Arthur C. Clarke, Relato Corto

La Estrella – Arthur C. Clarke

Hasta el Vaticano hay tres mil años-luz. En otro tiempo creí que el espacio no tendría ningún poder sobre la fe. Igual que creí que los cielos proclamaban la gloria de la obra divina. Ahora, tras ver una parte de esta obra, mi fe se siente en extremo ofuscada.

En mi camarote, contemplo el crucifijo que cuelga sobre la computadora Tipo VI y, por vez primera en mi vida, me interrogo sobre si se tratará únicamente de un símbolo vacío.

Todavía no se lo he contado a nadie, pero la verdad no puede ocultarse. Las informaciones están aquí para que cualquiera pueda leerlas, registradas en los incontables kilómetros de cinta magnética y en los miles de fotografías que traemos de regreso a la Tierra. A otros científicos les puede resultar tan fácil de interpretar como a mí. Hasta puede que les sea más fácil. Yo no soy de esos que toleran las manipulaciones con la Verdad que con tanta frecuencia dieron a mi Orden mala fama en tiempos pasados.

La tripulación ya está bastante deprimida, y me pregunto cómo se tomará esta definitiva ironía. Pocos de ellos tienen fe religiosa y, a pesar de esa carencia, no creo que sientan algún placer en utilizar esta última arma en su campaña contra mí…, esa guerra privada, bienintencionada pero fundamentalmente seria, que ha durado todo el trayecto desde la Tierra. Les resultaba divertido contar con un jesuita como astrofísico jefe. El doctor Chandler, por ejemplo, nunca pudo sobreponerse a ello (¿por qué los médicos siempre serán unos ateos tan notorios?). A veces se encontraba conmigo en la cubierta de observación, donde la luz que alumbra es siempre mortecina para no disminuir esplendor en el brillar de las estrellas. En la oscuridad, se acercaba a mí y miraba a través del gran portillo ovalado, mientras a nuestro alrededor los cielos pasaban lentamente al girar la nave sobre sí misma debido a aquel impulso residual que nunca nos preocupamos de corregir.

—Bien, padre —me decía, rompiendo el silencio—, se extiende por siempre jamás, y quizás Algo lo hizo. Pero, el que usted pueda creer que ese Algo tiene un interés especial en nosotros y en nuestro miserable pequeño mundo, eso es algo que me desconcierta.

A partir de esta argumentación se iniciaba la discusión, mientras las estrellas y nebulosas nos rodeaban en silenciosos e interminables arcos, más allá del impolutamente transparente plástico del portillo de observación.

Creo que era la aparente incongruencia de mi posición lo que divertía… sí, divertía, a la tripulación. En vano, les mostraba mis tres informes publicados en el Astrophysical Journal, o los cinco en la Monthly Notices of the Royal Astronomical Society. Les recordaba que nuestra Orden ha sido famosa desde hace mucho por sus trabajos científicos. Ahora quizá seamos pocos, pero siempre, desde el siglo XVIII, continuamente hemos hecho desproporcionadas contribuciones a la astronomía y a la geofísica; desproporcionadas aportaciones con respecto a nuestro reducido número.

¿Mi informe sobre la nebulosa Fénix terminará con nuestro millar de años de historia?

Mucho me temo que terminará con más que eso.

Desconozco quién dio su nombre a la nebulosa, que por otra parte me parece muy poco apropiado. Si contiene una profería, hasta pasados varios miles de millones de años no podrá ser verificada. Hasta la palabra nebulosa induce a engaño: es un objeto pequeño, mucho más que esas maravillosas nubes de niebla que la materia de las estrellas aún no nacidas forma, que se pueden encontrar esparcidas a lo largo y ancho de la Vía Láctea. Lo cierto es que, en una escala cósmica, la nebulosa del Fénix es algo minúsculo: una tenue capa de gases rodeando una única estrella.

Desde su lugar, sobre los gráficos de los espectrómetros, el grabado de Loyola hecho por Rubens parece burlarse de mí. ¿Qué harías tú, Padre, de este conocimiento que me ha llegado hasta aquí, lejos del pequeño mundo que era el universo que tú conocías? ¿Habría superado tu fe este desafío, cosa que no he logrado yo con la mía?

Tú miras a la distancia, Padre, pero yo he tenido la oportunidad de ir a una distancia más allá de todo lo que tú, cuando hace un millar de años fundaste nuestra Orden, podrías ni siquiera haber imaginado. Hasta ahora nadie, a bordo de una nave de exploración ha logrado estar tan lejos de la Tierra; nos encontramos en la mismísima frontera del universo explorado. Nuestra misión era explorar la nebulosa de Fénix, lo conseguimos, y volvemos con el bagaje de los conocimientos adquiridos. Me gustaría poder sacarme el peso de encima, pero mi súplica te la dirijo en vano a través de los siglos y los años-luz que hay entre nosotros.

Las palabras se pueden leer con nitidez, están grabadas en el libro que sujetan tus manos: AD MAIOREM DEI GLORIAM, ahora me es imposible ya creer en este mensaje. Si tuvieras la oportunidad de ver lo que he hallado, ¿todavía creerías en él?

Por supuesto, ya teníamos conocimiento de lo que era la nebulosa del Fénix. Cada año, tan sólo en nuestra galaxia, estallan tal cantidad de estrellas, que superan el centenar, brillan durante algunas horas e incluso días con tal intensidad que supera con creces el brillo normal. Y todo, para al fin regresar a la muerte y a la oscuridad. Son las novas normales: los habituales desastres de nuestro universo. Desde que empecé a trabajar en el observatorio lunar, he ido observando los espectrogramas y curvas de luz de docenas de novas normales.

Cada millar de años, tres o cuatro veces sucede algo que hace que incluso una nova palidezca para convertirse en una total y absoluta insignificancia. Si sucede que una estrella se convierte en supernova, puede, durante un breve lapso de tiempo, brillar más que todos los soles de la galaxia juntos. En el año 1054 de nuestra era, astrónomos chinos tuvieron la oportunidad de ver esto, sin poder saber de qué se trataba. Pasados cinco siglos, en 1572, una supernova brilló en Casiopea con un fulgor tal que incluso se podía ver en el cielo a pleno día. En el millar de años que ha pasado desde entonces, la situación se ha repetido en tres ocasiones.

Teníamos como misión visitar los restos de una de estas catástrofes, reconstruir los hechos que habían dado lugar a esa situación, y, si era posible, descubrir sus causas. Lentamente, atravesamos las concéntricas esferas de gas que habían sido impulsadas seis mil años antes por la explosión y que, a pesar del tiempo transcurrido, seguían expandiéndose. Inmensamente calientes, todavía emanaban una intensa luz violácea, aunque ya eran demasiado tenues como para poder causar algún daño. Al estallar la estrella, sus capas exteriores habían sido expelidas hacia fuera con una velocidad tal que su campo gravitacional estaba totalmente fuera de su alcance. Lo que ahora formaban era una esfera hueca, lo suficientemente grande como para dar cobijo a un millar de sistemas solares, y en su punto central resplandecía un pequeño y fantástico objeto que era en lo que se había transformado la estrella: una enana blanca, más pequeña que la Tierra y, aun así, pesaba un millón de veces más.

Estábamos rodeados de brillantes esferas de gas que cerraban el paso a la oscuridad tan habitual del espacio interestelar. Navegábamos con el rumbo fijado hacia el centro de una bomba cósmica ya detonada en tiempos pasados, y cuyos fragmentos incandescentes todavía se alejaban. La inmensa escala de la explosión junto con los restos que ocupaban

un espacio de muchos miles de millones de kilómetros de diámetro, ocultaban todo movimiento visible a la escena. Pasaría mucho tiempo antes de que el ojo desnudo pudiese percibir algún movimiento en aquellos torturados remolinos y nubes de gases, y, a pesar de ello, la sensación de una expansión turbulenta resultaba francamente sobrecogedora.

Horas antes habíamos parado nuestros motores principales, y nos aproximábamos con extrema lentitud, por la fuerza del impulso, hacia la estrella enana. En el pasado se había tratado de un sol como el nuestro, pero en cuestión de horas había derrochado la energía que le hubiera permitido seguir brillando durante un millón de años. Se había transformado en una empequeñecida miseria, que con avaricia acumulaba sus recursos, intentando compensar su pródiga juventud.

Las esperanzas de hallar planetas nos habían abandonado a todos. Si antes de la explosión había existido algún planeta, se había convertido en nubecillas de gas, y su sustancia inmersa en la superior cantidad de restos producidos por la propia estrella. A pesar de todo, hicimos la habitual investigación que siempre se hace al aproximarse a una estrella desconocida. Y nuestra sorpresa fue hallar un pequeño y solitario mundo que a gran distancia circundaba la estrella. Seguramente se trataba del Plutón de aquel desconocido sistema solar, dibujando su órbita en las fronteras de la noche, demasiado alejado del sol central como para haber conocido en alguna ocasión la vida, y la lejanía del cual había cambiado su destino del de sus compañeros perdidos, salvándolo.

Sus rocas se habían fundido debido al paso de las llamas junto a él, la capa de gas helado que debía de haberlo cubierto los días que precedieron al desastre, se había volatilizado. Aterrizamos, y encontramos la Bóveda. La encontramos gracias a que sus constructores habían tenido mucho cuidado en que así sucediese. Sobre la entrada se encontraba una monolítica señal que ahora pudimos comprobar que era un muñón fundido; incluso las primeras fotografías tomadas a gran distancia nos mostraban indicios de que aquello era trabajo de seres inteligentes. Más tarde, pudimos localizar las tramas radiactivas que, a nivel continental, estaban grabadas en las rocas. Aun suponiendo que el pilón localizado encima de la Bóveda hubiera sido destruido, el inmóvil y, a pesar de ello, casi eterno faro llamando a las estrellas hubiera permanecido. Nuestra nave cayó en el gigantesco blanco como una flecha va en dirección a su meta.

El pilón semejaba una vela fundida hasta convertirse en un charco de cera, pero a buen seguro que en otro tiempo debió de haber tenido un par de kilómetros de altura, cuando fue construido. Tardamos una semana en perforar la roca fundida, ya que carecíamos de las herramientas necesarias para semejante trabajo. Éramos astrónomos, no arqueólogos, pero aun así nos quedaba la improvisación. Nuestro programa original estaba casi olvidado: aquel monumento solitario, construido con tanto trabajo a esa distancia, la mayor posible del condenado sol, sólo podía tener un significado. Era la última baza para ganar la inmortalidad, que jugaba una civilización que sabía que estaba a punto de morir. Pasarán muchas generaciones antes de que investiguemos todos los tesoros que colocaron en la Bóveda. Dispusieron de mucho tiempo para prepararse, ya que su sol, antes de la detonación final, debió de haber dado sus primeros avisos con la suficiente antelación. En los días inmediatamente anteriores al fin, todo aquello que deseaban conservar lo llevaron a aquel lejano mundo, todos los frutos de su genio, con la esperanza puesta en que alguna otra raza los hallase y no fuesen olvidados del todo.

¡Si hubieran dispuesto de un poco más de tiempo! Viajar entre los planetas de su propio sol era habitual en ellos, cruzar los abismos interestelares era algo que les faltaba por aprender y el sistema solar más cercano se hallaba a cien años-luz de distancia.

No podríamos haber dejado de sentir admiración por ellos y lamentarnos de su destino, aun suponiendo que no hubieran sido tan sorprendentemente humanos como nos los muestran sus esculturas. Nos legaron millares de grabaciones visuales y las máquinas para proyectarlas, así como detalladas instrucciones pictográficas, con la ayuda de las cuales resultará bastante fácil aprender su lenguaje escrito. Ya hemos revisado muchas de esas grabaciones, volviendo, por primera vez en seis mil años, a la vida, el calor y la belleza de toda una civilización que debió superar con creces a la nuestra en muchos sentidos. Aunque no se les pueda culpar por ello, es probable que sólo nos mostrasen lo mejor de lo mejor. Sus mundos resultaban encantadores, la sutileza con que estaban edificadas sus ciudades bien puede compararse con lo mejor que nosotros tenemos. A través de los tiempos los hemos podido contemplar, mientras trabajaban y mientras se recreaban, y nos hemos recreado con su musical lenguaje. Como paralizada ante mis ojos pasa una escena: en una extraña playa de azulosa arena, un grupo de niños jugando con las olas, tal como lo hacen los niños de la Tierra. En el mar, cálido y amistoso, portador de vida, se ve hundir lentamente el sol, un sol que poco tardará en devenir traidor, destruyendo toda esa inocente felicidad.

La profunda conmoción que hemos sentido tal vez no la hubiéramos experimentado si no hubiéramos estado tan alejados de nuestros hogares. Aunque la mayoría habíamos tenido ocasión de ver las ruinas de antiguas civilizaciones en otros mundos, nunca antes nos habían afectado de manera tan profunda.

Aquella tragedia era algo inaudito. Que una raza degenere y muera, como ha sucedido con las naciones y las culturas en la Tierra, es algo muy distinto a que la destrucción sea tan completa justo en el punto álgido de su desarrollo, sin dejar supervivientes… ¿Cómo es posible reconciliar todo esto con la misericordia divina?

Ante las preguntas que sobre esto me han formulado mis colegas, mis respuestas han sido las que buenamente he podido dar. Quizá tú lo hubieras hecho mejor, Padre Loyola, pero de nada me ha servido buscar en los Exercitia Spiritualia algo útil en este caso. Desconozco a qué dioses adorarían, en caso de adorar alguno; no era mala gente. Lo he comprobado a través de los siglos, observándolos a la par que su moribundo sol iluminaba, por última vez, la belleza, a la conservación de la cual dirigieron sus últimos esfuerzos.

Ya conozco cuáles serán las respuestas de mis colegas cuando estemos de regreso en la Tierra. Sus argumentos se basarán en que el Universo no tiene propósito ni plan, y, al igual que un gran número de soles estallan cada año en nuestra propia galaxia, ahora mismo alguna raza muere en los confines del espacio. Al final carece de importancia que esa raza haya obrado correcta o incorrectamente durante su vida: no existe la justicia divina, ya que no hay Dios.

A pesar de eso, queda claro que nada de lo que hemos visto prueba eso. Quienquiera que utilice argumentaciones como esa, se está dejando llevar más por la emoción que por la lógica. Ante el hombre, Dios no tiene ninguna necesidad de justificar sus actos. Él, como único creador del universo, puede destruirlo a su merced. Tratar de decirle a Dios qué es lo que puede o no hacer es verdaderamente arrogante, además de estar en el límite de la blasfemia.

Aunque me resulte difícil contemplar mundos y pueblos enteros lanzados al horno, podría haberlo aceptado. Pero todo tiene un límite, en un momento dado, hasta la fe más profunda se tambalea; y, justo en el instante en que reviso mis cálculos, soy consciente de que al fin he llegado a ese momento.

Antes de llegar a la nebulosa era imposible saber con seguridad el tiempo transcurrido desde la explosión. Pero, gracias a las evidencias astronómicas y las grabaciones en las rocas de aquel planeta superviviente, me ha sido fácil datarla con precisión. Conozco el año en que la luz de aquella vasta detonación llegó a la Tierra. También tengo constancia de la manera tan brillante en que la supernova, hace tiempo ya, iluminó los cielos de la Tierra. La misma supernova cuyo cadáver empequeñece a nuestras espaldas. Sé que debió de haber aparecido, antes de que despuntara el día, baja, remontando el límite del horizonte del este, cual faro en aquella alba oriental.

No me cabe la menor duda: finalmente el antiguo misterio ha quedado resuelto. Y, no obstante, ¡oh, Dios!, cuántas estrellas podrías haber usado…

¿Qué necesidad había de arrojar a toda esa gente al fuego para que el símbolo de su fin brillase sobre Belén?

Arthur C. Clarke, Relato Corto

El Centinela, Arthur C. Clarke

La primera entrega de este blog es un relato de Arthur C. Clarke que leí en la colección Nebulae, el libro era de relatos, su título Expedición a la Tierra. Allí descubrí esta joya sobre la que creció la famosa Novela y película 2001.

El Centinela

El Centinela

La próxima vez que vean la luna llena allá en lo alto, por el sur, miren cuidadosamente al borde derecho, y dejen que vuestra mirada se deslice a lo largo y hacia arriba de la curva del disco. Alrededor de las 2 del reloj, notarán un óvalo pequeño y oscuro; cualquiera que tenga una vista normal puede encontrarlo fácilmente. Es la gran llanura circundada de murallas, una de las más hermosas de la Luna, llamada Mare Crisium, Mar de las Crisis. De unos quinientos kilómetros de diámetro, y casi completamente rodeada de un anillo de espléndidas montañas, no había sido nunca explorada hasta que entramos en ella a finales del verano de 1966.

Nuestra expedición era importante. Teníamos dos cargueros pesados que habían llevado en vuelo nuestros suministros y equipo desde la principal base lunar de Mare Serenitatis, a ochocientos kilómetros de distancia. Había también tres pequeños cohetes destinados al transporte a corta distancia por regiones que no podían ser cruzadas por nuestros vehículos de superficie. Afortunadamente la mayor parte del Mare Crisium es muy llana. No hay ninguna de las grandes grietas tan corrientes y tan peligrosas en otras partes, y muy pocos cráteres o montañas de tamaño apreciable. Por lo que podíamos juzgar, nuestros poderosos tractores oruga no tendrían dificultad en llevarnos a donde quisiésemos.

Yo era geólogo —o selenólogo, si queremos ser pedantes— al mando de un grupo que exploraba la región meridional del Mare. En una semana habíamos cruzado cien de sus millas, bordeando las faldas de las montañas de lo que había antes sido el antiguo mar, hace unos mil millones de años. Cuando la vida comenzaba sobre la Tierra, estaba ya muriendo aquí. Las aguas se iban retirando a lo largo de aquellos fantásticos acantilados, retirándose hacia el vacío corazón de la Luna Sobre la tierra que estábamos cruzando, el océano sin mareas había tenido en otros tiempos casi un kilómetro de profundidad, pero ahora el único vestigio de humedad era la escarcha que a veces se podía encontrar en cuevas donde la ardiente luz del sol no penetraba nunca.

Habíamos comenzado nuestro viaje temprano en la lenta aurora lunar, y nos quedaba aún una semana de tiempo terrestre antes del anochecer. Dejábamos nuestro vehículo una media docena de veces al día, y salíamos al exterior en los trajes espaciales para buscar minerales interesantes, o colocar indicaciones para guía de futuros viajeros. Era una rutina sin incidentes. No hay nada peligroso, ni siquiera especialmente emocionante en la exploración lunar. Podíamos vivir cómodamente durante un mes dentro de nuestros tractores a presión, y si nos encontrábamos con dificultades siempre podíamos pedir auxilio por radio y esperar a que una de nuestras naves espaciales viniese a buscarnos. Cuando eso ocurría se armaba siempre un gran alboroto sobre el malgasto de combustible para el cohete, de modo que un tractor solamente enviaba un SOS en caso de verdadera necesidad.

Acabo de decir que no había nada estimulante en la exploración lunar, pero, naturalmente, eso no es cierto. Uno no podía nunca cansarse de aquellas increíbles montañas, mucho más abruptas que las suaves colinas de la Tierra. Cuando doblábamos los cabos y promontorios de aquel desaparecido mar, no sabíamos nunca qué esplendores nos iban a ser revelados. Toda la curva sur del Mare Crisium es un vasto delta donde veinte ríos iban antes al encuentro del océano, alimentados quizá por las torrenciales lluvias que debieron haber batido las montañas en la breve época volcánica cuando la Luna era joven. Cada uno de aquellos valles era una invitación, retándonos a trepar a las desconocidas tierras altas de más allá. Pero aún nos quedaban más de cien kilómetros por recorrer, y no podíamos hacer otra cosa sino contemplar con nostalgia las alturas que otros deberían escalar.

A bordo del tractor seguíamos la hora terrestre, y exactamente a las 22.00 enviábamos el mensaje final por radio, y cerrábamos para el resto del día. Fuera, las rocas ardían todavía bajo el sol casi vertical, pero para nosotros era de noche hasta que nos despertábamos ocho horas más tarde. Entonces uno de nosotros preparaba el desayuno, se oía mucho zumbar de máquinas de afeitar eléctricas, y alguien siempre ponía en marcha la radio de onda corta de la Tierra. En realidad, cuando el olor del tocino frito comenzaba a llenar la cabina, era a veces difícil no creer que estábamos de regreso en nuestro propio mundo, todo era tan normal y casero, excepto por la sensación de poco peso y por la extraña lentitud con que caían los objetos.

Me tocaba a mí preparar el desayuno en el rincón de la cabina principal que servía de cocina. Después de tantos años, recuerdo aún vívidamente aquel instante, pues la radio acababa de tocar una de mis melodías favoritas, el viejo aire galés, «David de la Roca Blanca». Nuestro conductor estaba ya fuera en su traje espacial, inspeccionando nuestras bandas oruga. Mi ayudante, Louis Garnett, estaba de pie delante, haciendo algunas anotaciones en el diario de a bordo del día anterior.

Mientras estaba de pie junto a la sartén, esperando, como cualquier ama de casa terrestre, que las salchichas se dorasen, dejé que mi mirada se pasease distraídamente por las paredes de la montaña que cubría todo el horizonte meridional, extendiéndose hasta perderse de vista hacia el este y el oeste, por debajo de la curva de la Luna. Parecían estar a unos dos kilómetros del tractor, pero sabía que la más cercana estaba a treinta kilómetros de distancia. En la Luna, como es natural, no hay pérdida de detalle con la distancia, nada de aquella neblina casi imperceptible que suaviza las cosas distantes de la Tierra.

Aquellas montañas tenían tres mil metros de altura, y se erguían abruptamente desde la llanura, como si en edades pasadas alguna erupción subterránea las hubiese empujado hasta el cielo a través de la fundida corteza. La base de incluso la más cercana, estaba oculta de la vista por la pronunciada curvatura de la superficie del llano, pues la Luna es un mundo muy pequeño, y el horizonte estaba a solamente tres kilómetros del punto en donde me hallaba.

Alcé los ojos hacia las cumbres que ningún hombre había escalado aún, cumbres que, antes de llegar la vida a la Tierra, habían contemplado cómo los océanos en retirada se hundían sombríamente en sus tumbas, llevándose con ellos la esperanza y la temprana promesa de un mundo. La luz del sol batía aquellos baluartes con un resplandor que hería los ojos, y sin embargo, muy poco por encima de ellos las estrellas brillaban fijamente en un cielo más negro que el de una noche de invierno en la Tierra.

Apartaba yo la mirada cuando capté un brillo metálico en lo alto de una arista de un gran promontorio que se proyectaba hacia el mar, a unos cincuenta kilómetros hacia el oeste. Era un punto de luz sin dimensiones, como si una estrella hubiese sido arrancada al cielo por una de aquellas crueles cumbres, y me imaginé que alguna superficie lisa de roca recogía el resplandor del sol y lo reflejaba directamente hacia mis ojos. Tales cosas no son raras. Cuando la Luna está en el segundo cuadrante, los observadores en la Tierra pueden ver a veces cómo las grandes cordilleras del Oceanus Procellarum arden con una iridiscencia azul-blanca, al incidir sobre ellas la luz del sol y saltar de un mundo a otro. Pero tuve la curiosidad de saber qué clase de roca era la que tanto brillaba, y subí a la torrecilla de observación e hice girar hacia el este nuestro telescopio de diez centímetros.

Pude ver lo suficiente para ser tentado. Claros y bien definidos en el campo visual, las cumbres de las montañas parecían estar a solamente un kilómetro, pero lo que fuera que captaba la luz del sol era aún demasiado pequeño para ser resuelto con detalle. Y sin embargo, parecía tener una elusiva simetría, y la cumbre sobre la que se elevaba era extrañamente plana. Contemplé largo rato aquel resplandeciente enigma, forzando mis ojos hacia el espacio, hasta que un olor de quemado procedente de la cocina me indicó que las salchichas de nuestro desayuno habían hecho en vano su viaje de más de un millón de kilómetros.

Toda aquella mañana discutimos durante nuestra marcha a través del Mare Crisium, mientras las montañas occidentales se iban elevando hacia el cielo. Incluso cuando estábamos buscando minerales en nuestros trajes espaciales, continuamos la discusión por la radio. Mis compañeros sostenían que era absolutamente cierto que no había habido nunca ninguna forma de vida inteligente en la Luna. Los únicos seres vivientes que habían alguna vez existido allí, eran unas cuantas plantas primitivas y sus antepasados algo menos degenerados. Lo sabía tan bien como cualquier otro, pero hay ocasiones en que un científico no debe temer hacer el ridículo.

Escúchenme —dije al fin—, voy a subir allá arriba, aunque solamente sea para tranquilidad de mi conciencia. Aquella montaña tiene menos de cuatro mil metros de altura —es decir, solamente setecientos para la gravedad de la Tierra— y puedo hacer el recorrido en veinte horas a lo sumo. En todo caso, siempre he tenido ganas de subir a aquellas cumbres, y esto me proporciona una excelente excusa.

Si no te rompes la cabeza —dijo Garnett—, serás el hazmerreír de la expedición cuando volvamos a la Base. Desde ahora en adelante aquella montaña probablemente se llamará «La Locura de Wilson».

No me romperé la cabeza —dije firmemente—. ¿Quién fue el primero en ascender a Pico y a Helicon?

¿Pero no eras bastante más joven en aquellos tiempos? —preguntó suavemente Louis.

Eso —dije con gran dignidad— es otra razón más para ir.

Aquella noche nos acostamos temprano, después de conducir el tractor hasta un kilómetro del promontorio. Garnett iba a venir conmigo a la mañana siguiente; era un buen alpinista, y me había acompañado con frecuencia en tales hazañas. Nuestro conductor estaba más que satisfecho con quedarse a cargo de la máquina.

A primera vista, aquellos acantilados parecían completamente inaccesibles, pero para cualquiera que tenga la cabeza firme, es fácil trepar en un mundo en donde todos los pesos son solamente el sexto de su valor normal. El verdadero peligro del alpinismo lunar estriba en un exceso de confianza; una caída de cien metros en la Luna puede matar con tanta seguridad como una veinte en la Tierra.

Hicimos nuestra primera parada sobre una repisa a unos mil metros sobre el llano. La ascensión no había sido muy difícil, pero mis miembros estaban algo rígidos por el desacostumbrado esfuerzo, y me alegré del descanso. Podíamos todavía ver al tractor como si fuese un pequeño insecto metálico allá a lo lejos, al pie del acantilado, e informamos al conductor sobre la marcha de nuestra ascensión antes de partir de nuevo.

De hora en hora nuestro horizonte se fue ensanchando, y una porción cada vez mayor de la llanura se fue haciendo visible. Podíamos ahora ver hasta ochenta kilómetros a través del Mare, incluso las cumbres de las montañas de la costa opuesta, a más de ciento sesenta kilómetros. Pocas llanuras lunares son tan planas como el Mare Crisium, y hasta podíamos imaginarnos que había un mar de agua y no de roca a tres kilómetros por debajo de nosotros. Solamente un grupo de agujeros de cráteres hacia el final del horizonte estropeaba la ilusión.

Nuestro objetivo seguía invisible sobre la arista de la montaña, y nos orientábamos por medio de mapas empleando la Tierra como guía. Casi exactamente al este de nosotros, aquel gran creciente de plata pendía bajo sobre la llanura, ya muy en su primer cuadrante. El sol y las estrellas seguirían su lenta marcha a través del cielo y acabarían por desaparecer de la vista, pero la Tierra siempre estaría allí, sin moverse nunca de su lugar fijo, creciendo y menguando a medida que iban pasando los años y las estaciones. Dentro de diez días sería un disco cegador que bañaría aquellas rocas con su resplandor de medianoche, cincuenta veces más brillante que la luna llena. Pero teníamos que salir de las montañas mucho antes de la noche, o nos quedaríamos en ellas para siempre.

En el interior de nuestros trajes estábamos confortablemente frescos, pues las unidades de refrigeración combatían al feroz sol y extraían el calor corporal de nuestros esfuerzos. Rara vez nos hablábamos, salvo para comunicarnos instrucciones de escalada, y para discutir nuestro mejor plan de ascensión. No sé lo que pensaba Garnett, probablemente que aquella era la aventura más descabella-da en que se había metido en su vida. Yo casi estaba de acuerdo con él, pero el gozo de la ascensión, el saber que ningún hombre había pasado antes por allí y la sensación vivificadora ante el paisaje que se ensanchaba, me proporcionaba toda la recompensa que necesitaba.

No creo haberme sentido especialmente agitado cuando vi frente a nosotros la pared de roca que había antes inspeccionado a través del telescopio desde una distancia de cincuenta kilómetros. Se hacía llana a unos veinte metros sobre nuestras cabezas, y allí, sobre la meseta, estaba lo que me había atraído a través de todos aquellos desolados yermos. Casi con seguridad no sería sino una roca astillada hacía siglos por un meteoro en su caída, con sus planos de escisión nuevos y brillantes en aquel incorruptible e inalterable silencio.

No había en la roca dónde asirse con las manos, y tuvimos que emplear un pitón. Mis cansados brazos parecieron recobrar nuevas fuerzas cuando hice girar sobre mi cabeza el ancla metálica de tres dientes y la lancé en dirección a las estrellas. La primera vez no agarró, y volvió cayendo lentamente cuando tiramos de la cuerda. Al tercer intento los tres dientes se fijaron fuertemente, y no pudimos arrancarlos aunando nuestros esfuerzos.

Garnett me miró ansiosamente. Comprendí que quería ir primero, pero le sonreí desde detrás del vidrio de mi casco, y denegué con la cabeza. Lentamente, sin apresurarme, comencé la ascensión final.

Incluso contando mi traje espacial, aquí solamente pesaba unos veinte kilos, de modo que me icé con las manos, sin preocuparme de utilizar los pies. Al llegar al borde me detuve y saludé a mi compañero, luego acabé de subir y me alcé, mirando frente a mí.

Deben comprender que hasta aquel momento había estado casi convencido que no podía encontrar allí nada extraño ni desacostumbrado. Casi, pero no del todo; había sido precisamente aquella duda llena de misterio la que me había impulsado hacia adelante. Pues bien, no era ya una duda, pero el misterio apenas había comenzado.

Me encontraba ahora sobre una meseta que tendría quizá unos treinta metros de ancho. Había sido lisa en un tiempo —demasiado lisa para ser natural—, pero los meteoros en su cara habían marcado y perforado su superficie en el transcurso de incontables inmensidades de tiempo. Había sido aplanada para soportar una estructura aproximadamente piramidal, de una altura doble de la de un hombre, engastada en la roca.

Probablemente ninguna emoción llenó mi mente durante aquellos primeros segundos. Luego sentí una inmensa euforia, y una alegría extraña e inexplicable. Pues yo amaba a la Luna, y ahora sabía que el musgo rastrero de Aristarco y Eratóstenes no era la única vida que había soportado en su juventud. El viejo y desacreditado sueño de los primeros exploradores era cierto. Al fin y al cabo, había habido una civilización lunar, y yo era el primero en encontrarla. El hecho que había llegado quizá cien millones de años demasiado tarde, no me perturbaba; era suficiente haber llegado.

Mi mente comenzaba a funcionar normalmente, a analizar y a formular preguntas. ¿Era eso un edificio, un santuario o algo para lo cual mi lenguaje carecía de palabra? Si un edificio, ¿entonces por qué había sido erigido en lugar tan inaccesible? Me preguntaba si podría haber sido un templo, y me imaginaba a los adeptos de algún extraño sacerdocio clamando a sus dioses que les salvasen, mientras la vida de la Luna refluía con los agonizantes océanos: ¡clamando en vano!

Adelanté una docena de pasos para examinar más de cerca aquello, pero un cierto instinto de precaución me impidió acercarme demasiado. Sabía algo de arqueología, e intenté adivinar el nivel cultural de la civilización que había alisado aquella montaña, y levantado aquellas brillantes superficies especulares que deslumbraban aún mis ojos.

Los egipcios pudieron haberlo hecho, pensé, si sus trabajadores hubiesen poseído los extraños materiales que esos arquitectos, mucho más antiguos, habían empleado. Debido al pequeño tamaño de aquel objeto, no se me ocurrió pensar que quizá estaba contemplando la obra de una raza más adelantada que la mía. La idea que la Luna había poseído alguna inteligencia era aún demasiado inusitada para ser asimilada, y mi orgullo no me permitía dar el último y humillante salto.

Y entonces observé algo que me produjo un escalofrío por el cuero cabelludo y la espina dorsal, algo tan trivial e inocente que muchos ni siquiera lo hubiesen notado. Ya he dicho que la meseta presentaba cicatrices de meteoros; estaba también cubierta por algunos centímetros del polvo cósmico que está siempre filtrándose sobre la superficie de todos los mundos donde no hay vientos que lo perturben. Y sin embargo, el polvo y las marcas de los meteoros terminaban abruptamente en un círculo que incluía a la pequeña pirámide, como si una barrera invisible la protegiese de los estragos del tiempo y del lento pero incesante bombardeo del espacio.

Algo gritaba en mis auriculares, y me di cuenta que Garnett me había estado llamando desde hacía algún tiempo. Me dirigí vacilante hasta el borde del acantilado, y le señalé para que viniese a unirse conmigo pues no osaba hablar. Luego volví al círculo señalado sobre el polvo. Recogí un fragmento de roca y lo arrojé suavemente hacia el brillante enigma. No me hubiese sorprendido si el guijarro hubiese desaparecido en aquella barrera invisible, pero pareció tocar una superficie lisa, hemisférica, y resbalar suavemente hasta el suelo.

Supe entonces que estaba contemplando algo que no tenía equivalente en la antigüedad de mi propia raza. Aquello no era un edificio, sino una máquina, que se protegía con fuerzas que habían desafiado a la eternidad. Aquellas fuerzas, cualesquiera que fuesen, operaban aún, y quizá me había acercado ya demasiado. Pensé en todas las radiaciones que el hombre había capturado y dominado durante el pasado siglo. Podía muy bien ser que estuviese ya tan irrevocablemente condenado como si hubiese entrado en el aura silenciosa y mortífera de una pila atómica sin protección.

Recuerdo que entonces me volví hacia Garnett, quien se me había reunido y estaba de pie e inmóvil a mi lado. Parecía haberse olvidado de mí, de modo que no le perturbé, sino que me dirigí hacia el borde del acantilado, esforzándome por ordenar mis pensamientos. Allá abajo estaba el Mare Crisium, extraño y misterioso para la mayoría de los hombres, pero tranquilizadoramente fa-miliar para mí. Levanté los ojos hacia la media Tierra, yaciente en su cuna de estrellas, y me pregunté qué habrían cubierto sus nubes cuando esos desconocidos constructores habían terminado su trabajo. ¿Era la jungla llena de vapores del Carbonífero, la desolada costa sobre la cual debían trepar los primeros anfibios para conquistar la Tierra, o, antes aún, la larga soledad precursora de la llegada de la vida?

No me pregunten por qué no adiviné antes la verdad, la verdad que ahora parece tan obvia. En la primera exaltación de mi descubrimiento había asumido sin titubear que aquella aparición cristalina había sido construida por alguna raza perteneciente al remoto pasado de la Luna, pero de repente y con avasalladora fuerza, se hizo en mí la certeza que esta era tan extranjera a la Luna como yo mismo.

En veinte años no habíamos encontrado otros vestigios de vida sino unas cuantas plantas degeneradas. Ninguna civilización lunar, cualquiera que hubiese sido su fin, podía haber dejado no más que un solo testimonio de su existencia.

Miré nuevamente a la brillante pirámide, y me pareció aún más remota que todo lo que se relacionaba con la Luna. Y de repente sentí que me estremecía con una risa alocada e histérica, ocasionada por la exaltación y el exceso de fatiga; pues me había imaginado que la pequeña pirámide me hablaba diciéndome: «Lo siento, pero yo tampoco soy de aquí.»

Hemos tardado veinte años en quebrantar aquella invisible coraza y en llegar a la máquina del interior de aquellas paredes de cristal. Lo que no podíamos comprender, lo rompimos al fin con la salvaje fuerza de la energía atómica, y ahora he visto los fragmentos de aquella hermosa y resplandeciente cosa que encontré en la montaña.

Carecen de sentido. Los mecanismos —si es que en realidad son mecanismos— de la pirámide, pertenecen a una tecnología que se encuentra mucho más allá de nuestro horizonte, quizá a la tecnología de las fuerzas parafísicas.

El misterio nos obsesiona tanto más ahora que los otros planetas han sido alcanzados, y que sabemos que solamente la Tierra ha sido el hogar de la vida inteligente. Ni tampoco ninguna civilización perdida de nuestro propio mundo pudo nunca haber construido aquella máquina, pues el espesor del polvo meteórico sobre la meseta nos ha permitido calcular su edad. Estaba ya allí, sobre su montaña, antes que la vida hubiese emergido de los mares de la Tierra.

Cuando nuestro mundo tenía la mitad de su presente edad, algo procedente de las estrellas pasó a través del Sistema Solar, dejó aquella señal de su paso, y prosiguió su camino. Hasta que la destruimos, aquella máquina seguía cumpliendo la misión de sus constructores; y en cuanto a esa misión, he aquí lo que yo presumo:

Hay cerca de cien mil millones de estrellas en el círculo de la Vía Láctea, y hace mucho tiempo que otras razas en los mundos de otros soles deben haber alcanzado y superado las alturas que nosotros hemos alcanzado. Piensen en tales civilizaciones, lejanas en el tiempo, en el resplandor mortecino que siguió a la Creación, dueñas de un Universo tan joven que la vida había llegado sola-mente a un puñado de mundos. De ellas hubiese sido una soledad que no podemos imaginarnos, la soledad de dioses que buscan a través del infinito, y que no encuentran a nadie con quien compartir sus pensamientos.

Debieron haber estado buscando por los racimos de estrellas del modo que nosotros rebuscamos por entre los planetas. Debía haber mundos por todas partes, pero debían estar vacíos, o poblados de cosas rastreras y sin mente. Tal era nuestra propia Tierra, con el humo de sus grandes volcanes que manchaba aún su cielo, cuando aquella primera nave de los pueblos de la aurora llegó desde los abismos de más allá de Plutón. Pasó los helados mundos externos, sabiendo que la vida no podría desempeñar parte alguna en sus destinos. Se detuvo entre los planetas interiores, calentándose al calor del Sol y esperando a que comenzasen sus historias.

Aquellos vagabundos debieron haber contemplado la Tierra, que giraba en la estrecha zona entre el hielo y el fuego, y debieron adivinar que era el favorito entre los hijos del Sol. Aquí habría inteligencia; pero tenían incontables estrellas delante de sí, y quizá nunca más volviesen por aquí.

Y así fue que dejaron un centinela, uno de los millones que han dispersado por todo el universo, para que vigilen los mundos con promesa de vida. Era un faro que a través de las edades ha venido señalando pacientemente el hecho que nadie lo había descubierto.

Quizá comprenderán por qué fue colocada aquella pirámide de cristal sobre la Luna en lugar de sobre la Tierra. A sus constructores no les interesaban las razas que estaban aún luchando por salir del salvajismo. Solamente les interesaría nuestra civilización si demostrábamos nuestra aptitud para sobrevivir, cruzando el espacio y escapándonos así de nuestra cuna, la Tierra. Ése es el reto con que todas las razas inteligentes tienen que enfrentarse, más tarde o más temprano. Es un reto doble, pues depende a su vez de la conquista de la energía atómica y de la última elección entre la vida y la muerte.

Una vez que hubiésemos superado aquella crisis sería solamente cuestión de tiempo el que encontrásemos la pirámide y la abriésemos. Ahora habrán cesado sus señales, y aquellos cuyo deber sea éste estarán dirigiendo sus mentes hacia la Tierra. Quizá deseen ayudar a nuestra joven civilización. Pero deben ser muy, muy viejos, y los viejos tienen con frecuencia una envidia loca de los jóvenes.

No puedo nunca mirar la Vía Láctea sin preguntarme de cuál de aquellas compactas nubes de estrellas vendrán los emisarios. Si me perdonan un símil tan prosaico, diré que hemos roto el cristal de la alarma de bomberos, y no nos queda más que hacer sino esperar.

Y no creo que tengamos que esperar mucho.