Larry Niven, Relato

Hándicap – Larry Niven

I

NUESTRAS aerocicletas se remontaron sobre un desierto rojo, bajo el suave sol rojo de Down. Dejé que Jilson me precediera. Al fin y al cabo era mi guía, y yo apenas había montado en una aerocicleta. Soy un llanero. He pasado la mayor parte de mi vida en las ciudades de la Tierra, donde cualquier vehículo volador es ilegal a menos que esté completamente automatizado.
Me gustaba volar. No era muy hábil aún, pero allí había suficiente espacio para enmendar los errores, con el desierto tan lejos por debajo.
—Allí —dijo Jilson, señalando algo.
—¿Dónde?
—Allí abajo. Sígame.
Su aerocicleta giró fácilmente a la izquierda y empezó a aminorar la marcha y a descender. Le seguí, manejando los mandos como mejor me pareció y descendiendo detrás de él. Eventualmente localicé lo que Jilson me había señalado.
—¿Aquel pequeño cono?
—Exactamente.
Desde arriba, el desierto parecía completamente desprovisto de vida. Pero no lo estaba, como no lo están los desiertos de los mundos más deshabitados. Invisibles desde lo alto, había plantas espinosas que almacenaban una gran cantidad de agua en el interior de sus tallos. Florecían después de un aguacero, y dejaban sus semillas esperando un año —o diez— por el próximo aguacero. También insectos de cuatro patas, y unos cuadrúpedos de sangre caliente del tamaño de una zorra, que siempre estaban hambrientos.
Había un cono peludo de unos cinco pies, con una cima redonda y calva. Sólo su sombra lo hacía visible mientras descendíamos hacia él. Su pelo era del mismo color que la rojiza arena.
Aterrizamos junto a él y nos apeamos.
Yo había empezado a creer que me tomaban el pelo. Aquello no parecía un animal; parecía un gran cacto. A veces los cactos tienen un pelaje parecido.
—Estamos por detrás de él —dijo Jilson.
El guía era moreno, macizo y taciturno. En Down no existía la clase de animal conocido por el nombre de «guía profesional». Hablé con Jilson para que me llevara al desierto; le pagaba bien, pero no me había ganado su amistad. Creo que estaba tratando de ponerlo en evidencia.
—Vamos a verlo por delante —dijo.
Dimos la vuelta al peludo cono, y me eché a reír.
El Grog mostraba sólo cinco características. Donde tocaba la roca plana, la base del cono tenía un metro veinte de anchura. El pelo, largo y liso, caía sobre la roca como una falda muy larga. Unos cuantos centímetros más arriba, dos pequeñas garras, ampliamente separadas, asomaban a través de la cortina de pelo. Eran del tamaño y la forma de las patas anteriores de un perro danés, pero desnudas y sonrosadas. Un metro más arriba asomaban otras dos garras, provistas de unos curvados e inútiles dedos. Finalmente, encima de estas últimas garras, discurría la línea de una boca sin labios, de casi un metro de longitud, medio oculta por el pelo, curvada muy ligeramente hacia arriba en las comisuras. No había ojos. Él cono parecía un ídolo tallado en la edad de piedra, o una cruel caricatura de un monje feudal.
Jilson esperó pacientemente a que yo dejara de reír.
—Es raro —admitió, de mala gana—. Pero es inteligente. Debajo de esa calva hay un cerebro de mayor tamaño que el de usted y el mío juntos.
—¿Nunca ha tratado de comunicarse con usted?
—Ni conmigo ni con nadie.
—¿Construye herramientas?
—¿Con qué? Mire sus manos… —me contempló con aire divertido—. Esto es lo que usted quería ver, ¿no es cierto?
—Sí. He hecho un largo viaje para nada.
—De todos modos, ahora ya lo ha visto.
Me eché a reír de nuevo. Sin ojos, inmóvil, mi cliente en potencia permanecía sentado como un perro demasiado gordo.
—Vamos —dije—. Podemos regresar.

II

Una tomadura de pelo. Había pasado dos semanas en el hiperespacio para llegar aquí. Los gastos correrían a cargo de la empresa, pero en definitiva salían de mi bolsillo: algún día me convertiría en el propietario del negocio.
Jilson tomó su cheque sin hacer ningún comentario, lo dobló cuidadosamente y se lo guardó en el bolsillo. Dijo:
—¿Me invita usted un trago?
—Desde luego.
Dejamos en las afueras de la ciudad nuestras aerocicletas alquiladas, y Jilson me precedió hasta llegar a un gran hexaedro plateado con un letrero luminoso de color azul: «Café Irlandés de Cziller». Por dentro el lugar continuaba siendo un hexaedro, un loco edificio de un solo piso de cuarenta metros de altura. Unos divanes en forma de herradura cubrían todo el suelo, tan pegados unos a otros que apenas quedaba espacio para pasar entre ellos.
—Un lugar interesante —dijo Jilson—. Estos divanes fueron construidos para flotar en el aire —esperó a que yo manifestara sorpresa, pero al ver que no lo hacía continuó—. La cosa no funcionó. La idea era buena: los divanes se moverían por el aire, y si los clientes de dos mesas querían estar juntos, podían unir sus divanes magnéticamente.
—Parece divertido.
—Era divertido. Pero el tipo que lo ideó se olvidó de que la gente va a un bar para emborracharse. Se dedicaron a jugar con los divanes como si fueran autos de choques. Se elevaban tanto como podían, y dejaban caer sus bebidas. A la gente que estaba debajo no le gustaba eso, y se producían numerosas peleas.
—De modo que suprimieron los vuelos…
—Antes trataron de hacerlos automáticos. Pero aún podían verterse las bebidas sobre los clientes que estaban debajo. Y se requería más habilidad para acertar, por lo que la cosa se convirtió en un juego. Luego, una noche, un imbécil consiguió poner en cortocircuito el piloto automático, pero olvidó que los controles manuales habían quedado desconectados. Su diván aterrizó encima de otro, y tres importantes personajes resultaron heridos. Entonces fijaron los divanes al suelo.
Un camarero nos sirvió una botella de Blue Fire 2728. El bar estaba casi vacío a aquella hora tan temprana, y muy tranquilo.
Ahora que ya no estaba a mi servicio, Jilson se mostraba casi locuaz. También yo hablé mucho. Y no es que sea demasiado parlanchín, pero… Bueno, qué diablos, aquí estaba yo, a años luz de distancia de la Tierra, del negocio y de mis amigos, en la misma orilla del espacio humano. En Down: un antiguo mundo kzinti, en su mayor parte vacío, con unos cuantos núcleos dispersos de civilización; un mundo en el cual los agricultores tenían que usar lámparas ultravioletas para hacer crecer sus cosechas, a causa de aquel sol rojo enano. Aquí estaba yo, así que si podía, iba a disfrutarlo.
Lo estaba disfrutando. Jilson era un buen compañero, y el Blue Fire pasaba con suavidad. Pedimos otra botella. La animación aumentaba a medida que se acercaba la hora del aperitivo.
—Me he estado preguntando algo —dijo Jilson—. ¿Le importa que hablemos de negocios?
—No. ¿De qué negocios?
—De los suyos.
—En absoluto. Ni siquiera tenía que preguntármelo.
—Entre nosotros es tradicional hacerlo. A algunas personas no les gusta hablar de sus trucos comerciales. Y a otras les gusta olvidar por completo su trabajo en sus horas de asueto.
—Me parece muy bien. ¿Qué quería preguntarme?
—¿Con qué trata usted, concretamente?
—Con seres sensibles que poseen mentes evolucionadas, pero que carecen de manos.
—¡Oh! ¿Cómo los delfines?
—Exacto. ¿Hay delfines en Down?
—Desde luego. Están a cargo de nuestra industria pesquera.
—¿Conoce usted esos aparatos que llevan? Parecen motores fuera de borda y con dos manos metálicas…
—Las Manos de Delfín, desde luego. Les resultan imprescindibles para trabajar.
—Yo las fabrico.
Jilson dio un respingo. Fingí no haberme dado cuenta.
—Bueno, debí decir que las fabrica la compañía de mi padre. Algún día dirigiré la Garvey Limited, pero antes tendrá que morir mi bisabuelo. Y no parece sentir muchos deseos de morirse.
John sonrió, con cierta turbación.
—Conozco a personas así.
—Algunas personas parecen secarse a medida que envejecen. Se hacen más duras en vez de engordar, y su energía va en aumento, como si tuvieran en su interior una fuente termonuclear. Mi bisabuelo es así.
—Parece usted muy orgulloso de él. ¿Por qué tendría que morirse?
—Es como una costumbre. Mi padre dirige ahora la compañía. Si se le plantea algún problema, puede acudir a su padre, quien dirigió la compañía antes que él. Y si el abuelo no puede resolverlo, acuden al bisabuelo.
—Comprendo. Es una tradición. ¿Qué está usted haciendo en Down?
—Nuestra compañía no trata únicamente con delfines… —el Blue Fire había desatado mi lengua—. Mire, Jilson, conocemos tres seres sensibles sin manos. ¿De acuerdo?
—Algunos más. Los pupis utilizan sus bocas. Y los…
—Me refiero a los animales que no pueden empuñar una herramienta —interrumpí—. Delfines, bandersnatchi… y eso que hemos visto hoy.
—El Grog. ¿Y bien?
—¿Se da cuenta de que tienen que existir más especies como esas en toda la galaxia? Mentes sin manos. A medida que nos extendamos a otras estrellas, encontraremos más y más civilizaciones indefensas, sin manos, sin herramientas… A veces ni siquiera podremos reconocerlas. ¿Qué vamos a hacer?
—Construir Manos de Delfín para ellas.
—Bueno, sí, pero eso no es una solución. Cuando una especie empieza a depender de otra, se convierte en parásito.
—¿Qué me dice de los bandersnatchi? ¿Construyen manos para los bandersnatchi?
—Sí. Mucho mayores, desde luego. Un bandersnatchi tiene un tamaño dos veces mayor que el de un brontosaurio. Su esqueleto es flexible, pero no tiene articulaciones. Los únicos detalles en su lisa piel blanca son los mechones de cerdas sensoriales a ambos lados de su ahusada cabeza. Se arrastra sobre el vientre. Vive en las tierras bajas de Jinx, a lo largo de las costas del océano. Usted puede creer que son los seres más indefensos de todo el espacio conocido… hasta que ve a uno de ellos embistiéndole como una montaña blanca.
—¿Y cómo pagan ellos sus máquinas? —inquirió Jilson.
—Se quedan con un porcentaje sobre los derechos de caza.
—¿De qué caza?
—Caza de bandersnatchi, naturalmente.
Jilson me miró, horrorizado.
—No le creo.
—Tampoco yo quería creerlo, pero es verdad —me incliné hacia delante, a través de la diminuta mesa—. Le explicaré cómo funciona la cosa. Los bandersnatchi tienen que controlar su población; tienen que adaptar su número a los alimentos que se encuentran en las costas de las tierras bajas. Y tienen que matar también su aburrimiento. ¿Se imagina lo aburridos que debían estar antes de que los hombres llegaran allí? De modo que han hecho un trato con el gobierno de Jinx.
»Un hombre, por ejemplo, desea conseguir un esqueleto de bandersnatchi, para construir una sala de trofeos de caza dentro de él. Acude al gobierno de Jinx y obtiene una licencia. La licencia especifica el equipo que puede llevar a las tierras bajas, las cuales sólo están habitadas por bandersnatchi, debido a que la presión atmosférica es tan elevada como para aplastar los pulmones de un hombre, y la temperatura puede cocerle fácilmente. Si es sorprendido utilizando armas prohibidas, va a parar a la cárcel por una larga temporada.
»Puede regresar con un cadáver, y puede no regresar. Las dos posibilidades están bastante equilibradas. Pero, en cualquiera de los casos, los bandersnatchi cobran el ochenta por ciento del importe de la licencia, que asciende a mil estelares. Con eso compran cosas.
—Manos, por ejemplo.
—Exactamente. Oh, otra cosa. Un delfín puede controlar sus Manos con su lengua, pero un bandersnatchi no puede hacerlo. Tenemos que instalar el control directamente en los nervios, quirúrgicamente. No es difícil.
Jilson sacudió la cabeza y encargó otra botella.
—Los bandersnatchi hacen también otras cosas —dije—. El Instituto del Conocimiento de Jinx tiene instrumentos en las tierras bajas. Laboratorios, etc. Hay cosas que el Instituto desea conocer acerca de lo que ocurre bajo la presión y las temperaturas de las tierras bajas. Los bandersnatchi dirigen todos los experimentos, utilizando Manos.
—De modo que usted ha venido aquí en busca de un nuevo mercado.
—Me dijeron que había una nueva forma de vida sensible en Down, que no utilizaba herramientas.
—¿Y ha cambiado usted de idea?
—Casi. Jilson, ¿qué les hace pensar que se trata de seres sensibles?
—Los cerebros. Son enormes.
—¿Nada más?
—No.
—Es posible que sus cerebros no funcionen como los nuestros. Las células nerviosas pueden ser distintas.
—Mire, estamos poniéndonos en un plan demasiado técnico. Vamos a dejarlo por esta noche —y tras pronunciar aquellas palabras, Jilson apartó a un lado la botella y los vasos y se puso en pie sobre la mesa. Echó una ojeada circular al Café Irlandés de Cziller y, de pronto, dijo—. ¡Ah! Garvey, acabo de localizar a un primo mío y a una de sus amigas. Vamos a reunimos con ellos. Casi es la hora de cenar.
Pensé que les invitaríamos a cenar. Nada de eso. Sharon y Lois se empeñaron en que compartiéramos su cena, hecha a mano, a partir de materiales crudos que adquirimos en una tienda especial. El ver alimentos crudos por primera vez, prácticamente en el estado en que habían salido del suelo o de un cadáver animal, me produjo cierta repugnancia. Confío en que supe disimularlo. Pero la cena tenía un excelente sabor.
Después de cenar y de tomar unas copas, regresé al hotel. Me acosté planeando despegar de Down a la mañana siguiente.

Desperté en medio de una completa oscuridad alrededor de las cuatro de la madrugada, mirando al techo invisible y viendo un cono con la parte superior redondeada, unos pelos larguísimos y rojizos y una boca crispada en una leve sonrisa. Sonriéndome con amable ironía. El cono tenía secretos. Yo me había acercado a ellos aquella misma tarde; había visto algo sin darme cuenta…
No me pregunten cómo lo sabía. El hecho es que lo sabía, con prístina certeza que no admitía ninguna duda. Pero no pude recordar lo que había visto.
Llamé a la cocina para que me subieran un bocadillo de atún y una taza de chocolate caliente.
¿Por qué habían de ser inteligentes? ¿Por qué desarrollarían cerebro unos conos sedentarios?
Me pregunté cómo se reproducirían. Bisexualmente no, desde luego; no podrían alcanzarse el uno al otro. A menos… Tenía que existir una fase móvil. Aquellas garras inservibles…
¿Qué es lo que comían? No podían buscar alimentos; tenían que esperar que acudieran a ellos, como cualquier animal sésil: almejas, anémonas marinas, o la orquídea Gummidgy que yo tenía en el salón de mi casa para asombrar a mis huéspedes.
Poseían un cerebro. ¿Por qué? ¿Qué hacían con él? ¿Sentarse y pensar en todo lo que se estaban perdiendo?
Necesitaba datos. Por la mañana me pondría en contacto con Jilson.

III

A las once de la mañana siguiente estábamos en el parque zoológico de Down. Detrás de un campo repulsor, algo gruñía en dirección a nosotros: algo semejante a la tentativa de un dios idiota para crear un bulldog peludo. El animal no tenía nariz, y su boca era una ranura sin labios ocultando dos apretadas superficies cortantes en forma de herradura. Su largo pelo era del color de la arena iluminada por una luz rojiza. Las garras delanteras terminaban en cuatro largos dedos, de modo que parecían las patas de un polluelo.
—Recuerdo esas patas.
—Sí —dijo Jilson—. Es un cachorro de Grog. En esta fase se aparean; luego la hembra busca una roca y se instala allí. Cuando ha crecido lo suficiente, empieza a tener hijos. Esa es la teoría, al menos. En cautividad no actúan así.
—¿Y los machos?
—En la jaula contigua.
Los machos, dos de ellos, eran del tamaño de los chihuahuas, con casi el mismo temperamento. Pero tenían los apretados dientes en forma de herradura y el largo pelo rojizo.
—Jilson, si son inteligentes, ¿por qué están enjaulados?
—Si cree que eso es malo, espere a ver el laboratorio. Mire, Garvey, no debe usted olvidarse de que nadie ha demostrado que sean inteligentes. Hasta que alguien lo demuestre, son animales experimentales.
Despedían un extraño y casi agradable olor, lo bastante leve como para que dejara de percibirse al cabo de dos o tres segundos. Contemplé la hembra en estado móvil.
—¿Y qué pasaría entonces? ¿Se avergonzaría súbitamente todo el mundo?
—Lo dudo. ¿Sabe usted por casualidad lo que Lilly y sus socios hacían con los delfines cuando trataban de demostrar que eran inteligentes?
—Pruebas de cerebro y encierro, sí. Pero eso fue hace muchísimo tiempo.
—Lilly trataba de demostrar que los delfines eran inteligentes, pero los trataba como a animales experimentales. ¿Por qué no? Es lógico. Si estaba en lo cierto, le hacía un favor a la especie. Si estaba equivocado, sólo había perdido el tiempo con unos animales. Y eso también proporcionaba a los delfines un poderoso incentivo para demostrar que Lilly tenía razón.
Llegamos al laboratorio poco después de mediodía. Era el Laboratorio de Investigaciones Xenobiológicas, un edificio rectangular situado más allá de los suburbios de la ciudad, rodeado de campos parduzcos iluminados por los haces rectangulares de los rayos ultravioleta proyectados por lámparas instaladas sobre unos altos postes. A lo lejos podíamos ver el río Ho, con racimos de esquiadores acuáticos deslizándose a través de su fangosa superficie, detrás de las embarcaciones de arrastre.
Un tal Dr. Fuller nos acompañó a través del laboratorio. Era un hombre muy alto y muy delgado, albino, de brazos y piernas casi esqueléticos.
—¿Está usted interesado en los Grogs? No se lo reprocho. Son muy difíciles de estudiar, ¿sabe? Su conducta no revela nada. Se limitan a permanecer sentados. Cuando algo se pone a su alcance, comen. Y son vivíparos.
Tenía varios conos pre-sésiles, cuadrúpedos del tamaño de bulldogs, en jaulas. Había otra jaula conteniendo dos de los pequeños machos. No le ladraban, y él los trataba con ternura y con cariño. Tuve la impresión de que era un hombre feliz. Para un albino, Down debía ser una especie de paraíso. Podía andar al aire libre todo el año, el suelo era feraz y no había que tomar píldoras bronceadoras bajo el rojo sol.
—Aprenden con bastante rapidez —dijo el Dr. Fuller—, pero no son inteligentes. Tienen un nivel de cerebración similar al de un perro. Crecen muy aprisa y comen muchísimo. Mire ésta —señaló una hembra muy gorda—. Dentro de unos días empezará a buscar un lugar para anclar.
—¿Qué hará usted entonces? ¿Soltarla?
—La sacaremos del laboratorio. Buscaremos una roca apropiada para ella, y construiremos una jaula a su alrededor. Se quedará en la jaula hasta que cambie de forma, y entonces sacaremos la jaula. Ya lo hemos intentado antes —añadió—, pero no ha dado resultado. Todos mueren. Se niegan a comer, a pesar de que les ofrecemos carne viva.
—¿Cree que esta vivirá?
—Tenemos que continuar intentándolo. Tal vez descubramos dónde reside nuestro fallo.
—¿Ha atacado un Grog alguna vez a un ser humano?
—Que yo sepa, nunca.
Para mí, aquella era una respuesta tan buena como «no». Porque yo estaba tratando de descubrir si eran inteligentes.
Piénsese en la época en que empezó a sospecharse que los cetáceos eran el segundo orden de vida sensible de la Tierra. Se supo, entonces, que los delfines habían ayudado muchas veces a nadadores en dificultades, y que ningún delfín había atacado nunca a un ser humano. Bueno, ¿qué diferencia había entre no haber atacado a humanos, o haberlo hecho únicamente cuando no existía el menor peligro de ser sorprendidos en el acto? Las dos posibilidades eran una prueba de inteligencia.
—Desde luego, es posible que un hombre sea demasiado grande para que un Grog se lo coma. Mire esto —dijo el Dr. Fuller, encendiendo la pantalla de un microscopio. Mostró un corte transversal de una célula nerviosa—. Es del cerebro de uno de ellos. Hemos estado investigando el sistema nervioso de los Grog. Los nervios transmiten los impulsos más lentamente que los humanos.
—En su opinión, ¿son inteligentes los conos?
El Dr. Fuller no lo sabía. Tardó largo rato en decirlo, pero esa fue la conclusión a que llegué. Y el hecho le molestaba. Quería saber. Quizá creía tener derecho a saber.
—Entonces, dígame una cosa: ¿existe alguna razón evolutiva para que hayan desarrollado una inteligencia?
—Esa es una pregunta mucho mejor… —pero el doctor Fuller vaciló antes de contestarla—. Mire, hay un animal terrestre que empieza su vida como una lombriz acuática con una cuerda dorsal. Más tarde se convierte en un animal sésil, y al mismo tiempo pierde la cuerda dorsal.
—¡Asombroso! ¿Qué es una cuerda dorsal?
El Dr. Fuller se echó a reír.
—Algo equivalente a su médula espinal. Una cuerda dorsal es una trenza de conexiones nerviosas que se extiende a lo largo del cuerpo. Las formas más primitivas poseen conexiones sensoriales, pero dispuestas de un modo anárquico. Las formas más avanzadas desarrollan un espinazo alrededor de la cuerda dorsal y se convierten en vertebrados.
—Y ese animal ha perdido su cuerda dorsal.
—Sí. Es un desarrollo retrógrado.
—Pero los Grogs son distintos.
—Es cierto. No desarrollan sus grandes cerebros hasta que se han instalado sobre una roca. Y… no, no puedo imaginar ninguna razón evolutiva. No deberían necesitar un cerebro. No deberían poseer un cerebro. Lo único que hacen es permanecer sentados y esperar a que algún bocado se ponga a su alcance. Acompáñeme, Mr. Garvey. Y usted también, Jilson. Quiero enseñarles el sistema nervioso central de un Grog. Quedarán tan desconcertados como yo.
El cerebro era grande, globular y de un color extraño: casi el gris de la masa encefálica humana, pero con un tinte amarillento. Aunque esto último podía ser debido a la solución en la cual era conservado. La parte posterior del encéfalo era apenas perceptible, y la médula espinal era un lacio cordón blanco, muy delgado, que terminaba en una ramificación múltiple. ¿Qué podía controlar aquel monstruoso cerebro, careciendo prácticamente de una médula espinal para transmitir sus mensajes?
—Supongo que la mayor parte de los nervios del cuerpo no pasan a través de la médula espinal…
—Creo que se equivoca, Mr. Garvey. He intentado, sin éxito, encontrar nervios adicionales.
El Dr. Fuller sonreía ligeramente. Ahora me había dado una pieza del rompecabezas. En adelante podíamos ser dos los que pasáramos las noches en blanco, tratando de resolverlo.
—¿Hay alguna diferencia en el material nervioso del cerebro de la forma móvil?
—No. La forma móvil tiene un cerebro más pequeño y una médula espinal más gruesa. Como ya he señalado, su inteligencia es equivalente a la de un perro, aunque el cerebro es algo mayor que el de los canes, lo cual resulta lógico teniendo en cuenta el nivel más lento de propagación del impulso nervioso.
—De acuerdo. ¿Le serviría de consuelo saber que me ha estropeado usted el día?
—Creo que sí.
El Dr. Fuller me devolvió la sonrisa. Éramos amigos. Le halagaba saber que yo comprendía sus explicaciones. De no ser así, yo no hubiera mostrado un aspecto tan intrigado.
El sol estaba muy bajo en el cielo cuando salimos del laboratorio. Nos detuvimos a examinar la roca que el doctor Fuller había preparado para el Grog hembra. Una gran roca plana, rodeada de arena, y circundada por una valla con un portillo. Un encierro más pequeño adosado a la valla albergaba una colonia de conejos blancos.
—Una última pregunta, doctor. ¿Cómo se las arreglan para comer? No pueden quedarse sentados y esperar a que el alimento penetre en sus bocas…
—No. Tienen una lengua muy larga y muy delgada. Me gustaría que pudiera ver cómo la utilizan. En cautividad, no comen; y tampoco comen cuando un ser humano se encuentra cerca de ellos.
Nos despedimos del doctor y fuimos en busca de nuestras aerocicletas.
—No son más que las tres y diez —dijo Jilson—. ¿Quiere usted echarle otra ojeada al Grog salvaje, antes de marcharse de Down?
—Creo que sí.
—Podemos volar hasta el desierto y regresar antes de que se ponga el sol.
De modo que nos dirigimos hacia el oeste. El río Ho se deslizó por debajo de nosotros, y luego una larga extensión de campos cultivados.

IV

No pueden ser inteligentes, estaba pensando. No pueden serlo.
—¿Qué?
—Lo siento, Jilson. ¿Hablaba en voz alta?
—Sí. Vio usted aquel cerebro, ¿verdad?
—Desde luego.
—Entonces, ¿cómo puede decir que no son inteligentes?
—No tienen ninguna aplicación para la inteligencia.
—¿La tiene un delfín? ¿O un bandersnatchi?
—Sí. Piense un poco. Un delfín tiene que cazar su alimento. Y tiene que burlar a las hambrientas ballenas asesinas. Cuanto más listos son, más posibilidades tienen de sobrevivir.
»Recuerde que los cetáceos son mamíferos. Desarrollaron sus cerebros en tierra firme. Cuando regresaron al mar, aumentaron de tamaño, y sus cerebros también crecieron. Cuanto mejores fueran sus cerebros, mejor podrían controlar sus músculos y más ágiles serían en el agua.
—¿Y qué me dice de los bandersnatchi?
—Sabe usted perfectamente que la evolución no ha producido a los bandersnatchi.
Un momento de silencio. Luego:
—¿Cómo dice?
—¿De veras no lo sabe?
—Nunca he oído hablar de una forma de vida producida sin evolución. ¿Cómo sucedió?
Se lo dije.

Hace mil quinientos millones de años existió una especie bípeda inteligente. Inteligente… pero no mucho. Sin embargo, poseían una capacidad natural para controlar las mentes de cualquier raza sensible con la que se cruzaran. Hoy les llamamos Babosos. En su época de esplendor, el Imperio Baboso incluía a la mayor parte de la galaxia.
Una de sus razas esclavas había sido la de los tnuctipun, una especie muy avanzada y muy inteligente que practicaba ya la ingeniería biológica cuando fue descubierta por los Babosos. Les concedieron una libertad limitada, después de descubrir la valía de aquellos cerebros librepensantes. A cambio, los tnuctipun les construyeron herramientas biológicas. Plantas ani para sus naves espaciales, bandersnatchi… El bandersnatchi era una animal para carne. Comía cualquier cosa y todo él era comestible, menos su esqueleto.
Pero un día, hace mil quinientos millones de años, los Babosos descubrieron que la mayoría de los presentes tnuctipos eran trampas. La rebelión había estado incubándose desde hacía mucho tiempo, y los Babosos habían subestimado a sus esclavos. Para ganar aquella guerra se vieron obligados a utilizar un arma que exterminó no sólo a los tnuctipun, sino a todas las demás especies sensibles que existían entonces en la galaxia. Luego, al quedarse sin esclavos, los Babosos también habían muerto.
Esparcidos a través del espacio conocido, sobre extraños mundos y entre las estrellas, estaban las reliquias del Imperio Baboso. Algunas eran artefactos, protegidos contra el tiempo por campos estáticos. Otras eran creaciones de los tnuctipun, más o menos modificadas: girasoles esclavistas, plantas burbujas flotando en el espacio… y los bandersnatchi.
Los bandersnatchi habían sido una de las trampas tnuctipas. Habían sido construidos sensibles, de modo que pudieran ser utilizados como espías. Además, los tnuctipun les habían hecho inmunes al poder de los Babosos. Así habían sobrevivido a través de la revolución.
Pero… ¿para qué?
Los bandersnatchi de Jinx pasaban sus vidas en una zona de altas presiones, alimentándose de los pastos que cubrían aún el litoral. Tenían cerebros para pensar, pero nada en que pensar… hasta la llegada del hombre.

—Y no pueden evolucionar —concluí—. De modo que puede usted olvidar a los bandersnatchi. Son la excepción que confirma la regla. Todos los otros seres sensibles disminuidos necesitaron cerebros antes de que sus cerebros se desarrollaran.
—Y todos ellos eran cetáceos, procedentes de los océanos de la Tierra.
—Bueno…
Diablos, Jilson tenía razón. Todos eran cetáceos…
Dejamos las tierras labradas muy atrás. Paulatinamente, las llanuras se convirtieron en un desierto. Yo empezaba a sentirme más cómodo en mi aerocicleta, aquella plataforma con una silla y un gran motor y una bomba de aire y un generador de campo para detener el viento. Sintiéndome más seguro, podía volar a menor altura que antes. Y desde tan cerca, el desierto estaba vivo. Allí, cortando el viento, había un primo salvaje de las palomas volteadoras que había visto en el parque zoológico de la Tierra. Allá, un esbelto tronco con hojas color naranja alrededor de la base, hojas carnosas de bordes tan afilados como un cuchillo, para desalentar a los herbívoros. Más allá otro, y un herbívoro del tamaño de una zorra comiéndose inteligentemente el centro de una hoja. El animal levantó la cabeza, nos vio y desapareció con rapidez. Allí, una vivida mancha escarlata: alguna planta del desierto que había escogido una extraña época para florecer.
El suave sol rojizo hacía que todo pareciera el decorado de un club nocturno que conozco. Estaba decorado como debía ser Marte, como «era» Marte antes de los vuelos espaciales. Un espejismo: arena roja, canales rectos por los cuales discurría un agua improbablemente pura y cristalina, torres de cristal elevándose altas, muy altas, hacia unas enormes lunas. Súbitamente me entraron ganas de echar un trago.
Rebusqué en mis alforjas, con la esperanza de encontrar una botella. Estaba allí, y llena de líquido. La abrí, acerqué el gollete a mis labios… y proferí una exclamación de sorpresa. ¡Martini! Media pinta de Martini, tal vez un poco dulce, pero mucho más frío que el hielo. Bebí unos sorbos.
—Me gustan los habitantes de Down —dije.
—¿De veras? ¿Por qué?
—A ningún llanero se le hubiera ocurrido poner una botella de Martini en una aerocicleta alquilada, a no ser que el cliente la hubiese pedido.
—Harry es un tipo muy simpático. Mire, ahí hay un cono.
Miré hacia abajo, buscando el pelo color de arena contra la arena. El cono estaba en su propia sombra; prácticamente saltó hacia mí. Y, súbitamente, supe lo que me había despertado en la oscura madrugada.
—¿Qué le pasa? —preguntó Jilson; se había dado cuenta de mi sorpresa.
—Nada, nada… Jilson, no sé todo lo que tendría que saber acerca de los animales de Down. ¿Excretan sólidos?
—¿Si excretan…? Bueno, es una forma muy elegante de decirlo. Sí, lo hacen.
Jilson hizo virar su vehículo en dirección al cono.
El Grog estaba firmemente asentado sobre una roca plana que sobresalía ligeramente de la arena. La roca estaba completamente limpia.
—Entonces, los Grogs también lo harán.
—Naturalmente.
Jilson aterrizó.
Posé mi aerocicleta junto a la suya. El Grog estaba delante de nosotros, sonriendo.
—Bien, ¿dónde está la evidencia? ¿Quién limpia los excrementos?
Jilson se rascó la cabeza. Dio una vuelta alrededor de la base del Grog, con una expresión intrigada.
—¡Qué raro! Nunca había pensado en eso. ¿Será muy importante?
—Tal vez. La mayoría de los animales sésiles vive en el agua. Y el agua lo arrastra todo.
—Hay un ser sésil de Gummidgy que no lo hace.
—Yo tengo uno. Pero ese ser-orquídea vive en los árboles. Se pega a una gruesa rama horizontal, con la cola colgando del borde.
—Hum.
Jilson no parecía estar demasiado interesado.
El Grog y yo nos enfrentamos el uno al otro.
Por regla general, los seres sensibles disminuidos parecen afectados de alguna carencia sensorial. Los cetáceos viven debajo del agua; los bandersnatchi viven en zonas de altas presiones, recalentadas. Tal vez es demasiado pronto para sacar conclusiones, pero no cabe duda de que un ser sensible disminuido ha de tener dificultades para experimentar su entorno. Los experimentos suelen requerir herramientas.
Pero el Grog tenía verdaderas dificultades. Ciego, con sus extremidades paralizadas a causa de su casi inútil médula espinal, incapaz incluso de trasladarse de lugar… ¿cuál podía ser su visión del universo?
De pronto me encontré contemplando sus manos.
Manos. Inútiles, desde luego, pero no obstante… manos. Cuatro dedos con diminutas garras, plantados alrededor de la diminuta palma como los dientes de una pala automática.
—No evoluciona en absoluto. ¡Se ha desarrollado!
Jilson levantó la mirada. Estaba utilizando su aerocicleta como la única cosa apropiada para sentarse en muchas millas a la redonda.
—¿De qué está usted hablando?
—Del Grog. Tiene vestigios de manos. En otra época debió ser una forma más elevada de vida.
—O un animal trepador, como un mono.
—No lo creo así. Creo que tenía un cerebro, y manos, y movilidad. Luego ocurrió algo, y perdió su civilización. Ahora ha perdido su movilidad y sus manos…
—¿Por qué habría dejado de moverse?
—Tal vez hubo una escasez de alimentos. Al no moverse, conservaba energías…
—¿Cree usted que esa es la respuesta?
—Es posible. Está en una trampa. No tiene ojos, ni impulsos sensoriales, ni ningún medio para convertir en actos lo que piensa. Es como un niño ciego, sordo y paralítico.
—Le queda el cerebro.
—Como a nosotros el apéndice. Acabará por perderlo.
—Usted es el que estaba preocupado por los disminuidos. ¿Puede hacer algo por ellos?
—Eutanasia, tal vez. No, ni siquiera eso. Vamos a regresar a Down.
Eché a andar hacia mi aerocicleta, completamente desalentado. Los bandersnatchi habían necesitado hombres que les hablaran de las estrellas. Pero, ¿qué podía decirle uno a un cono peludo?
No, tenía que regresar a Down, y luego a la Tierra. Hay personas a las que ningún médico o psiquiatra puede ayudar, y hay especies igualmente más allá de toda posible ayuda. Los Grogs eran una de ellas.
A unos pies de distancia de la aerocicleta me senté en la arena con las piernas cruzadas. Jilson vino a sentarse a mi lado. Nos encaramos con el Grog, esperando.
Al cabo de unos instantes, Jilson dijo:
—¿Qué estamos esperando?
Me encogí de hombros. No lo sabía. Pero Jilson no se movió, lo mismo que yo. Supe con una prístina certidumbre que estábamos haciendo lo que teníamos que hacer.
Súbitamente, apartamos la vista del Grog para mirar al desierto.
Algo del tamaño de una rata se acercaba a nosotros, dando saltitos sobre la arena. Detrás de aquél, otros dos. Avanzaron a saltitos y se detuvieron delante del Grog, formando un semicírculo.
El Grog se volvió a ellos, no como uno vuelve la cabeza, sino haciendo girar toda su masa. Pareció mirar a las ratas de arena, y las ratas de arena se irguieron sobre sus patas traseras y miraron hacia atrás.
La boca del Grog se abrió. Era una caverna, y la lengua estaba enroscada sobre su sonrosado suelo. La lengua se movió con la rapidez de un relámpago, invisiblemente veloz, flick, flick. Dos de las ratas desaparecieron. La boca —no demasiado pequeña para tragar a un hombre— se cerró, sonriendo amablemente.
La tercera rata continuó allí, erguida sobre sus patas traseras. Ninguna de ellas había tratado de huir. Y podían haberlo hecho fácilmente.
La boca del Grog volvió a abrirse. La última rata de arena dio un salto y aterrizó sobre la enroscada lengua. La boca se cerró por última vez, y el cono volvió a encararse con nosotros.
Yo tenía las respuestas, todas a la vez, intuitivamente, con la misma fuerza de convicción que me mantenía sentado sobre la arena, con las piernas cruzadas.
El Grog era psíquico. O algo por el estilo. Podía controlar mentes, incluso mentes tan insignificantes como las de las ratas de arena.
Esa era la función del gran cerebro del Grog. Su inteligencia era un efecto colateral de su poder. Durante eones, los Grogs habían atraído su alimento hacia ellos.
Después de la infancia, ya no cazaban. Cuando el cerebro se había desarrollado ya no necesitaban moverse. No necesitaban los ojos; ni apenas otras percepciones sensoriales. Utilizaban los sentidos de otros animales.
Dirigían a los carroñeros que limpiaban sus rocas y también sus pellejos, cuando fuera necesario. Su control mental llevaba animales comestibles hasta sus jóvenes hembras pre-sésiles, dirigía sus hábitos procreadores y las guiaba hacia las rocas más apropiadas para anclar.
Y ahora estaba introduciendo información directamente en mi cerebro.
—Pero, ¿por qué a mí? —pregunté.
Lo supe, con aquella «prístina certidumbre» que estaba aprendiendo a reconocer. Los Grogs tenían conciencia de lo que les faltaba. Habían leído las mentes de los demás: primero los guerreros kzinti, luego los mineros y exploradores humanos. Y mi negocio eran los disminuidos. Se habían enterado de lo de las Manos de los Delfines. Habían inducido a Jilson y a otros a saber, sin ninguna prueba, que los Grogs eran seres sensibles, y a expresarlo así cuando apareciera la persona indicada. Y esa persona era yo.
Sin pruebas. Esto era importante. Tenían que saber lo que iban a obtener antes de comprometerse a sí mismos. Los hombres como el Dr. Fuller podían investigar, si así lo deseaban; podría parecer sospechoso que se opusieran a aquellas investigaciones. Pero algo les impedía darse cuenta del parecido con unas manos de aquellas diminutas garras anteriores, de la ausencia de excrementos alrededor de un Grog salvaje.
¿Podía ayudarles yo?
La pregunta se convirtió súbitamente en una obsesión. Sacudí la cabeza para alejarla.
—No lo sé. ¿Por qué habéis esperado tanto tiempo para revelaros a vosotros mismos?
Miedo.
—¿Por qué? ¿Tan terribles somos?
Esperé una respuesta. No llegó ninguna. Mi cerebro dejó de recibir información.
Por lo tanto, me temían incluso a mí. A mí, indefenso ante una lengua relampagueante y una mente de hierro. Me pregunté por qué.
Estaba seguro de que los Grogs se habían desarrollado partiendo de alguna forma bípeda y más elevada de vida. Las diminutas manos, semejantes a palas de carga, eran características. Como lo era aquel imponente control mental…
Traté de ponerme en pie, de echar a correr. Mis piernas no me obedecieron. Traté de bloquear mis pensamientos, de ocultar lo que sospechaba, pero todo fue inútil. Los Grogs podían leer mi mente. Los Grogs sabían.
—Es el poder de los Babosos. Vuestros antepasados fueron los Babosos.
Y aquí estaba yo, sentado, con mi mente abierta e indefensa…
Lentamente, pero con la característica certidumbre, supe que los Grogs no sabían nada de los Babosos. Que, hasta donde alcanzaba su conocimiento, habían estado allí desde siempre.
Que los Grogs no podían ser lo bastante estúpidos como para aceptar un toma y daca. Eran sésiles. No podían moverse. ¿Cómo podían soñar en atacar a una especie que controlaba todo el espacio en una esfera de treinta años-luz de diámetro? Sólo el miedo les había impulsado a ocultar al género humano lo que eran. El miedo al exterminio.
—¿Cómo puedo saber que no estás mintiendo?
Nada. Nada tocó mi mente. Me puse en pie. Jilson me miró, luego se puso en pie y se pasó maquinalmente la mano por los ojos. Miró al Grog, abrió la boca, la cerró, tragó saliva y dijo:
—¡Garvey! ¿Qué ha estado haciendo el Grog con nosotros?
—¿No se lo ha dicho a usted?
En aquel mismo instante tuve la certeza de que no se lo había dicho.
—Ha hecho que me siente, ha realizado una demostración con ratas de arena… Usted también lo ha visto, ¿no es cierto?
—Sí.
—Luego nos ha dejado sentados durante un buen rato. Usted ha hablado con él. Luego, súbitamente, hemos podido levantarnos.
—Exactamente. Pero a mí también me ha hablado.
—Ya le dije que era inteligente…
—Jilson, ¿querrá acompañarme hasta aquí mañana por la mañana?
—Rotundamente no. Pero dejaré anotado el trayecto en el piloto automático de su aerocicleta para que pueda usted volver. Si está seguro de que quiere hacerlo.
—No lo estoy. Pero quiero tener la posibilidad de decidirlo.

El sol era un humeante globo rojo en el oeste, ocultándose detrás de un horizonte negro-azulado.
Yo me había reído del Grog.
¿Y quién no? Delfines, bandersnatchi, Grogs… Uno se ríe de ellos, los disminuidos. Uno se ríe con un delfín; es el mayor de los payasos del espacio conocido. Uno se ríe la primera vez que ve un bandersnatchi; parece algo que Dios se olvidó de terminar. No hay ningún detalle; sólo aquella mole blanca. Pero uno se ríe en parte a causa del nerviosismo, porque aquella masa blanca no le presta más atención a uno que la que un tanque prestaría a un caracol que se arrastrara debajo de sus cadenas. Y uno se ríe también de un Grog. Sin nerviosismo, en este caso. Un Grog es una caricatura.
Como un médico utilizando al revés una sonda para el estómago, el Grog había empujado su información a través de mi garganta. Podía sentir los trozos de fría certidumbre flotando en mi mente como icebergs en agua oscura.
Podía dudar de lo que me había dicho. Podía dudar, por ejemplo, de que todos los Grogs de Down fueran capaces de alcanzar a retorcer las mentes de los humanos de, digamos, Jinx. Podía dudar de su terror, de su indefensión, de que necesitaban mi ayuda. Pero tenía que recordarme continuamente a mí mismo que debía dudar. En caso contrario, la duda desaparecería y los fríos trozos de certeza permanecerían en mi mente.
No resultaba divertido.
Teníamos que exterminarlos. Ahora. Evacuar a todos los hombres de Down, y manipular el sol. O traer un antiguo ariete hidráulico STL y aplastar a todos los vertebrados del planeta.
Pero ellos habían acudido a mí. A mí.
Y estaban mortalmente asustados ante la posibilidad de ser tratados como salvajes y redivivos Babosos. Podían haberle dicho la verdad a medias al Dr. Fuller, y éste hubiera interrumpido sus experimentos; o podía haber sido interrumpido por las mentes de los Grogs. Pero no: preferían pasar hambre y mantener sus secretos.
Sin embargo, habían acudido a mí a la primera oportunidad.
Los Grogs estaban ansiosos. Habían corrido un gran riesgo. Pero necesitaban… algo. Algo que sólo el género humano podía proporcionarles. Yo no estaba seguro de qué, pero sí de una cosa:
Querían hacer un trato. Esto, en sí, no era una garantía de su buena fe; pero si se me ocurría alguna garantía, podía obligarles a plegarse a ella.
Luego sentí de nuevo aquellas prístinas certidumbres, flotando en mi mente. Quise librarme de ellas.
Me levanté y encargué un bocadillo de jamón, tomate y lechuga. Llegó sin mayonesa. Traté de encargar mayonesa, pero el cocinero no había oído hablar nunca de ella.
Había sido una suerte que los Grogs no se revelaran tal como eran a los kzinti, cuando Kzin gobernaba el planeta. Los kzinti los hubiesen eliminado, o, peor todavía, los hubiesen utilizado como aliados contra el espacio humano. ¿Habían utilizado los kzinti a los Grogs como alimento? En caso afirmativo… Pero no; los Grogs no eran unas presas apetecibles para los gatos: no podían correr.
Mis ojos continuaban viendo luz roja, de modo que las estrellas más allá del porche parecían azules y brillantes encima de una llanura negra. Pensé en bajar hasta el puerto y alquilar una habitación en alguna nave varada allí… Tonterías.
No podía encararme con un Grog. No, cuando tenía que hablarme por…
Ah, eso era al menos parte de la respuesta. Llamé por teléfono a la conserjería y dije lo que deseaba.
Lentamente, llegaron otras partes de la respuesta. Había una alfalfa modificada que crecería bajo la luz del sol rojo; la simiente estaba en la sentina de la nave que me había traído aquí. Era parte del programa agrícola de Down. Bien…

V

Al día siguiente volé hasta el desierto, solo. El individuo que alquilaba las aerocicletas había dejado la mía aparte, con el trayecto marcado en el piloto automático, de modo que pudiera encontrar el camino de regreso.
El Grog estaba allí. O encontré otro por casualidad. No podía asegurarlo, ni tenía importancia. Posé la aerocicleta en el suelo y me apeé, con la extraña sensación de que unos pequeños zarcillos hurgaban en mi mente. Pura sensación. Estaba convencido de que el Grog leía en mi mente, pero no podía notarlo.
Con prístina certidumbre llegó el conocimiento de que yo era bien acogido. Dije:
—Sal de ahí. Sal de mi cabeza y quédate fuera.
El Grog no hizo nada. Al igual que el conocimiento que había adquirido la tarde anterior, el convencimiento permaneció: yo era bien acogido, bien acogido. Estupendo.
Rebusqué en mis alforjas.
—Me ha costado mucho encontrar esto —le dije al Grog—. Es una pieza de museo.
Era una máquina de escribir eléctrica. La coloqué a unos pies de distancia de la boca del Grog y enchufé el cordón a una batería de mano.
—Mi mente te dirá cómo funciona esto. Vamos a ver qué tan buena es tu lengua.
Busqué un asiento y me instalé apoyando la espalda contra el Grog, debajo de su boca. Desde allí podía ver el papel que había insertado en el rodillo.
La lengua salió disparada, invisiblemente rápida.
No pierdas de vista la máquina de escribir —imprimió el Grog—. De otro modo no podría verla. ¿Quieres apartar un poco más la máquina?
Lo hice.
—¿Está bien así?
Muy bien.
—De acuerdo. Esto parece funcionar. Bueno, ¿cuál es tu oferta?
Cuidaremos de vuestro ganado. Con el tiempo podremos hacer otras cosas. Cuidar de los animales del parque zoológico, por ejemplo. O ejercer funciones de vigilancia. Evitar que un enemigo invada Down.
A pesar de la velocidad de su relampagueante lengua, el Grog escribía con tanta lentitud como un mecanógrafo que utilizara un solo dedo.
—De acuerdo. ¿Tenéis inconveniente en que sembremos vuestro terreno de hierba modificada?
No, si vais a introducir ganado en nuestro territorio. Necesitaremos ganado para alimentarnos, y preferiríamos que continuaran aquí los actuales animales del desierto. No queremos perder nada de nuestro actual territorio.
—¿Necesitaréis nuevos terrenos?
No. El control de la natalidad resulta fácil para nosotros. Lo único que tenemos que hacer es limitar los pre-sésiles.
—No confiamos en vosotros, ¿sabes? Tomaremos medidas para asegurarnos de que no controláis las mentes humanas. Yo mismo me someteré a un minucioso reconocimiento cuando regrese a la Tierra.
Naturalmente. Te alegrará saber que no podemos abandonar este mundo sin una protección especial. Los rayos ultravioleta nos matarían. Si acaso queréis un Grog en el parque zoológico de la Tierra…
—Nos encargaremos de eso. Es una buena idea. Ahora, ¿qué podemos hacer por vosotros? ¿Qué opinas de unas Manos de Delfín modificadas?
No, gracias. Lo que necesitamos es conocimiento. Una enciclopedia grabada en una cinta, acceso a las bibliotecas humanas. Mejor todavía, conferenciantes humanos a los cuales no les importara que sus mentes fueran leídas.
—¿Conferenciantes? Eso resultaría muy caro.
¿Hasta qué punto? ¿En cuánto valoras nuestros servicios como pastores?
—Un buen enfoque de la cuestión —dije, instalándome más cómodamente contra el peludo costado del Grog—. De acuerdo. Vamos a hablar de negocios.

VI

Transcurrió un año antes de que aterrizara de nuevo en Down. Por entonces, la Garvey Limited estaba a punto de obtener beneficios.
Yo había conducido el asunto de un modo draconiano.
En lo que respecta al planeta Down, la Garvey Limited tenía un monopolio sobre los Grogs. Ellos no podrían haber comprado un paquete de cigarrillos si no era a través de nosotros. Pagábamos unos substanciosos impuestos al gobierno humano de Down, pero ese gasto era casi menor.
Teníamos gastos mucho mayores.
Lo peor era la publicidad. No habíamos tratado de mantener el secreto del poder de los Grogs; hubiese sido inútil. Y aquel poder era aterrador. Nuestra única defensa contra un pánico que podía haber cubierto el espacio humano como una manta eran los propios Grogs: que fuesen conocidos por los hombres.
Los Grogs eran divertidos.
Puse en circulación innumerables fotografías. Grogs escribiendo a máquina, Grogs guiando rebaños de ganado, Grogs en la cabina de una nave espacial, un Grog asistiendo a una fingida intervención quirúrgica a un oso de Kodiak enfermo… Los Grogs tenían siempre el mismo aspectos. Inspiraban risa, y nunca temor… a no ser que surgieran las anormales certidumbres prístinas hurgando en las grietas del cerebro humano.
Los trabajos más importantes para los Grogs iban a empezar ahora. Wunderland había cambiado ya sus leyes para permitir que los Grogs prestaran testimonio ante un tribunal, como expertos detectores de mentiras. Un Grog estaría presente en la próxima reunión en la cumbre entre los espacios humanos y kzinti. Los que se aventuraran en el espacio desconocido llevarían probablemente Grogs, por si encontraban alienígenas y necesitaban un traductor.
En las tiendas de juguetes se vendían peludas muñecas Grog. No ganábamos ninguna comisión de ellas, pero representaban una inversión de cara al futuro.
Después de aterrizar me tomé un día de descanso, para saludar a Jilson, a Sharon y a Lois. A la mañana siguiente volé hacia el desierto. Ahora la hierba cubría la mayor parte de lo que habían sido terrenos yermos. Vi un círculo blanco debajo de mí y me apresuré a descender.
El círculo blanco era un rebaño de ovejas. En el centro había un Grog.
—Bienvenido, Garvey.
—Gracias —dije, tratando de no gritar.
El Grog estaba leyendo mi mente y contestando a través de un equipo vocal implantado en el sistema nervioso, que habíamos empezado a fabricar en grandes cantidades hacía dos meses. Había sido otro gasto importante, pero necesario.
—He oído hablar de unas muñecas…
—No podemos obtener ningún dinero de ellas. La forma Grog no está patentada.
Hablamos de otras cosas, además de negocios. El Grog quería una muñeca de ésas, por ejemplo, y le prometí traérsela. Repasamos una lista de «conferenciantes», disponiéndola por orden de prioridad. Traerles aquí no representaría un gasto excesivo: sólo habría que pagarles el viaje y el tiempo que distraían de sus habituales ocupaciones. Ninguno de ellos tendría que pronunciar una sola palabra.
Ni el Grog ni yo mencionamos el ariete hidráulico. No estaba en Down. Si situábamos un arma en Down, los Grogs simplemente se hubiesen apoderado de ella; no hubiera habido ninguna defensa. Lo habíamos situado en órbita alrededor del sol de Down. Si los Grogs llegaban a convertirse en una amenaza, el ariete hidráulico electromagnético empezaría a funcionar, y el sol de Down empezaría a comportarse de un modo muy raro.
Ni el Grog ni yo lo mencionamos. ¿Para qué? Él conocía mis motivos.
No era que yo temiese a los Grogs. Me temía a mí mismo. El ariete hidráulico estaba allí para demostrar que me había sido permitido actuar en contra de los intereses de los Grogs. Que yo era dueño de mí mismo.
Y, sin embargo, no estaba seguro. ¿Podía haber saboteado el motor el último hombre de a bordo? ¿Podían los Grogs llegar hasta allí? No había modo de saberlo. Si era cierto, cualquiera que abordara la antigua nave informaría que se encontraba en perfectas condiciones, lista para entrar en funcionamiento.
De modo que… mejor no te preocupes, Garvey. Olvídalo. Duerme tranquilo.
Tal vez lo haga.
Resulta bastante fácil creer que los Grogs son inocuos y serviciales, que tienen un ansia desesperada de amistad.
Me pregunto qué encontraremos a continuación.

Ray Bradbury, Relato Corto

El Peatón – Ray Bradbury

Entrar en aquel silencio que era la ciudad a las ocho de una brumosa noche de noviembre, pisar la acera de cemento y las grietas alquitranadas, y caminar, con las manos en los bolsillos, a través de los silencios, nada le gustaba más al señor Leonard Mead. Se detenía en una bocacalle, y miraba a lo largo de las avenidas iluminadas por la Luna, en las cuatro direcciones, decidiendo qué camino tomar. Pero realmente no importaba, pues estaba solo en aquel mundo del año 2052, o era como si estuviese solo. Y una vez que se decidía, caminaba otra vez, lanzando ante él formas de aire frío, como humo de cigarro.

A veces caminaba durante horas y kilómetros y volvía a su casa a medianoche. Y pasaba ante casas de ventanas oscuras y parecía como si pasease por un cementerio; sólo unos débiles resplandores de luz de luciérnaga brillaban a veces tras las ventanas. Unos repentinos fantasmas grises parecían manifestarse en las paredes interiores de un cuarto, donde aún no habían cerrado las cortinas a la noche. O se oían unos murmullos y susurros en un edificio sepulcral donde aún no habían cerrado una ventana.

El señor Leonard Mead se detenía, estiraba la cabeza, escuchaba, miraba, y seguía caminando, sin que sus pisadas resonaran en la acera. Durante un tiempo había pensado ponerse unos botines para pasear de noche, pues entonces los perros, en intermitentes jaurías, acompañarían su paseo con ladridos al oír el ruido de los tacos, y se encenderían luces y aparecerían caras, y toda una calle se sobresaltaría ante el paso de la solitaria figura, él mismo, en las primeras horas de una noche de noviembre.

En esta noche particular, el señor Mead inició su paseo caminando hacia el oeste, hacia el mar oculto. Había una agradable escarcha cristalina en el aire, que le lastimaba la nariz, y sus pulmones eran como un árbol de Navidad. Podía sentir la luz fría que entraba y salía, y todas las ramas cubiertas de nieve invisible. El señor Mead escuchaba satisfecho el débil susurro de sus zapatos blandos en las hojas otoñales, y silbaba quedamente una fría canción entre dientes, recogiendo ocasionalmente una hoja al pasar, examinando el esqueleto de su estructura en los raros faroles, oliendo su herrumbrado olor.

—Hola, los de adentro -les murmuraba a todas las casas, de todas las aceras-. ¿Qué hay esta noche en el canal cuatro, el canal siete, el canal nueve? ¿Por dónde corren los cowboys? ¿No viene ya la caballería de los Estados Unidos por aquella loma?

La calle era silenciosa y larga y desierta, y sólo su sombra se movía, como la sombra de un halcón en el campo. Si cerraba los ojos y se quedaba muy quieto, inmóvil, podía imaginarse en el centro de una llanura, un desierto de Arizona, invernal y sin vientos, sin ninguna casa en mil kilómetros a la redonda, sin otra compañía que los cauces secos de los ríos, las calles.

—¿Qué pasa ahora? -les preguntó a las casas, mirando su reloj de pulsera-. Las ocho y media. ¿Hora de una docena de variados crímenes? ¿Un programa de adivinanzas? ¿Una revista política? ¿Un comediante que se cae del escenario? ¿Era un murmullo de risas el que venía desde aquella casa a la luz de la luna? El señor Mead titubeó, y siguió su camino. No se oía nada más. Trastabilló en un saliente de la acera. El cemento desaparecía ya bajo las hierbas y las flores. Luego de diez años de caminatas, de noche y de día, en miles de kilómetros, nunca había encontrado a otra persona que se paseara como él.

Llegó a una parte cubierta de tréboles donde dos carreteras cruzaban la ciudad. Durante el día se sucedían allí tronadoras oleadas de autos, con un gran susurro de insectos. Los coches escarabajos corrían hacia lejanas metas tratando de pasarse unos a otros, exhalando un incienso débil. Pero ahora estas carreteras eran como arroyos en una seca estación, sólo piedras y luz de luna.

Leonard Mead dobló por una calle lateral hacia su casa. Estaba a una cuadra de su destino cuando un coche solitario apareció de pronto en una esquina y lanzó sobre él un brillante cono de luz blanca. Leonard Mead se quedó paralizado, casi como una polilla nocturna, atontado por la luz. Una voz metálica llamó:

—Quieto. ¡Quédese ahí! ¡No se mueva! Mead se detuvo.

—¡Arriba las manos!

—Pero… -dijo Mead.

—¡Arriba las manos, o dispararemos!

La policía, por supuesto, pero qué cosa rara e increíble; en una ciudad de tres millones de habitantes sólo había un coche de policía. ¿No era así? Un año antes, en 2052, el año de la elección, las fuerzas policiales habían sido reducidas de tres coches a uno. El crimen disminuía cada vez más; no había necesidad de policía, salvo este coche solitario que iba y venía por las calles desiertas.

—¿Su nombre? -dijo el coche de policía con un susurro metálico. Mead, con la luz del reflector en sus ojos, no podía ver a los hombres.

—Leonard Mead -dijo.

—¡Más alto!

—¡Leonard Mead!

—¿Ocupación o profesión?

—Imagino que ustedes me llamarían un escritor.

—Sin profesión -dijo el coche de policía como si se hablara a sí mismo.

La luz inmovilizaba al señor Mead, como una pieza de museo atravesada por una aguja.

—Sí, puede ser así -dijo.

No escribía desde hacía años. Ya no vendían libros ni revistas. Todo ocurría ahora en casa como tumbas, pensó, continuando sus fantasías. Las tumbas, mal iluminadas por la luz de la televisión, donde la gente estaba como muerta, con una luz multicolor que les rozaba la cara, pero que nunca los tocaba realmente.

—Sin profesión -dijo la voz de fonógrafo, siseando-. ¿Qué estaba haciendo afuera?

—Caminando -dijo Leonard Mead.

—¡Caminando!

—Sólo caminando -dijo Mead simplemente, pero sintiendo un frío en la cara.

—¿Caminando, sólo caminando, caminando?

—Sí, señor.

—¿Caminando hacia dónde? ¿Para qué?

—Caminando para tomar aire. Caminando para ver.

—¡Su dirección!

—Calle Saint James, once, sur.

—¿Hay aire en su casa, tiene usted un acondicionador de aire, señor Mead?

—Sí.

—¿Y tiene usted televisor?

—No.

—¿No?

Se oyó un suave crujido que era en sí mismo una acusación.

—¿Es usted casado, señor Mead?

—No.

—No es casado -dijo la voz de la policía detrás del rayo brillante.

La luna estaba alta y brillaba entre las estrellas, y las casas eran grises y silenciosas.

—Nadie me quiere -dijo Leonard Mead con una sonrisa.

—¡No hable si no le preguntan! Leonard Mead esperó en la noche fría.

—¿Sólo caminando, señor Mead?

—Sí.

—Pero no ha dicho para qué.

—Lo he dicho; para tomar aire, y ver, y caminar simplemente.

—¿Ha hecho esto a menudo?

—Todas las noches durante años.

El coche de policía estaba en el centro de la calle, con su garganta de radio que zumbaba débilmente.

—Bueno, señor Mead -dijo el coche.

—¿Eso es todo? -preguntó Mead cortésmente.

—Sí -dijo la voz-. Acérquese. -Se oyó un suspiro, un chasquido. La portezuela trasera del coche se abrió de par en par-. Entre.

—Un minuto. ¡No he hecho nada!

—Entre.

—¡Protesto!

—Señor Mead.

Mead entró como un hombre que de pronto se sintiera borracho. Cuando pasó junto a la ventanilla delantera del coche, miró adentro. Tal como esperaba, no había nadie en el asiento delantero, nadie en el coche.

—Entre.

Mead se apoyó en la portezuela y miró el asiento trasero, que era un pequeño calabozo, una cárcel en miniatura con barrotes. Olía a antiséptico; olía a demasiado limpio y duro y metálico. No había allí nada blando.

—Si tuviera una esposa que le sirviera de coartada… -dijo la voz de hierro-. Pero…

—¿Hacia dónde me llevan?

El coche titubeó, dejó oír un débil y chirriante zumbido, como si en alguna parte algo estuviese informando, dejando caer tarjetas perforadas bajo ojos eléctricos.

—Al Centro Psiquiátrico de Investigación de Tendencias Regresivas.

Mead entró. La puerta se cerró con un golpe blando. El coche policía rodó por las avenidas nocturnas, lanzando adelante sus débiles luces. Pasaron ante una casa en una calle un momento después. Una casa más en una ciudad de casas oscuras. Pero en todas las ventanas de esta casa había una resplandeciente claridad  amarilla, rectangular y cálida en la fría oscuridad.

—Mi casa -dijo Leonard Mead. Nadie le respondió.

El coche corrió por los cauces secos de las calles, alejándose, dejando atrás las calles desiertas con las aceras desiertas, sin escucharse ningún otro sonido, ni hubo ningún otro movimiento en todo el resto de la helada noche de noviembre.

Gene Wolfe, Relato Corto

El hombre sin cabeza – Gene Wolfe

Sin duda es muy amable de su parte leer la historia de alguien tan grotesco como yo… aunque tal vez a usted le guste lo grotesco. Cualquier otro se apartaría de mí. O se asustaría. O sentiría náuseas. No tengo cabeza.

No. No estoy bromeando, y tampoco se trata de una tonta historia de ejecuciones. Yo nací así.

No lo recuerdo, por supuesto, pero Plinio (Plinio el Viejo, creo; en todo caso puede verificarlo) contó toda nuestra historia. Dijo que vivíamos en la India. (Yo, por mi parte, vivo en Indiana, que no debería ser lo mismo pero que de algún modo lo es.) También aparecemos en las ilustraciones del antiguo manuscrito de Marco Polo. (Digo aparecemos porque me siento emparentado con ellos. Es un cuadrito precioso, una miniatura, y hay un hombre —también aparece en Plinio— haciéndose visera con el pie, y otro que tiene un solo ojo.) Aunque Marco Polo no dice que él los haya visto, se entiende que es así. Supongo que para ese entonces ya habíamos desaparecido; todos, excepto yo, y yo no había nacido.

Por si acaso todavía no conoce usted mi aspecto, déjeme describirme. Los datos me los proporcionan las manos, que me palpan por debajo da la camisa (y también la vieja miniatura); nunca me miro en los espejos. Mis ojos son muy grandes —dos o tres veces más grandes que los de ustedes—, con párpados de curva armoniosa, que se abren de par en par. Son ojos enormes y brillantes y se ubican en el preciso lugar en el que están los inútiles pezones de la mayor parte de los hombres. Los ojos son, probablemente, mí mejor rasgo.

Tengo una boca amplia, que me atraviesa el vientre de lado a lado, y grandes dientes. Los labios (puedo verlos al doblar la cintura cuando estoy desnudo) son más rojos que los de la mayor parte de la gente, de modo que parece que usara lápiz labial, lo cual no deja de ser ridículo. Y la mía no es una boca de labios rectos. De ningún modo. Supongo que si fuese la de una mujer se llamaría boquita de rosa, y tal vez ni aun así sería tan redondeada como la mía. La nariz es ancha y más bien chata; por suerte, así no abulta demasiado debajo del saco… aunque bien podría ser que se hubiese Ido achatando por la presión de la ropa a lo largo de todos estos años. Como no tengo cabeza tampoco tengo cuello, naturalmente. (Al fin de cuentas un muñón solitario sobre los hombros resultaría bastante grotesco. Me imagino que fue la talidomida o algo por el estilo.) Estoy seguro de que usted se estará preguntado cómo se distribuyen mis órganos internos y demás. La verdad es que no tengo la menor idea. Es decir, ¿sabría usted cómo es por dentro si no pudiese asumir que es como todos los demás? Supongo que mi boca se abre directamente sobre mi estómago, y que mi cerebro esta situado en algún lugar cercano al corazón, lo que sin lugar a dudas le asegura una buena provisión de sangre bien oxigenada. Pero son sólo conjeturas.

Como dije antes, nací así. Debió haber sido un golpe atroz para mi pobre madre. En todo caso fue ella (al menos pienso que fue ella, tal vez obedeciendo instrucciones de mi padre) la que tomó una cabeza, una cabeza falsa, se entiende, en este caso la de una muñeca (las cabezas de algunas muñecas se parecen muchísimo a las cabezas de los bebés humanos, y son fáciles de conseguir) y me la ató con correas a los hombros.

Afortunadamente las caras de los bebés no son muy expresivas, mientras las de las muñecas —me refiero a las muñecas de primera calidad— son asombrosamente sugestivas. Me atrevería a decir que, con la nariz, la boca y los ojos cubiertos por la túnica que mi madre me obligaba a usar en público, yo lloraba casi sin cesar y que el engaño fue todo un éxito.

Mi primer recuerdo se remonta a esa cabeza de muñeca. Estaba jugando con cubos, cubos de madera en los que no sólo estaban pintadas las letras del alfabeto y los números sino también contornos de diversos animales (casi todos animales de granja). Levanté uno de esos cubos y se me ocurrió pensar que se asemejaba muchísimo al objeto que tenía sobre los hombros. (No se sonría. Todavía hoy me es grato este recuerdo.) Era un cubo amarillo, con olor a recién pintado, y creo que después me lo puse en la boca. Fue una suerte que no me lo tragara. (¿Por qué será que evocamos con tanta nitidez ciertos instantes y olvidamos los acontecimientos —a veces más destacables— que los precedieron o los siguieron inmediatamente?)

Yo era un chico enfermizo y esta circunstancia —unida a mi peculiaridad— me impedía tomar parte en excursiones, deportes y demás actividades propias de muchachos. Salvo durante unas pocas semanas hacia fines de la primavera, justo antes de las vacaciones, mi madre me llevaba al colegio y me buscaba a la salida. Una carta del médico de la familia me eximía de los inconvenientes del programa atlético. Aunque se me ocurre —creo que por ese entonces ingresé al colegio secundario— que de haber tenido una contextura más robusta y permiso para desatarme la cabeza (la que usaba en esa época la había fabricado un artesano de esos que les hacen los muñecos a los ventrílocuos y tenía una larga cuerda pegada a la piel entre el labio inferior y el ombligo que bastaba para que se moviese la mandíbula cuando yo hablaba) me habría destacado en fútbol.

Mis clases planteaban ciertos problemas. Habían descubierto —o, mejor dicho, mis padres habían descubierto, a instancias mías— una marca muy barata de camisas de muchachos, de una tela transparente que prácticamente no me entorpecía en absoluto la visión; pero era imprescindible que me sentase en la primera fila en todas las clases y que me echase contra el respaldo de la silla llevando las caderas hacia adelante y apoyando el peso del cuerpo en la columna para poder ver el pizarrón. Dado que no pienso revelar mi nombre, este es un dato de primer orden para que usted pueda determinar —si es que tiene interés en ello— si estuve o no en alguna de sus clases. Si recuerda a un muchacho de rostro más bien pálido e inexpresivo, que se sentaba como acabo de explicar en la primera fila, es probable que usted haya sido mi compañero de curso. Tal vez se le ocurra buscar mi retrato en el álbum del colegio para confirmar la sospecha pero allí no podrá notar mi palidez. Por entonces, si mal no recuerdo, mi cabeza tenía ojos de esos que llaman picaros, pecas y una nariz respingada.

Las cabezas debían renovarse cada año, poco más o menos, naturalmente, a medida que yo crecía, y no las conservo. La que uso actualmente es bastante agradable y tiene un parlante en la boca que reproduce las palabras que murmuro junto a un micrófono; pero agradable y todo no puedo soportarla puesta un minuto más de lo necesario y me la quito en cuanto la puerta de mi departamento me separa definitivamente de ese mundo cabezudo, cabezadura y cabezahueca.

Fue por eso que le insistí a la chica que apagáramos las luces y bajásemos las persianas. Quería sacármela ¿me explico?; así como estaba me sentía tenso y sabía que nada podía andar bien si no lograba quitarme esa cosa. Pensé que iba a aceptar porque me había parecido, digamos, no profesional. Pero dijo que hacía calor; y era cierto, hacía mucho calor. En un lugar como ése tenía que haber aire acondicionado pero no había. Dijo que los inquilinos debían instalar su propio aire acondicionado y que ella había tenido la intención de ahorrar como para comprarse uno en cuanto hiciese menos calor, pero había habido tantas otras cosas que comprar. Le adiviné la intención. Una chica como ésa, de las que se encuentran en un parque de diversiones, espera algo de uno. No quiero decir que sea una profesional en todo el sentido de la palabra, pero probablemente observa a todos con cuidado y, aunque tal vez sólo acepte salir con hombres que la atraen de un modo u otro, es seguro que cree poder sacar algún beneficio. Le pregunté si tenía ventilador y me dijo que no.

—Por diez dólares más o menos se consigue un buen ventilador —dije.

—Veinticinco —dijo ella, pero sonreía y estaba de buen humor. Habíamos apagado las luces pero con las persianas levantadas nos llegaba suficiente claridad de la calle como para que yo pudiese verle la sonrisa en la oscuridad—. Estuve preguntando precios y uno bueno sale por lo menos veinticinco.

—Quince —repliqué, y mencioné el nombre de un negocio donde hacían buenos descuentos; ella había ido a preguntar a las casas de artículos del hogar—. Estuviste preguntando en las casas de artículos del hogar. Allí siempre sale el doble.

—¿Por qué no hacemos una cosa? —dijo—. Nos encontramos allí mañana a eso de las seis. Los vemos y si encuentro uno que me gusta por el precio que dices lo compro.

Dije que estaba de acuerdo y pensé que no dejaba de ser extraño conseguir una chica como ésa por un ventilador, y rebajado. Por otra parte, la podía dejar plantada, aunque ella debía saber que no lo haría porque probablemente tuviese ganas de volver a verla dentro de poco. Además, sería bastante interesante eso de pasearse con ella por el negocio pensando en lo que había venido a comprar y porqué, y mirando —desde mucho más abajo de lo que podía imaginarse nadie, a través de mi camisa— a toda la gente, que no podía saber. Sin contar con que tal vez tuviésemos ganas de hacer algo después. Así que le dije que estaba de acuerdo. Seguía ansioso por bajar la persiana, pero estaba del otro lado de la cama y en ese momento no había forma de pasar por encima de ella.

—¿Por qué quieres tanta oscuridad? Con la persiana levantada al menos corre un poco de aire.

—Supongo que porque no estoy acostumbrado a desnudarme delante de nadie.

—Ya sé. No tienes pelos en el pecho. —Soltó una risita y metió la mano por debajo de la camisa. Afortunadamente tocó una ceja y retiro los dedos.

—No, no es eso. Adolezco de una deformidad grotesca.

—Supongo que todo el mundo tiene alguna. ¿De qué se trata? ¿Es una marca de nacimiento?

Iba a decir que no pero lo pensé mejor y sí, en cierto modo podía decirse que quedé marcado al nacer. De modo que estaba por responder afirmativamente cuando de pronto se hizo mucho más oscuro.

—¿Bajaste la persiana? —pregunté.

—No. Apagaron las luces de la farmacia; a esta hora cierran. Casi toda la claridad venía de allí.

Oí el ruido de un cierre relámpago y por un momento pensé estúpidamente: «¿Y ahora? ¿qué diablos significa eso?» Se había desprendido el vestido, por supuesto. Yo me saqué la camisa y traté de quitarme la cabeza, pero no pude. El broche de la correa estaba trabado o algo así, pero no me molestaba tanto como había creído. Simplemente me la dejaría puesta, me dije, así me evitaría problemas y estaría seguro de no ponérmela al revés cuando volviese a vestirme en la oscuridad. De todos modos mis ojos se estaban acostumbrando y podía ver algo. Me preguntaba si ella podría verme.

—¿Puedes verme? —pregunté. Me estaba quitando los pantalones. Podía dejarme la cabeza puesta pero no el calzoncillo ni los zapatos.

—En absoluto —dijo, pero se reía un poco de modo que supongo que algo veía.

—Creo que soy demasiado susceptible.

—No hay porqué mostrarse susceptible. Eres buen mozo. Espaldas anchas, pecho grande.

—Tengo cara de piedra —dije.

—Bueno, no sonríes demasiado, es verdad. ¿Dónde está la marca? ¿En el estómago?

Sentí su mano en la oscuridad pero no me palpó la cara —mi verdadera cara— en la forma en que suponía.

—Sí —dije—. En mi estómago.

—Escucha —Podía ver su cuerpo blanco ahora, pero era como si su cabeza hubiese desaparecido, hundida en un cono de sombra—. Todo el mundo se preocupa por algo. ¿Sabes lo que solía pensar cuando era niña? Que tenía una cara en mi ombligo.

Me reí. Sonaba tan ridículo, tan cómico en ese momento, que literalmente bramé a carcajadas. Sin duda desperté a los vecinos. Tengo una risa profunda, que sale de las entrañas supongo que soy el único al que la risa le sale realmente de las entrañas.

—Eso es lo que pensaba, créeme. Y no te rías —También ella se reía.

—Tengo que verla.

—No puedes ver nada. Está demasiado oscuro. Es sólo un agujerito en la oscuridad y, por otra parte, no hay ninguna cara.

—Quiero ver —Me acordé de que había fósforos junto a los cigarrillos sobre la mesita de luz. Los encontré.

—Según la historia que yo misma me inventé, éramos en realidad mellizas, pero la otra nunca había crecido y era sólo una carita diminuta en mi vientre. Eh ¿qué estás haciendo?

—Ya te lo dije, quiero ver. —Había encendido un fósforo y sostenía la llama en el hueco de mi mano.

—No puedes hacer eso ¿qué te has pensado? —Trató de darse vuelta riéndose más que nunca, pero la trabé con la pierna—. ¡No me quemes!

—No voy a quemarte. —Me incliné sobre ella mirándole el ombligo a la halagadora luz del fósforo. Al principio no pude verla, sólo los remolinos y pliegues habituales, después sí, poco antes de que se consumiese la llama.

—Dame aquí —dijo—. Déjame ver el tuyo. —Trató de quitarme los fósforos. Me quedé con ellos.

—Voy a mirar mi propio ombligo.

Encendí otro fósforo.

—Vas a quemarte el pelo —dijo.

—No, no me voy a quemar. —Era difícil verlo, pero doblando bien la cintura lo logré. También allí había una cara y, en cuanto la vi, apague el fósforo de un soplido.

—¿Y bien? —dijo con una risita—. ¿Encontraste alguna pelusa?

Su cuerpo también era una cara, pero con ojos saltones. La boca estaba sobre el pliegue de la cintura, porque estaba incorporada a medias sobre el montón de almohadas; la nariz chata se ubicaba entre las costillas. Todos somos así, pensé y el pensamiento me recorrió todo el cuerpo: Todos somos así.

Las caritas de nuestros ombligos se besaron.