en gana, someterla a cualquier prueba de su desprecio y repulsión, usarla. Para ser el último hombre de la Tierra, no iba a ser tan malo, en absoluto. Ella incluso podría tener una hija…

Encontró la puerta del lavabo y entró. Dio un paso y se quedó paralizado, tieso y en equilibrio por alguna extraña jugarreta del movimiento, impotente. El pánico se aferró a su cuello cuando trató de volver la cabeza y no pudo. Intentó gritar, sin lograrlo. Oyó un ruido tenue mientras el muelle hidráulico de la puerta se cerraba para siempre. No estaba cerrada con llave, pero al otro lado había una advertencia: caballeros.

 

Isaac Asimov, Relato Corto

Homo sol – Isaac Asimov

La sesión siete mil cincuenta y cuatro del Congreso Galáctico estaba reunida en solemne cónclave en la vasta sala de conferencias semicircular de Erón, segundo planeta de Arturo.

Lentamente, el presidente delegado se puso en pie. Su marcado semblante de arturiano enrojeció con excitación, al contemplar a los delegados que le rodeaban. Su sentido dramático le impulsó a realizar una breve pausa antes de hacer el anuncio oficial… pues, al fin y a! cabo, la entrada de un nuevo sistema planetario en la gran familia galáctica no es algo que pueda ocurrir dos veces en la vida de un hombre.

Allí se encontraban seres de todos los tipos y formas humanas. Algunos eran altos y esbeltos, otros grandes y corpulentos y otros bajos y gordos. Había los de cabello largo y resistente, los que tenían un escaso vello gris que les cubría la cabeza y la cara, otros con grandes rizos rubios, y otros completamente calvos. Había un delegado de piel verde, uno con una nariz de veinte centímetros y otro con una cola atrofiada. Internamente, la variación casi era infinita.

Pero todos se asemejaban en dos cosas: eran humanoides y poseían inteligencia.

Entonces, retumbó la voz del presidente delegado:

—¡Delegados! El sistema de Sol ha descubierto el secreto de los viajes interestelares y debido a ello es elegible para entrar en la Federación Galáctica.

Un tumulto de gritos de aprobación recorrió la asamblea.

—Tengo aquí —continuó— el informe oficial de Alfa II Centauro, en cuyo quinto planeta han aterrizado los humanoides de Sol. El informe es totalmente satisfactorio y, por lo tanto, la prohibición de entrar y comunicarse con el sistema solar queda levantada. Sol es libre, y está abierto a las naves de la Federación. En estos momentos, se prepara una expedición a Sol, bajo el mando de Joselin Arn, de Alfa Centauro, para ofrecer a ese sistema la invitación de entrar en la Federación.

Hizo una pausa, y de doscientas ochenta y ocho gargantas salió el estentóreo grito de:

—¡Salve, Homo Sol! ¡Salve, Homo Sol! ¡Salve!

Era la bienvenida tradicional de la Federación a todos los mundos nuevos.

Tan Porus se levantó hasta alcanzar su altura total de un metro cincuenta y siete —era alto para un rigeliano— y sus ojos verdes parpadearon con fastidio.

—Ahí está, Lo-fan. Desde hace seis meses que ese extraño calamar de Beta Draconis IV me confunde.

Lo-fan se golpeó suavemente la frente con un largo dedo y una de sus peludas orejas se contrajo varias veces. Había viajado ochenta y cinco años-luz para reunirse en Arturo II con el mejor psicólogo de la Federación… y, más específicamente, para ver aquel extraño molusco cuyas reacciones habían confundido al gran rigeliano.

Ahora lo veía: una masa de carne blanda, hinchada y de un mortecino color púrpura, que retorcía su figura tentacular con plácida indiferencia dentro del enorme tanque de agua que lo albergaba.

—Parece muy normal —dijo Lo-fan.

—¡Ah! —exclamó Tan Porus—. Observe esto.

Corrió la cortina y la habitación quedó sumida en la oscuridad. Sólo brillaba una débil luz azul encima del tanque, y en la escasa claridad el calamar draconiano apenas podía distinguirse.

—Ahí va el estímulo —gruñó Porus. La pantalla que tenía sobre la cabeza irradió una suave luz verde, enfocada directamente encima del tanque. Duró un momento y dio paso a un rojo apagado y, casi en seguida, a un amarillo brillante. Centelleó irregularmente a través del espectro y después, con un destello final de blanco vivo, sonó un timbre parecido a una campana.

Y mientras se desvanecían los ecos de la nota, un estremecimiento recorrió el cuerpo del calamar. Este se relajó y descendió lentamente hasta el fondo del tanque.

Porus apartó la cortina.

—Está profundamente dormido —gruñó—. Todavía no ha fallado una sola vez. Todos los ejemplares que hemos tenido caen como fulminados en el momento en que suena la nota.

—Dormido, ¿eh? ¿Tiene el gráfico del estímulo?

—Desde luego. Está aquí mismo. Refleja la longitud exacta de las ondas de luz requeridas, la longitud de duración de cada unidad de luz, así como el declive exacto de la profunda nota del final.

El otro examinó dudosamente las cifras. Frunció el ceño y levantó las orejas con sorpresa. De un bolsillo interior, extrajo una regla de cálculo.

—¿Qué tipo de sistema nervioso tiene el animal?

—Dos-B. Un sencillo, simple y ordinario dos-B. He tenido a los anatomistas, fisiólogos y ecólogos comprobándolo hasta que se pusieron lívidos. Dos-B es lo único que descubrieron. ¡Malditos estúpidos!

Lo-fan no dijo nada, sino que empujó cuidadosamente la barra central de la regla hacia delante y hacia atrás. Se detuvo, entornó los ojos, se encogió de hombros y tomó uno de los grandes volúmenes que había en el estante de encima de su cabeza. Ojeó el libro y anotó unos números extraídos de la apretada escritura. Manejó la regla de cálculo de nuevo.

Finalmente se detuvo.

—No tiene sentido —dijo débilmente.

—¡Ya lo se! He tratado de explicar esta reacción seis veces en seis formas distintas… y he fracasado siempre. Aunque construya un sistema que demuestre por qué se duerme, no puedo hacer que explique el carácter específico del estímulo.

—¿Es altamente específico? —preguntó Lo-fan, con una voz que alcanzó sus registros más altos.

—Eso es lo peor de todo —gritó Tan Porus. Se inclinó hacia delante y golpeó al otro en la rodilla—. Si cambia la longitud de onda de alguna de las unidades luminosas en cincuenta ángstroms, cualquiera de ellas, no se duerme. Cambie la longitud de duración de una unidad luminosa en dos segundos… No se duerme. Cambie el declive del tono del final un octavo de octava… No se duerme. Pero si hace la combinación correcta, se sume inmediatamente en el letargo.

—¡Galaxia! —murmuró Lo-fan—. ¿Cómo logró tropezar con la combinación?

—No lo hice yo. Ocurrió en Beta Draconis. Un colegio de tercera sometía a sus estudiantes de primer año a un período de laboratorio, para que experimentaran las reacciones de luz y sonido sobre los moluscos… Hace años que lo hacen. Un estudiante prueba sus combinaciones de luz y sonido y su maldito ejemplar se duerme. Naturalmente, se asusta hasta perder los estribos y lo explica al profesor. El profesor vuelve a intentarlo con otro calamar… Se duerme. Cambian la combinación… No ocurre nada. Vuelven a la original… Se duerme. Tras convencerse de que no sacarán nada en claro, lo envían a Arturo y me lo someten. Hace seis meses que no puedo dormir por las noches.

Se oyó una nota musical y Porus se volvió con impaciencia.

—¿Qué pasa?

—Un mensajero del presidente delegado del Congreso, señor —dijo una voz metálica a través del transmisor que había sobre su mesa.

—Que entre.

El mensajero no se quedó más que el tiempo necesario para entregar a Porus un sobre impresionantemente sellado y para decir en un tono cordial:

—Una gran noticia, señor. El sistema de Sol ha sido calificado para entrar.

—¿Y qué? —dijo Porus en voz baja cuando el otro se fue—. Todos sabíamos que ocurriría.

Rasgó el envoltorio exterior de celofán del sobre y extrajo el fajo de papeles que había dentro.

—¡Oh, Rigel!

—¿Qué sucede? —preguntó Lo-fan.

—Estos políticos siguen molestándome con las cosas más inconsecuentes. Parece como si no hubiera más psicólogos en Erón. ¡Mire! Ya hace siglos que esperamos que el sistema solar resuelva el principio del híper-átomo. Finalmente lo han hecho y una expedición suya aterriza en Alfa Centauro. Inmediatamente, ¡hay una fiesta política! Hemos de enviar una expedición nuestra para pedirles que se unan a la Federación. Y, claro está, debemos llevar a un psicólogo que formule la solicitud de modo correcto para asegurarnos de que reaccionarán bien, porque, en honor a la verdad, no hay ni un solo hombre en todo el ejército que haya recibido la apropiada formación en psicología. Lo-fan asintió con seriedad.

—Lo sé, lo sé. Nosotros tenemos el mismo problema. No necesitan la psicología hasta que tienen dificultades y entonces acuden corriendo.

—Bien, está decidido. Yo no iré a Sol. Este calamar durmiente es algo demasiado importante como para abandonarlo.

—¿A quién enviará?

—No lo sé. Tengo varios jóvenes a mis órdenes que harían este tipo de cosas con los ojos cerrados. Enviaré a uno de ellos. Y, mientras tanto, le veré mañana en la reunión del cuerpo docente, ¿verdad?

—Me verá… y me oirá, también. Daré una conferencia sobre el estímulo producido por el contacto de un dedo.

Una vez solo, Porus se volvió una vez más hacia el informe oficial sobre el sistema solar que el mensajero le había entregado. Lo hojeó distraídamente, sin particular interés, y acabó por dejarlo con un suspiro.

—Lor Haridin podría hacerlo —murmuró para sí—. Es un buen muchacho… Se merece una oportunidad.

Levantó su pequeño cuerpo de la silla y, con el informe debajo del brazo, salió del despacho y recorrió el pasillo que había fuera. Al detenerse frente a una puerta del extremo, se encendió una luz intermitente automática y, desde dentro, una voz le invitó a entrar.

El rigeliano abrió la puerta e introdujo la cabeza.

—¿Ocupado, Haridin?

Lor Haridin levantó la vista y se puso en pie.

—¡Gran espacio, jefe,-no! No he tenido nada que hacer desde que terminé el trabajo de las reacciones coléricas. ¿Quizá tiene algo para mí?

—Así es…, si crees que serás capaz de hacerlo. Has oído hablar del sistema solar, ¿verdad?

—¡Claro! Los visores no hablan de otra cosa. Han hecho posibles los viajes interestelares, ¿verdad?

—Exacto. Dentro de un mes, parte una expedición de Alfa Centauro hacia Sol. Necesitan un psicólogo que realice el trabajo, y he pensado en enviarte a ti.

El joven científico enrojeció de placer hasta la misma coronilla de su pelada cabeza.

—¿Lo dice en serio, jefe?

—¿Por qué no? Es decir, si crees que puedes hacerlo.

—Claro que puedo —Haridin se enderezó con dignidad ofendida—. ¡Reacción de tipo A! No puedo equivocarme.

—Ya sabes que tendrás que aprender su idioma y administrar el estímulo en lengua solar. No siempre es un trabajo fácil.

Haridin se encogió de hombros.

—Aun así no puedo equivocarme. En un caso como éste, la traducción sólo tiene que ser el setenta y cinco por ciento efectiva, para conseguir el noventa y nueve con seis por ciento del resultado deseado. Este fue uno de los problemas que tuve que resolver en el examen de calificación. No puede cogerme en falta en este punto.

Porus se echó a reír.

—Muy bien, Haridin, sé que puedes hacerlo. Arregla todo lo que tengas pendiente aquí en la Universidad y firma el impreso por ausencia indefinida. Y si puedes, Haridin, escribe algún tratado sobre esos solares. Si es bueno, podrías conseguir el nivel superior.

El joven psicólogo frunció el ceño.

—Pero, jefe, esto es agua pasada. Las reacciones humanoides son tan conocidas como…, como… No se puede escribir nada sobre ellas.

—Siempre hay algo si se busca lo suficiente, Haridin. No hay nada conocido; recuérdalo. Si miras la página 25 del informe, verás un párrafo que habla del cuidado con que los solares se arman al dejar sus naves.

El otro buscó la página mencionada.

—Es razonable —dijo—. Una reacción completamente normal.

—Desde luego. Pero insistieron en conservar sus armas durante toda su estancia, aunque fueron recibidos y agasajados por humanoides amigos. Esto es una desviación de la normalidad bastante perceptible. Investígalo… podría ser interesante.

—Como usted diga, jefe. Muchísimas gracias por esa oportunidad. Y dígame, ¿cómo sigue el calamar?

Porus arrugó la nariz.

—Mi sexto intento concluyó y murió ayer. Es muy desagradable. —Y con estas palabras, se fue.

Tan Porus de Rigel temblaba de rabia al doblar el montón de papeles que tenía en las manos y romperlos por la mitad. Conectó el transmisor.

—Póngame inmediatamente con Santins, del departamento de cálculo —ordenó.

Sus ojos verdes despidieron llamas al ver la plácida figura que apareció casi en seguida en el visor. Blandió el puño ante la imagen.

—¿Para qué demonios es el análisis que acaba usted de enviarme, gusano de Betelgeuse?

Las cejas de la imagen se levantaron con apacible sorpresa.

—No me culpe a mí, Porus. Eran sus ecuaciones, no mías. ¿Dónde las consiguió?

—Eso no le importa. Es asunto del departamento de psicología.

—¡De acuerdo! Y resolverlas es asunto del departamento de cálculo. Es la séptima serie de las ecuaciones más increíblemente absurdas que he visto en mi vida. Pero ésta ha sido la peor. Por lo menos ha formulado usted diecisiete premisas que no tenía derecho a formular. Nos ha costado dos semanas arreglárselas, y finalmente las hemos reducido…

Porus saltó como si le hubieran pinchado.

—Sé a qué las han reducido. Acabo de romper las hojas. Tiene usted dieciocho variables independientes en veinte ecuaciones, el equivalente a dos meses de trabajo, y las resuelve al final de la última página con esta joya de la sabiduría dogmática: a es igual a a. Todo este trabajo… y lo único que consigo es una identidad.

—No es culpa mía, Porus. Usted razona en círculos, y en matemáticas eso significa una identidad, y no hay nada que podamos hacer para remediarlo. Además, ¿de qué se queja?, a es igual a a, ¿verdad?

—¡Cállese! —el transmisor fue desconectado, y el psicólogo reprimió su excitación.

La señal luminosa del transmisor volvió a encenderse.

—¿Qué quiere ahora?

—Un mensaje del gobierno, señor.

—¡Maldito gobierno! Dígale que me he muerto.

—Es importante, señor. Lor Haridin ha regresado de Sol y quiere verle.

Porus frunció el ceño.

¿Sol? ¿Qué Sol? Oh, ya me acuerdo. Dígale que suba, pero que se dé prisa.

—Adelante, Haridin —dijo un poco después, con la voz más apaciguada, cuando entró el joven arturiano, algo más delgado y cansado que seis meses atrás, cuando dejó el sistema de Arturo.

—¿Y bien, joven? ¿Has escrito el tratado?

—¡No, señor!

—¿Por qué no? —Los ojos verdes de Porus observaron al otro con minuciosidad—. No me digas que has tenido dificultades.

—Algunas, jefe —pronunció estas palabras con esfuerzo—. El propio Consejo de Psicología le manda llamar tras oír mi informe. La cuestión es que el sistema solar ha…, ha rehusado unirse a la Federación.

—¿Quéeee?

Haridin asintió miserablemente y se aclaró la garganta.

—¡Por la gran nebulosa oscura —juró el rigeliano, enloquecido— que hoy ha sido un día maravilloso! Primero, me dicen que a es igual a a, y después vienes tú y me dices que has fallado una reacción de tipo A… fallado completamente!

El joven psicólogo se encolerizó.

—No fallé. Hay algo extraño en los solares. No son normales. Cuando aterrizamos, se volvieron locos con nosotros. Hubo una celebración fantástica… completamente desenfrenada. No había nada demasiado bueno para nosotros. Formulé la invitación ante su parlamento en su propio idioma…, uno muy sencillo que llaman esperanto. Apostaría la vida a que mi traducción fue el noventa y nueve por ciento efectiva.

—¿Bien? ¿Y después?

—No entiendo el resto? jefe. Primero, hubo una reacción neutral y yo me sorprendí un poco, y después —se estremeció al recordarlo—, a los siete días, sólo siete días, jefe, todo el planeta había cambiado por completo.

»Y eso no es más que el principio. Fue muchos años-luz peor que eso. Por toda la galaxia, investigué hasta el fin las reacciones de tipo G, tratando de explicármelas, y no pude. Al final, tuvimos que irnos. Estábamos en verdadero peligro físico frente a esos…, esos terrícolas, como se denominan a sí mismos.

—¡Muy interesante! ¿Has traído el informe?

—No. Lo tiene el Consejo de Psicología. Han pasado todo el día estudiándolo con microscopio.

—¿Y qué dicen?

—No lo dicen abiertamente, pero dan la inequívoca impresión de creer que el informe es erróneo.

—Bueno, ya decidiré si es cierto después de haberlo leído. Mientras tanto, acompáñame a la Cámara parlamentaria y por el camino me contestarás a unas cuantas preguntas.

Joselin Arn, de Alfa Centauro, se frotaba el mentón cubierto de pelo con su enorme mano de seis dedos y escudriñaba, por debajo de sus prominentes cejas, el semicírculo de diferentes rostros que le contemplaban.

—Hemos sido informados —empezó Frían Obel, presidente del Consejo y nativo de Vega, patria de los hombres de piel verde— de que las secciones del informe que versan sobre el estamento militar son trabajo suyo.

Joselin Arn inclinó la cabeza.

—¿Y está usted dispuesto a confirmar lo que ha declarado aquí, a pesar de su inherente improbabilidad? Ya sabe que no es usted psicólogo.

—¡No! ¡Pero soy soldado! —el centauriano adelantó las mandíbulas con obstinación, mientras su voz resonaba en toda la cámara—. No entiendo de ecuaciones, ni de gráficas…, pero sí que entiendo de naves espaciales. He visto las suyas y las nuestras, y las suyas son mejores. He visto su primera nave interestelar. Concédanles cien años y tendrán mejores motores hiperatómicos que los nuestros. He visto sus armas. Poseen casi todas las que nosotros tenemos, en una etapa de su historia que corresponde a la nuestra de hace milenios. Lo que aún no tienen… lo tendrán, y pronto. Lo que ya tienen, lo mejorarán.

»He visto sus plantas de municiones. Las nuestras son más avanzadas, pero las suyas son más eficientes. He visto a sus soldados… y preferiría luchar con ellos que contra ellos.

—¿Y el resto de su ciencia: medicina, química, física? ¿Qué hay de ello?

—No soy el más indicado para juzgarlas. Sin embargo, usted posee el informe de los entendidos, y a mi entender tienen razón.

—¿De modo que esos solares son verdaderos humanoides?

—¡Por los mundos de Centauro, sí!

El anciano científico se recostó en su asiento con un gesto de mal humor y paseó una rápida y ceñuda mirada por toda la mesa.

—Colegas —dijo—, no adelantamos nada repitiendo toda esta serie de imposibilidades. Tenemos una raza de humanoides de características superlativamente tecnológicas, que al mismo tiempo posee una creencia intrínsecamente científica en las fuerzas sobrenaturales, una predilección absurda e infantil por el individualismo, singularmente y en grupos, y, lo peor de todo, desprovista de la visión suficiente como para abrazar una cultura de signo galáctico.

Miró al centauriano, que se hallaba frente a él.

—Debe existir una raza así, si prestamos crédito al informe… y los axiomas fundamentales de psicología deben desmoronarse. Pero yo, por lo menos, no creo en tal, para decirlo en términos vulgares, cometa de gas.

La monótona voz del científico fue ahogada repentinamente por el golpe de un puño de hierro sobre la mesa. Joselin Arn, con el cuerpo contorsionado por la ira, perdió la paciencia y desató su cólera.

—Por los retorcidos engendros de Templis, por los gusanos que se arrastran y los mosquitos que vuelan, por todos los lugares inmundos y las epidemias, y por la misma muerte encapuchada, no voy a permitirlo. ¿Piensa hacer gala de sus teorías y su inacabable sabiduría y negar lo que yo he visto con mis propios ojos?

Un golpecito en su cinturón le hizo volverse, con una mirada fija y los puños cerrados. Por un momento, miró a su alrededor en vano. Después, al bajar la vista, se encontró frente a los enigmáticos ojos verdes de un pigmeo, cuya penetrante mirada pareció echar un jarro de agua fría sobre su cólera.

—Le conozco, Joselin Arn —dijo Tan Porus, escogiendo las palabras cuidadosamente—. Es usted un hombre valeroso y un buen soldado, pero no le gustan los psicólogos, por lo que veo. En esto se equivoca, pues sobre la psicología descansa el éxito político de la Federación. Ha hecho el juramento de defender al sistema contra todos sus enemigos, Joselin Arn…, y usted mismo acaba de convertirse en el mayor de ellos. Golpea sus cimientos, cava en sus raíces, lo envenena en su origen. Usted es un difamador, una deshonra, un traidor.

El soldado centauriano sacudió la cabeza con impotencia. Mientras Porus hablaba, profundos y amargos remordimientos le embargaron. El recuerdo de sus recientes palabras pesaba fuertemente sobre su conciencia. Cuando el psicólogo concluyó, Arn inclinó la cabeza y se echó a llorar.

Porus volvió a hablar, y esta vez su voz retumbó como un trueno:

—Basta de gemidos plañideros, cobarde. El peligro es inminente. ¡A las armas!

Joselin Arn se recobró instantáneamente.

La habitación estalló en carcajadas y el soldado comprendió la situación. Había sido la forma de castigarle de Porus. Con su completo conocimiento de los tortuosos resortes de la mente humanoide, sólo tenía que apretar el botón apropiado, y…

El centauriano se mordió los labios de vergüenza, pero no dijo nada.

Pero Tan Porus no se rió. Embromar al soldado era una cosa; humillarle, otra muy distinta. De un salto, estuvo sobre una silla y apoyó su pequeña mano en el macizo hombro del otro.

—No se ofenda, amigo mío…, ha sido una pequeña lección, eso es todo. Luche contra los subhumanoides y los alrededores hostiles de cincuenta mundos. Atrévase a viajar en una nave agrietada y destartalada. Desafíe todos los peligros que quiera. Pero nunca, nunca, ofenda a un psicólogo. La próxima vez puede enfadarse en serio.

—Seguiré su consejo, psicólogo. Desintégreme, si no creo que tiene usted razón. —Salió a grandes zancadas de la estancia.

Porus saltó de la silla y se volvió para enfrentarse al consejo.

—Hemos tropezado con una interesante raza de humanoides, colegas.

—Ah —dijo Obel, secamente—, parece ser que el gran Porus va a asumir la defensa de su alumno. Es evidente que su digestión ha mejorado, puesto que se cree capaz de tragar el informe de Haridin.

Porus frunció el ceño, pero su voz conservó su tono tranquilo.

—Así es, y el informe,, debidamente analizado, dará lugar a una revolución de la ciencia. Es una mina de oro psicológica; y Homo Sol, el hallazgo de un período mejor.

—Especifique, Tan Porus —gruñó alguien—. Sus trucos están muy bien para un centauriano zopenco, pero nosotros seguimos sin impresionarnos.

—Especificaré más, Inar Tubal, peludo microbio espacial —la prudencia y la ira sostenían una visible batalla en su interior—. Un humanoide es más de lo que creen… mucho más de lo que unos retrasados mentales como ustedes pueden entender. Sólo para mostrarles lo que no saben, grupo de fósiles disecados, me comprometo a enseñarles un poco de psicotecnología que les dejará pasmados. ¡Pánico, imbéciles, pánico! ¡Pánico mundial!

—¿Ha dicho pánico mundial? —tartamudeó Frian Obel, mientras su piel verde se volvía gris—. ¿Pánico?

—Sí, papagayo. Denme seis meses y cincuenta ayudantes y les mostraré un mundo de humanoides dominado por el pánico.

Obel trató inútilmente de contestar. Su boca realizó un heroico intento por conservar la seriedad… y fracasó. Como a una señal, todo el Consejo abandonó su dignidad y se retrepó en un acceso de risa general.

—Me acuerdo —balbuceó Inar Tubal, de Sirio, con su cara redonda surcada por lágrimas de puro júbilo— de un estudiante mío que, en cierta ocasión, pretendió haber descubierto un estímulo que induciría al pánico mundial. Cuando repasé los resultados, me encontré con un exponente que tenía el punto decimal desplazado. Sólo estaba diez órdenes de magnitud equivocado. ¿Cuántos puntos decimales ha desplazado usted, colega Porus?

—¿Qué hay de la ley de Kraut, Porus, que dice que no se puede inducir al pánico a más de cinco humanoides a la vez? ¿Hemos de aboliría? ¿Y quizá también la teoría atómica, ahora que estamos en ello? —y Semper Gor, de Cabra, cloqueó alegremente.

Porus trepó a la mesa y agarró el mazo de Obel.

—El próximo que se ría notará esto sobre la cabeza.

«Escogeré cincuenta ayudantes —gritó el rigeliano de ojos verdes— y Joselin Arn me llevará a Sol. Quiero que cinco de ustedes me acompañen —Inar Tubal, Semper Gor y otros tres cualquiera— para ver sus caras de estúpidos cuando haga lo que he dicho que haría —levantó el mazo, amenazadoramente—. ¿Bien?

Frian Obel miró plácidamente al techo.

—De acuerdo, Porus. Tubal, Gor, Helvin, Prat y Winson pueden ir con usted. Al término del tiempo especificado, atestiguaremos el pánico mundial, algo muy satisfactorio… o presenciaremos cómo se come sus palabras, cosa que sería mucho más satisfactoria.

Tan Porus miraba pensativamente por la ventana. Terrápolis, la capital de la Tierra, se extendía frente a él hasta el mismo límite del horizonte.

El bramido de la ciudad contenía voces, y las voces expresaban su temor.

El rigeliano se alejó de la ventana con repugnancia,

—Oye, Haridin —rugió.

—¿Me llamaba, jefe?

—¿Qué crees que hago? ¿Hablar solo? ¿Cuáles son las últimas noticias de Asia?

—No hay nada nuevo. Los estímulos no son bastante fuertes. Los hombres amarillos parecen ser más insensibles que los dominantes blancos de América y Europa. Sin embargo, he ordenado que no aumenten los estímulos.

—No, no podemos hacerlo —convino Porus—. No debemos arriesgarnos a provocar un pánico activo —reflexionó en silencio—. Escucha, casi lo hemos conseguido. Diles que ataquen algunas ciudades grandes —son más susceptibles— y se vayan.

Volvió otra vez junto a la ventana.

—Espacio, ¡qué mundo…, qué mundo! Se ha descubierto una nueva rama de la psicología… con la que nunca habíamos soñado. Psicología de masas, Haridin, psicología de masas —sacudió la cabeza con solemnidad.

—No obstante, hay mucho sufrimiento, jefe —musitó el joven—. Este pánico pasivo ha paralizado completamente la industria y el comercio. Toda la vida de negocios del planeta se ha estancado. El pobre gobierno es impotente…, no sabe lo que ocurre.

—Lo averiguarán… cuando yo quiera. Y, en cuanto al sufrimiento… bueno, a mí tampoco me gusta, pero es un medio de llegar al fin, un fin muy importante.

Siguió un corto silencio, y después los labios de Porus se contrajeron en una desagradable sonrisa.

—Aquellos cinco papanatas regresaron ayer de Europa, ¿verdad?

Haridin también sonrió y asintió enérgicamente.

—¡Y muy disgustados! Sus predicciones corresponden al quinto lugar decimal. Están fuera de sí.

—¡Perfecto! Sólo lamento no poder ver la cara de Obel en este momento, después del último mensaje que le he enviado. Y, por cierto —su voz bajó de tono—, ¿qué hay de ellos?

Haridin alzó dos dedos.

—¡Dos semanas, y estarán aquí!

Los cinco científicos del consejo levantaron la vista de sus notas y cayeron en un embarazoso silencio cuando Porus entró.

Este sonrió pícaramente.

—¿Notas satisfactorias, caballeros? Sin duda habrán encontrado unos cincuenta o sesenta errores en mis suposiciones fundamentales, ¿verdad?

Hybron Prat, de Alfa Cefeo, se mesó la pelusa gris que él llamaba cabello.

—No confío en los tremendos trucos que juega esta alocada anotación matemática suya.

—Pues invente otra mejor. Hasta ahora, ha hecho un buen trabajo con las reacciones, ¿no creen?

Se oyó un discordante coro de gargantas que se aclaraban, pero no una respuesta determinada.

—¿No creen? —tronó Porus.

—Bueno, ¿y qué? —contestó Kim Winson, desesperadamente—. ¿Dónde está su pánico? Todo esto está muy bien. Estos humanoides son unos fenómenos cósmicos, pero ¿dónde está la demostración que iba a hacernos?

—Están vencidos, caballeros, están vencidos —se jactó el pequeño y experto psicólogo—. He demostrado mi punto de vista. Este pánico pasivo es tan imposible según la psicología clásica como la forma activa. Ahora tratan de negar los hechos y salvar la cara, insistiendo en un tecnicismo. Vuelvan a casa; vuelvan a casa, caballeros, y escóndanse debajo de la cama.

Inar Tubal le miró con ira. Tenía los ojos inyectados en sangre.

—Pánico activo o nada, Tan Porus. Es lo que nos prometió, y es lo que tendremos. Queremos que lo cumpla al pie de la letra o, por el espacio y el tiempo, insistiremos en cualquier tecnicismo. ¡Pánico activo o reportaremos el fracaso!

Porus se encolerizó y, con un tremendo esfuerzo, habló serenamente.

—Sean razonables, caballeros. No disponemos del equipo necesario para controlar el pánico activo. Nunca nos hemos encontrado con la superforma que podría adoptar en la Tierra. ¿Y si escapa a nuestro control?

—Aíslelo, entonces —exclamó Semper Gor—. Enciéndalo y sofóquelo. Disponga todos los preparativos que quiera, pero ¡hágalo!

—Si puede —gruñó Hybron Prat. Pero Tan Porus tenía su punto débil. Su irritable carácter se desató.

—¡Se saldrán con la suya, cabezas de chorlito! Se saldrán con la suya, pero váyanse al espacio exterior —la pasión le embargaba—. Lo provocaremos aquí mismo, en Terrápolis, en cuanto los hombres vuelvan a casa. ¡Pero será mejor que todos ustedes se pongan a salvo!

Tan Porus corrió las cortinas con un movimiento de su mano, y los cinco psicólogos que le observaban desviaron la mirada. Las calles de la capital de la Tierra estaban desiertas de población civil. El ordenado ruido de los militares que patrullaban en las autopistas de la ciudad sonaba como un canto fúnebre.

—Ha sido muy peligroso, colegas —la voz de Porus expresaba cansancio—. Si hubiera sobrepasado los límites de la ciudad, nunca hubiésemos podido detenerlo.

—¡Horrible, horrible! —murmuró Hybron Prat—. Ha sido una escena que cualquier psicólogo hubiera dado su brazo derecho por presenciar… y su vida por olvidar.

—¡Y esto son humanoides! —gimió Kim Winson. Semper Gor se levantó con súbita decisión.

—¿Comprende la importancia de esto, Porus? Estos terrícolas son incontrolable atomita. No se pueden controlar. Con su psicología de masas, su pánico de masas, su superemocionalismo, no encajan en la imagen de los humanoides.

Porus enarcó las cejas.

—¡Cometa de gas! Individualmente, somos tan emotivos como ellos. Ellos lo llevan a la acción de masas y nosotros no; ésa es la única diferencia.

—¡Y es suficiente! —exclamó Tubal—. Hemos adoptado una decisión, Porus. Lo hicimos anoche, en el punto culminante de… de… de esto. No debemos ocuparnos del sistema solar. Es un lugar apestado y no queremos nada parecido. En cuanto concierne a la galaxia, Homo Sol será puesto en una estricta cuarentena. ¡Esto es terminante!

El rigeliano se echó a reír.

—Para la galaxia, puede ser terminante. Pero ¿y para Homo Sol?

Tubal se encogió de hombros.

—Eso no nos concierne. Porus volvió a reírse.

—Dígame, Tubal. Entre nosotros, ¿ha intentado hacer una integración temporal de la ecuación 128 seguida por expansión con tensores carolinos?

—No-o. No lo he hecho.

—Bueno, pues eche una ojeada a estos cálculos y diviértase.

Naru Helvin rompió las hojas con un movimiento espasmódico.

—Es mentira —gritó.

—Actualmente, les llevamos mil años de adelanto, y para ese tiempo les llevaremos otros doscientos años —exclamó Tubal—. No podrán hacer nada contra la masa de la gente de la galaxia.

Tan Porus se rió con una monotonía sumamente desagradable.

—Siguen sin creer en las matemáticas. Esto forma parte de su línea de conducta, claro. Muy bien, veamos si los expertos pueden convencerles… como debería ser, a menos que el contacto con estos humanoides fuera dé lo normal les haya afectado. ¡Joselin… Joselin Arn.., venga!

El comandante centauriano entró, saludó automáticamente, y permaneció a la expectativa.

—¿Podría una de sus naves derrotar una de las naves de Sol en batalla, si fuera necesario? Arn sonrió amargamente.

—Imposible, señor. Estos humanoides rompen la ley de Kraut en pánico… y también luchando. Tenemos una dotación de expertos a cargo de nuestras naves. Esta gente tiene una única tripulación que funciona como una unidad, sin individualismo. Manifiestan una forma de lucha…, pánico, creo que es la palabra mejor. Cada individuo de las naves se convierte en un órgano de las mismas. Con nosotros, ya lo saben, eso es imposible.

«Además, este mundo es una masa de genios locos. Sé que tomaron no menos de veintidós interesantes pero inútiles aparatos que vieron en el Museo de Thalsoon cuando nos visitaron; los desmontaron y produjeron a partir dé ellos los inventos militares más desagradables que he visto. ¿Recuerdan el tiralíneas gravitacional de Julmun Thill, empleado —con muy poca efectividad— para localizar depósitos minerales antes de que se inventara el método moderno de potencial eléctrico? Lo han convertido —no sé cómo— en uno de los directores de fuego automático más mortífero que he tenido la desgracia de ver.

—Nosotros —dijo Tan Porus con alborozo— tenemos una flota mucho mayor que la suya. Podríamos arrollarlos, ¿verdad?

Joselin Arn movió la cabeza.

—Derrotarlos ahora… probablemente. Pero no los arrollaríamos, y no me atrevería a apostar por ello. Yo no votaría por atacarlos. El problema reside, en el plano militar, en que esta colección de maníacos de los aparatos inventa cosas con una velocidad terrible.

—¿Qué será —preguntó Porus con amabilidad— de nuestra posición militar si nos limitamos a ignorarlos completamente durante doscientos años?

Joselin Arn soltó una explosiva carcajada.

—S¿ podemos, que significa si nos dejan. Responderé sin pensar y con seguridad. Es lo único que me preocupa en este momento. Doscientos años para explorar los nuevos caminos sugeridos por su breve contacto con nosotros y harán cosas que no puedo imaginar. Esperen doscientos años y no habrá una batalla; habrá una anexión. Tan Porus se inclinó ceremoniosamente.

—Gracias, Joselin Arn. Este era el resultado de mis cálculos matemáticos.

Joselin Arn saludó y abandonó la estancia.

Volviéndose a los cinco científicos, completamente paralizados, Porus prosiguió:

—Y espero que estos sabios caballeros reaccionen de forma vagamente humanoide. ¿Se convencen de que no nos toca a nosotros decidir si terminar o no todo intercambio con esta raza? Podemos…, ¡pero ellos no!

«Estúpidos —pareció que escupiera la palabra—, ¿creen que voy a perder el tiempo discutiendo con ustedes? Yo dicto la ley, ¿comprenden? Homo Sol entrará en la Federación. Se les madurará en doscientos años. No se lo pregunto; ¡se lo digo! —el rigeliano les contempló agresivamente.

«¡Vengan conmigo! —gruñó con brusquedad.

Le siguieron con mansa sumisión y entraron en el dormitorio de Tan Porus. El pequeño psicólogo corrió una cortina y dejó al descubierto una pintura de tamaño natural.

—¿Cómo interpretan esto?

Era el retrato de un terrícola, pero de un terrícola como ninguno de los psicólogos había visto aún. Digno y severamente hermoso, con una mano que acariciaba una barba regia, y la otra que sostenía el único vestido suelto que le cubría, parecía personificar la majestad.

—Es Zeus —dijo Porus—. Los terrícolas primitivos le crearon como la personificación de la tormenta y el relámpago. —Se encaró con los aturdidos científicos—. ¿Les recuerda a alguien?

—¿Homo Canopus? —aventuró Helvin. Durante un instante, el rostro de Porus se relajó con momentánea satisfacción y después volvió a endurecerse.

—Naturalmente —exclamó—. ¿Por qué vacilan? Este es Canopus en persona, hasta la barba amarilla. Después continuó:

—Aquí hay algo más —corrió otra cortina. Esta vez, el retrato era de una mujer. Tenía el pecho voluminoso y las caderas anchas. Una inefable sonrisa adornaba su rostro y sus manos parecían acariciar el grano que reposaba a sus pies.

—¡Deméter! —dijo Porus—. La personificación de la fertilidad y la agricultura. La madre ideal. ¿A quién les recuerda esto?

Esta vez no hubo vacilaciones. Cinco voces dijeron al unísono:

—¡Homo Betelgeuse!

Tan Porus sonrió con placer.

—Exactamente. ¿Y bien?

—¿Y bien, qué? —inquirió Tubal.

—¿No lo comprenden? —su sonrisa se desvaneció—. ¿No está claro? ¡Papanatas! Si un centenar de Zeus y un centenar de Deméter aterrizaran en la Tierra como parte de una «misión comercial», y se convirtieran en expertos psicólogos… ¿Lo comprenden ahora?

Semper Gor se echó súbitamente a reír.

—Espacio, tiempo, y pequeños meteoros. ¡Claro que sí! Los terrícolas serían arcilla en manos de sus propias personificaciones de la tormenta y la maternidad vivientes. Dentro de doscientos años…, dentro de doscientos años, no podremos hacer nada.

—Pero esta denominada misión comercial suya, Porus —intervino Prat—, ¿cómo se las arreglará para que Homo Sol la acepte?

Porus enderezó la cabeza hacia un lado.

—Querido colega Prat —murmuró—, ¿cree que he creado el pánico activo únicamente para hacer una demostración… o para satisfacer a cinco estúpidos? Este pánico pasivo ha paralizado la industria, y el Gobierno terrestre se enfrenta a una revolución… otra forma de acción masiva que podría investigarse. Ofrézcale comercio galáctico y prosperidad eterna y ¿cree que lo rechazará? ¿Qué importa la masa?

El rigeliano cortó de raíz el incipiente murmullo con un gesto de impaciencia.

—Si no tienen nada más que preguntar, caballeros, empecemos a prepararnos para partir Francamente, estoy cansado de la Tierra, y más que esto, deseo volver junto a mi calamar.

Abrió la puerta y, por el pasillo, gritó:

—¡Haridin! Dile a Arn que tenga la nave dispuesta para dentro de seis horas. Nos vamos.

—Pero…, pero —el coro de aturdidas objeciones se cristalizó en súbito movimiento, cuando Semper Gor corrió hacia Porus y le detuvo cuando éste se marchaba. El pequeño rigeliano luchó en vano por desasirse.

—¡Suélteme!

—Ya hemos soportado bastante, Porus —dijo Gor—, y ahora va a calmarse y conducirse como un humanoide. Diga lo que diga, no nos iremos hasta haber acabado. Tenemos que tratar con el Gobierno terrestre de la misión comercial. Hemos de asegurar la aprobación del Consejo. Tenemos que escoger a nuestros psicólogos.

En este punto, Porus, con un salto rápido, se desasió.

—¿Han supuesto por un momento que esperaría a que su precioso Consejo se dispusiera a considerar si se hace algo acerca de la situación dentro de dos o tres décadas?

»La Tierra aceptó incondicionalmente mis términos hace un mes. La escuadra de canopanos y betelgeusianos partió hace cinco meses, y aterrizaron anteayer. Gracias a su ayuda logramos detener el pánico reciente… aunque ustedes no lo hubieran sospechado. Probablemente creyeron que lo hicieron ustedes solos. Hoy, caballeros, ellos controlan por completo la situación y nuestros servicios ya no son necesarios. Nos vamos a casa.