Philip José Farmer, Relato Corto

Quemadura en la piel – Philip José Farmer

–¿Le pica la piel cada vez que sale al exterior? –preguntó el doctor Mills–. ¿Y cuando se sitúa bajo el tragaluz de su apartamento? ¿Pero sólo de vez en cuando si se pone frente a una ventana, incluso si le da el sol directamente?

–Así es –dijo Kent Lane–. No importa que sea de día o de noche, que el cielo esté nublado o despejado, que el tragaluz esté abierto o cerrado. La picazón es más fuerte en las partes desnudas de mi cuerpo, en la cara, las manos o lo que sea; pero se extiende desde esas partes a todo mi cuerpo, aunque es más débil bajo las ropas. Y a veces me produce una vaga sensación erótica.

El dermatólogo caminó en su derredor. Cuando completó el círculo, preguntó:

–¿No se le tuesta la piel?

–No. Sólo se despelleja y se forman ampollas. Habitualmente evito quemarme, permaneciendo fuera del sol todo lo posible. Pero eso ya no me sirve de mucho, como usted puede ver. Estoy como si me hubiera quedado en la playa todo el día. Eso me hace bastante notorio, ya se dará cuenta. En mi trabajo, uno no puede permitirse ser notorio.

El doctor dijo:

–Ya sé.

Quiso decir que estaba al tanto de que Lane era un detective privado. Lo que él no sabía era que Lane estaba trabajando en un asunto para una dependencia del gobierno federal. La CACO, o Coordinating Authority for Cathedric Organizations (Autoridad Coordinadora de Organizaciones Catédricas) necesitaba personal competente. Había contratado, después de adecuadas verificaciones de Seguridad, a cierta cantidad de agentes civiles. Desde luego, CACO sólo podía contratar a los mejores, y Lane estaba entre ellos.

Lane vaciló y luego dijo:

–Sigo recibiendo esas llamadas telefónicas. El doctor no contestó. Lane agregó:

–No hay nadie al otro extremo de la línea. Él, o ella, corta la comunicación apenas yo levanto el auricular.

–¿Cree usted que las quemaduras de la piel y las llamadas telefónicas tienen alguna relación entre sí?

–No lo sé. Pero estoy poniendo todos los fenómenos raros en una misma caja. Las llamadas comenzaron después de que tuve una conversación final con cierta dama que me estaba persiguiendo y que no quería dejarme. Está graduada en bioelectrónica y es un personaje importante en la industria astronáutica. Es brillante, encantadora y chispeante, cuando quiere serlo, pero poco atractiva de cara, muy lisa de cuerpo y muy desagradable cuando se siente frustrada. Así que…

Comprendió que estaba hablando demasiado sobre alguien que trabajaba en un terreno supersecreto. Y por otra parte, ¿qué le podía importar a Mills la triste historia de la doctora Sue Brackwell y de su amor no correspondido por Kent Lane, detective privado? Había quedado prendada en él por alguna obscura razón psicológica y, en sus momentos más racionales, había admitido que ellos no funcionarían como marido y mujer, o siquiera como amantes, durante más de un mes, si es que llegaban a tanto. Pero, fuera del laboratorio, ella no siempre era racional, y se negaba a aceptar una negativa de su propio buen sentido ni de Kent. No la aceptó hasta que él se mostró muy firme, por teléfono, dos años atrás. Hacía tres semanas, le volvió a llamar. Pero no dijo nada que pudiera molestarlo. Después de cinco minutos de conversación liviana sobre esto y aquello, incluyendo informes sobre la salud de ambos, le había dicho adiós, haciéndolo sonar como definitivo, y había cortado la comunicación. Quizá había querido descubrir por sí misma si la voz de Kent la conmovía todavía. ¿Quién podía saberlo?

Lane se dio cuenta de que el médico estaba esperando que él terminara su frase.

Dijo:

–La cosa es que estas llamadas comenzaron cuando yo estaba debajo de un tragaluz y haciendo el amor. Así que moví la cama hacia un rincón, donde nadie pudiera verla desde los pisos superiores del edificio Parmenter, que está al lado. Después de eso, el teléfono empezaba a sonar cada vez que yo hacía entrar a una mujer en mi departamento, así fuera para tomar una taza de café. Comenzaba antes de que yo abriera la puerta, y después sonaba con tres minutos de intervalo. Cambié dos veces el número del teléfono, pero no sirvió de nada. Y si era yo el que iba al departamento de una mujer, era el teléfono de ella el que comenzaba a sonar.

–¿Cree usted que esa mujer de ciencia está haciendo las llamadas?

–¡Nunca! No es su estilo. Debe de ser una coincidencia que las llamadas hayan comenzado en seguida de nuestra conversación final.

–¿Sus mujeres también oyen el teléfono? Lane sonrió.

–¿Alucinaciones auditivas? No. Ellas también oyen el teléfono. Una de ellas resolvió el problema arrancando el aparato. Pero yo resolví el mío poniendo un interruptor telefónico y desconectando el teléfono cada vez que me propongo alguna otra clase de conexión.

–Todo eso es muy interesante, pero no llego a ver qué vinculación tiene con su problema de piel.

–Aparte de las llamadas telefónicas –dijo Lane–, ¿podría ser que la picazón y las ampollas y las suaves sensaciones eróticas fueran psicosomáticas?

–No estoy calificado para pronunciarme sobre eso –dijo Mills–. Puedo darle, sin embargo, el nombre de un médico cuya especialidad es recomendar a varios especialistas.

Lane miró su reloj de pulsera. Rhoda ya debía de haber terminado con su peluquero. Dijo:

–De momento, estoy convencido de que necesito a un dermatólogo, no a un psicólogo. Me dijeron que usted es el mejor médico de piel en Washington y quizá el mejor de la costa atlántica.

–El mejor del mundo, en realidad –dijo el doctor Mills–. Lo lamento, pero no puedo hacer nada por usted en este momento. Confío que me tenga informado sobre cómo evoluciona. Nunca he tenido un caso tan desconcertante y por tanto tan interesante.

Lane utilizó el teléfono del vestíbulo principal para llamar a la peluquería. Le dijeron que Rhoda acababa de salir, pero que la encontraría frente al edificio del médico.

Salió del edificio justo para ver cómo Rhoda. conduciendo su «MG», doblaba la esquina a pesar de la luz roja y se ponía en el recorrido de una camioneta. Expulsada del coche por el impacto (era descuidada sobre el cinturón de seguridad), Rhoda cayó frente a un «Cadillac». A pesar del frenazo, le pasó sobre el estómago.

Lane había visto muchas cosas como asesor en Vietnam y como integrante de los departamentos de policía en San Francisco y en Brooklyn. Pensaba que era resistente, pero las muertes violentas y sangrientas de Leona y de Rhoda, en cuatro meses, ya eran demasiado. Se quedó quieto, notando sólo que la picazón se hacía más cálida y se extendía por su cuerpo. No había reacción erótica o, si la había, era demasiado débil para sentirla. Se quedó allí hasta que un agente de policía consiguió al médico más cercano, que resultó ser Mills, para que le examinara. Mills dio a Lane un sedante suave, y el agente de policía lo envió a casa en un taxi. Pero una hora más tarde Lane estaba en la Morgue, identificó a Rhoda y después fue a la sección policial a contestar algunas preguntas.

Volvió a casa preparado a embriagarse hasta dormir, pero se encontró allí a dos agentes de CACO, llamados Daniels y Lyons, que lo estaban esperando.

Parecía que se hubieran enterado de la muerte de Rhoda al mismo tiempo que él, y así supo que lo estaban vigilando a él o a Rhoda. Contestó algunas de sus preguntas y les dijo que la idea de que Leona o Rhoda pudieran ser espías no valía la pena de ser considerada por un solo segundo. Por otra parte,. si hubieran estado trabajando para SKIZO o para alguna otra agrupación, ¿por qué SKIZO, o quien fuera, mataría a sus propios agentes?

–¿O es que las mató CACO? –preguntó Lane.

Ambos lo miraron como si fuera indeciblemente estúpido.

–Muy bien –dijo Lane–. Pero no hay absolutamente ninguna prueba de que hayan muerto por otro motivo que no sea un puro accidente. Yo sé que es toda una coincidencia, pero…

Daniels dijo:

–CACO las tenía bajo la vigilancia, desde luego. Pero CACO no vio nada significativo en la conducta de ambas mujeres. Sin embargo, eso mismo es sospechoso, como sabes. La prueba negativa requiere una investigación positiva.

–Ese precepto exige investigar al mundo entero –dijo Lane.

–Sin embargo –dijo Lyons–, SKIZO debe de haberte marcado ya. Tendrían que haber sido ciegos para no hacerlo. ¿Por qué diablos te apartas de las lámparas de luz solar?

–Es un problema de piel –dijo Lane–. Como debéis de saber, ya que indudablemente habéis puesto micrófonos en el consultorio del doctor Mills.

–Sí, ya sabemos –dijo Daniels–. Francamente, Lane, tenemos que considerar dos duras alternativas. O te estás volviendo loco, o SKIZO te está siguiendo. En cualquier caso…

–Estás pensando con sólo dos factores –dijo Lane–. ¿No has considerado que un tercer elemento, que no tenga ninguna conexión con SKIZO, pueda haber entrado en el cuadro?

Daniels restregó sus enormes nudillos.

–¿Como quién?

–¿Cómo puedo saberlo? Pero debes admitir que no sólo es posible, sino altamente probable.

Daniels se levantó. Lyons lo siguió. Daniels dijo:

–No tenemos nada que admitir. Ven con nosotros, Lane.

Si CACO pensaba que él estaba mintiendo, CACO se ocuparía de que nadie lo viera de nuevo. CACO se equivocaba, desde luego, pero CACO, igual que los médicos, escondía sus errores.

Al dejar el edificio, Lane sintió inmediatamente la picazón en el rostro y las manos; en unos pocos segundos, sintió que se le extendía el calor. Se olvidó de eso cuando Daniels lo empujó hacia el asiento trasero del automóvil de CACO. Se volvió.

–¡Quita tus sucias manos, Daniels! Si me empujas, me voy caminando. Tendrías que dispararme un balazo para detenerme, y no querrás hacer eso a la luz del día,

¿verdad?

–Inténtalo y lo sabrás –dijo Daniels–. Ahora te callas y entras o te meteré yo. Sabes muy bien que somos observados. Quizá por eso estás haciendo una escena.

Lane se sentó detrás con Lyons, mientras Daniels se puso al volante. Era una calurosa tarde de junio, y evidentemente CACO no tenía presupuesto para poner aire acondicionado a los automóviles. Estuvieron con las ventanas bajas mientras Lyons y Daniels le hacían preguntas. Las contestó con veracidad, aunque no completamente, pero no se estaba concentrando en sus respuestas. Notó que cuando dejaba colgar su mano fuera de la ventana, la sentía cálida y ardorosa.

Quince minutos más tarde, las enormes puertas de acero de un garaje subterráneo se cerraron detrás de él. Lo interrogaron en un pequeño cuarto debajo del garaje. Le habían puesto electrodos en la cabeza y en el cuerpo, mientras varias máquinas con enormes lentes expectantes estaban enfocadas en él cuando contestaba una serie de preguntas. Nunca supo qué pensaban los intérpretes de esos gráficos y medidores sobre sus respuestas a las preguntas. Cuando le quitaban los electrodos, apareció Smith, el hombre que había contratado a Lane para CACO. Tenía una expresión peculiar. Llamó a los interrogadores a un lado y les habló en voz baja. Lane llegó a escuchar algo sobre «una llamada telefónica». Un minuto después, le dijeron que se fuera a su casa. Pero tenía que mantenerse en contacto con CACO, o mejor, tenía que mantenerse disponible. Por el momento, quedaba suspendido del servicio.

Lane quería comunicar a Smith que renunciaba a CACO, pero no quería ser «detenido» otra vez. Nadie podía renunciar a CACO; ésta licenciaba a sus empleados cuando le parecía mejor.

Lane se fue a su casa en un taxi y había comenzado a servirse un trago cuando le llamó el portero.

–Agentes federales, señor Lane. Tienen sus credenciales.

Lane suspiró, tragó su whisky y pocos minutos después abrió la puerta. Lyons y otros dos, todos con pistolas automáticas «45», estaban en el hall.

Lyons tenía un vendaje en la cabeza y algunos apósitos en una mejilla y en el mentón. Sus ojos estaban inyectados en sangre.

–Estás arrestado, Lane –dijo Lyons.

En la silla del cuarto de interrogatorios, atado otra vez a varias máquinas, Lane contestó a todo, doce veces. Smith en persona condujo las preguntas, quizá para asegurarse de que Lyons no atacara a Lane.

Le llevó a Lane diez horas reconstruir lo que había ocurrido, juntando comentarios ocasionales de Smith y Lyons.

Daniels y Lyons habían seguido a Lane cuando salió del cuartel general de CACO. Detrás de Lane, a una manzana de distancia, Daniels había cruzado con luz roja y quedó frente a un vehículo que venía a ochenta kilómetros por hora. Daniels había muerto. Lyons había escapado con heridas menores en el cuerpo, pero con una herida mayor en la psique. Sin ninguna razón lógica, culpaba a Lane por el accidente.

Después del interrogatorio. Lane fue llevado a un pequeño cuarto acolchado, le sirvieron una cena frugal y lo encerraron. Desnudo, se tiró en el suelo alfombrado y durmió. Tres horas más tarde, fue despertado por dos hombres que le dieron sus ropas y lo llevaron a la oficina de Smith.

–No sé qué debo hacer con usted –dijo Smith–. Aparentemente, no está mintiendo. O quizá ha sido condicionado de alguna manera para dar las respuestas y reacciones apropiadas, o podría decir inapropiadas. Es posible, usted lo sabe, engañar a las máquinas, con todo eso del control consciente de las ondas cerebrales, de la presión sanguínea y demás, que es enseñado por las Universidades y por algunas personas.

–Sí, pero usted sabe que yo no tuve esa preparación –dijo Lane–. Sus investigaciones de seguridad lo demuestran.

Smith gruñó y pareció disgustado.

–Sólo puedo deducir –dijo– de la información que poseo, que usted está involucrado en alguna actividad de contraespionaje.

Lane abrió la boca para protestar, pero Smith continuó.

–Inocentemente, sin embargo. Por alguna razón, usted se ha convertido en objeto de interés, y quizá de preocupación, para alguna agencia extranjera, probablemente comunista, más probablemente SKIZO, que es el peor enemigo de CACO. O si no, usted es el foco de algunas coincidencias altamente improbables.

Lane no pudo pensar en nada para contestar. Smith siguió:

–Fue liberado la primera vez porque recibí una llamada telefónica de una alta autoridad, una muy alta autoridad, que me dijo que le dejara ir. Por «dijo», quiero decir «ordenó». No dio razones. Esa autoridad no tiene que dar razones. Pero hice un chequeo de rutina, y descubrí que la autoridad era apócrifa. Alguien se había hecho pasar por él. Y las palabras de contraseña y la voz eran exactas. Así que de alguna manera alguien, probablemente SKIZO, ha descubierto nuestro código y puede duplicar voces tan exactamente que ni siquiera una verificación de voz impresa puede notar la diferencia entre le falso y lo genuino. Eso es alarmante, Lane.

Lane asintió, para indicar que coincidía en que era alarmante. Dijo:

–Quienquiera que esté haciendo esto debe tener una buena razón para revelar que sabe tanto. ¿Por qué un agente extranjero puede desperdiciar esa ventaja para liberarme de sus garras…, quiero decir de su custodia? No puedo reportar a nadie, sea o no un agente extranjero, ningún beneficio. Y al revelar que conocen los códigos y que pueden duplicar voces, pierden mucho. Ahora los códigos serán cambiados y las voces serán doblemente verificadas.

Smith tamborileó con sus dedos sobre el escritorio y dijo:

–Sí, ya sabemos. Pero esa extraordinaria sensibilidad dérmica… esos accidentes de automóvil…

–¿Qué informó Lyons sobre su accidente?

–No notó nada raro hasta que Daniels omitió disminuir la marcha al acercarse a la luz roja. Vaciló en decir hada, porque a Daniels no le gustaban los conductores del asiento de atrás, aunque Lyons estaba, de hecho, en el de delante. Finalmente, ya fue incapaz de quedarse mudo, pero era demasiado tarde. Daniels miró al semáforo, dijo: «¿Qué diablos estás diciendo?», y los golpeó el otro coche.

–Aparentemente, Daniels creía que la señal era verde –dijo Lane.

–Posiblemente. Pero yo creo que hay alguna conexión entre las llamadas que usted recibe cuando está con mujeres y la que yo recibí de la supuesta alta autoridad.

–¿Cómo puede haberla? –preguntó Lane–. ¿Por qué esa persona habría de llamarme sólo para impedir que yo haga el amor?

La cara de Smith era tan suave como el rostro en un cuadro, pero sus dedos tamborileaban un tatuaje de desesperación. Se explicaba. Un caso que no podía siquiera hacer surgir una hipótesis, ni menos una teoría, era el colmo de la frustración.

–Le dejaré irse de nuevo, sólo que esta vez estará más cubierto por mis agentes que lo cubierto de nieve que está el Polo Norte en enero –dijo Smith.

Lane no se lo agradeció. Tomó un taxi de vuelta a su departamento, experimentando otra vez la picazón, la calidez y la vaga sensación erótica, tanto al ir hacia el taxi como al salir de él.

En su cuarto, examinó su futuro. Ya no recibiría un sueldo de CACO, pero además CACO no le permitía trabajar para nadie más hasta que el caso estuviese solucionado. De hecho, Smith no quería que dejara su apartamento a menos que fuera absolutamente necesario. Lane debía quedarse allí y forzar al desconocido agente a que viniera hacia él. ¿Y cómo se iba a mantener? Tenía dinero suficiente para pagar el alquiler de otro mes y para pagar sus comidas durante dos semanas. Después estaría en condiciones de recibir ayuda social. Podía desafiar a Smith y conseguir un trabajo de otra clase, como dependiente en un almacén o vendedor de automóviles. Había tenido experiencia en ambos campos. Pero la época era mala y los trabajos de cualquier clase eran escasos.

Lane se enojó. Si CACO le impedía trabajar, debía pagárselo. Telefoneó a Smith y, después de una demora de doce minutos, durante la cual, indudablemente, Smith estaba verificando que la llamada era realmente de Lane. Smith contestó:

–¿Qué debo pagarle por no hacer nada? ¿Cómo puedo justificar eso en mi presupuesto?

–Ese es su problema.

Lane miró hacia arriba, porque había llevado el teléfono hasta debajo del tragaluz y había comenzado a notar una picazón en el cuello. Quienquiera que le estuviese observando en ese momento, debía hacerlo desde el edificio Parmenter. Llamó de nuevo a Smith y, tras una demora de diez minutos, lo consiguió.

–Quienquiera que me esté enviando un rayo, lo debe de estar haciendo desde alguno de los pisos por encima del décimo. No creo que pueda enfocarlo desde un piso inferior.

–Lo sé –dijo Smith–. He puesto hombres en el edificio Parmenter desde ayer. No paso nada por alto, Lane.

Lane pensó preguntarle por qué pasaba por alto el hecho de que indudablemente ambos eran escuchados en ese momento. No lo hizo porque le asaltó la idea de que Smith quería que su conversación fuera grabada. Estaba dispuesto a aparecer excesivamente confiado para que SKIZO, o lo que fuera, se moviera de nuevo. Lane era el queso en la ratonera. Sin embargo, cualquiera que amenazara a Lane resultaba herido o muerto, y Smith, desde el punto de vista de Lane, le estaba amenazando.

En los cuatro días siguientes, Lane se leyó el volumen IV de la Historia de la Civilización del matrimonio Will y Ariel Durant, bebió más de lo que debía, hizo ejercicio y pasó media hora diaria, desnudo, bajo el tragaluz. El resultado fue que la piel se le quemó y despellejó en todo el cuerpo. Pero la excitación sexual que acompañaba al calor dérmico justificaba ese dolor. Si las sensaciones se hacían más fuertes cada día, estaría poniéndose en apuros a sí mismo, y posiblemente a sus observadores, al cabo de una semana.

Se preguntó si los hombres al otro extremo del rayo (o rayos) tendrían alguna idea sobre la sexualidad gratuita que sentía su víctima. Probablemente pensaban que era sólo un hombre duro con ideas duras. Pero él sabía que su reacción era única, un resultado de algo peculiar en su metabolismo o en su pigmento o en lo que fuere. Otros, incluyendo a Smith, habían estado bajo el tragaluz, y ninguno había sentido nada especial.

Los hombres que vigilaban el edificio Parmenter no habían notado nada sospechoso excepto el hecho de que no hubiera nada sospechoso.

Al séptimo día, Lane telefoneó a Smith:

–No puedo aguantar más esta existencia en un submarino. Y tengo que conseguir un trabajo o morirme de hambre. Así que me voy. Si sus tropas de choque tratan de pararme, resistiré. Y usted no puede permitirse el escándalo que se va a provocar.

En la lucha que siguió, Lane y los dos agentes de CACO se revolcaron en la zona que quedaba bajo el tragaluz. Lane fue derrotado, como sabía que había de serlo, pero sentía que debía oponer alguna resistencia o perder su derecho a considerarse un hombre. Miró hacia el tragaluz mientras le ponían las esposas. No se sorprendió cuando sonó el teléfono, aunque no hubiera podido dar una explicación razonable de por qué lo esperaba.

Un tercer agente, que entraba en ese momento, contestó. Habló durante instantes, luego se volvió. y dijo:

–Dice Smith que lo dejemos ir. Y nosotros debemos irnos a casa. Algo le ha hecho cambiar de idea.

Lane fue hacia la puerta después de que le quitaran las esposas. El teléfono volvió a sonar. El mismo hombre de antes contestó. Entonces le gritó a Lane que se detuviera, pero Lane siguió, hasta que fue parado por dos hombres estacionados junto al ascensor.

El teléfono de Lane estaba intervenido por agentes de CACO en el subsuelo del edificio. Habían llamado para informar que Smith no había dado aquella orden. De hecho, nadie había llamado desde fuera del edificio. La llamada había venido de dentro.

Smith apareció quince minutos más tarde para dirigir la búsqueda dentro del edificio. Dos horas después, los agentes recibieron orden de no seguir buscando. Quienquiera que hubiera llamado, imitando la voz de Smith y dando la nueva consigna del código, se las había arreglado para salir del edificio sin ser advertido.

–SKIZO, o lo que sea, debe de estar utilizando una máquina para simular mi voz – dijo Smith–. Ninguna garganta humana podría hacerlo lo bastante bien como para igualar la impresión de voces distintas.

¡Voces!

Lane se enderezó tan rápidamente que los hombres a sus costados le sujetaron los brazos.

¡La doctora Sue Brackwell!

¿Realmente él había hablado con ella, aquella ultima vez, o era también alguien que había imitado su voz? No podía suponer por qué; el misterioso Quién podía haber usado la voz de ella para hacer avanzar los planes que tuviera. Sue había dicho que solo quería hablar con él en nombre de los viejos tiempos. Quien la estuviera imitando podía haber tratado de extraer de él algún dato, algo que fuera una pista para… ¿para qué? Simplemente no lo sabía.

Y era posible que ese Quién hubiera hablado a Sue Brackwell imitando la voz de Lane.

Lane no quería crearle problemas a ella, pero no podía permitirse que quedara cerrado ningún camino de investigación. Le habló a Smith al respecto mientras bajaban en el ascensor. Smith lo escuchó atentamente, pero sólo dijo:

–Ya veremos.

Sombríamente, Lane se sentó en el asiento trasero entre dos hombres también sombríos, mientras el automóvil recorría las calles de Washington. Miró por la ventana y a través de la neblina vio un cartel anunciando la reposición de The Egg and I. Una manzana después vio otro cartel, anunciando una conocida marca de cerveza. El cartel decía «Sky Blue Waters», y deseó estar en el país de esas aguas, pescando y. bebiendo cerveza.

Otra vez se enderezó tan abruptamente que los dos hombres lo sujetaron.

–Tranquilos –dijo. Se echó hacia atrás y ellos apartaron sus manos. Los dos anuncios le habían dado alguna suerte de asociación de ideas, resultado solamente de que el automóvil había elegido esa ruta y no cualquier otra que pudo fácilmente haber tomado. El resultado de la conjunción de ambos anuncios podía ser válidamente enlazado, o no, con los otros circuitos que se estaban formando en la parte inconsciente de su mente. Pero ahora tenía una hipótesis. Podía ser desarrollada hasta ser una teoría que podría confrontarse con tos hechos. Es decir, si le dejaban probarlo.

Smith le escuchó, pero hizo sólo un comentario:

–Usted está pensando en las cosas más extrañas para apartarnos de la pista.

–¿Qué pista? –replicó Lane. No discutió. Sabía que Smith seguiría el camino que le había abierto. Smith no podía permitirse ignorar nada, incluso las ideas más extravagantes.

Lane pasó una semana en la celda acolchada. Una vez, Smith entró a hablar con él. La conversación fué breve.

–No puedo encontrar ninguna prueba que apoye su teoría –dijo Smith.

–¿Eso se debe a que CACO no puede conseguir acceso a ciertos documentos y proyectos en la Astronáutica Lackalas? –preguntó Lane.

–Así es. Me preguntaron qué necesidad tenía de saberlo, y no pude decirles qué era lo que en realidad yo quería saber. Si me descuido, terminaré en una celda acolchada y en sesiones regulares con un psiquiatra.

–Y entonces, como tiene usted miedo de hacer preguntas que inspiren dudas sobre su salud mental, ¿deja quieto el asunto?

–No hay forma de saber si su loca teoría tiene alguna base.

–El amor hallará su camino –dijo Lane. Smith resopló, se dio la vuelta y se fue. Eso era a las once de la mañana. A las 12.03 Lane miró su reloj de pulsera (ya que no estaba obligado a seguir desnudo) y notó que el almuerzo se estaba atrasando. Unos pocos minutos después, un avión a chorro de la Fuerza Aérea, durante un viaje de rutina sobre Washington, repentinamente descendió en picado y cayó sobre el edificio central de CACO a más de mil kilómetros por hora. Pegó en el enorme edificio contra el lado opuesto al de la celda de Lane; Aun así, atravesó las puertas exteriores de la fortaleza y cinco habitaciones más antes de detenerse.

En el segundo subsuelo, Lane no habría sido alcanzado si la irrupción hubiera atravesado completamente el edificio. Sin embargo, comenzaron a aparecer algunas llamas y los guardias le abrieron la puertas y lo sacaron de allí justo a tiempo. De acuerdo a órdenes que recibieron por radio, lo pusieron en un automóvil que lo llevó a través de la ciudad hasta otra base de CACO. Lane estaba rígido por el shock, pero reaccionó rápidamente cuando el automóvil comenzó a doblar una esquina a pesar de la luz roja. Estaba tirado en el suelo y bien sujeto cuando el automóvil y el enorme camión «Diesel» chocaron. Los otros no murieron. No estaban, sin embargo, en condiciones de detenerlo. Diez minutos más tarde, estaba en su apartamento.

La doctora Sue Brackwell lo estaba esperando bajo el tragaluz. No llevaba ninguna ropa puesta; hasta se había quitado las gafas. Parecía muy hermosa; no fue sino mucho más tarde que él recordó que ella nunca había sido bella, ni siquiera pasablemente agraciada. No podía culpar a su shock por conducirse en la forma que lo hizo, porque la picazón y la calidez disolvieron eso. Se convirtió en un ser muy vivo, tanto que dio mucha vida a lo que empujó hacia el suelo. En alguna parte de él existía el conocimiento de que «ella» había preparado esto para él y de que ningún otro hombre podría experimentar este preciso episodio de nuevo. Pero el conocimiento era tan lejano que no le influyó en absoluto.

Por otra parte, como le había dicho a Smith, el amor encontraría un camino. No era él quien se había enamorado. No al principio. Ahora se sintió como si estuviera enamorado, pero muchos hombres y mujeres sienten así en ese momento.

Smith y otros cuatro hombres entraron en el apartamento justo a tiempo para rescatar a Lane. Estaba tirado en el suelo, tan desnudo y enrojecido como una criatura recién nacida. Smith le gritó, pero él parecía estar sordo. Era evidente que estaba galopando a toda velocidad en una carrera entre un orgasmo y una quemadura de tercer grado. Obviamente había tenido una pareja, pero Smith no pudo verla ni escucharla. El orgasmo habría triunfado si Smith no hubiera tirado un gran cubo de agua fría sobre Lane.

Dos días después, el médico de Lane permitió a Smith que entrara en el cuarto del hospital para ver a un paciente muy vendado y algo sedado. Smith le alcanzó un periódico abierto en la segunda página. Lane leyó el artículo, que era breve y lo decía todo sobre EVE.

EVE, o Ever Vigilant Eye (Ojo Siempre Vigilante) había sido un satélite vigilante, de órbita estacionaria, enviado a la costa atlántica dos años atrás. EVE había explotado por razones desconocidas y el accidente estaba siendo investigado.

–Eso es todo lo que se le dijo al público –agregó Smith–. Finalmente llegué a Brackwell y a otros grandes jerarcas vinculados con EVE. Pero, o tenían ordenes de informarme lo menos posible o ellos mismos no conocían todos los hechos. En cualquier caso, es más que casual que ella –EVE, quiero decir– haya explotado justo cuando lo llevábamos a usted al hospital.

Lane dijo:

–Contestaré algunas de sus preguntas antes de que me las formule. Una, usted no podía ver la imagen holográfica porque ella debe de haberla apagado justo antes que usted entrara. No sé si fue porque le oyó venir o porque ella sabía, de alguna manera, que cualquier contacto adicional me mataría. O quizá sus alarmas le informaron que era mejor que se detuviera, por su propio bien. Pero parecería que ella no se detuvo o, si no, que trató de detenerse, pero ya era demasiado tarde.

Continuó:

–Tuve un visitante que me dijo lo suficiente sobre EVE para que yo no me dejara arrastrar por mi curiosidad hasta terrenos peligrosos cuando salga de aquí. Y no ocurrirá. Pero le puedo decir algunas cosas y sé que no se podrá avanzar más. Me imaginé que Brackwell era la diseñadora superior de un circuito de bioelectrónica en un satélite espía. No sabía que el satélite se llamaba EVE y que tenía capacidad para enfocar rayos sobre noventa mil personas simultáneamente. Ni que los rayos le permitirían seguir visualmente a cada uno y comunicar sus vibraciones al hablar. Ni que podría activar circuitos telefónicos con un campo electromagnético altamente variable, proyectado a través del rayo. Mi visitante dijo que yo no debía suponer, ni por un instante, que EVE había alcanzado una conciencia propia. Eso sería imposible. Pero me lo pregunto. También me pregunto si una mujer de ciencia, diseñadora e ingeniero, podría (inconscientemente, desde luego) diseñar circuitos femeninos. ¿Hay alguna influencia psíquica que corre junto a la construcción física de computadores y circuitos asociados? ¿Puede el todo ser mayor que las partes?

¿Existe algo como un impulso femenino en una máquina?

–No entro en esa charla metafísica –dijo Smith.

–¿Qué dice Brackwell?

–Dice que simplemente EVE funcionaba mal.

–Quizás el hombre es un mono que funciona mal –dijo Lane–. ¿Pero pudo Sue haber integrado su pasión por mí dentro de EVE? ¿O dar a EVE algunos circuitos que contuvieran emoción? EVE tenía posibilidades de autorreparación, como usted sabe, y en parte estaba hecha de proteínas. Ya sé que suena cómo algo loco. Pero

¿quién, mirando al primer hombre-mono, hubiera deducido a Helena de Troya? ¿Y por qué se centró en mí, uno de los noventa mil que estaba vigilando? Yo manifesté una hipersensibilidad epidérmica al rayo espía. ¿Acaso esta reacción dio a EVE la idea o la sensación de que estábamos relacionados? ¿Y entonces después se puso celosa? Es obvio que ella moduló los rayos sobre Leona y sobre Rhoda para que vieran verde cuando la luz era roja y no vieran en absoluto a los automóviles que se acercaban.

–¿Qué sabe de esa imagen holográfica de la doctora Brackwell?

–EVE debe de haber estado espiando a Sue, también, a su propia creadora, diríamos. O (y no quiero que investigue esto, porque ya no serviría de nada) Sue pudo haber puesto todo eso en la maquinaria, sin que lo supieran sus colegas. No quiero decir que haya puesto circuitos adicionales. No pudo haberlo hecho; habrían sido detectados inmediatamente y hubiera tenido que explicarlos. Pero pudo haber puesto circuitos que tuvieran dos propósitos, el segundo de los cuales fuera desconocido para sus colegas. No lo sé. Pero sé que fue realmente Sue Brackwell y no EVE quien me llamó aquella última vez. Y creo que fue esa llamada lo que puso en la mente de EVE, si es que una máquina puede tener una mente, en el sentido humano, la idea de un holograma embellecido de Sue. A menos, desde luego, que mi otra teoría fuera correcta y Sue misma fuera responsable de eso.

Smith gruñó y luego dijo:

–No me van a creer si yo pongo todo eso en un informe. Para empezar, ¿podrán creer que fue solamente una libre asociación de ideas lo que le permitió a usted deducir Eye in the Sky (Ojo en el cielo) de las frases The Egg and I y Sky-Blue Waters?. Lo dudo. Pensarán que usted sabía cosas que no debía saber y que las estaba ocultando con esa historia increíble. No quisiera estar en sus zapatos. Pero, por otro lado, no quiero estar en los míos.

–¿Pero por qué explotó EVE? Lackalas dice que se podía hacer explotar si se apretaba un botón de destrucción en el centro de control. Ese botón, sin embargo, no fue apretado.

–Usted me arrastró justo a tiempo para salvar mi vida. Pero a EVE debieron de fundírsele algunos circuitos. Murió de frustración, en cierto sentido.

–¿Qué?

–Estaba poniendo una enorme cantidad de energía en ese rayo. Debía de estar sobrecargada.

Smith lanzó una risotada. Dijo:

–¿Y también se estaba descargando? ¡Vamos!

–¿Tiene usted alguna otra explicación? –preguntó Lane.

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