Connie Willis, Relato

Servicio de vigilancia – Connie Willis

«La Historia ha triunfado sobre el tiempo, el cual
desea que al final la eternidad sea vencedora.»
Sir Walter Raleigh

20 de septiembre. Naturalmente, lo primero que busqué fue la lápida al servicio de vigilancia. Y, naturalmente, aún no estaba allí. No se erigió hasta 1951, acompañando el evento con un discurso del reverendísimo decano

Walter Matthews, y ahora estoy en 1940. Lo sabía perfectamente. Fue ayer cuando vine a verla con la extraña noción de que visitar la escena del crimen me ayudaría de algún modo. No fue así.

Lo único que ayudaría es un cursillo acelerado sobre el Blitz, que es como los ingleses llamaron al bombardeo de Londres, y un poco más de tiempo. Tampoco los he tenido.

—Viajar por el tiempo no es como tomar el metro, señor Bartholomew —dijo el estimado Dunworthy, parpadeando a través de esas antiguas gafas suyas—. O va al veinte o no va a ninguna parte.

—Pero no estoy preparado —le respondí—. Llevo cuatro años preparándome para viajar con san Pablo. No a San Pablo. No a la catedral de San Pablo. No puede esperar que esté listo para el Londres de la segunda guerra en sólo dos días.

—Sí —dijo—. Puedo. Fin de la conversación.

—¡Dos días! —le grité a Kivrin, mi compañera de cuarto—. Y todo por un maldito error de la computadora. Y el estimado Dunworthy ni siquiera pestañeó cuando se lo dije. «Viajar por el tiempo no es como tomar el metro, jovencito», es lo que me ha dicho.

«Le sugiero que se prepare. Saldrá pasado mañana.» Ese hombre es un incompetente.

—No —dijo ella—. No lo es. Es el mejor en su campo. Es el que escribió el libro sobre la catedral de San Pablo. Deberías escuchar con cuidado todo lo que te diga.

Había esperado que Kivrin mostrara, al menos, algo de comprensión. Prácticamente se puso histérica cuando le cambiaron las prácticas de la Inglaterra del siglo quince a la del catorce. ¿Cómo es posible que cualquiera de esos dos siglos permitiera una calificación adecuada para las prácticas? No podían proporcionar más de un cinco, incluso contando con las enfermedades contagiosas. El Blitz es un ocho, y, con mi suerte, la catedral será un diez.

—¿Crees que debería volver a ver a Dunworthy?

—Sí.

—¿Y luego qué? Sólo tengo dos días. No conozco la moneda, ni el idioma, ni la historia.

—Es un buen hombre —dijo Kivrin—. Será mejor que le escuches mientras puedas. La buena de Kivrin. Siempre ha sido perfecta para apoyarse en ella.

El buen hombre era el responsable de que estuviera aquí, mirándolo todo como el chico de pueblo que se supone soy, buscando una lápida que no está aquí. Gracias al buen hombre, estoy tan poco preparado para mis prácticas como le fue posible.

Apenas podía ver unos metros de iglesia. Veía una luz titilando débilmente en la distancia y un borrón blanco, más próximo, moviéndose hacia mí. Sería un sacristán, o puede que hasta el mismísimo decano. Saqué la carta de mi tío sacerdote de Gales, que se suponía iba a proporcionarme acceso al decano, y le di una palmada al bolsillo de atrás para asegurarme de no haber perdido la microficha del Diccionario Oxford de Inglés (DOI) (revisado, con suplementos históricos) que había escamoteado de la biblioteca. No podía sacarlo en medio de una conversación, pero, con suerte, me las arreglaría mediante el contexto para sortear el primer encuentro y más tarde buscaría las palabras que no conociese.

—¿Eres del Ayarpee? —dijo.

No era mayor que yo, una cabeza más bajo y mucho más delgado. De aspecto casi ascético. Me recordaba a Kivrin. No vestía ropas blancas, pero las sujetaba contra el pecho. En otras circunstancias habría pensado que llevaba una almohada. En otras circunstancias habría sabido de lo que me hablaba, pero no había tenido tiempo de desaprender latín mediterráneo y legislación judaica para aprender cockney y cómo comportarse bajo una incursión aérea. Tenía dos días, y el estimado Dunworthy sólo quería hablar de la sagrada carga de un historiador, en vez de decirme lo que era un Ayarpee.

—¿Lo eres? —volvió a preguntar.

Pensé en sacar el DOI de todos modos, basándome en que Gales estaba en el extranjero, pero no creo que hubiese microfilms en 1940. Ayarpee. Podía ser cualquier cosa, hasta una forma de llamar al servicio de vigilancia, en cuyo caso el responder negativamente no me dejaba en buen lugar.

—No —dije.

De pronto se lanzó hacia adelante y pasó por mi lado para mirar hacia las puertas abiertas.

—Maldición —dijo, volviéndose hacia mí—. ¿Dónde diablos se habrán metido, entonces? ¡Montón de zorras burguesas holgazanas!

Aplausos a lo de entender algo por el contexto.

Me miró más de cerca, con sospecha, como si pensara que sólo simulaba no ser del Ayarpee.

—La iglesia está cerrada —dijo por fin. Le mostré el sobre.

—Me llamo Bartholomew. ¿Está el decano Matthews?

Miró a la puerta un largo momento, como si las zorras burguesas holgazanas pudieran aparecer en cualquier momento, y quisiera atacarlas con el revoltillo blanco.

—Sígueme, por favor —dijo volviéndose hacia mí como si fuera un guía, y se sumergió en la oscuridad.

Me condujo hacia la izquierda, al ala sur de la nave. A Dios gracias que había memorizado la planta, o la extraña metáfora que implicaba mi situación de ese momento, conducido hacia la más absoluta oscuridad por un sacristán furioso, habría bastado para dar marcha atrás y volverme al bosque de St. John. Me ayudó saber dónde estaba. En ese momento debíamos pasar ante el número 26: el cuadro La Luz del Mundo de Hunt —Jesús con una lámpara—, pero estaba demasiado oscuro para verlo. Podríamos haber utilizado nosotros esa lámpara.

Se detuvo bruscamente delante de mí, aún furioso.

—No pedimos el maldito Savoy, sólo un par de catres; Nelson está muerto y está mejor que nosotros, al menos no tiene que preocuparse por la almohada. —Agitó el bulto blanco como si fuera una antorcha en la oscuridad. Al final resultó ser una almohada—. Los pedimos hace dos semanas, y todavía seguimos igual, durmiendo sobre los generales que la diñaron en Trafalgar porque esas zorras prefieren hacerle compañía a los tommies tomando té con pastas en el Victoria, y a nosotros que nos den morcilla.

No parecía esperar que respondiera a su estallido, lo cual me convenía, porque había comprendido una palabra de cada tres. Tropezó delante de mí, apartándose de la luz de un patético cirio de altar, y volvió a detenerse ante un agujero negro. Número veinticinco: escaleras que conducen a la Galería de los Susurros, a la cúpula y a la biblioteca (cerrada al público). Subimos la escalera, llegamos a un salón, nos detuvimos ante una puerta medieval y llamó a ella.

—Tengo que marcharme para seguir esperando —dijo—. Si no me ven son capaces de llevarlas a la abadía. ¿Quiere decirle al decano que vuelva a llamarlas? —dijo, bajando los escalones de piedra, sujetando aún la almohada contra el cuerpo como si fuera un escudo.

Había llamado a la puerta, pero ésta era de roble sólido, y resultaba obvio que el reverendísimo decano no lo había oído. Tendría que volver a llamar. Sí, bueno, y el hombre que sujeta una trazadora también tiene que acabar soltándola, pero el saber que todo terminará en un momento no hace que sea más sencillo gritar « ¡Ahora!». Así que permanecí inmóvil frente a la puerta, maldiciendo al departamento de historia, al estimado Dunworthy y a la computadora que cometió el error trayéndome aquí, ante esta puerta, provisto sólo de una carta de un tío ficticio, y de la que me fiaba tanto como de todo lo demás.

Hasta nuestra vieja y fiable Bodleian me había dejado de lado. El montón de documentación que solicité una y otra vez mediante Balliol y la terminal principal probablemente estará esperándome ahora en mi habitación, a un siglo de distancia. Y Kivrin, que ya había hecho las prácticas y que debió estar ansiosa por aconsejarme, se limitó a caminar silenciosamente como un santo cuando le supliqué que me ayudara.

—¿Fuiste a ver a Dunworthy?

—Sí. ¿Y quieres saber cuál fue la inapreciable información con que me obsequió? «El silencio y la humildad son las sagradas cargas del historiador.» También dijo que me encantaría la catedral. Auténticas perlas de sabiduría del maestro. Una pena que lo que necesite saber sea el momento y lugar donde caerán las bombas, para no recibir una encima. —Me dejé caer en la cama—. ¿Alguna sugerencia?

—¿Qué tal eres en recuperación memorística? —respondió.

—Bastante bueno —dijo levantándome—. ¿Crees que podría asimilar?

—No hay tiempo para eso. Creo que deberías poner todo lo posible en largo plazo.

—¿Hablas de endorfinas?

El principal problema de utilizar drogas para incluir información en tu memoria a largo plazo es que nunca se asienta nada en tu memoria a corto plazo, ni siquiera por un microsegundo, y eso complica bastante lo de recordar los datos, por no decir que resulta enervante. Te proporciona la sensación más oscilante posible entre el deja vu y el estar seguro de no haber visto u oído algo con anterioridad…

El principal problema, insisto, no estriba en esa sensación, sino en el de recuperar información. Nadie sabe con exactitud cómo funciona el cerebro a la hora de sacar algún dato del almacén, pero sí que está relacionado con el corto plazo. Ese momento breve, y a veces microscópico, que la información pasa por el corto plazo parece usarse para algo más que la disponibilidad del tenerlo-en-la-punta-de-la-lengua. Parece que el corto plazo es en lo que se basa todo el complejo proceso de búsqueda y archivo de datos del cerebro; y sin él, y sin la ayuda de las drogas que pusieron allí la información o de sustitutos artificiales, la información es imposible de localizar. Había usado las endorfinas con anterioridad para exámenes, y nunca tuve problemas en la recuperación de datos. Parecía ser la única manera de almacenar la información necesaria en algo parecido al tiempo que me quedaba, pero eso también significaba que nunca conocería ninguna de las cosas que necesitaba conocer, ni siquiera cuando recuperaba la información, si la recuperaba. Hasta entonces las desconocería como si no estuvieran almacenadas en algún oscuro rincón de mi mente.

—Puedes recuperarlas sin artificiales, ¿verdad? —dijo Kivrin, escéptica.

—Supongo que tendré que hacerlo.

—¿Bajo estrés? ¿Sin dormir? ¿Con bajos niveles corporales de endorfinas?

¿En qué habrían consistido exactamente sus prácticas? Nunca las había mencionado, y se supone que los no graduados no debemos preguntarlo. ¿Factores de estrés en la Edad Media? Pensé que todo el mundo los superaba durmiendo.

—Eso espero —dije—. De todas formas estoy decidido a intentarlo si piensas que puede ayudarme en algo.

Me miró con expresión martirizada antes de hablar.

—Nada te ayudará.

Gracias, santa Kivrin de Balliol.

Pero de todos modos lo intenté. Era mejor que sentarme en las habitaciones de Dunworthy viendo como parpadea a través de sus gafas históricamente correctas, diciéndome que la catedral iba a encantarme. Como no llegaba el pedido de la Bodleian, hinché mi crédito y me fui de compras. Cintas sobre la segunda guerra mundial, literatura céltica, historia, guías turísticas, todo lo que se me ocurrió. A continuación compré una grabadora de alta velocidad y la puse en marcha. Cuando terminé, estaba tan asustado por no saber más que cuando empecé que cogí el metro y fui hasta Ludgate Hill para ver si la lápida al servicio de vigilancia provocaba algún recuerdo. No lo hizo.

«Tus niveles de endorfinas todavía no han vuelto a la normalidad», me dije, e intenté relajarme, pero me era imposible teniendo encima la perspectiva de unas prácticas. Y eso sí que son balas de verdad, chico. El que seas un estudiante de historia intentando graduarte no quiere decir que no puedan matarme. Leí libros de historia volviendo a casa en el metro y cuando los pelotas de Dunworthy me transportaban, esta mañana, al bosque de St. John.

Entonces fue cuando guardé en el bolsillo de atrás la micro-ficha del diccionario y partí pensando que tendría que sobrevivir sólo con mis recursos, esperando poder encontrar artificiales en 1940. Recuerdo que pensé que podría pasar el primer día sin incidentes; y aquí me tenías, parado en seco por la primera palabra que se me dirigía.

Bueno, no tanto. Pese al consejo de Kivrin de no almacenar información a corto plazo, he memorizado la moneda británica, un mapa de ferrocarriles y un mapa de mi Oxford natal. Era lo que me había llevado hasta aquí. Seguramente podría tratar con el decano.

La puerta se abrió justo cuando había reunido el valor necesario para volver a llamar, y, como con la trazadora, fue rápido y nada doloroso. Le entregué la carta, me dio la mano y dijo algo comprensible como: «Me alegro de tener otro hombre, Bartholomew». Parecía gastado y cansado como si fuera a desmayarse de decirle que el Blitz no había hecho más que empezar. Lo sé, lo sé. Mantén la boca cerrada. El silencio es sagrado, etc., etc.

—Haremos que Langby le muestre esto, ¿le parece?

Supuse que sería mi sacristán de la almohada, y acerté. Se reunió con nosotros al pie de la escalera, resoplando un poco pero con alegría.

—Han llegado los camastros —le dijo al decano Matthews—. Uno diría que estaban haciéndonos un favor, con sus zapatos de tacón y sus estolas. «Vamos a perdernos el té por tu culpa, guapo», dijo una. «No les vendrá mal —respondí yo—, les conviene perder algún kilo que otro.»

Hasta el decano Matthews le miró como si no le hubiera entendido del todo.

—¿Los ha colocado en la cripta? —le dijo, presentándonos a continuación—. El señor Bartolomew acaba de llegar de Gales. Viene a unirse a los voluntarios.

A los voluntarios, no al servicio de vigilancia.

Langby me paseó por los alrededores, señalando varios rincones oscuros dentro de la general negrura y me arrastró para ver los diez catres plegables que había colocados en la cripta, pasando junto al sarcófago de mármol negro de lord Nelson. Me dijo que no tenía por qué hacer una guardia la primera noche, y sugirió que me fuera a la cama, ya que el sueño era el bien más querido durante las incursiones aéreas. Podía creerle; se agarraba a esa estúpida almohada como si fuera su amante.

—¿Se oyen aquí abajo las sirenas? —le pregunté, preguntándome a mi vez si se taparía la cabeza con la almohada.

Levantó la mirada para contemplar el cielo raso de piedra.

—A veces sí, a veces no. Brinton tiene que tener sus Horlich. Bence-Jones seguiría dormido aunque le cayera el techo encima. Yo necesito una almohada. Lo importante es tener tus ocho horas cueste lo que cueste. Si no las tienes, acabas siendo un muerto ambulante, un zombie, y entonces te matan.

Se marchó a hacer el turno de la noche, dejando atrás esa nota de ánimo, y su almohada en uno de los catres, dándome instrucciones de que no la tocara nadie. Y aquí estoy, esperando mi primera sirena de alarma e intentando resolver todo esto antes de convertirme en un muerto, ambulante o no ambulante.

Utilicé el diccionario robado para descifrar algo de Langby. Éxito a medias. Una zorra es un animal o una prostituta (supongo que lo último). Burgués, un término vulgar que define a los miembros de la clase media. Un tommy es un soldado. No pude localizar ningún Ayarpee, y ya me daba por vencido cuando tuve un fogonazo de la memoria a largo plazo sobre el uso de acrónimos y abreviaturas en tiempos de guerra (te bendigo, santa Kivrin) y me di cuenta de que debía ser una abreviatura pronunciada en inglés. ARP. Air Raid Precautions. Comité para la Prevención de Incursiones Aéreas. Claro. ¿De dónde iban a salir si no los catres?

21 de septiembre: Ahora que he superado la primera impresión de encontrarme aquí, descubro que al departamento de historia se le ha olvidado informarme de lo que se supone debo hacer durante estos tres meses de prácticas. Me entregaron este diario, la carta de mi tío, diez libras, y me enviaron a hacer las maletas para el pasado. Las diez libras (prácticamente utilizadas en viajes de tren y autobús) se supone que deben durarme hasta finales de diciembre y devolverme al bosque de John para ser recogido cuando llegue la segunda carta de mi tío reclamándome junto a su lecho de enfermo en Gales. Hasta entonces tengo que vivir aquí, en la cripta, con Nelson, que, según me dice Langby, está inmerso en alcohol dentro del ataúd. Me pregunto si estallará en llamas si recibimos un impacto directo, o si se limitará a desmoronarse hasta el suelo, en un torrente de podredumbre. La cocina está resuelta con un hornillo de gas donde preparamos un té insípido y gastado y unos indescriptibles arenques. Todo este lujo lo pago pasando el tiempo en el tejado de la catedral y apagando incendiarias.

También debo cumplir con el objetivo de estas prácticas, sea cual fuere éste. Ahora lo único que me preocupa es seguir vivo hasta que llegue la segunda carta de mi tío y pueda volver a casa.

En estos momentos, estoy haciendo todo lo que se me ocurre para no estar ocioso hasta que aparezca Langby para «mostrarme lo básico». He lavado el cazo donde cocinan esos pescaditos, plegado y amontonado las sillas al fondo de la cripta (en el suelo, en vez de en pie, porque tienden a caerse al suelo en plena noche como si fueran bombas) e intentando dormir.

Parece que no estoy entre los afortunados que pueden dormir en medio de un bombardeo. He pasado la mayor parte de la noche preguntándome cuál es el índice de riesgo de la catedral. Las prácticas tienen que tener un mínimo de seis. Ayer por la noche estaba convencido de que sería un diez, considerando a la cripta con un índice de cero, cosa que igual habría podido adjudicárselo a Denver.

Lo más interesante que me ha pasado hasta ahora es haber visto un gato. Estoy fascinado, pero intento no aparentarlo porque parecen muy comunes por aquí.

22 de septiembre: Todavía sigo en la cripta. Langby suele reaparecer a menudo, maldiciendo periódicamente a diversas agencias gubernamentales (todas abreviadas) y prometiendo llevarme al tejado cuanto antes. Mientras tanto, no he encontrado nada más que hacer y estoy ocupado en aprender a manejar una bomba de Kivrin estaba bastante preocupada sobre mis capacidades a la hora de rebuscar en la memoria. Hasta este momento no he tenido ningún problema. Más bien al contrario. Convoqué información para apagar fuegos y he conseguido un manual entero con ilustraciones, incluyendo instrucciones para manejar la bomba. Si los arenques le prenden fuego a lord Nelson me convertiré en un héroe.

Anoche hubo bastante excitación. Las sirenas empezaron pronto a funcionar y algunas de las asistentas que friegan oficinas en el centro de la ciudad se refugiaron en la cripta. Una de ellas me despertó de un profundo sueño, gritando como una sirena. Parece que había visto un ratón. Tuvimos que ir golpeando por entre las tumbas y los catres con una bota de goma hasta convencerla de que se había ido. Justo lo que quería el departamento de historia: cazar ratones.

24 de septiembre: Langby me llevó de ronda. Al llegar al coro, tuve que reaprender a manejar la bomba y me asignó unas botas de goma y un yelmo de Me dijo que el comandante Alien iba a conseguirnos trajes de asbesto de los que usan los bomberos, pero que todavía no habían llegado, así que salí a los tejados con mi propio abrigo para protegerme del frío que hacía pese a estar en septiembre. Daba la impresión de que estábamos en noviembre, y también lo parecía con ese cielo gris, monótono y triste, sin sol. Recorrimos la cúpula y los techos que debían ser planos, pero que estaban erizados de torres, y pináculos, y estatuas, todas ellas diseñadas para atrapar las incendiarias que escapasen a nuestro alcance. Me mostró cómo apagar una incendiaria con arena antes de que quemara el techo y prendiera fuego a la iglesia. Me mostró las cuerdas dispuestas en la base de la cúpula por si había que ir hasta las torres del ala oeste o subir a la cima de la cúpula. Volvimos a la Galería de los Susurros.

Langby mantuvo un monólogo durante todo el recorrido, parte instrucciones prácticas, parte historia de la Iglesia. Antes de bajar a la galería me llevó hasta la puerta sur para contarme que Christopher Wren estaba en medio de la antigua catedral de San Pablo y le pidió a un obrero que le trajera una lápida para colocarla de piedra angular. En ella había una frase en latín, «Volveré a levantarme», y a Wren le impresionó tanto la ironía que hizo que inscribieran la frase sobre la puerta. Langby me miró como si no me hubiera contado una historia que conocían todos los estudiantes de primer año, pero supongo que no deja de ser una bonita historia, si no contamos la del monumento al servicio de vigilancia.

Langby me adelantó, llegando hasta la estrecha balaustrada que rodea la Galería de los Susurros. Ya estaba casi a mitad del otro lado, gritándome medidas y acústicas, cuando se detuvo en la pared de enfrente de mí y me dijo en voz baja:

—Estoy hablando en susurros, pero puedes oírme por la forma que tiene la cúpula. Las ondas sonoras se ven reforzadas por el perímetro de la cúpula. Los bombardeos se oyen aquí como si fueran los truenos del Juicio Final. Tiene un diámetro de treinta y dos metros y medio. Y estamos a veinticinco metros del suelo.

Miré hacia abajo. La balaustrada desapareció debajo de mí y el suelo de mármol blanco y negro se precipitó hacia mí con rapidez cegadora. Tuve que agarrarme a cualquier cosa y caí de rodillas, temblando, mareado hasta el tuétano. El sol había salido, y toda la catedral de San Pablo parecía cubierta de oro. Hasta la madera tallada del coro, los pilares de piedra blanca, los tubos de plomo del órgano… todo ello era dorado, dorado.

Langby estaba a mi lado, intentando sacarme del estupor.

—¡Bartholomew! —gritaba—. ¿Qué te pasa? Por el amor del

Supe que debía decirle que si me soltaba, la catedral y todo el pasado se precipitarían hacia mi persona, y que no podía permitir que me pasara eso porque era un historiador. Dije algo, pero no era lo que quise decir porque Langby se limitó a sujetarme con más fuerza. Me apartó violentamente de la balaustrada, colocándome otra vez en la escalera, y dejó que me derrumbara en los escalones como un fardo, apartándose luego sin decir palabra.

—No sé lo que me ha pasado. Nunca me ha asustado la altura.

—Estabas temblando —dijo con tono agudo—. Será mejor que bajes y te eches un rato.

Volvimos a la cripta.

25 de septiembre: Recuperando memoria: manual del Síntomas de las víctimas de un bombardeo. Primer estadio: shock; estupefacción; desconocimiento de las heridas recibidas; lo que dicen no tiene sentido más que para las mismas víctimas. Segundo estadio: temblores, náuseas; se sienten las heridas; vuelta a la realidad. Tercer estadio: habla incontrolada; deseo de explicar el porqué de su comportamiento a los que les rescatan.

Langby debió de reconocer los síntomas. ¿Cómo interpretaría el hecho de que no había bomba alguna? Difícilmente podría explicarle mi comportamiento, y no es sólo el sagrado silencio del historiador lo que me impide hacerlo.

No dijo nada, de hecho me asignó la primera guardia para la noche del día siguiente como si no hubiera pasado nada, y no parece más preocupado que los demás. Hasta ahora toda la gente que he conocido es como un flan de gelatina (una de las cosas almacenadas en corto plazo es el comportamiento calmado de la gente durante los bombardeos) y las bombas no se han acercado a nosotros desde que estoy aquí. Casi siempre han caído en el East End y en los muelles.

Esta noche oí una referencia a UXB, y he estado pensando en el comportamiento del decano y en que la iglesia estaba cerrada, cuando estoy casi seguro de recordar que estuvo abierta durante el Blitz. Intentaré recuperar los sucesos acaecidos en septiembre en cuanto a tiempo. En cuanto a lo de recuperar cualquier otra cosa, no veo cómo puedo recordar la información adecuada hasta no saber lo que se supone que debo hacer aquí, si es que debo hacer algo.

Los historiadores no tienen pautas sobre las que moverse, ni ninguna clase de restricciones. Si pensase que iban a creerme, podría contarle a todo el mundo que vengo del futuro. Y podría matar a Hitler si viajara hasta Alemania. ¿O no? La charla sobre paradojas temporales abunda en el departamento de historia, y los graduados que vuelven de las prácticas no dicen una sola palabra a favor o en contra. ¿Existe un pasado fijo e inmutable? ¿O hay un nuevo pasado cada día y somos nosotros, los historiadores, los que lo hacemos? ¿Cuáles son las consecuencias de lo que hacemos, si es que hay consecuencias? ¿Y cómo es que nos atrevemos a hacer algo sin conocerlas? ¿Debemos interferir sin preocuparnos, esperando que eso no acarree nuestra perdición? ¿O acaso no debemos hacer nada, no interferir, y, si hace falta, quedarnos contemplando como arde la catedral hasta los cimientos para no cambiar el futuro en absoluto?

Son preguntas para una buena sesión de estudio. Aquí no tienen ninguna importancia. Puedo dejar que la catedral arda hasta los cimientos tanto como mataría a Hitler. No, no es verdad. Lo descubrí ayer en la Galería de los Susurros. Mataría a Hitler si le sorprendiera prendiéndole fuego a la Basílica.

26 de septiembre: Hoy conocí a una joven. El decano Matthews abrió la iglesia, los vigilantes han estado haciendo limpieza y la gente empieza a venir otra La joven me recordó a Kivrin, pese a que Kivrin es bastante más alta y nunca se rizaría así el pelo.

Parecía haber estado llorando. Kivrin tenía ese aspecto cuando volvió de sus prácticas. La Edad Media fue demasiado para ella. Me pregunto cómo se habría enfrentado a esto. Sin duda descargando sus miedos en el sacerdote más cercano, como esperaba sinceramente que no hiciese su sosias.

—¿Puedo ayudarle en algo? —dije, sin tener la menor gana de ayudar—. Soy un voluntario.

Pareció preocuparse.

—¿No os pagan? —dijo, secándose la enrojecida nariz con un pañuelo—. Leí lo de la catedral y el servicio de vigilancia y todo eso, y pensé que podía encontrar algún En la cantina, o algo así. Un trabajo remunerado.

Había lágrimas en sus enrojecidos ojos.

—Pues, verá…, no tenemos cantina —dije con toda la amabilidad posible, pensando en lo impaciente que me ponía Kivrin—. No es un refugio en el amplio sentido de la palabra. Los vigilantes dormimos en la cripta. Me temo que todos somos voluntarios.

—Entonces no me sirve —dijo, secándose los ojos con el pañuelo—. Amo esta catedral, pero no puedo tener un trabajo de voluntario, no con mi hermano Tom viniendo del campo. —No debía estar interpretando la situación correctamente. Hablaba con bastante ánimo, pese a los evidentes signos de aflicción, y no estaba más a punto de llorar que cuando llegó—. Tengo que buscar algún sitio adecuado donde estar. No puedo seguir durmiendo en el metro ahora que tengo a Tom conmigo.

Noté una punzada de repentino miedo, esa angustia que sientes a veces cuando acude a tu mente algo inesperado.

—¿El metro? —dije, intentando situar la sensación, el

—Normalmente en Marble Arch. Mi hermano suele ir antes y guardarme el sitio. — Se interrumpió, se acercó el pañuelo a la nariz y estornudó en él—. Lo siento, es este frío espantoso.

Nariz enrojecida, ojos llorosos, estornudos. Infección respiratoria. Era un milagro que no le dijera que no llorase. Si hasta este momento no he cometido ningún error imperdonable ha sido por pura suerte, y desde luego no por carecer de acceso a la memoria a largo plazo. Ni siquiera he asimilado la mitad de la información que necesito: gatos, resfriados y el modo en que brilla la catedral cuando le da el sol. Sólo es cuestión de tiempo que aparezca algo no conocido y me pare los pies. He decidido que esta noche, cuando termine el turno de vigilancia, me pondré en recuperación. Al menos sabré dónde y cuándo puede caerme algo encima.

He visto al gato un par de veces. Es negro como el carbón con una mancha blanca en la garganta que parece pintada para los apagones.

27 de septiembre: Acabo de bajar del tejado. Todavía estoy

Al principio, el bombardeo se concentró en el East End. La vista era increíble. Por todas partes había haces de luz proyectados por los focos, el cielo estaba rosáceo por el fuego y se reflejaba en el Támesis, las casas estallaban y chisporroteaban como si fueran fuegos artificiales. Y había un trueno constante y ensordecedor, interrumpido ocasionalmente por el zumbido de los aviones, seguido del repetitivo tableteo de las ametralladoras.

Cerca de medianoche, las bombas empezaron a acercarse, haciendo un ruido horrible, como el de un tren a punto de atropellarme. Necesité hasta la última onza de voluntad para no tumbarme en el techo. Langby me habría visto, y no quería darle la satisfacción de repetir mi actuación del día anterior. Mantuve la cabeza alta, sujetando con firmeza el saquito de arena, y me sentí bastante orgulloso de mí mismo.

A las tres pasadas de la madrugada, las bombas dejaron de rugir, luego tuvimos como media hora de calma y, a continuación, un repiquetear semejante al del granizo en los tejados. Todo el mundo menos Langby corrió por telas y bombas de agua. Me miraba. Y yo miraba la incendiaria.

Había caído a pocos metros de mí, detrás de la torre del reloj. Era más pequeña de lo que había imaginado; sólo unos treinta centímetros de largo. Chisporroteaba con violencia, lanzando fuego verdiblanco casi hasta donde yo estaba. Se fundiría dentro de un momento, reduciéndose de tamaño, y empezaría a arder y abrirse paso a través del techo. Se alzarían las llamas y se oirían los gritos de los bomberos, habría cascotes blancos por doquier y no quedaría nada, nada, ni siquiera la lápida al servicio de vigilancia.

Volvía a sentirme como en la Galería de los Susurros. Sentí que había dicho algo, y cuando miré a Langby, éste sonreía socarronamente.

—La Basílica arderá hasta los cimientos —dije yo—. No quedará nada.

—Sí —dijo Langby—. Ésa es la idea, ¿no? Que arda del todo. ¿No es ése el plan?

—¿El plan de quién? —dije estúpidamente.

—El de Hitler, claro —repuso Langby—. ¿A quién crees que me refiero? —y, casi casualmente, cogió su bomba de agua.

La página del manual de la ARP brilló repentinamente ante mí. Vacié el saquito de arena alrededor de la chisporroteante incendiaria, luego cogí otro saquito y lo vacié encima. El humo negro brotó con tanta densidad que apenas pude encontrar mi toallita. Tanteé con ella hasta encontrar la bomba y la metí dentro de un saquito vacío, para luego volver a echar arena. Las lágrimas provocadas por el corrosivo humo recorrían mi cara. Intenté secármelas con la manga y vi a Langby.

No había hecho ningún movimiento para ayudarme. Me sonreía.

—La verdad es que no es un mal plan. Pero no permitiremos que tenga éxito. Para eso se ha montado el Servicio de Vigilancia, ¿verdad, Bartholomew? Para que no suceda.

Ya sé cuál es la finalidad de mis prácticas. Debo impedir que Langby queme la catedral.

28 de septiembre: Tengo que convencerme a mí mismo que anoche me equivocaba respecto a Langby, y que entendí mal lo que me decía. ¿Para qué querría quemar la catedral si no fuera un espía nazi? ¿Y cómo podría entrar un espía nazi en el servicio de vigilancia? Pienso en mi carta de presentación y me echo a

¿Cómo descubrirlo? No puedo ponerle a prueba para ver si sabe algo que sólo sabría un inglés leal de 1940. Me temo que sería yo quien se vería atrapado. Debo hacer correctamente mi trabajo de recuperación.

No me queda más remedio que vigilar a Langby hasta entonces. Al menos, de momento, no me será difícil. Langby ya tiene asignados los turnos de las próximas dos semanas. Los hacemos juntos.

30 de septiembre: Ya sé lo que pasó en septiembre. Langby me lo contó.

—Ya lo han intentado, ¿sabes? —me dijo anoche, cuando estábamos en el coro poniéndonos los impermeables y las botas.

No tenía ni idea de lo que hablaba. Me sentí tan indefenso como el primer día, cuando me preguntó si era del ayarpee.

—El plan para destruir la catedral. Lo han intentado ya. El diez de septiembre. Un explosivo de alta potencia. Pero tú no lo sabes, claro. Estabas en Gales.

No le escuchaba. En cuanto dijo «explosivo de alta potencia» lo recordé todo. Había abierto un agujero en la carretera y se clavó en los cimientos. La brigada antiexplosivos intentó desmantelarla, pero había un escape de gas próximo, y decidieron evacuar la catedral. Pero el decano Matthews se negó a marcharse, así que tuvieron que sacarla y hacerla explotar en el pantano Barking. Recuperación completa e instantánea.

—La brigada antiexplosivos la salvó entonces —decía Langby—. Pero sigue pendiendo de un hilo.

—Sí —dije—, sigue pendiendo. Y me alejé de él.

1 de octubre: Pensé que la recuperación de los sucesos concernientes al 10 de septiembre era algún punto de partida, pero he pasado toda la noche en el catre intentando recuperar algo sobre espías en la catedral y sin conseguir nada. ¿Es que tengo que saber exactamente lo que necesito antes de intentar recordarlo? ¿En qué me beneficia eso?

Puede que Langby no sea un espía nazi. ¿Qué es entonces? ¿Un pirómano? ¿Un loco? La cripta no ayuda a pensar, ya no es tan silenciosa como una tumba. Las asistentas pasan casi toda la noche hablando y el ruido de las bombas se oye amortiguado, lo que de algún modo lo empeora. Cuando conseguí dormirme esta mañana, soñé que una tubería era alcanzada por un impacto y que nos ahogaba a todos.

4 de octubre: Hoy intenté coger al gato. Se me ocurrió que podría persuadirle para cazar el ratón que aterrorizaba a las asistentas. También quería ver uno de cerca. Cogí el cubo de agua que llené anoche con la bomba para apagar un trozo de metralla ardiendo de un antiaéreo. Todavía tenía algo de agua, pero no la bastante para ahogar al gato, y mi plan era atraparle poniéndole el cubo encima, meter la mano por debajo para cogerle y bajarle hasta la cripta e indicarle el ratón. Ni siquiera pude acercarme a él.

Acerqué el cubo, y al hacerlo salpiqué un poco de agua.

Creí recordar que el gato era un animal domesticado, pero debo haberme equivocado. La complaciente cara del felino se retrajo hacia atrás convirtiéndose en una máscara terrorífica, con espantosas garras extendiéndose de lo que creí inofensivas patas, y el gato emitió un espantoso maullido que sobrepasó el alboroto que causaban las asistentas.

Dejé caer el cubo, sorprendido, y rodó hasta uno de los pilares. El gato desapareció.

—Ése no es modo de coger un gato —dijo Langby detrás de mí.

—Eso es obvio —dije, agachándome a recoger el cubo.

—Los gatos odian el agua —dijo con voz átona.

—Ah —dije cogiendo el cubo para llevarlo al coro—. No lo sabía.

—Lo sabe todo el mundo. Hasta un imbécil de Gales.

8 de octubre: Llevamos una semana haciendo doble guardia. Es época de bombardeos. Langby no se presentó en el tejado, así que bajé a buscarle a la iglesia. Le encontré en la puerta este hablando con un anciano. El hombre llevaba un periódico bajo el brazo y se lo pasó a Langby, pero éste se lo devolvió. El hombre se marchó al verme.

—Un turista —dijo Langby—. Quería saber dónde estaba el Teatro Windmill. Ha leído en el periódico que las coristas van desnudas.

Sé que le miré como si no me lo hubiera creído, porque siguió hablando.

—Estás hecho un asco, tío. No has dormido bien, ¿eh? Haré que te sustituyan esta noche.

—No —repuse con frialdad—. Haré mi guardia. Me gusta estar en los tejados. —Y añadí silenciosamente—: «Donde pueda vigilarte».

—Supongo que siempre es mejor que estar en la cripta —dijo, encogiéndose de hombros—. Al menos en los tejados puedes oír a la que acabará contigo.

10 de octubre: Creí que me vendría bien el turno doble, y que me distraería de mi incapacidad para conseguir la recuperación. Hay veces en que sí funciona. El dato surge espontáneamente, sin necesidad de artificiales, tras horas de pensar en cualquier otra cosa, o tras una buena noche de sueño.

La buena noche de sueño está fuera de mi alcance. No sólo las asistentas hablaban continuamente, sino que el gato se ha mudado a la cripta e incordia a todo el mundo maullando como una sirena y pidiendo arenques. Pienso mover el camastro antes de que me toque el turno; lo alejaré del crucero y lo acercaré más a Nelson. Puede estar momificado, pero al menos mantiene la boca cerrada.

11 de octubre: Soñé con Trafalgar, con cañones de barcos y humo, con yeso derrumbándose y Langby gritando mi nombre. Al despertar, lo primero que pensé fue que habían desaparecido las sillas plegables. Había tanto humo que no podía ver

—¡Ya voy! —grité, cojeando hasta Langby mientras me ponía las botas.

Había un montón de escombros en el crucero, junto a las sillas derribadas, y Langby cavaba en él.

—¡Bartholomew! —gritaba, apartando una paletada de yeso y escayola—.

¡Bartholomew!

Seguía pensando que había humo. Corrí por la bomba de agua y luego me arrodillé a su lado, tirando hacia atrás del respaldo de una silla rota. Se resistió, y de repente me di cuenta, había un cuerpo debajo. «Iré a coger un pedazo de yeso y resultará ser una mano», pensé. Me eché hacia atrás, decidido a no vomitar, y volví al montón de escombros.

Langby escarbaba con la pata de una silla e iba mucho más rápido. Le agarré la mano para detenerle, pero se desembarazó de mí como si fuera otro cascote. Apartó un trozo plano de escayola y debajo estaba el suelo. Me di la vuelta y busqué detrás de mí. Las dos asistentas se habían refugiado en el altar.

—A quién estás buscando? —dije, aferrando todavía el brazo de

—Bartholomew —respondió, apartando más escombros. Las manos le sangraban bajo la capa de polvo.

—Estoy aquí. Estoy bien. —El polvo me hizo toser—. Cambié de sitio el camastro. Volvió la cabeza para dirigirse a las asistentas en tono calmado.

—¿Qué había aquí debajo?

—El hornillo de gas —dijo una de ellas desde su refugio en las sombras—, y la agenda de la señora Galbraith.

Langby rebuscó por entre los escombros hasta encontrarlos. El hornillo tenía un escape de gas, pero la llama estaba apagada.

—Al final nos has salvado tanto a mí como a la catedral —dije, vestido sólo con paños menores y botas, agarrando con una mano la inútil bomba de agua—. Podíamos habernos asfixiado.

—No debí salvarte —dijo incorporándose.

Primer estadio: shock; estupefacción; desconocimiento de las heridas recibidas; lo que dicen no tiene sentido más que para las mismas víctimas. Todavía no se daba cuenta de que le sangraba una mano. No recordaría lo que acababa de decir. Había dicho que no debió haberme salvado la vida.

—No debí salvarte —repitió—. Tengo que ocuparme de mi misión.

—Estás sangrando —dije con voz cortante—. Será mejor que te eches. Al decir eso recordé a Langby dirigiéndose a mí en la Galería.

13 de octubre: Era una bomba de alta potencia. Abrió un boquete en el techo del coro y destrozó algunas estatuas de mármol, pero el techo de la cripta no se derrumbó como pensé en un primer momento. Sólo se desprendió algo de yeso.

No creo que Langby fuera consciente de lo que había dicho. Eso tendría que proporcionarme alguna ventaja; ahora que sé dónde está el peligro, sé que no vendrá de arriba. Pero ¿de qué me servirá saberlo, si no sé qué es lo que va a hacer? ¿O cuándo lo hará?

Seguramente los sucesos de ayer permanecerán en mi memoria largo tiempo, pero ni siquiera lo de ayer liberó los recuerdos. Ya no pienso ni en intentar la recuperación memorística. Estoy tumbado, inmerso en la oscuridad, esperando que el techo se derrumbe encima de mí. Y recordando el modo en que Langby me salvó la vida.

15 de octubre: Hoy volvió la chica. Seguía estando resfriada pero había conseguido trabajo remunerado. Daba gusto verla. Vestía uniforme y sandalias, y el cabello le enmarcaba el rostro con un elaborado peinado de rizos. Estábamos limpiando los destrozos que hizo la bomba, y Langby había salido con Alien a buscar madera para arreglar la balaustrada del coro, así que la chica hablaba conmigo mientras yo barría. El polvo la hizo estornudar, pero al menos esta vez sabía lo que le pasaba.

Me dijo que se llamaba Enola y que trabajaba para el Servicio de Mujeres Voluntarias (SMV), encargándose de una de las cantinas móviles que se envían donde hay fuego. Resulta que vino a darme las gracias por el trabajo. Dijo que cuando comentó en el SMV que no había un refugio con cantina en la catedral, le dieron trabajo en el centro de la ciudad.

—Así que vendré por aquí cuando pase cerca y le contaré cómo me va. ¿Le parece? Su hermano y ella siguen durmiendo en el metro. Le pregunté si estaría a salvo así.

Dijo que probablemente no, pero que al menos allí no podías oír la bomba que te mataría, y eso no dejaba de ser una bendición.

18 de octubre: Estoy tan cansado que apenas puedo escribir. Esta noche hemos tenido nueve incendiarias y una mina de tierra que estuvo a punto de caer en la cúpula hasta que el viento alejó de la iglesia su paracaídas. Apagué dos de las incendiarias. Lo he hecho ya cosa de veinte veces desde que llegué y he ayudado a los demás con decenas de ellas, pero sigue sin ser bastante. Una incendiaria, un momento sin vigilar a Langby, y se acabaría todo.

Sé que mi cansancio se debe en parte a esto. Me agoto todas las noches intentando hacer mi trabajo mientras vigilo a propósito, procurando que no caiga ninguna incendiaria sin que yo lo vea. Luego vuelvo a la cripta y me agoto intentando recuperar algún recuerdo, algo, cualquier cosa, algo sobre espías, sobre fuegos, sobre la catedral a finales de 1940, cualquier cosa. Tengo la impresión de que no hago bastante, pero no se me ocurre qué más hacer. Sin la recuperación, sin saber lo que puede depararme el mañana, estoy tan indefenso como toda esa pobre gente que me rodea.

Pero si tengo que hacerlo, lo haré hasta que me llamen a casa. «Cumplo con mi deber», dijo Langby en la cripta.

Yo también cumplo con el mío.

21 de octubre: Ya han pasado casi dos semanas desde la explosión y acabo de darme cuenta de que no he visto el gato desde entonces. No estaba entre los escombros de la cripta. Cuando Langby y yo estuvimos seguros de que no había nadie debajo, lo revolvimos todo dos veces más, por si acaso. Puede que estuviera en el coro.

El viejo Bence-Jones dijo que no nos preocupáramos.

—Los jerries pueden bombardear Londres arrasándolo todo y los gatos saldrían de las ruinas para darles la bienvenida. ¿Y sabes por qué? No quieren a nadie. Por eso morimos la mitad de nosotros. El otro día, en Stepney, una vieja murió por querer salvar a su gato. El maldito gato resultó que estaba en el refugio Anderson.

—¿Dónde está, entonces?

—Apuesto a que en cualquier sitio más seguro que éste. Podemos prepararnos como no esté cerca de la catedral. El viejo dicho sobre las ratas que abandonan el barco está equivocado. Son los gatos los que lo hacen, no las ratas.

5 de octubre: Volvió a aparecer el turista de Langby. No creo que siga buscando el teatro Windmill. Llevaba un periódico bajo el brazo y preguntó por Langby, pero Langby estaba en la ciudad con Allen, intentando conseguir trajes de asbesto como los de los bomberos. Me fijé en el periódico. Era The Worker. ¿Un periódico nazi?

2 de noviembre: Llevo toda la semana en el tejado, ayudando a unos incompetentes a taponar el agujero que hizo la bomba. Están haciendo un trabajo espantoso. Todavía queda una abertura por la que podría colarse un hombre, pero insisten en que así está bien porque, después de todo, de caerte por ahí no pasarías del techo y «la caída no te mataría». No parecen comprender que es el escondite ideal para una incendiaria.

Y eso es todo lo que necesita Langby. No necesita prenderle fuego a la catedral. Sólo tiene que dejar que arda una ahí escondida, hasta que sea demasiado tarde.

No conseguí nada más de los obreros. Bajé a la iglesia para quejarme ante Matthews y vi a Langby y a su turista detrás de una columna, al lado de una ventana. Langby llevaba un periódico y le hablaba. Seguían ahí cuando salí, una hora más tarde, de la biblioteca. Pasa lo mismo con el agujero. Matthews dice que pondremos tablones para taparlo y que sea lo que Dios quiera.

5 de noviembre: Me he rendido y ya no intento recuperar datos. Tengo tanto sueño atrasado que ni siquiera consigo recordar la información de un periódico cuyo nombre conozca. Estamos constantemente con doble turno de guardia. Las asistentas nos han abandonado (igual que el gato), y el silencio reina en la cripta, pero no puedo dormir.

Si consigo echar una cabezada, sueño. Ayer soñé que Kivrin estaba en el tejado, vestida como una santa.

—¿Cuál es el secreto de las prácticas? —le pregunté—. ¿Qué se supone que debo descubrir?

Se secó la nariz con un pañuelo y me habló.

—Dos cosas. Una, que el silencio y la humildad son las sagradas cargas del historiador.

Y dos… —Se interrumpió y estornudó en el pañuelo—. No duermas en el metro.

Sólo me queda la esperanza de conseguir un artificial y provocar un trance. Es todo un problema. Estoy seguro de que es demasiado pronto para que haya endorfinas químicas e incluso alucinógenos. El alcohol es fácilmente conseguible, pero necesito algo más concentrado que la cerveza, único alcohol que conozco por su nombre. No me atrevo a preguntarle a mi compañero. Langby ya sospecha demasiado de mí. Tengo que recurrir otra vez al DOI para encontrar una palabra que no conozco.

11 de noviembre: El gato ha regresado. Langby ha vuelto a salir por los trajes de asbesto, así que pensé que podía abandonar la catedral con relativa seguridad. Fui a la tienda por víveres y, con suerte, un artificial. Ya era tarde, y las sirenas sonaron antes de que llegara a Cheapside, pero los bombardeos no suelen empezar hasta que anochece. Tardé un poco en conseguir todo lo que buscaba y en reunir valor suficiente para pedir cualquier cosa que tuviera alcohol —me dijo que fuera a un pub—, y cuando salí de la tienda, fue como si me hubiera precipitado a un agujero.

No tenía ni idea de hacia dónde quedaba la catedral, o la calle, o la tienda de la que acababa de salir. Me quedé inmóvil en lo que ya no era la acera, sujetando con fuerza el envoltorio de papel marrón que contenía el pan y los arenques sujetándolo con una mano que no habría visto de agitarla ante mis ojos. Me alcé el cuello del abrigo y recé porque mis ojos se acostumbraran pronto, pero no había luz, por escasa que fuera, a la que acostumbrarse. Me habría gustado ver la Luna, ésa a la que maldecíamos los vigilantes de la catedral y a la que considerábamos una quinta columnista. O ver algún autobús de mortecinos faros que me proporcionara la luz necesaria para orientarme. O algún foco de los que se clavaban en el cielo. O el resplandor de una ametralladora en funcionamiento. Cualquier cosa.

Entonces vi un autobús, dos pálidas luces amarillas en la distancia. Empecé a caminar hacia él y salí de la acera. Eso significaba que estaba atravesado en la calle, lo que quería decir que no era un autobús. Un gato maulló cerca de mí, y se frotó contra mi pierna. Miré hacia abajo, a las luces amarillas que creí pertenecían a un autobús. Sus ojos captaban luz de algún sitio, aunque habría jurado que no había ninguna en kilómetros, y la reflejaban hacia mí.

—Acabará cogiéndote algún guardia por esos faros, micifuz —dije, y un avión voló por encima de nosotros—. O un jerry.

El mundo estalló convirtiéndose repentinamente en luz, los focos antiaéreos y el brillo del Támesis parecieron encenderse a la vez, iluminándome el camino a casa.

—¿Qué? ¿Me sigues, micifuz? —dije con alegría—. ¿Dónde te habías metido? Sabías que se nos acababan los arenques, ¿eh? A eso le llamo yo

Le hablé durante todo el camino a casa y le obsequié con una lata de arenques por haberme salvado la vida. Bence-Jones dice que olió la leche que vendían en la tienda.

13 de noviembre: He soñado que estaba perdido en el apagón. No podía ver las manos que agitaba ante mi rostro, y Dunworthy apareció iluminándome con un mechero, pero sólo podía ver de dónde había venido y no adónde me dirigía…

—¿Y de qué les sirve, entonces? —dije—. Necesitan una luz, sí, pero para saber adónde

—¿Aunque sea la luz del Támesis? ¿Aunque sea la luz de las llamas y el resplandor de las ametralladoras? —dijo

—Sí. Cualquier cosa es mejor que esta horrible oscuridad.

Así que se acercó y me entregó el mechero. Y resultó que no era un mechero, sino la linterna que llevaba Cristo en el cuadro de Hunt. Hice que iluminara lo que tenía ante mí para poder encontrar el camino de casa, pero iluminó la lápida al servicio de vigilancia y apagué a toda prisa la luz.

20 de noviembre: Hoy intenté hablar con Lanby.

—Te he visto hablando con ese hombre —le dije.

Sonó como una acusación. Lo hice adrede. Quería que lo considerase así y que abandonara lo que fuera que tuviese planeado.

—Leyendo —dijo—. No hablando.

Estaba arreglando el coro, apilando sacos de arena.

—Entonces te he visto leyendo —dije en tono belicoso. Soltó un saco y se incorporó.

—¿Y qué pasa con eso? Estamos en un país libre. Puedo leerle a un viejo si me da la gana, igual que tú puedes hablarle a tu putilla del

—¿Qué es lo que le lees?

—Lo que me pide. Es un anciano. Solía irse a casa después del trabajo, tomar un poco de brandy y escuchar a su mujer mientras le leía el periódico. Ella murió en uno de los bombarderos. Ahora soy yo quien le leo. No creo que sea asunto tuyo.

Parecía decir la verdad. No tenía ese tono casual que acompaña a las mentiras, y estuve a punto de creerle si no le hubiera oído hablar antes con sinceridad. En la cripta. Después de la bomba.

—Pensé que era un turista buscando el teatro Windmill —le dije. Calló un momento, antes de hablar.

—Ah, eso. Vino con el periódico para preguntarme dónde estaba. Lo examiné para buscar la dirección. Fue muy inteligente por mi parte. No se me ocurrió que no podía leerlo.

Con eso bastaba. Sabía que estaba mintiendo.

—Claro que tú nunca comprenderías algo así, ¿verdad? —Balanceó un saco de arena hasta casi tocarme los pies—. Un simple acto humanitario.

—No —dije con frialdad—. No lo comprendería.

Todo esto no prueba nada. No dijo nada de interés, excepto lo que puede ser el nombre de un artificial, y no puedo ir ante el decano Matthews para acusar a Langby de leer en voz alta.

Esperé hasta que terminó su trabajo en el coro y bajó a la cripta. Cogí entonces uno de los sacos de arena y lo subí al tejado. Los tablones aguantaban bastante bien, pero todo el mundo caminaba alrededor de ellos, evitándolos como si fueran una tumba. Abrí el saco y lo vacié en el agujero. Si Langby había pensado que era un sitio ideal para una incendiaria, puede que la arena ayudara un poco.

21 de noviembre: Hoy le di a Enola algo del dinero de mi «tío» y le pedí que me comprara una botella de Estuvo más reticente de lo que esperaba, así que debe de haber implicaciones sociales de las que no soy consciente, pero aceptó comprarla.

No sé por qué vino. Empezó a contarme algo sobre su hermano, algo que le ha pasado en el metro con los guardias, pero cuando le pedí lo del brandy se marchó sin acabar la historia.

25 de noviembre: Hoy ha vuelto Enola, pero no ha traído el Tiene unos días de vacaciones y piensa ir a Bath a visitar a su tía. Por lo menos estará una temporada a salvo de los bombardeos. No tendré qué preocuparme por ella. Acabó de contarme la historia de su hermano, y me dijo que espera poder convencerla para que aloje a Tom mientras dure el Blitz, pero no está muy segura de que quiera.

El joven Tom no parece estar más cerca de un redomado truhan que de un cuasi criminal. Le han pillado dos veces robando carteras en la estación de metro de Bank, y tuvieron que mudarse a la de Marble Arch. La consolé lo mejor que pude y le dije que todos los chicos son malos en un momento u otro. Lo que de verdad quería decirle era que no necesitaba preocuparse, que el joven Tom daba la impresión de ser todo un superviviente, como mi gato, como Langby, al que no le preocupa nada que no sea él mismo, perfectamente dotado para sobrevivir al Blitz y conseguir un puesto importante en el futuro.

Entonces le pregunté si había conseguido el brandy.

—Pensé que lo habías olvidado.

Me inventé una historia sobre cambiar el turno para comprar una botella, y pareció animarse un poco, pero no estoy seguro de que no utilice este viaje a Bath como una excusa para no hacer nada. Acabaré teniendo que dejar la catedral y comprar yo mismo la botella, y no quiero dejar a Langby solo en la iglesia. Le hice prometer que me traería el brandy antes de marcharse. Pero todavía no ha vuelto, y hace rato que enmudecieron las sirenas.

26 de noviembre: Enola sigue sin aparecer, y dijo que su tren salía al mediodía. Supongo que debo dar gracias porque al menos está a salvo fuera de Londres. Puede que en Bath consiga curarse el

Esta noche apareció una chica del para llevarse la mitad de los catres y nos contó que las bombas habían acertado un refugio del East End. Cuatro muertos y doce heridos.

—Al menos no fue en uno de los refugios del metro —dijo—. Entonces sí que habría sido grave la cosa.

30 de noviembre: He soñado que llevaba el gato hasta el bosque de St. John.

—¿Es una misión de rescate? —preguntaba

—No, señor —respondí orgulloso—. Ya sé lo que debía encontrar en las prácticas. Este es el único que he podido encontrar. Tuve que matar a Langby ¿sabe? Tuve que hacerlo para que no quemara la catedral. El hermano de Enola se ha marchado a Bath, y los demás nunca conseguirán sobrevivir. Enola lleva sandalias en invierno y duerme en el metro, y usa horquillas para que se le rice el pelo. No podrá sobrevivir al Blitz.

—Puede que debieras haberla rescatado a ella. ¿Cómo se llamaba?

—Kirvin —dije, y desperté temblando y con frío.

5 de diciembre: Hoy he soñado que Langby tenía una bomba trazadora. La llevaba bajo el brazo como si estuviera envuelta en papel marrón, y salía de la estación de St. Paul por Ludgate Hill en dirección a la puerta oeste.

—No es justo —le dije, bloqueándole el paso con un brazo—. Hoy no hay turno de vigilancia.

Sujetaba la bomba contra su pecho como si fuera una almohada.

—Eso es culpa tuya —dijo, y la lanzó hacia la puerta del frente antes de que pudiera coger la arena y mi cubo de agua.

La trazadora no se inventó hasta finales del siglo veinte, y todavía pasaron diez años hasta que los desposeídos comunistas se apoderaran de ella convirtiéndola en algo que puede llevarse bajo el brazo. Es un aparato que puede lanzar al olvido cien metros cuadrados de ciudad.

Gracias a Dios, es un sueño que jamás se hará realidad.

El sueño se desarrollaba en un día soleado, y, esta mañana, cuando abandoné la guardia, el sol brillaba por primera vez desde hacía semanas. Bajé a la cripta y volví a subir, haciendo por segunda vez la ronda de los tejados, revisando luego la escalera y huecos y rincones traicioneros donde podía pasar desapercibida una incendiaria. Me sentí mejor tras hacerlo, pero volví a soñar cuando me dormí, y esta vez con fuego y con Langby contemplándolo, sonriendo.

15 de diciembre: Esta mañana encontré el gato. Anoche hubo bastantes incursiones aéreas, pero la mayoría iban hacia Canning Town, y en los tejados no pasó nada digno de mención. De todos modos, el gato estaba muerto. Lo descubrí esta mañana, en la escalera, cuando hacía mis rondas privadas. Un golpe. No tenía ninguna marca, a excepción de la mancha blanca de su garganta, pero cuando lo cogí era como si estuviera relleno de

No sé qué hacer con él. Por un momento se me ocurrió la locura de pedir a Matthews permiso para enterrarlo en la cripta. Muerte honorable en tiempo de guerra o algo así. Trafalgar, Waterloo, Londres, muerto en batalla. Terminé envolviéndolo en mi bufanda y llevándolo hasta un edificio en ruinas de Ludgate Hill, para enterrarlo entre los escombros. No servirá de nada. No le protegerá de los perros o las ratas, y nunca conseguiré otra bufanda. He gastado ya casi todo el dinero de mi tío.

No debería estar aquí. Todavía no he examinado el resto de la escalera o los huecos, y puede haber alguna incendiaria sin estallar que no haya visto.

Cuando llegué aquí, me consideraba un caballero al rescate, un profeta del pasado. No estoy haciendo muy bien el trabajo. Al menos Enola está a salvo. Me gustaría que hubiera algún modo de enviar la catedral a Bath para ponerla a salvo. Anoche apenas hubo bombardeos. Bence-Jones dice que los gatos sobreviven cualquier cosa. ¿Y si hubiese venido a mí para mostrarme el camino a casa?

Todas las bombas cayeron en Canning Town.

16 de diciembre: Enola ha vuelto. Verla ahí, en la escalera donde encontré al gato, durmiendo en Marble Arch, y sin estar a salvo, es más de lo que puedo

—Creí que estabas en Bath —dije estúpidamente.

—Mi tía dijo que admitía a Tom, pero no a los dos. Tiene la casa llena de niños evacuados. ¿Y tu bufanda? Hace un frío terrible ahí arriba.

—Yo… —dije, incapaz de decirle la verdad—. La perdí.

—Nunca conseguirás otra. Van a racionar la ropa. También la lana. Nunca conseguirás otra igual.

—Lo sé —dije parpadeando.

—Siempre acabamos perdiendo las cosas buenas. Es algo criminal, eso es lo que es.

No supe cómo responder a eso, así que me limité a dar media vuelta y a alejarme con la cabeza gacha, para buscar bombas y animales muertos.

20 de diciembre: Langby no es un nazi. Es un comunista. Apenas puedo escribirlo. Un comunista.

Una de las asistentas encontró el The Worker detrás de una columna y lo bajó a la cripta cuando acabábamos el primer turno.

—Malditos comunistas —dijo Bence-Jones—. Ayudan a Hitler, hablan mal del rey y provocan disturbios en los refugios. Unos traidores, eso es lo que son.

—Aman a Inglaterra igual que tú —dijo la asistenta.

—No aman a nadie que no sean ellos mismos. Son unos malditos egoístas. No me extrañaría saber que hablan por teléfono todos los días con Hitler. « ¿Qué hay, Adolf?, vamos a decirte dónde debes soltar las siguientes bombas.»

La espita de la tetera silbó, y la asistenta se levantó para echar el agua caliente en una taza con té.

—Que digan lo que piensan no quiere decir que pretendan prenderle fuego a la catedral.

—Pues claro que no —dijo Langby, bajando la escalera.

Se sentó y se quitó las botas, estirando los dedos de los pies dentro de los calcetines de lana.

—¿Quién quiere prenderle fuego a la catedral? —dijo.

—Los comunistas —repuso Bence-Jones, mirándole a los ojos. Y me pregunté si también sospechaba de Langby.

—En tu lugar yo no me preocuparía de ellos. Los jerries son los que se están esforzando esta noche todo lo posible para prenderle fuego. Ya llevamos seis incendiarias, y una de ellas casi se mete en el agujero que hay encima del coro.

Le mostró su taza a la asistenta, y ésta la llenó de té.

Quería matarle, golpearle hasta que no fuera más que polvo y despojos en el suelo de la cripta mientras Bence-Jones y la asistenta nos miraban sorprendidos sin saber qué hacer, y yo les contaba todo a ellos y al resto de los vigilantes. « ¿Sabéis lo que han hecho los comunistas? —quería gritar—. ¿Lo sabéis? Hay que detenerle.» Incluso me incorporé y avancé hacia él mientras seguía sentado y estiraba las piernas, con la capa de asbesto todavía sobre los hombros.

Y entonces pensé en la galería vestida de oro, en los comunistas saliendo de la estación del metro con el paquete bajo el brazo, y me sentí mal, con ese mismo vértigo de culpa e impotencia de siempre, y me tambaleé hacia atrás, sentándome en un borde del camastro, e intenté pensar lo que debía hacer a continuación.

No se dieron cuenta del peligro. Ni siquiera Bence-Jones, con toda su cháchara sobre traidores, pensaba que serían capaces de otra cosa que no fuera hablar contra el rey. No saben, no pueden saber, en qué se convertirán los comunistas. Stalin es un aliado. El comunismo significa Rusia. Nunca han oído hablar de Karinsky, ni de la Nueva Rusia, ni de todas esas cosas que convertirán la palabra «comunista» en sinónimo de «monstruo». No lo sabrán nunca. Para cuando los comunistas se conviertan en lo que se convertirán, ya no habrá servicio de vigilancia. Sólo yo sé lo que significa oír pronunciar la palabra «comunista», aquí en la catedral de San Pablo.

Un comunista. Debí haberlo supuesto. Debí haberlo supuesto.

22 de diciembre: Volvemos a doblar la vigilancia. No he dormido nada, y me tambaleo cuando estoy en pie. Esta mañana estuve a punto de colarme por el agujero, y sólo me salvé dejándome caer de rodillas. Mis niveles de endorfina fluctúan de manera salvaje y sé que debo dormir cuanto antes o acabaré como uno de los muertos ambulantes de Langby; pero temo dejarle a solas en los tejados, a solas en la iglesia con el líder de su partido, a solas en cualquier parte. Le vigilo hasta cuando duerme.

Creo que, pese a mi estado, podría provocar un trance si consigo algún artificial. Pero ni siquiera puedo ir a un pub. Langby está constantemente en los tejados, esperando una oportunidad. Cuando Enola vuelva tengo que convencerla para que me consiga el brandy. Sólo me quedan unos días.

28 de diciembre: Enola vino esta mañana cuando yo estaba en el ala oeste, levantando el árbol de Navidad. Se derrumbó hace tres noches. Lo había enderezado y estaba agachado recogiendo el oropel de adorno que estaba tirado en el suelo cuando Enola apareció de entre la niebla como si fuera algún santo. Se paró y me besó en la mejilla. Luego se enderezó, con la nariz colorada por su perenne resfriado, y me alargó un paquete envuelto en papel de colores.

—Feliz Navidad —dijo—. Vamos, ábrelo. Es un regalo.

Mis reflejos habían desaparecido casi del todo. Sabía que el paquete era demasiado estrecho para contener una botella de brandy, pero de todos modos creí que se había acordado, que me había traído la salvación.

—Cariño —dije, y lo abrí desgarrándolo.

Era una bufanda. De lana gris. La miré durante medio minuto sin saber lo que era.

—¿Dónde está el brandy?

Me miró sorprendida. Su nariz enrojeció aún más y sus ojos se empañaron de lágrimas.

—Esto te hace más falta. No tienes cupones para ropa y has de estar todo el tiempo a la intemperie. Está haciendo mucho frío.

—¡Necesitaba el brandy! —grité

—Sólo intentaba ser amable —empezó, pero la interrumpí.

—¿Amable? Te pedí No recuerdo haberte dicho que necesitase una bufanda.

Se la devolví y empecé a desliar una hilera de bombillas de colores, que se rompieron al caerse del árbol.

Puso esa mirada de mártir que Kivrin sabe poner tan maravillosamente bien.

—Me preocupa que pases todo el tiempo ahí arriba —dijo apresuradamente—. Quieren destruir la catedral, ¿sabes? Y está tan cerca del río. No creo que debas beber.

Es… es un crimen que no te cuides cuando están haciendo todo lo posible por matarnos a todos. Es como si estuvieras de su lado. Me preocupa venir un día y no encontrarte.

—Perfecto. ¿Y qué se supone que debo hacer con la bufanda? ¿Envolverme con ella la cabeza cuando suelten las bombas?

Dio media vuelta, echó a correr y desapareció en la niebla gris antes de que bajara dos escalones. Fui tras ella sin darme cuenta que seguía sujetando las bombillas, tropecé con ellas y casi caigo escalera abajo.

Langby me sujetó a medio camino.

—Se te acabaron las guardias —dijo con tono huraño.

—No puedes hacer eso.

—Oh, sí que puedo. No quiero muertos ambulantes conmigo en el tejado.

Dejé que me condujera hasta la cripta, donde me preparó una taza de té y me metió en la cama, todo ello con mucha deferencia. No dio ninguna muestra de que fuera esto lo que había esperado todo este tiempo. Decidí quedarme hasta que sonaran las sirenas. Cuando volviera a los tejados no podría echarme sin que resultara sospechoso. ¿Sabéis lo que me dijo antes de marcharse el bombero de vocación, vestido con sus botas de goma y su traje de asbestos?

—Quiero que duermas algo.

Como si pudiera dormir sabiendo que Langby estaba en el tejado. Podría acabar convertido en una antorcha humana.

30 de diciembre: Las sirenas me despertaron. El viejo Bence-Jones estaba a mi lado.

—Esto ha tenido que sentarte bien. Has dormido toda una vuelta del reloj.

—¿A qué día estamos? —dije, cogiendo las botas.

—A veintinueve. No hace falta que te apresures —añadió al ver que iba hacia la puerta—. Esta noche vienen con retraso. Puede que hasta no vengan. Eso sí sería una bendición.

Me detuve junto a la escalera, apoyándome en la fría piedra.

—¿Está bien la catedral?

—Aún aguanta. ¿Pesadillas?

—Sí —dije, recordando las de las últimas semanas…: el gato muerto en mis brazos en el bosque de St. John, Langby con el Worker bajo el brazo, la lápida al servicio de vigilancia iluminada por la lámpara de Cristo.

Entonces recordé que no había soñado. Me había sumido en esa clase de sueño por la que había rezado, la clase de sueño que me ayudaría a recordar.

Y entonces recordé. No la catedral arrasada por los comunistas, sino un titular de periódico: «Marble Arch acertado. Mueren dieciocho personas en la explosión.» No recordaba la fecha, a excepción del año: 1940. Sólo quedaban dos días para finalizar 1940. Cogí el abrigo y la bufanda y subí corriendo la escalera.

—¿Dónde diablos crees que vas? —me gritó No podía verle.

—Tengo que salvar a Enola —dije, y mi voz resonó en el eco del oscuro santuario—.

Van a bombardear Marble Arch.

—No puedes marcharte ahora —gritó detrás de mí, donde estaba la lápida al servicio de vigilancia—. La primera oleada acaba de empezar. Asqueroso…

No oí el resto. Ya estaba bajando la escalera y metiéndome en un taxi. Se llevó casi todo el dinero que tenía, el dinero que había reservado cuidadosamente para el viaje de vuelta al bosque de St. John. El bombardeo empezó cuando estábamos en Oxford Street, y el conductor se negó a seguir. Me dejó inmerso en la negrura, y me di cuenta de que nunca llegaría a tiempo.

Explosión. Enola derrumbándose en la escalera que llevaba al metro, calzando aún las sandalias, sin ninguna señal en el cuerpo. Y cuando intento levantarla parece no tener huesos y estar rellena de jalea. Había llegado tarde y tendría que envolverla con la bufanda que me regaló. Había retrocedido cien años para llegar tarde a salvarla.

Corrí las últimas manzanas, orientándome por la batería antiaérea que debía de estar instalada en Hyde Park, y bajé a trompicones los escalones del metro de Marble Arch. La mujer de las taquillas cogió mis últimos peniques a cambio de un billete para la estación de la catedral. Me lo metí en el bolsillo y corrí hacia la escalera.

—No corra, por favor —me dijo con placidez—. Es a su izquierda.

La puerta de la derecha estaba bloqueada por una barricada de madera, y las puertas metálicas que había al otro lado estaban bajadas y cerradas con candados. La placa con los nombres de las estaciones estaba tapada con cinta adhesiva y en la barricada había un cartel clavado que decía «Todos los trenes» y señalaba a la izquierda.

Enola no estaba en los parados ascensores, o en el suelo, apoyada contra la pared del vestíbulo. Llegué al primer tramo de escaleras y no pude continuar. Una familia se había instalado justo por donde yo quería pasar. Estaban preparando un té comunal con pan, mantequilla, un bote de mermelada sellado con papel encerado y un hornillo, semejante al que Langby y yo rescatamos de los escombros, dispuesto todo ello en un mantel con flores bordadas en las esquinas. Me detuve un momento mirando abajo, a ese té dispuesto en los escalones como si fuera una cascada.

—Yo… Marble Arch… —dije. Veinte personas muertas por la onda expansiva—. No deberían estar aquí.

—Tenemos tanto derecho como cualquiera —respondió belicosamente un hombre—

. ¿Quién es usted para decir que nos vayamos?

Una mujer que sacaba platos de una caja miró asustada. La tetera empezó a silbar.

—Usted es quien tiene que moverse. Venga, muévase —y se echó a un lado para que pasara.

Pasé sobre el bordado mantel, disculpándome.

—Perdonen. Estoy buscando a alguien que está en el andén.

—No creo que encuentre a nadie por ahí, amigo —dijo el hombre señalando en esa dirección.

Me apresuré, estuve a punto de pisar el mantel, y doblé la esquina para darme de bruces con el infierno.

Pero no era el infierno. Las chicas que se apoyaban en la pared resguardándose en sus abrigos estaban alegres o apáticas o irritables, pero desde luego no parecían condenadas. Dos chicos se peleaban por una moneda y la perdieron entre los raíles. Se asomaron al borde del andén, discutiendo sobre cuál se bajaría por ella, y el guardia de la estación les gritó que no se asomaran. Un tren tambaleante y repleto de gente llegó a la estación. Un mosquito se posó en la mano del guardia y éste se dio un manotazo para matarlo, fallando en el intento. Los chicos se rieron. Y había gente detrás de ellos, por todas partes, apoyándose en los azulejos del túnel como si estuvieran heridos, amontonándose por los demás túneles y sentados en las escaleras. Centenares y centenares de personas.

Retrocedí por la impresión golpeando una taza de té. Se derramó inundando el mantel.

—Ya se lo dije, amigo —dijo el hombre con alegría—. Es todo un infierno, ¿eh? Y abajo es peor todavía.

—Sí. Un infierno.

Nunca habría podido encontrarla. Nunca habría podido salvarla. Miré a la mujer que servía el té y pensé que tampoco podría salvarla a ella. Ni a Enola, ni al gato, ni a ninguno de los que están aquí, perdidos en los interminables pasillos y escaleras del tiempo. Habían muerto hacía ya más de cien años. No se puede salvar el pasado. Ésta debía de ser la lección que me envió a aprender el departamento de historia. Vale, espléndido, la he aprendido. ¿Puedo marcharme ya a casa?

Claro que no, querido muchacho. Te has gastado como un imbécil el dinero en taxis y en brandy, y esta noche es la noche en que los alemanes quemarán la ciudad. (Ahora que es demasiado tarde lo recuerdo todo. Veintiocho incendiarias en los tejados.) Langby tendrá su oportunidad, y aprenderás la lección más dura de todas, la debiste aprender desde un principio: no puedes salvar la catedral.

Volví al andén y esperé detrás de la línea amarilla hasta que llegó un tren. Saqué el billete y lo mantuve en la mano todo el viaje hasta la estación de St. Paul. El humo revoloteó hasta mí cuando llegué. No podía ver la catedral.

—Se acabó —dijo una mujer con voz desprovista de esperanza, y tropecé con un nido de serpenteantes y fláccidas mangueras de tela.

Mis manos se levantaron cubiertas de un barro que olía a rancio, y por fin comprendí (demasiado tarde) lo que se había acabado. No había agua para combatir los fuegos.

Un policía me bloqueó el paso y me quedé inmóvil antes él sin saber qué decir.

—No se permite pasar a los civiles —aseveró—. La catedral está el rojo.

La humareda se movía como si fuera una gran nube de tormenta, vibrando por los relámpagos, y la dorada cúpula se alzaba sobre ella.

—Soy del servicio de vigilancia —dije, y apartó el brazo, y subí al tejado.

Mis constantes de endorfinas debieron subir y bajar como el sonido de una sirena. A partir de ese momento carecí del corto plazo, sólo dispongo de momentos que no encajan bien en el entorno. Gente en la iglesia recogida en un rincón jugando a las cartas cuando bajamos a Langby, el torbellino de maderas ardiendo en la cúpula, el conductor de ambulancia que llevaba sandalias como Enola y que esparció pomada en mis quemadas manos. Y en el centro de todo, un único momento visto con claridad, aquel en que fui tras Langby y le salvé la vida.

Aguanté en mi puesto, pestañeando por el humo. La ciudad ardía y parecía como si la catedral pudiera consumirse por el calor, como si pudiera derrumbarse sólo por el ruido. Bence-Jones estaba en la torre del norte atacando una incendiaria con un azadón. Langby estaba demasiado cerca del agujero remendado, y me miraba. Una incendiaria rebotó tras él. Di media vuelta para coger una toalla y, cuando volvía a mirar, ya no estaba.

—¡Langby! —grité, y no pude oír mi propia

Había caído en el agujero y nadie le había visto a él o a la incendiaria. Nadie, excepto yo. No recuerdo cómo recorrí el tejado. Creo que pedí una cuerda. Conseguí una cuerda. Me la até alrededor de la cintura, le pasé un extremo a otro hombre del servicio de vigilancia y me asomé. Las llamas iluminaban las paredes del agujero casi todo el camino hasta abajo. Podía ver un montón de escombros debajo de mí. Está ahí abajo, pensé, y salté. El espacio era tan estrecho que no había sitio donde echar los escombros. Tenía miedo de enterrarle más aún sin darme cuenta, y empecé a apartar los cascotes tirándolos por encima del hombro, pero apenas había sitio para moverme. Durante un espantoso momento, temí que no estuviera ahí, que cuando apartara toda la madera quemada y el yeso no descubriría más que el suelo vacío, como le pasó a él en la cripta.

Me atormentaba la indignidad de tener que arrastrarme por él. Si había muerto no creía poder soportar la vergüenza de estar en pie sobre su cuerpo inerte. Entonces apareció su mano como si fuera la de un fantasma y me agarró del tobillo. Un momento después daba media vuelta y conseguía liberar su cabeza.

Estaba totalmente blanco y ya no me asustaba.

—Conseguí apagar la bomba —dijo.

Le miré tan embargado por el alivio que no pude hablar. Durante un histérico momento pensé que me echaría a reír de pura alegría de verle. Por fin conseguí darme cuenta de lo que debía decir.

—¿Estás bien?

—Sí —dijo, e intentó levantarse apoyando un codo—. Peor para ti.

No pudo levantarse. Gruñó por el dolor cuando intentó cargar todo su peso a la derecha. Los escombros crujían siniestramente bajo él. Intenté levantarle con cuidado para ver dónde estaba herido. Debía haber caído sobre algo.

—Ya no importa —dijo, respirando con fuerza—. La he apagado.

Le dediqué una mirada de sorpresa, pensando que deliraba, y seguí ayudándole a que rodara sobre un costado.

—Sé que contabas con ésta —continuó diciendo, sin ofrecerme resistencia—. Tenía que pasar tarde o temprano. Pero yo fui tras ella. ¿Qué les dirás ahora a tus amigos?

Su traje de asbesto estaba roto de parte a parte. El lado de la espalda estaba chamuscado y humeante. Había caído sobre la incendiaria.

—Oh, Dios mío —dije, intentando ver frenéticamente lo quemado que estaba sin tener que tocarle.

No tenía modo de saber lo profundas que eran las quemaduras, pero parecían no extenderse más allá de la estrecha abertura que ponía al descubierto el roto del traje. Intenté apartar la bomba, pero estaba tan caliente como un horno. Todavía no se había fundido la envoltura. El cuerpo de Langby y mi arena la habían enfriado. No sabía si volvería a calentarse cuando se expusiera al aire. Miré a mí alrededor, buscando con furia la bomba de agua y el cubo que Langby debió soltar cuando cayó.

—¿Buscando un arma? —dijo Langby con tanta claridad que resultaba difícil pensar que estaba malherido—. ¿Por qué no te limitas a dejarme aquí? Un poco más de exposición ante ese cacharro y estaré asado para cuando amanezca. ¿O prefieres hacer tu asqueroso trabajo en privado?

Me incorporé y les grité a los hombres del tejado. Uno de ellos apuntó con su linterna hacia nosotros, pero su luz no llegaba tan lejos.

—¿Está muerto? —me gritó alguien.

—Llamad a una ambulancia. Tiene quemaduras.

Ayudé a Langby a levantarse, intentando sostenerle sin tocarle las quemaduras. Se tambaleó un poco y se apoyó en el muro, observando como yo intentaba enterrar la incendiaria utilizando un trozo de yeso como pala. La cuerda bajó y la até a Langby. No había hablado desde que le ayudé a incorporarse. Permitió que anudara la cuerda alrededor de su cintura, mientras me miraba fijamente.

—Debí dejar que te asfixiaras en la cripta —dijo.

Se dejaba hacer tranquilamente, pareciendo casi relajado. Le até las manos a la cuerda y se las envolví con ella para asegurarle el agarre del que carecía.

—Llevo vigilándote desde el día de la Galería. Sabía que no te daba miedo la altura. Cuando pensaste que había arruinado tus planes, te decidiste a bajar aquí sin sentir el menor vértigo. ¿Por qué ha sido? ¿Un ataque de conciencia? Arrodillarte ahí como un niñito, gimiendo « ¿Qué hemos hecho? ¿Qué hemos hecho?». Me pones enfermo. Pero ¿sabes lo que me puso en guardia? El gato. Todo el mundo sabe que los gatos odian el agua. Todo el mundo menos los cochinos espías nazis.

Alguien dio un tirón a la cuerda.

—Adelante —dije, y la cuerda se tensó.

—¿Y esa putilla del SMV? ¿También era una espía? ¿Tenías que citarte con ella en Marble Arch? Decirme que iba a ser bombardeado. Eres un espía de lo más podrido, Bartholomew.

Tus amigos ya la pifiaron en septiembre. Seguís igual que al principio.

La cuerda se estremeció y empezó a alzar a Langby. Éste retorció las manos para sujetarse mejor. Su hombro derecho rozó la pared. Le sujeté para que subiera sin problemas.

—Cometes un error. Debiste matarme. Pienso contarlo todo.

Me quedé allí abajo, en la oscuridad, esperando la cuerda. Langby llegó inconscientemente al tejado. Cuando terminó el servicio pasé por la cúpula y bajé a la cripta.

Esta mañana llegó la carta de mi tío acompañada por un billete de diez libras.

31 de diciembre: En St. John me recibieron dos sabuesos de Dunworthy para decirme que llegaba tarde a los exámenes. Ni siquiera protesté. Les seguí obediente, sin pensar siquiera lo injusto que era examinar a un muerto que anda. No había dormido desde hacía… ¿cuánto tiempo? Desde que fui a buscar a Enola. No había dormido desde hacía cien años.

Dunworthy estaba en su despacho, bizqueando mientras me miraba. Uno de los sabuesos me pasó una hoja de papel, el otro dijo que empezaba mi tiempo. Volví la hoja y dejé una mancha aceitosa proveniente de la pomada de mis quemaduras. Me las miré sin comprender. Había tocado la incendiaria cuando aparté a Langby, pero esas quemaduras estaban en el dorso de las manos. La respuesta acudió a mi mente con la voz monótona de Langby: «Son quemaduras de la cuerda, estúpido. ¿Es que a los espías nazis no les enseñan cómo cogerse correctamente a una cuerda?».

Miré la hoja de examen. «Cantidad de bombas incendiarias que cayeron en la catedral de San Pablo. Cantidad de minas de tierra. Cantidad de bombas de alta potencia. Métodos habituales usados para apagar incendiarias. Para minas de tierra. Para bombas de alta potencia. Número de voluntarios que hacían el primer turno. Y el segundo turno. Bajas. Accidentes.» Las preguntas no tenían sentido. Había poco sitio para responderlas, apenas el suficiente para poner un número después de cada pregunta. Método utilizado habitualmente para apagar incendiarias. ¿Cómo iba a poner todo lo que sabía en ese espacio? ¿Dónde estaban las preguntas sobre Enola y Langby y el gato?

Me acerqué al escritorio de Dunworthy.

—La catedral estuvo a punto de arder anoche. ¿Qué clase de preguntas son éstas?

—Debería estar respondiendo preguntas, señor Bartholomew, no haciéndolas.

—Aquí no hay preguntas sobre la gente —dije. La otra capa de mi furia empezó a consumirse.

—Claro que las hay —dijo Dunworthy, pasando a la segunda página del cuestionario—. Número de bajas, mil novecientos cuarenta. Explosión, metralla, otros.

—¿Otros? —dije. El techo podía derrumbarse sobre mí en cualquier momento en una lluvia de polvo de yeso y furia—. ¿Otros? Langby apagó un fuego con su propio cuerpo. Enola tenía un resfriado que no hacía más que El gato… —Le quité el papel y escribí «un gato» en el estrecho espacio que había a continuación de «explosión»—. ¿Es que no le importan nada?

—Importan desde el punto de vista de la estadística —dijo—, pero como individuos son poco relevantes para el curso de la historia.

Mis reflejos se pusieron en marcha. Me sorprendí al descubrir que los de Dunworthy eran casi igual de lentos. Le rocé la mandíbula e hice que se le cayeran las gafas.

—Claro que son relevantes —grité—. ¡Ellos son la historia, y no esas malditas cifras!

Los reflejos de los sabuesos eran muy veloces. No había iniciado otro golpe cuando me cogieron por los brazos y me sacaron de la habitación.

—Están en el pasado sin que nadie pueda salvarles. No pueden ver más allá de sus narices y les bombardean continuamente, ¿y va a decirme que no son importantes? ¿A eso le llama usted ser un historiador?

Los sabuesos me llevaron en volandas hasta el recibidor.

—Langby salvó la catedral. ¿Cómo puede haber una persona más importante que ésa? ¡Usted no es un historiador! No es más que un… —Quería llamarle algo horrible, pero lo único que se me ocurrían eran frases de Langby—. ¡No es más que un cochino espía nazi! ¡No es más que una zorra burguesa holgazana!

Me tiraron al suelo, caí sobre manos y rodillas, y me dieron con la puerta en las narices.

—¡Si tengo que trabajar para usted, jamás seré historiador! —grité, y me fui a ver la lápida conmemorativa al servicio de vigilancia…

31 de diciembre: Tengo que escribir esto a trozos y poco a poco. Tengo las manos en muy mal estado, y los chicos de Dunworthy no me ayudaron mucho. Kivrin viene periódicamente, con su aire a lo Juana de Arco, y me pone tanta pomada en las manos que apenas puedo sujetar el lápiz.

La estación de St. Paul ya no existe, claro, así que bajé en Holborn y caminé el resto del camino pensando en mi último encuentro con el decano Matthews, la mañana siguiente a que ardiera todo el centro de la ciudad. Esta mañana.

—Tengo entendido que le salvó la vida a Langby —dijo—. Y que entre los dos salvaron anoche la catedral.

Le mostré la carta de mi tío y la miró como si no pudiera adivinar de qué trataba.

—Nada se salva para siempre —dijo, y por un terrible momento pensé que iba a decirme que Langby había muerto—. Tenemos que seguir salvando la catedral hasta que Hitler decida bombardear las poblaciones rurales.

Quise decirle que casi habían terminado las incursiones aéreas a Londres. Empezarían a bombardear el campo dentro de pocas semanas, Canterbury, Bath, y siempre apuntando a las catedrales. Usted y la catedral sobrevivirán a la guerra y vivirán para inaugurar la lápida conmemorativa.

—De todos modos, tengo la esperanza de que haya pasado lo peor.

—Sí, señor.

Pensé en la piedra, en la inscripción aún legible después de tanto tiempo. No, señor, lo peor no ha pasado.

Mantuve el ánimo hasta llegar a la cima de Ludgate Hill. Luego me perdí y vagué por los alrededores como un hombre en un camposanto. No recordaba que los guijarros se parecieran tanto al yeso del que Langby intentó desenterrarme. No podía encontrar la lápida por ninguna parte. Al final estuve a punto de caer sobre ella, echándome hacia atrás como si hubiera pisado una tumba.

Era todo lo que quedaba. Se supone que Hiroshima tuvo un puñado de árboles que seguían íntegros y Denver los escalones del capitolio. Ninguno tiene una inscripción que rece: «En recuerdo a los hombres y mujeres del servicio de vigilancia que por la gracia de Dios salvaron esta catedral». La gracia de Dios.

Hay parte de la inscripción borrada. Hay historiadores que aseguran que hay otra línea que decía «para siempre», pero no lo creo, no si el decano Matthews tuvo algo que ver con ello. Tampoco lo creería ni por un momento cualquiera de los vigilantes. Salvábamos la catedral cada vez que apagábamos una incendiaria, y sólo hasta que cayera la siguiente. Vigilar los sitios de riesgo, apagar los pequeños fuegos con la arena y las bombas de agua, los grandes con nuestros cuerpos, para impedir que ardiera la vasta y compleja estructura. Todo me parecía un curso de historia. Vaya un momento para descubrir lo que es de verdad un historiador cuando he tirado por la ventana mi oportunidad de ser uno con tanta facilidad como ellos tiraron dentro la bomba trazadora. No, señor, lo peor no ha pasado.

En la lápida hay quemaduras, allí donde la leyenda dice que estaba arrodillado el decano cuando estalló la bomba. Algo totalmente apócrifo, claro, ya que no es el sitio más apropiado para rezar. Es más probable que fuera la sombra de un turista preguntando por el teatro Windmill o la huella de una chica que le llevaba una bufanda a un voluntario. O un gato.

Nada se salva para siempre, decano Matthews, y lo sabía cuando entré el primer día por la puerta este, intentando ver algo en la oscuridad, pero de todos modos sigue siendo bastante malo. Lo es estar ahí arrodillado entre guijarros de los que no podía desenterrar ni amigos ni sillas plegables, sabiendo que Langby murió pensando que yo era un espía nazi, y que Enola vendría un día y yo no estaría aquí. Es bastante malo.

Pero no lo es tanto como podría serlo. Los dos habían muerto, y el decano Matthews, también, pero murieron sin saber lo que yo ya sabía, lo que hizo que me arrodillara en la Galería de los Susurros, enfermo de pena y culpa: que al final, ninguno de nosotros salvó la catedral. Y Langby no podía volverse y mirarme, sorprendido y dolorido hasta el corazón, para preguntarme: « ¿Quién lo hizo? ¿Tus amigos los nazis?». Y yo no tendría que responder: «No, los comunistas». Eso habría sido mucho peor.

He vuelto a mi cuarto y he dejado que Kivrin me pusiera más pomada en las manos. Quiere que duerma algo. Sé que debería hacer las maletas y marcharme. Sería humillante dejar que vinieran a echarme, pero no tengo fuerzas para luchar con ella. Se parece demasiado a Enola.

1 de enero: Parece que no me he limitado a dormir toda la noche, sino que, además, lo he hecho hasta pasada la hora matutina de llegada del correo. Cuando desperté, descubrí a Kivrin sentada en el borde de la cama sosteniendo un sobre.

—Han llegado tus calificaciones.

Puse la mano haciéndole sombrilla a los ojos.

—Pueden ser maravillosamente eficientes cuando quieren, ¿verdad?

—Sí —dijo Kivrin.

—Bueno, veámoslas —dije, sentándome—. ¿Cuánto tiempo tendré hasta que vengan a echarme?

Me entregó el sobre de la computadora. Lo abrí por la línea perforada.

—Espera —me dijo—. Quiero decirte algo antes de que lo abras. —Posó gentilmente la mano en mis quemaduras—. Estás equivocado con el departamento de historia. Son muy buenos.

No era exactamente lo que esperaba que dijera.

—Bueno no es la palabra que utilizaría para describir a Dunworthy —dije, sacando el contenido del sobre.

La expresión de Kivrin no cambió, ni siquiera cuando me quedé inmóvil, con la hoja impresa apoyada en mis rodillas, donde ella podía verla.

—Bueno —dije.

La nota estaba firmada por el estimado Dunworthy. Me había graduado. Con honores.

2 de enero: Hoy llegaron dos cosas en el correo. Una era el destino de Kivrin. El departamento de historia piensa en todo —incluso en mantenerla aquí el tiempo suficiente para que cuide de mí, hasta en prefabricar una prueba rigurosa para que la pasen sus estudiantes.

Creo que me gustaría pensar que fue eso lo que hicieron, que Enola y Langby sólo eran actores contratados y el gato un inteligente androide programado para el efecto final, pero no demasiado, porque no quiero creer que Dunworthy sea tan bueno, porque entonces no tendría este lacerante dolor que me provoca el no saber qué fue de ellos.

—¿Dijiste que tus prácticas fueron en la Inglaterra del mil trescientos? —le pregunté, mirándole con tanta sospecha como miré a

—Mil trescientos cuarenta y nueve —dijo, y su cara se derrumbó por el recuerdo—.

El año de la plaga.

—Dios mío. ¿Cómo pudieron hacer eso? La plaga es un diez.

—Tengo inmunidad natural —dijo, y se miró las manos.

No supe qué decir y abrí el otro sobre. Era un informe sobre Enola. Estaba impreso por la computadora; tenía hechos, fechas y estadísticas, todas esas cifras que tanto amaba el departamento de historia, pero me contaba lo que creía que debería quedarme sin saber; que Enola se curó el resfriado y que sobrevivió al Blitz. Su hermano Tom murió en los bombardeos de Bath, pero Enola vivió hasta el 2006, el año anterior a que volaran la catedral.

No sé si creer o no el informe, pero no me importa. Es como Langby leyéndole en voz alta al anciano, un acto de generosidad humana. Piensan en todo.

No en todo. No me han dicho lo que le pasó a Langby. Pero, mientras escribo esto, creo que lo sé: le salvé la vida. No importa que al día siguiente muriese en el hospital, y pese a todas las elecciones que se empeña en enseñarme el departamento de historia, sigo sin creer en una: nada está salvado para siempre. Creo que Langby sí lo está.

3 de enero: Hoy fui a ver a No sé lo que pretendía decirle: algún discurso pomposo sobre mi voluntad de servir en el servicio de vigilancia de la historia, manteniéndome firme, silenciosa y santificadamente, contra las incendiarias del corazón humano.

Pero me miró apenas entré, y me pareció que miraba a esa imagen luminosa que era la catedral brillando a la luz del sol antes de que desapareciera del todo, y que sabía mejor que nadie que el pasado no podía salvarse.

—Siento haberle roto las gafas, señor —le dije en vez de lo que llevaba pensado.

—¿Le gustó la catedral? —dijo.

Y, como cuando conocí a Enola, pensé que estaba interpretando mal la situación, que no sentía pérdida alguna, sino algo muy diferente.

—Mucho, señor.

—Sí, a mí también.

El decano Matthews se equivocaba. Luché con la memoria durante toda la práctica para descubrir al final que no era mi enemiga, y que ser un historiador no es ninguna carga bendecida con la santidad. Porque Dunworthy no mira a la fatal luz del sol de esta última mañana, sino a la penumbra de esa primera tarde, mirando a la enorme puerta este de la catedral, a lo que, como Langby, como todo lo demás, como cada momento, está en nosotros, a salvo para siempre.