Isaac Asimov, Relato Corto

Homo sol – Isaac Asimov

La sesión siete mil cincuenta y cuatro del Congreso Galáctico estaba reunida en solemne cónclave en la vasta sala de conferencias semicircular de Erón, segundo planeta de Arturo.

Lentamente, el presidente delegado se puso en pie. Su marcado semblante de arturiano enrojeció con excitación, al contemplar a los delegados que le rodeaban. Su sentido dramático le impulsó a realizar una breve pausa antes de hacer el anuncio oficial… pues, al fin y a! cabo, la entrada de un nuevo sistema planetario en la gran familia galáctica no es algo que pueda ocurrir dos veces en la vida de un hombre.

Allí se encontraban seres de todos los tipos y formas humanas. Algunos eran altos y esbeltos, otros grandes y corpulentos y otros bajos y gordos. Había los de cabello largo y resistente, los que tenían un escaso vello gris que les cubría la cabeza y la cara, otros con grandes rizos rubios, y otros completamente calvos. Había un delegado de piel verde, uno con una nariz de veinte centímetros y otro con una cola atrofiada. Internamente, la variación casi era infinita.

Pero todos se asemejaban en dos cosas: eran humanoides y poseían inteligencia.

Entonces, retumbó la voz del presidente delegado:

—¡Delegados! El sistema de Sol ha descubierto el secreto de los viajes interestelares y debido a ello es elegible para entrar en la Federación Galáctica.

Un tumulto de gritos de aprobación recorrió la asamblea.

—Tengo aquí —continuó— el informe oficial de Alfa II Centauro, en cuyo quinto planeta han aterrizado los humanoides de Sol. El informe es totalmente satisfactorio y, por lo tanto, la prohibición de entrar y comunicarse con el sistema solar queda levantada. Sol es libre, y está abierto a las naves de la Federación. En estos momentos, se prepara una expedición a Sol, bajo el mando de Joselin Arn, de Alfa Centauro, para ofrecer a ese sistema la invitación de entrar en la Federación.

Hizo una pausa, y de doscientas ochenta y ocho gargantas salió el estentóreo grito de:

—¡Salve, Homo Sol! ¡Salve, Homo Sol! ¡Salve!

Era la bienvenida tradicional de la Federación a todos los mundos nuevos.

Tan Porus se levantó hasta alcanzar su altura total de un metro cincuenta y siete —era alto para un rigeliano— y sus ojos verdes parpadearon con fastidio.

—Ahí está, Lo-fan. Desde hace seis meses que ese extraño calamar de Beta Draconis IV me confunde.

Lo-fan se golpeó suavemente la frente con un largo dedo y una de sus peludas orejas se contrajo varias veces. Había viajado ochenta y cinco años-luz para reunirse en Arturo II con el mejor psicólogo de la Federación… y, más específicamente, para ver aquel extraño molusco cuyas reacciones habían confundido al gran rigeliano.

Ahora lo veía: una masa de carne blanda, hinchada y de un mortecino color púrpura, que retorcía su figura tentacular con plácida indiferencia dentro del enorme tanque de agua que lo albergaba.

—Parece muy normal —dijo Lo-fan.

—¡Ah! —exclamó Tan Porus—. Observe esto.

Corrió la cortina y la habitación quedó sumida en la oscuridad. Sólo brillaba una débil luz azul encima del tanque, y en la escasa claridad el calamar draconiano apenas podía distinguirse.

—Ahí va el estímulo —gruñó Porus. La pantalla que tenía sobre la cabeza irradió una suave luz verde, enfocada directamente encima del tanque. Duró un momento y dio paso a un rojo apagado y, casi en seguida, a un amarillo brillante. Centelleó irregularmente a través del espectro y después, con un destello final de blanco vivo, sonó un timbre parecido a una campana.

Y mientras se desvanecían los ecos de la nota, un estremecimiento recorrió el cuerpo del calamar. Este se relajó y descendió lentamente hasta el fondo del tanque.

Porus apartó la cortina.

—Está profundamente dormido —gruñó—. Todavía no ha fallado una sola vez. Todos los ejemplares que hemos tenido caen como fulminados en el momento en que suena la nota.

—Dormido, ¿eh? ¿Tiene el gráfico del estímulo?

—Desde luego. Está aquí mismo. Refleja la longitud exacta de las ondas de luz requeridas, la longitud de duración de cada unidad de luz, así como el declive exacto de la profunda nota del final.

El otro examinó dudosamente las cifras. Frunció el ceño y levantó las orejas con sorpresa. De un bolsillo interior, extrajo una regla de cálculo.

—¿Qué tipo de sistema nervioso tiene el animal?

—Dos-B. Un sencillo, simple y ordinario dos-B. He tenido a los anatomistas, fisiólogos y ecólogos comprobándolo hasta que se pusieron lívidos. Dos-B es lo único que descubrieron. ¡Malditos estúpidos!

Lo-fan no dijo nada, sino que empujó cuidadosamente la barra central de la regla hacia delante y hacia atrás. Se detuvo, entornó los ojos, se encogió de hombros y tomó uno de los grandes volúmenes que había en el estante de encima de su cabeza. Ojeó el libro y anotó unos números extraídos de la apretada escritura. Manejó la regla de cálculo de nuevo.

Finalmente se detuvo.

—No tiene sentido —dijo débilmente.

—¡Ya lo se! He tratado de explicar esta reacción seis veces en seis formas distintas… y he fracasado siempre. Aunque construya un sistema que demuestre por qué se duerme, no puedo hacer que explique el carácter específico del estímulo.

—¿Es altamente específico? —preguntó Lo-fan, con una voz que alcanzó sus registros más altos.

—Eso es lo peor de todo —gritó Tan Porus. Se inclinó hacia delante y golpeó al otro en la rodilla—. Si cambia la longitud de onda de alguna de las unidades luminosas en cincuenta ángstroms, cualquiera de ellas, no se duerme. Cambie la longitud de duración de una unidad luminosa en dos segundos… No se duerme. Cambie el declive del tono del final un octavo de octava… No se duerme. Pero si hace la combinación correcta, se sume inmediatamente en el letargo.

—¡Galaxia! —murmuró Lo-fan—. ¿Cómo logró tropezar con la combinación?

—No lo hice yo. Ocurrió en Beta Draconis. Un colegio de tercera sometía a sus estudiantes de primer año a un período de laboratorio, para que experimentaran las reacciones de luz y sonido sobre los moluscos… Hace años que lo hacen. Un estudiante prueba sus combinaciones de luz y sonido y su maldito ejemplar se duerme. Naturalmente, se asusta hasta perder los estribos y lo explica al profesor. El profesor vuelve a intentarlo con otro calamar… Se duerme. Cambian la combinación… No ocurre nada. Vuelven a la original… Se duerme. Tras convencerse de que no sacarán nada en claro, lo envían a Arturo y me lo someten. Hace seis meses que no puedo dormir por las noches.

Se oyó una nota musical y Porus se volvió con impaciencia.

—¿Qué pasa?

—Un mensajero del presidente delegado del Congreso, señor —dijo una voz metálica a través del transmisor que había sobre su mesa.

—Que entre.

El mensajero no se quedó más que el tiempo necesario para entregar a Porus un sobre impresionantemente sellado y para decir en un tono cordial:

—Una gran noticia, señor. El sistema de Sol ha sido calificado para entrar.

—¿Y qué? —dijo Porus en voz baja cuando el otro se fue—. Todos sabíamos que ocurriría.

Rasgó el envoltorio exterior de celofán del sobre y extrajo el fajo de papeles que había dentro.

—¡Oh, Rigel!

—¿Qué sucede? —preguntó Lo-fan.

—Estos políticos siguen molestándome con las cosas más inconsecuentes. Parece como si no hubiera más psicólogos en Erón. ¡Mire! Ya hace siglos que esperamos que el sistema solar resuelva el principio del híper-átomo. Finalmente lo han hecho y una expedición suya aterriza en Alfa Centauro. Inmediatamente, ¡hay una fiesta política! Hemos de enviar una expedición nuestra para pedirles que se unan a la Federación. Y, claro está, debemos llevar a un psicólogo que formule la solicitud de modo correcto para asegurarnos de que reaccionarán bien, porque, en honor a la verdad, no hay ni un solo hombre en todo el ejército que haya recibido la apropiada formación en psicología. Lo-fan asintió con seriedad.

—Lo sé, lo sé. Nosotros tenemos el mismo problema. No necesitan la psicología hasta que tienen dificultades y entonces acuden corriendo.

—Bien, está decidido. Yo no iré a Sol. Este calamar durmiente es algo demasiado importante como para abandonarlo.

—¿A quién enviará?

—No lo sé. Tengo varios jóvenes a mis órdenes que harían este tipo de cosas con los ojos cerrados. Enviaré a uno de ellos. Y, mientras tanto, le veré mañana en la reunión del cuerpo docente, ¿verdad?

—Me verá… y me oirá, también. Daré una conferencia sobre el estímulo producido por el contacto de un dedo.

Una vez solo, Porus se volvió una vez más hacia el informe oficial sobre el sistema solar que el mensajero le había entregado. Lo hojeó distraídamente, sin particular interés, y acabó por dejarlo con un suspiro.

—Lor Haridin podría hacerlo —murmuró para sí—. Es un buen muchacho… Se merece una oportunidad.

Levantó su pequeño cuerpo de la silla y, con el informe debajo del brazo, salió del despacho y recorrió el pasillo que había fuera. Al detenerse frente a una puerta del extremo, se encendió una luz intermitente automática y, desde dentro, una voz le invitó a entrar.

El rigeliano abrió la puerta e introdujo la cabeza.

—¿Ocupado, Haridin?

Lor Haridin levantó la vista y se puso en pie.

—¡Gran espacio, jefe,-no! No he tenido nada que hacer desde que terminé el trabajo de las reacciones coléricas. ¿Quizá tiene algo para mí?

—Así es…, si crees que serás capaz de hacerlo. Has oído hablar del sistema solar, ¿verdad?

—¡Claro! Los visores no hablan de otra cosa. Han hecho posibles los viajes interestelares, ¿verdad?

—Exacto. Dentro de un mes, parte una expedición de Alfa Centauro hacia Sol. Necesitan un psicólogo que realice el trabajo, y he pensado en enviarte a ti.

El joven científico enrojeció de placer hasta la misma coronilla de su pelada cabeza.

—¿Lo dice en serio, jefe?

—¿Por qué no? Es decir, si crees que puedes hacerlo.

—Claro que puedo —Haridin se enderezó con dignidad ofendida—. ¡Reacción de tipo A! No puedo equivocarme.

—Ya sabes que tendrás que aprender su idioma y administrar el estímulo en lengua solar. No siempre es un trabajo fácil.

Haridin se encogió de hombros.

—Aun así no puedo equivocarme. En un caso como éste, la traducción sólo tiene que ser el setenta y cinco por ciento efectiva, para conseguir el noventa y nueve con seis por ciento del resultado deseado. Este fue uno de los problemas que tuve que resolver en el examen de calificación. No puede cogerme en falta en este punto.

Porus se echó a reír.

—Muy bien, Haridin, sé que puedes hacerlo. Arregla todo lo que tengas pendiente aquí en la Universidad y firma el impreso por ausencia indefinida. Y si puedes, Haridin, escribe algún tratado sobre esos solares. Si es bueno, podrías conseguir el nivel superior.

El joven psicólogo frunció el ceño.

—Pero, jefe, esto es agua pasada. Las reacciones humanoides son tan conocidas como…, como… No se puede escribir nada sobre ellas.

—Siempre hay algo si se busca lo suficiente, Haridin. No hay nada conocido; recuérdalo. Si miras la página 25 del informe, verás un párrafo que habla del cuidado con que los solares se arman al dejar sus naves.

El otro buscó la página mencionada.

—Es razonable —dijo—. Una reacción completamente normal.

—Desde luego. Pero insistieron en conservar sus armas durante toda su estancia, aunque fueron recibidos y agasajados por humanoides amigos. Esto es una desviación de la normalidad bastante perceptible. Investígalo… podría ser interesante.

—Como usted diga, jefe. Muchísimas gracias por esa oportunidad. Y dígame, ¿cómo sigue el calamar?

Porus arrugó la nariz.

—Mi sexto intento concluyó y murió ayer. Es muy desagradable. —Y con estas palabras, se fue.

Tan Porus de Rigel temblaba de rabia al doblar el montón de papeles que tenía en las manos y romperlos por la mitad. Conectó el transmisor.

—Póngame inmediatamente con Santins, del departamento de cálculo —ordenó.

Sus ojos verdes despidieron llamas al ver la plácida figura que apareció casi en seguida en el visor. Blandió el puño ante la imagen.

—¿Para qué demonios es el análisis que acaba usted de enviarme, gusano de Betelgeuse?

Las cejas de la imagen se levantaron con apacible sorpresa.

—No me culpe a mí, Porus. Eran sus ecuaciones, no mías. ¿Dónde las consiguió?

—Eso no le importa. Es asunto del departamento de psicología.

—¡De acuerdo! Y resolverlas es asunto del departamento de cálculo. Es la séptima serie de las ecuaciones más increíblemente absurdas que he visto en mi vida. Pero ésta ha sido la peor. Por lo menos ha formulado usted diecisiete premisas que no tenía derecho a formular. Nos ha costado dos semanas arreglárselas, y finalmente las hemos reducido…

Porus saltó como si le hubieran pinchado.

—Sé a qué las han reducido. Acabo de romper las hojas. Tiene usted dieciocho variables independientes en veinte ecuaciones, el equivalente a dos meses de trabajo, y las resuelve al final de la última página con esta joya de la sabiduría dogmática: a es igual a a. Todo este trabajo… y lo único que consigo es una identidad.

—No es culpa mía, Porus. Usted razona en círculos, y en matemáticas eso significa una identidad, y no hay nada que podamos hacer para remediarlo. Además, ¿de qué se queja?, a es igual a a, ¿verdad?

—¡Cállese! —el transmisor fue desconectado, y el psicólogo reprimió su excitación.

La señal luminosa del transmisor volvió a encenderse.

—¿Qué quiere ahora?

—Un mensaje del gobierno, señor.

—¡Maldito gobierno! Dígale que me he muerto.

—Es importante, señor. Lor Haridin ha regresado de Sol y quiere verle.

Porus frunció el ceño.

¿Sol? ¿Qué Sol? Oh, ya me acuerdo. Dígale que suba, pero que se dé prisa.

—Adelante, Haridin —dijo un poco después, con la voz más apaciguada, cuando entró el joven arturiano, algo más delgado y cansado que seis meses atrás, cuando dejó el sistema de Arturo.

—¿Y bien, joven? ¿Has escrito el tratado?

—¡No, señor!

—¿Por qué no? —Los ojos verdes de Porus observaron al otro con minuciosidad—. No me digas que has tenido dificultades.

—Algunas, jefe —pronunció estas palabras con esfuerzo—. El propio Consejo de Psicología le manda llamar tras oír mi informe. La cuestión es que el sistema solar ha…, ha rehusado unirse a la Federación.

—¿Quéeee?

Haridin asintió miserablemente y se aclaró la garganta.

—¡Por la gran nebulosa oscura —juró el rigeliano, enloquecido— que hoy ha sido un día maravilloso! Primero, me dicen que a es igual a a, y después vienes tú y me dices que has fallado una reacción de tipo A… fallado completamente!

El joven psicólogo se encolerizó.

—No fallé. Hay algo extraño en los solares. No son normales. Cuando aterrizamos, se volvieron locos con nosotros. Hubo una celebración fantástica… completamente desenfrenada. No había nada demasiado bueno para nosotros. Formulé la invitación ante su parlamento en su propio idioma…, uno muy sencillo que llaman esperanto. Apostaría la vida a que mi traducción fue el noventa y nueve por ciento efectiva.

—¿Bien? ¿Y después?

—No entiendo el resto? jefe. Primero, hubo una reacción neutral y yo me sorprendí un poco, y después —se estremeció al recordarlo—, a los siete días, sólo siete días, jefe, todo el planeta había cambiado por completo.

»Y eso no es más que el principio. Fue muchos años-luz peor que eso. Por toda la galaxia, investigué hasta el fin las reacciones de tipo G, tratando de explicármelas, y no pude. Al final, tuvimos que irnos. Estábamos en verdadero peligro físico frente a esos…, esos terrícolas, como se denominan a sí mismos.

—¡Muy interesante! ¿Has traído el informe?

—No. Lo tiene el Consejo de Psicología. Han pasado todo el día estudiándolo con microscopio.

—¿Y qué dicen?

—No lo dicen abiertamente, pero dan la inequívoca impresión de creer que el informe es erróneo.

—Bueno, ya decidiré si es cierto después de haberlo leído. Mientras tanto, acompáñame a la Cámara parlamentaria y por el camino me contestarás a unas cuantas preguntas.

Joselin Arn, de Alfa Centauro, se frotaba el mentón cubierto de pelo con su enorme mano de seis dedos y escudriñaba, por debajo de sus prominentes cejas, el semicírculo de diferentes rostros que le contemplaban.

—Hemos sido informados —empezó Frían Obel, presidente del Consejo y nativo de Vega, patria de los hombres de piel verde— de que las secciones del informe que versan sobre el estamento militar son trabajo suyo.

Joselin Arn inclinó la cabeza.

—¿Y está usted dispuesto a confirmar lo que ha declarado aquí, a pesar de su inherente improbabilidad? Ya sabe que no es usted psicólogo.

—¡No! ¡Pero soy soldado! —el centauriano adelantó las mandíbulas con obstinación, mientras su voz resonaba en toda la cámara—. No entiendo de ecuaciones, ni de gráficas…, pero sí que entiendo de naves espaciales. He visto las suyas y las nuestras, y las suyas son mejores. He visto su primera nave interestelar. Concédanles cien años y tendrán mejores motores hiperatómicos que los nuestros. He visto sus armas. Poseen casi todas las que nosotros tenemos, en una etapa de su historia que corresponde a la nuestra de hace milenios. Lo que aún no tienen… lo tendrán, y pronto. Lo que ya tienen, lo mejorarán.

»He visto sus plantas de municiones. Las nuestras son más avanzadas, pero las suyas son más eficientes. He visto a sus soldados… y preferiría luchar con ellos que contra ellos.

—¿Y el resto de su ciencia: medicina, química, física? ¿Qué hay de ello?

—No soy el más indicado para juzgarlas. Sin embargo, usted posee el informe de los entendidos, y a mi entender tienen razón.

—¿De modo que esos solares son verdaderos humanoides?

—¡Por los mundos de Centauro, sí!

El anciano científico se recostó en su asiento con un gesto de mal humor y paseó una rápida y ceñuda mirada por toda la mesa.

—Colegas —dijo—, no adelantamos nada repitiendo toda esta serie de imposibilidades. Tenemos una raza de humanoides de características superlativamente tecnológicas, que al mismo tiempo posee una creencia intrínsecamente científica en las fuerzas sobrenaturales, una predilección absurda e infantil por el individualismo, singularmente y en grupos, y, lo peor de todo, desprovista de la visión suficiente como para abrazar una cultura de signo galáctico.

Miró al centauriano, que se hallaba frente a él.

—Debe existir una raza así, si prestamos crédito al informe… y los axiomas fundamentales de psicología deben desmoronarse. Pero yo, por lo menos, no creo en tal, para decirlo en términos vulgares, cometa de gas.

La monótona voz del científico fue ahogada repentinamente por el golpe de un puño de hierro sobre la mesa. Joselin Arn, con el cuerpo contorsionado por la ira, perdió la paciencia y desató su cólera.

—Por los retorcidos engendros de Templis, por los gusanos que se arrastran y los mosquitos que vuelan, por todos los lugares inmundos y las epidemias, y por la misma muerte encapuchada, no voy a permitirlo. ¿Piensa hacer gala de sus teorías y su inacabable sabiduría y negar lo que yo he visto con mis propios ojos?

Un golpecito en su cinturón le hizo volverse, con una mirada fija y los puños cerrados. Por un momento, miró a su alrededor en vano. Después, al bajar la vista, se encontró frente a los enigmáticos ojos verdes de un pigmeo, cuya penetrante mirada pareció echar un jarro de agua fría sobre su cólera.

—Le conozco, Joselin Arn —dijo Tan Porus, escogiendo las palabras cuidadosamente—. Es usted un hombre valeroso y un buen soldado, pero no le gustan los psicólogos, por lo que veo. En esto se equivoca, pues sobre la psicología descansa el éxito político de la Federación. Ha hecho el juramento de defender al sistema contra todos sus enemigos, Joselin Arn…, y usted mismo acaba de convertirse en el mayor de ellos. Golpea sus cimientos, cava en sus raíces, lo envenena en su origen. Usted es un difamador, una deshonra, un traidor.

El soldado centauriano sacudió la cabeza con impotencia. Mientras Porus hablaba, profundos y amargos remordimientos le embargaron. El recuerdo de sus recientes palabras pesaba fuertemente sobre su conciencia. Cuando el psicólogo concluyó, Arn inclinó la cabeza y se echó a llorar.

Porus volvió a hablar, y esta vez su voz retumbó como un trueno:

—Basta de gemidos plañideros, cobarde. El peligro es inminente. ¡A las armas!

Joselin Arn se recobró instantáneamente.

La habitación estalló en carcajadas y el soldado comprendió la situación. Había sido la forma de castigarle de Porus. Con su completo conocimiento de los tortuosos resortes de la mente humanoide, sólo tenía que apretar el botón apropiado, y…

El centauriano se mordió los labios de vergüenza, pero no dijo nada.

Pero Tan Porus no se rió. Embromar al soldado era una cosa; humillarle, otra muy distinta. De un salto, estuvo sobre una silla y apoyó su pequeña mano en el macizo hombro del otro.

—No se ofenda, amigo mío…, ha sido una pequeña lección, eso es todo. Luche contra los subhumanoides y los alrededores hostiles de cincuenta mundos. Atrévase a viajar en una nave agrietada y destartalada. Desafíe todos los peligros que quiera. Pero nunca, nunca, ofenda a un psicólogo. La próxima vez puede enfadarse en serio.

—Seguiré su consejo, psicólogo. Desintégreme, si no creo que tiene usted razón. —Salió a grandes zancadas de la estancia.

Porus saltó de la silla y se volvió para enfrentarse al consejo.

—Hemos tropezado con una interesante raza de humanoides, colegas.

—Ah —dijo Obel, secamente—, parece ser que el gran Porus va a asumir la defensa de su alumno. Es evidente que su digestión ha mejorado, puesto que se cree capaz de tragar el informe de Haridin.

Porus frunció el ceño, pero su voz conservó su tono tranquilo.

—Así es, y el informe,, debidamente analizado, dará lugar a una revolución de la ciencia. Es una mina de oro psicológica; y Homo Sol, el hallazgo de un período mejor.

—Especifique, Tan Porus —gruñó alguien—. Sus trucos están muy bien para un centauriano zopenco, pero nosotros seguimos sin impresionarnos.

—Especificaré más, Inar Tubal, peludo microbio espacial —la prudencia y la ira sostenían una visible batalla en su interior—. Un humanoide es más de lo que creen… mucho más de lo que unos retrasados mentales como ustedes pueden entender. Sólo para mostrarles lo que no saben, grupo de fósiles disecados, me comprometo a enseñarles un poco de psicotecnología que les dejará pasmados. ¡Pánico, imbéciles, pánico! ¡Pánico mundial!

—¿Ha dicho pánico mundial? —tartamudeó Frian Obel, mientras su piel verde se volvía gris—. ¿Pánico?

—Sí, papagayo. Denme seis meses y cincuenta ayudantes y les mostraré un mundo de humanoides dominado por el pánico.

Obel trató inútilmente de contestar. Su boca realizó un heroico intento por conservar la seriedad… y fracasó. Como a una señal, todo el Consejo abandonó su dignidad y se retrepó en un acceso de risa general.

—Me acuerdo —balbuceó Inar Tubal, de Sirio, con su cara redonda surcada por lágrimas de puro júbilo— de un estudiante mío que, en cierta ocasión, pretendió haber descubierto un estímulo que induciría al pánico mundial. Cuando repasé los resultados, me encontré con un exponente que tenía el punto decimal desplazado. Sólo estaba diez órdenes de magnitud equivocado. ¿Cuántos puntos decimales ha desplazado usted, colega Porus?

—¿Qué hay de la ley de Kraut, Porus, que dice que no se puede inducir al pánico a más de cinco humanoides a la vez? ¿Hemos de aboliría? ¿Y quizá también la teoría atómica, ahora que estamos en ello? —y Semper Gor, de Cabra, cloqueó alegremente.

Porus trepó a la mesa y agarró el mazo de Obel.

—El próximo que se ría notará esto sobre la cabeza.

«Escogeré cincuenta ayudantes —gritó el rigeliano de ojos verdes— y Joselin Arn me llevará a Sol. Quiero que cinco de ustedes me acompañen —Inar Tubal, Semper Gor y otros tres cualquiera— para ver sus caras de estúpidos cuando haga lo que he dicho que haría —levantó el mazo, amenazadoramente—. ¿Bien?

Frian Obel miró plácidamente al techo.

—De acuerdo, Porus. Tubal, Gor, Helvin, Prat y Winson pueden ir con usted. Al término del tiempo especificado, atestiguaremos el pánico mundial, algo muy satisfactorio… o presenciaremos cómo se come sus palabras, cosa que sería mucho más satisfactoria.

Tan Porus miraba pensativamente por la ventana. Terrápolis, la capital de la Tierra, se extendía frente a él hasta el mismo límite del horizonte.

El bramido de la ciudad contenía voces, y las voces expresaban su temor.

El rigeliano se alejó de la ventana con repugnancia,

—Oye, Haridin —rugió.

—¿Me llamaba, jefe?

—¿Qué crees que hago? ¿Hablar solo? ¿Cuáles son las últimas noticias de Asia?

—No hay nada nuevo. Los estímulos no son bastante fuertes. Los hombres amarillos parecen ser más insensibles que los dominantes blancos de América y Europa. Sin embargo, he ordenado que no aumenten los estímulos.

—No, no podemos hacerlo —convino Porus—. No debemos arriesgarnos a provocar un pánico activo —reflexionó en silencio—. Escucha, casi lo hemos conseguido. Diles que ataquen algunas ciudades grandes —son más susceptibles— y se vayan.

Volvió otra vez junto a la ventana.

—Espacio, ¡qué mundo…, qué mundo! Se ha descubierto una nueva rama de la psicología… con la que nunca habíamos soñado. Psicología de masas, Haridin, psicología de masas —sacudió la cabeza con solemnidad.

—No obstante, hay mucho sufrimiento, jefe —musitó el joven—. Este pánico pasivo ha paralizado completamente la industria y el comercio. Toda la vida de negocios del planeta se ha estancado. El pobre gobierno es impotente…, no sabe lo que ocurre.

—Lo averiguarán… cuando yo quiera. Y, en cuanto al sufrimiento… bueno, a mí tampoco me gusta, pero es un medio de llegar al fin, un fin muy importante.

Siguió un corto silencio, y después los labios de Porus se contrajeron en una desagradable sonrisa.

—Aquellos cinco papanatas regresaron ayer de Europa, ¿verdad?

Haridin también sonrió y asintió enérgicamente.

—¡Y muy disgustados! Sus predicciones corresponden al quinto lugar decimal. Están fuera de sí.

—¡Perfecto! Sólo lamento no poder ver la cara de Obel en este momento, después del último mensaje que le he enviado. Y, por cierto —su voz bajó de tono—, ¿qué hay de ellos?

Haridin alzó dos dedos.

—¡Dos semanas, y estarán aquí!

Los cinco científicos del consejo levantaron la vista de sus notas y cayeron en un embarazoso silencio cuando Porus entró.

Este sonrió pícaramente.

—¿Notas satisfactorias, caballeros? Sin duda habrán encontrado unos cincuenta o sesenta errores en mis suposiciones fundamentales, ¿verdad?

Hybron Prat, de Alfa Cefeo, se mesó la pelusa gris que él llamaba cabello.

—No confío en los tremendos trucos que juega esta alocada anotación matemática suya.

—Pues invente otra mejor. Hasta ahora, ha hecho un buen trabajo con las reacciones, ¿no creen?

Se oyó un discordante coro de gargantas que se aclaraban, pero no una respuesta determinada.

—¿No creen? —tronó Porus.

—Bueno, ¿y qué? —contestó Kim Winson, desesperadamente—. ¿Dónde está su pánico? Todo esto está muy bien. Estos humanoides son unos fenómenos cósmicos, pero ¿dónde está la demostración que iba a hacernos?

—Están vencidos, caballeros, están vencidos —se jactó el pequeño y experto psicólogo—. He demostrado mi punto de vista. Este pánico pasivo es tan imposible según la psicología clásica como la forma activa. Ahora tratan de negar los hechos y salvar la cara, insistiendo en un tecnicismo. Vuelvan a casa; vuelvan a casa, caballeros, y escóndanse debajo de la cama.

Inar Tubal le miró con ira. Tenía los ojos inyectados en sangre.

—Pánico activo o nada, Tan Porus. Es lo que nos prometió, y es lo que tendremos. Queremos que lo cumpla al pie de la letra o, por el espacio y el tiempo, insistiremos en cualquier tecnicismo. ¡Pánico activo o reportaremos el fracaso!

Porus se encolerizó y, con un tremendo esfuerzo, habló serenamente.

—Sean razonables, caballeros. No disponemos del equipo necesario para controlar el pánico activo. Nunca nos hemos encontrado con la superforma que podría adoptar en la Tierra. ¿Y si escapa a nuestro control?

—Aíslelo, entonces —exclamó Semper Gor—. Enciéndalo y sofóquelo. Disponga todos los preparativos que quiera, pero ¡hágalo!

—Si puede —gruñó Hybron Prat. Pero Tan Porus tenía su punto débil. Su irritable carácter se desató.

—¡Se saldrán con la suya, cabezas de chorlito! Se saldrán con la suya, pero váyanse al espacio exterior —la pasión le embargaba—. Lo provocaremos aquí mismo, en Terrápolis, en cuanto los hombres vuelvan a casa. ¡Pero será mejor que todos ustedes se pongan a salvo!

Tan Porus corrió las cortinas con un movimiento de su mano, y los cinco psicólogos que le observaban desviaron la mirada. Las calles de la capital de la Tierra estaban desiertas de población civil. El ordenado ruido de los militares que patrullaban en las autopistas de la ciudad sonaba como un canto fúnebre.

—Ha sido muy peligroso, colegas —la voz de Porus expresaba cansancio—. Si hubiera sobrepasado los límites de la ciudad, nunca hubiésemos podido detenerlo.

—¡Horrible, horrible! —murmuró Hybron Prat—. Ha sido una escena que cualquier psicólogo hubiera dado su brazo derecho por presenciar… y su vida por olvidar.

—¡Y esto son humanoides! —gimió Kim Winson. Semper Gor se levantó con súbita decisión.

—¿Comprende la importancia de esto, Porus? Estos terrícolas son incontrolable atomita. No se pueden controlar. Con su psicología de masas, su pánico de masas, su superemocionalismo, no encajan en la imagen de los humanoides.

Porus enarcó las cejas.

—¡Cometa de gas! Individualmente, somos tan emotivos como ellos. Ellos lo llevan a la acción de masas y nosotros no; ésa es la única diferencia.

—¡Y es suficiente! —exclamó Tubal—. Hemos adoptado una decisión, Porus. Lo hicimos anoche, en el punto culminante de… de… de esto. No debemos ocuparnos del sistema solar. Es un lugar apestado y no queremos nada parecido. En cuanto concierne a la galaxia, Homo Sol será puesto en una estricta cuarentena. ¡Esto es terminante!

El rigeliano se echó a reír.

—Para la galaxia, puede ser terminante. Pero ¿y para Homo Sol?

Tubal se encogió de hombros.

—Eso no nos concierne. Porus volvió a reírse.

—Dígame, Tubal. Entre nosotros, ¿ha intentado hacer una integración temporal de la ecuación 128 seguida por expansión con tensores carolinos?

—No-o. No lo he hecho.

—Bueno, pues eche una ojeada a estos cálculos y diviértase.

Naru Helvin rompió las hojas con un movimiento espasmódico.

—Es mentira —gritó.

—Actualmente, les llevamos mil años de adelanto, y para ese tiempo les llevaremos otros doscientos años —exclamó Tubal—. No podrán hacer nada contra la masa de la gente de la galaxia.

Tan Porus se rió con una monotonía sumamente desagradable.

—Siguen sin creer en las matemáticas. Esto forma parte de su línea de conducta, claro. Muy bien, veamos si los expertos pueden convencerles… como debería ser, a menos que el contacto con estos humanoides fuera dé lo normal les haya afectado. ¡Joselin… Joselin Arn.., venga!

El comandante centauriano entró, saludó automáticamente, y permaneció a la expectativa.

—¿Podría una de sus naves derrotar una de las naves de Sol en batalla, si fuera necesario? Arn sonrió amargamente.

—Imposible, señor. Estos humanoides rompen la ley de Kraut en pánico… y también luchando. Tenemos una dotación de expertos a cargo de nuestras naves. Esta gente tiene una única tripulación que funciona como una unidad, sin individualismo. Manifiestan una forma de lucha…, pánico, creo que es la palabra mejor. Cada individuo de las naves se convierte en un órgano de las mismas. Con nosotros, ya lo saben, eso es imposible.

«Además, este mundo es una masa de genios locos. Sé que tomaron no menos de veintidós interesantes pero inútiles aparatos que vieron en el Museo de Thalsoon cuando nos visitaron; los desmontaron y produjeron a partir dé ellos los inventos militares más desagradables que he visto. ¿Recuerdan el tiralíneas gravitacional de Julmun Thill, empleado —con muy poca efectividad— para localizar depósitos minerales antes de que se inventara el método moderno de potencial eléctrico? Lo han convertido —no sé cómo— en uno de los directores de fuego automático más mortífero que he tenido la desgracia de ver.

—Nosotros —dijo Tan Porus con alborozo— tenemos una flota mucho mayor que la suya. Podríamos arrollarlos, ¿verdad?

Joselin Arn movió la cabeza.

—Derrotarlos ahora… probablemente. Pero no los arrollaríamos, y no me atrevería a apostar por ello. Yo no votaría por atacarlos. El problema reside, en el plano militar, en que esta colección de maníacos de los aparatos inventa cosas con una velocidad terrible.

—¿Qué será —preguntó Porus con amabilidad— de nuestra posición militar si nos limitamos a ignorarlos completamente durante doscientos años?

Joselin Arn soltó una explosiva carcajada.

—S¿ podemos, que significa si nos dejan. Responderé sin pensar y con seguridad. Es lo único que me preocupa en este momento. Doscientos años para explorar los nuevos caminos sugeridos por su breve contacto con nosotros y harán cosas que no puedo imaginar. Esperen doscientos años y no habrá una batalla; habrá una anexión. Tan Porus se inclinó ceremoniosamente.

—Gracias, Joselin Arn. Este era el resultado de mis cálculos matemáticos.

Joselin Arn saludó y abandonó la estancia.

Volviéndose a los cinco científicos, completamente paralizados, Porus prosiguió:

—Y espero que estos sabios caballeros reaccionen de forma vagamente humanoide. ¿Se convencen de que no nos toca a nosotros decidir si terminar o no todo intercambio con esta raza? Podemos…, ¡pero ellos no!

«Estúpidos —pareció que escupiera la palabra—, ¿creen que voy a perder el tiempo discutiendo con ustedes? Yo dicto la ley, ¿comprenden? Homo Sol entrará en la Federación. Se les madurará en doscientos años. No se lo pregunto; ¡se lo digo! —el rigeliano les contempló agresivamente.

«¡Vengan conmigo! —gruñó con brusquedad.

Le siguieron con mansa sumisión y entraron en el dormitorio de Tan Porus. El pequeño psicólogo corrió una cortina y dejó al descubierto una pintura de tamaño natural.

—¿Cómo interpretan esto?

Era el retrato de un terrícola, pero de un terrícola como ninguno de los psicólogos había visto aún. Digno y severamente hermoso, con una mano que acariciaba una barba regia, y la otra que sostenía el único vestido suelto que le cubría, parecía personificar la majestad.

—Es Zeus —dijo Porus—. Los terrícolas primitivos le crearon como la personificación de la tormenta y el relámpago. —Se encaró con los aturdidos científicos—. ¿Les recuerda a alguien?

—¿Homo Canopus? —aventuró Helvin. Durante un instante, el rostro de Porus se relajó con momentánea satisfacción y después volvió a endurecerse.

—Naturalmente —exclamó—. ¿Por qué vacilan? Este es Canopus en persona, hasta la barba amarilla. Después continuó:

—Aquí hay algo más —corrió otra cortina. Esta vez, el retrato era de una mujer. Tenía el pecho voluminoso y las caderas anchas. Una inefable sonrisa adornaba su rostro y sus manos parecían acariciar el grano que reposaba a sus pies.

—¡Deméter! —dijo Porus—. La personificación de la fertilidad y la agricultura. La madre ideal. ¿A quién les recuerda esto?

Esta vez no hubo vacilaciones. Cinco voces dijeron al unísono:

—¡Homo Betelgeuse!

Tan Porus sonrió con placer.

—Exactamente. ¿Y bien?

—¿Y bien, qué? —inquirió Tubal.

—¿No lo comprenden? —su sonrisa se desvaneció—. ¿No está claro? ¡Papanatas! Si un centenar de Zeus y un centenar de Deméter aterrizaran en la Tierra como parte de una «misión comercial», y se convirtieran en expertos psicólogos… ¿Lo comprenden ahora?

Semper Gor se echó súbitamente a reír.

—Espacio, tiempo, y pequeños meteoros. ¡Claro que sí! Los terrícolas serían arcilla en manos de sus propias personificaciones de la tormenta y la maternidad vivientes. Dentro de doscientos años…, dentro de doscientos años, no podremos hacer nada.

—Pero esta denominada misión comercial suya, Porus —intervino Prat—, ¿cómo se las arreglará para que Homo Sol la acepte?

Porus enderezó la cabeza hacia un lado.

—Querido colega Prat —murmuró—, ¿cree que he creado el pánico activo únicamente para hacer una demostración… o para satisfacer a cinco estúpidos? Este pánico pasivo ha paralizado la industria, y el Gobierno terrestre se enfrenta a una revolución… otra forma de acción masiva que podría investigarse. Ofrézcale comercio galáctico y prosperidad eterna y ¿cree que lo rechazará? ¿Qué importa la masa?

El rigeliano cortó de raíz el incipiente murmullo con un gesto de impaciencia.

—Si no tienen nada más que preguntar, caballeros, empecemos a prepararnos para partir Francamente, estoy cansado de la Tierra, y más que esto, deseo volver junto a mi calamar.

Abrió la puerta y, por el pasillo, gritó:

—¡Haridin! Dile a Arn que tenga la nave dispuesta para dentro de seis horas. Nos vamos.

—Pero…, pero —el coro de aturdidas objeciones se cristalizó en súbito movimiento, cuando Semper Gor corrió hacia Porus y le detuvo cuando éste se marchaba. El pequeño rigeliano luchó en vano por desasirse.

—¡Suélteme!

—Ya hemos soportado bastante, Porus —dijo Gor—, y ahora va a calmarse y conducirse como un humanoide. Diga lo que diga, no nos iremos hasta haber acabado. Tenemos que tratar con el Gobierno terrestre de la misión comercial. Hemos de asegurar la aprobación del Consejo. Tenemos que escoger a nuestros psicólogos.

En este punto, Porus, con un salto rápido, se desasió.

—¿Han supuesto por un momento que esperaría a que su precioso Consejo se dispusiera a considerar si se hace algo acerca de la situación dentro de dos o tres décadas?

»La Tierra aceptó incondicionalmente mis términos hace un mes. La escuadra de canopanos y betelgeusianos partió hace cinco meses, y aterrizaron anteayer. Gracias a su ayuda logramos detener el pánico reciente… aunque ustedes no lo hubieran sospechado. Probablemente creyeron que lo hicieron ustedes solos. Hoy, caballeros, ellos controlan por completo la situación y nuestros servicios ya no son necesarios. Nos vamos a casa.

4 comentarios en “Homo sol – Isaac Asimov

  1. “Poetas en la noche” me ha traído hasta aquí y me alegro porque me gusta lo que he encontrado.
    Me encantaría invitarte a pasear por “El zoco del escriba” para tomar un té con hierbabuena y charlar de lo que más te guste.
    Mucho ánimo para seguir con tu blog.
    Alberto Mrteh (El zoco del escriba)

    Le gusta a 1 persona

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