Cordwainer Smith, Los Señores de la Instrumentalidad, Relato Corto

Exilio Cercano – Cordwainer Smith

Rod despertó con una extraña sensación de bienestar. En un rincón de la mente tenía recuerdos de un pandemonio: cuchillos, sangre, medicamentos, un mono que ejercía de cirujano. ¡Extraños sueños! Miró alrededor y quiso saltar de la cama. ¡El mundo entero estaba en llamas! Un fuego brillante, ardiente, intolerable como un soplete. Pero la cama lo retuvo. Notó que su holgada y cómoda chaqueta terminaba en cintas que estaban atadas a la cama. —¡Eleanor! —gritó—. Ven aquí. Recordó el ataque del gorrión loco. Recordó que Lavinia lo había llevado a la cabaña del enjuto terrícola, el Señor Dama Roja. Recordó medicamentos y agitación. Pero ¿qué era esto? La puerta se abrió dejando entrar más de esa luz intolerable. Era como si hubieran arrancado todas las nubes del cielo de Vieja Australia del Norte, dejado sólo el cielo ardiente y el sol abrasador. Algunas personas habían visto este espectáculo cuando las máquinas climáticas se estropeaban y un huracán horadaba las nubes, pero desde luego no había ocurrido en tiempos de Rod, ni en tiempos de su abuelo. El hombre que entró parecía afable, pero no era norstriliano. Tenía los hombros estrechos, no parecía capaz de levantar una vaca, y se había lavado la cara con tanto esmero que parecía un rostro de bebé. Llevaba puesto un extraño traje de médico, totalmente blanco, y su sonrisa revelaba la simpatía de un buen profesional. —Veo que nos sentimos mejor —dijo. —¡Por la Tierra! ¿Dónde estoy? —preguntó Rod—. ¿En un satélite? Es muy raro. —No estás en la Tierra. —Ya lo sé. Nunca he estado allí. ¿Qué es este lugar? —Marte. La Estación Vieja Estrella. Yo soy Jean-Jacques Vomact. —Rod murmuró el nombre con tanta dificultad que el hombre tuvo que deletrearlo. Cuando eso quedó claro, Rod insistió en su pregunta. —¿Dónde queda Marte? ¿Puedes desatarme? ¿Cuándo se apagará esta luz?
—Te desataré en seguida —aseguró el doctor Vomact—, pero quédate en cama y tómalo con calma hasta que te hayamos dado algo de comer y te sometamos a algunas pruebas. La luz… es la luz del sol. Yo diría que tardará unas siete horas, tiempo local, en irse. Estamos a media mañana. ¿No sabes qué es Marte? Es un planeta. —Nuevo Marte, querrás decir —replicó Rod con orgullo—, el que tiene las enormes tiendas y los jardines zoológicos. —Las únicas tiendas que tenemos aquí son la cafetería y el teatro de imágenes. ¿Nuevo Marte? He oído hablar de ese lugar en alguna parte. Tiene grandes tiendas y una especie de espectáculo con animales. Elefantes que puedes sostener en la mano. Sí. Pero no estás en ese lugar. Espera un segundo, empujaré tu cama hasta la ventana. Rod miró ávidamente al exterior. Era estremecedor. Un oscuro y desnudo cielo sin nubes. Aquí y allá se veían algunos orificios. Parecían las «estrellas» que la gente veía cuando estaba en una nave espacial, en tránsito de un planeta nuboso a otro. Una luz espantosa y explosiva que colgaba en lo alto del cielo sin apagarse lo dominaba todo. Sintió el impulso de protegerse de la explosión, pero comprendió que el doctor no sentía el menor temor ante esa bomba de hidrógeno crónica, fuera lo que fuese. Tratando de dominar la voz para no parecer un niño, preguntó: —¿Qué es eso? —El Sol. —Sin rodeos, amigo. Dime la verdad. Todos llaman sol a su estrella. ¿Cuál es ésa? —El Sol. El Sol original. El Sol de la Vieja Tierra. Y esto es Marte. Ni siquiera Viejo Marte. Ni Nuevo Mane, por supuesto. Es el vecino de la Tierra. —¿Esa cosa nunca se apaga, nunca explota, nunca se va? —¿Te refieres al Sol? —preguntó el doctor Vomact—. No, no lo creo. Supongo que ya brillaba así para tus antepasados y los míos hace medio millón de años, cuando todos correteábamos desnudos por la Tierra. —El doctor no dejaba de moverse mientras hablaba. Cortó el aire con una extraña llavecita, y las cintas se aflojaron. Los guantes cayeron de las manos de Rod. Rod se miró las manos bajo la intensa luz y advirtió que tenían un aspecto extraño. Le parecían tersas, desnudas y limpias, como las manos del doctor. Evocó extraños recuerdos, pero sus dificultades para Iinguar y audir lo habían vuelto cauteloso e intuitivo, así que no se delató. —Si estamos en el viejo viejo Marte, ¿por qué me hablas en el idioma de Vieja Australia del Norte? Pensaba que mi pueblo era el único del universo que aún hablaba inglés antiguo. —Pasó orgullosa pero torpemente a la Vieja Lengua Común—: Como ves, mis parientes designados también me enseñaron este idioma. Nunca antes había estado fuera de mi mundo. —Hablo tu idioma porque lo aprendí —explicó el doctor—. Lo aprendí porque me pagaste muy generosamente para aprenderlo. En los meses que pasé reconstituyéndote, ha resultado bastante útil. Sólo hoy hemos abierto el portal de la memoria y la identidad, pero ya he hablado contigo cientos de horas. Rod trató de hablar. No podía emitir una palabra. Tenía la garganta seca y temía vomitar la comida, si es que tenía algo en el estómago. El doctor le apoyó una mano cordial en el brazo.
—Calma, señor y propietario McBan, calma. Todos estamos así cuando volvemos. —¿He estado muerto? —graznó Rod—. ¿Muerto? ¿Yo? —No exactamente muerto, pero casi. —La caja… ¡La pequeña caja! —exclamó Rod. —¿Qué pequeña caja? —Por favor, doctor… la caja donde vine… —La caja no era tan pequeña —dijo el doctor Vomact. Juntó las manos en el aire y trazó una forma de sombrerera, como la caja que Rod había visto en la sala de operaciones del Señor Dama Roja—. Era de este tamaño. Tu cabeza viajó sin reducir. Por eso fue tan fácil devolverte a la normalidad sin problemas y tan pronto. —¿Y Eleanor? —¿Tu compañera? También ha logrado llegar. Nadie interceptó la nave. —Es decir, que el resto también es cierto. ¿Todavía soy el hombre más rico del universo? ¿Y me he ido de casa? —Rod habría querido golpear la manta, pero se contuvo. —Me alegra verte expresar tantos sentimientos acerca de tu situación —sonrió el doctor Vomact—. Te mostraste muy emotivo cuando estabas bajo los sedantes e hipnóticos, pero empezaba a preguntarme cómo te ayudaríamos a comprender tu situación cuando regresaras, como lo has hecho, a la vida normal. Perdóname por hablar así. Parezco una revista de medicina. Es difícil trabar amistad con un paciente, aunque te resulte simpático… Vomact era un hombre menudo, una cabeza más bajo que Rod, pero tan grácilmente proporcionado que no parecía corto de estatura. Tenía la cara delgada, y un mechón de pelo negro y rebelde le caía sobre la frente. Entre los norstrilianos, se había considerado una excentricidad; pero dado que otros terrícolas se dejaban crecer mucho el pelo, debía de ser la moda de la Tierra. A Rod le parecía tonta, pero no repugnante. Pero no lo impresionaba el aspecto de Vomact sino su personalidad, que rezumaba por todos los poros. Vomact podía mostrar calma cuando sabía, por su experiencia médica, que la amabilidad y la serenidad eran necesarias, pero estas cualidades no eran habituales en él. Era vivaz, sensible, animado, locuaz en extremo, pero considerado con su interlocutor: nunca lo aburría. Ni siquiera entre las mujeres norstrilianas Rod había visto una persona que expresara tanto, con tal fluidez. Cuando Vomact hablaba, movía las manos constantemente, perfilando, describiendo, explicando lo que decía. Al hablar sonreía, fruncía el ceño, enarcaba las cejas inquisitivamente, dirigía miradas sorprendidas, ladeaba la cabeza con asombro. Rod estaba acostumbrado al espectáculo de dos norstrilianos entablando una conversación telepática, linguando y audiendo mientras los cuerpos descansaban cómodos e inmóviles y las mentes se comunicaban de forma directa. Hacer todo eso con lenguaje articulado era, para un norstriliano, una maravilla digna de ver y oír. La grata vivacidad de este médico de la Tierra contrastaba declaradamente con la peligrosa y rápida firmeza del Señor Dama Roja. Rod pensó que si la Tierra estaba llena de personas como Vomact, debía de ser un lugar delicioso pero confuso. Una vez Vomact insinuó que su familia era excepcional, de modo que incluso en el largo y fatigoso período de la perfección, cuando todos los demás tenían números, ellos habían recordado en secreto su apellido.
Una tarde Vomact sugirió que caminaran unos kilómetros por la planicie marciana, hasta las ruinas de la primera colonia humana de Mane. —Tenemos que hablar —dijo—, pero resulta bastante fácil conversar a través de los cascos blandos. El ejercicio te será beneficioso. Eres joven y puedes resistir mucho condicionamiento. Rod aceptó. Durante esos días se hicieron amigos. Rod descubrió que el doctor no era tan joven como parecía. Aparentaba apenas diez años más que él, pero tenía ciento diez años y se había sometido al primer rejuvenecimiento sólo diez años antes. Le quedaban dos más, y moriría a los cuatrocientos años si se mantenía el sistema actual para Marte. —Quizá creas, McBan, que eres un personaje excéntrico y extravagante. Te aseguro, jovencito, que la Vieja Tierra es hoy un disparate tal que nadie te prestará atención. ¿No has oído hablar del Redescubrimiento del Hombre? Rod titubeó. No había prestado atención a esa noticia, pero no quería dejar en mal lugar a su mundo natal haciéndolo parecer más ignorante de lo que era. —Tiene algo que ver con el lenguaje, ¿verdad? ¿Y con la longevidad? Nunca he prestado mucha atención a las noticias de otros mundos, a menos que fueran inventos técnicos o grandes batallas. Creo que algunas personas de Vieja Australia del Norte están profundamente interesadas en la Vieja Tierra. ¿De qué se trata, de todo modos? —La Instrumentalidad al fin se embarcó en un gran proyecto. La Tierra no ofrecía peligros, esperanzas ni recompensas, ningún futuro salvo la perpetuidad. Todos tenían una probabilidad de mil contra uno de vivir los cuatrocientos años asignados a las personas que se merecían el período completo con su actividad… —¿Por qué no lo conseguían todos? —interrumpió Rod. —La Instrumentalidad se encargaba de los menos longevos de un modo bastante justo. Les ofrecía deliciosos y excitantes vicios cuando llegaban a los setenta. Experiencias que combinaban estímulos electrónicos, drogas y sexo en la mente subjetiva. Quien no tenía un trabajo que hacer terminaba por aplicarse dosis de júbilo hasta que moría de pura diversión. ¿Quién quiere tener tiempo para renovaciones de apenas cien años pudiendo disfrutar de cinco o seis mil años de orgías y aventuras cada noche? —Me parece espantoso —exclamó Rod—. Nosotros tenemos nuestras Salas de la Risa, pero la gente muere en seguida, y nunca entre sus vecinos. Imagina la horrenda interacción que uno mantendría con los normales. La pena y la furia enturbiaron la cara del doctor Vomact. Desvió la mirada y contempló las incesantes llanuras marcianas. La querida y azul Tierra colgaba amigablemente en el cielo. Miró hacia la estrella de la Tierra como si la odiara. Le dijo a Rod, sin mirarlo:
—Es verdad, McBan. Mi madre era una persona de vida corta. Cuando ella desistió, padre también la siguió. Y yo soy normal. Creo que nunca conseguiré recuperarme del efecto. No eran mis padres verdaderos, desde luego, pues en mi familia no se llegó a tal obscenidad, pero fueron mis padres adoptivos definitivos. Siempre había pensado que los norstrilianos eran bárbaros ricos y dementes, pues mataban a los adolescentes por no saltar bien u otras estupideces, pero admito que sois bárbaros limpios. No os obligáis a convivir con el dulzón y morboso tufo de la muerte en. vuestros apartamentos… —¿Qué es un apartamento? —El lugar donde vivimos. —Una casa —dijo Rod. —No, un apartamento forma parte de una casa. Doscientos mil apartamentos forman a veces una gran casa. —¿Quieres decir que hay doscientas mil familias en un enorme salón? La habitación tendrá kilómetros de longitud. —¡No, no, no! —rió el doctor—. Cada apartamento tiene su propio salón, con cuartos para dormir que salen de las paredes, una sección para comer, un lavabo para ti y para los visitantes que deseen bañarse contigo, una sala-jardín, un estudio, y una sala de personalidad. —¿Qué es una sala de personalidad? —Un cuartito donde hacemos cosas que no queremos compartir con nuestra familia. —Nosotros lo llamamos cuarto de baño —dijo Rod. El doctor dejó de caminar. —Por eso resulta tan difícil explicaros lo que está haciendo la Tierra. Sois fósiles. Conserváis el viejo idioma inglés, mantenéis vuestro sistema familiar y vuestros apellidos, habéis disfrutado de una vida ilimitada… —Ilimitada no —corrigió Rod—. Sólo larga. Tenemos que trabajar por ella y pagarla con pruebas. El doctor pareció compungido. —No pretendía criticaros. Sois diferentes. Muy diferentes de lo que ha sido la Tierra. La Tierra os habría parecido inhumana. Los apartamentos de que te hablaba, por ejemplo. Dos tercios de ellos vacíos. Subpersonas que se mudan al subsuelo. Registros perdidos; trabajos olvidados. Si no fabricáramos tan buenos robots, todo se habría venido abajo al mismo tiempo. —Escrutó la cara de Rod—. Veo que no me entiendes. Tomemos un ejemplo. ¿Puedes imaginarte matándome? —No —respondió Rod—. Me resultas simpático. —No me refiero a eso. No a mí en particular. Supongamos que no sabes quién soy y me sorprendes molestando a tus ovejas o robando tu stroon. —No podrías robar mi stroon. Mi gobierno se encarga de procesarlo y tú no te podrías acerca a él. —De acuerdo, que no sea stroon. Supongamos que llego a tu planeta sin un permiso. ¿Cómo me matarías? —Yo no te mataría. Lo denunciaría a la policía. —Supongamos que te amenazo con un arma. —En tal caso —contestó Rod—, te denunciaría, te clavaría un cuchillo en el corazón o te arrojaría una minibomba. —¡Ahí tienes! —sonrió el doctor.
—¿Qué?
—Sabéis cómo matar a la gente, en caso necesario. —Todos los ciudadanos lo saben —bufó Rod—, pero eso no significa que lo hagan. No estamos alardeando todo el día de nuestra fuerza, como por lo visto creen algunas personas de la Tierra. —Precisamente. Y esto es lo que la Instrumentalidad procura hoy para la humanidad. Hacer la vida lo bastante peligrosa e interesante para que vuelva a ser real. Tenemos enfermedades, peligros, luchas, riesgos. Ha sido maravilloso. Rod miró hacia el grupo de cobertizos que habían dejado atrás. —No veo indicios de ello en Marte. —Esto es una colonia militar. Ha sido excluida del Redescubrimiento del Hombre hasta que se hayan estudiado mejor los efectos. En Marte aún vivimos vidas perfectas de cuatrocientos años. Sin peligros, cambios ni riesgos. —¿Por qué tienes un apellido, entonces? —Me lo dio mi padre. Era un oficial, un héroe de los mundos fronterizos que regresó y murió joven. La Instrumentalidad permitía que este tipo de personas tuvieran apellidos, antes de extender el privilegio a todo el mundo. —¿Qué haces aquí? —Trabajo. El doctor reanudó la marcha. Rod no se sentía tímido a su lado. Era una persona tan desvergonzadamente locuaz, como al parecer eran la mayoría de los hombres de la Tierra, que resultaba difícil no estar a sus anchas con él. Rod asió suavemente el brazo de Vomact. —Hay algo más… —Lo sabes —se sorprendió Vomact—. Eres muy perceptivo. No sé si contarte… —¿Por qué no? —Eres mi paciente. Quizá no sea justo contigo. —Adelante —le animó Rod—, has de saber que soy fuerte. —Soy un criminal —dijo el doctor. —Pero estás vivo —exclamó Rod—. En mi mundo matamos a los criminales, o los enviamos fuera del planeta. —Yo estoy fuera del planeta. Este no es mi mundo. Para la mayoría de los que vivimos en Marte, esto es una cárcel, no un hogar. —¿Qué hiciste? —Es demasiado horrendo… —murmuró el doctor—. Yo mismo me avergüenzo de ello. Mi sentencia es doblemente condicional. Rod le echó una rápido vistazo. Ese hombre parecía abrumado por el desconcierto y la pesadumbre.
—Me rebelé —continuó el médico—. Sin saberlo. La gente puede decir lo que quiere en la Tierra, y puede imprimir hasta veinte ejemplares de lo que necesite divulgar, pero más allá de eso es comunicación masiva. Va contra la ley. Cuando llegó el Redescubrimiento del Hombre, me encomendaron trabajar en el idioma español. Yo investigaba concienzudamente para publicar La Prensa. Bromas, diálogos, anuncios imaginarios, informes de lo que había ocurrido en el mundo antiguo. Pero luego se me ocurrió una idea brillante. Fui a Terrapuerto y obtuve noticias de las naves que llegaban. Qué ocurría aquí y allá. ¡No tienes ni idea, Rod, de lo interesante que es la humanidad! Y las cosas que hacemos… tan extrañas, tan cómicas, tan lamentables. Las noticias llegan incluso en máquinas, todas marcadas con «uso oficial exclusivo». No presté atención y publiqué un número que sólo contenía verdades. Un número real, con datos. »Publiqué noticias verdaderas. »Rod, se armó un revuelo. Todas las personas que estaban recondicionadas para el español fueron sometidas a pruebas de estabilidad. Me preguntaron si conocía la ley. Respondí que la conocía. Nada de comunicaciones masivas excepto dentro del gobierno. La noticia es la madre de la opinión, la opinión provoca la ilusión colectiva, la ilusión es el origen de la guerra. La ley era tajante y yo no le di importancia. Pensé que era sólo una vieja ley. »Me equivocaba, Rod, me equivocaba. No me acusaron de violar la ley de noticias. Me acusaron de rebelión contra la Instrumentalidad. Me sentenciaron a muerte instantánea. Luego hicieron condicional la sentencia. La condición era que me fuera del planeta y observara una buena conducta. Cuando llegué aquí, la hicieron doblemente condicional. La segunda condición era que mi acto no tuviera malas consecuencias. \Pero no lo puedo averiguad Puedo volver a la Tierra en cualquier momento. Eso no constituye un problema. Si piensan que mi fechoría aún tiene efectos, me someterán a castigos de sueño o me enviarán a ese planeta horrendo. Si piensan que todo ha pasado, me devolverán la ciudadanía con una carcajada. Pero ellos no saben lo peor. Mi subhombre aprendió español y el subpueblo continúa publicando el periódico clandestinamente. Ni siquiera puedo imaginar qué harán conmigo si averiguan lo sucedido y se enteran de que yo lo empecé. ¿Crees que me equivoco, Rod? Rod lo miró fijamente. No estaba acostumbrado a juzgar a los adultos, y menos a que se lo pidieran. En Vieja Australia del Norte la gente mantenía cierta distancia. Había un modo correcto de hacer cada cosa, y una de las cosas más correctas consistía en tratar sólo con gente de tu misma edad. Trató de ser justo, de pensar como un adulto. —Claro que creo que te equivocas, señor y doctor Vomact —respondió—. Pero no demasiado. Ninguno de nosotros debería jugar con la guerra. Vomact aferró el brazo de Rod. Era un gesto histérico y desagradable. —Rod —susurró con urgencia—, tú eres rico. Vienes de una familia importante. ¿Podrías llevarme a Vieja Australia del Norte? —¿Por qué no? Puedo pagar por todos los visitantes que quiera. —No, Rod, no así. Como inmigrante. Rod se puso tenso. —¿Inmigrante? —exclamó—. La pena por la inmigración es la muerte. Matamos a nuestra propia gente para impedir que aumente la población. ¿Cómo podríamos permitir que se instalen forasteros entre nosotros? Y el stroon. ¿Qué pasaría con eso?
—Olvídalo, Rod —suspiró Vomact—. No volveré a molestarte. No lo mencionaré de nuevo. Resulta cansado vivir muchos años con la muerte acechando tras cada puerta, en cada llamada, sobre cada página del archivo de mensajes. No me he casado. ¿Cómo podría hacerlo? —Cambió repentinamente de humor, y dijo jovialmente—: Tengo un medicamento, Rod, un medicamento para médicos, y también para rebeldes. ¿Sabes qué es? —¿Un tranquilizante? —Rod aún estaba atónito ante la indecencia de alguien que le mencionaba la inmigración a un norstriliano. Le costaba pensar con claridad. —Trabajo —sonrió el menudo Vomact—, ése es mi medicamento. —El trabajo siempre es bueno —afirmó Rod, sintiéndose solemne ante la generalización. La tarde había perdido su magia. El doctor también sentía lo mismo. Suspiró. —Te mostraré los viejos cobertizos que construyeron los primeros colonos de la Tierra. Luego iré a trabajar. ¿Sabes cuál es mi trabajo principal? —No —respondió Rod cortésmente. —Tú —explicó el doctor Vomact, con una de sus sonrisas tristes, alegres y maliciosas—. Estás bien, pero tengo que lograr que estés mejor que bien. Tengo que hacerte invulnerable. Habían llegado a los cobertizos. Las ruinas eran antiguas, pero no muy imponentes. Se parecían a las casas de las fincas más modestas de Norstrilia. Mientras regresaban, Rod preguntó como por casualidad: —¿Qué harás conmigo, señor y doctor? —Lo que desees —respondió Vomact sin darle importancia. —¿De verdad? ¿Qué? —Bien, el Señor Dama Roja envió un cubo con sugerencias. Mantener tu personalidad. Mantener tus imágenes retínales y cerebrales. Cambiar tu aspecto físico. Modificar a tu criada para darle el aspecto de un varón joven que se ajuste a tu descripción. —No le puedes hacer eso a Eleanor. Es ciudadana. —No aquí, no en Marte. Ella forma parte de tu equipaje. —¿Y sus derechos legales? —Esto es Marte, Rod, pero forma parte del territorio de la Tierra. Bajo la jurisdicción de la Tierra. Bajo el control directo de la Instrumentalidad. Podemos hacer estas cosas. La parte difícil es: ¿aceptarías hacerte pasar por un subhombre? —¿Cómo voy a saberlo? Nunca he visto ninguno. —¿Soportarías la vergüenza? Por toda respuesta, Rod se echó a reír. —Los norstrilianos sois raros —suspiró Vomact—. Yo preferiría morir antes que me confundieran con un subhombre. ¡Es una humillación, una vergüenza! Pero el Señor Dama Roja dijo que llegarías a la Tierra libre como una alondra si te hacíamos pasar por un hombre-gato. De paso, Rod, tu esposa ya está aquí. Rod se paró en seco.
—¿Esposa? No tengo esposa. —Tu esposa-gato —explicó el doctor—. Claro que no es un matrimonio verdadero. Al subpueblo no se le permite el matrimonio. Pero se le permite una relación que se parece al matrimonio y a veces cometemos el desliz de llamarlos marido y mujer. La Instrumentalidad ya ha enviado a una muchacha-gato para que se haga pasar por tu esposa. Viajará contigo desde Marte a la Tierra. Seréis un par de gatos afortunados que ha presentado números de danza y acrobacia para el aburrido personal de nuestra estación. —¿Y Eleanor? —Supongo que alguien la confundirá contigo y la matará. Para eso la has traído, ¿no? ¿No eres lo bastante rico? —No, no, no —exclamó Rod—. Nadie es tan rico. Tenemos que pensar en otra solución. Mientras caminaban, hicieron nuevos planes para proteger tanto a Eleanor como a Rod. Cuando entraron en el cobertizo y se quitaron los cascos, Rod dijo: —¿Puedo ver a mi esposa? —La verás aunque no mires —dijo Vomact—. Es impetuosa como el fuego y aún más bella. —¿Tiene nombre? —Claro que sí. Todos lo tienen. —¿Cómo se llama? —G’mell.