Clifford D. Simak, Relato

Hermano – Clifford D. Simak

Estaba sentado en su mecedora, en el patio empedrado, cuando el automóvil salió de la carretera y se detuvo ante su verja. De él salió un desconocido, abrió la cancela y se aproximó por el camino. El hombre que se acercaba era viejo; no tan viejo, juzgó el hombre de la mecedora, como él mismo, pero viejo. Su pelo blanco ondeaba al viento y había un lento y casi imperceptible arrastrar los pies en su andar.
El hombre se detuvo ante él.
—¿Es usted Edward Lambert? —preguntó. Lambert asintió con la cabeza—. Yo soy Teodoro Anderson —dijo el desconocido—. De Madison. De la Universidad.
Lambert le señaló la otra mecedora que había en el patio.
—Siéntese, por favor —dijo—. Está usted muy lejos de su casa.
Anderson rió.
—No demasiado. Unos ciento cincuenta kilómetros nada más.
—Para mí eso es lejos —dijo Lambert—. En toda mi vida no me he alejado de aquí más de treinta kilómetros. El espaciopuerto que hay al otro lado del río es lo más lejos que he estado nunca.
—¿Visita usted el puerto con frecuencia?
—Hubo un tiempo en que lo hacía. Cuando era más joven. Recientemente, no. Desde aquí, donde estoy sentado, puedo ver las naves arribar y partir.
—¿Se sienta a verlas?
—Hubo un tiempo en que así lo hacía. Ahora ya no estoy pendiente de ellas.
—Tiene usted un hermano, según tengo entendido, que anda por el espacio.
—Sí, Phil. Phil es el vagabundo de la familia. No éramos más que él y yo. Gemelos idénticos.
—¿Le ve usted de vez en cuando? Quiero decir, ¿viene a visitarle alguna vez?
—Ocasionalmente. Tres o cuatro veces, eso ha sido todo. Pero no recientemente. La última vez que vino a casa fue hace veinte años. Siempre tenía prisa. Sólo podía quedarse uno o dos días. Siempre tenía grandes historias que contar.
—Pero usted permaneció en casa. Treinta kilómetros me ha dicho, eso es lo más que se ha alejado nunca.
—Hubo un tiempo —dijo Lambert— en que yo hubiera querido irme con él. Pero no pude. Nacimos cuando nuestros padres eran ya de una edad avanzada. Eran ya ancianos cuando nosotros éramos jóvenes. Alguien tenía que quedarse aquí con ellos. Y una vez que pasaron a mejor vida, me di cuenta de que no podía irme. Estas colinas, estos bosques, los arroyos, se habían convertido en parte de mí.
Anderson asintió con la cabeza.
—Puedo comprender eso. Está reflejado en sus escritos. Se convirtió usted en el portavoz bucólico del siglo. Estoy citando opiniones ajenas, pero por supuesto que usted lo sabe.
Lambert gruñó:
—Literatura de la naturaleza. En tiempos fue la gran tradición americana. Cuando empecé a escribir, hace cincuenta años, había pasado de moda. Nadie la comprendía, nadie la quería para nada. Nadie veía que fuera necesaria. Pero ahora está aquí de nuevo. Cada imbécil que es capaz de juntar tres palabras se dedica a escribirla.
—Pero nadie tan bien como usted.
—Llevo más tiempo dedicado a ello. Tengo más práctica.
—Ahora —dijo Anderson— existe una mayor necesidad de esa literatura. Un recordatorio de una herencia que casi hemos perdido.
—Tal vez —dijo Lambert.
—Volviendo a la cuestión de su hermano…
—Un momento, por favor —dijo Lambert—. Ha estado usted haciéndome un montón de preguntas. Nada de preliminares. Nada de ir llevando la conversación cómodamente. Ninguna de las amenidades coloquiales habituales. Usted se ha limitado a entrar aquí a saco y ha empezado a hacerme preguntas. Me dice usted su nombre y que viene de la Universidad, pero ahí acaba todo. Para que conste, señor Anderson, haga el favor de decirme a qué se dedica usted.
—Lo lamento —dijo Anderson—. Admito que he actuado con poco tacto, a pesar de que se supone que es un elemento básico de mi profesión. Debería conocer su valor. Pertenezco al departamento de psicología y…
—¿Psicología?
—Así es, psicología.
—Hubiera imaginado —dijo Lambert— que se dedicaba usted a la lengua inglesa, o tal vez a la ecología o a alguna disciplina relacionada con el medio ambiente. ¿Cómo es que un psicólogo viene a hablar con un escritor naturalista?
—Por favor, concédame un momento —rogó Anderson—. He abordado la cuestión equivocadamente. Empecemos de nuevo. En realidad he venido a hablar de su hermano.
—¿Qué pasa con mi hermano? ¿Cómo ha podido usted saber que existía? La gente de los alrededores lo sabe, pero nadie más. En mis escritos jamás le he mencionado.
—Pasé una semana, el verano pasado, en una estación de pesca a pocos kilómetros de aquí. Oí hablar de él entonces.
—Y algunos de aquellos con los que usted habló le dijeron que yo jamás tuve un hermano.
—Así es, exactamente. Verá usted, tengo en marcha un estudio en el que llevo trabajando los últimos cinco años…
—No sé cómo pudo empezar a circular esa historia —le interrumpió Lambert— acerca de que jamás tuve un hermano. Nunca le he prestado atención, y no alcanzo a comprender por qué usted…
—Señor Lambert —dijo Anderson—, por favor, discúlpeme. He verificado los certificados de nacimiento en la sede del condado, y según el censo…
—Lo recuerdo —dijo Lambert— como si hubiera sido ayer; me refiero al día en que se fue mi hermano. Estábamos trabajando en el pajar, aquel que está allí, al otro lado de la carretera. El pajar ya no se usa, y como puede usted ver se ha derrumbado. Pero por aquel entonces sí que se utilizaba. Mi padre cultivaba aquella pradera de allá que está junto al arroyo. Aquella tierra daba, y volvería a dar, si alguien la cultivara, las cosechas de maíz más hermosas que pueda usted imaginarse. Un maíz mejor que el de las praderas de Iowa. Mejor que el de cualquier otra parte del mundo. Yo lo cultivé durante años después de que muriera mi padre, pero ya lo he dejado. Abandoné el oficio de
granjero hace ya sus buenos diez años. Vendí todo el ganado y la maquinaria. Ahora tengo un pequeño gallinero. No hace falta que sea demasiado grande. Sólo hay…
—Hablaba usted de su hermano.
—Sí, supongo que sí. Phil y yo estábamos trabajando un día en el pajar. Era un día lluvioso. No, no realmente lluvioso, solamente chispeaba un poco. Estábamos reparando arneses. Sí, arneses. Mi padre era un hombre extraño en muchos aspectos. Extraño en muchos aspectos razonables. No era partidario de utilizar más maquinaria que la necesaria, jamás hubo aquí un tractor. Opinaba que eran mejores los caballos. En un lugar tan pequeño como éste lo eran. Yo mismo los estuve utilizando hasta que finalmente tuve que venderlos. Fue un trago amargo el venderlos. Aquellos caballos y yo éramos amigos.
»Pero en cualquier caso, mi hermano y yo estábamos reparando el arnés cuando Phil me dijo, sin venir a cuento, que iría al puerto para intentar conseguir trabajo en algunas de las naves. Habíamos hablado acerca de ello de vez en cuando, anteriormente, y los dos teníamos deseos de ir, pero fue para mí una sorpresa que Phil dijera que se iba. No tenía ni la más remota idea de que lo hubiera decidido para entonces. Hay algo acerca de esto que debe usted comprender…, el momento, las circunstancias, la novedad y la emoción de viajar a las estrellas aquel día, hace más de cincuenta años. Hubo tiempos muy lejanos en la historia de nuestro país en que los muchachos de Nueva Inglaterra huían al mar. En aquel momento de hace cincuenta años, huían hacia el espacio…
Según lo iba contando, lo recordaba, tal y como le había dicho a Anderson, como si hubiera ocurrido ayer mismo. Todo volvía a él con claridad y realismo, incluyendo el húmedo olor del heno del año anterior que había en el altillo encima de sus cabezas. Las palomas se arrullaban en lo alto del pajar y arriba, en los pastos de la colina, una vaca solitaria mugía desoladoramente. Los caballos pateaban el suelo en sus caballerizas y hacían pequeños ruidos, masticando el heno que quedaba en sus comederos.
—Tomé la decisión anoche —dijo Phil—, pero no te dije nada porque quería estar seguro. Podría esperar, por supuesto, pero existe la posibilidad de que jamás me vaya. No quiero pasarme aquí la vida deseando haberme ido. Te encargarás de decírselo a papá, ¿verdad?, después de que me haya ido. Esta tarde, en algún momento que encuentres, dándome tiempo para que pueda irme.
—Él no te lo impediría —dijo Edward Lambert—. Lo mejor sería que se lo dijeras. Puede que intente razonar contigo, pero jamás intentaría detenerte.
—Si se lo digo, jamás me iré —dijo Phil—. Veré la expresión de su cara y no seré capaz de irme. Tendrás que hacer esto por mí, Ed. Tendrás que decírselo tú, de modo que yo no tenga que verle la cara.
—¿Cómo piensas entrar en una nave? No querrán un granjero paleto. Lo que ellos quieren es gente preparada.
—Habrá una nave que tenga que partir, pero a la que le falten uno o dos miembros de la tripulación —dijo Phil—. No les esperarán. No perderán el tiempo buscándoles. Aceptarán a quien quiera que esté allí. En cuestión de uno o dos días encontraré esa nave.
Lambert recordó una vez más cómo se había quedado en la puerta del pajar, observando cómo se alejaba su hermano carretera abajo, con sus botas chapoteando en los charcos y su figura emborronada por la llovizna. Durante un largo tiempo después de que ya no pudo verle, mucho después de que el gris de la llovizna hubiera absorbido su silueta, había seguido imaginando que podía verle, una figura aún más pequeña andando con paso pesado por la carretera. Recordaba la opresión de su pecho, el nudo que se le había hecho en la garganta, la terrible y desazonadora angustia de la partida de su hermano. Como si se hubiera ido una parte de él, como si se hubiera partido en dos, como si sólo quedara de él la mitad.
—Éramos gemelos —le dijo a Anderson—, gemelos idénticos. Estábamos más cercanos el uno al otro que la mayoría de los hermanos. Vivíamos el uno en el bolsillo del otro. Todo lo hacíamos juntos. Cada uno de nosotros sentía lo mismo hacia el otro. Phil tuvo que tener mucho valor para irse de aquella manera.
—Y usted también —dijo Anderson— para dejarle marchar. Pero ¿volvió?
—No, por largo tiempo. No hasta después de la muerte de nuestros padres. Entonces apareció caminando por la carretera igual que se había ido. Pero no se quedó. Estuvo aquí sólo un par de días. Estaba ansioso por partir. Como si algo tirara de él.
Aunque aquello no era exactamente cierto, se dijo a sí mismo. Estaba nervioso. Asustadizo. Mirando por encima del hombro, como si alguien le siguiera. Mirando a sus espaldas para asegurarse de que el Perseguidor no estaba allí.
—Volvió unas cuantas veces más —dijo Lambert—. Pasaban años entre visita y visita. Jamás se quedaba demasiado tiempo. Estaba ansioso por volver a irse.
—¿Cómo explica usted que la gente haya concebido esta idea de que usted nunca tuvo un hermano? —preguntó Anderson—. ¿Cómo explica el silencio de los registros?
—No lo explico de ninguna manera —contestó Lambert—. La gente tiene ideas extrañas. Surge un rumor irresponsable… tal vez nada más que una pregunta: ¿Y ese hermano que dice que tiene? ¿Tiene en realidad un hermano? ¿Hubo en realidad alguna vez un hermano? Y otros la recogen y la amplían a su manera y la cosa va extendiéndose. Aquí, en estas colinas perdidas, no hay mucho de qué hablar. Se aferran al primer tema que encuentran. Supongo que resultaría un tema intrigante… ese viejo chiflado del valle que cree que tiene un hermano que jamás existió, presumiendo sobre su hermano inexistente, diciendo que está perdido por ahí, entre las estrellas. Aunque a mí me parece recordar que jamás he presumido, en realidad.
—¿Y los registros? O la ausencia de registros.
—Simplemente, no lo sé —contestó Lambert—. Ni siquiera sabía lo de los registros. Jamás se me ocurrió ir a comprobarlos. Jamás hubo razón alguna para que lo hiciera. Verá usted, yo sé que tengo un hermano.
—¿Cree usted que podría acercarse a Madison?
—Sé que no lo haré —dijo Lambert—. Rara vez abandono este lugar. Ya no tengo automóvil. Me acerco con alguno de mis vecinos, cuando puedo, al almacén para comprar las pocas cosas que necesito. Estoy satisfecho aquí. No tengo necesidad de ir a ninguna parte.
—¿Ha vivido usted aquí solo desde la muerte de sus padres?
—Efectivamente —respondió Lambert—. Y opino que esta conversación ya ha ido demasiado lejos. No estoy seguro de que usted me guste, señor Anderson. ¿O acaso debería llamarle doctor Anderson? Sospecho que así debe ser. No tengo intención de ir a la Universidad a contestar a las preguntas que a usted se le pasen por la cabeza para someterme a pruebas para ese estudio suyo. No estoy seguro de cuál es su interés en todo esto y no estoy ni remotamente interesado. Tengo cosas más importantes que hacer.
Anderson se alzó de su asiento.
—Lo siento —dijo—. No pretendía…
—No se excuse —le cortó Lambert.
—Me gustaría que pudiéramos separarnos de un modo más alegre —dijo Anderson.
—No deje que eso le preocupe —dijo Lambert—. Limítese a olvidarlo. Eso es lo que tengo intención de hacer yo.
Continúo sentado en la mecedora mucho después de que su visitante hubiera partido. Unos cuantos automóviles pasaron, no muchos, dado que aquella era una carretera escasamente transitada, una carretera que en realidad no llevaba a ninguna parte, simplemente una vía de acceso para las pocas familias que vivían a lo largo del valle y al fondo en las colinas.
Qué descaro, pensaba, qué arrogancia, aparecerse aquí para preguntarle todas esas cosas en tromba. Aquel estudio que estaba llevando a cabo…, tal vez un estudio de las fantasías adoptadas por la población anciana. Aunque no tenía que ser necesariamente sobre ese tema; podría ser sobre toda una serie de temas posibles.
No había, se recordó a sí mismo, razón alguna para alterarse por aquello. Carecía de importancia; los malos modales sólo tenían importancia para aquellos que los tenían.
Se meció suavemente. Los balancines protestaron sobre el empedrado, y se quedó mirando más allá de la carretera y el valle hacia el lugar a lo largo de la colina de enfrente donde corría el arroyo, con su corriente gorgoteando sobre los vados pedregosos y haciendo remolinos en profundos estanques. Allí, durante los largos y calurosos días de verano, Phil y él habían pescado cotos, utilizando retorcidas ramas de sauce como cañas, porque no había dinero para comprar equipo de pesca normal, y no es que lo hubieran deseado, incluso aunque hubieran tenido el dinero. Durante la primavera subían grandes bancos de peces; remontaban el arroyo desde el río Winsconsin para llegar a sus zonas de desove. Phil y él solían salir a cogerlos con una red, una red improvisada por medio de un saco de yute con la boca sujeta a un aro de barril.
El arroyo estaba lleno de recuerdos para él, al igual que el resto de la tierra: las colinas que se cernían sobre ellos, los pequeños valles escondidos, el denso bosque que lo cubría todo excepto las escasas superficies niveladas que habían sido abatidas para utilizarlas para el cultivo. Conocía cada sendero y atajo del bosque. Sabía lo que crecía en él y lo que vivía en él y dónde crecía o vivía. Conocía los secretos de los pocos kilómetros de campo que le rodeaban, pero no todos los secretos; estaba aún por nacer el hombre que pudiera conocer todos los secretos.
Tenía, se repetía a sí mismo, lo mejor de dos mundos. De dos mundos, ya que no le había contado a Anderson, ni a nadie, que había un vínculo secreto entre él y Phil. Era un vínculo que nunca les había parecido extraño porque era algo que habían conocido desde que eran pequeños. Incluso cuando estaban separados, habían estado al corriente de lo que el otro hacía. No resultaba nada asombroso para ellos; era algo que habían dado prácticamente por sentado. Años más tarde había leído en informadas revistas los estudios que habían sido realizados sobre los gemelos idénticos, junto con la especulación académica de que de alguna extraña manera parecían poseer poderes telepáticos que operaban tan sólo entre ellos, como si fueran, de hecho, una sola persona con dos cuerpos diferentes.
Eso era lo que ocurría, sin duda de ninguna clase, entre él y Phil, aunque jamás se había preguntado si podría ser telepatía hasta que había dado accidentalmente con las revistas. No se parecía demasiado, pensaba balanceándose en la mecedora, a la telepatía, ya que la telepatía, tal y como él la concebía, era la capacidad de enviar y recibir mensajes mentales deliberadamente; en su caso, se trataba simplemente de un saber, de un percibir dónde estaba el otro y qué era lo que podía estar haciendo.
Había funcionado de aquella manera cuando eran unos jovenzuelos y había seguido funcionando así desde entonces. No un conocimiento continuo, no un contacto continuado, si es que aquello era un contacto. A lo largo de los años, no obstante, ocurría con bastante frecuencia. Había sabido a lo largo de todos aquellos años, desde que Phil se había marchado andando carretera abajo, los muchos planetas que había visitado, las naves en las que había viajado Phil, lo había visto todo con los ojos de Phil, lo había comprendido con el cerebro de Phil, había conocido los nombres de los lugares que Phil había visto y comprendido, lo que había pasado en cada lugar. No había sido una conversación: no se habían hablado el uno al otro; no había habido necesidad de hablar, y aunque Phil jamás se lo había dicho, estaba seguro de que Phil había sabido lo que estaba haciendo él y dónde estaba y lo que podía estar viendo. Incluso en las escasas ocasiones en que Phil había venido de visita, no habían hablado acerca de ello; no suponía un tema de discusión dado que ambos lo aceptaban.
A media tarde, un viejo automóvil se detuvo ante la verja; el motor tosió hasta detenerse en una especie de tartamudeo espasmódico. Jake Hopkins, uno de sus vecinos de arroyo arriba, salió de él, llevando consigo una pequeña cesta. Se acercó hasta el patio y, dejando la cesta en el suelo, se sentó en la otra mecedora.
—Katie te manda una hogaza de pan y un pastel de grosella —dijo—. Estas serán casi las últimas. Este año ha habido una cosecha muy pobre. El verano ha sido demasiado seco.
—Yo tampoco he ido a recoger demasiadas este año —dijo Lambert—. Sólo una o dos veces. Las mejores están en aquel risco de allá, y juro que ésa colina se hace más empinada cada año que pasa.
—Se hace más empinada para todos nosotros —dijo Hopkins—. Tú y yo llevamos aquí mucho tiempo, Ed.
—Dile a Katie que se lo agradezco mucho —dijo Lambert—. No hay nadie capaz de igualar su tarta.
Yo nunca me ocupo de hacer tartas, aunque me entusiasman. Hago algunas cosas en la cocina, por supuesto, pero las tartas llevan demasiado tiempo y esfuerzo.
—¿Has oído algo acerca de esa criatura nueva que hay por los montes? —preguntó Hopkins.
Lambert se rió entre dientes.
—Otra de esas historias enloquecidas, Jake. De vez en cuando, un par de veces al año, alguien pone en movimiento una historia. ¿Recuerdas aquella acerca de la bestia del pantano, allá en Millville? Los periódicos de Milwaukee cazaron la historia, y un deportista de Texas la leyó y se vino con una jauría de perros. Pasó tres días en Millville, pateándose los pantanos, perdió un perro por culpa de una serpiente de cascabel, y por lo que me contaron se agarró un cabreo de mil demonios. Tenía la impresión de que le habían tomado el pelo, y supongo que así había sido, dado que jamás había habido bestia alguna.
»Nos llegan historias de osos y pumas, y no ha habido ni un oso ni un puma en estos alrededores desde hace más de cuarenta años. Una vez, hace algunos años, algún maldito imbécil puso en marcha una historia acerca de una gran serpiente. Gorda como un tonel y de diez metros de largo. La mitad del condado se echó al monte a ver si la cazaba.
—Sí, ya lo sé —dijo Hopkins—. No hay nada detrás de la mayor parte de las historias, pero Caleb Jones me dijo que uno de sus muchachos vio la cosa esa, sea lo que fuere. Parecido a un mono, o a un oso que no es realmente un oso. Totalmente peludo, desnudo. Un hombre de las nieves, según opina Caleb.
—Bueno, al menos eso es algo nuevo —dijo Lambert—. Nadie, que yo sepa, había afirmado hasta ahora ver por estos alrededores a un hombre de las nieves. No obstante, ha habido muchas denuncias en la costa oeste. Simplemente llevó un poco de tiempo transferir a un hombre de las nieves hasta aquí.
—Podría haberse extraviado uno hacia el este.
—Supongo que sí. Quiero decir, si es que hay alguno por allá. Tampoco estoy demasiado seguro de que allí los haya.
—Bueno, sea como fuere —dijo Hopkins—, pensé que te gustaría saberlo. Estás muy aislado aquí. Sin teléfono ni nada. Ni siquiera te has hecho el tendido para la luz.
—No necesito teléfono ni electricidad —dijo Lambert―. Lo único que me podría tentar de la electricidad sería la posibilidad de tener un refrigerador. Y no lo necesito. Tengo la fresquera. Funciona tan bien como cualquier refrigerador. Mantiene fresca la mantequilla durante semanas. Y no necesito teléfono. No tengo a nadie con quien hablar.
—Una cosa tengo que admitir —dijo Hopkins—: te las arreglas muy bien. Incluso sin esas cosas. Mejor que la mayoría de la gente.
—Nunca deseé gran cosa —dijo Lambert—. Ese es el secreto: jamás deseé demasiado.
—¿Estás trabajando en algún otro libro?
—Jake, siempre estoy trabajando en algún otro libro. Escribiendo sobre las cosas que veo y oigo y lo que siento acerca de ellas. Lo haría aunque no le interesara a nadie. Escribiría incluso aunque no existieran los libros.
—Lees mucho —dijo Hopkins—, más que la mayoría de nosotros.
—Sí, supongo que sí —admitió Lambert—. Leer me resulta reconfortante.
Y era cierto, pensó. Los libros apilados en una estantería eran un grupo de amigos. No eran libros, sino hombres y mujeres que hablaban con él atravesando continentes y siglos. Sus propios libros, lo sabía, no vivirían tanto como lo habían hecho algunos de los otros. No le sobrevivirían mucho tiempo; pero en ocasiones le gustaba pensar en la posibilidad de que al cabo de un centenar de años, alguien pudiera encontrar uno de sus libros, tal vez en una librería de viejo, y tomándolo al azar leyera algunos párrafos, llegando tal vez a gustarle lo suficiente como para llevárselo a casa, donde descansaría en las estanterías durante algún tiempo, y tal vez, con el transcurso de los años, volvería a encontrarse de nuevo en otra librería de viejo, esperando que alguien lo recogiera y lo leyera.
Resultaba extraño, pensó, que hubiera escrito acerca de cosas cercanas al hogar, de aquellas cosas que la mayoría de la gente pasaba por alto sin ni siquiera verlas, cuando podría haber escrito acerca de las maravillas que se podían encontrar a años luz de la Tierra, las rarezas que podían encontrarse en otros planetas que giraban en torno a otros soles. Pero ni siquiera había pensado en escribir acerca de ellos, porque eran un secreto, una parte interior de él que era para él solo, una confidencia entre Phil y él que jamás hubiera conseguido violar.
—Necesitamos algo de lluvia —dijo Hopkins—. Los pastizales están desapareciendo. Los de los Jones están prácticamente agotados. Ya no se ve la hierba; se ve la tierra. Caleb lleva alimentando a sus vacas con pienso los últimos quince días, y si no llueve un poco tendré que hacer lo mismo en cuestión de una o dos semanas. Tengo una pequeña parcela de maíz de la que obtendré algunas mazorcas dignas de ser recogidas, pero el resto de ella no sirve más que para pienso. Es peor que el infierno. Hay años en los que un hombre puede trabajar hasta reventar sin conseguir nada al final.
Conversaron durante una hora más o menos; la confortable y sencilla conversación de los hombres de campo, profundamente preocupados por las pequeñas cosas que para ellos resultaban tan amenazadoras. Después Hopkins se despidió, y dando una patada para arrancar su remolón automóvil, condujo carretera abajo.
Cuando el sol estaba justamente por encima de las colinas del oeste, Lambert entró en la casa y puso a calentar un bote de café para acompañar un par de rebanadas de la hogaza de pan y una gran porción de la tarta de Katie. Sentado a la mesa en la cocina —una mesa en la que llevaba comiendo desde que su memoria alcanzaba— escuchó el tictac del antiguo reloj de la familia. El reloj, descubrió mientras lo escuchaba, era un símbolo de la casa. Cuando el reloj le hablaba, también le hablaba la casa; la casa utilizaba el reloj como medio de comunicación con él. Tal vez no hablaba con él, realmente, pero se mantenía en contacto íntimo, recordándole que aún estaba allí, que estaban juntos, que no estaban solos. Así había sido a lo largo de los años; ahora lo era aún más, una relación aún más íntima, surgiendo tal vez de la mayor necesidad por parte de ambos.
Aunque construida sólidamente por su bisabuelo materno, la casa estaba en un estado de abandono. Había tablones que crujían y se combaban cuando pasaba sobre ellos, tejas que goteaban en la temporada de las lluvias. Manchas de humedad recorrían las paredes, y en la parte trasera de la casa, protegida por la colina que se alzaba
abruptamente tras ella, donde rara vez alcanzaban los rayos del sol, había un olor a humedad y a moho.
Pero la casa le sobreviviría, pensó, y eso era lo único importante. Una vez que ya no estuviera él allí no habría nadie a quien cobijar. Le sobreviviría tanto a él como a Phil, pero tal vez no hubiera necesidad de esto en el caso de su hermano. Perdido entre las estrellas, Phil no tenía necesidad alguna de la casa. Aunque, se dijo a sí mismo, Phil volvería pronto a casa. Porque él era viejo, y por lo tanto suponía que también lo sería su hermano. Entre los dos les quedaban ya pocos años de espera.
Era extraño que ellos, que tanto se parecían, hubieran vivido unas vidas tan diferentes: Phil el vagabundo, y él, el sedentario; y cada uno de los dos, a pesar de lo diferente de sus vidas, habían encontrado tantas satisfacciones en ellas.
Terminada su comida, salió de nuevo al patio. Detrás de él, en la parte trasera de la casa, el viento suspiraba a través de la hilera de inmensas coníferas que tantos años atrás habían sido plantadas por aquel viejo bisabuelo. Qué vanidad tan pintoresca, pensó, plantar pinos en la base de una colina cubierta de antiguos robles y arces, como si pretendiera destacar la casa de la tierra sobre la que estaba erigida.
Las últimas luciérnagas parpadeaban entre los arbustos de lilas que flanqueaban la verja, y los primeros chotacabras cantaban tristemente desde el fondo del valle. Pequeñas y desmadejadas nubes oscurecían parte el cielo, pero podían verse algunas estrellas. La luna tardaría aún una o dos horas en salir.
Al norte, una brillante estrella destelleó, pero observándola supo que no era una estrella. Era una nave espacial que se preparaba para aterrizar en el puerto, al otro lado del río. La llamarada se apagó, después se encendió de nuevo, esta vez no se apagó, sino que siguió ardiendo hasta que rebasó la oscura línea del horizonte. Un momento más tarde el sordo rugido del aterrizaje llegó hasta él; al cabo de un rato se extinguió también, y Lambert se quedó solo con las chotacabras y las luciérnagas.
Algún día, en alguna de esas naves, se decía a sí mismo, Phil volvería a casa. Vendría caminando carretera abajo como lo había hecho siempre anteriormente, sin anunciarse, pero seguro de la bienvenida que le esperaba. Llegaría cargado del fresco aroma del espacio, cargado de fantásticas historias, llevando en el bolsillo alguna baratija extraña como regalo que, una vez que se hubiera ido, iría a parar a la balda del viejo bargueño del salón, para hacer compañía a los otros regalos que había traído las otras veces.
Había habido un tiempo en el que hubiera deseado haber sido él en lugar de Phil el que se hubiera ido. Dios sabía que él hubiera deseado irse. Pero una vez que uno se hubo marchado, fue evidente que el otro habría de quedarse. Algo de lo que estaba orgulloso era que jamás había odiado a Phil por partir. Habían estado demasiado cercanos el uno al otro como para que pudiera existir el odio. Jamás podría haberlo entre ellos.
Algo estaba alborotando detrás de él en los pinos. Desde hacía algún tiempo había estado escuchando el ruido, pero sin prestarle atención. Lo más probable era que fuese un mapache, en camino hacia el campo de maíz que recorría la ribera del arroyo justamente al este de su tierra. El pequeño animal encontraría allí poco botín, aunque debería haber suficiente para satisfacer a un mapache.
Parecía haber más ruidos de los que un mapache haría. Tal vez fuera una familia entera, una madre con sus cachorros.
Finalmente salió la luna, un esplendor nadando sobre la gran colina oscura que había detrás de la casa. Era una luna mortecina que, a pesar de todo, aliviaba la oscuridad. Se quedó sentado un rato más y empezó a sentir el fresco de cada noche, que incluso en verano subía lentamente desde el arroyo y las zonas bajas.
Se frotó una dolorida rodilla, después se levantó violentamente y entró en la casa. Había dejado una lámpara encendida sobre la mesa de la cocina, y la recogió llevándola
al salón y colocándola en una mesa junto a un sillón. Leería durante una hora o así, se dijo a sí mismo, y se iría a la cama.
Al coger un libro de la estantería que había tras el sillón, alguien llamó a la puerta de la cocina. Dudó un momento y volvió a sonar la llamada. Dejando el libro a un lado, se dirigió a la cocina, pero antes de llegar allí se abrió la puerta y entró un hombre. Lambert se detuvo y se quedó mirando la forma indistinta del hombre que había entrado en la casa. La única luz provenía de la lámpara del salón y no podía estar seguro.
—¿Phil? —preguntó dudoso, con miedo de equivocarse.
El hombre avanzó uno o dos pasos.
—Sí, Ed —dijo—. No me has reconocido; después de todos estos años ya no me reconoces.
—Estaba tan oscuro —dijo Lambert— que no estaba seguro.
Avanzó con la mano extendida y allí estaba la de Phil para estrechársela. Pero al juntarse sus manos, no había nada. La mano de Lambert se cerró sobre el vacío.
Se quedó anonadado, incapaz de moverse, intentó hablar y no pudo, burbujeando y muriendo sus palabras y negándose a ser articuladas.
—Tranquilo, Ed —dijo Phil—. Tómatelo con calma. Así es como ha sido siempre, recuerda. Así ha de ser, como siempre ha sido. Yo no soy más que una sombra, una sombra de ti mismo.
Pero aquello no podía ser verdad, se dijo Lambert. El hombre que estaba allí en la cocina con él era un hombre sólido, un hombre de carne y hueso, no una mera sombra.
—Un fantasma —consiguió decir—. Tú no puedes ser un fantasma.
—No soy un fantasma —dijo Phil—. Soy una extensión de ti mismo. No me digas que no lo sabías.
—No —dijo Lambert—. No lo sabía. Tú eres mi hermano, Phil.
—Vayamos al salón —dijo Phil—. Sentémonos y hablaremos. Comportémonos como personas razonables. Tenía más bien miedo a venir, porque sabía que tenías esta especie de manía acerca de un hermano. Tú sabes tan bien como yo que jamás lo tuviste. Eres hijo único.
—Pero cuando estuviste aquí anteriormente…
—Ed, yo no he estado aquí anteriormente. Si te limitas a ser honrado contigo mismo sabrás que es así. No podía volver, compréndelo, porque es ese caso lo hubieras sabido todo. Y hasta este momento, incluso tal vez ni siquiera en este momento, ha habido necesidad de que supieras nada. Tal vez haya sido una equivocación el que volviera.
—Pero hablas —protestó Lambert— de una manera en la que pareces refutar lo que me estás diciendo. Hablas de ti mismo como si fueras una persona.
—Y lo soy, por supuesto —dijo Phil—, tú me convertiste en una persona. Tenías que hacer de mi una persona aparte o no podrías haber creído en mí. He estado en todos los lugares en los que tú sabes que he estado, he hecho todas las cosas que tú sabes que he hecho. Tal vez no de forma detallada, pero sí a grandes rasgos. No al principio, sino más adelante, en un espacio de tiempo relativamente corto, me convertí en una persona distinta. Era, en muchos aspectos, independiente de ti. Ahora entremos y sentémonos y pongámonos cómodos. Acabemos con esto. Déjame que te haga comprender, comprenderlo por ti mismo.
Lambert dio la vuelta, volvió tambaleante hasta el salón y se dejó caer torpemente en el sillón que había junto a la lámpara. Phil permaneció en pie y Lambert, mirándole, vio que Phil era su segundo yo; un hombre semejante a él, casi idéntico a él: el mismo pelo blanco, las mismas cejas pobladas, las mismas arrugas en torno a los ojos, los mismos planos faciales.
Luchó en busca de su tranquilidad y su objetividad.
—¿Una taza de café, Phil? —preguntó—. La cafetera está aún sobre la estufa. Está caliente todavía.
Phil se echó a reír.
—No puedo beber —dijo—, ni comer. Ni hacer un montón de otras cosas. Ni siquiera necesito respirar. En ocasiones ha sido una auténtica prueba, aunque ha tenido sus ventajas. En las estrellas me han dado un nombre. Una leyenda. La mayor parte de la gente no cree en mí. Hay demasiadas leyendas por aquellos lugares. Alguna gente sí que me cree. Siempre hay gente dispuesta a creer en cualquier cosa.
—Phil —dijo Lambert—, aquel día en el pajar, cuando me dijiste que te ibas, yo me quedé en la puerta y te vi marchar.
—Por supuesto que sí —dijo Phil—. Me viste marcharme, pero por aquel entonces sabías qué era lo que estabas mirando. Fue más adelante cuando me convertiste en un hermano; un hermano gemelo, ¿no es así?
—Estuvo aquí un hombre de la Universidad —dijo Lambert—. Un profesor de psicología. Tenía curiosidad. Tenía en marcha un estudio sobre no sé qué. Había desenterrado los registros. Dijo que jamás había tenido un hermano. Yo le dije que estaba equivocado.
—Tú creías en lo que decías —dijo Phil—. Tú sabías que tenías un hermano. Era un mecanismo de defensa. No podrías haber vivido contigo mismo, si hubieras pensado de otra manera. No podías admitir lo que eres.
—Phil, dímelo. ¿Qué soy?
—Un salto adelante —respondió Phil—, un salto evolutivo hacia adelante. He tenido mucho tiempo para pensar en ello y estoy convencido de estar en lo cierto. No existía compulsión alguna por tu parte por esconderme y oscurecer los hechos, dado que yo era el resultado final. Yo no había hecho nada; fuiste tú el que lo hizo todo. Yo no me sentía culpable acerca de ello. Y supongo que tú sí. En caso contrario, ¿a qué viene toda esta cortina de humo acerca del querido hermano Phil?
—Un salto evolutivo hacia adelante, dices. ¿Algo así como un anfibio trasformándose en un dinosaurio?
—Nada tan drástico —dijo Phil—. Sin duda habrás oído hablar de personas con más de una personalidad cambiando de la una a la otra sin previo aviso. Pero siempre dentro del mismo cuerpo. Leíste los textos acerca de los gemelos idénticos: una sola personalidad en dos cuerpos diferentes. Existen historias acerca de personas que podían viajar mentalmente a lugares lejanos, capaces de repetir con precisión lo que habían visto.
—Pero esto es diferente, Phil.
—Veo que sigues llamándome Phil.
—Por todos los demonios, tú eres Phil…
—Está bien, si insistes. Y me alegro de que insistas. Me gustaría seguir siendo Phil. Diferente, dices. Por supuesto que es diferente. Una progresión evolutiva natural que va más allá de esas otras habilidades que he mencionado. La habilidad de dividir tu personalidad y mandarla a recorrer el mundo por su cuenta, hacer otra persona que es una sombra de ti mismo. No sólo una mente, algo más que una mente. No totalmente otra persona, pero casi otra persona. Es una habilidad que te hizo diferente, que te destacó del resto de la raza humana. No podías hacer frente a eso. Nadie podría. No podías admitir ni siquiera ante ti mismo que eras algo extraño.
—Le has dado muchas vueltas a todo esto.
—Ya lo creo que sí. Alguien tenía que hacerlo. Tú no podías, por lo que estaba en mis manos.
—Pero yo no recuerdo nada de esa habilidad. Todavía puedo verte el día en que te ibas. Jamás me he sentido una persona extraña.
—Por supuesto que no. Te construiste una defensa tan segura y con tal rapidez que te engañaste incluso a ti mismo. La capacidad del hombre para el autoengaño está más allá de lo imaginable.
Algo estaba arañando la puerta de la cocina como pudiera hacerlo un perro pidiendo que le dejaran entrar.
—Ese es el Perseguidor —dijo Phil—. Ve a abrirle la puerta.
—Pero un Perseguidor…
—No pasa nada —dijo Phil—. Yo me encargaré de él. El bastardo lleva años siguiéndome.
—Si te parece que está bien…
—Sí, no pasa nada. Hay una cosa que desea, pero nosotros no podemos dársela.
Lambert atravesó la cocina y abrió la puerta. El Perseguidor entró. Sin mirar siquiera a Lambert pasó de largo hasta el salón y se detuvo bruscamente frente a Phil.
—Por fin —gritó el Perseguidor— he llegado a tu madriguera. Ahora no podrás eludirme. Las indignidades que has acumulado sobre mi persona… tener que aprender tu atroz lenguaje para poder conversar contigo, mantenerme siempre cerca de ti, sin conseguir alcanzarte nunca, la hilaridad de mis amigos, que consideraban mi obsesión contigo como una total locura. Pero siempre huías, asustado de mí cuando no había nada que temer. Hablar contigo, eso era todo lo que deseaba.
—No tenía miedo de ti —replicó Phil—. ¿Por qué habría de tenerlo? Jamás hubieras podido ponerme la mano encima.
—¡Te has aferrado al exterior de una nave, cuando el acceso estaba cerrado desde dentro, para alejarte de mí! Has viajado en el vacío y el frío del espacio por librarte de mí. Has sobrevivido al frío y al espacio… ¿Qué clase de criatura eres?
—Sólo hice eso una vez —dijo Phil—, y no por escapar de ti. Quería ver qué impresión producía. Quería tocar el espacio interestelar, averiguar lo que era, pero jamás conseguí hacerlo. Y no tengo inconveniente en decirte que una vez que uno supera el asombro y el terror hay muy poca cosa en él. Antes de que la nave aterrizara, estaba a punto de morir de aburrimiento.
El Perseguidor era un bruto, pero algo en su persona hacía ver que era algo más que un simple bruto. De aspecto, era una especie de cruce entre un oso y un mono; pero tenía también algo de humano. Era una criatura peluda, y la ropa que llevaba puesta era más bien un arnés que ropa propiamente dicha, y su olor era tan pestilente que daban ganas de vomitar.
—Te perseguí durante años —aulló— para hacerte una simple pregunta. Dispuesto a pagarte si me dabas una respuesta adecuada. Pero tú siempre escapas de entre mis manos. Como mínimo te disuelves y desapareces. ¿Por qué hiciste eso, por qué no esperarme, por qué no hablarme? Me obligas a intrigar, me fuerzas a prepararte emboscadas. De una manera que deploro, muy mezquina y cara, me enteré de la posición de tu planeta y de la localización del lugar donde te albergas, de modo que pudiera venir a esperarte para atraparte en tu madriguera, pensando que incluso los que son como tú debían sin duda regresar a casa. Yo merodeo por los profundos bosques mientras espero y asusto a los habitantes de este lugar, sin desearlo, simplemente porque se tropiezan conmigo, y vigilo tu madriguera y te espero, viendo a este otro de ti y pensando que él eras tú, pero dándome cuenta tras la debida observación de que no era así. De modo que ahora…
—Alto ahí, un minuto —le interrumpió Phil—. No existe razón alguna para entrar en explicaciones.
—Pero tienes que explicarte, porque para aprehenderte me veo forzado a un truco muy retorcido por el que tengo gran vergüenza. No abierto ni correcto. No honesto. Aunque una cosa he deducido de mis observaciones. No eres más, estoy convencido, que una extensión de este otro.
—Y ahora —dijo Phil— quieres saber cómo fui hecho. ¿Es ésa la pregunta que quieres hacerme?
—Te agradezco tu aguda percepción —dijo el Perseguidor—, no forzarme a preguntar.
—Pero antes tengo que hacerte una pregunta a ti. Si pudiéramos explicarte cómo hacerlo, si pudiéramos explicártelo y tú pudieras utilizar esta información para tus propios fines, ¿cómo la utilizarías?
—No para mí —dijo el Perseguidor—. No para mí solo, sino para mi pueblo, para mi raza. Yo jamás te di el nombre de fantasma o aparecido. Sabía que había algo más que eso. Vi una habilidad que, utilizada correctamente…
—Por fin vamos acercándonos al meollo de la cuestión —dijo Phil—. Ahora háblanos de esa utilización.
—Mi raza —dijo el Perseguidor— se ocupa de muchas formas diferentes de arte, trabajando con herramientas primitivas y con mayor o menor habilidad, con materiales toscos que a menudo son reacios a tomar forma. Pero yo me digo a mí mismo que si cada uno de nosotros pudiera proyectar y utilizar a nuestros segundos yos como un medio para el arte, podríamos tomar el aspecto que deseáramos, creando formas artísticas altamente plásticas, que podrían ser trabajadas una u otra vez hasta llegar a la perfección. Y una vez perfeccionadas serían inmunes al tiempo y al pillaje…
—Sin pensar ni remotamente —dijo Phil— en su uso en otros terrenos. El robo, la guerra…
El Perseguidor dijo, con tono ofendido:
—Haces indignas afirmaciones acerca de mi noble raza.
—Lo lamento si es así —dijo Phil—, tal vez fuera poco delicado por mi parte. Y ahora, en cuanto a tu pregunta, simplemente no podemos contestarte. O al menos no creo que podamos. ¿Qué dices tú, Ed?
Lambert agitó la cabeza.
—Si lo que decís los dos es cierto, si Phil es realmente una extensión de mí mismo, entonces me veo en la necesidad de decirte que no tengo ni la más remota idea de cómo puede hacerse. Si es que yo lo hice, simplemente lo hice, eso fue todo. No hay ninguna manera en especial de hacerlo, ningún ritual que realizar. Ninguna técnica de la que yo sea consciente.
—Eso es ridículo —aulló el Perseguidor—, no me digas que no puedes darme indicación o pista alguna.
—Está bien —dijo Phil—, yo te diré cómo hacerlo. Cójase una especie y dénsele dos millones de años para evolucionar, y posiblemente puedan llegar a ello. Posiblemente, digo. No se puede tener la seguridad. Tendría que ser la especie adecuada, y tendría que experimentar el tipo adecuado de presión social y psicológica, y necesitaría tener el tipo adecuado de cerebro para responder ante ese tipo de presiones. Y si todo esto se diera, entonces, un día, un miembro de esa especie podría ser capaz de hacer lo que ha hecho Ed. Pero el que uno de ellos sea capaz de hacerlo no significa que otros lo sean. Puede no ser más que un talento excepcional, y puede no volver a darse más. Por lo que nosotros sabemos, jamás había ocurrido antes. Si ha ocurrido ha sido ocultado, al igual que Ed ha escondido su habilidad incluso de sí mismo, obligado a ocultársela por culpa del condicionamiento humano que haría inaceptable tal habilidad.
—Pero todos estos años —dijo el Perseguidor—, todos estos años te ha mantenido como eres. Eso parece…
—No —replicó Phil—, nada de eso en absoluto. No ha habido por su parte esfuerzo consciente alguno. Una vez me hubo creado, yo fui autosuficiente.
—Percibo que me dices la verdad —dijo el Perseguidor, tristemente—. Que no te guardas nada.
—¿Percibes? ¡Qué demonios! —dijo Phil—. Has leído nuestras mentes, eso es lo que has hecho. ¿Por qué, en lugar de perseguirme por toda la galaxia, no te limitaste a leer mi pensamiento hace ya muchos años, y hubieras acabado antes?
—No te estabas quieto —dijo el Perseguidor en tono de acusación—. Te negabas a hablar conmigo. Jamás sacaste esta cuestión a la superficie de tu mente para que tuviera ocasión de leerla.
—Lamento —dijo Phil—, que esto haya acabado así para ti. Pero hasta este momento, tienes que comprender que no podía hablar contigo. Tú haces que el juego resulte demasiado divertido. Había demasiado celo en él.
El Perseguidor dijo envaradamente:
—Me ves y piensas que soy un bruto. Lo soy a tus ojos. No ves a un hombre de honor, no a una criatura ética. No sabes nada de nosotros y no te podemos importar menos. Eres arrogante. Pero, por favor, créeme, en todo lo que ha pasado he actuado con honor de acuerdo con mis principios.
—Debes de estar cansado y hambriento —dijo Lambert—. ¿Puedes comer nuestra comida? Podría cocinar algo de jamón y unos huevos, y el café está aún caliente. Hay una cama para ti. Sería para mí un honor tenerte como nuestro invitado.
—Te agradezco tu confianza, tu aceptación de mi persona —dijo el Perseguidor—. Alegra… como decís vosotros… mi corazón. Pero mi misión ha terminado y debo marcharme. He desperdiciado demasiado tiempo. Tal vez, si pudierais ofrecerme algún transporte hasta el espaciopuerto…
—Eso es algo que no puedo hacer —dijo Lambert—. Verás, no tengo automóvil. Cuando necesito ir a alguna parte, consigo que me lleve algún vecino; en caso contrario, camino.
—Si tú puedes caminar, también puedo hacerlo yo —dijo el Perseguidor—. El espaciopuerto no está lejos. En uno o dos días encontraré alguna nave que vaya a salir.
—Me gustaría que pasaras aquí la noche —dijo Lambert—. Caminar en la oscuridad…
—La oscuridad es lo que más me conviene —dijo el Perseguidor—. Menos probable ser visto. Me da la impresión de que poca gente procedente de otras estrellas recorre esta campiña. No tengo ningún deseo de asustar a vuestros vecinos.
Se dio la vuelta bruscamente y entró en la cocina dirigiéndose a la puerta sin esperar a que Lambert se la abriera.
—Adiós, compañero —gritó Phil a sus espaldas.
El Perseguidor no contestó. Salió dando un portazo.
Cuando Lambert volvió al salón, Phil estaba en pie frente a la chimenea con los codos apoyados en la repisa.
—Sabes, por supuesto —dijo—, que tenemos un problema.
—No veo cuál —dijo Lambert—. Te quedarás aquí, ¿no? No volverás a irte. Ambos empezamos a hacernos viejos.
—Si eso es lo que deseas. Podría desaparecer, extinguirme a mí mismo, como si nunca hubiera existido. Tal vez eso fuera lo mejor, lo más cómodo para ti. Podría ser molesto tenerme por los alrededores. No como ni duermo. Puedo lograr una solidez satisfactoria, pero sólo haciendo un esfuerzo y sólo momentáneamente. Tengo a mi disposición suficiente energía para hacer ciertas labores, pero no para largo plazo.
—He tenido un hermano durante mucho, mucho tiempo —dijo Lambert—. Así es como quiero seguir. Después de todo este tiempo no me gustaría perderte.
Echó un vistazo al bargueño y vio que los recuerdos que Phil había traído de sus otros viajes estaban aún sólidamente en su sitio.
Echando la vista atrás, podía ver como si hubiera ocurrido ayer, desde la puerta del pajar, a Phil caminando con paso pesado carretera abajo, a través del velo gris de la llovizna.

—¿Por qué no te sientas y me cuentas —dijo— aquel incidente que tuviste en el sistema Coonskin? Ya me enteré en su momento, por supuesto, pero jamás llegué a comprenderlo del todo.

Clifford D. Simak, Relato Corto

Deserción, Clifford D. Simak

Cuatro hombres, dos parejas, se habían lanzado al ululante torbellino que era Júpiter, sin que hubieran regresado. Habían caminado hacia la tormenta; es decir, se habían arrastrado sobre el vientre hacia ella, con los cuerpos empapados y resplandecientes bajo la lluvia.

Pues, al irse, habían adoptado una forma que no era la forma humana.

Ahora, el quinto hombre se hallaba de pie ante el escritorio de Kent Fowler, jefe de la Cúpula Tres, Comisión de Reconocimiento de Júpiter.

Bajo el escritorio de Fowler, el viejo Towser se rascó una pulga, y luego se echó a dormir otra vez.

Harold Alien —observó Fowler con repentina angustia — era joven, demasiado joven. Tenía la fácil confianza de la juventud, el rostro de alguien que nunca ha sentido miedo. Y eso resultaba extraño. Pues los hombres de las cúpulas de Júpiter conocían el miedo, el miedo y la humildad. Para los seres humanos era difícil armonizar su yo diminuto con las poderosas fuerzas del monstruoso planeta.

—Ya comprenderá usted que no necesita hacerlo —dijo Fowler—; que no tiene obligación alguna de ir.

Era una fórmula, por supuesto. Los otros cuatro habían oído lo mismo, pero habían ido. Este quinto, Fowler lo sabía, iría también. Sin embargo, de pronto, tuvo la débil esperanza de que no fuese.

— ¿Cuándo parto? —preguntó Alien.

En otro tiempo, Fowler hubiera sentido un sencillo orgullo ante esas palabras. Frunció el ceño.

—Antes de una hora —respondió.

Alien se quedó esperando, en silencio.

—Han ido cuatro hombres y no han regresado —dijo Fowler—. Ya lo sabe usted, por supuesto. Queremos que usted vuelva. No se trata de que intente una heroica expedición de rescate. Lo más importante, lo único, es que regrese, que pruebe que un hombre puede vivir bajo una forma joviana. Vaya hasta la primera posta, no más allá, y vuelva. No corra riesgos. No investigue nada. Vuelva.

Alien hizo un signo afirmativo.

—Comprendo.

—La señorita Stanley manejará el conversor —continuó Fowler—. No tiene nada que temer. La conversión de los otros no trajo dificultades.

Salieron de la máquina en un estado perfecto en apariencia. Estará en buenas manos. La señorita Stanley es la mejor operadora de conversores del sistema solar. Ha adquirido experiencia en la mayor parte de los planetas. Por eso se encuentra aquí.

Alien sonrió a la mujer, mostrando los dientes, y Fowler vio algo que pasaba por el rostro de la señorita Stanley; algo que podía ser piedad, o rabia, o, simplemente, miedo. Pero la mujer ya sonreía al joven. Y lo hacía con ese aire suyo de maestra de escuela, casi como si odiase tener que sonreír.

—Esperaré con ansia el instante de mi conversión —dijo Alien.

Por el tono podía haber sido una broma, una broma plena de ironía.

Pero no lo era.

Se trataba de algo serio, mortalmente serio. De esas pruebas, como Fowler sabía, dependía el destino del hombre en Júpiter. Si tenían éxito, los recursos del enorme planeta estarían al alcance de la mano. El hombre se adueñaría de Júpiter, como ya había hecho con los planetas más pequeños. Pero si las pruebas fracasaban…

Si fracasaban, el hombre seguiría atado a la terrible presión, a la enorme fuerza de gravedad, a las curiosas reacciones del planeta.

Seguiría encerrado en las cúpulas, imposibilitado de poner el pie en el suelo del planeta; imposibilitado de ver directamente, sin ayuda; forzado a fiarse de los embarazosos tractores y el televisor, forzado a trabajar con herramientas y mecanismos de difícil manejo, o por medio de robots, también de difícil manejo.

Pues el hombre, sin protección y bajo su forma natural, sería destrozado por la terrible presión de Júpiter. Tres toneladas por centímetro cuadrado: la presión de las profundidades submarinas de laTierra era el vacío comparada con ésta.

Ni siquiera el metal más fuerte que los terrestres pudieran concebir resistía las presiones y lluvias alcalinas que barrían a Júpiter. Caían en pedruscos quebradizos que luego se deshacían como arcilla, y corrían en arroyuelos, y formaban charcos de sales de amoníaco. Sólo con el aumento de la dureza y resistencia de ese metal y su tensión electrónica podía éste soportar las toneladas de miles de gases, sofocantes y turbulentos, que formaban aquella atmósfera. Y, aun entonces, había que recubrirlo todo con capas de cuarzo para que la lluvia no entrase…; aquellos chaparrones de amoníaco.

Fowler escuchó el ruido de los motores instalados en el subsuelo, motores que nunca dejaban de funcionar. Tenía que ser así, pues si se detenían, la energía que corría por las paredes, la tensión electrónica, se interrumpiría, y habría llegado el fin.

Towser se agitó bajo el escritorio y se rascó la picadura de otra pulga, golpeando la pata fuertemente contra el piso.

¿Hay algo más? —preguntó Alien.

Fowler sacudió la cabeza.

—Quizá quiera usted hacer algo —dijo—. Quizá quiera… Iba a decir «escribir una carta», pero calló a tiempo.

Alien miró el reloj.

—Iré a prepararme.

Dio media vuelta y salió del cuarto.

Fowler sabía que la señorita Stanley le observaba, y no quería volver a encontrarse con sus ojos. Revolvió unas hojas que tenía delante.

— ¿Cuánto tiempo piensa seguir con esto? —preguntó ella, como si escupiera las palabras con repugnancia.

Fowler dio media vuelta en su silla y se enfrentó con la mujer. Los labios de la señorita Stanley formaban una línea recta y delgada; el cabello, echado hacia atrás, parecía más tirante que nunca, y el rostro tenía la apariencia de una mascarilla mortuoria.

Fowler trató de hablar con una voz calmada y fría.

—Mientras haya necesidad —dijo—. Mientras haya esperanza.

—Es decir, que seguirá sentenciándoles a muerte —comentó la mujer—. Seguirá enfrentándoles con Júpiter. Y, mientras, usted se quedará en la cúpula, cómodamente sentado.

—El sentimentalismo está de más aquí, señorita Stanley —dijo Fowler, en tanto procuraba no perder la cabeza—. Usted sabe tan bien como yo por qué hacemos esto. Sabe que el hombre, tal como es, no puede desafiar a Júpiter. La única solución es convertirle en algo que se adapte al planeta. Hemos hecho lo mismo en otros mundos.

»Si mueren unos pocos hombres, pero al fin tenemos éxito, el precio no será excesivo. En todas las edades, los hombres han dado la vida por cosas tontas, razones tontas. ¿Por qué habremos de titubear, entonces, por unos pocos muertos ante algo tan grande?

La señorita Stanley permanecía sentada, muy rígida, con las manos plegadas en el regazo. Las canas le brillaban bajo la luz. Fowler la observaba mientras trataba de adivinar qué se imaginaba, qué sentía. No era miedo lo que tenía; pero no se sentía muy cómodo cuando la mujer le miraba. Esos ojos azules y penetrantes sabían demasiado; sus manos parecían demasiado competentes. Podría haber sido la tía de alguien, sentada en una mecedora, con sus agujas de tejer. Pero no lo era. Se trataba de la operadora de conversores más hábil del sistema solar, y no aprobaba lo que él, Fowler, hacía.

—Algo anda mal, señor Fowler —dijo ella.

—Precisamente —convino Fowler—. Por eso envío a Alien. Para que averigüe qué sucede.

— ¿Y si no lo averigua?

—Enviaré a otro.

La mujer se incorporó con lentitud, dio un paso hacia la puerta, y se detuvo junto al escritorio.

—Algún día usted será un gran hombre. No deja escapar ninguna oportunidad. Y ésta es la suya. Usted lo sabe desde que esta cúpula fue nombrada centro de experimentación. Si tiene éxito, ganará un punto o dos. No importa cuántos hombres mueran. Ganará un punto o dos.

—Señorita Stanley —dijo Fowler con rudeza—, el joven Alien saldrá en seguida. Por favor, asegúrese de que su máquina…

—Mi máquina no tiene la culpa —dijo la mujer con frialdad—. Funciona de acuerdo con las coordenadas de los biólogos.

Fowler, inclinado hacia adelante, se quedó escuchando los pasos de la mujer que se alejaba por el corredor. Lo que ella había dicho era cierto, sin duda alguna. Los biólogos habían establecido las coordenadas, pero podían equivocarse. Una diferencia del ancho de un cabello, un error mínimo, y del convertidor saldría algo que no era lo que debía salir. Un mutante que podía morir hecho pedazos, frágil como una brizna de paja, bajo condiciones totalmente adversas.

Pues los hombres sabían poco de Júpiter. Sólo lo que los instrumentos decían. Y las muestras de lo que ocurría allí afuera, proporcionadas por esos instrumentos y mecanismos, no eran más que eso: muestras. El tamaño de Júpiter era increíble, y las cúpulas muy escasas.

Los biólogos habían dedicado tres años al estudio de las formas de vida más evolucionadas del planeta, y dos más a la experimentación. Un trabajo para el que hubiese bastado un mes en la Tierra. Pero era un trabajo que no podía realizarse allá, pues resultaba imposible llevar un habitante de Júpiter a la Tierra. Fuera del planeta, no se podía reproducir la presión de Júpiter, y, a la temperatura y presión terrestres, los jovianos desaparecerían, sin más, convertidos en un poco de gas.

Sin embargo, era un trabajo indispensable si el hombre quería pasearse alguna vez por Júpiter. Pues, antes de que el conversor transformase al hombre en otro ser, se necesitaba conocer las características físicas de este último, en todos sus detalles, y con una precisión que eliminase cualquier mínima posibilidad de error.

Alien no regresó. Los tractores recorrieron las regiones vecinas y no hallaron rastro de él, a no ser que la velluda criatura descrita por uno de los conductores fuese Alien transformado en joviano.

Los biólogos emitieron sus más académicos refunfuños cuando Fowler sugirió que las coordenadas podrían ser inexactas. Las coordenadas, señalaron, funcionaban. Cuando un hombre se introducía en el conversor, y éste se ponía en marcha, el hombre se convertía en un joviano. Dejaba el aparato y entraba, hasta perderse de vista, en la espesa atmósfera.

Debía de haber algún detalle, sugirió Fowler, alguna diferencia con lo que un joviano debía ser, algún defecto minúsculo. Si se trataba de eso, dijeron los biólogos, tardarían años en descubrirlo.

De modo que eran cinco hombres ahora, en vez de cuatro, y Harold Alien se había adentrado en Júpiter inútilmente. No se sabía nada nuevo. Estaban igual que si no hubiese ido.

Fowler se inclinó sobre el escritorio y tomó el registro de personal; unas pocas hojas cuidadosamente ordenadas. Era algo que temía, pero algo que debía hacer. De algún modo, había que encontrar el motivo de esas extrañas desapariciones. Y el único modo de conseguirlo era con el envío de más hombres.

Durante un instante, permaneció escuchando el aullido del viento en la cúpula, la interminable y atronadora tormenta que barría el planeta con una furia hirviente y retorcida.

¿Había algún peligro allá afuera?, se preguntó. ¿Alguna amenaza desconocida? ¿Algo que acechaba y aguardaba a los jovianos sin distinguir a los auténticos de los que eran hombres? Seguramente, para esas fieras no habría diferencia.

¿No se había cometido un error fundamental al seleccionar esa especie como la más adaptada a las condiciones del planeta? La evidente inteligencia de esos jovianos había decidido la elección. Pues si el ser en que el hombre iba a convertirse no era inteligente, éste no podría conservar su propia capacidad mental.

¿Habrían dado los biólogos demasiada importancia a ese factor, y olvidado algún otro? No lo parecía. A pesar de su tozudez, los biólogos conocían su trabajo.

¿O era ésa una conversión imposible, y estaba condenada, desde un principio, al fracaso? La conversión a formas de vida diferentes había tenido éxito en otros planetas, pero eso no significaba que lo mismo ocurriría en Júpiter. Quizá la inteligencia del hombre no podía funcionar bien con los sentidos proporcionados por esos seres. Tal vez esos jovianos eran una forma de vida totalmente extraña, sin nada en común con los hombres.

O quizá el motivo de ese fracaso residiera en el mismo hombre, ser inherente a la raza humana. Alguna aberración mental que, ante ciertos estímulos exteriores, impedía el regreso. Aunque tal vez no fuera una aberración, no para los hombres, sino sólo una peculiaridad mental, aceptada como algo común en la Tierra, pero tan fuera de lugar en Júpiter que destruía toda cordura.

Unas patas rascaban y golpeaban el suelo del corredor. Fowler escuchó y esbozó una débil sonrisa. Era Towser que volvía de la cocina. Había ido a ver a su amigo el cocinero.

Towser entró en el cuarto, con un hueso en la boca. Movió la cola ante Fowler y se echó bajo el escritorio, con el hueso entre las patas. Clavó largamente los viejos ojos en su amo, y Fowler se agachó y le rascó una oreja arrugada.

— ¿Todavía me quieres, Towser? —preguntó Fowler, y Towser sacudió la cola.

Fowler se enderezó y miró el escritorio. Alargó la mano y se hizo con el registro de personal.

¿Bennet? A Bennet, una muchacha le esperaba en la Tierra.

¿Andrew? Éste planeaba volver al instituto tecnológico de Marte tan pronto como hubiese ganado lo suficiente para vivir allí un año.

¿Olson? Estaba a punto de jubilarse. Se pasaba las horas hablando de su retiro y de que se dedicaría a cultivar rosas.

Cuidadosamente, Fowler dejó el registro otra vez sobre la mesa.

Sentenciándoles a muerte, le había dicho la señorita Stanley, y los labios se habían movido apenas en aquella cara de pergamino. Les enviaba a la muerte mientras él, Fowler, se quedaba cómodamente sentado.

Aquello se comentaría por toda la cúpula, en especial desde que Alien no había regresado. No se lo dirían a la cara. Ni siquiera los hombres que había llamado a la oficina para comunicarles que serían los próximos en ir, llegaron a decírselo.

Pero Fowler lo había leído en sus ojos.

Recogió el registro. Bennet, Andrew, Olson. Había otros, pero era inútil proseguir con ello.

Kent Fowler sabía que no podía hacerlo, que era incapaz de enfrentarse con ellos, que le resultaría imposible enviar a otros hombres a la muerte.

Se inclinó hacia adelante y golpeó con un dedo la llave del transmisor interno.

—Sí, señor Fowler.

—La señorita Stanley, por favor.

Esperó a la señorita Stanley, escuchando como Towser mordía débilmente el hueso. Towser ya no tenía muy buenos dientes.

—La señorita Stanley —dijo la voz de ella misma.

—Quería pedirle que se preparara para enviar a otros dos.

— ¿No teme terminar con todos? —preguntó la señorita Stanley—. Si envía uno por vez, durarán más y tendrá usted una doble satisfacción.

—Uno de ellos será un perro —repuso Fowler.

— ¡Un perro!

—Sí, Towser.

Fowler sintió la furia helada en la voz de la mujer.

— ¡Su propio perro! Ha estado con usted durante años…

—Por eso mismo —dijo Fowler—. Se sentiría muy triste si yo lo dejara.

No era el mismo Júpiter que había visto en el televisor. Él esperaba algo diferente, pero no eso. Tal vez un infierno de llamas amoniacales, sofocantes humaredas, y el ruido ensordecedor del huracán. Quizá torbellinos de vapores, y el mordiente resplandor de unos rayos monstruosos.

No había esperado que los látigos del agua quedasen reducidos a una leve niebla purpúrea que flotaba como una sombra sobre una tierra rojiza. No había ni siquiera sospechado que los rayos serpenteantes fuesen un resplandor estático en un cielo de color.

Mientras esperaba a Towser, Fowler flexionó los músculos, asombrado ante aquella sensación de fuerza y bienestar. Su cuerpo era excelente, y al recordar como había compadecido a los jovianos, sonrió.

Había sido difícil imaginar un organismo adaptado al amoníaco y al hidrógeno, en vez del agua y el oxígeno. Había sido difícil creer que semejante forma de vida pudiese sentir una alegría de vivir similar a la de los hombres. Difícil concebir algo vivo en esa tormenta oscura que era Júpiter; difícil concebir que no hubiese tormentas oscuras para unos ojos jovianos.

El viento le golpeaba como con dedos suaves, y Fowler, sorprendido, recordó que, de acuerdo con las normas de la Tierra, ese viento era un ciclón que corría a trescientos kilómetros por hora, cargado de gases mortíferos.

Unos suaves aromas le bañaban el cuerpo. Y apenas podía llamarlos aromas, pues no eran percibidos por el olfato. Parecía que hubiese sumergido todo el cuerpo en agua de colonia, y, sin embargo, no lo era. Se trataba de algo inexpresable, el primero de una serie de enigmas terminológicos. Pues las palabras que Fowler conocía, los símbolos de que se había servido en su vida terrestre, allí eran inútiles por completo.

Una puerta se abrió en un lado de la cúpula, y Towser salió, tambaleándose. Por lo menos, Fowler pensó que debía de ser Towser.

Trató de llamar al perro, modelando en su mente las palabras que quería decir. Pero no pudo hacerlo. No sabía cómo.

Durante un instante, un tenebroso terror le nubló el cerebro, un terror ciego que lo asaltaba en pequeñas oleadas de pánico.

¿Cómo hablan los jovianos? Cómo…

De pronto, tuvo conciencia de Towser, intensa conciencia del tenaz cariño de aquel animal avejentado que le había seguido a todos los planetas. Como si el ser que era Towser hubiese salido de sí mismo y se le hubiera instalado en el cerebro.

Y junto con aquella calurosa bienvenida, llegaban las palabras:

—Hola, amigo.

No palabras en realidad. Algo mejor, símbolos de pensamientos, símbolos con matices que las palabras nunca podrían tener.

—Hola, Towser —repuso Fowler.

—Me siento muy bien —dijo Towser—. Como cuando era cachorro. Últimamente me encontraba bastante inservible. Se me doblaban las patas y se me estropeaban los dientes. Apenas podía morder un hueso. Además, las pulgas me hacían la vida imposible. En otro tiempo no les prestaba atención. Un par de pulgas más o menos no significaba mucho entonces.

—Pero…, pero… —las ideas se le confundían a Fowler —. ¡Me estás hablando!

—Claro —dijo Towser—. Siempre he hablado. Pero no me oías. Yo trataba de decirte cosas, mas no lo lograba.

—Te entendía, a veces —repuso Fowler.

—No mucho —replicó Towser—, Sabías cuándo yo quería comer, o beber, o salir. Pero nada más.

—Lo siento —se condolió Fowler.

—Olvídalo —respondió Towser—. Te echo una carrera hasta el acantilado.

Fowler vio el acantilado por primera vez. A muchos miles de kilómetros en apariencia; pero con una rara y cristalina belleza que resplandecía a la sombra de unas nubes coloreadas.

Fowler titubeó.

—Está muy lejos.

—Oh, vamos —dijo Towser, y aún no había acabado de decírselo cuando echó a correr.

Fowler lo siguió, probando sus piernas, y la fuerza de ese cuerpo nuevo, un poco desconfiado al principio, asombrado en seguida, y corriendo luego con una vivaz alegría que parecía identificarse con la tierra purpúrea y roja, y el humo flotante de la llanura.

Mientras corría, tuvo conciencia de la música que venía hacia él, una música que le golpeaba en el interior del cuerpo, que se alzaba dentro de sí, que le daba alas de plata. Una música que parecía descender del campanario de una colina en una soleada primavera.

A medida que se acercaba al acantilado, la música crecía y crecía, y llenaba el universo con un rocío de sonidos. Fowler sintió que la música le llegaba de la cascada del acantilado.

Aunque no era agua lo que caía, sino amoníaco; y el acantilado blanco era de oxígeno sólido.

Se detuvo de pronto, junto a Towser. La cascada estalló en un arco iris de cientos de colores. Cientos, sí, literalmente; pues no sólo se trataba de los colores primarios y sus matices, sino de una precisa selectividad que dividía el prisma hasta sus últimas posibilidades.

—La música —dijo Towser.

—Sí, ¿qué pasa con ella?

—La música. Las vibraciones producidas por el agua al caer.

—Pero, Towser, tú no sabes nada de vibraciones.

—Sí, lo sé —replicó el perro—. Acabo de saberlo.

Fowler abrió mentalmente la boca.

— ¡Acabas de saberlo!

Y, de pronto, en el interior de su propia cabeza, encontró una fórmula. La fórmula para un proceso que haría que el metal pudiese resistir la presión de Júpiter.

Asombrado, miró la cascada; y su mente, con rapidez, clasificó losdistintos colores y los colocó en su lugar exacto en el espectro. Así, sin más. De la nada. Pues nada sabía de metales o colores.

— ¡Towser! —gritó—. ¡Towser, algo nos está sucediendo!

—Sí, ya sé —repuso Towser.

—En nuestros cerebros —dijo Fowler —. Los estamos utilizando por completo, hasta el último rincón. Descubrimos cosas que ya sabíamos. Quizá los cerebros terrestres son lentos, nebulosos. Quizá somos los retardados del universo. Quizá está en nosotros el tener que hacer las cosas del modo más difícil.

Y, en la nueva claridad mental que parecía apoderarse de él, Fowler supo que no sólo había una cascada de colores, o metales capaces de resistir la presión de Júpiter. Sintió otras sensaciones, todavía no muy claras. Un vago murmullo que se refería a algo más grande, a misterios que sobrepasaban el pensamiento y hasta la imaginación humanos. Misterios, hechos, lógica basada en el razonamiento; cosas que cualquier mente podría captar si usase todo su poder.

—Todavía somos, en parte, criaturas terrestres —dijo —. Estamos empezando a aprender algunas cosas que no sabíamos como seres humanos, precisamente por eso, porque éramos seres humanos.

Nuestros cuerpos de antes eran unos pobres cuerpos. Pobremente equipados para pensar, pobremente equipados en sentidos. Quizá hasta nos faltaba algún sentido esencial para el verdadero conocimiento.

Se volvió y clavó los ojos en la cúpula lejana: una manchita oscura.

Allí quedaban unos hombres que no podían ver la belleza de Júpiter. Hombres que creían que unos torbellinos de nubes y unas lluvias penetrantes oscurecían la superficie del planeta. Ojos humanos que no podían ver. Pobres ojos. Ojos que ignoraban la belleza de las nubes, que no podían ver a través de la tormenta. Cuerpos incapaces de sentir el estremecimiento de aquella música del agua al quebrarse.

Hombres que andaban solos, en una terrible soledad, y hablaban como niños exploradores intercambiando sus mensajes con banderitas. Incapaces de establecer una verdadera comunicación como la de él y Towser. Alejados para siempre de todo contacto íntimo y personal con otros.

Él, Fowler, había creído que iba a sentir terror; que retrocedería ante la amenaza de cosas desconocidas; se había endurecido para poder aguantar una situación extraña.

Pero he aquí que se encontraba ante algo cuya grandeza había ignorado siempre. Un cuerpo más fuerte y ligero. Una sensación de alegría, un sentimiento más profundo de la existencia. Una mente más aguda. Un mundo de belleza que los terrestres no habían logrado concebir, ni siquiera en sueños.

—Sigamos —pidió Towser.

— ¿Adonde quieres ir?

A cualquier parte —respondió el perro—. Sigamos a ver qué descubrimos. Tengo una sensación de…, bueno, una sensación…

—Sí, ya sé —dijo Fowler.

Pues él también la tenía. La sensación de algo distinto, de algo grande. La conciencia de que en alguna parte, más allá del horizonte, la aventura les esperaba, y algo más importante que la aventura.

Aquellos otros cinco habían sentido lo mismo. La urgencia de ir, y ver, la persistente sensación de que allí había una vida plena de sabiduría y riquezas.

Por eso no habían regresado.

—No volveré —dijo Towser.

—No podemos abandonarles — repuso Fowler.

Dio un paso o dos hacia la cúpula, y se detuvo.

Regresar a la cúpula. A aquel cuerpo dolorido e intoxicado. No parecía doler entonces, pero ahora sabían que sí.

Regresar al nublado cerebro. A aquellos razonamientos enmarañados. A las bocas móviles de las que surgían señales que otros podían entender. A aquellos ojos, lo que ahora parecía peor que ser ciego. A la debilidad, la abyección, la ignorancia.

—Quizá algún día —murmuró Fowler para sí mismo.

—Tenemos mucho que hacer y mucho que ver —dijo Towser—. Tenemos mucho que aprender. Descubriremos cosas.

Sí, descubriremos cosas. Civilizaciones, quizá. Civilizaciones que harían que la civilización humana pareciese ridícula. Belleza, y, lo que era más importante, conocimiento de esa belleza. Y una camaradería que nadie había experimentado antes, ni los hombres ni los perros.

Y vida. Una vida intensa tras una existencia adormilada.

—No puedo volver —dijo Towser.

—Ni yo —reconoció Fowler.

—Harían de mí un perro otra vez — añadió Towser.

—Y de mí un hombre —concluyó Fowler.