Relato Corto, Stanley G. Weinbaum

Los Mundos Si – Stanley G. Weinbaum

Me detuve camino del aeropuerto de Staten Island para llamar por teléfono. Indudablemente fue un error, puesto que tenía la oportunidad de conseguirlo de otra manera. Pero en la oficina se mostraron amables.

—Retrasaremos la salida cinco minutos —dijo el empleado—. No podemos hacer nada más.

Así pues, volví a mi taxi, nos elevamos hasta el tercer nivel y recorrimos el puente Staten como un cometa que avanza por un arco iris de acero. Yo tenía que estar en Moscú al anochecer, a las veinte horas para ser exactos, con objeto de asistir a la apertura de ofertas sobre el túnel de los Urales ya que el gobierno exigía la presencia personal de un agente de cada licitador. Pienso que la empresa hubiese podido designar a alguien mejor que yo, Dixon Wells, aunque la N. J. Wells Corporation es, por decirlo así, mi padre. Yo me había labrado una…, bien, una inmerecida reputación de llegar tarde a todo. Jamás dejaba de faltarme el acontecimiento inesperado que me retrasaba; no era nunca culpa mía. Esta vez fue un encuentro casual con mi antiguo profesor de física, el viejo Haskel van Manderpootz, No podía limitarme a un «cómo está usted» y a decirle adiós; yo había sido uno de sus favoritos en el curso universitario de 2014.

Perdí el avión, por supuesto. Me hallaba todavía en el puente Staten cuando oí el rugido de la catapulta y vi cómo el cohete soviético «Baikal», con su larga cola llameante, zumbaba sobre nosotros como una bala trazadora.

Sin embargo, conseguimos el contrato lo cual no sirvió para mejorar mi reputación: la empresa había llamado a nuestro agente en Beirut y fue él quien voló a Moscú. No obstante, me sentí muchísimo mejor cuando vi los periódicos de la tarde: el «Baikal», al intentar una maniobra para sortear una tormenta había chocado con un transporte británico y sólo se salvaron cien de los quinientos pasajeros. Había estado a un paso de convertirme en el difunto señor Wells.

Concerté una cita para la semana siguiente con el viejo van Manderpootz. Al parecer lo habían trasladado a la universidad de Nueva York como jefe del departamento de Física Moderna, esto es, de Relatividad. Se lo merecía; el buen anciano era un genio y aún ahora, ocho años después de salir de la universidad, yo recordaba más de su curso que de media docena en cálculo, vapor, gas, mecánica y otras materias necesarias para la educación de un ingeniero. Así pues, la noche del martes acudí a nuestra cita… a decir verdad con una hora de retraso. Hasta media tarde no recordé el compromiso.

El profesor estaba leyendo en una habitación tan desordenada como de costumbre.

—Vaya —gruñó—, veo que el tiempo lo cambia todo, menos la costumbre. Eras un buen estudiante, Dick, pero creo recordar que siempre llegabas a clase a mitad de la conferencia.

—Es que siempre tenía alguna otra en una facultad distinta —me disculpé—. Me era imposible llegar a tiempo.

—Bien, ya es hora de que aprendas a llegar a tiempo —rezongó. Luego sus ojos relampaguearon—. ¡Tiempo! —exclamó—. La palabra más fascinante que existe en todo el idioma. La hemos usado ya cuatro veces en el primer minuto de nuestra conversación. Cada uno de nosotros entiende al interlocutor, sin embargo la ciencia no está más que comenzando a aprender el significado de esa palabra. ¿He dicho ciencia? Quiero decir que estoy aprendiendo a comprender.

Me senté.

—Usted y la ciencia son sinónimos —sonreí—. ¿No es usted uno de los más relevantes físicos del mundo?

— ¡Uno de ellos! —resopló—. Uno de ellos, ¿eh? ¿Y quiénes son los demás?

—Pues Corveille, Hastings, Shrinski…

— ¡Bah! ¿Vas a mencionarlos en la misma frase donde figure el nombre de van Manderpootz? No son más que chacales que se alimentan de las migajas que caen de mi banquete de pensamientos. Si hubieses retrocedido al siglo pasado, habrías encontrado nombres como los de Einstein y De Sitter, dignos tal vez de codearse con el de van Manderpootz.

Otra vez sonreí, divertido.

—Einstein no estaba mal considerado, ¿verdad? —comenté—. Después de todo, fue el primero que enlazó tiempo y espacio en el laboratorio. Antes de él, no eran más que conceptos filosóficos.

— ¡No lo hizo! —protestó el profesor—. Tal vez de una manera obscura y primitiva mostró el camino, pero yo, yo, van Manderpootz, he sido el primero en apoderarme del tiempo, arrastrarlo a mi laboratorio y experimentar allí con él.

— ¿De veras? ¿Qué clase de experimento?

— ¿Qué experimento que no sea la simple medición es posible realizar? —replicó él.

—Pues… no lo sé. ¿Viajar en él?

—Exactamente.

— ¿Como esas máquinas del tiempo que son tan populares en las revistas? ¿Poder ir hacia el futuro o hacia el pasado?

—¡Tonterías! El futuro o el pasado, ¡uf! No se necesita ser ningún van Manderpootz para ver la falacia que se esconde en eso. Ya Einstein nos lo demostró.

— ¿Cómo? Pero es concebible, ¿no?

— ¿Concebible? ¿Y tú, Dixon Wells, estudiaste con van Manderpootz? —Se puso rojo de emoción, luego recobró una calma ceñuda—. Escúchame. Sabes cómo el tiempo varía con la velocidad de un sistema, la relatividad de Einstein.

—Sí.

—Muy bien. Pues supón ahora que el gran ingeniero Dixon Wells inventa una máquina capaz de viajar a una velocidad enorme, digamos a nueve décimas partes de la velocidad de la luz. ¿Me sigues? Bien. Luego llenas de combustible esa nave milagrosa para una pequeña excursión de un millón de kilómetros, lo que, puesto que la masa, y con ella la inercia, aumenta según la fórmula de Einstein con la velocidad, consume todo el combustible del mundo. Pero tú lo resuelves: utilizas energía atómica. Entonces, puesto que a nueve décimas partes de la velocidad de la luz tu nave pesa tanto como el Sol, desintegras Norteamérica para proporcionarte suficiente potencia motriz. Arrancas a esa velocidad, a doscientos setenta mil kilómetros por segundo; la aceleración te ha hecho morir aplastado, pero has penetrado en el futuro. —Hizo una pausa, sonriendo sarcásticamente—. ¿No es así?

—Sí.

— ¿Y cuánto tiempo? Vacilé.

— ¡Usa la fórmula de Einstein! —chilló—. ¿Cuánto tiempo? Voy a decírtelo: ¡un segundo! —Esbozó una triunfal sonrisa burlona—. Así es como resulta posible viajar en el futuro. Y en cuanto al pasado… En primer lugar, tendrías que superar la velocidad de la luz, lo que inmediatamente exige el uso de un número más que infinito de caballos de vapor. Vamos a suponer que el gran ingeniero Dixon Wells resuelve también ese pequeño problema, aunque la energía extraída de todo el universo no es un número infinito de caballos de vapor. Entonces aplica este poder más que infinito para viajar a trescientos treinta mil kilómetros por segundo durante diez segundos. Y ya ha penetrado en el pasado. ¿En cuánto tiempo?

Vacilé de nuevo.

—Te lo diré. En un segundo. —Me miró con ojos llameantes—. Ahora todo lo que tienes que hacer es diseñar una máquina así, y van Manderpootz admitirá la posibilidad de viajar en el futuro durante un limitado número de segundos. En cuanto al pasado, he tratado de explicarte que toda la energía del universo es insuficiente.

—Pero —tartamudeé desconcertado—, usted mismo acababa de decir que…

—No dije nada de viajar ni en el futuro ni en el pasado, cosa, como te acabo de demostrar, imposible: una imposibilidad práctica en un caso y una imposibilidad absoluta en el otro.

—Entonces, ¿cómo viaja usted en el tiempo?

—Ni siquiera van Manderpootz puede realizar lo imposible —dijo el profesor, ahora tenuemente jovial. Dio unas palmaditas a un grueso montón de holandesas, que tenía en la mesa junto a él—. Mira, Dick, esto es el mundo, el universo. —pasó un dedo sobre él—. Es largo en tiempo y —pasando la mano de arriba abajo— es ancho en espacio, pero —ahora aplastando el dedo contra el centro del montón— es muy delgado en la cuarta dimensión. van Manderpootz adopta siempre el rumbo más corto, el más lógico. Yo no viajo a lo largo del tiempo, ni hacia el pasado ni hacia el futuro. No. No viajo a través del tiempo, al sesgo.

Tragué saliva.

— ¡Al sesgo! ¿Qué quiere decir eso? ¿Qué puede haber ahí?

— ¿Qué es lo que puede haber? —resopló—. Por delante está el futuro; por detrás, el pasado.
Esos son reales, los mundos del pasado y del futuro. ¿Qué mundos no son ni pasados ni futuros, sino contemporáneos y sin embargo extratemporales, mundos que existen, por decirlo así, en un tiempo paralelo al nuestro?

Sacudí la cabeza.

— ¡Idiota! —me increpó—. ¡Los mundos condicionales, naturalmente! Los mundos «si». Por delante están los mundos que van a ser; por detrás están los mundos que fueron; a ambos lados están los mundos que podrían haber sido: los mundos «si».

— ¿Cómo? —pregunté, desconcertado—. ¿Quiere usted decir que puede ver lo que ocurrirá?

— ¡No! —resopló—. Mi máquina no revela el pasado ni predice el futuro. Mostrará, como te dije antes, los mundos condicionales. Podrías expresarlo así: «Tal cosa o tal otra habrían sucedido si yo hubiera actuado de esta o de esa manera».

—Pero, ¿cómo diablos consigue eso la máquina?

—Para van Manderpootz es algo muy sencillo. Utilizo luz polarizada, no en planos horizontales o verticales, sino polarizada en dirección de la cuarta dimensión, un asunto fácil. No hay más que utilizar espato de Islandia a una presión colosal, eso es todo. Y como los mundos son muy delgados en la dirección de la cuarta dimensión, basta con el espesor de una sola onda de luz, aunque sea de millonésimas de milímetro. Una considerable mejora sobre el viaje en el tiempo hacia el pasado o el futuro con sus velocidades imposibles y sus distancias ridículas.

—Pero…, esos mundos «si», ¿son reales?

— ¿Reales? ¿Qué es real? Son reales, quizás, en el sentido de que uno es un número real como opuesto a raíz de menos uno, que es imaginario. Son los mundos que habrían sido si… ¿Comprendes ahora?

Asentí.

—Un poco. Usted podría ver, por ejemplo, lo que habría sido Nueva York si las Trece Colonias hubiesen perdido la guerra contra Inglaterra.

—Ese es el principio, cierto, pero no podrías verlo en la máquina, parte de ella es un psicómata Horsten, robado de una de mis ideas, dicho sea de paso; tú, el usuario, llegas a formar parte del artilugio. Es necesario que tu propia mente suministre el fondo de la acción. Por ejemplo, si George Washington pudiese haber usado el mecanismo después de firmada la paz, podría haber visto lo que tú sugieres. Nosotros no podemos. Tú no puedes ni siquiera ver lo que habría sucedido de no haber inventado yo ese chisme. En cambio, yo sí puedo. ¿Comprendes?

—Desde luego. Usted quiere decir que el fondo de lo ocurrido tiene que hallarse en las pasadas experiencias del usuario.

—Te estás haciendo inteligente —se burló él—. Sí, El aparato te mostrará diez horas de lo que habría sucedido si… Condensado, naturalmente, como en una película, a media hora de nuestro tiempo real. —Oiga, eso me parece interesante.

— ¿Te gustaría verlo? ¿Hay algo que te gustaría averiguar? ¿Algo en tu vida que preferirías haber cambiado?

—Yo diría que miles de cosas. Me gustaría saber qué habría sucedido si hubiese vendido mi existencia de mercancías en 2009 en lugar de en 2010. Entonces yo era un millonario indiscutible, pero tardé…, bien, tardé un poco en vender.

—Como de costumbre —comentó van Manderpootz—. Vamos al laboratorio.

La residencia del profesor estaba a una manzana del campus universitario. Me llevó al pabellón de física y de allí a su propio laboratorio de investigación, muy parecido al que yo había visitado en mis años de estudiante. El aparato, que él llamaba «subjuntivisor», puesto que operaba en mundos hipotéticos, ocupaba toda la mesa del centro. En su mayor parte se trataba de un psicómata Horsten, pero agente polarizador, el prisma de espato de Islandia de una transparencia cristalina, él era el corazón del instrumento.

van Manderpootz señaló a la pieza principal.

—Enchúfala —me ordenó, Y yo me senté mirando fijamente la pantalla del psicómata.

Supongo que todo el mundo está familiarizado con el psicómata Horsten. Hace pocos años tuvo tanto éxito como el tablero ouija hace un siglo. Sin embargo, no es precisamente un juguete; a veces, lo mismo que el tablero ouija, constituye una ayuda real para la memoria. Se consigue que un amasijo de sombras vagas y coloreadas se deslice por la pantalla y uno las mira mientras contempla cualquier escena o circunstancia que está tratando de recordar. Un dial permite cambiar la disposición de luces y sombras, y cuando, por casualidad, el dibujo corresponde con el cuadro mental del espectador, ¡ya está! Allí aparece la escena recreada ante los ojos de éste. Por supuesto, es su propia mente quien añade los detalles. En realidad, todo lo que la pantalla muestra son manchas coloreadas, luces y sombras, pero el conjunto puede resultar asombrosamente real. En ocasiones, yo podría haber jurado que el psicómata mostraba cuadros casi tan nítidos y detallados como la realidad; la ilusión es a veces tan asombrosa como para llegar a eso.

van Manderpootz apagó la luz y el juego de sombras comenzó.

—Ahora recuerda las circunstancias que determinaban el mercado, digamos medio año antes de su hundimiento, Gira el botón hasta que el cuadro se aclare, luego para. En ese momento yo dirigiré la luz del subjuntivisor sobre la pantalla y tú no tienes más que mirar.

Hice lo que me había indicado. Se formaron y desaparecieron cuadros momentáneos. Los sonidos engendrados por el artilugio zumbaban como voces distantes, pero sin la sugerencia añadida por el cuadro no significaban nada. Mi propio rostro centelleaba y se disolvía hasta que, por fin, lo tuve. Me contemplé a mí mismo sentado en una habitación mal definida; eso era todo. Solté el botón e hice un ademán.

Siguió un chasquido. La luz se enturbió, luego se abrillantó. La escena se perfiló y, sorprendido, vi emerger a mi lado la figura de una mujer. La reconocí; era Whimsy White, estrella de primera magnitud en la televisión, primera actriz del programa «Variedades de 09». Se veía algo cambiada, pero la reconocí.

Trataré de resumir la situación. Había estado persiguiéndola durante los años de la prosperidad, tratando de casarme con ella mientras el viejo N. J. se enfurecía y despotricaba amenazando con desheredarme y dejarlo todo a la Sociedad para la recuperación del desierto de Gobi. Creo que aquellas amenazas fueron las que impidieron a Whimsy aceptarme, pero después que retiré mi propio dinero y lo convertí en un par de millones en aquel mercado loco de 2008 y 2009, se ablandó. Temporalmente, claro. Cuando el mercado se hundió en la primavera de 2010 y me vi obligado a volver junto a mi padre y a entrar en la empresa de N. J. Wells, los favores de Whimsy decrecieron una docena de puntos. En febrero estábamos prometidos, en abril apenas nos hablábamos. En mayo me despidieron. Una vez más había llegado tarde.

Y ahora, allí la tenía, en la pantalla del psicómata, indudablemente más gorda y ni mucho menos tan bonita como mi memoria la recordaba. Me estaba mirando con una expresión de hostilidad y yo le contestaba con iguales miradas furiosas. Los zumbidos se convirtieron en voces.

— ¡Tú, zángano! —chilló ella—. No puedes tenerme enterrada aquí. Necesito volver a Nueva
York, donde hay un poco de vida. Me aburres tú y tu golf.

—Ya mí me aburres tú y tu pandilla de chiflados.

—Por lo menos están vivos. Tú eres un cadáver andante. Simplemente porque tuviste suerte para hacer dinero en el momento oportuno, te crees una especie de dios.

—Bueno, no creo que tú seas Cleopatra. Esos amigos tuyos se arrastran detrás de ti porque das fiestas y gastas dinero, mi dinero.

—Mejor es gastarlo así que aporreando una pelota de un lado a otro del monte.

— ¿Tú crees? Deberías probarlo, Marie. —Ese era su nombre verdadero—. Te ayudaría a conservar la línea, aunque dudo que sea posible.

Me miró con ojos centelleantes de rabia y… bien, fue una penosa media hora. No contaré todos los detalles, pero lo cierto es que me alegré cuando la pantalla se disolvió en coloreadas nubes sin sentido.

— ¡Uf! —resoplé, mirando a van Manderpootz, que había estado leyendo.

— ¿Te ha gustado?

— ¡Gustado! Mire, me parece que tuve una suerte enorme cuando me dejaron sin un céntimo.
De ahora en adelante no lo lamentaré en lo más mínimo.

—Esa —dijo el profesor grandilocuentemente— es la gran contribución de van Manderpootz a la felicidad humana. De todas las lamentaciones, la más triste es: « ¡Podría haber sido!». Y eso ya no es verdad, amigo Dick. Yo, van Manderpootz, he demostrado que la exclamación correcta es: « ¡Podría haber sido… peor!».

Era muy tarde cuando volví a casa y, consiguientemente, muy tarde cuando me levanté, e igualmente tarde cuando llegué a la oficina. Mi padre se irritó de un modo innecesario, pero exageró al decir que nunca llego a tiempo. Se olvida de las ocasiones en que me ha despertado y me ha llevado con él literalmente a rastras. Tampoco era necesario que se refiriese tan sarcásticamente a mi retraso en ocasión del viaje con el «Baikal», Le recordé el trágico fin del avión cohete, y me respondió fríamente que de no haberme retrasado, el «Baikal» habría salido a su hora y no habría chocado con el transporte británico. También fue igualmente superfluo que mencionara el hecho de que cuando concertábamos pasar unas semanas de golf en las montañas, incluso la primavera se retrasaba. Yo no podía hacer nada en ese caso.

—Dixon —concluyó—, no tienes ni la menor idea de lo que es el tiempo. Ni la menor idea.

Me acordé de la conversación mantenida con van Manderpootz y me sentí impulsado a preguntar:

— ¿Y la tiene usted, señor?

—La tengo —respondió ceñudamente—. Claro que la tengo. El tiempo —dijo como un oráculo— es dinero.

Uno no puede argüir frente a semejante punto de vista.

Pero aquellas alusiones suyas escocían, especialmente la relativa al «Baikal», Yo podía ser un
remolón, pero resultaba difícilmente concebible que mi presencia a bordo del avión cohete hubiese podido evitar la catástrofe. Era un pensamiento que me irritaba. En cierto modo, me hacía responsable de las muertes de aquellos centenares de personas y eso no me hacía ninguna gracia.

Desde luego, si habían esperado cinco minutos más por mí, o si yo hubiera llegado a tiempo y ellos hubiesen zarpado conforme al horario en lugar de cinco minutos más tarde o si… si…

¡Si…! La palabra evocaba a van Manderpootz y a su subjuntivisor: los mundos «si», los mundos extraños que existían al lado de la realidad, ni pasados ni futuros, sino contemporáneos, pero fuera del tiempo. En algún sitio entre las fantasmales infinidades de aquellos mundos existía uno que representaba el mundo que habría sido si yo hubiese embarcado en el avión cohete. Sólo tenía que llamar por teléfono a Haskel van Manderpootz, concertar una cita, y luego… descubrir lo que fuese.

Pero no era una decisión fácil. De un modo u otro había penetrado en mí la duda. Empezaba a sentirme responsable de lo ocurrido, no sabía en qué medida, una especie de responsabilidad moral tal vez. Y temía descubrir que era cierto. Me desagradaba igualmente no descubrirlo. La incertidumbre también tiene sus tormentos, tan dolorosos como los del remordimiento. Podría resultar menos enervante saberme responsable que perder el tiempo sumido en vanas dudas y fútiles reproches. Así pues, manejé el visófono, marqué el número de la universidad y por fin distinguí en la pantallita los rasgos joviales e inteligentes de van Manderpootz, interrumpido por mi llamada en una clase matinal.

Me encontraba más que listo para la cita a la noche siguiente, y podría en realidad haber llegado a tiempo, a no ser por un intransigente guardia de tráfico que insistió en multarme por ir a velocidad excesiva. A pesar de eso, van Manderpootz se mostró impresionado.

— ¡Vaya! —exclamó—. Un minuto más y no me encuentras, Dixon. Ahora mismo me iba al club. No te esperaba antes de una hora. ¡Sólo diez minutos de retraso! Vaya, vaya…

Pasé por alto el comentario.

—Profesor, necesitaría hacer uso de su…, bueno, de su subjuntivisor.

— ¿Cómo? ¡Ah, sí! Pues tienes suerte. Estaba a punto de desmantelarlo.

— ¿Desmantelarlo? ¿Por qué?

—Ya ha cumplido su misión. Ha dado origen a una idea mucho más importante que él mismo,
Necesitaré el espacio que ocupa.

—Pero, ¿cuál es la idea, si no es demasiado presuntuoso por mi parte preguntarlo?

—No es demasiado presuntuoso. Pronto será pública, pero tú vas a tener el privilegio de oírla de labios de su autor. Se trata nada menos que de la autobiografía de van Manderpootz. Hizo una pausa impresionante. Me quedé boquiabierto.

— ¿Su autobiografía?

—Sí. El mundo, aunque quizá no se dé cuenta, está clamando por ella. Detallaré mi vida, mi
trabajo. Revelaré en sus páginas que soy el responsable de la larga duración de la guerra del Pacífico.

— ¿Usted?

—Ningún otro. Si en aquel tiempo yo no hubiese sido un leal súbdito holandés y por tanto neutral, las fuerzas de Asia se habrían visto aplastadas en tres meses, en lugar de en tres años. El subjuntivisor me lo dijo: yo habría inventado un calculador para predecir los resultados de cada combate; van Manderpootz habría suprimido el obstáculo o el elemento carencial en la conducción de la guerra. —Frunció el ceño solemnemente—. Ésa es mi idea. La autobiografía de van Manderpootz. ¿Qué te parece?

Recobré la serenidad.

— ¡Es…, bien, es colosal! —asentí vehementemente—. Compraré un ejemplar. Varios ejemplares. Se los enviaré a mis amigos.

—Te dedicaré tu ejemplar —dijo van Manderpootz expansivamente—. Será algo que no tendrá precio. Escribiré una frase apropiada, algo así como Magnificus sed non superbus. Eso describe muy bien a van Manderpootz, quien a pesar de su grandeza es sencillo, modesto y nada afectado. ¿No te parece?

— ¡Perfecto! Una descripción muy apropiada. Pero, ¿no podría ver su subjuntivisor antes de que usted lo desmantele para hacer un hueco a su más importante obra?

— ¡Ah! ¿Deseas descubrir algo?

—Sí, profesor. ¿Recuerda usted el desastre del «Baikal» hace una o dos semanas? Yo tenía que haber tomado ese avión para Moscú. Lo perdí por los pelos —y le conté los detalles.

— ¡Hum! —gruñó—. Quieres descubrir lo que habría pasado si lo hubieses alcanzado, ¿eh?
Bien, veo varias posibilidades. Entre los mundos «sí» están el que habría sido real si hubieses llegado a tiempo, el que habría surgido si el avión cohete te hubiese esperado hasta tu llegada y el que habría nacido si llegas dentro de los cinco minutos que te concedieron de plazo. ¿En cuál estás interesado?

— ¡Oh… en el último!

Eso me pareció lo más apropiado. Después de todo, era mucho esperar que Dixon Wells pudiera llegar a tiempo alguna vez y, en cuanto a la segunda posibilidad, bien… puesto que no me habían esperado, en alguna forma me libraba del peso de la responsabilidad.

— ¡Vamos! —ordenó van Manderpootz.

Lo seguí a través del pabellón de física hasta su desordenado laboratorio. El aparato estaba todavía encima de la mesa y me senté ante él, mirando fijamente la pantalla del psicómata Horsten. Las nubes oscilaban y cambiaban de posición mientras yo trataba de concentrarme en esas sugestivas masas vaporosas para captar en alguna de ellas algún detalle de aquella mañana desaparecida.

Y luego lo tuve. Descubrí la vista del puente Staten y me vi acelerando en dirección al aeropuerto. Hice una señal a van Manderpootz, el cacharro soltó un ruidito seco y el subjuntivisor se puso en marcha.

El recortado césped y la arcilla del campo aparecieron. Hay una cosa curiosa en el psicómata: uno ve solamente a través de los ojos de sí mismo en la pantalla. Esto le presta una extraña realidad al trabajo de la máquina; supongo que una especie de autohipnotismo es parcialmente responsable de ese efecto.

Yo corría por el campo hacia el brillante proyectil de plateadas alas que era el «Baikal», Un ceñudo funcionario me invitó a darme prisa y me precipité arriba por la empinada escalerilla. La puerta se cerró y oí un largo suspiro de alivio.

— ¡Siéntese!—gritó un funcionario, indicando un asiento desocupado.

Caí en mi asiento. El avión tembló bajo el impulso de la catapulta y rechinó duramente al ponerse en movimiento. Los chorros rugieron al instante, luego se produjo un estremecimiento más amortiguado y pude ver bajo mí la isla Staten, perdiéndose a nuestras espaldas. El cohete gigante estaba en camino.

— ¡Uf! —suspiré de nuevo—. ¡Que todo vaya bien!

Capté una mirada divertida de alguien que estaba a mi derecha. Era una muchacha. Quizá realmente no era tan deliciosa como me parecía; después de todo, yo la estaba viendo a través de la pantalla de semivisión de un psicómata. Desde entonces no dejo de decirme que ella no podía haber sido tan bonita como parecía, que eso se debía a mi imaginación que completaba los detalles. No lo sé; sólo recuerdo que me quedé mirando unos ojos de un extraño y delicioso color azul plateado, unos finos cabellos castaños, una boquita risueña y una naricilla descarada, Me quedé mirando hasta que ella se ruborizó.

—Lo siento —dije rápidamente—. Estaba… estaba sorprendido.

A bordo de un cohete transoceánico reina una atmósfera cordial. Los pasajeros se ven obligados a convivir en estrecha intimidad de siete a doce horas y no hay mucho sitio para moverse. Por lo general, uno traba conocimiento con sus vecinos; las presentaciones no son necesarias y la costumbre es simplemente hablar a cualquiera que usted elija, algo así como aquellos viajes cotidianos en los trenes del pasado siglo, supongo. Uno hace amigos durante el transcurso del viaje y luego, nueve veces de cada diez, nunca vuelve a oír hablar de quienes fueron sus compañeros.

La muchacha sonrió.

— ¿Es usted la persona responsable del retraso en la partida? Lo reconocí.

—Parece que siempre tengo que estar retrasado. Incluso los relojes atrasan cuando me los pongo.

Ella se echó a reír.

—No deben de ser muy pesadas las responsabilidades que usted tenga que soportar.

Bueno, desde luego no lo eran, aunque resulta sorprendente hasta qué punto muchos casinos, camareros y coristas han dependido de mí en diversas ocasiones en partes apreciables de sus ingresos. Más por una causa u otra no me sentía inclinado a hablar de estas cosas a la muchacha de los ojos de plata.

Charlamos. Resultó llamarse Joanna Caldwell y se dirigía a París. Era una artista, o esperaba serlo algún día, y desde luego no hay ningún sitio en el mundo que pueda proporcionar a la vez entrenamiento e inspiración corno París. Por eso se dirigía allí para pasar un año de estudios, y, no obstante sus labios risueños y sus ojos traviesos, pude notar que el asunto era de gran importancia para ella. Conjeturé que había trabajado duramente para costearse aquel año en París, había hecho equilibrios y ahorrado durante tres años como figurinista para alguna revista de modas, aunque no podía tener mucho más de veintiún años. Su pintura significaba mucho para ella, y eso yo podía comprenderlo. También yo sentí alguna vez de un modo parecido respecto al polo.

Por ello se comprende que simpatizáramos desde el principio. Me di cuenta de que yo le gustaba y era evidente que ella no relacionaba a Dixon Wells con la N. J. Wells Corporation. Y en cuanto a mí…, bueno, después de aquella mirada a sus fríos ojos plateados, simplemente no me interesaba mirar a ningún otro sitio. Las horas parecían transcurrir como minutos mientras yo la contemplaba.

Ustedes saben cómo ocurren estas cosas. Sin darme cuenta me vi llamándola Joanna y ella a mí Dick; parecíamos viejos amigos. Decidí pararme en París a mi regreso de Moscú y le arranqué la promesa de que nos veríamos. Puedo asegurar que era una muchacha diferente; no tenía nada que ver con la calculadora Whimsy White y todavía menos con las muchachitas de sonrisa boba, casquivanas y aficionadas al baile que uno conoce en las salas de fiestas. Era sencillamente Joanna, fría y seria, pero simpática y jovial, y tan bonita como una figura de mayólica.

Quedamos admirados cuando la azafata pasó para preguntarnos qué queríamos en el almuerzo. ¿Ya habían pasado cuatro horas? Parecía como si hubiesen sido cuarenta minutos. Y tuvimos un agradable sentimiento de intimidad al descubrir que a los dos nos gustaba la ensalada de langosta y en cambio detestábamos las ostras; era otro lazo. Le dije solemnemente que se trataba de un augurio y ella no puso ninguna objeción.

Después caminamos por el estrecho pasillo hacia el acristalado que se hallaba a proa. Estaba abarrotado de gente, pero no nos importó en absoluto, ya que nos obligaba a sentarnos juntitos. Estuvimos allí bastante tiempo antes de notar lo enrarecido del aire.

La catástrofe ocurrió justamente cuando estábamos de vuelta en nuestros asientos. No hubo ninguna advertencia excepto un repentino bandazo, resultado, supongo, del inútil, último y desesperado intento del piloto por evitar la colisión. Luego un crujido desgarrador y una terrible sensación de estar girando, y tras eso un coro de gritos que sonaban como el estruendo de una batalla.

Y lo era. Quinientas personas poniéndose en pie, pisándose, empujándose, siendo empujadas sin defensa mientras el gran avión cohete, con su ala izquierda convertida en un corto muñón, caía, describiendo círculos, hacia el Atlántico.

Sonaron los gritos de los oficiales y un altavoz atronó:

—Manténganse en calma. Ha habido una colisión. Hemos chocado con una nave de superficie. No hay ningún peligro. No hay ningún peligro.

Me esforcé en levantarme entre los restos de los destrozados asientos. Joanna había desaparecido. Cuando al fin di con ella, acurrucada en un rincón, el cohete chocó con el agua con un crujido que volvió a ponerlo todo en danza. El altavoz atronaba:

—Colóquense los cinturones salvavidas. Los salvavidas están bajo los asientos.

Tiré de un salvavidas y lo coloqué alrededor de Joanna, luego me puse yo otro. La muchedumbre avanzaba ahora hacia adelante y la cola del avión empezaba a hundirse. Había agua detrás de nosotros, chasqueando en la obscuridad a medida que las luces se apagaban. Un oficial se deslizó junto a nosotros, se detuvo y colocó un salvavidas alrededor de una mujer sin conocimiento.

— ¿Están todos bien? —gritó y siguió adelante sin esperar que le respondiesen.

El altavoz debía de haberse interrumpido por un cortocircuito en la batería. Pero repentinamente ordenó:

—Y aléjense todo lo que les sea posible. Salten por la escotilla de proa y procuren alejarse. Hay un barco cerca. Los recogerá a todos. Salten desde…

De nuevo enmudeció.

Saqué a Joanna de entre los restos. Estaba pálida; tenía cerrados sus ojos de plata. Empecé a arrastrarla lenta y penosamente hacia la escotilla de proa y el balanceo del suelo fue aumentando hasta parecer el de un trampolín de saltos. El oficial pasó otra vez.

— ¿Podrá usted llevarla? —preguntó, y de nuevo se alejó corriendo.

Yo ya estaba llegando. La multitud apiñada junto a la escotilla parecía más pequeña. ¿O es simplemente que estaban más apretados? Luego, de pronto, un gemido de miedo y desesperación se alzó y hubo un estruendo de agua. Las paredes del mirador habían cedido. Vi el gran asalto de las olas y un diluvio rugiente se precipitó sobre nosotros. Otra vez llegué tarde.

Eso fue todo. Impresionado y consternado, alcé los ojos del subjuntivisor para mirar a van
Manderpootz, que estaba garrapateando algo en el filo de la mesa.

— ¿Qué tal? —preguntó él. Me estremecí.

— ¡Horrible! —murmuré—. Nosotros… conjeturo que no habríamos estado entre los supervivientes.

—Nosotros, ¿eh? ¿Nosotros?

Le chispeaban los ojos. No le expliqué nada. Le di las gracias, le deseé buenas noches y me fui dolorosamente a casa.

***

Incluso mi padre notó algo raro en mí. El día que llegué a la oficina con sólo cinco minutos de retraso me llamó para hacerme con ansiedad algunas preguntas respecto a mi salud. Naturalmente no pude decirle nada. ¿Cómo iba a explicarle que había llegado tarde una vez más y que me había enamorado de una muchacha que hacía dos semanas que estaba muerta? Aquel pensamiento me volvía loco. ¡Joanna! Joanna con sus plateados ojos yacía ahora en el fondo del Atlántico. Yo andaba de un lado a otro medio aturdido, casi sin hablar. Una noche llegó a faltarme la energía para volver a casa y me quedé sentado fumando en el sillón supertapizado de mi padre en su despacho particular hasta que terminé por dormirme. A la mañana siguiente, cuando el viejo N. J. entró y me encontró allí ante él, se puso blanco como el papel, se tambaleó y jadeó: «¡Dios mío!».

Fueron necesarias muchas explicaciones para convencerlo de que no se trataba que yo hubiera llegado temprano a la oficina, sino que no me había movido de allí.

Por último comprendí que no me era posible seguir soportando aquello. Pensé finalmente en el subjuntivisor. Podía ver, sí, podría ver qué habría ocurrido si el avión no hubiese naufragado. Podría seguir el rastro de aquella fantástica e irreal historia de amor oculta en algún sitio entre los mundos hipotéticos. Podría quizás extraer un gozo sombrío y precario de las cosas que podrían haber sido. ¡Podría ver a Joanna una vez más!

A últimas horas de la tarde llegué a la residencia de van Manderpootz. Él no estaba allí; lo encontré por fin en el vestíbulo de la Facultad de Física.

— ¡Dick! —exclamó—. ¿Estás enfermo?

— ¿Enfermo? No, no físicamente, profesor. Tengo que usar de nuevo su subjuntivisor. No me queda más remedio.

— ¿Cómo? ¡Ah, ese juguete! Llegas demasiado tarde, Dick. Ya lo he desmantelado. He encontrado una utilización mejor para ese espacio.

Lancé un lastimero gemido y sentí tentaciones de condenar la autobiografía del gran van
Manderpootz. Un destello de compasión apareció en sus ojos. Me agarró de un brazo y me llevó al despachito adjunto a su laboratorio.

—Cuéntame —ordenó.

Lo hice. Creo que le hice ver con bastante claridad la tragedia, porque sus hirsutas cejas se unieron en un ceño de lástima.

—Ni siquiera van Manderpootz puede resucitar a los muertos —murmuró—. Lo siento, Dick.
Procura no pensar en eso. Incluso si mi subjuntivisor estuviera disponible, no te permitiría utilizarlo. Eso no sería más que remover el cuchillo en la herida. —Hizo una pausa—. Busca otra cosa en la que ocupar tu mente. Haz como hace van Manderpootz. Encuentra el olvido en el trabajo.

—Sí —respondí sombríamente—. Pero, ¿quién querrá leer mi autobiografía? Eso sólo es bueno para usted.

— ¿Autobiografía? ¡Ah, ya recuerdo! No, he abandonado el proyecto. La historia misma se encargará de recoger la vida y las obras de van Manderpootz. Ahora estoy metido en un proyecto mucho más grandioso.

— ¿De veras? —pregunté con el más lúgubre y profundo desinterés.

—Sí. Ha estado aquí Gogli, el escultor. Va a hacerme un busto. ¿Qué mejor legado puedo dejar al mundo que un busto de van Manderpootz, esculpido en vida? Quizá deba regalárselo a la ciudad, quizás a la universidad, Se lo daría a la Royal Society si se hubiesen mostrado un poco más receptivos, si se hubiesen… sí… ¡si…! El último «si» lo pronunció en un grito.

— ¿Qué pasa? —pregunté.

— ¡Si…! —exclamó van Manderpootz—. Lo que tú viste en el subjuntivisor fue lo que habría ocurrido si hubieses tomado el avión.

—Ya lo sé.

—Pero realmente podría haber ocurrido algo completamente distinto. ¿No lo comprendes?
Ella… ella… ¿dónde están esos periódicos viejos?

Revolvía una pila de ellos, Finalmente blandió uno.

— ¡Aquí! ¡Aquí está la lista de supervivientes!

Como letras de fuego, el nombre de Joanna Caldwell saltó a mis ojos. Había incluso una gacetilla referente al asunto:

«Por lo menos una veintena de supervivientes deben la vida a la bravura del piloto de veintiocho años Orris Hope que estuvo patrullando en los pasillos durante el pánico, colocando salvavidas a los heridos y llevando a muchos hasta la escotilla. Permaneció hasta el final en el avión que se hundía hasta que por último pudo abrirse camino hasta la superficie a través de las rotas paredes del mirador. Entre los que deben su vida al joven oficial se encuentran: Patríck Owensby, Nueva York; señora Campbell Warren, Boston; señorita Joanna Caldwell, Nueva York…».

Supongo que mi rugido de alegría se oyó en el edificio de la administración, a varias manzanas de distancia. No me importaba; si van Manderpootz no hubiese estado defendido por tremendas patillas, lo habría besado. Quizá lo hice; no puedo estar seguro de mis acciones durante aquellos caóticos minutos en el diminuto despacho del profesor.

Por último me calmé.

— ¡Podré verla! —gritaba, resplandeciente—. Tiene que haber desembarcado con los demás supervivientes y todos estaban en el mercante británico «Osgood» que atracó hace días. Debe de estar en Nueva York, y si se ha ido a París, lo averiguaré y la seguiré.

Bueno, es un extraño desenlace. Estaba en Nueva York, pero comprendan ustedes, Dixon Wells había conocido a Joanna Caldwell por medio del subjuntivisor, pero Joanna nunca había conocido a Dixon Wells. Y se había casado con Orris Hope, el joven piloto que la rescató. Una vez más llegué tarde.