Relato Corto, Robert A. Heinlein

Todos vosotros zombies – Robert A. Heinlein

22.17 Tiempo Zona V (TO) 7 Nov. 1970 Nueva York — «Pops Place»: Estaba limpiando una copa de coñac cuando entró la Madre Soltera. Miré la hora: las diez y diecisiete minutos de la noche, tiempo de la zona cinco o tiempo oriental, 7 de noviembre de 1970. Los agentes temporales siempre se fijan en la hora y la fecha. Es nuestra obligación.
La Madre Soltera era un hombre de veinticinco años, no más alto que yo, rasgos infantiles y un carácter susceptible. No me gustaba su aspecto —ni me había gustado nunca—, pero yo estaba aquí para reclutarlo, era mi muchacho. Le obsequié con mi mejor sonrisa de tabernero.
Tal vez soy demasiado crítico. No era un homosexual. Su mote procedía de lo que él siempre contestaba cuando algún entrometido se interesaba por su vida: «Soy una madre soltera.» Y si no se sentía demasiado violento, añadía: «A cuatro centavos la palabra. Escribo historias sentimentales.»
Cuando se encontraba molesto, esperaba a que alguien interviniera. Tenía un estilo de lucha mortal, como una mujer policía. Esa era una de las razones por la que yo lo buscaba, aunque no la única.
Se le veía bastante bebido y su rostro demostraba que despreciaba a la gente más de lo acostumbrado. Serví en silencio un doble de Old Underwear y dejé la botella al lado. El vació el vaso y pidió más.
—¿Qué tal le van las cosas a la «Madre Soltera»? —pregunté mientras limpiaba la barra.
Sus dedos se aferraron al vaso y pensé que estaba a punto de echármelo a la cara. Automáticamente puse una mano sobre la cachiporra que tenía bajo el mostrador. En manipulación temporal se intenta tenerlo todo en cuenta; pero hay tantos factores que nunca se corren riesgos innecesarios.
Vi que se tranquilizaba un poco, ese poco que en la escuela de entrenamiento del departamento te enseñan a vigilar.
—Perdone —dije—. Sólo le pregunto cómo va el trabajo. O qué tiempo hace, para el caso da lo mismo.
—El trabajo va bien —respondió agriamente—. Yo escribo, ellos imprimen, yo como.
Me serví un poco de licor y me incliné hacia él.
—Reconozco que escribe cosas interesantes —dije—. He hojeado algunas. Tiene un toque sorprendente para el ángulo femenino.
Tenía que arriesgarme a ese paso en falso (él nunca había revelado los seudónimos que usaba). Pero estaba muy excitado y sólo se fijó en las últimas palabras.
—¡El ángulo femenino! —repitió, y soltó una risotada—. Sí, conozco el ángulo femenino. A la fuerza.
—¿Ah, sí? ¿Tiene hermanas?
—No. Si se lo contara, no me creería.
—Bueno, bueno —respondí con suavidad—o Los camareros y los psiquiatras saben que nada es más extraño que la verdad. Mire, hijo, si supiera usted las historias que yo oigo… Bueno, se haría millonario. Increíble.
—¡Usted no sabe qué quiere decir «increíble»!
—¿Ah, no? Nada me sorprende. Siempre he oído cosas peores.
—¿Se apuesta el resto de la botella? —Volvió a reírse.
—Me juego una botella nueva —ofrecí, y la puse sobre la barra.
Hice señas a mi otro camarero para que se ocupara de la clientela. Estábamos en el extremo más alejado de la barra. Era un lugar con un solo taburete y el trozo de barra que había al lado siempre estaba lleno de huevos escabechados y otras tapas para que nadie pudiera sentarse allí. En el otro extremo del mostrador había algunas personas viendo el boxeo por TV y otro cliente ponía discos en la máquina. Estábamos, pues, en un sitio tan íntimo como una cama.
—De acuerdo —empezó—. En primer lugar, soy un bastardo.
—Aquí no hacemos descuento por eso.
—Hablo en serio. Mis padres no estaban casados.
—Nada del otro mundo. Tampoco los míos. —Cuando… —Se interrumpió y me dedicó
la primera mirada afectuosa desde que le conocía—. ¿No bromea?
—No. Soy un bastardo al cien por cien. Y para serle franco, nadie se casa en mi familia. Todos son bastardos. —Le enseñé mi anillo—. Parece de boda, pero lo llevo para que las mujeres no se acerquen. Es una antigüedad que compré en 1985 a un colega. El lo había ido a buscar a la Creta precristiana. El gusano Ouroboros… La serpiente del mundo que se devora la cola eternamente. Es un símbolo de la Gran Paradoja.
Apenas miró el anillo.
—Si de verdad es usted un bastardo —dijo—, ya sabrá lo que se siente. Cuando yo era niña…
—¡Ep! ¿He oído bien?
—¿Quién está contando esta historia? Mire, ¿ha oído hablar de Christine Jorgensen? ¿O de Roberta Cowell?
—¡Oh, oh! ¿Cambios de sexo? ¿Pretende decirme que…?
—No interrumpa ni se me adelante, o no hablaré más. Me abandonaron en un orfanato de Cleveland en 1945, cuando tenía un mes de vida. Cuando era pequeña, envidiaba a los niños que tenían padres. Luego, cuando empecé a conocer el sexo… y créame, Pop, en un orfanato se aprende muy deprisa…
—Lo sé.
—…juré solemnemente que ningún hijo mío tendría papá y mamá. Eso me mantuvo «pura», toda una proeza estando allí… Tuve que aprender a pelear para seguir así. Luego crecí y comprendí que tenía muy pocas posibilidades de casarme. Por la misma razón que nadie quiso adoptarme. —Frunció la frente—. Tenía cara de caballo y dientes salientes, era lisa de pecho y de cabellos…
—No creo que tenga más cara de caballo que yo.
—¿A quién le importa el aspecto de un camarero? ¿O de un escritor? A la gente que desea adoptar los mejores pequeños bobos de ojos azules y pelo rubio. Y después, los chicos quieren pechos prominentes, una cara encantadora y un porte que despierte admiración. —Se encogió de hombros—. Yo no podía competir. Por eso decidí unirme a la R.A.M.E.R.A,
—¿Qué?
—Significa Red Auxiliar de Mujeres Enfermeras de la Reserva Asistencial, lo que ahora denominan Ángeles del Espacio: Auxiliares de Navegación, Grupo Extraterrestre de Legiones.
Conocía ambos términos. Antes me los sabía de memoria. Todavía usamos un tercer nombre, el de un cuerpo militar de élite también formado por mujeres: Grupo de Urgencia Auxiliar para Reconfortar y Reanimar a los Astronautas. El cambio de vocabulario es la mayor dificultad de los saltos en el tiempo. ¿Sabían que el término «estación de servicio» se refería en tiempos a un lugar donde vendían gasolina en
pequeñas cantidades? Una vez, cuando cumplía una misión en la Era de Churchill, una mujer me dijo: «Nos veremos en la próxima estación de servicio»… que no es lo que parece, porque (entonces) una «estación de servicio» no habría tenido camas.
La Madre Soltera siguió hablando;
—Fue cuando admitieron por primera vez que no se podía enviar hombres al espacio por períodos de meses y años enteros y no aliviar la tensión que se producía. ¿Recuerda cuánto chillaron los puritanos? Aquello mejoró mis posibilidades, puesto que las voluntarias escaseaban. Las candidatas debían ser respetables, preferiblemente vírgenes (les gustaba entrenarlas desde el principio), estar mentalmente por encima del término medio y ser emocionalmente estables. Pero la mayoría de voluntarias fueron viejas rameras o mujeres neuróticas que no iban a durar ni diez días en cuanto salieran de la Tierra. Así que no tuve que preocuparme por mi aspecto. Si me aceptaban, me arreglarían la dentadura y el pelo, me enseñarían a caminar, a bailar, a escuchar a un hombre poniendo cara de agrado… y me entrenarían, claro, en los deberes fundamentales. Incluso me harían una operación de cirugía plástica si era preciso… Nada es demasiado bueno para nuestros chicos.
»Mejor todavía: se aseguraban de que no quedaras embarazada durante el tiempo de servicio, y al finalizar el mismo tenías una seguridad casi total de casarte. Es lo mismo que pasa ahora, los A.N.G.E.L.E.S. se casan con astronautas, conocen bien su oficio.
«Cuando tenía dieciocho años me mandaron a una casa como «asistenta familiar». Aquella familia quería simplemente una criada barata. Pero a mí no me importó, ya que no podía alistarme hasta cumplir los veintiún años. Hice trabajos domésticos y asistí a la escuela nocturna… fingiendo que deseaba mejorar mi taquigrafía y mecanografía, aunque en realidad mi única preocupación era mejorar mi atractivo y tener más posibilidades de que me aceptaran en la R.A.M.E.R.A.
«Luego conocí a aquel tipo de la capital y sus billetes de cien dólares. —Su mirada volvió a ser ceñuda—. Sí, aquel inútil tenía un montón de billetes de cien. Me los enseñó una noche, me dijo que eran para ayudarme.
»Pero no los acepté. Me gustaba aquel hombre. El primero que se mostraba agradable sin intentar hacer travesuras conmigo. Dejé de ir a la escuela nocturna para verle más a menudo. Fue la época más feliz de mi vida.
»Pero una noche fuimos al parque, y empezaron las travesuras.
—¿Y qué ocurrió? —pregunté al ver que callaba.
—¡No ocurrió nada! Nunca volví a verle. Me acompañó a casa, me dijo que me amaba… me dio un beso de buenas noches y jamás volvió. ¡Si volviera a encontrarle, le mataría!
—Comprendo tus sentimientos. Pero matarle… sólo por hacer algo que se basa en un instinto natural… Humm… ¿Se resistió usted?
—¿Eh? ¿Qué tiene que ver eso con lo sucedido?
—Bastante. Quizá él se merezca tener los dos brazos rotos por abandonarle, pero…
—¡Se merece mucho más todavía! Espere a que le cuente el resto de la historia. Me las arreglé para que nadie supiera lo que había sucedido y llegué a la conclusión de que todo había sido para bien. En realidad, no le amaba y posiblemente nunca amaría a nadie. Además, estaba ansiosa por entrar en la R.A.M.E.R.A., más ansiosa que nunca. Yo no estaba descalificada, puesto que ya no insistían en que las candidatas fueran vírgenes. Me sentía muy animada.
»No me di cuenta hasta que mis faldas empezaron a quedarse pequeñas.
—¿Estaba embarazada?
—¡Vaya jugarreta me había hecho! Los tacaños con los que yo vivía pasaron por alto mi estado hasta que dejé de serles útil. Después me echaron a patadas y ya no podía
volver al orfanato. Acabé en un hospital de caridad, rodeada de grandes barrigas como la mía, y me ocupé de los orinales hasta que me llegó la hora.
»Una noche me encontré en la mesa de operaciones, con una enfermera que me decía: «Relájese. Respire profundamente.»
«Cuando desperté estaba en una cama y me sentí entumecida del pecho para abajo. Entonces entró mi médico. «¿Qué tal se encuentra?», me preguntó con aire jovial.
»»Como una momia», respondí.
«»Naturalmente. Le hemos vendado como si fuera una momia y le hemos administrado muchos calmantes para mantenerla entumecida. Se pondrá bien… pero una cesárea no es igual que una cutícula inflamada.»
»»¿Una cesárea?», dije yo. «Doctor… ¿He perdido el niño?»
»»¡Oh, no! La criatura está muy bien.»
»»¿Es chico o chica?»
»»Es una niña muy saludable. Pesa tres kilos.»
»Me tranquilicé. Haber tenido una hija es… es importante. En aquel momento pensé irme a alguna parte, convertirme en una «señora» y dejar que la niña pensara que su papá había muerto. ¡No quería ningún orfanato para mi hija!
»Pero el médico seguía hablando. «Dígame, señora… eh…» Había olvidado mi apellido… o lo sabía y no quiso meter la pata. «¿Sabía que su estructura glandular es… muy extraña?»
»»¿Cómo dice? Claro que no lo sabía. ¿Qué pretende decirme?»
»El cirujano no sabía cómo explicarse. «Voy a darle esto y luego le pondré una inyección para que duerma y calme sus nervios. Porque es evidente que va a ponerse nerviosa.»
»»¿Por qué?», pregunté.
»»¿Ha oído hablar de ese médico escocés que fue mujer hasta cumplir los treinta y cinco años? Luego fue sometido a una operación quirúrgica y se convirtió, legal y médicamente, en un hombre. Y se casó. No hubo problemas.»
»»¿Y qué tiene que ver eso conmigo?»
»»Es lo que pretendo explicarle. Usted es un hombre”
»Traté de incorporarme en la cama. «¿Qué ha dicho?»
»»Tómeselo con calma. Cuando efectué la cesárea me encontré con una confusión de órganos. Mandé llamar al cirujano en jefe mientras sacaba a la niña, y sostuvimos un cambio de impresiones. Usted seguía en la mesa de operaciones, claro está. Hemos estado trabajando varias horas, esforzándonos al máximo con usted. Encontramos dos estructuras orgánicas, ambas inmaduras, pero con la femenina lo bastante desarrollada para que usted pudiera tener un hijo. Era algo que no volvería a serle de utilidad, así que la extirpamos y lo dejamos todo de forma que usted, pueda desarrollarse adecuadamente como hombre.» Me puso la mano en el hombro. «No se preocupe. Usted es joven, sus huesos se adaptarán, vigilaremos su equilibrio glandular… y haremos de usted un hombre joven.»
»Me puse a llorar. «¿Y qué me dice de mi hija?»
»»Bueno, no podrá criarla. Usted no tiene leche suficiente para una recién nacida. Si estuviera en su caso, yo… miraría de que la adoptaran.»
»»¡No!»
»El médico se encogió de hombros. «La decisión le corresponde a usted, como madre que es de la niña… o como padre. Pero ahora no se preocupe. Lo principal es que usted se restablezca.»
»El día siguiente me enseñaron a la niña y la vi a diario… intentando acostumbrarme a ella. Nunca había visto a un recién nacido y no podía imaginarme lo horribles que son. Mi hija me parecía un mono de color anaranjado. Pero estaba resuelta a hacer
todo lo necesario por ella. Pasaron cuatro semanas y mis buenas intenciones perdieron todo su significado,
—¿Cómo dice?
—La raptaron.
—¿La raptaron?
La Madre Soltera estuvo a punto de aplastar la botella que nos habíamos apostado.
—La secuestraron… ¡Se la llevaron del hospital! —Hablaba casi sin poder respirar—. ¿Qué le parece? Arrebatarle a un hombre la última razón que le impulsa a vivir…
—Desesperante. Permita que le sirva otro vaso. ¿No hubo pistas de los secuestradores?
—La policía no sacó nada en claro. Alguien se presentó para verla, haciéndose pasar por un tío de la niña. Y se la llevó mientras la enfermera estaba de espaldas.
—¿Una descripción?
—Un hombre de rostro similar al suyo o al mío. Nada más. Pienso que se trataba del padre de la niña. La enfermera juró que era un hombre de edad, aunque probablemente iba maquillado. ¿Qué otra persona podría robarme a mi hija? Hay mujeres sin hijos que hacen cosas así… pero nadie conoce un solo caso en que el secuestrador haya sido un hombre.
—¿Y qué fue de usted después del rapto?
—Estuve otros once meses en aquel lugar siniestro y sufrí tres operaciones. Al cabo de cuatro meses me empezó a crecer la barba, y me afeitaba con regularidad antes de salir del hospital. Ya no tenía duda alguna de. que era un hombre. —Sonrió irónicamente—. Incluso me atraían los escotes de las enfermeras.
—Bien, creo que usted superó el trance —opiné—. Aquí está, un hombre normal que se gana bien la vida y sin problemas graves. Además, la vida de una mujer no tiene nada de fácil.
—¡Usted sabe mucho!
—¿Ah, sí?
—¿Ha oído alguna vez la expresión «una mujer destrozada»?
—Bueno… Sí, hace varios años. No significa demasiado en la actualidad.
—Yo estaba tan destrozado como pudiera estarlo una mujer. Aquello fue una bomba que me destrozó por completo… Había dejado de ser una mujer… y no sabía cómo ser un hombre.
—Supongo que es difícil acostumbrarse.
—No tiene ni la más mínima idea. No estoy hablando de aprender a vestirse o de no confundir el lavabo de señoras con el de caballeros. Todos esos detalles los aprendí en el hospital. El problema era cómo vivir. ¿Qué trabajo podía conseguir? Diablos, ni siquiera sabía conducir. No tenía oficio alguno y no podía dedicarme a labores manuales. Tenía demasiadas cicatrices, una piel demasiado blanda.
»Odié a aquel hombre por haber destrozado mi vida, por haber impedido que me presentara a R.A.M.E.R.A. Pero ese odio no surgió hasta que traté de entrar en el Cuerpo Espacial. Una sola mirada a mi barriga bastaba para que me declararan inútil para el servicio militar. El oficial médico perdió algún tiempo conmigo, simplemente por curiosidad. Ya tenía noticias de mi caso.
»En estas circunstancias, cambié mi apellido y me trasladé a Nueva York. Conseguí trabajo como cocinero de segunda, y luego alquilé una máquina de escribir para mecanografiar manuscritos a domicilio… ¡Y qué éxito tuve! En cuatro meses mecanografié cuatro cartas y un manuscrito. Este último era para Historias de la Vida Real y fue un auténtico derroche de papel, pero el imbécil que lo escribió logró venderlo. Y eso me dio una idea.
Compré un montón de revistas sentimentales y las estudié. —Adoptó una expresión cínica—. Ahora ya sabe que ese auténtico ángulo de mujer de mis relatos procede de
la historia de una madre soltera… Es la única versión que no he vendido a los editores: la versión real. ¿Me he ganado la botella?
Le acerqué el licor. Me sentía trastornado, pero tenía un trabajo que hacer.
—Hijo —expuse—, ¿sigue deseando echarle el guante a ese tipo?
Sus ojos parecieron arder. Tenía una mirada salvaje.
—¡Un momento! —dije—. ¿Sería capaz de matarle?
—Haga la prueba —contestó. Y luego sonrió maliciosamente.
—Tómeselo con calma. Conozco este asunto más de lo que usted se piensa. Puedo ayudarle. Sé dónde está él.
—¿Dónde está? —exclamó abalanzándose hacia mí.
—Suélteme la camisa, hijo —dije sin levantar la voz—. O le dejaremos en el callejón y explicaremos a los polizontes que usted se desmayó. —Le enseñé la cachiporra.
—Perdone. —Me soltó—. Pero ¿dónde está ese hombre? ¿Y cómo es que sabe usted tantas cosas?
—Todo a su tiempo. Hay muchos archivos… Los del hospital, los del orfanato, los expedientes médicos… La directora de su orfanato era la señora Fetherage, ¿correcto? Después fue sustituida por la señora Gruenstein, ¿correcto? Cuando era una mujer, usted se llamaba «Jane», ¿correcto? Y de todo esto no me ha dicho una sola palabra, ¿correcto?
Se quedó sorprendido y un poco asustado.
—¿Qué significa todo esto? —preguntó—. ¿Trata de crearme problemas?
—No, de verdad que no. Sólo trato de ayudarle. Puedo poner en sus manos a ese tipo. Usted podrá hacer lo que mejor le parezca… y le garantizo que no habrá complicaciones de ningún tipo. Pero no creo que vaya usted a matarle. Sería una actitud propia de un loco… y usted no lo está. En absoluto.
—Basta de charla. ¿Dónde está?
Le serví un poco más de bebida. Estaba borracho, pero la cólera superaba la borrachera.
—No tan deprisa —dije—. Haré algo por usted… si usted hace algo por mí.
—¿Eh? ¿Qué quiere que haga?
—A usted no le gusta su trabajo. ¿Qué le parecería un buen sueldo, un empleo fijo, todos los gastos pagados, siendo usted su único jefe y pudiendo gozar de variedad y aventuras?
—Me parecería algo así como la gallina de los huevos de oro. No diga tonterías, Pop..» Ese empleo no existe.
—Muy bien, se lo diré de otra forma. Le entrego al tipo, ajusta cuentas con él y prueba el trabajo que le ofrezco. En el caso de que no reúna las características que he enumerado… bueno, no podré retenerle.
Se tambaleaba. El último trago era el culpable.
—¿Cuándo me traerá a ese hombre? —preguntó con la típica voz del que ha bebido demasiado.
—Si acepta el trato… ¡ahora mismo!
—Acepto el trato. —Y alargó su mano derecha.
Ordené a mi ayudante que vigilara la barra, miré la hora —23.00— y me dirigí hacia la puerta del almacén. En ese mismo instante empezó a sonar «¡Soy mi propio abuelo!» en el tocadiscos automático. El encargado de la máquina tenía órdenes para colocar exclusivamente en ella discos clásicos y del folklore americano, puesto que yo no trago la «música» de 1970. Pero no sabía que aquel disco estaba allí.
—¡Apaga eso! —grité—. Devuelve el dinero al cliente. Voy al almacén. Volveré enseguida.
Y entré en el almacén seguido de la Madre Soltera. Al final del pasillo, frente a los retretes, había una puerta metálica que sólo mi socio y yo podíamos abrir. Y en el
interior había otra puerta que daba a una habitación. La única llave disponible estaba en mi poder. Entramos los dos. Mi acompañante miró con ojos nublados por el alcohol aquellas paredes sin ventanas.
—¿Dónde está ese hombre? —inquirió.
—No se impaciente.
Abrí una maleta, el único objeto que había en la habitación. Era una unidad portátil de transformación de coordenadas, serie 1992, modelo II. Una maravilla: carente de partes móviles, veintitrés kilos de peso a plena carga y construido de modo que pudiera hacerse pasar por una maleta. Yo la había ajustado precisamente aquel mismo día. Todo lo que debía hacer era desplegar la red metálica que limita el campo de transformación. Y así lo hice.
—¿Qué es eso? —preguntó.
—Una máquina del tiempo —contesté y extendí la red a nuestro alrededor.
—¡Hey! —exclamó, y retrocedió.
Existe una técnica para efectuar esta operación. La red debe desplegarse de modo que el sujeto retroceda instintivamente hacia la trama metálica. Y entonces se cierra la red, que envolverá a las dos personas por entero. De otra forma, existiría el riesgo de abandonar en el lugar de origen las suelas de los zapatos o un trozo del pie, o de arrancar parte del suelo. Pero ése es todo el cuidado que hay que tener. Algunos agentes se valen de engaños para que el sujeto entre en la red. Yo me limito a decir la verdad y aprovecho el instante de asombro que sigue para accionar el interruptor. Y así lo hice en aquella ocasión.
10.30 — VI —3 abril 1963 — Cleveland — Ohio Edificio Apex:
—¡Hey! —repitió—. ¡Quite esta maldita cosa!
—Lo siento —dije, e hice lo que pedía. La red desapareció y cerré la maleta—. Dijo que deseaba encontrar a ese hombre.
—Pero… ¡Usted me dijo que eso era una máquina del tiempo!
—¿Le parece que estemos en noviembre? —pregunté al tiempo que señalaba una ventana—. ¿O que esto sea Nueva York?
Mientras él se quedaba boquiabierto contemplando la vegetación floreciente y la esplendorosa primavera, volví a abrir la maleta. Saqué un fajo de billetes de cien dólares y comprobé que los números y las firmas fueran compatibles con 1963. Al Departamento Temporal no le importa lo que gastes (ese dinero no cuesta nada) pero no gusta de anacronismos innecesarios. Si cometes demasiados errores, una corte marcial te exiliará por un año en un período poco agradable —1974, por ejemplo —con su racionamiento estricto y trabajos forzados. Nunca cometo ese tipo de errores. El dinero estaba perfectamente.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó mi acompañante.
—El está aquí. Salga y búsquele. Aquí tiene dinero para gastos. —Le di los billetes y añadí—: Ajústele las cuentas. Luego le recogeré.
Los billetes de cien dólares ejercen un efecto hipnótico en una persona que no está acostumbrada a ellos. Los contó con una expresión de incredulidad en el rostro mientras le acompañé al pasillo. Volví a entrar a la habitación y cerré la puerta con llave. El siguiente salto fue muy fácil, un simple cambio en la misma era.
11.00 — VI — 10 marzo 1964 — Cleveland — Edificio Apex: Había una nota debajo de la puerta diciendo que mi alquiler expiraba la semana próxima. Por lo demás, la habitación tenía el mismo aspecto que un instante antes. En el exterior, los árboles habían perdido sus hojas y amenazaba con nevar. Debía apresurarme. Cogí dinero de la época, chaqueta, sombrero y abrigo (todo lo había dejado allí en el momento de alquilar la habitación). Después alquilé un coche y fui al hospital. Estuve veinte minutos
aburriendo a la enfermera, hasta que pude llevarme a la niña sin que me viera. Volvimos al edificio Apex. El siguiente salto en el tiempo resultó más complicado, ya que el edificio todavía no existía en 1945. Pero ya había tenido en cuenta este detalle.
00.10 — VI — 20 sept. 1945 — Cleveland — Motel Skyview: La unidad de transformación, la niña y yo llegamos a un motel situado en las afueras de la ciudad. Antes me había registrado como «Gregory Johnson, Warren, Ohio». Cortinas, ventanas y puertas estaban cerradas y todo el mobiliario apartado a un lado, de modo que el aparato dispusiera de un cierto margen de error. Siempre corres el riesgo de darte un buen coscorrón con una silla que no debía estar donde está. Y no por la silla, claro, sino por el retroceso del campo de fuerza.
No hubo ningún problema. Jane dormía profundamente. La saqué del motel, la metí en una caja de cartón y puse ésta en el asiento de un coche que había alquilado antes. Después conduje el vehículo hasta el orfanato, dejé a la niña en las escaleras de entrada y me fui hasta una «estación de servicio» situada a dos manzanas de distancia. (Recuerden que «estación de servicio» era entonces el lugar donde vendían gasolina.) Desde allí telefoneé al orfanato y regresé a tiempo para ver cómo recogían a Jane. A continuación volví al motel y abandoné el coche en sus cercanías. Recorrí a pie el trecho que faltaba hasta el edificio y salté en el tiempo hacia 1963.
11.00 — VI —24 abril 1963 — Cleveland — Edificio Apex: Este último cambio de año resultó perfecto. La exactitud de estos saltos depende del tramo —tiempo— que recorres, excepto cuando regresas a cero. Si me había equivocado, Jane estaría descubriendo en este momento preciso, en el parque y en una fragante noche primaveral, que ella no era tan «buena» chica como pensaba. Cogí un taxi para ir a casa de los tacaños y me quedé vigilando en una esquina, acechando en las sombras.
Al cabo de un rato les vi caminando por la calle, muy apretados el uno al otro. Llegaron al porche. El la cogió por la cintura y se despidió con un largo beso, más largo de lo que yo había imaginado. Luego ella entró en la casa y él se alejó. Me deslicé tras él y le cogí por el hombro.
—Todo ha terminado, hijo —dije—. He vuelto para recogerle.
—¡Usted! —La sorpresa le dejó sin respiración.
—Yo. Ahora ya sabe quién es él… Si medita un poco, también sabrá quién es usted… Y si piensa lo bastante, podrá imaginarse quién es la niña… y quién soy yo.
Estaba temblando sin poder contenerse y no pronunció una sola palabra. Resulta terrible comprobar que no puedes resistirte a que tú mismo te seduzcas. Le llevé hasta el edificio Apex y efectuamos un nuevo salto en el tiempo.
23.00 — VII — 12 ag. 1985 — Base subterránea de las Montañas Rocosas: Desperté al sargento de guardia, le mostré mi identificación y le ordené que acostara a mi compañero (dándole antes una píldora adecuada) y que tomara sus datos por la mañana. El sargento puso mala cara, pero los galones siempre son los galones, no importa la época. Hizo lo que le había ordenado… pensando, sin duda, que la próxima vez que nos encontráramos él sería coronel y yo sargento. Y es algo que puede suceder perfectamente en nuestro cuerpo.
—¿Cómo se llama? —me preguntó.
Apunté el nombre del nuevo recluta y el sargento enarcó las cejas al leerlo.
—¿Así se llama? Vaya, vaya…
—Cumpla con su deber, sargento. —Luego me volví hacia mi compañero—. Hijo, tus problemas han terminado. Estás a punto de empezar el mejor trabajo que un hombre pueda desear… Y lo harás bien. Lo sé.
—¡Claro que lo harás! —convino el sargento—. Mírame… Nacido en 1917… Aún eres joven y aún gozas de la vida.
Me fui a la sala de saltos y dispuse todo en el cero preseleccionado.
23.01 — V — 7 nov. 1970 — Nueva York — «Pops Place»: Salí del almacén con una botella de Drambuie para justificar el minuto que había estado ausente. Mi ayudante estaba discutiendo con el cliente que había puesto el disco «¡Soy mi propio abuelo!».
—Bueno, ya está bien —dije—. Déjale que lo ponga y luego desenchufas la máquina.
Me encontraba muy fatigado. Es un trabajo duro, pero alguien tiene que hacerlo. Además, en los últimos años, desde el Error de 1972, el reclutamiento es muy difícil. ¿Puede pensarse en algo mejor que coger gente confusa y ofrecerles un trabajo bien remunerado e interesante (aunque sea peligroso) para una causa necesaria? Todo el mundo sabe ahora por qué fracasó la Guerra del Fracaso de 1963. La bomba destinada a Nueva York no hizo explosión y un centenar de detalles no salieron como se había planeado… Todo por culpa de mis semejantes.
Pero ése no es el caso del Error de 1972. Nosotros no tuvimos la culpa… y ya no puede repararse. No hay paradoja que resolver. Una cosa es, o no es, ahora y por los siglos de los siglos, amén. Pero no habrá otro igual. Una orden fechada «1992» tiene prioridad sobre cualquier otro año.
Cerré el bar cinco minutos antes y dejé una carta en la caja registradora, explicando a mi socio que aceptaba su oferta para comprar mi parte del negocio y que se pusiera en contacto con mi abogado, puesto que yo iba a emprender unas largas vacaciones. Yo no sabía si el departamento recibiría o no el dinero, pero les gusta que todas las cosas queden bien arregladas. Me dirigí a la habitación interior del almacén y salté a 1993.
22.00 — 12 ene. 1993 — Edificio anexo de la base subterránea de las Montañas Rocosas — Cuartel general del Departamento Temporal: Me presenté al oficial de guardia y me dirigí a mi habitación pensando en dormir durante toda una semana. Había cogido la botella de la apuesta (al fin y al cabo, la había ganado) y tomé un trago antes de redactar mi informe. El licor tenía un sabor horrible, y no pude entender por qué aquella marca, Old Underwear, me había gustado en otras ocasiones. Pero era mejor que nada. Pienso demasiado, no me gusta estar tan serio. Pero tampoco me gusta dedicarme a la bebida. Hay personas que ven serpientes. Yo veo personas.
Dicté mi informe: cuarenta reclutamientos, todos con el visto bueno del Departamento de Psicología, contando con el mío propio (ya sabía de antemano que lo aprobarían. Yo estaba aquí, ¿no?). Luego grabé una solicitud para que se me asignara una misión. Ya estaba harto de reclutar. Eché las dos cintas en la ranura y me fui a dormir.
Mis ojos se fijaron en el «Reglamento del Tiempo» que estaba sobre mi cama:
No dejes para ayer lo que debas hacer mañana. Si logras triunfar, no vuelvas a intentarlo. Una puntada en el tiempo ahorra nueve mil millones. Una paradoja puede ser modificada. Es más pronto de lo que piensas. Los antepasados son simples personas. Incluso Júpiter cabecea.
Ya no me inspiraban tanto como cuando era recluta. Treinta años subjetivos de saltos en el tiempo llegan a cansarte. Me desnudé y cuando me quedé en cueros me miré la barriga. Una cesárea deja una cicatriz enorme, pero ahora tengo mucho pelo en el vientre y no la advierto a menos que la busque.
Luego me fijé en el anillo.
La serpiente que devora su propia cola, por los siglos de los siglos… Yo sé de dónde procedo… Pero ¿de dónde provenís todos vosotros, zombies?
Empezó a dolerme la cabeza, pero nunca tomo medicamentos para la jaqueca. Es algo que no hago jamás. Lo hice una vez… y todos desaparecisteis.
De modo que me arrastré hasta la cama y apagué la luz de un soplo.
Vosotros no estáis ahí. Nadie existe, sólo yo —Jane—, aquí a solas en la oscuridad.
¡Os añoro espantosamente!

Relato Corto, Robert A. Heinlein

La Línea de la Vida, Robert A. Heinlein

El presidente golpeó fuertemente la mesa llamando al orden. Gradualmente, los silbidos y abucheos fueron cesando, mientras varios oficiales de orden espontáneos persuadían a algunos acalorados individuos de que se sentaran de nuevo. El orador en la tribuna al lado del presidente parecía no darse cuenta del tumulto. Su fofo y algo insolente rostro estaba impasible. El presidente se giró hacia él y le dirigió la palabra, con una voz en la cual no se disimulaban la ira y el disgusto.
—Doctor Pinero -recalcó ligeramente la palabra «doctor»-, debo disculparme por el inesperado alboroto producido por sus observaciones. Estoy sorprendido de que mis colegas hayan olvidado la dignidad propia de los hombres de ciencia hasta el punto de interrumpir a un orador, a pesar -hizo una pausa y apretó fuertemente la boca- a pesar de lo grande que haya sido la provocación. -Pinero se rió en su cara, una sonrisa que era en cierto modo un abierto insulto. El presidente controló con visible esfuerzo su indignación y prosiguió-: Estoy ansioso de que el programa finalice honestamente y en orden. Deseo que termine usted sus observaciones. Sin embargo, debo pedirle que intente no insultar nuestras inteligencias con ideas que cualquier hombre educado sabe que son erróneas. Por favor, limítese a hablarnos de su descubrimiento… si es que ha descubierto usted algo.
Pinero extendió sus gordezuelas y blancas manos, con las palmas hacia abajo.
—¿Cómo puedo poner una idea nueva en las cabezas de ustedes, si primero no quito de ahí sus falsos conceptos?
La audiencia se agitó y murmuró. Alguien gritó desde el fondo de la sala:
—¡Echen de ahí a ese charlatán! ¡Ya hemos oído bastante!
El presidente levantó su maza.
—¡Señores! ¡Por favor! – Y luego, dirigiéndose a Pinero -: ¿Debo recordarle que no es usted miembro de esta corporación, y que nosotros no le invitamos?
Pinero frunció las cejas.
—¿De veras? Creo recordar una invitación con el membrete de la Academia.
El presidente se mordió el labio inferior antes de responder.
—Cierto. Yo mismo escribí esa invitación. Pero fue a petición de uno de los miembros del directorio… un caballero muy educado y sociable, pero no un científico, no un miembro de la Academia.
Pinero exhibió su irritante sonrisa.
—¿De veras? Debería haberlo supuesto. ¿Acaso fue el viejo Bidwell, el de la Unión de Seguros de Vida? ¿Tal vez esperaba que sus adiestradas focas demostraran que soy un fraude? Porque si yo puedo decirle a un hombre la fecha de su muerte, nadie va a comprar sus preciosas pólizas de seguro de vida. ¿Pero cómo pueden demostrar que soy un fraude, si primero no me escuchan? ¿Aun suponiendo que tengan la suficiente inteligencia como para comprenderme? ¡Bah! Han enviado chacales para vencer a un león. – Les volvió deliberadamente la espalda. Los murmullos de la concurrencia crecieron y adquirieron un tono amenazador. El presidente gritó en vano pidiendo orden. Alguien de la primera fila se levantó.
—¡Señor presidente!
El presidente aprovechó la circunstancia y gritó:
—¡Señores! El doctor Van Rheinsmitt tiene la palabra. -La agitación cedió.
El doctor carraspeó, se apartó un mechón de su hermoso pelo blanco y se metió una mano en el bolsillo de sus elegantes pantalones hechos a la medida. Asumió los modales de su club femenino.
—Señor presidente, compañeros miembros de la Academia de Ciencias, seamos tolerantes. Incluso un asesino tiene derecho a hablar antes de que la justicia le exija su tributo. ¿Vamos a ser nosotros menos? ¿Aunque todos estemos intelectualmente seguros del veredicto? Me gustaría garantizarle al doctor Pinero las mismas consideraciones que habitualmente dispensamos en esta augusta corporación a cualquier colega no afiliado a ella, incluso en el caso -hizo una ligera inclinación en dirección a Pinero- de que no nos sea familiar la universidad donde obtuvo su graduación. Si lo que tiene que decirnos es falso, no va a perjudicarnos. Y si lo que tiene que decir es cierto, deberíamos conocerlo. –Su suave y cultivada voz fluía suavemente, tranquila y apaciguadora-. Si los modales del eminente doctor nos parecen algo rústicos a nuestros paladares, debemos tener en cuenta que el doctor tal vez proceda de un lugar, o de un estado social, no tan meticuloso en estos detalles. Nuestro buen amigo y benefactor nos ha pedido que escuchemos a esta persona y que sopesemos cuidadosamente los méritos de sus afirmaciones. Les pido que lo hagamos con dignidad y decoro.
Se sentó entre un estruendo de aplausos, consciente de que había reforzado su reputación de líder intelectual. Al día siguiente los periódicos mencionarían de nuevo el buen sentido y la persuasiva personalidad del «Presidente de Universidad Más Apuesto de América». ¿Quién sabe? Quizá el viejo Bidwell terminara concediendo aquella donación para la piscina.
Cuando cesaron los aplausos, el presidente se giró hacia el lugar donde estaba sentado el foco de la perturbación, con las manos cruzadas sobre su pequeña y oronda barriga y el rostro sereno.
—¿Desea continuar, doctor Pinero?
—¿Por qué debería hacerlo?
El presidente se alzó de hombros.
—Vino aquí para esto.
Pinero se levantó.
—Exacto. Exactísimo. Pero, ¿fui inteligente al venir? ¿Hay aquí alguien que tenga una mente abierta, que pueda enfrentarse cara a cara con un hecho desnudo sin enrojecer? Creo que no. Incluso ese apuesto caballero que acaba de pedirles que me escuchen ya me ha juzgado y condenado. Él busca el orden, no la verdad. Supongamos que la verdad desafía al orden; ¿la aceptará? ¿Lo harán ustedes? Creo que no. Pero por otro lado, si no hablo, ustedes obtendrán su victoria por omisión. El hombrecillo de la calle pensará que ustedes, hombrecillos, me han desenmascarado a mí, a Pinero, como a un embaucador, un farsante. Esto no va con mis planes. Así que hablaré.
«Repetiré mi descubrimiento. En lenguaje sencillo, he inventado una técnica para predecir cuan larga será la vida de un hombre. Puedo anunciarles por anticipado la llegada del Ángel de la Muerte. Puedo decirles cuándo el Camello Negro se arrodillará ante su puerta. En cinco minutos, con mi aparato, puedo decirles a cada uno de ustedes cuántos granos de arena quedan aún en su reloj. -Hizo una pausa y cruzó los brazos sobre su pecho. Por un momento nadie habló. La audiencia empezó a inquietarse. Finalmente, el presidente intervino.
—¿Ha terminado, doctor Pinero?
—¿Qué más puedo decir aquí?
—No nos ha dicho cómo funciona su descubrimiento.
Pinero alzó las cejas.
—Está sugiriendo usted que exponga aquí los frutos de mi trabajo para que los niños jueguen con ellos. Es un conocimiento muy peligroso, amigo mío. Lo reservo para el hombre que sepa entenderlo, es decir, yo mismo -se golpeó el pecho.
—¿Cómo podemos saber que hay realmente algo detrás de sus infundadas afirmaciones?
—Muy sencillo. Envíen a una comisión para observar mis demostraciones. Si funcionan, excelente. Ustedes las admiten y se lo comunican al mundo. Si no funcionan, yo quedo desacreditado y pido disculpas. También yo, Pinero, soy capaz de pedir disculpas.
Un hombre delgado y cargado de espaldas se levantó en el fondo de la sala. El presidente lo reconoció y le dio la palabra:
—Señor presidente, ¿cómo puede el eminente doctor proponer seriamente una tal prueba? ¿Acaso espera que aguardemos algo así como unos veinte o treinta años hasta que muera alguien y pruebe sus afirmaciones?
Pinero ignoró la presidencia y respondió directamente:
—¡Puf! ¡Qué estupidez! ¿Es usted tan ignorante de las estadísticas que no sabe que en un grupo lo suficientemente numeroso hay al menos alguien que va a morir en un futuro muy inmediato? Le hago una proposición; déjeme probar con cada uno de ustedes, los que están reunidos en esta sala, y nombraré al hombre que morirá antes de quince días, sí, y el día y la hora de su muerte. -Miró desafiante a toda la sala-. ¿Aceptan?
Otra persona se puso en pie, un hombre corpulento que hablaba midiendo las sílabas.
—Yo, por mi parte, no puedo apoyar tal experimento. Como médico, he observado con dolor los claros indicios de profundos desarreglos cardíacos en algunos de nuestros colegas más ancianos. Si el doctor Pinero conoce esos síntomas, como es probable, y selecciona como víctima a uno de ellos, el hombre seleccionado tendrá muchas posibilidades de fallecer en el plazo previsto, tanto si el maravilloso aparato de nuestro distinguido orador funciona como si no.
Otro asistente se puso inmediatamente de su lado.
—El doctor Shepard tiene razón. ¿Por qué tenemos que perder tiempo con trucos de vudú? Creo que esa persona que se llama a sí mismo doctor Pinero desea utilizar esta corporación para dar autoridad a sus afirmaciones. Si participamos en esta farsa, seguiremos su juego. Ignoro en qué consiste su fraude, pero puedo suponer que ha ideado alguna forma de utilizarnos como propaganda para sus planes. Señor presidente, ruego que procedamos de la forma acostumbrada.
La moción fue aceptada por aclamación, pero Pinero no se sentó. Entre gritos de «¡Orden! ¡Orden!», agitó su descuidada cabeza hacia ellos y dijo:
—¡Bárbaros! ¡Imbéciles! ¡Estúpidos bobalicones! Vosotros sois quienes habéis bloqueado el reconocimiento de todos los grandes descubrimientos desde el principio de los tiempos. Una gentuza ignorante como vosotros haría removerse a Galileo en su tumba. Ese estúpido gordo de ahí abajo que se está hurgando los dientes se llama a sí mismo médico. ¡Curandero sería un término más adecuado! Ese personajillo calvo que está ahí… ¡sí, usted! Se considera un filósofo, y cacarea acerca de la vida y del tiempo sin ton ni son. ¿Qué sabe usted de ambos? ¿Cómo podrá nunca aprender si se niega a examinar la verdad cuando le es presentada en bandeja? ¡Bah! -escupió al estrado-. Llaman a esto una Academia de Ciencias. Yo le llamo una convención de sepultureros, interesados tan sólo en embalsamar las ideas de sus valientes predecesores.
Hizo una pausa para tomar aliento, y fue agarrado por ambos lados por dos miembros de la presidencia y echado fuera del estrado. Varios periodistas se pusieron apresuradamente en pie de sus lugares en la mesa de la prensa y fueron a su encuentro. El presidente decretó un aplazamiento.
Los periodistas lo alcanzaron cuando salía por la puerta del escenario. Andaba con paso ligero y despreocupado, silbando una cancioncilla. No había en él el menor rastro de la beligerancia que había exhibido hacía un instante. Lo rodearon.
—¿Nos concede una entrevista, doc?
—¿Qué opina usted de la Educación Moderna?
—Los ha apabullado, doc. ¿Cuál es su opinión sobre la Vida después de la Muerte?
—Quítese el sombrero, doc, y mire al pajarito.
Pinero sonrió.
—Uno a uno, muchachos, y no tan aprisa. Yo también he sido periodista. ¿Qué tal si vienen a mi casa y hablamos de todo esto?
Unos pocos minutos más tarde estaban intentando hallar algún lugar libre para sentarse en el desordenado estudio-dormitorio de Pinero, mientras encendían sus cigarrillos. Pinero miró radiante a su alrededor.
—¿Qué prefieren, muchachos? ¿Escocés o bourbon?
Una vez resuelto el problema, volvió al asunto que interesaba.
—Bueno, muchachos, ¿qué es lo que quieren saber?
—Díganoslo con franqueza, doc. ¿Ha descubierto usted algo, o no?
—Muchacho, claro que he descubierto algo.
—Entonces, díganos cómo funciona. Con lo que les ha dicho a los sesudos de ahí no va a ir a ninguna parte.
—Por favor, mi querido amigo. Es mi invento. Espero sacarle algo de dinero. ¿Quiere usted que se lo revele todo a la primera persona que me lo pregunte?
—Mire, doctor, tiene que decirnos algo si espera que saquemos alguna cosa en los periódicos de mañana. ¿Qué es lo que utiliza usted? ¿Una bola de cristal?
—No, nada de eso. ¿Les gustaría ver mi aparato?
—Por supuesto. Al menos ya tendremos algo.
Los llevó hasta la habitación contigua, y extendió la mano.
—Aquí está, muchachos. -El conjunto del equipo que apareció ante sus ojos se parecía vagamente a los aparatos de rayos X que utilizan los médicos en sus consultorios. Más allá del hecho evidente de que funcionaba con electricidad, y que algunos de los diales estaban calibrados
en términos familiares, una primera inspección no dejaba entrever cuál era su uso.
—¿Bajo qué principio funciona, doc?
Pinero frunció los labios y se quedó pensativo.
—Imagino que todos ustedes estarán familiarizados con el axioma de que la vida es eléctrica por naturaleza. Bien, pues ese axioma no vale un pimiento, pero nos ayudará a proporcionarles una idea del principio. Ustedes han oído decir también que el tiempo es una cuarta dimensión. Quizá lo crean, quizá no. Es algo que se ha dicho tantas veces que ha dejado de tener significado. Es un simple cliché que emplean los charlatanes para impresionar a los tontos. Pero ahora deseo que intenten visualizarlo y sentirlo de una forma emocional.
Avanzó hacia uno de los reporteros.
—Supongamos que lo tomamos a usted como ejemplo. Se llama Rogers, ¿verdad? Muy bien, Rogers, usted es un fenómeno espaciotemporal cuya duración se extiende a través de cuatro dimensiones. No llega usted a un metro ochenta de altura, tiene usted unos cuarenta y cinco centímetros de ancho y quizá veinte de grueso. En el tiempo, hay tras de usted una cierta cantidad de este fenómeno espaciotemporal que se prolonga quizá hasta 1916, y del cual vemos una sección transversal que forma un ángulo recto con el eje del tiempo, del grosor del presente. En su extremo más alejado hay un bebé, oliendo a leche agria y echándose encima el desayuno de su biberón. En el otro extremo yace, quizás, un hombre viejo en algún lugar de los años ochenta. Imaginemos este fenómeno espaciotemporal al que llamamos Rogers como un largo gusano rosado, continuo a través de los años, con un extremo en el seno de su madre y el otro en la tumba. Se extiende aquí junto a nosotros, y la sección transversal que podemos ver se nos aparece como un cuerpo normal y corriente. Pero esto es una ilusión. En este gusano rosado hay una continuidad física, que permanece a través de los años. En realidad esta continuidad física es un concepto común a toda la raza, ya que esos gusanos rosados surgen de otros gusanos rosados. De este modo la raza es como una enredadera cuyas ramas se entrelazan y dan nacimiento a otros vástagos. Tan sólo efectuando una sección transversal de esta enredadera podríamos caer en el error de creer que los vástagos son individuos independientes.
Hizo una pausa y miró a los rostros reunidos a su alrededor. Uno de ellos, un tipo recio y hosco, intervino:
—Todo esto es muy hermoso, Pinero, si es cierto, pero ¿adonde quiere ir a parar?
Pinero le dedicó una sonrisa totalmente exenta de todo resentimiento.
—Paciencia, amigo mío. Les pedí que pensaran en la vida como en algo eléctrico. Ahora piensen en nuestro largo gusano rosado como en un conductor de electricidad. Habrán oído, quizá, que los ingenieros eléctricos pueden, a través de ciertas mediciones, predecir la exacta localización de una ruptura en un cable transatlántico sin necesidad de abandonar la tierra firme. Yo hago lo mismo con nuestros gusanos rosados. Aplicando mis instrumentos a la sección transversal presente en esta habitación, puedo decir cuándo se produce la ruptura, es decir, cuándo ocurre la muerte. O, si lo prefieren, puedo invertir las conexiones y decirles la fecha de su nacimiento. Pero esto último no tiene el menor interés: todos ustedes la conocen.
El individuo hosco se echó a reír.
—Le he pillado, doctor. Si lo que ha dicho usted de la raza como una enredadera de gusanos rosados es cierto, no puede usted señalar las fechas de los nacimientos debido a que la conexión con la raza es continua en el momento del nacimiento. Su conductor eléctrico se extiende ininterrumpidamente hacia atrás, a través de la madre, hasta los más remotos antepasados del individuo.
Pinero estaba radiante.
—Cierto, y muy agudo, amigo mío. Pero usted ha llevado la analogía demasiado lejos. Esto no funciona exactamente del mismo modo a como se mide la longitud de un conductor eléctrico. De algún modo es más bien como medir la longitud de un largo corredor haciendo rebotar un eco desde su extremo más alejado. El nacimiento aquí es como un recodo en el corredor, y, con las mediciones adecuadas, puedo detectar el eco de este recodo. Sólo hay un caso en el que no puedo precisar la lectura; cuando una mujer está embarazada, no puedo diferenciar su línea de la vida de la del niño aún no nacido.
—Veamos si puede demostrarlo.
—Por supuesto, mi querido amigo. ¿Quiere ser usted el sujeto de la prueba?
Uno de los presentes se echó a reír.
—Has metido la pata, Luke. Acepta o cállate.
—Acepto. ¿Qué es lo que debo hacer?
—Escriba primero la fecha de su nacimiento en un trozo de papel, y entrégueselo a alguno de sus colegas.
Luke hizo lo solicitado.
—¿Y ahora qué?
—Quítese la ropa menos la interior y súbase a esta báscula. Ahora dígame, ¿ha estado alguna vez mucho más delgado, o mucho más gordo, de lo que está ahora? ¿No? ¿Cuánto pesó al nacer? ¿Cuatro kilos y medio? Un hermoso bebé. Ahora ya no nacen tan grandes.
—¿Qué significa toda esta palabrería?
—Estoy intentando aproximarme a la sección transversal media de nuestro largo gusano rosado conductor, mi querido Luke. Ahora siéntese aquí. Luego colóquese este electrodo en la boca. No, no le hará daño; el voltaje es muy bajo, menos de un microvoltio, pero necesito establecer una buena conexión. -El doctor lo dejó y se dirigió a la parte trasera de su aparato, donde metió la cabeza en una especie de amplia caperuza antes de tocar sus controles. Algunos de los diales que estaban a la vista cobraron vida, y un suave zumbido surgió de la máquina. Luego cesó, y el doctor emergió de su pequeño escondrijo.
—Me ha dado un día de febrero del 1912. ¿Quién tiene el papel con la fecha?
Apareció, y lo desdoblaron. El que lo custodiaba leyó:
—22 de febrero de 1912.
El silencio que siguió fue roto por una voz a un lado del pequeño grupo.
—Doc, ¿puedo tomar otra copa?
La tensión se relajó, y empezaron a hablar todos a la vez.
—Pruébelo conmigo, doc.
—Yo primero, doc. Soy huérfano, y la realidad es que me gustaría saberlo.
—Díganos como lo ha hecho, doc. Ande, cuéntenos algo.
Pinero accedió sonriente, metiéndose y saliendo de la caperuza como un conejo de su madriguera. Cuando todos ellos tuvieron el pedazo de papel que demostraba la habilidad del doctor, Luke rompió un largo silencio:
—¿Qué tal si nos demuestra cómo predice la muerte, Pinero?
—Si ustedes quieren. ¿Quién desea probarlo?
Nadie respondió. Algunos codearon a Luke.
—Adelante, chico listo. Tú lo pediste.
Luke dejó que lo sentaran de nuevo en la silla. Pinero giró algunos de los conmutadores, luego se metió en la caperuza. Cuando se detuvo el zumbido, salió, frotándose enérgicamente las manos.
—Bueno, eso es todo, muchachos. ¿Tienen bastante para sus artículos?
—Hey, ¿y qué ocurre con la predicción? ¿Cuándo la palmará Luke?
Luke se puso frente a él.
—Sí, ¿cuándo? ¿Cuál es su respuesta?
Pinero parecía apenado.
—Señores, me sorprenden. Esta información no es gratuita. Además, es un secreto profesional. No puedo comunicársela a nadie excepto al propio valiente que me consulta.
—No me importa. Adelante, dígaselo.
—Lo siento realmente. Tendría que negarme, de veras. Acepté tan sólo a mostrarles cómo funcionaba, no a darles los resultados.
Luke tiró al suelo la colilla de su cigarrillo.
—Es un timo, muchachos. Seguramente se enteró de la edad de todos los periodistas de la ciudad tan sólo para asombrarnos. Se le ha visto el truco, Pinero.
Pinero se lo quedó mirando tristemente.
—¿Es usted casado, amigo?
—No.
—¿No hay nadie que dependa de usted? ¿Ningún pariente próximo?
—No. ¿Por qué, piensa usted adoptarme?
Pinero agitó tristemente la cabeza.
—Lo siento por usted, querido Luke. Morirá antes de mañana.

REUNIÓN CIENTÍFICA QUE TERMINA EN TUMULTO.
LOS SABIOS ATACAN LAS AFIRMACIONES DE UN VIDENTE.
LA MUERTE PISA LOS TALONES AL RELOJ.
UN PERIODISTA MUERE TRAS LA PREDICCIÓN DEL DOCTOR.
«FRAUDE», AFIRMA UNA PERSONALIDAD CIENTÍFICA.

«… a los veinte minutos de la extraña predicción de Pinero, Timons sufrió un colapso cuando caminaba Broadway abajo, en dirección a las oficinas del Daily Herald, donde estaba empleado.
»E1 doctor Pinero declinó hacer ningún comentario, pero confirmó la historia de que había predicho la muerte de Timons por medio de lo que él llamó su cronovitámetro. El Jefe de la Policía, Roy…»

¿Le preocupa el futuro?
No gaste su dinero en adivinos.
Consulte al doctor Hugo Pinero,
bioconsultante que le ayudará a planear su futuro
a través de métodos científicos infalibles.
Nada de trucos.
Nada de mensajes espiritistas.
Han sido depositados 10.000 dólares como fianza
para responder de la veracidad
de nuestras predicciones.
Se enviará folleto a quien lo solicite.
LAS ARENAS DEL TIEMPO, Inc.
Edif. Majestic, suite 700

Aviso LEGAL

A quien puede interesar: yo, John Cabot Winthrop III, de la firma Winthrop, Winthrop, Ditmars & Winthrop, Abogados, afirmo que Hugo Pinero, de esta ciudad, me entregó diez mil dólares en moneda de curso legal en los Estados Unidos, dándome las instrucciones necesarias para que los guarde en depósito en la caja fuerte de un banco de mi elección, bajo las siguientes condiciones:
La totalidad de dicha suma constituye una fianza, y en consecuencia será pagada al primer cliente de Hugo Pinero o Las Arenas del Tiempo, Inc. cuya vida exceda el tiempo predicho por Hugo Pinero en un uno por ciento, o a los herederos del primer cliente que no alcance el tiempo predicho, sea lo que sea lo que ocurra en primer lugar.
Hago constar que en este día deposito dicha fianza junto con las antedichas instrucciones en el Equitable First National Bank de esta ciudad.

Firmado y rubricado,
John Cabot Winthrop III

Por reconocimiento de la firma que antecede, a 2 de abril de 1951,

Albert M. Swanson,

Notario Público de este distrito y estado.
Mi comisión expira el 17 de junio de 1951.

«¡Buenas noches, señoras y señores radioyentes, dejemos paso a la prensa! Un avance de última hora. Hugo Pinero, el Hombre Milagro Venido de Ninguna Parte, ha hecho su predicción de muerte número mil sin que hasta ahora haya aparecido ningún reclamante de la fianza que depositó para entregar al primero que pueda demostrar que se ha equivocado. Tras el fallecimiento de trece de sus clientes, se da ya por matemáticamente seguro que está en comunicación por línea privada con la oficina principal del Viejo de la Guadaña. He aquí una noticia que yo nunca querré saber antes de que ocurra. Su corresponsal de costa a costa no va a hacerse cliente del Profeta Pinero…»
La aguda voz de barítono del juez resonó en el viciado aire del tribunal.
—Por favor, señor Weems, volvamos a nuestro asunto. Este tribunal accedió a su solicitud de una restricción temporal de las actividades del encartado, y ahora pide usted que esta restricción se convierta en permanente. En refutación, el señor Pinero alega que su causa carece de fundamento y pide que sea levantado el interdicto, y que yo ordene a su cliente que deje de intentar interferir con lo que Pinero describe como un simple negocio legal. Puesto que no se está dirigiendo usted a un jurado, le ruego que omita la retórica y me diga en lenguaje sencillo por qué no puedo acceder a esa petición.
El señor Weems agitó nerviosamente un músculo de su mandíbula, haciendo agitarse su fláccida papada gris sobre su alto cuello duro, y resumió:
—Con la venia del honorable tribunal, yo represento al público…
—Un momento. Creí que representaba usted a la Unión de Seguros de Vida.
—Así es, su señoría, hasta un cierto punto. En un sentido más amplio represento a algunas otras de las más importantes compañías de seguros, instituciones fiduciarias y financieras, y a sus accionistas y asegurados, que constituyen la mayoría de los ciudadanos de este país. Además, creemos proteger los intereses de la población en general; desorganizada, inarticulada, y por ello desprotegida.
—Imaginaba que era yo quien representaba al público -observó secamente el juez-. Me temo que voy a tener que considerarle únicamente como representante de su cliente. Pero continúe: ¿cuál es su tesis?
El viejo abogado hizo un esfuerzo por engullir su nuez de Adán y empezó de nuevo:
—Señoría, afirmamos que existen dos razones distintas para que este interdicto se convierta en permanente y, además, que cada una de estas dos razones es suficiente por sí misma. En primer lugar, esta persona se dedica a la práctica de la adivinación, una ocupación proscrita tanto por el derecho común como por el consuetudinario. Es un vulgar decidor de buenaventura, un charlatán vagabundo que se aprovecha de la credulidad del público. Es más listo que los habituales gitanos que leen la palma de la mano, los astrólogos o los vulgares echadores de cartas, pero por ello mismo resulta mucho más peligroso. Pretende rodearse de modernos métodos científicos para dar una falsa dignidad a su taumaturgia. Tenemos aquí en este tribunal eminentes representantes de la Academia de Ciencias que están dispuestos a testificar acerca de lo absurdo de sus pretensiones.
»En segundo lugar, aun en el caso de que lo que afirma esta persona sea cierto, y aceptando tal absurdo tan sólo para el desarrollo de mi argumentación -el señor Weems se permitió que una débil sonrisa aflorara a sus delgados labios-, afirmamos que sus actividades son contrarias al interés público en general, y atentan ilegalmente contra los intereses de mi cliente en particular. Estamos preparados para presentar numerosos documentos, con sus pruebas correspondientes, que demuestran que esta persona publicó, o hizo publicar, manifestaciones animando a la gente a prescindir del inapreciable don de los seguros de vida, con gran detrimento de su bienestar y perjuicio económico de mi cliente.
Pinero se levantó de su asiento.
—Señoría, ¿puedo decir algunas palabras?
—¿De qué se trata?
—Creo que puedo simplificar la situación si se me permite efectuar un breve análisis.
—Señoría -interrumpió Weems-, esto es altamente irregular.
—Paciencia, señor Weems. Sus intereses serán protegidos. Mi opinión es que necesitamos más luz y menos ruido en este asunto. Si el doctor Pinero puede abreviar los procedimientos con su declaración, me inclino a escucharle. Adelante, doctor Pinero.
—Gracias, Señoría. Tomando para empezar el último punto del señor Weems, estoy dispuesto a declarar que publiqué las manifestaciones a que hace referencia…
—Un momento, doctor. Ha elegido usted actuar como su propio abogado. ¿Está usted seguro de su competencia para proteger sus propios intereses?
—Estoy dispuesto a correr el riesgo, Señoría. Nuestros amigos aquí presentes pueden probar fácilmente lo que he estipulado.
—Muy bien. Puede proseguir.
—Aceptaré que muchas personas han anulado sus pólizas de seguro de vida como resultado de ello, pero les desafío a que me muestren que alguna de las que así han actuado ha sufrido alguna pérdida o daño por ello. Es cierto que la Unión ha visto decrecer su negocio a raíz de mis actividades, pero esto es un resultado natural de mi descubrimiento, que ha hecho que sus pólizas se conviertan en algo tan en desuso como el arco y las flechas. Si por este motivo se me prohibe ejercer mis actividades, entonces crearé una fábrica de quinqués, y luego pondré un interdicto contra las compañías Edison y General Electric para que se les prohiba fabricar bombillas de incandescencia.
»Acepto que me dedico al negocio de predecir la muerte, pero niego que esté practicando ningún tipo de magia, blanca, negra o con los colores del arco iris. Si hacer predicciones a través de métodos rigurosamente científicos es ilegal, entonces los actuarios de la Unión son culpables de haber estado prediciendo durante años el porcentaje exacto de muertes que se producirían cada año en un grupo determinado de personas lo suficientemente amplio. Yo predigo la muerte al detalle; la Unión la predice al por mayor. Si sus acciones son legales, ¿cómo pueden ser ilegales las mías?
«Admito que hay una diferencia en saber si puedo hacer lo que pretendo o no; e imagino que los que se proclaman a sí mismos testigos expertos de la Academia de Ciencias testificarán que no puedo. Pero ellos no saben nada de mi método y no pueden por lo tanto dar ningún testimonio válido al respecto…
—Un momento, doctor. Señor Weems, ¿es cierto que sus testigos expertos no están al corriente de la teoría y métodos del doctor Pinero?
El señor Weems parecía contrariado. Tamborileó con los dedos encima de la mesa y respondió:
—¿Me concede este tribunal unos minutos de interrupción?
—Por supuesto.
El señor Weems celebró una apresurada consulta en voz muy baja con sus acompañantes, luego regresó al estrado.
—Tenemos un nuevo procedimiento que sugerir, Señoría. Si el doctor Pinero acepta explicar aquí la teoría y práctica de lo que él llama su método, entonces estos distinguidos científicos serán capaces de aconsejar al Tribunal acerca de la validez de sus afirmaciones.
El juez miró interrogativamente a Pinero, que respondió:
—No accederé de buen grado a eso. Tanto si mi procedimiento es cierto como si es falso, sería peligroso que cayera en manos de imbéciles y curanderos -hizo un gesto con su mano en dirección al grupo de profesores sentados en primera fila, marcó una pausa y sonrió maliciosamente-… como esos caballeros saben muy bien. Además, no es necesario conocer el proceso para probar si funciona. ¿Es necesario comprender el complejo milagro de la reproducción biológica para observar cómo una gallina pone un huevo? ¿Será necesario que yo reeduque a todo este cuerpo de autonombrados guardianes del saber, curarlos de sus supersticiones innatas, para probar que mis predicciones son correctas? En ciencia sólo hay dos maneras de formarse una opinión. Una es el método científico; la otra, la escolástica. Se puede juzgar a partir de la experimentación, o aceptar ciegamente una autoridad. Para la mente científica, lo más importante es la prueba experimental, y la teoría es tan sólo una conveniencia descriptiva, a desechar cuando ya no nos sirva. Para la mente académica, la autoridad lo es todo, y los hechos son desechados cuando no concuerdan con la teoría dictada por las autoridades.
»Es este punto de vista, las mentalidades académicas aferrándose como ostras a teorías aún no probadas, lo que ha bloqueado todos los avances del conocimiento a lo largo de la historia. Estoy dispuesto a probar mi método experimentalmente y, como Galileo frente a otro tribunal, insisto en decir: «¡Y sin embargo se mueve!»
»En otra ocasión ofrecí la misma prueba a la misma corporación de autonombrados expertos, y fue rechazada. Renuevo mi oferta; déjenme medir la duración de la vida de los miembros de la Academia de Ciencias. Y dejemos que ellos nombren un comité para juzgar los resultados. Depositaré mis predicciones en dos juegos de sobres cerrados; en el exterior de cada sobre de uno de los juegos figurará el nombre de un miembro, y en el interior la fecha de su muerte. En el interior de los sobres del otro juego pondré los nombres, y en el exterior las fechas. Que el comité se haga cargo de todos los sobres, y se reúna periódicamente para abrir los que correspondan. En una corporación con tantos miembros es de esperar que ocurran algunas defunciones, si hay que creer en los actuarios de la Unión, cada una o dos semanas. De este modo se podrán acumular muy rápidamente los datos que prueben si Pinero es un embustero o no.»
Se detuvo, y sacó un diminuto pecho que era casi igual a su diminuta panza. Miró socarronamente a los sabios.
—¿Y bien?
El juez alzó las cejas y observó la mirada del señor Weems.
—¿Acepta usted?
—Señoría, creo que esta proposición es muy improcedente…
—Le advierto -cortó bruscamente el juez- que procederé contra usted si se niega a aceptarla o no propone otro método igualmente razonable para alcanzar la verdad.
Weems abrió la boca, cambió de pensamiento, miró de arriba a abajo los rostros de los testigos expertos, y se giró hacia el tribunal.
—Aceptamos, Señoría.
—Muy bien. Arreglen los detalles entre ustedes. Queda levantado el interdicto, y el doctor Pinero no debe ser molestado en el ejercicio de su profesión. Mi decisión acerca de la petición de inhabilitación permanente queda postergada hasta que se reúnan todas las pruebas. Antes de dejar el asunto, desearía comentar la teoría expuesta por usted, señor Weems, cuando dijo que su cliente había resultado perjudicado. Es un sentimiento creciente entre algunos grupos de este país la noción de que cuando un hombre o una compañía han sacado un beneficio del público durante un cierto número de años, el gobierno y los tribunales tienen el deber de salvaguardar esos beneficios en el futuro, incluso frente a circunstancias de cambio y contra el interés público. Esta extraña doctrina no se halla apoyada por la constitución ni por las leyes vigentes. Ni los individuos ni las corporaciones tienen el menor derecho de acudir a los tribunales y exigir que el reloj de la historia sea detenido, o retrasado, en beneficio particular suyo. Eso es todo.
Bidwell gruñó disgustado.
—Weems, si no puede usted pensar en algo mejor que en eso, la Unión va a necesitar muy pronto otro abogado que le sustituya. Hace diez semanas desde que perdimos el interdicto, y esa pequeña babosa está ganando dinero a puñados, mientras las compañías de seguros del país van quebrando una tras otra. Hoskins, ¿cuál es el índice de nuestras pérdidas?
—Es difícil saberlo, señor Bidwell. Las cosas van peor cada día. Hemos cancelado trece pólizas muy importantes esta semana; todas ellas desde que Pinero ha iniciado de nuevo sus operaciones.
Un hombrecillo delgado pidió la palabra.
—Como sabe muy bien, Bidwell, no aceptamos nuevas pólizas para la Unión hasta haber comprobado y estar seguros de que el solicitante no ha consultado antes a Pinero. ¿No podemos esperar hasta que los científicos lo desenmascaren?
—¡Maldito optimista! -gruñó Bidwell-. No lo van a desenmascarar, Aldrich ¿no puede usted enfrentarse a la realidad? Esa pequeña babosa gorda ha descubierto algo; no sé cómo. Hay que luchar hasta el final. Si esperamos, estamos perdidos. -Arrojó con fuerza su cigarro a la escupidera y mordió salvajemente otro que se sacó del bolsillo-. ¡Vamos, lárguense de aquí, todos ustedes! Haré las cosas a mi manera. Usted también, Aldrich. La United puede esperar, pero nosotros no.
Weems carraspeó aprensivamente.
—Señor Bidwell, confío en que me consultará antes de embarcarse en algún cambio importante en la política de la compañía.
Bidwell gruñó. Los demás fueron marchándose. Cuando todos se hubieron ido y la puerta se cerró tras ellos, Bidwell hizo girar el contacto del intercomunicador.
—Adelante, hágalo pasar.
La puerta se abrió; una apuesta y delgada figura se recortó por unos momentos en el umbral. Sus pequeños ojos oscuros recorrieron rápidamente la habitación antes de entrar, luego se acercó a Bidwell con un paso rápido y suave. Habló con una voz llana y desprovista de emoción. Su rostro permanecía impasible excepto por la vida que se reflejaba en sus ojos de animal.
—¿Deseaba hablar conmigo?
—Sí.
—¿Cuál es la proposición?
—Siéntese, y hablaremos.
Pinero recibió a la joven pareja en la puerta de su oficina interior.
—Adelante, amigos, adelante. Siéntense. Como si estuvieran en su casa. Y ahora díganme, ¿qué puede hacer por ustedes Pinero? Seguro que una pareja tan joven como ustedes no estará ansiosa por saber la fecha de su partida de este valle de lágrimas.
El rostro juvenil y honesto del muchacho mostraba una ligera confusión.
—Bueno, verá, doctor Pinero. Me llamo Ed Hartley, y ésta es mi esposa, Betty. Estamos esperando… es decir, Betty está esperando un niño y, bueno…
Pinero sonrió bonachonamente.
—Entiendo. Quieren saber cuánto tiempo van a vivir para arreglar las cosas del mejor modo posible para el niño. Muy juicioso. ¿Desean una predicción para ambos, o sólo para usted?
—Pensamos que para ambos -respondió la chica.
Pinero la miró radiante.
—Estupendo. De acuerdo. Su predicción presentará algunas dificultades técnicas por su estado, pero puedo proporcionarle ahora alguna información, y el resto más tarde, cuando el bebé haya nacido. Pasen ahora a mi laboratorio, queridos, y empezaremos. -Redactó sus fichas clínicas, luego los introdujo a su gabinete-. La señora Hartley primero, por favor. Si quiere situarse tras esa cortina y quitarse el vestido y los zapatos. Recuerde que soy un hombre viejo, y que me consulta como si fuera su médico.
Se giró hacia un lado y efectuó algunos pequeños ajustes en su aparato. Ed hizo una seña con la cabeza a su esposa, y ésta surgió de detrás de la cortina casi de inmediato, vestida tan sólo con dos trocitos de seda. Pinero la miró y notó el frescor juvenil de su rostro y su conmovedora timidez.
—Por aquí, querida. Primero tengo que pesarla. Aquí. Ahora colóquese sobre esta plataforma. Póngase este electrodo en la boca. No, Ed, no puede tocarla mientras ella está en circuito. No tardaremos ni un minuto. Permanezca quieta.
Se metió bajo la capucha de la máquina, y los diales cobraron vida. Casi inmediatamente volvió a salir, con una trastornada expresión en su rostro.
—¿La ha tocado usted, Ed?
—No, doctor. -Pinero regresó al aparato, y permaneció oculto algo más de tiempo. Cuando salió esta vez, le dijo a la muchacha que bajara, de la plataforma y se vistiera. Se giró hacia su marido.
—Ed, ahora le toca a usted.
—¿Cuál es la lectura para Betty, doctor?
—Hay una pequeña dificultad. Quiero examinarle a usted primero.
Cuando reapareció, después de haber hecho la lectura del joven, su rostro parecía más trastornado que antes. Ed le preguntó qué era lo que le preocupaba. Pinero se alzó de hombros y consiguió que de sus labios brotara una sonrisa.
—Nada que pueda preocuparle a usted, muchacho. Un pequeño desajuste mecánico, supongo. Pero no podré darles los resultados hoy. Tengo que echarle un vistazo a la máquina. ¿Pueden volver mañana?
—Bueno, creo que sí. Siento lo de su máquina. Espero que no sea nada serio.
—No lo es, estoy seguro. ¿Quieren pasar a mi despacho, y charlaremos un poco?
—Gracias, doctor. Es usted muy amable.
—Pero Ed, tengo que verme con Ellen.
Pinero concentró toda la fuerza de su personalidad sobre ella.
—¿No me concederá unos pocos instantes, querida señorita? Soy viejo, y me gusta el burbujeo de la compañía de la gente joven. Puedo disfrutarlo tan pocas veces. Por favor. -Los empujó suavemente hacia su oficina y les hizo sentarse. Luego encargó limonada y pastelillos, les ofreció cigarrillos, y él encendió un cigarro.
Cuarenta minutos más tarde Ed escuchaba casi en trance, mientras Betty daba evidentes muestras de nerviosismo y de deseos de irse, mientras el doctor les contaba sus aventuras en la Tierra del Fuego, de cuando era joven. Cuando el doctor hizo una pausa para volver a encender su cigarro, ella se puso en pie.
—Doctor, de veras tenemos que irnos. ¿Nos contará el resto mañana?
—¿Mañana? No habrá tiempo mañana.
—Pero hoy usted tampoco lo tiene. Su secretaria lo ha llamado cinco veces.
—¿No pueden concederme aunque sea tan sólo unos pocos minutos más?
—Realmente hoy no podemos, doctor. Tengo una cita. Me están esperando.
—¿No hay forma de convencerla?
—Me temo que no. Vamos, Ed.
Cuando se hubieron ido, el doctor se dirigió a la ventana y miró a la calle. Poco después divisó dos diminutas figurillas que salían del edificio de oficinas. Las contempló mientras se dirigían apresuradamente hacia la esquina, aguardaban a que cambiara el semáforo, y luego empezaban a cruzar la calle. Cuando estaban en medio le llegó el aullido de una sirena. Las dos figurillas vacilaron, retrocedieron, se detuvieron, se giraron. Y el coche ya estaba sobre ellos. Cuando el coche consiguió detenerse, estaban al otro lado, no ya como dos figurillas, sino simplemente como un montón inmóvil de ropas revueltas.
El doctor se apartó de la ventana. Tomó el teléfono y llamó a su secretaria.
—Anule mis visitas para el resto del día… No… A nadie… No me importa; anúlelas.
Luego se hundió en su sillón. Su cigarro se apagó. Mucho rato después de que hubiera oscurecido aún lo sostenía entre sus dedos, apagado.
Pinero se sentó ante la mesa y contempló la comida de gourmet dispuesta ante él. Había encargado aquella comida con un cuidado especial, y había regresado a casa un poco más temprano que de costumbre a fin de disfrutarla por completo.
Cuando hubo terminado paladeó unos sorbos de Fiori d’Alpini, dejándolos resbalar por su lengua y luego a lo largo de su garganta. El denso y fragante licor calentó su boca, y le hizo recordar las florecillas de montaña cuyo nombre llevaba. Suspiró. Había sido una buena comida, una exquisita comida que había justificado aquel exótico licor. Su meditación fue interrumpida por una discusión en la puerta delantera. La voz de su anciana doncella parecía estar reprendiendo a alguien. Una fuerte voz masculina la interrumpió. La conmoción atravesó el vestíbulo, y la puerta del comedor se abrió de golpe.
—¡Madonna! ¡Non si puo entrare! ¡El maestro está comiendo!
—No importa, Ángela. Tengo tiempo para recibir a estos caballeros. Pueden pasar. -Pinero hizo frente al ceñudo portavoz de los intrusos-. Desean hablar conmigo, ¿verdad?
—Otra cosa es lo que queremos hacer. Las personas decentes están ya hartas de sus malditas supercherías.
—¿Y eso?
El que había hablado no respondió inmediatamente. Un individuo más pequeño y vivaracho salió de detrás de él y se enfrentó a Pinero.
—Podemos empezar cuando quieran. -El presidente del comité metió la llave en la cerradura de la cajita fuerte y la abrió-. Wenzell, ¿quiere ayudarme a coger los sobres?
Alguien lo interrumpió tocándole el brazo.
—Doctor Baird, lo llaman por teléfono.
—Está bien. Diga que me traigan aquí el aparato.
Cuando lo tuvo a su lado descolgó el auricular y se lo llevó al oído.
—¿Sí?… Sí, al habla… ¿Qué?… No, no sabíamos nada… Entiendo, destruida la máquina… ¡Muerto!… ¿Cómo?… No, ninguna declaración. Ninguna en absoluto… Más tarde…
Colgó bruscamente el aparato y lo apartó.
—¿Qué ocurre? ¿Quién ha muerto ahora?
Baird levantó una mano.
—¡Calma, caballeros, por favor! Pinero acaba de ser asesinado hace unos momentos, en su casa. -¿Asesinado?
—Eso no es todo. Casi al mismo tiempo unos vándalos penetraron en su oficina y destruyeron su aparato.
Por un momento nadie habló. Los miembros del comité se miraron unos a otros. Nadie parecía ansioso de hacer el primer comentario.
Finalmente, uno dijo: -Sáquelo.
–¿Que saque qué?
—El sobre de Pinero. Está también ahí. Yo lo he visto. Baird lo encontró y lo abrió lentamente. Desdobló la única hoja de papel que contenía y la examinó. -¿Bien? ¿Qué dice?
—A la una y trece de la tarde… de hoy.
Hubo un largo silencio. Aquella calma dinámica fue rota por un miembro al otro lado de la mesa, que intentó alcanzar la cajita fuerte. Baird interpuso una mano. -¿Qué quiere usted hacer?
—Mi predicción… está aquí… todas las nuestras están aquí. -Sí, sí. Están todas. Veámoslas.
Baird puso ambas manos sobre la caja. Sostuvo la mirada del hombre que tenía frente a él, pero no habló. Humedeció sus labios. La comisura de su boca se crispó. Sus manos temblaron. Pero no dijo nada. El hombre que tenía frente a él volvió a sentarse.
—Tiene usted razón, desde luego -dijo. -Tráiganme el cesto de los papeles. -La voz de Baird era baja y contenida, pero firme.
Lo tomó, y arrojó su contenido a la alfombra. Colocó el cesto metálico sobre la mesa, ante él. Rasgó media docena de sobres, les prendió fuego, y los arrojó al cesto. Luego siguió rasgando los demás, de dos en dos, alimentando así el fuego. El humo le hacía toser y de sus parpadeantes ojos chorreaban lágrimas. Alguien se levantó y abrió una ventana. Cuando hubo terminado, apartó el cesto y dijo:
—Me temo que he echado a perder la superficie de la mesa.