Philip K. Dick, Relato Corto

Pieza de colección – Philip K. Dick

—Lleva un traje muy raro —observó el chófer robot del transporte público. Deslizó la puerta a un lado y se detuvo ante el bordillo—.

¿Qué son esas cosas redondas?

—Se llaman botones —explicó George Miller—. Tenían una utilidad y, al mismo tiempo, servían de adorno. Los llevo por la naturaleza de mi empleo.

Pagó al robot, cogió su maletín y se encaminó por la rampa a la Oficina de Historia. El edificio principal ya había abierto; hombres y mujeres ataviados con túnicas hormigueaban por todas partes. Miller entró en un ascensor privado, se embutió entre los inmensos controladores de la división precristiana y, al cabo de un momento, subió hasta su nivel, la Segunda Mitad del Siglo XX.

Güenosdías —murmuró, cuando el controlador Fleming se reunió con él ante la vitrina del reactor atómico.

Güenosdías —respondió Fleming con brusquedad—. Escuche, Miller, acabemos con esto de una vez por todas. ¿Qué pasaría si todo el mundo vistiera como usted? El gobierno ha promulgado severas leyes respecto a la indumentaria. ¿No puede olvidar sus malditos anacronismos de vez en cuando? ¿Qué lleva en la mano, por el amor de Dios? Parece un reptil del Jurásico aplastado.

—Es un maletín de piel de cocodrilo —explicó Miller—. Guardo en él mis útiles de estudio. El maletín era un símbolo de autoridad de los ejecutivos que vivieron a finales del siglo XX. Al acostumbrarme a los objetos cotidianos de mi período de investigación, mi relación se pasa de mera curiosidad intelectual a genuina empatía. A menudo me subraya que pronuncio algunas palabras de manera extraña.

Utilizo el acento de un ejecutivo norteamericano de la administración Eisenhower. ¿Capta?

—¿Eh? —murmuró Fleming.

—«Capta» es una expresión del siglo XX. —Miller colocó sus útiles de estudio sobre el escritorio—. ¿Quiere algo? Si no, empezaré a trabajar. Cuento con pruebas fascinantes de que, si bien los norteamericanos del siglo XX colocaban a mano sus baldosas, no tejían sus prendas de vestir. Tengo la intención de cambiar la exposición en ese sentido.

—No hay peor fanático que un académico —graznó Fleming—.

Va atrasado doscientos años. Inmerso en sus reliquias y artefactos, sus malditas réplicas de trivialidades desechadas.

—Me gusta mi trabajo —respondió Miller con humildad.

—Nadie se queja de su trabajo, pero existen otras cosas, además del trabajo. En esta sociedad, usted es una unidad político-social.

¡Vaya con cuidado, Miller! La Junta ha recibido informes sobre sus excentricidades. La devoción al trabajo está bien vista —entornó los ojos de forma significativa—, pero usted ha ido demasiado lejos.

—Debo lealtad a mi arte antes que a cualquier otra cosa —dijo Miller.

—¿A su qué? ¿Qué significa eso?

—Una palabra del siglo XX. —Una expresión de superioridad apareció en el rostro de Miller—. Usted no es más que un burócrata sin importancia dentro de una inmensa maquinaria. Es una pieza de una totalidad cultural impersonal. Carece de criterio. Los hombres del siglo XX poseían criterio propio, capacidad artística, el orgullo de la obra bien realizada. Estas palabras no significan nada para usted.

Usted no tiene alma, otro concepto de la época dorada del siglo XX, cuando los hombres eran libres y podían expresar sus opiniones.

—¡Cuidado, Miller! —Fleming palideció y bajó la voz, nervioso —. Malditos eruditos. Salga de sus cintas y enfréntese a la realidad. Si continúa hablando así, nos meterá a todos en un lío. Idolatre el pasado, si quiere, pero recuerde que está muerto y sepultado. Los tiempos cambian. La sociedad progresa. —Indicó con un gesto de impaciencia las piezas exhibidas en el nivel—. Solo son réplicas imperfectas.

—¿Pone en tela de juicio mi investigación? —Miller estaba enfurecido—. ¡Esta exposición es impecable! La voy corrigiendo en función de los nuevos datos que surgen. Lo sé todo sobre el siglo XX.

Fleming negó con la cabeza.

—Es inútil.

Dio media vuelta y se encaminó a la rampa descendente.

Miller se enderezó el cuello de la camisa y la corbata de vivos colores pintada a mano. Alisó su chaqueta azul a rayas, encendió una pipa con tabaco de dos siglos antes y devolvió la atención a sus herramientas.

¿Por qué Fleming no le dejaba en paz? Fleming, el representante oficioso de la gran jerarquía que se extendía como una telaraña pegajosa sobre todo el planeta. En el seno de cada unidad industrial, profesional y residencial. ¡Ay, la libertad del siglo XX! Detuvo su reproductor de cintas un momento y sus facciones adoptaron una expresión soñadora. La excitante era de la virilidad y la individualidad, cuando los hombres eran hombres…

Fue entonces cuando, sumido en la belleza de su investigación, oyó aquellos sonidos inexplicables. Provenían del centro de la exposición, de su complejo interior, cuidadosamente regulado.

Había alguien en su exposición.

Volvió a oír ruidos procedentes del fondo. Algo o alguien había burlado la barrera de seguridad dispuesta para mantener al público alejado. Miller cerró el reproductor y se levantó poco a poco. Se dirigió con sigilo hacia la exposición, temblando de pies a cabeza. Eliminó la barrera y trepó al pavimento de hormigón. Algunos visitantes parpadearon cuando el hombrecillo vestido de manera extraña se deslizó entre las réplicas auténticas del siglo XX que componían la exposición y desapareció entre ellas.

Miller, con la respiración agitada, avanzó hacia un sendero de grava muy cuidado. Tal vez se trataba de otro teórico, un lameculos de la Junta, que buscaba algo para desacreditarle. Una inexactitud aquí, un error sin importancia allí. Su frente se perló de sudor: la ira se convirtió en terror. Un macizo de flores a su derecha. Rosas Paul Scarlet y pensamientos poco crecidos. Después, el césped verde y húmedo. El reluciente garaje blanco, con la puerta subida a medias.

La pulida parte posterior de un Buick de 1954… y la casa.

Tenía que ir con cuidado. Si era alguien de la Junta, se enfrentaría a la jerarquía oficial. Quizá era un pez gordo. Quizá se trataba de Edwin Carnap, presidente de la Junta, la máxima autoridad de la rama neoyorkina del Directorio Mundial. Miller, tembloroso, subió los tres peldaños de cemento. Llegó al porche de la casa del siglo XX que constituía el centro de la exposición.

Era una bonita casa; si hubiera vivido en aquella época, le habría gustado tener una igual. Tres dormitorios, una casita que imitaba el estilo de los ranchos californianos. Abrió la puerta principal y entró en la sala de estar. El hogar en un extremo. Alfombras color vino. Sofá y butaca modernos. Mesita de café de madera dura con superficie de cristal. Ceniceros de cobre. Encendedor y revistero. Lámparas de pie relucientes, de plástico y acero. Una librería. Televisor. Ventana panorámica con vistas al jardín. Atravesó la sala y salió al pasillo.

La casa estaba sorprendentemente completa. Bajo sus pies, el reactor del piso proyectaba una leve aura de calor. Echó un vistazo al primer dormitorio. Un tocador de señora. Cubrecama de seda. Sábanas blancas almidonadas. Pesadas cortinas. Un tocador. Frascos y tarros. Un enorme espejo redondo. Ropas invisibles en el interior del ropero. Una bata tirada sobre el respaldo de una silla. Zapatillas. Medias de nylon cuidadosamente colocadas al pie de la cama.

Miller continuó por el pasillo y se asomó a la siguiente habitación. Papel pintado de alegres colores: payasos, elefantes y acróbatas. El dormitorio de los niños. Dos camitas para dos chicos. Aviones a escala. Una cómoda sobre la que descansaba una radio, un par de peines, libros de texto, banderines, una señal de «Prohibido aparcar», fotos pegadas en el espejo. Un álbum de sellos.

Tampoco había nadie.

Miller examinó el moderno cuarto de baño, y también la ducha de azulejos amarillos. Atravesó el comedor, echó un vistazo al sótano, donde estaban la lavadora y la secadora. Después, abrió la puerta de atrás y examinó el patio trasero. Césped y el incinerador. Un par de árboles pequeños y, como fondo, la proyección en tres dimensiones de otras casas que se extendían hasta unas colinas azules increíblemente convincentes. Pero tampoco vio a nadie. El patio estaba vacío, desierto. Cerró la puerta y volvió sobre sus pasos.

Oyó risas en la cocina.

Una carcajada de mujer. Tintineo de cucharas y platos. Y olores. Tardó un momento en identificarlos, aunque era un erudito. Beicon y café. Y pastelillos calientes. Alguien estaba desayunando. Un desayuno del siglo XX.

Continuó pasillo adelante, pasó frente a un dormitorio masculino, en el que había zapatos y ropa tirada de cualquier manera, y se detuvo en la entrada de la cocina.

Una atractiva mujer cercana a la cuarentena y dos adolescentes estaban sentados alrededor de la pequeña mesa de plástico y cromo. Habían terminado de desayunar; los muchachos se movían impacientes. El sol que se filtraba por la ventana bañaba el fregadero. El reloj eléctrico señalaba las ocho y media. La radio canturreaba en un rincón. Una enorme cafetera descansaba en el centro de la mesa, rodeada de platos vacíos, vasos de leche y cubiertos.

La mujer vestía una blusa blanca y falda de tweed a cuadros. Ambos muchachos llevaban tejanos descoloridos, camisetas y zapatillas de tenis. Aún no habían reparado en su presencia. Miller estaba petrificado en la puerta, absorbiendo el sonido de las risas y la conversación.

—Tendréis que pedir permiso a vuestro padre —estaba diciendo la mujer, con burlona gravedad—. Esperad a que vuelva.

—Ya nos lo dio —protestó uno de los chicos.

—Bueno, pues pedídselo otra vez.

—Por la mañana siempre está de mal humor.

—Hoy no. Ha dormido bien. La fiebre del heno no le ha molestado. El nuevo medicamento ha dado resultado. —Echó un vistazo al reloj—. Ve a ver qué está haciendo, Don. Llegará tarde al

trabajo.

—Estaba buscando el periódico. —Uno de los muchachos tiró la silla hacia atrás y se levantó—. Ha vuelto a caer entre las flores.

Se volvió hacia la puerta y Miller se encontró cara a cara con él. Tuvo la impresión de que el chico le resultaba familiar. Muy familiar, como alguien a quien conociera, pero más joven. Se preparaba para la inminente escena cuando el chico se detuvo con brusquedad.

—Caray, me has asustado —dijo el muchacho.

La mujer lanzó una rápida mirada a Miller.

—¿Qué estabas haciendo, George? —preguntó—. Ven a terminar tu café.

Miller entró poco a poco en la cocina. La mujer estaba terminando su café; los dos chicos se habían levantado y empezaban a asediarle.

—¿A que dijiste que podía ir de acampada este fin de semana a Russian River con el grupo del colegio? —preguntó Don—. Dijiste que pidiera prestado un saco de dormir en el gimnasio, porque el que tenía lo diste al Ejército de Salvación, ya que eres alérgico al capoc que llevaba.

—Sí —murmuró Miller, vacilante.

Don. Era el nombre del muchacho. Y su hermano, Ted. ¿Cómo lo sabía? La mujer se había levantado también y apilaba los platos sucios para llevarlos al fregadero.

—Han dicho que se lo habías prometido —dijo sin volverse. Los platos tintinearon en el fregadero y procedió a derramar sobre ellos escamas de jabón—. Me he acordado de aquella vez en que querían conducir el coche y, por la forma en que lo dijeron, daba la impresión de que les habías dado permiso, pero no era así, por supuesto.

Miller se dejó caer en una silla. Jugueteó con su pipa. La depositó en el cenicero de cobre y examinó el puño de la chaqueta. ¿Qué estaba pasando? La cabeza le daba vueltas. Se puso en pie de repente y corrió hacia la ventana abierta sobre el fregadero.

Casas, calles. Las colinas lejanas. Gente. El telón de fondo tridimensional proyectado era muy convincente. ¿Qué estaba pasando?

—George, ¿qué ocurre? —preguntó Marjorie mientras se ataba alrededor de la cintura un delantal rosa de plástico y llenaba el fregadero de agua caliente—. Será mejor que saques el coche y vayas a trabajar. ¿No decías anoche que el viejo Davidson se queja de que los empleados llegan tarde y se quedan charlando junto a la fuente de agua, desperdiciando el tiempo de la empresa?

Davidson. La palabra agitó la mente de Miller. Lo sabía, claro. Una diáfana imagen apareció ante él: un hombre alto, de cabello cano, delgado y sereno. Chaleco y reloj de cadena. Y el despacho, Suministros Electrónicos Unidos. El edificio de doce plantas situado en el centro de San Francisco. El quiosco de periódicos y tabaco en el vestíbulo. Los sempiternos bocinazos de los coches. Los aparcamientos abarrotados. El ascensor, lleno de secretarias de ojos alegres, jerséis ceñidos, y perfumadas.

Salió de la cocina, caminó por el pasillo, dejó atrás su dormitorio, el de su mujer, y entró en la sala de estar. La puerta principal estaba abierta y salió al porche.

El aire era frío, agradable. Una luminosa mañana de abril. El césped aún estaba mojado. Los coches avanzaban por la calle Virginia hacia la avenida Shattuck. El tráfico matutino, gente camino del trabajo. Al otro lado de la calle, Earl Kelly agitó su Oakland Tribune mientras corría hacia la parada del autobús.

A lo lejos, Miller distinguió el puente de la Bahía, la isla Yerba Buena y la isla del Tesoro. Más allá comenzaba San Francisco. Al cabo de pocos minutos atravesaría el puente en su Buick, camino del despacho, junto con otros miles de ejecutivos, vestidos con trajes azules a rayas.

Ted salió al porche.

—Entonces, ¿nos das permiso? ¿Podemos ir de acampada?

Miller se humedeció los labios resecos.

—Ted, escúchame. Pasa algo raro.

—¿Cómo qué?

—No lo sé. —Miller deambuló por el porche, nervioso—. Hoy es viernes, ¿verdad?

—Claro.

—Me lo figuraba.

¿Cómo sabía que era viernes? ¿Cómo sabía lo demás? Pues claro que era viernes. Una semana larga y dura, el aliento de Davidson bañándole la nuca. Sobre todo el miércoles, cuando el pedido de la General Electric se había retrasado por culpa de una huelga.

—Voy a hacerte una pregunta —dijo Miller a su hijo—. ¿Esta mañana he salido de la cocina para ir a recoger el periódico?

Ted asintió.

—Sí. ¿Y qué?

—Me he levantado y he salido de la habitación. ¿Cuánto tiempo he estado ausente? No mucho, ¿verdad? —Buscó las palabras precisas, pero su mente era un laberinto de pensamientos inconexos—. Estaba sentado a la mesa con todos vosotros, me he levantado y he ido a buscar el periódico. ¿Correcto? Y luego volví. ¿Correcto? —Su voz adquirió un tono de desesperación—. Por la mañana, me he levantado y me he afeitado. He tomado el desayuno. Pastelillos calientes y café. Beicon. ¿Correcto?

—Correcto —aprobó Ted—. ¿Y?

—Como cada día.

—Solo comemos pastelillos calientes los viernes.

Miller cabeceó lentamente.

—Exacto. Pastelillos calientes los viernes. Porque tu tío Frank come con nosotros los sábados y domingos y no puede soportar los pastelillos calientes, de modo que dejamos de hacerlos los fines de semana. Frank es el hermano de Marjorie. Estuvo con los marines en

primera guerra mundial. Fue cabo.

—Adiós —dijo Ted, cuando Don salió—. Hasta la noche.

Los muchachos, cargados con sus libros de texto, se encaminaron hacia la moderna escuela secundaria situada en el centro de Berkeley.

Miller volvió a entrar en la casa y buscó de manera automática su maletín en el ropero. ¿Dónde estaba? Lo necesitaba, maldita sea. Guardaba en él la cuenta Throckmorton. Davidson exigiría su cabeza a gritos si se la dejaba en algún sitio, como en la cafetería True Blue, aquella vez que todos fueron a celebrar el triunfo de los Yankees en la liga. ¿Dónde diablos estaba?

Se enderezó poco a poco, a medida que recuperaba la memoria. Por supuesto. Lo había dejado junto a su escritorio, después de sacar las cintas de investigación, mientras Fleming le hablaba. En la Oficina de Historia.

Se reunió con su mujer en la cocina.

—Escucha —dijo con voz hueca—. Marjorie, creo que no voy a ir al despacho.

Marjorie se volvió en redondo, alarmada.

—George, ¿algo va mal?

—Estoy… muy confuso.

—¿Te ha vuelto a dar la fiebre del heno?

—No. Mi cabeza. ¿Cuál es el nombre de aquel psiquiatra de la ATP que trató al hijo de la señora Bentley cuando tuvo el ataque? —Rebuscó en su desorganizada mente—. Grunberg, creo. Del edificio Médico-Dental. —Caminó hacia la puerta—. Voy a verle. Algo va mal, muy mal. Y no sé lo que es.

Adam Grunberg era un hombre grande y corpulento, casi cincuentón, de cabello castaño rizado y gafas de montura metálica. Cuando Miller terminó, Grunberg carraspeó, se frotó la manga de su traje Brooks Bros y preguntó con aire pensativo:

—¿Ocurrió algo cuando salió a buscar el periódico? ¿Algún accidente? Debería repasar esa parte con todo detalle. Se levantó de la mesa, salió al porche y empezó a buscar entre los arbustos. Y después, ¿qué?

Miller se acarició la frente.

—No lo sé. Todo es muy confuso. No recuerdo que buscara el periódico. Recuerdo que regresé a casa. A partir de ese momento, todo está claro. Pero lo anterior se mezcla con la Oficina de Historia y mi discusión con Fleming.

—Repita lo sucedido con su maletín.

—Fleming dijo que parecía un reptil del Jurásico aplastado y yo le respondí…

—No, me refiero a eso de que lo buscó en el armario y no lo encontró.

—Miré en el armario y no estaba, desde luego. Lo dejé junto a mi escritorio, en la Oficina de Historia, en el nivel del Siglo XX. Al lado de mi exposición. —Una extraña expresión cruzó el rostro de Miller—. Santo Dios, Grunberg. ¿Se da cuenta de que tal vez esto no sea más que una exposición? Usted y todos los demás… Puede que usted no sea real, sino una simple pieza de la exposición.

—Lo cual sería muy desagradable para todos, ¿verdad? —dijo Grunberg, con una leve sonrisa.

—La gente está muy segura de que sus sueños son reales, hasta que despierta —replicó Miller.

—Por lo tanto, usted está soñando conmigo —rio Grunberg—. Supongo que debería darle las gracias.

—No estoy aquí porque usted me caiga especialmente bien, sino porque no puedo soportar a Fleming ni la Oficina de Historia.

—Este Fleming —protestó Grunberg—. ¿Es consciente de haber pensado en él antes de salir a buscar el periódico?

Miller se levantó y empezó a pasear por el lujoso consultorio, entre las butacas forradas de piel y el enorme escritorio de caoba.

—Quiero hacer frente a la situación. Soy un objeto de la exposición. Una réplica artificial del pasado. Fleming dijo que me pasaría algo por el estilo.

—Siéntese, señor Miller —dijo Grunberg, con voz suave pero autoritaria. Siguió hablando cuando su visitante obedeció—. Entiendo lo que dice. Tiene la sensación de que todo cuanto le rodea es irreal. Una especie de escenario.

—Una exposición.

—Sí, una exposición de un museo.

—De la Oficina de Historia de Nueva York. Nivel R, el nivel del Siglo XX.

—Y, además de esta sensación general de… insustancialidad, existen recuerdos específicos proyectados de personas y lugares ajenos a este mundo, otro plano que contiene a este; la realidad, podríamos decir, en la que este mundo no es más que una sombra.

—Este mundo no me parece una mera sombra. —Miller golpeó con violencia el brazo de su butaca—. Este mundo es completamente real. Eso es lo extraño. Entré para investigar unos ruidos y ahora no puedo salir. Dios Santo, ¿tendré que vagar por esta réplica el resto de

mi vida?

—Debe saber que su sensación es común a casi todos los seres humanos, sobre todo en períodos de gran tensión. A propósito, ¿dónde estaba el periódico? ¿Consiguió encontrarlo?

—En lo que a mí concierne…

—¿Le supone una causa de irritación? Veo que reacciona con violencia a la sola mención del periódico.

Miller negó con la cabeza, agotado.

—Olvídelo.

—Sí, una fruslería. El repartidor tira descuidadamente el diario, que va a parar entre los arbustos, no al porche. Usted se irrita. Sucede una y otra vez. Nada más empezar el día, antes de ir a trabajar. Al parecer, simboliza a pequeña escala las frustraciones de su trabajo. De toda su vida.

—Personalmente, me importa una mierda el periódico. —Miller consultó su reloj—. Me voy. Son casi las doce. El viejo Davidson pedirá mi cabeza a gritos si no estoy en el despacho a las… —Se interrumpió—. Otra vez.

—Otra vez ¿qué?

—¡Todo esto! —Miller señaló la ventana—. Este lugar. Este maldito mundo. Esta exposición.

—Se me ocurre una idea —dijo el doctor Grunberg—. Se la explicaré, a ver qué le parece. Rechácela sin ambages si no le gusta. —Levantó sus ojos astutos y profesionales—. ¿Ha visto alguna vez a niños jugando con cohetes espaciales?

—Señor —respondió Miller—, he visto cargueros espaciales comerciales que transportaban mercancías entre la Tierra y Júpiter, y aterrizaban en el espaciopuerto de La Guardia.

Grunberg sonrió.

—Escúcheme con atención. Una pregunta: ¿el trabajo le agobia?

—¿Qué quiere decir?

—Sería estupendo vivir en el mundo del futuro. Los robots y los cohetes se encargarían de hacer todo el trabajo. Usted podría repantigarse en un sillón y descansar. Sin preocupaciones, cansancios ni frustraciones.

—Mi cargo en la Oficina de Historia comporta muchas preocupaciones y frustraciones. —Miller se levantó con brusquedad —. Escuche, Grunberg, o esto es una exposición en el nivel R de la

Oficina de Historia, o yo soy un ejecutivo de clase media que se inventa una fantasía como válvula de escape. En este momento, soy incapaz de decidir. En un momento dado pienso que esto es real, y al siguiente…

—Podemos averiguarlo con suma facilidad.

—¿Cómo?

—Usted buscaba el periódico. Siguió el camino particular y penetró en el jardín. ¿Dónde estaba? ¿En el camino, en el porche? Trate de recordar.

—No hace falta. Estaba en el pavimento. Había saltado por encima de la barandilla y dejado atrás las barreras de seguridad.

—En el pavimento. Regrese a ese punto. Localice el lugar exacto.

—¿Por qué?

—Para demostrarse a usted mismo que no hay nada al otro lado.

Miller respiró hondo.

—¿Y si lo hay?

—Es imposible. Usted mismo lo ha dicho: solo uno de los mundos puede ser real. Este mundo es real. —Grunberg descargó su puño sobre el macizo escritorio de caoba—. Ergo no encontrará nada al otro lado.

—Sí —dijo Miller, tras un momento de silencio. Una peculiar expresión se pintó en su rostro—. Ha descubierto el error.

—¿Qué error? —preguntó Grunberg, estupefacto—. ¿Qué…?

Miller se encaminó hacia la puerta del despacho.

—Empiezo a comprenderlo. Estaba planteando una pregunta equivocada, al intentar decidir qué mundo era el real. —Dirigió una sonrisa desprovista de humor al doctor Grunberg—. Ambos son reales, por supuesto.

Cogió un taxi y volvió a casa. No había nadie. Los chicos estaban en el colegio y Marjorie había ido de compras al centro. Esperó hasta asegurarse de que nadie miraba desde la calle y bajó por el camino particular hacia el pavimento.

Encontró el lugar sin la menor dificultad. Distinguió un leve brillo en el aire, justo al borde del aparcamiento. A través de él vio formas confusas.

Tenía razón. Ahí estaba, completo y real. Tan real como el pavimento que pisaba.

Los bordes del círculo cortaban una larga barra metálica. La reconoció: era la barandilla de seguridad que había saltado para entrar en la exposición. Al otro lado se encontraba el sistema de barreras de seguridad. Desconectado, por supuesto. Y más allá, el resto del nivel y los muros más alejados del edificio de Historia.

Avanzó con cautela y se internó en la niebla. Brillaba a su alrededor, brumosa y oblicua. Las formas adquirieron una mayor definición. Una figura móvil ataviada con una túnica azul oscuro. Un curioso que examinaba las piezas exhibidas. La figura prosiguió su camino y se desvaneció. Vio su escritorio. El reproductor de cintas y las herramientas de trabajo. Junto al escritorio estaba su maletín, exactamente donde lo había dejado.

Mientras sopesaba la posibilidad de pasar por encima de la barandilla y coger el maletín, apareció Fleming.

Un sexto sentido aconsejó a Miller retroceder hacia la neblina. Tal vez se debió a la expresión de Fleming. En cualquier caso, Miller se encontró de nuevo sobre el pavimento, antes de que Fleming se detuviera junto a la grieta, el rostro congestionado, los labios retorcidos en una mueca de indignación.

—Miller, salga de ahí —dijo con voz estrangulada.

Miller soltó una carcajada.

—Sea buen chico, Fleming. Tíreme el maletín. Es esa cosa de aspecto extraño que hay junto a mi escritorio. Se la he enseñado antes, ¿recuerda?

—¡Deje de decir tonterías y escúcheme! Se lo digo muy en serio. Carnap lo sabe. Me he visto en la obligación de informarle.

—Bien por usted. El leal burócrata.

Miller se encogió para encender su pipa. Inhaló y expulsó una gran bocanada de humo gris por la grieta. Fleming tosió y retrocedió.

—¿Qué es eso?

—Tabaco. Una de las cosas que hay aquí. Una sustancia muy común en el siglo XX. Usted no sabe nada de él. Su período es el siglo II antes de Cristo. El mundo heleno. No sé si le gustará mucho. Las instalaciones sanitarias eran deficientes, y la esperanza de vida, corta.

—¿De qué está hablando?

—En comparación, la esperanza de vida de mi período es muy alta. Tendría que ver sus cuartos de baño. Azulejos amarillos. Y ducha. No tenemos nada parecido en los aposentos de ocio de la Oficina.

—En otras palabras —gruñó Fleming—, piensa quedarse ahí.

—Es un lugar agradable —reconoció Miller—. Mi posición es superior a la media, por supuesto. Se la voy a describir. Tengo una mujer muy atractiva. El matrimonio está permitido en esta era, incluso santificado. Tengo dos hijos estupendos, ambos varones, que irán a Russian River este fin de semana. Viven conmigo y con mi mujer; se hallan bajo nuestra custodia absoluta. El Estado carece de poder a ese respecto. Tengo un Buick nuevo y…

—Ilusiones —barbotó Fleming—. Fantasías psicóticas.

—¿Está seguro?

—¡Maldito idiota! Siempre supe que su ego era demasiado regresivo para enfrentarse a la realidad. Usted y sus retrocesos anacrónicos. A veces me avergüenzo de ser un teórico. Ojalá me hubiera dedicado a la ingeniería. —Fleming torció los labios—. Usted está loco. Se encuentra en medio de una exposición artificial, que pertenece a la Oficina de Historia, un amasijo de plástico, cables y postes. La réplica de una época pretérita. Una imitación. Y prefiere vivir ahí antes que en el mundo real.

—Muy extraño —dijo Miller en tono pensativo—. Tengo la impresión de haber oído algo muy parecido hace poco. ¿Conoce por casualidad a un tal doctor Grunberg? Es psiquiatra.

El director Carnap llegó sin previo aviso con su cohorte de ayudantes y expertos. Fleming se apresuró a retroceder unos pasos. Miller se encontró frente a frente con una de las figuras más poderosas del siglo XXII. Sonrió y extendió la mano.

—Maldito imbécil —masculló Carnap—. Salga antes de que le saquemos a rastras. Si nos obliga, está acabado. Ya sabe lo que se hace con los psicóticos avanzados. Significará la eutanasia para usted. Le doy la última oportunidad de abandonar esa exposición falsa…

—Lo siento —dijo Miller—, pero no es una exposición.

El rotundo rostro de Carnap expresó una repentina sorpresa. Durante un instante, su pose desapareció.

—Aún se empeña en sostener…

—Esto es una puerta temporal —dijo Miller con serenidad—. No puede sacarme, Carnap. No puede alcanzarme. Estoy en el pasado. Doscientos años de distancia. He viajado a un continuo existencial anterior. Encontré un puente y escapé de su continuo. Y no hay nada que pueda hacer al respecto.

Carnap y sus expertos se sumieron en una veloz conferencia técnica. Miller aguardó con paciencia. Tenía mucho tiempo; había decidido que no aparecería por el despacho hasta el lunes.

Al cabo de un rato, Carnap volvió a aproximarse a la grieta, con cuidado de no pasar por encima de la barandilla.

—Una teoría interesante, Miller. Eso es lo más extraño de los psicóticos: racionalizan sus fantasías y las integran en un sistema lógico. A priori, su concepto es convincente, consistente, pero…

—Pero ¿qué?

—Pero no es verdadero. —Carnap había recuperado su confianza; daba la impresión de que el diálogo le satisfacía—. Usted piensa que ha vuelto al pasado. Sí, la exposición es muy precisa. Su trabajo siempre ha sido excelente. Ninguna otra exposición iguala la autenticidad de los detalles.

—Intento hacer mi trabajo lo mejor posible —murmuró Miller.

—Usted llevaba prendas arcaicas y se expresaba con términos arcaicos. Hizo todo lo posible por proyectarse hacia el pasado. Se dedicó en cuerpo y alma a su trabajo. —Carnap dio unos golpecitos con el dedo sobre la barandilla—. Sería una pena, Miller. Sería una terrible pena destruir una réplica tan auténtica.

—Entiendo lo que quiere decir —respondió Miller, al cabo de unos instantes—. Estoy de acuerdo con usted, desde luego. Me siento muy orgulloso de mi trabajo. Detestaría verlo destruido, pero no le servirá de nada. Solo conseguirá cerrar esta puerta temporal.

—¿Está seguro?

—Por supuesto. Esta exposición es un simple puente, un vínculo con el pasado. Atravesé la exposición, pero ya no estoy en ella. He trascendido la exposición. —Sonrió con los labios apretados—. Su destrucción no me afectará, pero aísleme de su mundo, si así lo desea. No tengo la menor intención de regresar. Ojalá pudiera ver este lado, Carnap. Es un bonito lugar. Libertad, oportunidades. Gobierno limitado, responsable ante el pueblo. Si no le gusta su trabajo, lo deja. Aquí no hay eutanasia. Pase, le presentaré a mi mujer.

—Le atraparemos —dijo Carnap—, y también a sus invenciones psicóticas.

—Dudo que alguna de esas «invenciones psicóticas» esté preocupada. Grunberg no lo estaba. No creo que Marjorie esté…

—Ya hemos iniciado los preparativos de demolición —explicó

Carnap con calma—. No lo haremos de golpe, sino pieza por pieza. Así tendrá la oportunidad de apreciar nuestro método científico y… artístico de volar en pedazos su mundo imaginario.

—Pierde el tiempo —dijo Miller.

Se volvió, bajó por el pavimento, se internó por el sendero de grava y llegó al porche.

Se acomodó en la butaca de la sala de estar y conectó el televisor. Después, entró en la cocina y sacó de la nevera una lata de cerveza bien fría. Regresó a la confortable sala de estar.

Mientras se sentaba ante el televisor, reparó en algo enrollado sobre la mesita de café.

Sonrió con ironía. Era el periódico de la mañana, que había buscado con tanto ahínco. Marjorie lo había entrado junto con la leche, como de costumbre. Y se había olvidado de decírselo, por supuesto. Bostezó, satisfecho, y lo cogió. Lo desdobló y leyó los grandes titulares en letra negra:

RUSIA DESCUBRE LA BOMBA DE COBALTO,

CAPAZ DE DESTRUIR EL MUNDO ENTERO

Novela Corta, Thomas M. Disch

El valiente tostadorcito (Cuento para dormir a los pequeños aparatos electrodomésticos) – Thomas M. Disch

Cuando el acondicionador de aire fue a vivir a la cabaña de veraneo, era ya un trasto jadeante y gimoteante y viejo e inservible y pasado de moda. Los otros aparatos electrodomésticos se sintieron tristes y preocupados, pero cuando finalmente dejó de funcionar por completo sintieron también un claro alivio. En todo aquel tiempo nunca se habían sentido amistosos con él… realmente nunca.
Había cinco aparatos electrodomésticos en la cabaña. El aspirador, siendo el más viejo y además de un tipo sólido y en el que se podía confiar (era un Hoover), era su jefe, en la medida en que puede decirse que tuvieran uno. Luego había una radio/reloj despertador de plástico blanco (AM tan solo), una alegre esterilla eléctrica de color amarillo, y una lámpara extensible que procedía de una subasta de un monte de piedad y que debido a ello especulaba, a altas horas de la noche, acerca de si aquello la hacía mejor o peor que los demás electrodomésticos comprados normalmente en una tienda. Finalmente estaba el tostador, un pequeño y brillante Sunbeam. Era el miembro más joven del pequeño clan, y el único que había vivido toda su vida allí en la cabaña, puesto que los otros cuatro habían sido traídos por su amo de la ciudad hacía años y años y años.
Era una cabaña acogedora… más bien fría en el invierno, por supuesto, pero a los aparatos electrodomésticos esto no les importaba. Estaba situada en el borde septentrional de un inmenso bosque, a kilómetros de distancia del más próximo vecino y tan lejos de la más cercana carretera que no se oía nada, ni de día ni de noche, excepto el peculiar ulular y los ruidos propios del bosque y los tranquilizadores sonidos de la propia cabaña… el crujir de las vigas de madera o el tabalear de las gotas de lluvia en las ventanas. Se habían criado en aquel medio campestre, y amaban tiernamente la pequeña cabaña. Aunque se les hubiera ofrecido la posibilidad, lo cual no era el caso, no hubieran deseado ser llevados de vuelta a la ciudad cada año en el Día del Trabajador, cosa que sí hubieran aceptado otros aparatos eléctricos tales como la batidora y el televisor y el dispositivo eléctrico de la cisterna del water. Ellos estaban dedicados a su amo (era algo propio de su naturaleza de electrodomésticos), pero el vivir tanto tiempo en los bosques los había transformado de una forma sutil e indefinible que hacía que cualquier otra forma de vida alternativa les resultara casi impensable.
El tostador era un caso especial. Había venido directamente a la cabaña desde una casa de ventas por correspondencia, lo cual hacía que se sintiera un poco más curioso que los otros cuatro acerca de la vida urbana. A menudo, cuando estaba solo, se preguntaba qué tipo de tostador tendría su amo en su apartamento de la ciudad, y su opinión particular era que, fuera cual fuese la marca de aquel otro tostador, no era posible que hiciera unas tostadas más perfectas que las suyas. No demasiado tostadas, no demasiado poco hechas, ¡siempre crujientes y del mismo color uniformemente dorado! Sin embargo, nunca hablaba de esto en presencia de los demás, puesto que todos ellos se sentían sujetos a períodos de mórbidas dudas acerca de su auténtica utilidad. El viejo Hoover maldecía a veces durante horas y horas a las nuevas generaciones de aspiradores, con sus chasis ligeros, sus largos y culebreantes tubos flexibles, y sus depósitos para el polvo desechables. La radio lamentaba que no pudiera captar la FM. La esterilla sentía la necesidad de un lavado en seco, y la lámpara no podía dejar de mirar una simple bombilla de 100 vatios sin una punta de envidia.
Pero el tostador estaba muy satisfecho de sí mismo, gracias. Aunque sabía por las revistas que había tostadores que podían tostar cuatro rebanadas a la vez, no creía que su dueño, que vivía solo y parecía tener pocos amigos, pudiera llegar a desear un tostador de tan desmesuradas proporciones. Con las tostadas, lo que importa es la calidad, no la cantidad: este era el credo del tostador.
Viviendo en una cabaña tan confortable, rodeados por el extraño y hermoso bosque, uno podría pensar que los aparatos electrodomésticos no tendrían ninguna queja ni nada de que preocuparse. Bien, ese no era el caso. Todos estaban muy desesperados y nerviosos y se sentían desamparados y no sabían qué hacer… porque les habían abandonado.
—Y lo peor de todo —dijo la radio— es no saber por qué.
—Lo peor de todo —admitió la lámpara extensible— es ser dejados de esta forma en la oscuridad. Sin ninguna explicación. Sin saber qué puede haberle ocurrido al amo.

—Dos años —suspiró la esterilla, que antes era tan alegre y ocurrente y ahora se mostraba tan melancólica.
—Más bien casi dos años y medio —señaló la radio. Puesto que además de radio era reloj, tenía un sentido muy exacto del tiempo que pasaba—. El amo se fue el 25 de setiembre de 1973. Hoy estamos a 8 de marzo de 1976. Esto hace dos años, cinco meses y trece días.
—¿Supones —dijo el tostador, expresando en voz alta el secreto temor que ninguno de ellos se había atrevido a decir claramente antes— que él sabía, cuando se fue, que no iba a volver? ¿Que sabía que estaba abandonándonos… y tenía miedo de decirlo? ¿Es eso posible?
—No —declaró el viejo y fiel Hoover—. ¡No es cierto! Estoy casi convencido de que nuestro amo no hubiera abandonado una cabaña llena de aparatos electrodomésticos en perfecto estado de funcionamiento dejándolos para que se… ¡se oxidaran!
La esterilla, la lámpara y la radio se apresuraron a mostrar su acuerdo de que su amo nunca se hubiera mostrado tan negligente con ellos. Algo debía haberle ocurrido… un accidente, una emergencia.
—En este caso —dijo el tostador—, simplemente debemos ser pacientes y actuar como si nada fuera de lo normal hubiera ocurrido. Estoy seguro de que esto es lo que el amo espera de nosotros.
Y eso fue lo que hicieron. Cada día, a lo largo de aquella primavera y verano, se atuvieron a sus tareas específicas. La radio/despertador se conectaba cada mañana a las siete y media en punto, y mientras dejaba oír su música pegadiza el tostador (aunque le faltaba lamentablemente el pan) pretendía hacer dos crujientes tostadas. O, si el día parecía ser especial en algún sentido, tostaba unas rebanadas de brioche o de pastel. Fuera cual fuese el tipo de brioche empleado, había que cortarlo a rodajas muy exactas en grosor a fin de que encajaran sin problemas en las ranuras. De otro modo, cuando estaban tostadas, no saltaban con la bastante facilidad. El brioche era mejor tostarlo generalmente en la parrilla. Pero no había parrilla en la cabaña, nada excepto una vieja cocina de gas, de modo que el tostador hacía lo mejor que podía. En cualquier caso, los brioches imaginarios tienen pocas posibilidades de atorarse.
Esta era la agenda de la mañana. Por la tarde, los martes y los viernes, el viejo Hoover iba y venía por toda la cabaña aspirando la más pequeña suciedad y la menor mota de polvo. Eso representaba en realidad poco trabajo, ya que la cabaña era más bien pequeña, y estaba muy bien cerrada, de modo que el polvo y la suciedad no tenían muchas oportunidades de penetrar, excepto los días en que el propio aspirador salía fuera para vaciar en el lindero del bosque el escaso polvo que había acumulado en su bolsa.
Al atardecer, la lámpara extensible movía su interruptor a la posición ENCENDIDO, y los cinco aparatos se instalaban en la zona de la cocina de la única habitación de la planta baja, hablando o escuchando las noticias del día o simplemente mirando por las ventanas hacia la triste soledad del bosque. Luego, cuando era la hora de que los demás aparatos se desconectaran, la esterilla subía las escaleras hasta el pequeño dormitorio donde, puesto que las noches eran normalmente frescas, incluso en pleno verano, desprendía durante toda la noche un agradable calor. ¡Cómo hubiera apreciado el amo la esterilla en esas frescas noches! ¡Qué acogedoramente se hubiera acurrucado bajo su suave relleno de lana amarilla que protegía sus resistencias! Si tan solo hubiera estado allí.
Finalmente, un bochornoso día a finales de julio, cuando las satisfacciones de su dedicada y bien ordenada vida empezaba ya a dejarles insatisfechos, el tostador habló de nuevo.
—No podemos seguir así —declaró—. No es natural que los aparatos electrodomésticos vivan solos. Necesitamos gente a quien cuidar, y necesitamos gente que cuide de nosotros. Pronto, uno tras otro, vamos a estropearnos, como el pobre acondicionador de aire. Y nadie nos reparará, porque nadie sabrá lo que ha ocurrido.
—Me atrevería a decir que todos nosotros somos mucho más resistentes que cualquier acondicionador de aire —dijo la esterilla, intentando mostrarse valiente. (Hay que decir también que la esterilla nunca había demostrado excesivas inclinaciones hacia el acondicionador de aire o cualquier otro aparato cuya función fuera hacer que las cosas se enfriaran).
—Eso está muy bien para ti —rezongó la lámpara extensible—. Tú puedes funcionar durante años, supongo, ¿pero qué será de mí cuando mi bombilla se queme? ¿Qué será de la radio cuando se le suelte alguna conexión?
La radio lanzó un desanimado gruñido de estática.
—El tostador tiene razón —dijo el viejo Hoover—. Hay que hacer algo. Hay que hacer algo definitivo. ¿Alguno de vosotros tiene alguna sugerencia?
—Si pudiéramos telefonear al amo —dijo el tostador, pensando en voz alta—, la radio podría simplemente plantearle la cuestión. Él sabría lo que deberíamos hacer.
Pero el teléfono fue cortado hace casi tres años.
—Dos años, diez meses y tres días, para ser exactos —dijo la radio/despertador.
—De modo que no nos queda otra solución que ir al encuentro de nuestro amo por nuestros propios medios.
Los otros cuatro aparatos miraron al tostador mudos de sorpresa.
—No es la primera vez que ocurre algo así —insistió el tostador—. ¿Acaso no recordáis?… La semana pasada la radio nos contó la historia de un pequeño foxterrier que fue abandonado accidentalmente, como nosotros, en una cabaña de verano. ¿Cuál era su nombre?

—Grover —dijo la radio—. Lo oímos en el primer informativo de la mañana.
—Exacto. Y Grover halló el camino de vuelta hasta su amo, a centenares de kilómetros de distancia, hasta una ciudad en algún lugar del Canadá.
—Winnipeg, recuerdo —dijo la radio.
—Exacto. Y para conseguirlo tuvo que atravesar pantanos y montañas y enfrentarse a todo tipo de peligros, pero finalmente halló su camino. De modo que si un estúpido perro pudo hacerlo, pensad en lo que serán capaces de realizar cinco sensibles aparatos electrodomésticos, trabajando juntos.
—Los perros tienen patas —objetó la esterilla.
—Oh, no seas una esterilla mojada —respondió el tostador con aire burlón.
Hubiera debido conocerla mejor. La esterilla, que no tenía demasiado sentido del humor, y cuyos sentimientos se herían muy fácilmente, empezó a lloriquear y a quejarse de que ya era hora de que se fuera a la cama. No hubo nada que hacer a menos que el tostador le pidiera formalmente disculpas, lo cual finalmente hizo.
—Además —dijo la esterilla, algo más ablandada— los perros tienen olfato. Así es como descubren su camino.
—Sobre esto —dijo el viejo Hoover— no hay olfato que funcione mejor que el mío. —Y para demostrar sus capacidades se puso en marcha y realizó una profunda y estruendosa aspiración por toda la alfombra sobre la que estaban.
—¡Espléndido! —declaró el tostador—. El aspirador será nuestro olfato… y también nuestras patas.
El Hoover se desconectó y dijo:
—¿Perdón?
—Oh, quería decir nuestras ruedas. Estoy seguro de que todo el mundo sabe que, hoy por hoy, las ruedas son mucho más eficientes que las patas.
—¿Y qué hay con el resto de nosotros? —preguntó la esterilla—. ¿Los que no tenemos ruedas ni patas? ¿Qué es lo que vamos a hacer? Yo no puedo arrastrarme todo el camino hasta donde sea, y si lo intentara quedaría muy pronto hecha jirones.
La esterilla estaba ciertamente muy nerviosa, pero el tostador era un buen diplomático, respondiendo a todas las objeciones con un tono suave e implacablemente lógico.
—Tienes toda la razón, y la radio y yo estaríamos en un estado aún peor si intentáramos viajar una distancia tan grande por nuestros propios medios. Pero eso no es necesario. Porque vamos a pedir prestadas algunas ruedas…
La lámpara extensible se encendió:
—¡Y construiremos una especie de carruaje!
—Y conduciremos todo el camino hasta allí —dijo la radio—, cómodos y descansados. —Sonaba, en aquellos momentos, exactamente como un locutor publicitario.
—Bueno, no estoy segura —dijo la esterilla—. Creo que puedo ser capaz de hacerlo.

—La cuestión —dijo el tostador, volviéndose al Hoover— es saber si tú serás capaz de hacerlo.
El aspirador emitió desde lo más profundo de su motor un rugido de tranquila confianza.

* * *

No fue tan fácil como había supuesto el tostador hallar un juego de ruedas utilizable. Las que había pensado al principio pertenecían al cortacésped que estaba en el cobertizo, pero la tarea de sacarlas de las recias cuchillas estaba más allá de las limitadas posibilidades de los electrodomésticos. Así que, a menos que el Hoover estuviera dispuesto a cortar una franja de hierba por todas partes donde fueran, lo cual no era el caso, las robustas ruedas de caucho del cortacésped debían ser dejadas de lado. La esterilla, que estaba ahora llena de espíritu aventurero, sugirió que podía utilizarse la cama del dormitorio de arriba, puesto que iba montada sobre cuatro ruedas. Sin embargo, el peso y la dificultad de manejar la cama les hicieron desistir también. Ni siquiera en una carretera llana tendría el Hoover suficiente potencia como para tirar de tal peso… ¡y mucho menos por caminos en mal estado!
Y eso pareció terminar con el asunto. No había otras ruedas disponibles en la cabaña, a menos que uno contara con la pequeña ruedecilla afiladora del afilacuchillos. El tostador dio vueltas y más vueltas a su cerebro buscando la forma de utilizar el afilacuchillos, pero ¿qué tipo de carruaje podía construirse con una sola rueda que apenas tiene cuatro centímetros de diámetro?
Luego, un viernes, mientras el Hoover estaba haciendo su limpieza, la idea que el tostador había estado esperando llegó por fin. El Hoover, como siempre, estaba quejándose del viejo sillón de oficina con armadura metálica que había ante el escritorio del amo. Ningún golpe ni empujón había conseguido correr sus patas tubulares de los huecos que habían practicado en la alfombra. Mientras el aspirador se iba poniendo más y más nervioso, el tostador se dio cuenta de que el sillón se hubiera movido muy fácilmente… ¡si aún hubiera tenido sus ruedas originales!
Los cinco aparatos necesitaron la mayor parte de la tarde para volcar la cama del dormitorio y quitarle las ruedas. Pero no tuvieron ningún problema en ponerlas en el sillón. Entraron en las patas tubulares como si hubieran sido hechas para ellas. Los componentes intercambiables son una bendición.
Y ahí tenían su carruaje, listo para partir. El asiento acolchado era lo suficientemente amplio como para que cupieran los cuatro pasajeros, y además, debido a su altura, les ofrecía una excelente perspectiva. Pasaron el resto del día conduciéndolo alegremente arriba y abajo desde el abandonado jardín de la cabaña hasta el buzón de la entrada, a lo largo del camino enarenado. Allí, sin embargo, tuvieron que detenerse, porque el aspirador no podía ir más lejos, ni siquiera utilizando todos los alargadores que consiguieron encontrar en la cabaña.
—Si al menos —dijo la radio con un añorado suspiro— yo tuviera aún las viejas pilas…
—¿Pilas? —inquirió el tostador—. No sabía que tuvieras pilas.
—Fue antes de que tú vinieras —dijo tristemente la radio—. Cuando era nueva.
Pero mis primeras pilas se oxidaron, y el amo no se molestó en cambiarlas. ¿Para qué necesitaba otras pilas, si podía utilizar la corriente de la casa?
—No veo que utilidad podrían tener para mí tus pequeñas pilas de voltio y medio —observó irritadamente el Hoover.
La radio pareció dolida. Normalmente el Hoover nunca hubiera hecho una observación tan hiriente y poco considerada, pero las semanas de preocupación habían causado su efecto en todos ellos.
—Es nuestro problema —hizo notar el tostador, en un tono de suave reproche—, y la radio tiene razón, y tú lo sabes. Si pudiéramos encontrar una batería lo suficientemente grande, podríamos fijarla bajo el asiento del sillón y partir esta misma tarde.
—¡Si! —resopló burlonamente el Hoover, apoyándose en el condicional—. ¡Si! ¡Si!
—¡Y yo sé donde podemos encontrar una batería de las dimensiones que necesitamos! —saltó la lámpara extensible—. ¿Habéis mirado alguna vez en ese cobertizo que hay detrás de la cabaña?
—¡En el cuarto de los trastos! —dijo la esterilla con un estremecimiento de horror—. ¡Por supuesto que no! Está oscuro, y húmedo, y hay arañas por todas partes.
—Bueno, yo estuve ahí precisamente ayer, husmeando un poco, y había algo detrás del rastrillo roto y los viejos botes de pintura… una especie de caja grande, negra, Por supuesto, no era nada parecido a tus hermosos cilindros brillantes y rojos.
—La lámpara extensible giró su caperuza hacia la radio—. Pero ahora que pienso en ello, puede que fuera algún tipo de batería.
Todos los aparatos se atropellaron en dirección al cobertizo, y allá en el rincón más oscuro, como había supuesto la lámpara, estaba la batería de repuesto del viejo Volkswagen del amo. La batería estaba completamente nueva cuando había decidido cambiar el VW por un Saab amarillo, de modo que la había cambiado por una peor, y había dejado la nueva en el cobertizo y —¿acaso no ocurre siempre así?— la había olvidado allí.
Entre el viejo Hoover y el tostador sabían lo suficiente de los principios básicos de la electricidad como para ser capaces, muy rápidamente, de adaptar la batería de modo que sirviera a sus necesidades en vez de a las de un automóvil. Pero antes de que cualquiera de los pequeños aparatos electrodomésticos que podáis estar escuchando esta historia empecéis a pensar que podéis hacer lo mismo, dejadme advertiros: LA ELECTRICIDAD ES MUY PELIGROSA. ¡No juguéis nunca con las viejas baterías! ¡No introduzcáis nunca vuestras clavijas en una toma de corriente desconocida! Y si tenéis alguna duda respecto al voltaje de la corriente allá donde estáis viviendo, preguntad primero a un aparato electrodoméstico mayor.
Y así partieron en busca de su amo a la lejana ciudad donde vivía. Pronto la querida casita de la cabaña de verano se perdió de vista entre las hojas y ramas de los árboles del bosque. Se fueron adentrando más y más en las frondas. Solo unos débiles y ocasionales destellos de luz solar atravesaban el intrincado verdor que se entrelazaba sobre sus cabezas para guiarles en su camino. El sendero giraba y se retorcía hacia todos lados con una asombrosa complejidad. El mapa de carreteras que habían llevado consigo se reveló completamente inútil.
Hubiera sido mucho más sencillo, por supuesto, haber seguido directamente la carretera nacional hasta la ciudad, puesto que allí es donde desembocan siempre las grandes carreteras. Desgraciadamente, esta opción no les resultaba posible. Cinco aparatos electrodomésticos tan saludables y funcionales como ellos no hubieran dejado de llamar la atención a los seres humanos que viajaran en el mismo sentido, y es una regla que todos los aparatos electrodomésticos deben obedecer el que, cuando los seres humanos les estén observando, deben permanecer completamente inmóviles.
De modo que en una carretera muy frecuentada se hubieran visto inmovilizados la mayor parte del tiempo. Además, había una razón aún más poderosa para permanecer fuera de la carretera… el peligro de los piratas. Pero esa es una posibilidad tan horrible y aterradora que es mejor que simplemente no pensemos en ella. Además, ¿quién ha oído hablar de piratas en medio de los bosques?
El sendero giraba y se retorcía y ascendía y bajaba, y el pobre viejo Hoover empezó a sentirse muy pronto cansado. Incluso con la energía que la batería le proporcionaba, no era una tarea fácil abrirse camino en un terreno accidentado, especialmente con la carga añadida del sillón de oficina y sus cuatro pasajeros. Pero excepto por su zumbido un poco más fuerte que de costumbre, el viejo aspirador efectuaba su trabajo sin ninguna queja. ¡Qué lección para todos nosotros!
En cuanto al resto de ellos, estaban de un excelente humor. La lámpara tendía su largo cuello en todas direcciones, lanzando exclamaciones ante todo lo que veía, e incluso la esterilla olvidó pronto sus temores y se unió al espíritu general de unas vacaciones llenas de aventuras. Las resistencias del tostador se estremecían constantemente con la excitación. ¡Todo era tan extraño e interesante y tan lleno de nueva información!
—¿No es maravilloso? —exclamó la radio—. ¡Escuchad! ¿No los oís? ¡Pájaros!
—Hizo una imitación del canto que acababa de oír… que no hubiera engañado a ninguno de los auténticos pájaros que había en el bosque, pues a decir verdad sonó más como un clarinete que como un pájaro. Pese a ello, un tordo, una paloma torcaz, y varios pares de carboneros salieron de sus nidos y perchas y bajaron a escuchar, inclinando sus cabezas. Pero solo por un momento. Tras un piído o dos de educada aprobación, regresaron a sus árboles. Los pájaros son así. Se interesan por uno durante un minuto o dos, y luego regresan a sus asuntos pajariles.
La radio pretendió no sentirse ofendida, pero pronto abandonó sus imitaciones y, en vez de ello, recitó algunos de sus estribillos publicitarios preferidos, las hermosas canciones acerca de Coca-Cola y de Esso y un divertido anuncio sobre las prendas de alto estilo Barney para chicos y chicas. No hay nada que civilice un bosque tan instantáneamente como el sonido de un anuncio publicitario familiar, y pronto todos ellos se sentían mucho más confiados y alegres.
A medida que avanzaba el día, el Hoover se veía obligado a pararse a descansar con más y más frecuencia… ostensiblemente para vaciar su saco de polvo.
—¿Podéis creer —gruñó, agitando una hoja podrida extraída de su bolsa— lo sucio que está este bosque?
—Al contrario —declaró la esterilla—, es más bien agradable. El aire es tan fresco, ¡y simplemente huele esa brisa! Me siento renovada, como cuando salí por primera vez de mi caja. Oh, ¿por qué por qué por qué nunca nadie lleva esterillas eléctricas en sus picnics? ¡No es justo!
—Disfruta de las cosas mientras duren, pequeña —dijo la radio ominosamente—.
Según el último parte meteorológico, va a llover.
—¿Los árboles no nos protegerán con una especie de techo? —preguntó la lámpara—. Filtran bastante bien la luz del sol.
Ninguno de ellos conocía la respuesta a la pregunta de la lámpara, pero cuando empezó a llover, los árboles no actuaron como un techo. Todos se mojaron más o menos, y la pobre esterilla quedó completamente empapada. Afortunadamente, la tormenta no duró mucho, y el sol apareció inmediatamente después. Los mojados aparatos prosiguieron su camino por la embarrada senda que los condujo, un poco más tarde, hasta un claro entre los bosques. Allá, en aquella extensión llena de sol y flores, la esterilla pudo extenderse sobre la hierba y secarse.
Estaba empezando a anochecer, y el tostador comenzó a sentir, como nos ocurre a todos de tanto en tanto, una imperiosa necesidad de estar solo. Aunque quería mucho a sus aparatos compañeros, no estaba acostumbrado a pasar todo el día en compañía.
Deseaba aislarse unos momentos consigo mismo y rumiar sus propios pensamientos.
De modo que, sin decir nada a los otros, se dirigió al extremo más alejado de la pradera y empezó a tostar una imaginaria rebanada. Esta era la mejor forma de relajarse, cuando las cosas empezaban a abrumarle.
La imaginaria rebanada había tenido apenas tiempo de calentarse antes de que las ensoñaciones del tostador fueran interrumpidas por el más gentil de los interrogatorios.
—Encantadora flor, dime tú,
a qué género y especie perteneces.
Yo soy, como puedes ver,
tan solo una margarita,
de hojas verdes y pétalos blancos.
Tú no eres ni verde ni blanca ni azul
ni de ningún color que yo conozca.
¿En qué Edén has crecido?
¿Eres de la tierra o has bajado del cielo?
En cualquier caso, acepta mi amor.
—Oh, gracias —respondió el tostador, dirigiéndose a la margarita, que apretaba su rostro lleno de pétalos contra su brillante cromado—. Es muy amable por tu parte, pero de hecho no soy ninguna flor. Soy un tostador eléctrico.
—¡Eres una flor! No puedes engañar
al ser que aquí mismo te adora.
Deja que nuestras negras raíces se entrelacen.
¡Oh hermosa! ¡Oh semidivina!
Aquellas fervientes declaraciones azararon de tal modo al tostador que por un momento no supo qué decir. Nunca había oído a las flores hablar en su propio lenguaje, y no se daba cuenta de que eran capaces de decir las cosas más absurdas con tal de mantener la rima. Las flores, como conocen todos los botánicos, solo pueden hablar en verso. Las margaritas, siendo de las flores más sencillas, emplean generalmente una aproximación al octosílabo más vulgar, aunque especies más evolucionadas, especialmente aquellas que se desarrollan en los trópicos, pueden producir sextinas, rondós y villanelas de gran estilo.
La margarita, sin embargo, no se había dejado arrastrar tan solo por sus versos. Se había enamorado realmente del tostador… o más bien dicho de su propio reflejo en el brillante costado del tostador. Había allí una flor (el reflejo de la propia margarita) extrañamente parecida a sí misma, y sin embargo completamente distinta también.
Este tipo de paradoja ha dado base a menudo a los amores más apasionados. La margarita se estremecía sobre su tallo y agitaba sus blancos pétalos como si estuviera sometida al viento de un ciclón.
El tostador, alarmado por un comportamiento tan inmoderado, dijo que tenía que ir a reunirse con sus amigos al otro lado de la pradera.
—¡Oh, quédate, amado capullo, quédate!
Dicen que nuestras vidas solo duran un día:
Si eso es cierto, ¿cómo podré soportar
transcurrir ese breve día de cualquier modo
si no es contigo? Tú eres mi luz,
mi suelo, mi aire. Quédate aunque sea una noche
a mi lado aquí… no te pido más.
Quédate, querida florescencia, déjame adorar
esos pétalos brillantes bajo el rocío
cuando la aurora intente competir
con la belleza que crece en tus raíces…
¡Imperecedera! ¡Absoluta!
¡Oh hermosa! ¡Oh semidivina!
Une tu negra raíz con la mía.
—Bueno, realmente —dijo el tostador, en un tono de suave reprobación—, no hay motivo para tomarnos las cosas así. Apenas nos conocemos y, lo que es más, pareces estar un poco confundida sobre mi naturaleza. ¿No puedes ver que lo que llamas mi raíz es un cordón eléctrico? En cuanto a los pétalos, no puedo comprender qué es lo que pretendes, puesto que simplemente no tengo ninguno. Ahora… tengo que ir a reunirme con mis amigos, de veras, porque estamos viajando hacia el apartamento de nuestro amo, muy, muy lejos, y nunca llegaremos allí si no nos movemos.
—¡Hay de mí y del día en que te he conocido!
Tiemblo con una desesperación
como nunca antes conoció flor alguna.
Si tienes que irte, déjame implorar
un regalo de despedida, un último presente:
Sé bondadosa del mismo modo que eres rápida
y arráncame de mi suelo nativo…
Arráncame y llévame contigo allá donde vayas.
No puedo vivir aquí si no es contigo:
Que tu seno sea mi túmulo.
Sintiéndose realmente impresionado por la petición de la margarita, y viendo que la criatura estaba sorda a la razón, el tostador se apresuró hacia el otro lado de la pradera y empezó a urgir a sus amigos a que prosiguieran inmediatamente su camino.
La esterilla protestó diciendo que aún estaba un poco húmeda, el Hoover que todavía se sentía cansado, y la lámpara propuso que pasaran la noche allí en la pradera.
Y eso fue lo que hicieron. Tan pronto como se hizo oscuro la esterilla se dobló sobre sí misma formando una especie de tienda, y los otros se arrastraron dentro. La lámpara se encendió, y la radio interpretó una música agradable… pero muy suavemente, a fin de no molestar a los demás habitantes del bosque que pudieran estar durmiendo por los alrededores. Muy pronto ellos también dormían. El viajar cansa a todo el mundo.

* * *

El despertador de la radio estaba puesto como de costumbre a las siete y media, pero los aparatos estaban despiertos mucho antes de esa hora. El aspirador y la lámpara se quejaron, al levantarse, de una cierta rigidez en sus articulaciones. Sin embargo, tan pronto como estuvieron de nuevo en camino, la rigidez pareció desvanecerse.
A la luz de la mañana el bosque parecía más encantador que nunca. Las telarañas brillaban con el rocío como hilos eléctricos en miniatura entre los arbustos. Pequeñas setas brotaban de los troncos caídos, semejando hileras de congeladas bombillas. Las hojas susurraban. Los pájaros piaban.
La radio estaba convencida de haber visto a un auténtico zorro y deseaba ir tras él.
—Solo para asegurarme, ya sabéis, de que era un zorro.
La esterilla se mostró más bien alarmada ante esta sugerencia. Ya se había enganchado una o dos veces con las ramas bajas. Se preguntaba qué sería de ellos si abandonaban el sendero y se aventuraban por entre la densa maraña del bosque en sí.
—Pero piensa —insistió la radio—: ¡un zorro! Nunca tendremos otra oportunidad.
—A mí me gustaría verlo —dijo la lámpara.
También el tostador se sentía terriblemente curioso, pero podía comprender el
punto de vista de la esterilla, de modo que expresó la opinión de que debían seguir su camino.
—Porque, como todos sabéis, debemos encontrar al amo tan pronto como podamos.
Aquello era tan indiscutiblemente cierto que la radio y la lámpara se mostraron rápidamente de acuerdo, y siguieron su camino. El sol ascendió en el cielo hasta tan alto como pudo, y el sendero seguía extendiéndose ante ellos. A media tarde hubo otro chaparrón, tras el cual acamparon de nuevo. Esta vez no en una pradera, puesto que los árboles eran muy densos ahora, y los únicos espacios abiertos eran los que había bajo los árboles más grandes. De modo que en vez de solearse sobre la hierba (puesto que no había ni hierba ni sol disponibles), la esterilla se colgó, con ayuda del Hoover, de la rama más baja de un inmenso y viejo roble. En unos pocos minutos el aire la había secado.
Al anochecer, cuando la lámpara estaba ya a punto de encenderse, hubo un agitarse entre las hojas de una rama a la derecha de la otra rama en la cual colgaba alegremente la esterilla.
—¡Hola! —dijo una ardilla, asomando entre las apiñadas hojas—. Creo que tenemos visita.
—Hola —respondieron al unísono todos los aparatos.
—¡Bien, bien, bien! —la ardilla se relamió los bigotes—. ¿Qué es lo que tenéis que decir?
—¿Sobre qué? —preguntó el tostador, que no era especialmente arisco, pero que a veces se tomaba las cosas demasiado al pie de la letra, especialmente cuando estaba cansado.
La ardilla pareció desconcertada.
—Permitidme presentarme. Soy Harold. —Al pronunciar su propio nombre, el buen humor pareció regresar completamente a ella—. Y esta encantadora criatura…
Otra ardilla se dejó caer desde una rama más alta y se situó junto a Harold.
—…es Marjorie, mi esposa.
—Ahora vosotros debéis decirnos vuestros nombres —dijo Marjorie—, puesto que nosotros acabamos de deciros los nuestros.
—Me temo que nosotros no tenemos nombres —dijo el tostador—.  Comprendedlo, solo somos aparatos electrodomésticos.
—Si no tenéis nombres —preguntó Harold—, ¿cómo sabéis cuales de vosotros sois hombres y cuales mujeres?
—No somos ninguna de las dos cosas. Somos aparatos electrodomésticos. —El tostador se giró hacia el Hoover en busca de confirmación.
—Sea to que sea lo que eso signifique —dijo Marjorie bruscamente—, no puede alterar una ley universal. Todo el mundo es hombre o mujer. Los ratones lo son. Los pájaros lo son. Incluso los insectos, por lo que se dice. —Se llevó una pata a los labios y ahogó una risita—. ¿Os gusta comer insectos?
—No —dijo el tostador—. En absoluto. —Explicarles a las ardillas que los aparatos electrodomésticos no comen hubiera sido terriblemente embarazoso.
—A mí tampoco, de veras —dijo Marjorie—. Pero me encantan las avellanas. ¿No tenéis ninguna vosotros? ¿Quizá en ese viejo saco?
—No —dijo el Hoover rígidamente—. En ese viejo saco, como tú lo llamas, no hay nada excepto polvo. Casi dos kilos de polvo, calculo.
—¿Y para qué sirve, si puedo preguntarlo, guardar polvo? —preguntó Harold.
Cuando pareció que no iba a recibir ninguna respuesta, prosiguió—: Ya sé qué vamos a hacer para divertirnos un poco. Podemos contarnos chistes. Empezáis vosotros.
—No creo que yo sepa ningún chiste —dijo el Hoover.
—Oh, yo sí —dijo la radio—. Vosotras no seréis polacas, supongo.
Las ardillas agitaron negativamente las cabezas.
—Excelente. Entonces decidme… ¿por qué se necesitan tres polacos para enroscar una bombilla?
Marjorie rió expectante.
—No lo sé… ¿por qué?
—Porque se necesita a uno para sujetar la bombilla, y a los otros dos para hacer girar la escalera.
Las ardillas se miraron entre sí con sorpresa.
—Explícalo —dijo Harold—. ¿Cuáles son los hombres y cuáles las mujeres?
—Eso no tiene ninguna importancia. Se trata simplemente de que son muy estúpidos. Esta es la idea de los chistes de polacos, el que se supone que los polacos son tan estúpidos que no importa lo que intenten hacer siempre lo hacen de la forma errónea. Claro que esto no resulta divertido para los polacos, que probablemente son tan listos como cualquier otra gente, pero son chistes muy divertidos. Conozco cientos de ellos.
—Bien, si este era un ejemplo representativo, no puedo decir que me sienta muy ansiosa de oír los otros —dijo Marjorie—. Harold, cuéntales el de las tres ardillas en medio de la nieve. —Se giró confidencialmente hacia la lámpara—. Va a hacer revolcaros de risa, de veras.
Mientras Harold contaba el chiste de las tres ardillas en la nieve, los aparatos electrodomésticos intercambiaron miradas de reservada desaprobación. No era solo el que no les gustaran los chistes subidos de tono (especialmente al viejo Hoover), sino que además no podían encontrar donde estaba la gracia de ninguno de ellos. El sexo y sus complicaciones simplemente no tenían nada que ver con las vidas de los electrodomésticos.
Harold terminó su chiste, y Marjorie rió a mandíbula batiente, pero ninguno de los aparatos esbozó ni siquiera una sonrisa.
—Bueno —dijo Harold, ofendido—, espero que al menos disfrutaréis de vuestra estancia bajo nuestro roble.
Con lo cual, agitando ruidosamente sus largas y peludas colas, las dos ardillas treparon por el tronco y desaparecieron de su vista.
En medio de la noche, el tostador se despertó de una terrible pesadilla en la cual había estado a punto de caer dentro de una bañera llena de agua, para descubrirse en medio de una situación casi igual de terrible. Resonaban los truenos, y los rayos cebraban el cielo, y la lluvia caía inmisericorde. Al primer momento, el tostador no consiguió recordar dónde estaba ni por qué estaba allí, y cuando lo consiguió se dio cuenta con desánimo de que la esterilla eléctrica, que hubiera debido estar desplegada protegiendo a los otros aparatos, había desaparecido. ¿Y los demás? Estaban todavía allí, gracias al cielo, aunque en un estado de temerosa aprensión todos ellos.
—Oh, Dios mío —gruñó el Hoover—, hubiera debido saberlo, ¡hubiera debido saberlo! Nunca, nunca hubiéramos debido abandonar nuestro hogar.
La lámpara, en un estado extremo de muda agitación, giraba su cabeza de un lado a otro, lanzando su haz de luz por entre las nudosas raíces del roble, mientras que la alarma de la radio se había disparado y no había forma de detenerla. Finalmente, el tostador se dirigió hacia la radio y cortó él mismo la alarma.
—Oh, gracias —dijo la radio, con una voz cargada de estática—. Muchas gracias.
—¿Dónde está la esterilla? —preguntó aprensivamente el tostador.
—¡Ha sido arrastrada! —dijo la radio—. ¡Ha sido arrastrada hasta la linde más lejana del bosque y nunca seremos capaces de volver a encontrarla!
—¡Oh, hubiera debido saberlo! —gruñó el Hoover—. ¡Hubiera debido saberlo!
—No es culpa tuya —aseguró el tostador al aspirador, sin conseguir otra cosa excepto que este redoblara sus gruñidos.
Viendo que no podía serle de ninguna ayuda al aspirador, el tostador se dirigió a la lámpara e intentó calmarla. Una vez consiguió que su haz se estabilizara, sugirió que lo dirigiera a las ramas encima de ellos, con la esperanza de que la esterilla, cuando fue arrastrada, se hubiera enganchado en alguna de ellas. La lámpara hizo lo indicado, pero su luz era muy débil y el roble muy alto y la noche muy oscura, y la esterilla, si estaba ahí arriba, no podía ser vista.
De repente hubo un destello de luz. La alarma de la radio se disparó de nuevo, y la lámpara se estremeció y se replegó sobre sí misma hasta hacerse tan pequeña como le fue posible. Por supuesto es una tontería asustarse de los rayos, puesto que son tan solo otra forma de electricidad. Pero son una forma tan poderosa… ¡y tan incontrolada! Si vosotros fuerais una persona, en vez de un aparato electrodoméstico, y encontrarais a un gigante asesino muchas veces más grande que vosotros, tendríais alguna idea de lo que siente un aparato electrodoméstico medio ante los rayos.
En el breve momento en que el rayo lo iluminó todo, el tostador, que había estado mirando hacia arriba a lo largo del tronco del roble, fue capaz de divisar una forma —muy retorcida— que podía haber sido la esterilla. El tostador aguardó hasta que hubo otro rayo; y sí, definitivamente, era la esterilla amarilla, que se había quedado enganchada en una de las ramas más altas del árbol.
Cuando todos se convencieron de que la esterilla estaba cerca, aunque siguieran sin tener ni idea de cómo conseguirían hacerla bajar de nuevo, la tormenta pareció perder parte de su ominosidad. La lluvia los dejó en un estado miserable, como siempre hace la lluvia, pero sus peores ansiedades habían desaparecido. Incluso el ocasional resplandor de los rayos era ahora deseado más que temido, puesto que la luz les permitía captar a su compañera allá arriba, aferrada a una de las ramas más altas y agitada por el incesante viento. ¿Cómo podían sentirse asustados, ni siquiera lamentarse por su suerte, pensando en los terrores que la pobre esterilla debía estar experimentando?
Por la mañana la tormenta había cesado. La radio, a todo volumen, llamó a la esterilla, pero la esterilla no respondió. Por un horrible momento el tostador pensó que tal vez su amiga se hubiera cortocircuitado. Pero la radio siguió llamando a la esterilla, y tras un tiempo recibió una débil respuesta, al tiempo que la esterilla agitaba débilmente una empapada y desgarrada punta hacia sus amigos.
—PUEDES BAJAR AHORA —gritó la radio—. LA TORMENTA HA PASADO.
—No puedo —dijo la esterilla con un lloriqueo—. Estoy enganchada. No puedo bajar. —Tienes que intentarlo —la animó el tostador.
—¿Qué dices? —preguntó la esterilla.
—¡EL TOSTADOR DICE QUE DEBES INTENTARLO!
—Pero ya os lo he dicho… estoy enganchada. Y tengo un gran desgarrón en el centro mismo. Y otro cerca del borde. Y duelen. —La esterilla empezó a retorcerse convulsivamente, y un diluvio de gotas cayó del empapado relleno de lana a los charcos de abajo.
—¿Qué demonios es toda esa cháchara? —preguntó imperiosamente Harold, asomándose de su nido allá en lo alto del tronco del roble—. ¿Tenéis alguna idea de la hora que es? Las ardillas están intentando dormir.
La radio le pidió disculpas a Harold, y luego le explicó las causas de la conmoción. Como la mayoría de las ardillas, Harold tenía buen corazón, y cuando vio lo que había ocurrido a la esterilla ofreció inmediatamente su ayuda. Primero fue a su nido y despertó a su esposa. Luego, juntas, las dos ardillas acudieron a ayudar a la esterilla a librarse de donde estaba atrapada. Fue un proceso largo y —a juzgar por los gritos de la esterilla— doloroso, pero finalmente lo consiguieron, y con la ayuda de las ardillas la liberada esterilla consiguió bajar, lenta y cautelosamente, por el tronco del árbol.
Los aparatos rodearon inmediatamente a su amiga, lamentándose de sus numerosas heridas y alegrándose de su rescate.
—¿Cómo podremos pagaros el favor? —dijo calurosamente el tostador, volviéndose hacia Harold y Marjorie—. Habéis salvado a nuestra amiga de un destino terrible de imaginar. Nos sentimos tan agradecidos.
—Bueno —dijo Marjorie astutamente—. No recuerdo si habéis dicho que teníais avellanas o no. Pero si tenéis algunas…
—Créeme —dijo el Hoover—, si las tuviéramos, os las daríamos todas. Pero podéis ver por vosotras mismas que mi bolsa no contiene otra cosa más que polvo y suciedad. —Mientras decía esto abrió su depósito, y dejó escapar un barrillo amarronado de porquería empapada por la lluvia.
—Aunque no tenemos avellanas —dijo el tostador a la desconsolada ardilla—, quizá haya algo que yo pueda hacer por vosotras. Es decir, si os gustan las avellanas tostadas.
—Por supuesto que nos gustan —dijo Harold—. Nos gustan de cualquier forma.
—Entonces, si podéis proporcionarme unas cuantas, yo os las tostaré. Tantas como queráis.
Harold frunció los ojos suspicazmente.
—¿Quieres decir que deseas que te entreguemos a ti todas las avellanas que nosotras hemos estado almacenando durante todo el verano?
—Si queréis que os las tueste —respondió alegremente el tostador.
—Oh, querido, hagámoslo —animó Marjorie—. No sé lo que pretende hacer, pero parece saberlo. Y a lo mejor nos gustan.
—Creo que es un truco —dijo Harold.
—Solo dos o tres de las que quedaron del año pasado. ¿Por favor?
—Oh, está bien.
Harold trepó hasta su nido y regresó con cuatro avellanas metidas en las  bolsas de sus mejillas. A petición del tostador, Harold y Marjorie les quitaron las cáscaras, y luego Harold las metió cuidadosamente en los estrechos soportes metálicos que subían y bajaban dentro de las hendiduras del tostador. Puesto que estos soportes habían sido diseñados para sujetar rebanadas de pan, el tostador tuvo que ir con mucho cuidado para evitar que las redondas avellanas rodaran y cayeran a su interior.
Cuando lo hubo conseguido encendió sus resistencias y comenzó a tostarlas. Cuando las avellanas empezaron a adquirir un color dorado crujiente, las alzó de nuevo suavemente tanto como pudo, apagó sus resistencias, y (cuando juzgó que las ardillas no iban a quemarse sus patas al recogerlas) les dijo que tomaran las avellanas tostadas y las probaran.
—¡Deliciosas! —declaró Marjorie.
—¡Exquisitas! —admitió Harold.
Tan pronto como las ardillas hubieron comido las primeras cuatro avellanas, regresaron a su nido a por más, y cuando estas desaparecieron a por más aún, y de nuevo a por más otra vez. Marjorie, especialmente, era insaciable. Animó al tostador a quedarse en el bosque como huésped suyo. Podía alojarse en su propio nido, donde siempre estaría seco y confortable, y podría conocer a todos sus amigos.
—Me encantaría poder aceptar —dijo el tostador, no solo por un sentimiento de educación sino también de profunda obligación—, pero realmente no puedo. Una vez haya tostado vuestras avellanas, todas las que me pidáis, debemos proseguir nuestro camino hacia la ciudad donde vive nuestro amo.
Mientras el tostador tostaba unas cuantas avellanas más, la radio explicó a las ardillas la importante razón de su viaje. Demostró también sus propias habilidades como utensilio y persuadió a los demás aparatos a hacer lo mismo. El pobre Hoover era apenas capaz de funcionar puesto que se hallaba casi obstruido por el lodo, y las ardillas, de todos modos, no podían comprender la utilidad de aspirar el polvo de un lugar y ponerlo en otro. Tampoco el haz de luz de la lámpara ni la música de la radio excitaron su admiración. Sin embargo, se sintieron las dos muy impresionadas con la esterilla eléctrica que, empapada como estaba, se había conectado a la batería sujeta bajo el sillón y desprendía un agradable calorcillo. Marjorie renovó su invitación al tostador y la extendió a la esterilla.
—Hasta —explicó— que te hayas recuperado.
—Es muy amable por vuestra parte —dijo la esterilla—, y por supuesto me siento tan agradecida por lo que habéis hecho por mí. Pero debemos proseguir nuestro camino. De veras.
Marjorie suspiró resignadamente.
—Al menos —dijo— deja tu cola unida a esa cosa negra que hace que tu parte peluda esté tan agradablemente caliente. Hasta que tengas que irte. El calor es tan hermoso. ¿No es así, querido?
—Oh, sí —dijo Harold, que estaba atareado descascarillando avellanas—. Es de
lo más agradable.
El Hoover aventuró una débil protesta, puesto que temía que entre el tostador y la esterilla agotaran la batería innecesariamente. Pero realmente, ¿qué otra cosa podían hacer si no cumplimentar a las ardillas del mejor modo posible? Además, aún dejando aparte su deuda de gratitud, ¡uno se sentía tan bien siendo útil de nuevo! El tostador se hubiera sentido feliz tostando avellanas durante toda la mañana y toda la tarde, y las ardillas parecían sentir lo mismo.
—Es extraño —dijo Harold con suficiencia, mientras palpaba el costado del tostador (lleno con los rastros que el resbalar de las gotas de lluvia habían dejado en su brillante superficie, como en los cristales de una ventana)—, es más que extraño, el que sigas manteniendo que no posees sexo, cuando resulta muy claro que eres masculino. —Estudió su propio rostro en el cromado—. Tienes bigotes de hombre e incisivos de hombre.
—Tonterías, querido —dijo su esposa, que se había tendido al otro lado del tostador—. Ahora que lo miro atentamente, puedo ver que sus bigotes son de mujer y sus dientes también.
—No voy a discutir contigo, querida, acerca de algo tan obvio como el que si un hombre es o no es un hombre, puesto que resulta tan evidente que sí lo es.
Repentinamente, el tostador se dio cuenta del porqué las ardillas —como la margarita el día anterior— se confundían de aquel modo. ¡Se estaban viendo a sí mismas en sus costados! Viviendo en plena naturaleza, donde no había espejos de cuarto de baño, desconocían el principio de la reflexión. Pensó en explicarles su error,
pero ¿de qué serviría? No haría más que herir sus sentimientos. Uno no puede esperar siempre que la gente, o las ardillas, sean racionales. Los aparatos eléctricos sí… los aparatos eléctricos deben ser racionales, porque han sido construidos así.
De modo que el tostador le explicó a Harold, en el más estricto de los secretos, que era efectivamente, tal como la ardilla había supuesto, un hombre; y a Marjorie le confió, bajo similar pacto de confianza, que era una mujer. Esperó que ambos se atuvieran a sus promesas. Si no, sus discusiones iban a prolongarse durante mucho, mucho tiempo.
Con sus resistencias puestas a MÁXIMO, la esterilla estuvo muy pronto seca, y de este modo, tras una ronda final de avellanas tostadas, los aparatos electrodomésticos dijeron adiós a Harold y Marjorie, y prosiguieron su camino.

* * *

¡Y qué largo y cansado era el camino! El bosque se extendía aparentemente interminable en la más monótona pronosticación, con cada árbol idéntico al siguiente: tronco, ramas, hojas; tronco, ramas, hojas. Naturalmente, un árbol hubiera visto el asunto desde un ángulo muy distinto. Todos tendemos a ver a los demás iguales entre sí y a nosotros distintos, y esta actitud es probablemente correcta, puesto que previene las posibilidades de confusión. Pero quizá deberíamos recordarnos de tanto en tanto que nuestro punto de vista es parcial, y que el mundo está lleno de mucha más variedad de la que somos capaces de imaginar. En aquella etapa de su viaje, sin embargo, los aparatos electrodomésticos habían perdido de vista esa verdad esencial, y se sentían muy aburridos e impacientes, y además empezaban a notarse cansados.
Manchas de herrumbre habían empezado a desarrollarse alarmantemente en el fondo sin cromar del tostador y también en su interior. La rigidez de que se quejaban cada mañana el aspirador y la lámpara ya no desaparecía con un poco de ejercicio, sino que persistía a lo largo de todo el día. En cuanto a la esterilla, estaba casi hecha jirones, pobre cosita. La radio era el único de los aparatos eléctricos que parecía no haber sufrido daños a causa de los esfuerzos del viaje.
El tostador empezó a preocuparse de que, cuando llegaran finalmente al apartamento del amo, se encontraran en un estado tan lamentable que ya no tuvieran ninguna utilidad. ¡Serían echados a la basura, y todos sus esfuerzos por ir a su encuentro habrían sido en vano! ¡Qué horrible recompensa para su lealtad y devoción! Pero pocos son los seres humanos que se sienten ablandados por consideraciones sentimentales con respecto a sus electrodomésticos, y su amo, como el tostador sabía muy bien, no era precisamente distinguible por la ternura de sus sentimientos. Su propio predecesor en la cabaña estaba aún en buen estado de uso cuando había sido desechado, y su única falta había sido perder parte de su cromado y el que su sentido del tiempo fuera a veces un poco errático. En su juventud el tostador había pensado que esos eran motivos suficientes para que el viejo aparato fuera reemplazado, pero ahora…
Ahora era mejor no pensar en tales cosas. Era mejor proseguir simplemente su
destino a lo largo del sendero que cruzaba el bosque, les condujera a donde les
condujera.
Hasta que, a la orilla de un amplio río, llegaron al final del camino.
Todos se sintieron, a la primera visión de aquella enorme e impasible extensión de agua, absolutamente desanimados y desesperados, sobre todo el Hoover, a quien la angustia había vuelto casi incoherente.
—¡No! —rugió—. ¡Me niego! ¡Nunca! ¡Oh! ¡Basta, apagadme, vaciad mi bolsa, dejadme solo, iros! —Empezó a toser y a esputar, y se revolvió contra su propio cordón y empezó a morderlo. Solo el tostador tuvo la suficiente presencia de ánimo como para retirar el cordón del poderoso abrazo succionador del aspirador. Luego, para calmarlo, condujo al Hoover arriba y abajo por la herbosa orilla del río, en los movimientos regulares de aspiración de una alfombra.
Finalmente aquellos movimientos familiares devolvieron al Hoover a una actitud más racional, y fue capaz de explicar su extraordinaria alarma. No era tan solo la visión de aquel nuevo obstáculo lo que lo había puesto tan frenético, sino también la convicción de que la batería estaba ya demasiado descargada como para proporcionarles la energía suficiente para regresar a la cabaña. No podían seguir adelante, y no podían regresar. ¡Estaban abandonados a su suerte! Abandonados en medio del bosque, y pronto llegaría el otoño y no serían capaces de hallar un refugio contra las inclemencias del tiempo, y luego vendría el invierno y se verían sepultados por la nieve. Sus partes metálicas se oxidarían. El anillo protector de caucho del Hoover se cuartearía. Serían incapaces de resistir a las fuerzas que lenta pero con toda seguridad los debilitarían y terminarían destruyéndoles, y en unos pocos meses —o incluso semanas— serían incapaces de funcionar.
No era extraño que el Hoover, previendo la inevitable progresión de los acontecimientos, hubiera perdido la razón. ¿Qué podían hacer?, se preguntó el
tostador.
No había ninguna respuesta inmediata.
A media tarde la radio anunció que estaba recibiendo interferencias de una fuente bastante cercana.
—Una línea de alta tensión, parece. Justo al otro lado del río.
¡Donde había líneas de alta tensión había también líneas normales de transporte de energía! Nuevas esperanzas inundaron a los aparatos electrodomésticos como un repentino flujo de corriente.
—Miremos de nuevo el mapa —dijo la lámpara—. Quizá podamos establecer dónde estamos exactamente.
Siguiendo la sugerencia de la lámpara, desdoblaron el mapa de carreteras y miraron muy atentamente todos los puntos y señales entre el lugar (marcado con rotulador) junto a la carretera donde se hallaba la cabaña y la pequeña mancha de color rosa que representaba la ciudad hacia donde se dirigían. Finalmente, solo a poco más de medio centímetro de la mancha de la ciudad, descubrieron la sinuosa línea azul que debía indicar el río junto al cual habían llegado, puesto que no había ninguna otra línea azul por ningún otro lado entre la cabaña y la ciudad, y este río era demasiado grande como para que los que habían hecho el mapa lo hubieran olvidado.
—¡Casi hemos llegado! —trompeteó la radio—. ¡Lo hemos conseguido! ¡Todo va bien! ¡Hurra!
—¡Hurra! —corearon los otros aparatos, excepto el Hoover, que no podía convencerse tan fácilmente de que ahora todo iba bien. Pero cuando la lámpara señaló cuatro lugares distintos en los cuales el río era atravesado por carreteras,incluso el Hoover tuvo que admitir que había motivos para alegrarse, aunque no llegó tan lejos como a exclamar «Hurra».
—Solo tenemos que seguir el río —dijo el tostador, a quien le gustaba dar instrucciones, incluso cuando resultaba obvio lo que había que hacer—, ya sea a la derecha o a la izquierda, y finalmente llegaremos a alguno de esos puentes. Entonces, cuando sea muy tarde y no haya tráfico, ¡podremos atravesarlo a toda velocidad!
Así que se pusieron de nuevo en camino, con renovado valor y fortalecida determinación. No era una tarea tan sencilla como el tostador la había hecho parecer, puesto que ya no había ningún sendero claramente señalado que seguir. A veces la orilla del río era tan plana como una alfombra, pero en otros lugares el suelo era muy accidentado o —lo cual era peor— pantanoso y blando. En una ocasión, para evitar una roca, el Hoover tomó una curva cerrada; y el sillón, metiendo una pata en un charco de lodo que no habían visto, volcó, y los cuatro electrodomésticos montados en él fueron derribados del asiento de plástico y fueron a parar a un lodazal.
Emergieron sucios y manchados, y se vieron obligados a ensuciarse aún más en el proceso de recuperar la rueda que se había desprendido de la pata del sillón y se había perdido entre el lodo.
La esterilla, naturalmente, quedó exenta de esta tarea, y mientras los otros cuatro rebuscaban la perdida rueda, se dirigió al borde del agua e intentó lavarse las huellas del accidente. Puesto que no tenía ningún paño ni esponja, lo único que consiguió, triste es decirlo, fue extender las manchas a una zona más amplia. Tan preocupada estaba la esterilla con su imposible tarea que casi estuvo a punto de no observar…
—¡Un bote! —gritó de pronto la esterilla—. ¡Hey, todos, venid! ¡He encontrado un bote!
Incluso el tostador, que no tenía absolutamente ninguna experiencia en asuntos de náutica, pudo ver que el bote que había descubierto la esterilla no era de primera calidad. Su madera tenía el mismo aspecto deteriorado por la intemperie que la contraventana de la parte de atrás de la cabaña que el amo siempre había dicho que debía reemplazar, o al menos repintar, y su fondo no debía ser estanco puesto que estaba lleno de una gran mancha de musgo verde. No obstante, básicamente debía estar aún en estado de servicio, puesto que llevaba montado un motor fuera borda en la parte de atrás, y ¿quién pondría un motor, con lo que cuesta, en un bote que no pudiera al menos flotar?
—Qué providencial —dijo el Hoover.
—No pretenderás que usemos este bote, ¿verdad? —preguntó el tostador.
—Claro que lo haremos —respondió el aspirador—. ¿Quién sabe lo lejos que puede estar el puente más cercano? Este bote nos llevará directamente cruzando el río. No tendrás miedo a subir en él, ¿verdad?
—¿Miedo? ¡Por supuesto que no!
—¿Entonces?
—No nos pertenece. Si lo tomáramos, no seríamos mejores que… ¡que piratas!

Los piratas, como incluso los más nuevos de mis oyentes sabrán, son gente que toma cosas que pertenecen a otra gente. Son la ruina de la existencia de cualquier aparato electrodoméstico, puesto que cuando un aparato es robado por un pirata no tiene más elección que servirle como si fuera su legítimo amo. Esta servidumbre es una amarga desgracia… y una a la cual pocos aparatos pueden esperar escapar una vez han caído en ella. Realmente, no hay ningún destino, ni siquiera el caer en desuso, más terrible que ir a parar a manos de piratas.
—¡Piratas! —exclamó el Hoover—. ¿Nosotros? ¡Qué tontería! ¿Quién ha oído hablar de un electrodoméstico convertido en pirata?
—Pero si tomamos el bote… —insistió el tostador.
—No nos lo quedaremos —dijo el Hoover bruscamente—. Solo lo tomaremos para cruzar el río y lo dejaremos al otro lado. Su dueño lo recuperará muy pronto.
—El tiempo durante el cual lo tengamos no importa. Es el principio lo que cuenta. Tomar lo que no es de uno es piratería.
—Oh, respecto a los principios —dijo la radio jovialmente—, hay un dicho muy conocido: «De cada uno según su habilidad, a cada uno según su necesidad». Lo cual significa, por lo que puedo ver, que cualquiera que haga uso de sus habilidades puede ser capaz de utilizar un bote cuando lo necesite para cruzar un río y el bote esté precisamente ahí aguardando. —Con lo cual, y una ligera risita, la radio saltó al asiento delantero del bote.
Siguiendo el ejemplo de la radio, el Hoover colocó el sillón en la parte trasera del bote, y luego saltó también él. El bote se hundió ligeramente en el agua.
Evitando la mirada acusadora del tostador, la esterilla ocupó un sitio junto a la radio.
La lámpara pareció vacilar, pero solo por un momento. Luego ella también entró en el bote.
—¿Bien? —dijo el Hoover ásperamente—. Estamos esperando.
Reluctante, el tostador se preparó para abordar el bote. Pero entonces, inexplicablemente, algo le hizo detenerse. ¿Qué estaba ocurriendo?, se preguntó… sin poder pronunciar las palabras en voz alta, puesto que la misma fuerza que le impedía moverse le impedía también hablar.
Los cuatro aparatos electrodomésticos en el bote se sentían también incapacitados del mismo modo. Lo que había ocurrido, por supuesto, era que el propietario del bote había vuelto y visto a los electrodomésticos.
—¿Qué demonios es esto? —exclamó, apareciendo de detrás de un sauce con una caña de pescar en una mano y un alambre con varios peces ensartados en la otra—.
¡Parece que hemos tenido visita!
Dijo mucho más que eso, pero de una forma tan grosera y malsonante que es mejor no repetir sus palabras al pie de la letra. En su conjunto era esto… que creía que el propietario de los electrodomésticos había pretendido robar su barca, por lo cual él, en justa revancha, ¡podía quedarse con los aparatos!
Tomó el tostador de donde había quedado inmovilizado en la herbosa orilla, y lo colocó en el bote junto a la esterilla, la lámpara y la radio. Luego, soltando la batería del sillón, lanzó este último volteando por los aires. Cayó al agua —¡splash!— en mitad del río y se hundió en el fangoso fondo, desapareciendo para siempre.
Luego el pirata —porque ya no podía haber ninguna duda de que eso es lo que era— puso en marcha el motor fuera borda y remontó la corriente con sus cinco impotentes cautivos.
Tras amarrar su bote junto a un destartalado muelle al otro lado del río, el pirata cargó el motor y los electrodomésticos en la plataforma de madera de una polvorienta camioneta… excepto la radio, que se llevó consigo al asiento de la cabina. Mientras conducía, la camioneta saltó y rebotó y se agitó tan violentamente que el tostador temió que se le soltaran sus resistencias. (Porque aunque los tostadores parecen muy fuertes, en realidad se hallan entre los aparatos más delicados y necesitan ser tratados en consecuencia). Pero la esterilla, dándose cuenta del peligro en que estaba el tostador, consiguió deslizarse bajo su viejo amigo y hacer de almohadilla en los peores choques del viaje.
Mientras avanzaban podía oír a la radio en el asiento delantero tarareando el conocido y sentimental tema de Doctor Zivago.
—¡Escuchad! —susurró el Hoover—. De todas las canciones posibles, ha elegido una de las favoritas del amo. ¡Ya lo ha olvidado!
—Oh, —dijo el tostador—, ¿qué otra elección tiene, la pobre? Si nos hubiera puesto en marcha a alguno de nosotros, ¿hubiéramos actuado de otro modo? ¿Lo hubieras hecho tú? ¿Lo hubiera hecho yo?
El viejo aspirador gruñó, y la radio siguió emitiendo su triste, triste canción.

* * *

Lo mismo que son los cementerios para la gente —lugares horribles, espeluznantes, de los que cualquier individuo razonable intenta mantenerse apartado — son los Depósitos de Chatarra para los electrodomésticos y demás aparatos de cualquier tipo. ¡Imaginad, pues, lo que sintieron los aparatos electrodomésticos de nuestra historia cuando comprendieron (el pirata había aparcado su camioneta frente a una alta puerta metálica ondulada y estaba abriendo el candado con una llave de la anilla que llevaba colgada en su cinturón) que habían sido conducidos al Depósito Municipal de Chatarra! ¡Imaginad su horror cuando metió la camioneta y asimilaron el terrible hecho de que él vivía allí! En aquel lugar, con el humo brotando en espirales de una pequeña chimenea, se levantaba su destartalada barraca… y a todo su alrededor el más melancólico y terrible espectáculo que el tostador hubiera contemplado nunca. Desmembrados chasis de en su tiempo orgullosos automóviles estaban apilados unos encima de otros hasta formar auténticas montañas de hierros oxidados. El suelo cubierto de asfalto estaba lleno por todas partes de vigas retorcidas y planchas metálicas deformadas, con fragmentos rotos de máquinas de todas las formas y tamaños… todo ello con los terribles emblemas de su inevitable obsolescencia. Una escena terrible de contemplar… pero que al mismo tiempo ejercía una extraña fascinación a la mente del tostador. Aunque había oído hablar a menudo de los Depósitos de Chatarra, de alguna forma nunca había creído realmente en su existencia. Y ahora ahí estaba, y nada, ni siquiera la mirada de piedra del pirata, podía
impedir su estremecimiento de miedo y maravilla.
El pirata bajó de la camioneta y tomó la radio, junto con sus cañas de pescar y sus presas del día, y penetró en la barraca donde vivía. Los aparatos electrodomésticos, dejados a su propia suerte en la parte de atrás del camión, escucharon a la radio cantar canción tras canción en un aparentemente infatigable buen humor. Entre ellas estaba la melodía favorita de su amo, «Silbo una alegre canción». El tostador estaba seguro de que aquello no podía ser una coincidencia. La radio estaba intentando decirles a sus amigos que si eran valientes y pacientes y no perdían la esperanza, las cosas se arreglarían al fin. De todos modos, fuera aquello intención de la radio o simplemente un programa al cual estaba sintonizada, el tostador creyó firmemente en ello.
Tras cenar, el pirata salió de su barraca para examinar los otros aparatos. Palpó el depósito para el polvo manchado de lodo del Hoover y la roída parte del cable que él mismo había mordido. Alzó la esterilla y agitó la cabeza en muda desaprobación.
Miró dentro de la pequeña caperuza de la lámpara y vio —cosa de la que la lámpara aún no se había dado cuenta— que su bombilla estaba rota. (Debía haber ocurrido cuando la lámpara se cayera del sillón, justo antes de que descubrieran el bote).
Finalmente el pirata alzó el tostador… e hizo una mueca contrariada.
—¡Basura! —dijo, depositando el tostador encima de una pila de desechos cercana.
—¡Basura! —repitió, haciendo lo mismo con la lámpara.
—¡Basura! —Tiró a la pobre esterilla sobre el prominente eje roto de un Ford del 57.
—¡Basura! —Dejó el Hoover sobre el asfalto con un resonante thunk.
—Todo esto, solo basura. —Emitido el desanimador veredicto, el pirata regresó a su barraca, donde la radio seguía cantando todo el tiempo de la forma más encantadora.
—Gracias a Dios —dijo en voz alta el tostador, tan pronto como el hombre se hubo ido.
—¿Gracias a Dios? —hizo eco el Hoover, con tonos agudos—. ¿Cómo puedes decir «Gracias a Dios» cuando acaban de llamarte basura y de arrojarte a un montón de desperdicios?
—Porque si hubiera decidido llevarnos a su barraca y utilizarnos, hubiéramos sido suyos, como la radio. De esta forma tenemos una posibilidad de escapar.
La esterilla, que colgaba fláccidamente del eje roto, empezó a gemir y a lloriquear.
—No, no, él tiene razón. Eso es lo que soy ahora… ¡basura! Miradme… mirad esos jirones, esas desgarraduras, esas manchas. ¡Basura! Ahí es donde pertenezco.
El dolor de la lámpara era más reposado pero no por ello menos amargo.
—Oh, mi bombilla —murmuró—. ¡Oh, mi pobre bombilla!
El Hoover solo gruñó.
—¡Recobraos, todos! —dijo el tostador, en lo que esperaba fuera un tono de firme mando—. No tenemos absolutamente nada que no pueda ser reparado. Tú —se dirigió a la esterilla— estás aún fundamentalmente en buen estado. Tus resistencias no han sufrido ningún daño. Tras un ligero cosido y una visita a la tintorería estarás como nueva.
Se giró a la lámpara.
—¡Y qué tontería… lamentarse por una bombilla rota! Tu bombilla se te ha fundido otras veces antes, y probablemente seguirá ocurriéndote en el futuro. ¿Para qué crees que sirven las partes reemplazables?
Finalmente el tostador dirigió su atención al aspirador.
—¿Y tú? ¡Tú que deberías ser nuestro líder! ¡Que deberías animarnos con tu mayor fuerza! ¡En vez de quedarte aquí gruñendo y lamentándote sin hacer nada! Y todo ello porque simplemente un viejo pirata que vive en una chatarrería hace una observación poco halagadora. Oh, probablemente ni siquiera sabe como utilizar un aspirador… ¡este es el tipo de persona que es!
—¿Tú crees? —dijo el Hoover.
—Claro que lo creo, y también lo creerías tú si fueras más racional. Ahora, por el amor de Dios, sentémonos juntos e imaginemos como rescatar a la radio y escapar de aquí.
A medianoche era sorprendente las cosas que habían conseguido realizar. El Hoover había recargado la casi descargada batería utilizando la batería de la camioneta del pirata. Mientras tanto la lámpara, buscando otra puerta o lugar por donde salir distinto de aquel por el que habían entrado (no había ninguno), había descubierto un vehículo aún más adaptado a sus necesidades que el sillón que el pirata había arrojado al río. Era un amplio portabebés de vinilo, que en el mundo de los electrodomésticos es conocido también como cochecito para niños. Fuera cual fuese su nombre, estaba en buen estado de funcionamiento… excepto por dos pequeños detalles. Uno de ellos era un chirrido en la rueda delantera izquierda, y el otro era la forma en que la capota estaba torcida hacia un lado, de tal modo que todo el conjunto parecía decantarse hacia un lado aunque avanzara en realidad en línea recta. El chirrido fue arreglado con unas pocas gotas de aceite lubricante, pero la capota se resistió a sus más esforzados intentos de enderezamiento. Pero aquello no importaba, después de todo. Lo importante era que funcionaba.
¡Había que ver cuántas de las cosas abandonadas en aquel depósito se hallaban aún, como el cochecito (o ellos mismos, por decir algo), esencialmente en estado de servicio! Había secadores de pelo y bicicletas de cuatro marchas, calentadores de agua y juguetes de resorte que hubieran podido seguir funcionando durante años y años solo con una ligera reparación. ¡Y sin embargo, habían sido abandonados al Depósito de Chatarra! Uno podía oír sus desesperados sollozos y sus temerosos murmullos elevándose de cada confuso montón a su alrededor, una mezcla horrible que parecía aumentar a cada momento a medida que más y más de los objetos abandonados empezaban a ser conscientes de la frenética actividad de los recién llegados.
—Nunca, nunca, nunca conseguiréis marcharos —susurró un viejo aparato a cassettes con quebrada voz—. ¡No, nunca! Os quedaréis aquí como todos nosotros y os oxidaréis y os romperéis y os convertiréis en polvo. Y nunca os marcharéis.
—Lo haremos —dijo el tostador—. Simplemente espera y mira.
¿Pero cómo? Este era el problema que tenía que resolver el tostador, sin la menor dilación.
La forma más segura de resolver cualquier problema es pensar en él, y eso fue precisamente lo que hizo el tostador. Pensó y pensó, con la misma clase de energía total que hace falta para desatornillar un perno sobre una base oxidada. Al principio el perno no se mueve, ni una décima de milímetro, y la llave inglesa llega a resbalar, y uno se pregunta si por mucho que lo intente conseguirá alguna vez su objetivo. Pero sigue intentándolo, y utiliza un poco de disolvente si lo tiene a mano, y finalmente el perno empieza a moverse. Uno no está muy seguro de ello, pero cree que sí. Y luego, sin saber por qué, ¡se suelta de golpe! ¡Se ha conseguido! Esa fue la forma en que pensó el tostador, y al final, debido a que pensó tan intensamente, llegó a la solución de la forma en que podían escapar del pirata y rescatar a la radio al mismo tiempo.
—Bien, este es mi plan —dijo el tostador a los otros electrodomésticos, que se habían reunido en torno suyo en el rincón más oscuro del Depósito de Chatarra—. Lo asustaremos, y eso le hará huir, y cuando se haya ido entraremos en su barraca…
—Oh, no, yo no podría hacer eso —dijo la esterilla con un estremecimiento
—Entraremos en la barraca —insistió calmadamente el tostador—, y tomaremos la radio y la pondremos dentro del cochecito de niño, y nos instalaremos nosotros también, todos excepto el Hoover, por supuesto, que nos sacará de aquí tan rápido como le sea posible.
—Pero la puerta, ¿no estará cerrada? —quiso saber la lámpara—. Ahora lo está.
—No porque el pirata tendrá que abrirla para salir él, y estará demasiado asustado para pensar en cerrarla de nuevo a sus espaldas.
—Es un plan muy bueno —dijo el Hoover—, pero lo que no acabo de entender es… ¿cómo lo haremos para asustarle?
—Bien, ¿qué es lo que más teme la gente?

—¿Ser atropellada por una apisonadora? —sugirió el Hoover.
—No. Más que eso.
—¿Las polillas? —aventuró la esterilla.
—No.
—La oscuridad —declaró la lámpara con convicción.
—Nos estamos acercando —dijo el tostador—. Temen a los fantasmas.
—¿Qué son los fantasmas? —preguntó el Hoover.
—Los fantasmas son gente que está muerta, solo que de algún modo sigue viva.
—No te burles de nosotros —dijo la lámpara—. La gente o está muerta o no lo está. —Sí —confirmó la esterilla—. Es algo tan simple como APAGADO o ENCENDIDO.
Si tú estás APAGADO, no puedes estar ENCENDIDO, y viceversa.
—Yo sé eso, y tú sabes eso, pero la gente parece no saberlo. La gente dice que los fantasmas no existen, pero pese a todo les tienen miedo.
—Nadie puede tener miedo de algo que no existe —bufó el Hoover.
—No me preguntes cómo lo hacen —dijo el tostador—. Es lo que ellos llaman una paradoja. Lo importante es esto… la gente tiene miedo de los fantasmas. Y nosotros vamos a pretender que lo somos.
—¿Cómo? —preguntó el Hoover escéptico.
—Dejadme mostrároslo. Bájate. Un poco más. Enrolla tu cordón en torno a mi cordón. Ahora levántame…
Tras una hora de práctica pretendiendo ser un fantasma, decidieron que estaban preparados. Cuidadosamente a fin de que los otros aparatos no se cayeran, el viejo Hoover rodó hacia la ventana de la barraca. El tostador, en equilibrio sobre la manguera de aspiración del aspirador, apenas era capaz de ver el interior. Allá, sobre una mesa, entre una pila de platos sucios y la anilla llena de llaves del pirata, estaba la pobre radio cautiva, y allí también, vestido con un sucio pijama a rayas, preparándose para ir a la cama, estaba el pirata.
—¿Lista? —susurró el tostador.
La esterilla, que se había enrollado envolviendo al aspirador y dándole una apariencia burdamente fantasmagórica, con una especie de capucha en la parte superior en la que el tostador podía ocultarse, ajustó sus pliegues una última vez.
—Lista —respondió la esterilla.
—¿Lista? —preguntó de nuevo el tostador.
La lámpara, que se había ocultado a media altura de la manguera de aspiración del Hoover, se encendió por un momento y luego volvió a apagarse. La bombilla que había tomado del techo de la cabina de la camioneta tenía tan solo la mitad de los vatios a los que ella estaba acostumbrada, de modo que su haz de luz era notablemente menos intenso… pero era suficiente para hacer que la esterilla reluciera con un débil resplandor amarillento.
—Entonces empecemos a hacer de fantasma —dijo el tostador.
Aquella era la señal que había estado esperando Hoover.
—¡Huuuu! —gruñó el Hoover con su voz más profunda y estremecedora—.
¡Huuuu!
Dentro, el pirata alzó la vista, alarmado.
—¿Quién anda ahí? —preguntó.
—¡Huuuu… huuuu! —prosiguió el Hoover.
—¡Quienquiera que sea, será mejor que se largue!
—¡Huuuu…uuuu…uuuu!
Con precaución, el pirata se acercó a la ventana de donde parecía proceder el sonido.
A una señal eléctrica secreta del tostador, el aspirador se arrastró suavemente a lo largo de la barraca hasta donde no pudiera ser visto desde la ventana.
—Huuuu… —jadeó el Hoover, con el más cavernoso de los suspiros—. Huuuu… Huuuu…uuu…
—¿Quién está ahí afuera? —preguntó el pirata, apretando su nariz contra el cristal y mirando a la oscuridad exterior—. Será mejor que me responda. ¿Me oye?
Como respuesta, el Hoover lanzó un sonido gorjeante, estrangulado, un jadeo que sonaba aterrador aunque uno supiera que era el Hoover quien lo producía. Por aquel entonces el pirata, que no tenía la menor idea de lo que podía ser aquel misterioso gruñir, había empezado a ponerse nervioso. Cuando uno vive completamente solo en un Depósito de Chatarra no espera oír extraños ruidos al otro lado de su ventana en medio de la noche. Y si uno es además un poco supersticioso, como suelen serlo los piratas…
—De acuerdo… ¡si no quiere decir quién es, voy a salir y lo averiguaré yo mismo! —Se entretuvo aún un instante junto a la ventana, pero finalmente, cuando no le llegó ninguna respuesta, el pirata se puso los pantalones y luego las botas—. ¡Se lo he avisado! —gritó, aunque no en un tono que pudiera calificarse de amenazador.
Siguió sin llegar ninguna respuesta. Tomó su manojo de llaves de encima de la mesa junto a la radio. Se dirigió a la puerta. La abrió.
—¡Ahora! —dijo el tostador, lanzándole una señal secreta a la esterilla a través de su cordón eléctrico.
—No puedo —dijo la esterilla, temblando de arriba abajo—. Tengo demasiado miedo.
—¡Debes hacerlo!
—No debo: va contra las reglas.
—Lo discutimos antes, y lo prometiste. Ahora apresúrate… ¡antes de que llegue aquí! Con un fuerte estremecimiento, la esterilla obedeció. Tenía una rasgadura en un lado, allá donde se había enganchado en la rama alta del roble la noche de latormenta. La lámpara estaba oculta inmediatamente detrás de aquella rasgadura.
Cuando el pirata apareció doblando la esquina de la barraca, la esterilla dobló su desgarrado tejido hacia un lado.
El pirata se detuvo en seco cuando vio la fantasmal silueta que se erguía ante él.
—¡Huuuu…uuuu! —aulló el Hoover una vez más.
En aquel momento la lámpara se encendió. El haz de luz brotó por la hendidura de la esterilla directamente al rostro del pirata.
Cuando la lámpara se encendió, el pirata se quedó mirando a la figura erguida ante él con una expresión del más absoluto horror. Lo que vio y lo aterró de tal modo fue lo mismo que había visto la margarita, lo mismo que vieran Harold y Marjorie… sus propios rasgos reflejados en el sucio cromado del tostador. Y como desde su primera juventud había sido una persona malvada, su rostro había adquirido esa fealdad especial que solo los rostros de la gente mala adquieren. Ante el rostro que exhibía una mueca atroz de aquella extraña figura encapuchada, ¿qué podía suponer el pirata sino que acababa de tropezarse con la más peligrosa clase de fantasmas del tipo que conoce exactamente quién eres y sabe todas las malas acciones que has hecho y pretende castigarte por ellas? Incluso los piratas más adultos huyen aterrorizados de tales fantasmas. Y eso fue exactamente lo que hizo el pirata.
Tan pronto como se hubo ido, los aparatos electrodomésticos corrieron hacia la barraca y rescataron a la radio, que no cabía en sí de gozo. Luego, antes de que el pirata pudiera regresar, se apiñaron en el cochecito de niño, y el viejo Hoover les condujo fuera de allí tan aprisa como sus ruedas podían girar.

* * *

Y la suerte estaba de su lado, pues ya no les quedaba mucho camino que recorrer:
La Avenida Newton, donde vivía su amo, estaba tan solo a kilómetro y medio o así del Depósito de Chatarra. Alcanzaron su edificio de apartamentos a primera hora de la mañana, antes de que la camioneta del lechero apareciera por la calle.
—¿Lo veis? —dijo alegremente el tostador—. Al final todo sale bien.
Bueno, el tostador se había precipitado al hablar. Sus tribulaciones aún no habían terminado, y no todo había salido bien al final, como muy pronto iban a descubrir.
El Hoover, que tenía un instinto especial para ciertas cosas, abrió la puerta de la calle y llamó al ascensor automático. Cuando la puerta del ascensor se abrió, metió dentro el cochecito de niño y pulsó el botón del piso catorce.
—Todo está tan cambiado —dijo la lámpara extensible, mientras el Hoover empujaba el cochecito fuera del ascensor y lo conducía por el pasillo—. El papel de la pared hacía como unas ondas verdes con manchas blancas, y ahora forma como líneas entrecruzadas.
—Somos nosotros quienes hemos cambiado —dijo la esterilla miserablemente.

—Silencio —dijo el Hoover severamente—. ¡Recordad las reglas! —Pulsó el timbre junto a la puerta del apartamento de su amo.
Todos los aparatos se mantuvieron perfectamente inmóviles.
Nadie acudió a la puerta.
—Quizá esté durmiendo —dijo la radio/despertador.
—Tal vez no esté en casa —dijo el Hoover—. Lo comprobaré. —Tocó de nuevo el timbre, pero esta vez de una forma diferente, de tal modo que solo los electrodomésticos del apartamento fueran capaces de oír su sonido.
Un segundo más tarde una máquina de coser Singer acudió a la puerta.
—¿Sí? —dijo la máquina de coser en un tono de cortés curiosidad—. ¿En qué puedo ayudaros?
—Oh, perdona, creo que he cometido un error. —El Hoover miró al número de la puerta, luego al nombre en la placa de latón sobre el timbre. El número era correcto, el nombre también. Pero… ¿una máquina de coser?
—¿Quién es…? —dijo una voz familiar dentro del apartamento—. ¡Oh, pero si es él! ¡Es el viejo Hoover! ¿Cómo estás? ¡Pasa! ¡Pasa!
El Hoover arrastró el cochecito al interior del apartamento, por encima de la gruesa moqueta hacia el amistoso viejo televisor.
La esterilla miró tímidamente a su alrededor por encima del borde del cochecito.
—¿Y a quién traes contigo? Salid… no seáis tímidos. ¡Dios mío, qué maravillosa sorpresa!
La esterilla se arrastró fuera del cochecito, cuidando de mantener los peores efectos del viaje doblados fuera de la vista. Fue seguida por la radio, la lámpara y finalmente el tostador.
El televisor, que los conocía a los cinco de la temporada que pasó con su amo en la cabaña de verano, los presentó a los muchos electrodomésticos que habitaban en el apartamento y que habían empezado a congregarse en la sala de estar. Algunos, como la batidora y el propio televisor, eran viejos amigos. Otros, como el estéreo y el reloj eléctrico de la repisa de la chimenea, eran conocidos de los cuatro electrodomésticos que habían vivido en su tiempo en el apartamento pero no del tostador. Aunque la mayoría eran unos completos extraños para ellos. Había enormes y poco prácticas lámparas con enormes pies sobre mesitas bajas y, en el dormitorio, pequeñas lámparas que arrojaban una débil luz indirecta, y otras lámparas pegadas a la pared en el comedor que pretendían ser velas. De la cocina había surgido en tropel toda una tribu de artilugios poco familiares: una olla a presión, un abrelatas eléctrico, un grill, una picadora, un cuchillo eléctrico y, un poco avergonzado, el nuevo tostador del amo. —¿Cómo estás? —dijo el nuevo tostador con una voz apenas audible, cuando fue presentado por el televisor.
—¿Cómo estás tú? —respondió amigablemente el tostador.
Ninguno de los dos supo decir nada más. Afortunadamente, había más presentaciones que hacer. El Hoover tuvo que enfrentarse a una situación similar cuando fue presentado al nuevo aspirador del apartamento, que era (tal como el Hoover había temido) uno de los nuevos y ligeros modelos que se parecen a una gran hamburguesa con ruedas. Se mostraron educados el uno con el otro, pero era evidente que el nuevo aspirador consideraba al Hoover como decididamente pasado de moda.
La esterilla tuvo que enfrentarse a una impresión aún mayor. Los dos últimos artilugios que aparecieron en la sala de estar eran un vaporizador y una larga y enmarañada guirnalda de luces de Navidad, que permanecía hibernando en un armario. La esterilla miró a su alrededor casi ansiosamente.
—Bueno —dijo, haciendo un esfuerzo por parecer bien dispuesta y amistosa—.
Creo que aún hay alguien a quien no hemos sido presentados.
—No —dijo el televisor—. Estamos todos aquí.
—Pero, ¿no hay otra… esterilla?
El televisor evitó la intensa mirada de la esterilla.
—No. El amo ya no usa esterilla eléctrica. Solo una simple manta de lana.
—Pero él siempre… él siempre… —La esterilla no consiguió decir nada más. Su resolución la abandonó, y se dejó caer hecha un guiñapo en la moqueta.
Los reunidos electrodomésticos del apartamento dejaron escapar un impresionado jadeo, pues hasta entonces no habían tenido idea de la extensión de las heridas de la esterilla.
—¡No usa una esterilla eléctrica! —repitió el tostador, indignado—. ¿Por qué no?
La pantalla del televisor parpadeó y luego, evasivamente, mostró un programa de jardinería.
—Realmente no ha sido cosa del amo —dijo la máquina de coser Singer con un acento curiosamente entrecortado, como a sacudidas—. Me atrevería a decir que él se sentiría encantado de ver de nuevo a su vieja esterilla.
La esterilla alzó interrogativamente la mirada.
—Es el ama —prosiguió la máquina de coser—. Ella dice que una esterilla eléctrica da demasiado calor.
—¿El ama? —repitieron a coro los cinco electrodomésticos.
—¿No lo sabéis?
—No —dijo el tostador—. No, no hemos sabido nada del amo desde que abandonó la cabaña hace tres años.
—Dos años, once meses, y veintidós días, para ser exactos —dijo la radio/despertador.
—Por eso decidimos venir aquí. Temíamos… no sé qué temíamos exactamente.
Pero pensamos que… que nuestro amo podía necesitarnos.
—Oh —dijo la máquina de coser. Se giró para contemplar el programa de jardinería en el televisor.
Tan discretamente como pudo, el nuevo tostador se arrastró de vuelta a la cocina y reasumió su lugar en la encimera de formica.

—Dos años, once meses, y veintidós días es mucho tiempo para ser dejados solos —afirmó la radio con un volumen un poco demasiado alto—. Naturalmente, empezamos a preocuparnos. El pobre acondicionador de aire dejó incluso de funcionar definitivamente.
—Y durante todo ese tiempo —dijo la lámpara—, ¡ni una palabra de explicación!
—Miró con reproche al televisor, que seguía discutiendo el problema de los insectos dañinos.
—¿Puede alguno de vosotros decirnos por qué? —preguntó gravemente el tostador—. ¿Por qué nunca ha vuelto a la cabaña? Debe existir una razón.
—Yo puedo decírtela —murmuró el vaporizador, avanzando un poco—. Mirad, el ama sufre de fiebre del heno. Yo puedo ayudarla con su asma, pero cuando le empieza la fiebre del heno, no hay nada que yo pueda hacer, y realmente se pone muy mal.
—Sigo sin comprender —dijo el tostador.
La máquina de coser fue quien finalmente le dijo:
—En vez de ir al campo, donde todo está lleno de malas hierbas y de polen y de cosas así, ahora pasan sus veranos en la playa.
—Y nuestra cabaña, nuestra encantadora cabaña en medio del bosque… ¿qué va a ser de ella?
—Creo que el amo piensa venderla.
—¿Y… y nosotros? —preguntó el tostador.
—Creo que va a ser vendida en subasta con todo su contenido —dijo la máquina de coser.
El Hoover, que se había comportado con una gran dignidad durante toda la visita, no pudo soportarlo más. Con un fuerte gemido, se aferró al asa del cochecito de niño como para mantener su equilibrio.
—Vámonos —jadeó—. Todos vosotros, vámonos. Aquí no somos queridos. Regresemos a… a…
¿Dónde podían regresar? ¿Había algún lugar para ellos? ¡Se habían convertido en unos electrodomésticos sin hogar!
—¡Al Depósito de Chatarra! —chilló la esterilla histéricamente—. ¿No es ahí donde va la basura? Eso es lo que somos ahora… ¡basura! —Retorció su cordón en un agónico nudo—. ¿No fue eso lo que dijo el pirata que éramos? ¡Basura! ¡Basura! ¡Basura! Todos nosotros, y yo todavía más.
—Contrólate —dijo el tostador gravemente, aunque sentía que sus resistencias estaban a punto de estallar—. No somos basura. Somos electrodomésticos sólidos y útiles. —¡Miradme! —gritó la esterilla, desplegando en toda su extensión su ajado cuerpo—. Y esas manchas de barro… ¡mirad!
—Tus desgarrones pueden ser cosidos —dijo el tostador calmadamente. Se giró hacia la máquina de coser—. ¿No es cierto?

La máquina de coser asintió en silencio.
—Y las manchas pueden ser limpiadas.
—¿Y luego qué? —preguntó el Hoover obstinadamente—. Supongamos que la esterilla es reparada y limpiada, y que yo cambio mi cordón y arreglo mi bolsa de modo que pueda funcionar de nuevo, y tú limpias tus cromados. Supongamos todo eso… ¿y luego qué? ¿Dónde vamos a ir?
—No lo sé. A algún lugar. Tendremos que pensarlo.
—Perdonadme —dijo el televisor, apagando el programa de jardinería—. ¿Pero no os he oído decir algo acerca de… de un pirata?
—Sí —dijo la máquina de coser nerviosamente—. ¿A qué pirata o referíais? No hay ningún pirata en este edificio. Espero.
—No os asustéis… ya no tenemos que preocuparnos por él. Nos capturó, pero escapamos. ¿Os gustaría saber cómo?
—Dios, sí —dijo el televisor—. Me encantan las buenas historias.
De modo que todos los electrodomésticos se reunieron en un círculo alrededor del tostador, que empezó a contarles la historia de sus aventuras desde el momento en que decidieron abandonar la cabaña hasta el momento en que llegaron a la puerta del apartamento. Era una larga historia, como todos vosotros sabéis, y mientras el tostador la contaba, la máquina de coser trabajó reparando todos los desgarrones y descosidos de la esterilla.

* * *

A la tarde siguiente, cuando la esterilla regresó de la Tintorería Instantánea al otro lado de la Avenida Newton, los electrodomésticos del apartamento organizaron una espléndida fiesta en honor de sus cinco visitantes. Las luces de Navidad se colgaron entre los dos apliques del comedor y parpadearon de la mejor manera que supieron, mientras el televisor y el estéreo cantaban a dúo todas las más famosas comedias musicales. El tostador fue abrillantado y relucía como nunca, y el Hoover había recuperado toda su potencia. Pero lo más maravilloso de todo… era que la esterilla parecía otra vez nueva. Posiblemente su color amarillo no fuera tan vivo como antes, pero era un amarillo encantador, al menos para los demás. Exactamente el mismo amarillo, según el televisor, de las natillas y de las prímulas y de las más hermosas toallas del cuarto de baño.
A las cinco en punto la radio hizo sonar su alarma, y todos se inmovilizaron, excepto la esterilla, que siguió danzando alegremente por el salón durante algún tiempo antes de darse cuenta de que la música había cesado.
—¿Qué ocurre? —preguntó la esterilla—. ¿Por qué estáis todos tan quietos?
—Silencio —dijo la radio—. Es la hora de La tienda de los cambios.
—¿Qué es La tienda de los cambios? —preguntó la esterilla.
—Es un programa de la estación KHOP —dijo el tostador excitadamente— ¡que va a proporcionarnos un nuevo hogar! Te dije que no te preocuparas, ¿verdad? ¡Te dije que pensaría algo!
—Silencio —dijo la lámpara—. Va a empezar.
La radio aumentó su volumen para que todos los aparatos en el salón pudieran oír.
—Buenas tardes —dijo, con una profunda y profesional voz de locutor—, y bienvenidos a La tienda de los cambios. El programa de hoy se abre con una oferta realmente extraña procedente de la Avenida Newton. Parece que alguien allí desea cambiar… ¡escuchen la lista!: un aspirador Hoover, una radio/despertador de AM, una esterilla eléctrica amarilla, una lámpara extensible, y un tostador Sunbeam. Todo ello a cambio de… bien, eso es lo que dice la ficha que tengo entre mis manos: «Lo que ustedes quieran». Lo más importante, según me han informado, es el que ustedes necesiten real y genuinamente esos magníficos electrodomésticos, los cinco, puesto que su dueño actual desea que permanezcan juntos. ¡Por razones sentimentales!
¡Vaya, ahora ya lo he oído todo! De todos modos, si ustedes creen que necesitan realmente esos cinco aparatos, llamen al número 485-9120. Repito, 485-9120. Y ahora, nuestra próxima oferta no es tan poco habitual. Parece que alguien de Center Street ofrece, absolutamente gratis, cinco adorables gatitos blancos y negros…
La radio se apagó.
—¡No me digáis que no ha sonado estupendamente! —exclamó, olvidando en su excitación dejar de hablar con la voz del locutor.
—Vayamos junto al teléfono —animó el Hoover a la radio—. Tendrás que hablar tú. Yo estoy demasiado nervioso.
Los cinco aparatos se apiñaron en torno al teléfono, y aguardaron las llamadas.
Hay dos escuelas de pensamiento acerca de si los aparatos electrodomésticos tienen derecho o no a utilizar libremente el teléfono. Algunos insisten que va completamente en contra de las reglas y que nunca debe hacerse, bajo ninguna circunstancia, mientras que otros mantienen que están en su derecho, puesto que es simplemente otro aparato electrodoméstico el que está hablando, en este caso un teléfono. Sea o no contrario a las reglas, es realmente un hecho el que muchos electrodomésticos (especialmente las radios solitarias) utilizan regularmente el sistema telefónico, normalmente para entrar en contacto con otros electrodomésticos.
Eso explica el gran número de llamadas calificadas como «equivocadas» que la gente recibe tan a menudo. Las redes telefónicas computerizadas no pueden cometer tantos errores, aunque siempre reciban las culpas.
Durante los últimos tres años, por supuesto, aquella posibilidad no había preocupado demasiado a nuestros electrodomésticos, puesto que el teléfono de la cabaña estaba desconectado. Normalmente, el Hoover se hubiera opuesto probablemente a la idea de utilizar el teléfono, puesto que por naturaleza propia tendía a adoptar actitudes conservadoras. Pero allí se habían visto en la absoluta necesidad de llamar a la Tintorería Instantánea para hacer que vinieran a recoger la esterilla, y eso había sentado un claro precedente para su llamada a la KHOP ofreciéndose para el programa La tienda de los cambios. ¡Y ahora estaban todos reunidos en torno al teléfono, aguardando hablar con su próximo amo!
El teléfono sonó.
—Ahora cuidado con lo que haces —advirtió el Hoover—. No digas que sí a la primera persona que llame. Entérate bien primero de quién es. Tenemos que seleccionar cuidadosamente el lugar donde vamos a ir, ya sabes.
—De acuerdo —dijo la radio.
—Y recuerda —dijo el tostador—: sé amable.
La radio asintió. Descolgó el auricular.
—¿Diga? —preguntó.
—¿Es ahí la persona de los cinco aparatos electrodomésticos?
—¡Es aquí! ¡Oh, sí, cielos, por supuesto que es aquí!
Y así los cinco electrodomésticos se fueron a vivir con su nueva ama, porque resultó ser una mujer la que llamó primero, y no un hombre. Era una vieja bailarina venida a menos que vivía completamente sola en una pequeña habitación trasera de su estudio de ballet en Center Street, en la parte más antigua de la ciudad. Lo que la bailarina ofrecía a cambio de los cinco electrodomésticos eran cinco adorables gatitos blancos y negros. El antiguo amo de los aparatos nunca llegaría a explicarse, al regresar con su esposa de sus vacaciones de verano junto al mar, como habían llegado hasta allí los cinco gatitos que encontraron en su apartamento. Fue una situación más bien comprometida, ya que su esposa era alérgica al pelo de los gatos. Pero eran tan encantadores… nunca se atrevería a echarlos a la calle. Finalmente decidieron conservarlos con ellos, y su esposa simplemente tomó más antihistamínicos.
¿Y los aparatos electrodomésticos?
Oh, fueron muy felices. Al principio el Hoover se mostró reluctante a entrar al servicio de una mujer (porque nunca había trabajado para una mujer antes, y era un electrodoméstico muy apegado a sus hábitos), pero tan pronto como hubo constatado lo meticulosa y limpia ama de casa que era su nueva ama, olvidó todas sus reservas y se convirtió en su principal defensor.
¡Y era tan hermoso sentirse útiles de nuevo! La radio interpretaba hermosa música clásica para que la bailarina danzara a su compás; y cuando se sentía cansada y deseaba sentarse y leer un poco, la lámpara iluminaba su libro; y luego, cuando se hacía tarde y terminaba su lectura, la esterilla empezaba a irradiar un suave y agradable calor que la mantenía durmiendo plácidamente durante toda la larga y fría noche.
Y cuando llegaba la mañana y ella se despertaba, qué maravillosas tostadas le preparaba alegremente el tostador… ¡doradas y crujientes y perfectas y siempre en su punto!
Y así, los cinco aparatos electrodomésticos vivieron y trabajaron, felices y realizados, sirviendo a su querida ama y gozando de su mutua compañía, hasta el final de sus días.

 

Connie Willis, Relato

Servicio de vigilancia – Connie Willis

«La Historia ha triunfado sobre el tiempo, el cual
desea que al final la eternidad sea vencedora.»
Sir Walter Raleigh

20 de septiembre. Naturalmente, lo primero que busqué fue la lápida al servicio de vigilancia. Y, naturalmente, aún no estaba allí. No se erigió hasta 1951, acompañando el evento con un discurso del reverendísimo decano

Walter Matthews, y ahora estoy en 1940. Lo sabía perfectamente. Fue ayer cuando vine a verla con la extraña noción de que visitar la escena del crimen me ayudaría de algún modo. No fue así.

Lo único que ayudaría es un cursillo acelerado sobre el Blitz, que es como los ingleses llamaron al bombardeo de Londres, y un poco más de tiempo. Tampoco los he tenido.

—Viajar por el tiempo no es como tomar el metro, señor Bartholomew —dijo el estimado Dunworthy, parpadeando a través de esas antiguas gafas suyas—. O va al veinte o no va a ninguna parte.

—Pero no estoy preparado —le respondí—. Llevo cuatro años preparándome para viajar con san Pablo. No a San Pablo. No a la catedral de San Pablo. No puede esperar que esté listo para el Londres de la segunda guerra en sólo dos días.

—Sí —dijo—. Puedo. Fin de la conversación.

—¡Dos días! —le grité a Kivrin, mi compañera de cuarto—. Y todo por un maldito error de la computadora. Y el estimado Dunworthy ni siquiera pestañeó cuando se lo dije. «Viajar por el tiempo no es como tomar el metro, jovencito», es lo que me ha dicho.

«Le sugiero que se prepare. Saldrá pasado mañana.» Ese hombre es un incompetente.

—No —dijo ella—. No lo es. Es el mejor en su campo. Es el que escribió el libro sobre la catedral de San Pablo. Deberías escuchar con cuidado todo lo que te diga.

Había esperado que Kivrin mostrara, al menos, algo de comprensión. Prácticamente se puso histérica cuando le cambiaron las prácticas de la Inglaterra del siglo quince a la del catorce. ¿Cómo es posible que cualquiera de esos dos siglos permitiera una calificación adecuada para las prácticas? No podían proporcionar más de un cinco, incluso contando con las enfermedades contagiosas. El Blitz es un ocho, y, con mi suerte, la catedral será un diez.

—¿Crees que debería volver a ver a Dunworthy?

—Sí.

—¿Y luego qué? Sólo tengo dos días. No conozco la moneda, ni el idioma, ni la historia.

—Es un buen hombre —dijo Kivrin—. Será mejor que le escuches mientras puedas. La buena de Kivrin. Siempre ha sido perfecta para apoyarse en ella.

El buen hombre era el responsable de que estuviera aquí, mirándolo todo como el chico de pueblo que se supone soy, buscando una lápida que no está aquí. Gracias al buen hombre, estoy tan poco preparado para mis prácticas como le fue posible.

Apenas podía ver unos metros de iglesia. Veía una luz titilando débilmente en la distancia y un borrón blanco, más próximo, moviéndose hacia mí. Sería un sacristán, o puede que hasta el mismísimo decano. Saqué la carta de mi tío sacerdote de Gales, que se suponía iba a proporcionarme acceso al decano, y le di una palmada al bolsillo de atrás para asegurarme de no haber perdido la microficha del Diccionario Oxford de Inglés (DOI) (revisado, con suplementos históricos) que había escamoteado de la biblioteca. No podía sacarlo en medio de una conversación, pero, con suerte, me las arreglaría mediante el contexto para sortear el primer encuentro y más tarde buscaría las palabras que no conociese.

—¿Eres del Ayarpee? —dijo.

No era mayor que yo, una cabeza más bajo y mucho más delgado. De aspecto casi ascético. Me recordaba a Kivrin. No vestía ropas blancas, pero las sujetaba contra el pecho. En otras circunstancias habría pensado que llevaba una almohada. En otras circunstancias habría sabido de lo que me hablaba, pero no había tenido tiempo de desaprender latín mediterráneo y legislación judaica para aprender cockney y cómo comportarse bajo una incursión aérea. Tenía dos días, y el estimado Dunworthy sólo quería hablar de la sagrada carga de un historiador, en vez de decirme lo que era un Ayarpee.

—¿Lo eres? —volvió a preguntar.

Pensé en sacar el DOI de todos modos, basándome en que Gales estaba en el extranjero, pero no creo que hubiese microfilms en 1940. Ayarpee. Podía ser cualquier cosa, hasta una forma de llamar al servicio de vigilancia, en cuyo caso el responder negativamente no me dejaba en buen lugar.

—No —dije.

De pronto se lanzó hacia adelante y pasó por mi lado para mirar hacia las puertas abiertas.

—Maldición —dijo, volviéndose hacia mí—. ¿Dónde diablos se habrán metido, entonces? ¡Montón de zorras burguesas holgazanas!

Aplausos a lo de entender algo por el contexto.

Me miró más de cerca, con sospecha, como si pensara que sólo simulaba no ser del Ayarpee.

—La iglesia está cerrada —dijo por fin. Le mostré el sobre.

—Me llamo Bartholomew. ¿Está el decano Matthews?

Miró a la puerta un largo momento, como si las zorras burguesas holgazanas pudieran aparecer en cualquier momento, y quisiera atacarlas con el revoltillo blanco.

—Sígueme, por favor —dijo volviéndose hacia mí como si fuera un guía, y se sumergió en la oscuridad.

Me condujo hacia la izquierda, al ala sur de la nave. A Dios gracias que había memorizado la planta, o la extraña metáfora que implicaba mi situación de ese momento, conducido hacia la más absoluta oscuridad por un sacristán furioso, habría bastado para dar marcha atrás y volverme al bosque de St. John. Me ayudó saber dónde estaba. En ese momento debíamos pasar ante el número 26: el cuadro La Luz del Mundo de Hunt —Jesús con una lámpara—, pero estaba demasiado oscuro para verlo. Podríamos haber utilizado nosotros esa lámpara.

Se detuvo bruscamente delante de mí, aún furioso.

—No pedimos el maldito Savoy, sólo un par de catres; Nelson está muerto y está mejor que nosotros, al menos no tiene que preocuparse por la almohada. —Agitó el bulto blanco como si fuera una antorcha en la oscuridad. Al final resultó ser una almohada—. Los pedimos hace dos semanas, y todavía seguimos igual, durmiendo sobre los generales que la diñaron en Trafalgar porque esas zorras prefieren hacerle compañía a los tommies tomando té con pastas en el Victoria, y a nosotros que nos den morcilla.

No parecía esperar que respondiera a su estallido, lo cual me convenía, porque había comprendido una palabra de cada tres. Tropezó delante de mí, apartándose de la luz de un patético cirio de altar, y volvió a detenerse ante un agujero negro. Número veinticinco: escaleras que conducen a la Galería de los Susurros, a la cúpula y a la biblioteca (cerrada al público). Subimos la escalera, llegamos a un salón, nos detuvimos ante una puerta medieval y llamó a ella.

—Tengo que marcharme para seguir esperando —dijo—. Si no me ven son capaces de llevarlas a la abadía. ¿Quiere decirle al decano que vuelva a llamarlas? —dijo, bajando los escalones de piedra, sujetando aún la almohada contra el cuerpo como si fuera un escudo.

Había llamado a la puerta, pero ésta era de roble sólido, y resultaba obvio que el reverendísimo decano no lo había oído. Tendría que volver a llamar. Sí, bueno, y el hombre que sujeta una trazadora también tiene que acabar soltándola, pero el saber que todo terminará en un momento no hace que sea más sencillo gritar « ¡Ahora!». Así que permanecí inmóvil frente a la puerta, maldiciendo al departamento de historia, al estimado Dunworthy y a la computadora que cometió el error trayéndome aquí, ante esta puerta, provisto sólo de una carta de un tío ficticio, y de la que me fiaba tanto como de todo lo demás.

Hasta nuestra vieja y fiable Bodleian me había dejado de lado. El montón de documentación que solicité una y otra vez mediante Balliol y la terminal principal probablemente estará esperándome ahora en mi habitación, a un siglo de distancia. Y Kivrin, que ya había hecho las prácticas y que debió estar ansiosa por aconsejarme, se limitó a caminar silenciosamente como un santo cuando le supliqué que me ayudara.

—¿Fuiste a ver a Dunworthy?

—Sí. ¿Y quieres saber cuál fue la inapreciable información con que me obsequió? «El silencio y la humildad son las sagradas cargas del historiador.» También dijo que me encantaría la catedral. Auténticas perlas de sabiduría del maestro. Una pena que lo que necesite saber sea el momento y lugar donde caerán las bombas, para no recibir una encima. —Me dejé caer en la cama—. ¿Alguna sugerencia?

—¿Qué tal eres en recuperación memorística? —respondió.

—Bastante bueno —dijo levantándome—. ¿Crees que podría asimilar?

—No hay tiempo para eso. Creo que deberías poner todo lo posible en largo plazo.

—¿Hablas de endorfinas?

El principal problema de utilizar drogas para incluir información en tu memoria a largo plazo es que nunca se asienta nada en tu memoria a corto plazo, ni siquiera por un microsegundo, y eso complica bastante lo de recordar los datos, por no decir que resulta enervante. Te proporciona la sensación más oscilante posible entre el deja vu y el estar seguro de no haber visto u oído algo con anterioridad…

El principal problema, insisto, no estriba en esa sensación, sino en el de recuperar información. Nadie sabe con exactitud cómo funciona el cerebro a la hora de sacar algún dato del almacén, pero sí que está relacionado con el corto plazo. Ese momento breve, y a veces microscópico, que la información pasa por el corto plazo parece usarse para algo más que la disponibilidad del tenerlo-en-la-punta-de-la-lengua. Parece que el corto plazo es en lo que se basa todo el complejo proceso de búsqueda y archivo de datos del cerebro; y sin él, y sin la ayuda de las drogas que pusieron allí la información o de sustitutos artificiales, la información es imposible de localizar. Había usado las endorfinas con anterioridad para exámenes, y nunca tuve problemas en la recuperación de datos. Parecía ser la única manera de almacenar la información necesaria en algo parecido al tiempo que me quedaba, pero eso también significaba que nunca conocería ninguna de las cosas que necesitaba conocer, ni siquiera cuando recuperaba la información, si la recuperaba. Hasta entonces las desconocería como si no estuvieran almacenadas en algún oscuro rincón de mi mente.

—Puedes recuperarlas sin artificiales, ¿verdad? —dijo Kivrin, escéptica.

—Supongo que tendré que hacerlo.

—¿Bajo estrés? ¿Sin dormir? ¿Con bajos niveles corporales de endorfinas?

¿En qué habrían consistido exactamente sus prácticas? Nunca las había mencionado, y se supone que los no graduados no debemos preguntarlo. ¿Factores de estrés en la Edad Media? Pensé que todo el mundo los superaba durmiendo.

—Eso espero —dije—. De todas formas estoy decidido a intentarlo si piensas que puede ayudarme en algo.

Me miró con expresión martirizada antes de hablar.

—Nada te ayudará.

Gracias, santa Kivrin de Balliol.

Pero de todos modos lo intenté. Era mejor que sentarme en las habitaciones de Dunworthy viendo como parpadea a través de sus gafas históricamente correctas, diciéndome que la catedral iba a encantarme. Como no llegaba el pedido de la Bodleian, hinché mi crédito y me fui de compras. Cintas sobre la segunda guerra mundial, literatura céltica, historia, guías turísticas, todo lo que se me ocurrió. A continuación compré una grabadora de alta velocidad y la puse en marcha. Cuando terminé, estaba tan asustado por no saber más que cuando empecé que cogí el metro y fui hasta Ludgate Hill para ver si la lápida al servicio de vigilancia provocaba algún recuerdo. No lo hizo.

«Tus niveles de endorfinas todavía no han vuelto a la normalidad», me dije, e intenté relajarme, pero me era imposible teniendo encima la perspectiva de unas prácticas. Y eso sí que son balas de verdad, chico. El que seas un estudiante de historia intentando graduarte no quiere decir que no puedan matarme. Leí libros de historia volviendo a casa en el metro y cuando los pelotas de Dunworthy me transportaban, esta mañana, al bosque de St. John.

Entonces fue cuando guardé en el bolsillo de atrás la micro-ficha del diccionario y partí pensando que tendría que sobrevivir sólo con mis recursos, esperando poder encontrar artificiales en 1940. Recuerdo que pensé que podría pasar el primer día sin incidentes; y aquí me tenías, parado en seco por la primera palabra que se me dirigía.

Bueno, no tanto. Pese al consejo de Kivrin de no almacenar información a corto plazo, he memorizado la moneda británica, un mapa de ferrocarriles y un mapa de mi Oxford natal. Era lo que me había llevado hasta aquí. Seguramente podría tratar con el decano.

La puerta se abrió justo cuando había reunido el valor necesario para volver a llamar, y, como con la trazadora, fue rápido y nada doloroso. Le entregué la carta, me dio la mano y dijo algo comprensible como: «Me alegro de tener otro hombre, Bartholomew». Parecía gastado y cansado como si fuera a desmayarse de decirle que el Blitz no había hecho más que empezar. Lo sé, lo sé. Mantén la boca cerrada. El silencio es sagrado, etc., etc.

—Haremos que Langby le muestre esto, ¿le parece?

Supuse que sería mi sacristán de la almohada, y acerté. Se reunió con nosotros al pie de la escalera, resoplando un poco pero con alegría.

—Han llegado los camastros —le dijo al decano Matthews—. Uno diría que estaban haciéndonos un favor, con sus zapatos de tacón y sus estolas. «Vamos a perdernos el té por tu culpa, guapo», dijo una. «No les vendrá mal —respondí yo—, les conviene perder algún kilo que otro.»

Hasta el decano Matthews le miró como si no le hubiera entendido del todo.

—¿Los ha colocado en la cripta? —le dijo, presentándonos a continuación—. El señor Bartolomew acaba de llegar de Gales. Viene a unirse a los voluntarios.

A los voluntarios, no al servicio de vigilancia.

Langby me paseó por los alrededores, señalando varios rincones oscuros dentro de la general negrura y me arrastró para ver los diez catres plegables que había colocados en la cripta, pasando junto al sarcófago de mármol negro de lord Nelson. Me dijo que no tenía por qué hacer una guardia la primera noche, y sugirió que me fuera a la cama, ya que el sueño era el bien más querido durante las incursiones aéreas. Podía creerle; se agarraba a esa estúpida almohada como si fuera su amante.

—¿Se oyen aquí abajo las sirenas? —le pregunté, preguntándome a mi vez si se taparía la cabeza con la almohada.

Levantó la mirada para contemplar el cielo raso de piedra.

—A veces sí, a veces no. Brinton tiene que tener sus Horlich. Bence-Jones seguiría dormido aunque le cayera el techo encima. Yo necesito una almohada. Lo importante es tener tus ocho horas cueste lo que cueste. Si no las tienes, acabas siendo un muerto ambulante, un zombie, y entonces te matan.

Se marchó a hacer el turno de la noche, dejando atrás esa nota de ánimo, y su almohada en uno de los catres, dándome instrucciones de que no la tocara nadie. Y aquí estoy, esperando mi primera sirena de alarma e intentando resolver todo esto antes de convertirme en un muerto, ambulante o no ambulante.

Utilicé el diccionario robado para descifrar algo de Langby. Éxito a medias. Una zorra es un animal o una prostituta (supongo que lo último). Burgués, un término vulgar que define a los miembros de la clase media. Un tommy es un soldado. No pude localizar ningún Ayarpee, y ya me daba por vencido cuando tuve un fogonazo de la memoria a largo plazo sobre el uso de acrónimos y abreviaturas en tiempos de guerra (te bendigo, santa Kivrin) y me di cuenta de que debía ser una abreviatura pronunciada en inglés. ARP. Air Raid Precautions. Comité para la Prevención de Incursiones Aéreas. Claro. ¿De dónde iban a salir si no los catres?

21 de septiembre: Ahora que he superado la primera impresión de encontrarme aquí, descubro que al departamento de historia se le ha olvidado informarme de lo que se supone debo hacer durante estos tres meses de prácticas. Me entregaron este diario, la carta de mi tío, diez libras, y me enviaron a hacer las maletas para el pasado. Las diez libras (prácticamente utilizadas en viajes de tren y autobús) se supone que deben durarme hasta finales de diciembre y devolverme al bosque de John para ser recogido cuando llegue la segunda carta de mi tío reclamándome junto a su lecho de enfermo en Gales. Hasta entonces tengo que vivir aquí, en la cripta, con Nelson, que, según me dice Langby, está inmerso en alcohol dentro del ataúd. Me pregunto si estallará en llamas si recibimos un impacto directo, o si se limitará a desmoronarse hasta el suelo, en un torrente de podredumbre. La cocina está resuelta con un hornillo de gas donde preparamos un té insípido y gastado y unos indescriptibles arenques. Todo este lujo lo pago pasando el tiempo en el tejado de la catedral y apagando incendiarias.

También debo cumplir con el objetivo de estas prácticas, sea cual fuere éste. Ahora lo único que me preocupa es seguir vivo hasta que llegue la segunda carta de mi tío y pueda volver a casa.

En estos momentos, estoy haciendo todo lo que se me ocurre para no estar ocioso hasta que aparezca Langby para «mostrarme lo básico». He lavado el cazo donde cocinan esos pescaditos, plegado y amontonado las sillas al fondo de la cripta (en el suelo, en vez de en pie, porque tienden a caerse al suelo en plena noche como si fueran bombas) e intentando dormir.

Parece que no estoy entre los afortunados que pueden dormir en medio de un bombardeo. He pasado la mayor parte de la noche preguntándome cuál es el índice de riesgo de la catedral. Las prácticas tienen que tener un mínimo de seis. Ayer por la noche estaba convencido de que sería un diez, considerando a la cripta con un índice de cero, cosa que igual habría podido adjudicárselo a Denver.

Lo más interesante que me ha pasado hasta ahora es haber visto un gato. Estoy fascinado, pero intento no aparentarlo porque parecen muy comunes por aquí.

22 de septiembre: Todavía sigo en la cripta. Langby suele reaparecer a menudo, maldiciendo periódicamente a diversas agencias gubernamentales (todas abreviadas) y prometiendo llevarme al tejado cuanto antes. Mientras tanto, no he encontrado nada más que hacer y estoy ocupado en aprender a manejar una bomba de Kivrin estaba bastante preocupada sobre mis capacidades a la hora de rebuscar en la memoria. Hasta este momento no he tenido ningún problema. Más bien al contrario. Convoqué información para apagar fuegos y he conseguido un manual entero con ilustraciones, incluyendo instrucciones para manejar la bomba. Si los arenques le prenden fuego a lord Nelson me convertiré en un héroe.

Anoche hubo bastante excitación. Las sirenas empezaron pronto a funcionar y algunas de las asistentas que friegan oficinas en el centro de la ciudad se refugiaron en la cripta. Una de ellas me despertó de un profundo sueño, gritando como una sirena. Parece que había visto un ratón. Tuvimos que ir golpeando por entre las tumbas y los catres con una bota de goma hasta convencerla de que se había ido. Justo lo que quería el departamento de historia: cazar ratones.

24 de septiembre: Langby me llevó de ronda. Al llegar al coro, tuve que reaprender a manejar la bomba y me asignó unas botas de goma y un yelmo de Me dijo que el comandante Alien iba a conseguirnos trajes de asbesto de los que usan los bomberos, pero que todavía no habían llegado, así que salí a los tejados con mi propio abrigo para protegerme del frío que hacía pese a estar en septiembre. Daba la impresión de que estábamos en noviembre, y también lo parecía con ese cielo gris, monótono y triste, sin sol. Recorrimos la cúpula y los techos que debían ser planos, pero que estaban erizados de torres, y pináculos, y estatuas, todas ellas diseñadas para atrapar las incendiarias que escapasen a nuestro alcance. Me mostró cómo apagar una incendiaria con arena antes de que quemara el techo y prendiera fuego a la iglesia. Me mostró las cuerdas dispuestas en la base de la cúpula por si había que ir hasta las torres del ala oeste o subir a la cima de la cúpula. Volvimos a la Galería de los Susurros.

Langby mantuvo un monólogo durante todo el recorrido, parte instrucciones prácticas, parte historia de la Iglesia. Antes de bajar a la galería me llevó hasta la puerta sur para contarme que Christopher Wren estaba en medio de la antigua catedral de San Pablo y le pidió a un obrero que le trajera una lápida para colocarla de piedra angular. En ella había una frase en latín, «Volveré a levantarme», y a Wren le impresionó tanto la ironía que hizo que inscribieran la frase sobre la puerta. Langby me miró como si no me hubiera contado una historia que conocían todos los estudiantes de primer año, pero supongo que no deja de ser una bonita historia, si no contamos la del monumento al servicio de vigilancia.

Langby me adelantó, llegando hasta la estrecha balaustrada que rodea la Galería de los Susurros. Ya estaba casi a mitad del otro lado, gritándome medidas y acústicas, cuando se detuvo en la pared de enfrente de mí y me dijo en voz baja:

—Estoy hablando en susurros, pero puedes oírme por la forma que tiene la cúpula. Las ondas sonoras se ven reforzadas por el perímetro de la cúpula. Los bombardeos se oyen aquí como si fueran los truenos del Juicio Final. Tiene un diámetro de treinta y dos metros y medio. Y estamos a veinticinco metros del suelo.

Miré hacia abajo. La balaustrada desapareció debajo de mí y el suelo de mármol blanco y negro se precipitó hacia mí con rapidez cegadora. Tuve que agarrarme a cualquier cosa y caí de rodillas, temblando, mareado hasta el tuétano. El sol había salido, y toda la catedral de San Pablo parecía cubierta de oro. Hasta la madera tallada del coro, los pilares de piedra blanca, los tubos de plomo del órgano… todo ello era dorado, dorado.

Langby estaba a mi lado, intentando sacarme del estupor.

—¡Bartholomew! —gritaba—. ¿Qué te pasa? Por el amor del

Supe que debía decirle que si me soltaba, la catedral y todo el pasado se precipitarían hacia mi persona, y que no podía permitir que me pasara eso porque era un historiador. Dije algo, pero no era lo que quise decir porque Langby se limitó a sujetarme con más fuerza. Me apartó violentamente de la balaustrada, colocándome otra vez en la escalera, y dejó que me derrumbara en los escalones como un fardo, apartándose luego sin decir palabra.

—No sé lo que me ha pasado. Nunca me ha asustado la altura.

—Estabas temblando —dijo con tono agudo—. Será mejor que bajes y te eches un rato.

Volvimos a la cripta.

25 de septiembre: Recuperando memoria: manual del Síntomas de las víctimas de un bombardeo. Primer estadio: shock; estupefacción; desconocimiento de las heridas recibidas; lo que dicen no tiene sentido más que para las mismas víctimas. Segundo estadio: temblores, náuseas; se sienten las heridas; vuelta a la realidad. Tercer estadio: habla incontrolada; deseo de explicar el porqué de su comportamiento a los que les rescatan.

Langby debió de reconocer los síntomas. ¿Cómo interpretaría el hecho de que no había bomba alguna? Difícilmente podría explicarle mi comportamiento, y no es sólo el sagrado silencio del historiador lo que me impide hacerlo.

No dijo nada, de hecho me asignó la primera guardia para la noche del día siguiente como si no hubiera pasado nada, y no parece más preocupado que los demás. Hasta ahora toda la gente que he conocido es como un flan de gelatina (una de las cosas almacenadas en corto plazo es el comportamiento calmado de la gente durante los bombardeos) y las bombas no se han acercado a nosotros desde que estoy aquí. Casi siempre han caído en el East End y en los muelles.

Esta noche oí una referencia a UXB, y he estado pensando en el comportamiento del decano y en que la iglesia estaba cerrada, cuando estoy casi seguro de recordar que estuvo abierta durante el Blitz. Intentaré recuperar los sucesos acaecidos en septiembre en cuanto a tiempo. En cuanto a lo de recuperar cualquier otra cosa, no veo cómo puedo recordar la información adecuada hasta no saber lo que se supone que debo hacer aquí, si es que debo hacer algo.

Los historiadores no tienen pautas sobre las que moverse, ni ninguna clase de restricciones. Si pensase que iban a creerme, podría contarle a todo el mundo que vengo del futuro. Y podría matar a Hitler si viajara hasta Alemania. ¿O no? La charla sobre paradojas temporales abunda en el departamento de historia, y los graduados que vuelven de las prácticas no dicen una sola palabra a favor o en contra. ¿Existe un pasado fijo e inmutable? ¿O hay un nuevo pasado cada día y somos nosotros, los historiadores, los que lo hacemos? ¿Cuáles son las consecuencias de lo que hacemos, si es que hay consecuencias? ¿Y cómo es que nos atrevemos a hacer algo sin conocerlas? ¿Debemos interferir sin preocuparnos, esperando que eso no acarree nuestra perdición? ¿O acaso no debemos hacer nada, no interferir, y, si hace falta, quedarnos contemplando como arde la catedral hasta los cimientos para no cambiar el futuro en absoluto?

Son preguntas para una buena sesión de estudio. Aquí no tienen ninguna importancia. Puedo dejar que la catedral arda hasta los cimientos tanto como mataría a Hitler. No, no es verdad. Lo descubrí ayer en la Galería de los Susurros. Mataría a Hitler si le sorprendiera prendiéndole fuego a la Basílica.

26 de septiembre: Hoy conocí a una joven. El decano Matthews abrió la iglesia, los vigilantes han estado haciendo limpieza y la gente empieza a venir otra La joven me recordó a Kivrin, pese a que Kivrin es bastante más alta y nunca se rizaría así el pelo.

Parecía haber estado llorando. Kivrin tenía ese aspecto cuando volvió de sus prácticas. La Edad Media fue demasiado para ella. Me pregunto cómo se habría enfrentado a esto. Sin duda descargando sus miedos en el sacerdote más cercano, como esperaba sinceramente que no hiciese su sosias.

—¿Puedo ayudarle en algo? —dije, sin tener la menor gana de ayudar—. Soy un voluntario.

Pareció preocuparse.

—¿No os pagan? —dijo, secándose la enrojecida nariz con un pañuelo—. Leí lo de la catedral y el servicio de vigilancia y todo eso, y pensé que podía encontrar algún En la cantina, o algo así. Un trabajo remunerado.

Había lágrimas en sus enrojecidos ojos.

—Pues, verá…, no tenemos cantina —dije con toda la amabilidad posible, pensando en lo impaciente que me ponía Kivrin—. No es un refugio en el amplio sentido de la palabra. Los vigilantes dormimos en la cripta. Me temo que todos somos voluntarios.

—Entonces no me sirve —dijo, secándose los ojos con el pañuelo—. Amo esta catedral, pero no puedo tener un trabajo de voluntario, no con mi hermano Tom viniendo del campo. —No debía estar interpretando la situación correctamente. Hablaba con bastante ánimo, pese a los evidentes signos de aflicción, y no estaba más a punto de llorar que cuando llegó—. Tengo que buscar algún sitio adecuado donde estar. No puedo seguir durmiendo en el metro ahora que tengo a Tom conmigo.

Noté una punzada de repentino miedo, esa angustia que sientes a veces cuando acude a tu mente algo inesperado.

—¿El metro? —dije, intentando situar la sensación, el

—Normalmente en Marble Arch. Mi hermano suele ir antes y guardarme el sitio. — Se interrumpió, se acercó el pañuelo a la nariz y estornudó en él—. Lo siento, es este frío espantoso.

Nariz enrojecida, ojos llorosos, estornudos. Infección respiratoria. Era un milagro que no le dijera que no llorase. Si hasta este momento no he cometido ningún error imperdonable ha sido por pura suerte, y desde luego no por carecer de acceso a la memoria a largo plazo. Ni siquiera he asimilado la mitad de la información que necesito: gatos, resfriados y el modo en que brilla la catedral cuando le da el sol. Sólo es cuestión de tiempo que aparezca algo no conocido y me pare los pies. He decidido que esta noche, cuando termine el turno de vigilancia, me pondré en recuperación. Al menos sabré dónde y cuándo puede caerme algo encima.

He visto al gato un par de veces. Es negro como el carbón con una mancha blanca en la garganta que parece pintada para los apagones.

27 de septiembre: Acabo de bajar del tejado. Todavía estoy

Al principio, el bombardeo se concentró en el East End. La vista era increíble. Por todas partes había haces de luz proyectados por los focos, el cielo estaba rosáceo por el fuego y se reflejaba en el Támesis, las casas estallaban y chisporroteaban como si fueran fuegos artificiales. Y había un trueno constante y ensordecedor, interrumpido ocasionalmente por el zumbido de los aviones, seguido del repetitivo tableteo de las ametralladoras.

Cerca de medianoche, las bombas empezaron a acercarse, haciendo un ruido horrible, como el de un tren a punto de atropellarme. Necesité hasta la última onza de voluntad para no tumbarme en el techo. Langby me habría visto, y no quería darle la satisfacción de repetir mi actuación del día anterior. Mantuve la cabeza alta, sujetando con firmeza el saquito de arena, y me sentí bastante orgulloso de mí mismo.

A las tres pasadas de la madrugada, las bombas dejaron de rugir, luego tuvimos como media hora de calma y, a continuación, un repiquetear semejante al del granizo en los tejados. Todo el mundo menos Langby corrió por telas y bombas de agua. Me miraba. Y yo miraba la incendiaria.

Había caído a pocos metros de mí, detrás de la torre del reloj. Era más pequeña de lo que había imaginado; sólo unos treinta centímetros de largo. Chisporroteaba con violencia, lanzando fuego verdiblanco casi hasta donde yo estaba. Se fundiría dentro de un momento, reduciéndose de tamaño, y empezaría a arder y abrirse paso a través del techo. Se alzarían las llamas y se oirían los gritos de los bomberos, habría cascotes blancos por doquier y no quedaría nada, nada, ni siquiera la lápida al servicio de vigilancia.

Volvía a sentirme como en la Galería de los Susurros. Sentí que había dicho algo, y cuando miré a Langby, éste sonreía socarronamente.

—La Basílica arderá hasta los cimientos —dije yo—. No quedará nada.

—Sí —dijo Langby—. Ésa es la idea, ¿no? Que arda del todo. ¿No es ése el plan?

—¿El plan de quién? —dije estúpidamente.

—El de Hitler, claro —repuso Langby—. ¿A quién crees que me refiero? —y, casi casualmente, cogió su bomba de agua.

La página del manual de la ARP brilló repentinamente ante mí. Vacié el saquito de arena alrededor de la chisporroteante incendiaria, luego cogí otro saquito y lo vacié encima. El humo negro brotó con tanta densidad que apenas pude encontrar mi toallita. Tanteé con ella hasta encontrar la bomba y la metí dentro de un saquito vacío, para luego volver a echar arena. Las lágrimas provocadas por el corrosivo humo recorrían mi cara. Intenté secármelas con la manga y vi a Langby.

No había hecho ningún movimiento para ayudarme. Me sonreía.

—La verdad es que no es un mal plan. Pero no permitiremos que tenga éxito. Para eso se ha montado el Servicio de Vigilancia, ¿verdad, Bartholomew? Para que no suceda.

Ya sé cuál es la finalidad de mis prácticas. Debo impedir que Langby queme la catedral.

28 de septiembre: Tengo que convencerme a mí mismo que anoche me equivocaba respecto a Langby, y que entendí mal lo que me decía. ¿Para qué querría quemar la catedral si no fuera un espía nazi? ¿Y cómo podría entrar un espía nazi en el servicio de vigilancia? Pienso en mi carta de presentación y me echo a

¿Cómo descubrirlo? No puedo ponerle a prueba para ver si sabe algo que sólo sabría un inglés leal de 1940. Me temo que sería yo quien se vería atrapado. Debo hacer correctamente mi trabajo de recuperación.

No me queda más remedio que vigilar a Langby hasta entonces. Al menos, de momento, no me será difícil. Langby ya tiene asignados los turnos de las próximas dos semanas. Los hacemos juntos.

30 de septiembre: Ya sé lo que pasó en septiembre. Langby me lo contó.

—Ya lo han intentado, ¿sabes? —me dijo anoche, cuando estábamos en el coro poniéndonos los impermeables y las botas.

No tenía ni idea de lo que hablaba. Me sentí tan indefenso como el primer día, cuando me preguntó si era del ayarpee.

—El plan para destruir la catedral. Lo han intentado ya. El diez de septiembre. Un explosivo de alta potencia. Pero tú no lo sabes, claro. Estabas en Gales.

No le escuchaba. En cuanto dijo «explosivo de alta potencia» lo recordé todo. Había abierto un agujero en la carretera y se clavó en los cimientos. La brigada antiexplosivos intentó desmantelarla, pero había un escape de gas próximo, y decidieron evacuar la catedral. Pero el decano Matthews se negó a marcharse, así que tuvieron que sacarla y hacerla explotar en el pantano Barking. Recuperación completa e instantánea.

—La brigada antiexplosivos la salvó entonces —decía Langby—. Pero sigue pendiendo de un hilo.

—Sí —dije—, sigue pendiendo. Y me alejé de él.

1 de octubre: Pensé que la recuperación de los sucesos concernientes al 10 de septiembre era algún punto de partida, pero he pasado toda la noche en el catre intentando recuperar algo sobre espías en la catedral y sin conseguir nada. ¿Es que tengo que saber exactamente lo que necesito antes de intentar recordarlo? ¿En qué me beneficia eso?

Puede que Langby no sea un espía nazi. ¿Qué es entonces? ¿Un pirómano? ¿Un loco? La cripta no ayuda a pensar, ya no es tan silenciosa como una tumba. Las asistentas pasan casi toda la noche hablando y el ruido de las bombas se oye amortiguado, lo que de algún modo lo empeora. Cuando conseguí dormirme esta mañana, soñé que una tubería era alcanzada por un impacto y que nos ahogaba a todos.

4 de octubre: Hoy intenté coger al gato. Se me ocurrió que podría persuadirle para cazar el ratón que aterrorizaba a las asistentas. También quería ver uno de cerca. Cogí el cubo de agua que llené anoche con la bomba para apagar un trozo de metralla ardiendo de un antiaéreo. Todavía tenía algo de agua, pero no la bastante para ahogar al gato, y mi plan era atraparle poniéndole el cubo encima, meter la mano por debajo para cogerle y bajarle hasta la cripta e indicarle el ratón. Ni siquiera pude acercarme a él.

Acerqué el cubo, y al hacerlo salpiqué un poco de agua.

Creí recordar que el gato era un animal domesticado, pero debo haberme equivocado. La complaciente cara del felino se retrajo hacia atrás convirtiéndose en una máscara terrorífica, con espantosas garras extendiéndose de lo que creí inofensivas patas, y el gato emitió un espantoso maullido que sobrepasó el alboroto que causaban las asistentas.

Dejé caer el cubo, sorprendido, y rodó hasta uno de los pilares. El gato desapareció.

—Ése no es modo de coger un gato —dijo Langby detrás de mí.

—Eso es obvio —dije, agachándome a recoger el cubo.

—Los gatos odian el agua —dijo con voz átona.

—Ah —dije cogiendo el cubo para llevarlo al coro—. No lo sabía.

—Lo sabe todo el mundo. Hasta un imbécil de Gales.

8 de octubre: Llevamos una semana haciendo doble guardia. Es época de bombardeos. Langby no se presentó en el tejado, así que bajé a buscarle a la iglesia. Le encontré en la puerta este hablando con un anciano. El hombre llevaba un periódico bajo el brazo y se lo pasó a Langby, pero éste se lo devolvió. El hombre se marchó al verme.

—Un turista —dijo Langby—. Quería saber dónde estaba el Teatro Windmill. Ha leído en el periódico que las coristas van desnudas.

Sé que le miré como si no me lo hubiera creído, porque siguió hablando.

—Estás hecho un asco, tío. No has dormido bien, ¿eh? Haré que te sustituyan esta noche.

—No —repuse con frialdad—. Haré mi guardia. Me gusta estar en los tejados. —Y añadí silenciosamente—: «Donde pueda vigilarte».

—Supongo que siempre es mejor que estar en la cripta —dijo, encogiéndose de hombros—. Al menos en los tejados puedes oír a la que acabará contigo.

10 de octubre: Creí que me vendría bien el turno doble, y que me distraería de mi incapacidad para conseguir la recuperación. Hay veces en que sí funciona. El dato surge espontáneamente, sin necesidad de artificiales, tras horas de pensar en cualquier otra cosa, o tras una buena noche de sueño.

La buena noche de sueño está fuera de mi alcance. No sólo las asistentas hablaban continuamente, sino que el gato se ha mudado a la cripta e incordia a todo el mundo maullando como una sirena y pidiendo arenques. Pienso mover el camastro antes de que me toque el turno; lo alejaré del crucero y lo acercaré más a Nelson. Puede estar momificado, pero al menos mantiene la boca cerrada.

11 de octubre: Soñé con Trafalgar, con cañones de barcos y humo, con yeso derrumbándose y Langby gritando mi nombre. Al despertar, lo primero que pensé fue que habían desaparecido las sillas plegables. Había tanto humo que no podía ver

—¡Ya voy! —grité, cojeando hasta Langby mientras me ponía las botas.

Había un montón de escombros en el crucero, junto a las sillas derribadas, y Langby cavaba en él.

—¡Bartholomew! —gritaba, apartando una paletada de yeso y escayola—.

¡Bartholomew!

Seguía pensando que había humo. Corrí por la bomba de agua y luego me arrodillé a su lado, tirando hacia atrás del respaldo de una silla rota. Se resistió, y de repente me di cuenta, había un cuerpo debajo. «Iré a coger un pedazo de yeso y resultará ser una mano», pensé. Me eché hacia atrás, decidido a no vomitar, y volví al montón de escombros.

Langby escarbaba con la pata de una silla e iba mucho más rápido. Le agarré la mano para detenerle, pero se desembarazó de mí como si fuera otro cascote. Apartó un trozo plano de escayola y debajo estaba el suelo. Me di la vuelta y busqué detrás de mí. Las dos asistentas se habían refugiado en el altar.

—A quién estás buscando? —dije, aferrando todavía el brazo de

—Bartholomew —respondió, apartando más escombros. Las manos le sangraban bajo la capa de polvo.

—Estoy aquí. Estoy bien. —El polvo me hizo toser—. Cambié de sitio el camastro. Volvió la cabeza para dirigirse a las asistentas en tono calmado.

—¿Qué había aquí debajo?

—El hornillo de gas —dijo una de ellas desde su refugio en las sombras—, y la agenda de la señora Galbraith.

Langby rebuscó por entre los escombros hasta encontrarlos. El hornillo tenía un escape de gas, pero la llama estaba apagada.

—Al final nos has salvado tanto a mí como a la catedral —dije, vestido sólo con paños menores y botas, agarrando con una mano la inútil bomba de agua—. Podíamos habernos asfixiado.

—No debí salvarte —dijo incorporándose.

Primer estadio: shock; estupefacción; desconocimiento de las heridas recibidas; lo que dicen no tiene sentido más que para las mismas víctimas. Todavía no se daba cuenta de que le sangraba una mano. No recordaría lo que acababa de decir. Había dicho que no debió haberme salvado la vida.

—No debí salvarte —repitió—. Tengo que ocuparme de mi misión.

—Estás sangrando —dije con voz cortante—. Será mejor que te eches. Al decir eso recordé a Langby dirigiéndose a mí en la Galería.

13 de octubre: Era una bomba de alta potencia. Abrió un boquete en el techo del coro y destrozó algunas estatuas de mármol, pero el techo de la cripta no se derrumbó como pensé en un primer momento. Sólo se desprendió algo de yeso.

No creo que Langby fuera consciente de lo que había dicho. Eso tendría que proporcionarme alguna ventaja; ahora que sé dónde está el peligro, sé que no vendrá de arriba. Pero ¿de qué me servirá saberlo, si no sé qué es lo que va a hacer? ¿O cuándo lo hará?

Seguramente los sucesos de ayer permanecerán en mi memoria largo tiempo, pero ni siquiera lo de ayer liberó los recuerdos. Ya no pienso ni en intentar la recuperación memorística. Estoy tumbado, inmerso en la oscuridad, esperando que el techo se derrumbe encima de mí. Y recordando el modo en que Langby me salvó la vida.

15 de octubre: Hoy volvió la chica. Seguía estando resfriada pero había conseguido trabajo remunerado. Daba gusto verla. Vestía uniforme y sandalias, y el cabello le enmarcaba el rostro con un elaborado peinado de rizos. Estábamos limpiando los destrozos que hizo la bomba, y Langby había salido con Alien a buscar madera para arreglar la balaustrada del coro, así que la chica hablaba conmigo mientras yo barría. El polvo la hizo estornudar, pero al menos esta vez sabía lo que le pasaba.

Me dijo que se llamaba Enola y que trabajaba para el Servicio de Mujeres Voluntarias (SMV), encargándose de una de las cantinas móviles que se envían donde hay fuego. Resulta que vino a darme las gracias por el trabajo. Dijo que cuando comentó en el SMV que no había un refugio con cantina en la catedral, le dieron trabajo en el centro de la ciudad.

—Así que vendré por aquí cuando pase cerca y le contaré cómo me va. ¿Le parece? Su hermano y ella siguen durmiendo en el metro. Le pregunté si estaría a salvo así.

Dijo que probablemente no, pero que al menos allí no podías oír la bomba que te mataría, y eso no dejaba de ser una bendición.

18 de octubre: Estoy tan cansado que apenas puedo escribir. Esta noche hemos tenido nueve incendiarias y una mina de tierra que estuvo a punto de caer en la cúpula hasta que el viento alejó de la iglesia su paracaídas. Apagué dos de las incendiarias. Lo he hecho ya cosa de veinte veces desde que llegué y he ayudado a los demás con decenas de ellas, pero sigue sin ser bastante. Una incendiaria, un momento sin vigilar a Langby, y se acabaría todo.

Sé que mi cansancio se debe en parte a esto. Me agoto todas las noches intentando hacer mi trabajo mientras vigilo a propósito, procurando que no caiga ninguna incendiaria sin que yo lo vea. Luego vuelvo a la cripta y me agoto intentando recuperar algún recuerdo, algo, cualquier cosa, algo sobre espías, sobre fuegos, sobre la catedral a finales de 1940, cualquier cosa. Tengo la impresión de que no hago bastante, pero no se me ocurre qué más hacer. Sin la recuperación, sin saber lo que puede depararme el mañana, estoy tan indefenso como toda esa pobre gente que me rodea.

Pero si tengo que hacerlo, lo haré hasta que me llamen a casa. «Cumplo con mi deber», dijo Langby en la cripta.

Yo también cumplo con el mío.

21 de octubre: Ya han pasado casi dos semanas desde la explosión y acabo de darme cuenta de que no he visto el gato desde entonces. No estaba entre los escombros de la cripta. Cuando Langby y yo estuvimos seguros de que no había nadie debajo, lo revolvimos todo dos veces más, por si acaso. Puede que estuviera en el coro.

El viejo Bence-Jones dijo que no nos preocupáramos.

—Los jerries pueden bombardear Londres arrasándolo todo y los gatos saldrían de las ruinas para darles la bienvenida. ¿Y sabes por qué? No quieren a nadie. Por eso morimos la mitad de nosotros. El otro día, en Stepney, una vieja murió por querer salvar a su gato. El maldito gato resultó que estaba en el refugio Anderson.

—¿Dónde está, entonces?

—Apuesto a que en cualquier sitio más seguro que éste. Podemos prepararnos como no esté cerca de la catedral. El viejo dicho sobre las ratas que abandonan el barco está equivocado. Son los gatos los que lo hacen, no las ratas.

5 de octubre: Volvió a aparecer el turista de Langby. No creo que siga buscando el teatro Windmill. Llevaba un periódico bajo el brazo y preguntó por Langby, pero Langby estaba en la ciudad con Allen, intentando conseguir trajes de asbesto como los de los bomberos. Me fijé en el periódico. Era The Worker. ¿Un periódico nazi?

2 de noviembre: Llevo toda la semana en el tejado, ayudando a unos incompetentes a taponar el agujero que hizo la bomba. Están haciendo un trabajo espantoso. Todavía queda una abertura por la que podría colarse un hombre, pero insisten en que así está bien porque, después de todo, de caerte por ahí no pasarías del techo y «la caída no te mataría». No parecen comprender que es el escondite ideal para una incendiaria.

Y eso es todo lo que necesita Langby. No necesita prenderle fuego a la catedral. Sólo tiene que dejar que arda una ahí escondida, hasta que sea demasiado tarde.

No conseguí nada más de los obreros. Bajé a la iglesia para quejarme ante Matthews y vi a Langby y a su turista detrás de una columna, al lado de una ventana. Langby llevaba un periódico y le hablaba. Seguían ahí cuando salí, una hora más tarde, de la biblioteca. Pasa lo mismo con el agujero. Matthews dice que pondremos tablones para taparlo y que sea lo que Dios quiera.

5 de noviembre: Me he rendido y ya no intento recuperar datos. Tengo tanto sueño atrasado que ni siquiera consigo recordar la información de un periódico cuyo nombre conozca. Estamos constantemente con doble turno de guardia. Las asistentas nos han abandonado (igual que el gato), y el silencio reina en la cripta, pero no puedo dormir.

Si consigo echar una cabezada, sueño. Ayer soñé que Kivrin estaba en el tejado, vestida como una santa.

—¿Cuál es el secreto de las prácticas? —le pregunté—. ¿Qué se supone que debo descubrir?

Se secó la nariz con un pañuelo y me habló.

—Dos cosas. Una, que el silencio y la humildad son las sagradas cargas del historiador.

Y dos… —Se interrumpió y estornudó en el pañuelo—. No duermas en el metro.

Sólo me queda la esperanza de conseguir un artificial y provocar un trance. Es todo un problema. Estoy seguro de que es demasiado pronto para que haya endorfinas químicas e incluso alucinógenos. El alcohol es fácilmente conseguible, pero necesito algo más concentrado que la cerveza, único alcohol que conozco por su nombre. No me atrevo a preguntarle a mi compañero. Langby ya sospecha demasiado de mí. Tengo que recurrir otra vez al DOI para encontrar una palabra que no conozco.

11 de noviembre: El gato ha regresado. Langby ha vuelto a salir por los trajes de asbesto, así que pensé que podía abandonar la catedral con relativa seguridad. Fui a la tienda por víveres y, con suerte, un artificial. Ya era tarde, y las sirenas sonaron antes de que llegara a Cheapside, pero los bombardeos no suelen empezar hasta que anochece. Tardé un poco en conseguir todo lo que buscaba y en reunir valor suficiente para pedir cualquier cosa que tuviera alcohol —me dijo que fuera a un pub—, y cuando salí de la tienda, fue como si me hubiera precipitado a un agujero.

No tenía ni idea de hacia dónde quedaba la catedral, o la calle, o la tienda de la que acababa de salir. Me quedé inmóvil en lo que ya no era la acera, sujetando con fuerza el envoltorio de papel marrón que contenía el pan y los arenques sujetándolo con una mano que no habría visto de agitarla ante mis ojos. Me alcé el cuello del abrigo y recé porque mis ojos se acostumbraran pronto, pero no había luz, por escasa que fuera, a la que acostumbrarse. Me habría gustado ver la Luna, ésa a la que maldecíamos los vigilantes de la catedral y a la que considerábamos una quinta columnista. O ver algún autobús de mortecinos faros que me proporcionara la luz necesaria para orientarme. O algún foco de los que se clavaban en el cielo. O el resplandor de una ametralladora en funcionamiento. Cualquier cosa.

Entonces vi un autobús, dos pálidas luces amarillas en la distancia. Empecé a caminar hacia él y salí de la acera. Eso significaba que estaba atravesado en la calle, lo que quería decir que no era un autobús. Un gato maulló cerca de mí, y se frotó contra mi pierna. Miré hacia abajo, a las luces amarillas que creí pertenecían a un autobús. Sus ojos captaban luz de algún sitio, aunque habría jurado que no había ninguna en kilómetros, y la reflejaban hacia mí.

—Acabará cogiéndote algún guardia por esos faros, micifuz —dije, y un avión voló por encima de nosotros—. O un jerry.

El mundo estalló convirtiéndose repentinamente en luz, los focos antiaéreos y el brillo del Támesis parecieron encenderse a la vez, iluminándome el camino a casa.

—¿Qué? ¿Me sigues, micifuz? —dije con alegría—. ¿Dónde te habías metido? Sabías que se nos acababan los arenques, ¿eh? A eso le llamo yo

Le hablé durante todo el camino a casa y le obsequié con una lata de arenques por haberme salvado la vida. Bence-Jones dice que olió la leche que vendían en la tienda.

13 de noviembre: He soñado que estaba perdido en el apagón. No podía ver las manos que agitaba ante mi rostro, y Dunworthy apareció iluminándome con un mechero, pero sólo podía ver de dónde había venido y no adónde me dirigía…

—¿Y de qué les sirve, entonces? —dije—. Necesitan una luz, sí, pero para saber adónde

—¿Aunque sea la luz del Támesis? ¿Aunque sea la luz de las llamas y el resplandor de las ametralladoras? —dijo

—Sí. Cualquier cosa es mejor que esta horrible oscuridad.

Así que se acercó y me entregó el mechero. Y resultó que no era un mechero, sino la linterna que llevaba Cristo en el cuadro de Hunt. Hice que iluminara lo que tenía ante mí para poder encontrar el camino de casa, pero iluminó la lápida al servicio de vigilancia y apagué a toda prisa la luz.

20 de noviembre: Hoy intenté hablar con Lanby.

—Te he visto hablando con ese hombre —le dije.

Sonó como una acusación. Lo hice adrede. Quería que lo considerase así y que abandonara lo que fuera que tuviese planeado.

—Leyendo —dijo—. No hablando.

Estaba arreglando el coro, apilando sacos de arena.

—Entonces te he visto leyendo —dije en tono belicoso. Soltó un saco y se incorporó.

—¿Y qué pasa con eso? Estamos en un país libre. Puedo leerle a un viejo si me da la gana, igual que tú puedes hablarle a tu putilla del

—¿Qué es lo que le lees?

—Lo que me pide. Es un anciano. Solía irse a casa después del trabajo, tomar un poco de brandy y escuchar a su mujer mientras le leía el periódico. Ella murió en uno de los bombarderos. Ahora soy yo quien le leo. No creo que sea asunto tuyo.

Parecía decir la verdad. No tenía ese tono casual que acompaña a las mentiras, y estuve a punto de creerle si no le hubiera oído hablar antes con sinceridad. En la cripta. Después de la bomba.

—Pensé que era un turista buscando el teatro Windmill —le dije. Calló un momento, antes de hablar.

—Ah, eso. Vino con el periódico para preguntarme dónde estaba. Lo examiné para buscar la dirección. Fue muy inteligente por mi parte. No se me ocurrió que no podía leerlo.

Con eso bastaba. Sabía que estaba mintiendo.

—Claro que tú nunca comprenderías algo así, ¿verdad? —Balanceó un saco de arena hasta casi tocarme los pies—. Un simple acto humanitario.

—No —dije con frialdad—. No lo comprendería.

Todo esto no prueba nada. No dijo nada de interés, excepto lo que puede ser el nombre de un artificial, y no puedo ir ante el decano Matthews para acusar a Langby de leer en voz alta.

Esperé hasta que terminó su trabajo en el coro y bajó a la cripta. Cogí entonces uno de los sacos de arena y lo subí al tejado. Los tablones aguantaban bastante bien, pero todo el mundo caminaba alrededor de ellos, evitándolos como si fueran una tumba. Abrí el saco y lo vacié en el agujero. Si Langby había pensado que era un sitio ideal para una incendiaria, puede que la arena ayudara un poco.

21 de noviembre: Hoy le di a Enola algo del dinero de mi «tío» y le pedí que me comprara una botella de Estuvo más reticente de lo que esperaba, así que debe de haber implicaciones sociales de las que no soy consciente, pero aceptó comprarla.

No sé por qué vino. Empezó a contarme algo sobre su hermano, algo que le ha pasado en el metro con los guardias, pero cuando le pedí lo del brandy se marchó sin acabar la historia.

25 de noviembre: Hoy ha vuelto Enola, pero no ha traído el Tiene unos días de vacaciones y piensa ir a Bath a visitar a su tía. Por lo menos estará una temporada a salvo de los bombardeos. No tendré qué preocuparme por ella. Acabó de contarme la historia de su hermano, y me dijo que espera poder convencerla para que aloje a Tom mientras dure el Blitz, pero no está muy segura de que quiera.

El joven Tom no parece estar más cerca de un redomado truhan que de un cuasi criminal. Le han pillado dos veces robando carteras en la estación de metro de Bank, y tuvieron que mudarse a la de Marble Arch. La consolé lo mejor que pude y le dije que todos los chicos son malos en un momento u otro. Lo que de verdad quería decirle era que no necesitaba preocuparse, que el joven Tom daba la impresión de ser todo un superviviente, como mi gato, como Langby, al que no le preocupa nada que no sea él mismo, perfectamente dotado para sobrevivir al Blitz y conseguir un puesto importante en el futuro.

Entonces le pregunté si había conseguido el brandy.

—Pensé que lo habías olvidado.

Me inventé una historia sobre cambiar el turno para comprar una botella, y pareció animarse un poco, pero no estoy seguro de que no utilice este viaje a Bath como una excusa para no hacer nada. Acabaré teniendo que dejar la catedral y comprar yo mismo la botella, y no quiero dejar a Langby solo en la iglesia. Le hice prometer que me traería el brandy antes de marcharse. Pero todavía no ha vuelto, y hace rato que enmudecieron las sirenas.

26 de noviembre: Enola sigue sin aparecer, y dijo que su tren salía al mediodía. Supongo que debo dar gracias porque al menos está a salvo fuera de Londres. Puede que en Bath consiga curarse el

Esta noche apareció una chica del para llevarse la mitad de los catres y nos contó que las bombas habían acertado un refugio del East End. Cuatro muertos y doce heridos.

—Al menos no fue en uno de los refugios del metro —dijo—. Entonces sí que habría sido grave la cosa.

30 de noviembre: He soñado que llevaba el gato hasta el bosque de St. John.

—¿Es una misión de rescate? —preguntaba

—No, señor —respondí orgulloso—. Ya sé lo que debía encontrar en las prácticas. Este es el único que he podido encontrar. Tuve que matar a Langby ¿sabe? Tuve que hacerlo para que no quemara la catedral. El hermano de Enola se ha marchado a Bath, y los demás nunca conseguirán sobrevivir. Enola lleva sandalias en invierno y duerme en el metro, y usa horquillas para que se le rice el pelo. No podrá sobrevivir al Blitz.

—Puede que debieras haberla rescatado a ella. ¿Cómo se llamaba?

—Kirvin —dije, y desperté temblando y con frío.

5 de diciembre: Hoy he soñado que Langby tenía una bomba trazadora. La llevaba bajo el brazo como si estuviera envuelta en papel marrón, y salía de la estación de St. Paul por Ludgate Hill en dirección a la puerta oeste.

—No es justo —le dije, bloqueándole el paso con un brazo—. Hoy no hay turno de vigilancia.

Sujetaba la bomba contra su pecho como si fuera una almohada.

—Eso es culpa tuya —dijo, y la lanzó hacia la puerta del frente antes de que pudiera coger la arena y mi cubo de agua.

La trazadora no se inventó hasta finales del siglo veinte, y todavía pasaron diez años hasta que los desposeídos comunistas se apoderaran de ella convirtiéndola en algo que puede llevarse bajo el brazo. Es un aparato que puede lanzar al olvido cien metros cuadrados de ciudad.

Gracias a Dios, es un sueño que jamás se hará realidad.

El sueño se desarrollaba en un día soleado, y, esta mañana, cuando abandoné la guardia, el sol brillaba por primera vez desde hacía semanas. Bajé a la cripta y volví a subir, haciendo por segunda vez la ronda de los tejados, revisando luego la escalera y huecos y rincones traicioneros donde podía pasar desapercibida una incendiaria. Me sentí mejor tras hacerlo, pero volví a soñar cuando me dormí, y esta vez con fuego y con Langby contemplándolo, sonriendo.

15 de diciembre: Esta mañana encontré el gato. Anoche hubo bastantes incursiones aéreas, pero la mayoría iban hacia Canning Town, y en los tejados no pasó nada digno de mención. De todos modos, el gato estaba muerto. Lo descubrí esta mañana, en la escalera, cuando hacía mis rondas privadas. Un golpe. No tenía ninguna marca, a excepción de la mancha blanca de su garganta, pero cuando lo cogí era como si estuviera relleno de

No sé qué hacer con él. Por un momento se me ocurrió la locura de pedir a Matthews permiso para enterrarlo en la cripta. Muerte honorable en tiempo de guerra o algo así. Trafalgar, Waterloo, Londres, muerto en batalla. Terminé envolviéndolo en mi bufanda y llevándolo hasta un edificio en ruinas de Ludgate Hill, para enterrarlo entre los escombros. No servirá de nada. No le protegerá de los perros o las ratas, y nunca conseguiré otra bufanda. He gastado ya casi todo el dinero de mi tío.

No debería estar aquí. Todavía no he examinado el resto de la escalera o los huecos, y puede haber alguna incendiaria sin estallar que no haya visto.

Cuando llegué aquí, me consideraba un caballero al rescate, un profeta del pasado. No estoy haciendo muy bien el trabajo. Al menos Enola está a salvo. Me gustaría que hubiera algún modo de enviar la catedral a Bath para ponerla a salvo. Anoche apenas hubo bombardeos. Bence-Jones dice que los gatos sobreviven cualquier cosa. ¿Y si hubiese venido a mí para mostrarme el camino a casa?

Todas las bombas cayeron en Canning Town.

16 de diciembre: Enola ha vuelto. Verla ahí, en la escalera donde encontré al gato, durmiendo en Marble Arch, y sin estar a salvo, es más de lo que puedo

—Creí que estabas en Bath —dije estúpidamente.

—Mi tía dijo que admitía a Tom, pero no a los dos. Tiene la casa llena de niños evacuados. ¿Y tu bufanda? Hace un frío terrible ahí arriba.

—Yo… —dije, incapaz de decirle la verdad—. La perdí.

—Nunca conseguirás otra. Van a racionar la ropa. También la lana. Nunca conseguirás otra igual.

—Lo sé —dije parpadeando.

—Siempre acabamos perdiendo las cosas buenas. Es algo criminal, eso es lo que es.

No supe cómo responder a eso, así que me limité a dar media vuelta y a alejarme con la cabeza gacha, para buscar bombas y animales muertos.

20 de diciembre: Langby no es un nazi. Es un comunista. Apenas puedo escribirlo. Un comunista.

Una de las asistentas encontró el The Worker detrás de una columna y lo bajó a la cripta cuando acabábamos el primer turno.

—Malditos comunistas —dijo Bence-Jones—. Ayudan a Hitler, hablan mal del rey y provocan disturbios en los refugios. Unos traidores, eso es lo que son.

—Aman a Inglaterra igual que tú —dijo la asistenta.

—No aman a nadie que no sean ellos mismos. Son unos malditos egoístas. No me extrañaría saber que hablan por teléfono todos los días con Hitler. « ¿Qué hay, Adolf?, vamos a decirte dónde debes soltar las siguientes bombas.»

La espita de la tetera silbó, y la asistenta se levantó para echar el agua caliente en una taza con té.

—Que digan lo que piensan no quiere decir que pretendan prenderle fuego a la catedral.

—Pues claro que no —dijo Langby, bajando la escalera.

Se sentó y se quitó las botas, estirando los dedos de los pies dentro de los calcetines de lana.

—¿Quién quiere prenderle fuego a la catedral? —dijo.

—Los comunistas —repuso Bence-Jones, mirándole a los ojos. Y me pregunté si también sospechaba de Langby.

—En tu lugar yo no me preocuparía de ellos. Los jerries son los que se están esforzando esta noche todo lo posible para prenderle fuego. Ya llevamos seis incendiarias, y una de ellas casi se mete en el agujero que hay encima del coro.

Le mostró su taza a la asistenta, y ésta la llenó de té.

Quería matarle, golpearle hasta que no fuera más que polvo y despojos en el suelo de la cripta mientras Bence-Jones y la asistenta nos miraban sorprendidos sin saber qué hacer, y yo les contaba todo a ellos y al resto de los vigilantes. « ¿Sabéis lo que han hecho los comunistas? —quería gritar—. ¿Lo sabéis? Hay que detenerle.» Incluso me incorporé y avancé hacia él mientras seguía sentado y estiraba las piernas, con la capa de asbesto todavía sobre los hombros.

Y entonces pensé en la galería vestida de oro, en los comunistas saliendo de la estación del metro con el paquete bajo el brazo, y me sentí mal, con ese mismo vértigo de culpa e impotencia de siempre, y me tambaleé hacia atrás, sentándome en un borde del camastro, e intenté pensar lo que debía hacer a continuación.

No se dieron cuenta del peligro. Ni siquiera Bence-Jones, con toda su cháchara sobre traidores, pensaba que serían capaces de otra cosa que no fuera hablar contra el rey. No saben, no pueden saber, en qué se convertirán los comunistas. Stalin es un aliado. El comunismo significa Rusia. Nunca han oído hablar de Karinsky, ni de la Nueva Rusia, ni de todas esas cosas que convertirán la palabra «comunista» en sinónimo de «monstruo». No lo sabrán nunca. Para cuando los comunistas se conviertan en lo que se convertirán, ya no habrá servicio de vigilancia. Sólo yo sé lo que significa oír pronunciar la palabra «comunista», aquí en la catedral de San Pablo.

Un comunista. Debí haberlo supuesto. Debí haberlo supuesto.

22 de diciembre: Volvemos a doblar la vigilancia. No he dormido nada, y me tambaleo cuando estoy en pie. Esta mañana estuve a punto de colarme por el agujero, y sólo me salvé dejándome caer de rodillas. Mis niveles de endorfina fluctúan de manera salvaje y sé que debo dormir cuanto antes o acabaré como uno de los muertos ambulantes de Langby; pero temo dejarle a solas en los tejados, a solas en la iglesia con el líder de su partido, a solas en cualquier parte. Le vigilo hasta cuando duerme.

Creo que, pese a mi estado, podría provocar un trance si consigo algún artificial. Pero ni siquiera puedo ir a un pub. Langby está constantemente en los tejados, esperando una oportunidad. Cuando Enola vuelva tengo que convencerla para que me consiga el brandy. Sólo me quedan unos días.

28 de diciembre: Enola vino esta mañana cuando yo estaba en el ala oeste, levantando el árbol de Navidad. Se derrumbó hace tres noches. Lo había enderezado y estaba agachado recogiendo el oropel de adorno que estaba tirado en el suelo cuando Enola apareció de entre la niebla como si fuera algún santo. Se paró y me besó en la mejilla. Luego se enderezó, con la nariz colorada por su perenne resfriado, y me alargó un paquete envuelto en papel de colores.

—Feliz Navidad —dijo—. Vamos, ábrelo. Es un regalo.

Mis reflejos habían desaparecido casi del todo. Sabía que el paquete era demasiado estrecho para contener una botella de brandy, pero de todos modos creí que se había acordado, que me había traído la salvación.

—Cariño —dije, y lo abrí desgarrándolo.

Era una bufanda. De lana gris. La miré durante medio minuto sin saber lo que era.

—¿Dónde está el brandy?

Me miró sorprendida. Su nariz enrojeció aún más y sus ojos se empañaron de lágrimas.

—Esto te hace más falta. No tienes cupones para ropa y has de estar todo el tiempo a la intemperie. Está haciendo mucho frío.

—¡Necesitaba el brandy! —grité

—Sólo intentaba ser amable —empezó, pero la interrumpí.

—¿Amable? Te pedí No recuerdo haberte dicho que necesitase una bufanda.

Se la devolví y empecé a desliar una hilera de bombillas de colores, que se rompieron al caerse del árbol.

Puso esa mirada de mártir que Kivrin sabe poner tan maravillosamente bien.

—Me preocupa que pases todo el tiempo ahí arriba —dijo apresuradamente—. Quieren destruir la catedral, ¿sabes? Y está tan cerca del río. No creo que debas beber.

Es… es un crimen que no te cuides cuando están haciendo todo lo posible por matarnos a todos. Es como si estuvieras de su lado. Me preocupa venir un día y no encontrarte.

—Perfecto. ¿Y qué se supone que debo hacer con la bufanda? ¿Envolverme con ella la cabeza cuando suelten las bombas?

Dio media vuelta, echó a correr y desapareció en la niebla gris antes de que bajara dos escalones. Fui tras ella sin darme cuenta que seguía sujetando las bombillas, tropecé con ellas y casi caigo escalera abajo.

Langby me sujetó a medio camino.

—Se te acabaron las guardias —dijo con tono huraño.

—No puedes hacer eso.

—Oh, sí que puedo. No quiero muertos ambulantes conmigo en el tejado.

Dejé que me condujera hasta la cripta, donde me preparó una taza de té y me metió en la cama, todo ello con mucha deferencia. No dio ninguna muestra de que fuera esto lo que había esperado todo este tiempo. Decidí quedarme hasta que sonaran las sirenas. Cuando volviera a los tejados no podría echarme sin que resultara sospechoso. ¿Sabéis lo que me dijo antes de marcharse el bombero de vocación, vestido con sus botas de goma y su traje de asbestos?

—Quiero que duermas algo.

Como si pudiera dormir sabiendo que Langby estaba en el tejado. Podría acabar convertido en una antorcha humana.

30 de diciembre: Las sirenas me despertaron. El viejo Bence-Jones estaba a mi lado.

—Esto ha tenido que sentarte bien. Has dormido toda una vuelta del reloj.

—¿A qué día estamos? —dije, cogiendo las botas.

—A veintinueve. No hace falta que te apresures —añadió al ver que iba hacia la puerta—. Esta noche vienen con retraso. Puede que hasta no vengan. Eso sí sería una bendición.

Me detuve junto a la escalera, apoyándome en la fría piedra.

—¿Está bien la catedral?

—Aún aguanta. ¿Pesadillas?

—Sí —dije, recordando las de las últimas semanas…: el gato muerto en mis brazos en el bosque de St. John, Langby con el Worker bajo el brazo, la lápida al servicio de vigilancia iluminada por la lámpara de Cristo.

Entonces recordé que no había soñado. Me había sumido en esa clase de sueño por la que había rezado, la clase de sueño que me ayudaría a recordar.

Y entonces recordé. No la catedral arrasada por los comunistas, sino un titular de periódico: «Marble Arch acertado. Mueren dieciocho personas en la explosión.» No recordaba la fecha, a excepción del año: 1940. Sólo quedaban dos días para finalizar 1940. Cogí el abrigo y la bufanda y subí corriendo la escalera.

—¿Dónde diablos crees que vas? —me gritó No podía verle.

—Tengo que salvar a Enola —dije, y mi voz resonó en el eco del oscuro santuario—.

Van a bombardear Marble Arch.

—No puedes marcharte ahora —gritó detrás de mí, donde estaba la lápida al servicio de vigilancia—. La primera oleada acaba de empezar. Asqueroso…

No oí el resto. Ya estaba bajando la escalera y metiéndome en un taxi. Se llevó casi todo el dinero que tenía, el dinero que había reservado cuidadosamente para el viaje de vuelta al bosque de St. John. El bombardeo empezó cuando estábamos en Oxford Street, y el conductor se negó a seguir. Me dejó inmerso en la negrura, y me di cuenta de que nunca llegaría a tiempo.

Explosión. Enola derrumbándose en la escalera que llevaba al metro, calzando aún las sandalias, sin ninguna señal en el cuerpo. Y cuando intento levantarla parece no tener huesos y estar rellena de jalea. Había llegado tarde y tendría que envolverla con la bufanda que me regaló. Había retrocedido cien años para llegar tarde a salvarla.

Corrí las últimas manzanas, orientándome por la batería antiaérea que debía de estar instalada en Hyde Park, y bajé a trompicones los escalones del metro de Marble Arch. La mujer de las taquillas cogió mis últimos peniques a cambio de un billete para la estación de la catedral. Me lo metí en el bolsillo y corrí hacia la escalera.

—No corra, por favor —me dijo con placidez—. Es a su izquierda.

La puerta de la derecha estaba bloqueada por una barricada de madera, y las puertas metálicas que había al otro lado estaban bajadas y cerradas con candados. La placa con los nombres de las estaciones estaba tapada con cinta adhesiva y en la barricada había un cartel clavado que decía «Todos los trenes» y señalaba a la izquierda.

Enola no estaba en los parados ascensores, o en el suelo, apoyada contra la pared del vestíbulo. Llegué al primer tramo de escaleras y no pude continuar. Una familia se había instalado justo por donde yo quería pasar. Estaban preparando un té comunal con pan, mantequilla, un bote de mermelada sellado con papel encerado y un hornillo, semejante al que Langby y yo rescatamos de los escombros, dispuesto todo ello en un mantel con flores bordadas en las esquinas. Me detuve un momento mirando abajo, a ese té dispuesto en los escalones como si fuera una cascada.

—Yo… Marble Arch… —dije. Veinte personas muertas por la onda expansiva—. No deberían estar aquí.

—Tenemos tanto derecho como cualquiera —respondió belicosamente un hombre—

. ¿Quién es usted para decir que nos vayamos?

Una mujer que sacaba platos de una caja miró asustada. La tetera empezó a silbar.

—Usted es quien tiene que moverse. Venga, muévase —y se echó a un lado para que pasara.

Pasé sobre el bordado mantel, disculpándome.

—Perdonen. Estoy buscando a alguien que está en el andén.

—No creo que encuentre a nadie por ahí, amigo —dijo el hombre señalando en esa dirección.

Me apresuré, estuve a punto de pisar el mantel, y doblé la esquina para darme de bruces con el infierno.

Pero no era el infierno. Las chicas que se apoyaban en la pared resguardándose en sus abrigos estaban alegres o apáticas o irritables, pero desde luego no parecían condenadas. Dos chicos se peleaban por una moneda y la perdieron entre los raíles. Se asomaron al borde del andén, discutiendo sobre cuál se bajaría por ella, y el guardia de la estación les gritó que no se asomaran. Un tren tambaleante y repleto de gente llegó a la estación. Un mosquito se posó en la mano del guardia y éste se dio un manotazo para matarlo, fallando en el intento. Los chicos se rieron. Y había gente detrás de ellos, por todas partes, apoyándose en los azulejos del túnel como si estuvieran heridos, amontonándose por los demás túneles y sentados en las escaleras. Centenares y centenares de personas.

Retrocedí por la impresión golpeando una taza de té. Se derramó inundando el mantel.

—Ya se lo dije, amigo —dijo el hombre con alegría—. Es todo un infierno, ¿eh? Y abajo es peor todavía.

—Sí. Un infierno.

Nunca habría podido encontrarla. Nunca habría podido salvarla. Miré a la mujer que servía el té y pensé que tampoco podría salvarla a ella. Ni a Enola, ni al gato, ni a ninguno de los que están aquí, perdidos en los interminables pasillos y escaleras del tiempo. Habían muerto hacía ya más de cien años. No se puede salvar el pasado. Ésta debía de ser la lección que me envió a aprender el departamento de historia. Vale, espléndido, la he aprendido. ¿Puedo marcharme ya a casa?

Claro que no, querido muchacho. Te has gastado como un imbécil el dinero en taxis y en brandy, y esta noche es la noche en que los alemanes quemarán la ciudad. (Ahora que es demasiado tarde lo recuerdo todo. Veintiocho incendiarias en los tejados.) Langby tendrá su oportunidad, y aprenderás la lección más dura de todas, la debiste aprender desde un principio: no puedes salvar la catedral.

Volví al andén y esperé detrás de la línea amarilla hasta que llegó un tren. Saqué el billete y lo mantuve en la mano todo el viaje hasta la estación de St. Paul. El humo revoloteó hasta mí cuando llegué. No podía ver la catedral.

—Se acabó —dijo una mujer con voz desprovista de esperanza, y tropecé con un nido de serpenteantes y fláccidas mangueras de tela.

Mis manos se levantaron cubiertas de un barro que olía a rancio, y por fin comprendí (demasiado tarde) lo que se había acabado. No había agua para combatir los fuegos.

Un policía me bloqueó el paso y me quedé inmóvil antes él sin saber qué decir.

—No se permite pasar a los civiles —aseveró—. La catedral está el rojo.

La humareda se movía como si fuera una gran nube de tormenta, vibrando por los relámpagos, y la dorada cúpula se alzaba sobre ella.

—Soy del servicio de vigilancia —dije, y apartó el brazo, y subí al tejado.

Mis constantes de endorfinas debieron subir y bajar como el sonido de una sirena. A partir de ese momento carecí del corto plazo, sólo dispongo de momentos que no encajan bien en el entorno. Gente en la iglesia recogida en un rincón jugando a las cartas cuando bajamos a Langby, el torbellino de maderas ardiendo en la cúpula, el conductor de ambulancia que llevaba sandalias como Enola y que esparció pomada en mis quemadas manos. Y en el centro de todo, un único momento visto con claridad, aquel en que fui tras Langby y le salvé la vida.

Aguanté en mi puesto, pestañeando por el humo. La ciudad ardía y parecía como si la catedral pudiera consumirse por el calor, como si pudiera derrumbarse sólo por el ruido. Bence-Jones estaba en la torre del norte atacando una incendiaria con un azadón. Langby estaba demasiado cerca del agujero remendado, y me miraba. Una incendiaria rebotó tras él. Di media vuelta para coger una toalla y, cuando volvía a mirar, ya no estaba.

—¡Langby! —grité, y no pude oír mi propia

Había caído en el agujero y nadie le había visto a él o a la incendiaria. Nadie, excepto yo. No recuerdo cómo recorrí el tejado. Creo que pedí una cuerda. Conseguí una cuerda. Me la até alrededor de la cintura, le pasé un extremo a otro hombre del servicio de vigilancia y me asomé. Las llamas iluminaban las paredes del agujero casi todo el camino hasta abajo. Podía ver un montón de escombros debajo de mí. Está ahí abajo, pensé, y salté. El espacio era tan estrecho que no había sitio donde echar los escombros. Tenía miedo de enterrarle más aún sin darme cuenta, y empecé a apartar los cascotes tirándolos por encima del hombro, pero apenas había sitio para moverme. Durante un espantoso momento, temí que no estuviera ahí, que cuando apartara toda la madera quemada y el yeso no descubriría más que el suelo vacío, como le pasó a él en la cripta.

Me atormentaba la indignidad de tener que arrastrarme por él. Si había muerto no creía poder soportar la vergüenza de estar en pie sobre su cuerpo inerte. Entonces apareció su mano como si fuera la de un fantasma y me agarró del tobillo. Un momento después daba media vuelta y conseguía liberar su cabeza.

Estaba totalmente blanco y ya no me asustaba.

—Conseguí apagar la bomba —dijo.

Le miré tan embargado por el alivio que no pude hablar. Durante un histérico momento pensé que me echaría a reír de pura alegría de verle. Por fin conseguí darme cuenta de lo que debía decir.

—¿Estás bien?

—Sí —dijo, e intentó levantarse apoyando un codo—. Peor para ti.

No pudo levantarse. Gruñó por el dolor cuando intentó cargar todo su peso a la derecha. Los escombros crujían siniestramente bajo él. Intenté levantarle con cuidado para ver dónde estaba herido. Debía haber caído sobre algo.

—Ya no importa —dijo, respirando con fuerza—. La he apagado.

Le dediqué una mirada de sorpresa, pensando que deliraba, y seguí ayudándole a que rodara sobre un costado.

—Sé que contabas con ésta —continuó diciendo, sin ofrecerme resistencia—. Tenía que pasar tarde o temprano. Pero yo fui tras ella. ¿Qué les dirás ahora a tus amigos?

Su traje de asbesto estaba roto de parte a parte. El lado de la espalda estaba chamuscado y humeante. Había caído sobre la incendiaria.

—Oh, Dios mío —dije, intentando ver frenéticamente lo quemado que estaba sin tener que tocarle.

No tenía modo de saber lo profundas que eran las quemaduras, pero parecían no extenderse más allá de la estrecha abertura que ponía al descubierto el roto del traje. Intenté apartar la bomba, pero estaba tan caliente como un horno. Todavía no se había fundido la envoltura. El cuerpo de Langby y mi arena la habían enfriado. No sabía si volvería a calentarse cuando se expusiera al aire. Miré a mí alrededor, buscando con furia la bomba de agua y el cubo que Langby debió soltar cuando cayó.

—¿Buscando un arma? —dijo Langby con tanta claridad que resultaba difícil pensar que estaba malherido—. ¿Por qué no te limitas a dejarme aquí? Un poco más de exposición ante ese cacharro y estaré asado para cuando amanezca. ¿O prefieres hacer tu asqueroso trabajo en privado?

Me incorporé y les grité a los hombres del tejado. Uno de ellos apuntó con su linterna hacia nosotros, pero su luz no llegaba tan lejos.

—¿Está muerto? —me gritó alguien.

—Llamad a una ambulancia. Tiene quemaduras.

Ayudé a Langby a levantarse, intentando sostenerle sin tocarle las quemaduras. Se tambaleó un poco y se apoyó en el muro, observando como yo intentaba enterrar la incendiaria utilizando un trozo de yeso como pala. La cuerda bajó y la até a Langby. No había hablado desde que le ayudé a incorporarse. Permitió que anudara la cuerda alrededor de su cintura, mientras me miraba fijamente.

—Debí dejar que te asfixiaras en la cripta —dijo.

Se dejaba hacer tranquilamente, pareciendo casi relajado. Le até las manos a la cuerda y se las envolví con ella para asegurarle el agarre del que carecía.

—Llevo vigilándote desde el día de la Galería. Sabía que no te daba miedo la altura. Cuando pensaste que había arruinado tus planes, te decidiste a bajar aquí sin sentir el menor vértigo. ¿Por qué ha sido? ¿Un ataque de conciencia? Arrodillarte ahí como un niñito, gimiendo « ¿Qué hemos hecho? ¿Qué hemos hecho?». Me pones enfermo. Pero ¿sabes lo que me puso en guardia? El gato. Todo el mundo sabe que los gatos odian el agua. Todo el mundo menos los cochinos espías nazis.

Alguien dio un tirón a la cuerda.

—Adelante —dije, y la cuerda se tensó.

—¿Y esa putilla del SMV? ¿También era una espía? ¿Tenías que citarte con ella en Marble Arch? Decirme que iba a ser bombardeado. Eres un espía de lo más podrido, Bartholomew.

Tus amigos ya la pifiaron en septiembre. Seguís igual que al principio.

La cuerda se estremeció y empezó a alzar a Langby. Éste retorció las manos para sujetarse mejor. Su hombro derecho rozó la pared. Le sujeté para que subiera sin problemas.

—Cometes un error. Debiste matarme. Pienso contarlo todo.

Me quedé allí abajo, en la oscuridad, esperando la cuerda. Langby llegó inconscientemente al tejado. Cuando terminó el servicio pasé por la cúpula y bajé a la cripta.

Esta mañana llegó la carta de mi tío acompañada por un billete de diez libras.

31 de diciembre: En St. John me recibieron dos sabuesos de Dunworthy para decirme que llegaba tarde a los exámenes. Ni siquiera protesté. Les seguí obediente, sin pensar siquiera lo injusto que era examinar a un muerto que anda. No había dormido desde hacía… ¿cuánto tiempo? Desde que fui a buscar a Enola. No había dormido desde hacía cien años.

Dunworthy estaba en su despacho, bizqueando mientras me miraba. Uno de los sabuesos me pasó una hoja de papel, el otro dijo que empezaba mi tiempo. Volví la hoja y dejé una mancha aceitosa proveniente de la pomada de mis quemaduras. Me las miré sin comprender. Había tocado la incendiaria cuando aparté a Langby, pero esas quemaduras estaban en el dorso de las manos. La respuesta acudió a mi mente con la voz monótona de Langby: «Son quemaduras de la cuerda, estúpido. ¿Es que a los espías nazis no les enseñan cómo cogerse correctamente a una cuerda?».

Miré la hoja de examen. «Cantidad de bombas incendiarias que cayeron en la catedral de San Pablo. Cantidad de minas de tierra. Cantidad de bombas de alta potencia. Métodos habituales usados para apagar incendiarias. Para minas de tierra. Para bombas de alta potencia. Número de voluntarios que hacían el primer turno. Y el segundo turno. Bajas. Accidentes.» Las preguntas no tenían sentido. Había poco sitio para responderlas, apenas el suficiente para poner un número después de cada pregunta. Método utilizado habitualmente para apagar incendiarias. ¿Cómo iba a poner todo lo que sabía en ese espacio? ¿Dónde estaban las preguntas sobre Enola y Langby y el gato?

Me acerqué al escritorio de Dunworthy.

—La catedral estuvo a punto de arder anoche. ¿Qué clase de preguntas son éstas?

—Debería estar respondiendo preguntas, señor Bartholomew, no haciéndolas.

—Aquí no hay preguntas sobre la gente —dije. La otra capa de mi furia empezó a consumirse.

—Claro que las hay —dijo Dunworthy, pasando a la segunda página del cuestionario—. Número de bajas, mil novecientos cuarenta. Explosión, metralla, otros.

—¿Otros? —dije. El techo podía derrumbarse sobre mí en cualquier momento en una lluvia de polvo de yeso y furia—. ¿Otros? Langby apagó un fuego con su propio cuerpo. Enola tenía un resfriado que no hacía más que El gato… —Le quité el papel y escribí «un gato» en el estrecho espacio que había a continuación de «explosión»—. ¿Es que no le importan nada?

—Importan desde el punto de vista de la estadística —dijo—, pero como individuos son poco relevantes para el curso de la historia.

Mis reflejos se pusieron en marcha. Me sorprendí al descubrir que los de Dunworthy eran casi igual de lentos. Le rocé la mandíbula e hice que se le cayeran las gafas.

—Claro que son relevantes —grité—. ¡Ellos son la historia, y no esas malditas cifras!

Los reflejos de los sabuesos eran muy veloces. No había iniciado otro golpe cuando me cogieron por los brazos y me sacaron de la habitación.

—Están en el pasado sin que nadie pueda salvarles. No pueden ver más allá de sus narices y les bombardean continuamente, ¿y va a decirme que no son importantes? ¿A eso le llama usted ser un historiador?

Los sabuesos me llevaron en volandas hasta el recibidor.

—Langby salvó la catedral. ¿Cómo puede haber una persona más importante que ésa? ¡Usted no es un historiador! No es más que un… —Quería llamarle algo horrible, pero lo único que se me ocurrían eran frases de Langby—. ¡No es más que un cochino espía nazi! ¡No es más que una zorra burguesa holgazana!

Me tiraron al suelo, caí sobre manos y rodillas, y me dieron con la puerta en las narices.

—¡Si tengo que trabajar para usted, jamás seré historiador! —grité, y me fui a ver la lápida conmemorativa al servicio de vigilancia…

31 de diciembre: Tengo que escribir esto a trozos y poco a poco. Tengo las manos en muy mal estado, y los chicos de Dunworthy no me ayudaron mucho. Kivrin viene periódicamente, con su aire a lo Juana de Arco, y me pone tanta pomada en las manos que apenas puedo sujetar el lápiz.

La estación de St. Paul ya no existe, claro, así que bajé en Holborn y caminé el resto del camino pensando en mi último encuentro con el decano Matthews, la mañana siguiente a que ardiera todo el centro de la ciudad. Esta mañana.

—Tengo entendido que le salvó la vida a Langby —dijo—. Y que entre los dos salvaron anoche la catedral.

Le mostré la carta de mi tío y la miró como si no pudiera adivinar de qué trataba.

—Nada se salva para siempre —dijo, y por un terrible momento pensé que iba a decirme que Langby había muerto—. Tenemos que seguir salvando la catedral hasta que Hitler decida bombardear las poblaciones rurales.

Quise decirle que casi habían terminado las incursiones aéreas a Londres. Empezarían a bombardear el campo dentro de pocas semanas, Canterbury, Bath, y siempre apuntando a las catedrales. Usted y la catedral sobrevivirán a la guerra y vivirán para inaugurar la lápida conmemorativa.

—De todos modos, tengo la esperanza de que haya pasado lo peor.

—Sí, señor.

Pensé en la piedra, en la inscripción aún legible después de tanto tiempo. No, señor, lo peor no ha pasado.

Mantuve el ánimo hasta llegar a la cima de Ludgate Hill. Luego me perdí y vagué por los alrededores como un hombre en un camposanto. No recordaba que los guijarros se parecieran tanto al yeso del que Langby intentó desenterrarme. No podía encontrar la lápida por ninguna parte. Al final estuve a punto de caer sobre ella, echándome hacia atrás como si hubiera pisado una tumba.

Era todo lo que quedaba. Se supone que Hiroshima tuvo un puñado de árboles que seguían íntegros y Denver los escalones del capitolio. Ninguno tiene una inscripción que rece: «En recuerdo a los hombres y mujeres del servicio de vigilancia que por la gracia de Dios salvaron esta catedral». La gracia de Dios.

Hay parte de la inscripción borrada. Hay historiadores que aseguran que hay otra línea que decía «para siempre», pero no lo creo, no si el decano Matthews tuvo algo que ver con ello. Tampoco lo creería ni por un momento cualquiera de los vigilantes. Salvábamos la catedral cada vez que apagábamos una incendiaria, y sólo hasta que cayera la siguiente. Vigilar los sitios de riesgo, apagar los pequeños fuegos con la arena y las bombas de agua, los grandes con nuestros cuerpos, para impedir que ardiera la vasta y compleja estructura. Todo me parecía un curso de historia. Vaya un momento para descubrir lo que es de verdad un historiador cuando he tirado por la ventana mi oportunidad de ser uno con tanta facilidad como ellos tiraron dentro la bomba trazadora. No, señor, lo peor no ha pasado.

En la lápida hay quemaduras, allí donde la leyenda dice que estaba arrodillado el decano cuando estalló la bomba. Algo totalmente apócrifo, claro, ya que no es el sitio más apropiado para rezar. Es más probable que fuera la sombra de un turista preguntando por el teatro Windmill o la huella de una chica que le llevaba una bufanda a un voluntario. O un gato.

Nada se salva para siempre, decano Matthews, y lo sabía cuando entré el primer día por la puerta este, intentando ver algo en la oscuridad, pero de todos modos sigue siendo bastante malo. Lo es estar ahí arrodillado entre guijarros de los que no podía desenterrar ni amigos ni sillas plegables, sabiendo que Langby murió pensando que yo era un espía nazi, y que Enola vendría un día y yo no estaría aquí. Es bastante malo.

Pero no lo es tanto como podría serlo. Los dos habían muerto, y el decano Matthews, también, pero murieron sin saber lo que yo ya sabía, lo que hizo que me arrodillara en la Galería de los Susurros, enfermo de pena y culpa: que al final, ninguno de nosotros salvó la catedral. Y Langby no podía volverse y mirarme, sorprendido y dolorido hasta el corazón, para preguntarme: « ¿Quién lo hizo? ¿Tus amigos los nazis?». Y yo no tendría que responder: «No, los comunistas». Eso habría sido mucho peor.

He vuelto a mi cuarto y he dejado que Kivrin me pusiera más pomada en las manos. Quiere que duerma algo. Sé que debería hacer las maletas y marcharme. Sería humillante dejar que vinieran a echarme, pero no tengo fuerzas para luchar con ella. Se parece demasiado a Enola.

1 de enero: Parece que no me he limitado a dormir toda la noche, sino que, además, lo he hecho hasta pasada la hora matutina de llegada del correo. Cuando desperté, descubrí a Kivrin sentada en el borde de la cama sosteniendo un sobre.

—Han llegado tus calificaciones.

Puse la mano haciéndole sombrilla a los ojos.

—Pueden ser maravillosamente eficientes cuando quieren, ¿verdad?

—Sí —dijo Kivrin.

—Bueno, veámoslas —dije, sentándome—. ¿Cuánto tiempo tendré hasta que vengan a echarme?

Me entregó el sobre de la computadora. Lo abrí por la línea perforada.

—Espera —me dijo—. Quiero decirte algo antes de que lo abras. —Posó gentilmente la mano en mis quemaduras—. Estás equivocado con el departamento de historia. Son muy buenos.

No era exactamente lo que esperaba que dijera.

—Bueno no es la palabra que utilizaría para describir a Dunworthy —dije, sacando el contenido del sobre.

La expresión de Kivrin no cambió, ni siquiera cuando me quedé inmóvil, con la hoja impresa apoyada en mis rodillas, donde ella podía verla.

—Bueno —dije.

La nota estaba firmada por el estimado Dunworthy. Me había graduado. Con honores.

2 de enero: Hoy llegaron dos cosas en el correo. Una era el destino de Kivrin. El departamento de historia piensa en todo —incluso en mantenerla aquí el tiempo suficiente para que cuide de mí, hasta en prefabricar una prueba rigurosa para que la pasen sus estudiantes.

Creo que me gustaría pensar que fue eso lo que hicieron, que Enola y Langby sólo eran actores contratados y el gato un inteligente androide programado para el efecto final, pero no demasiado, porque no quiero creer que Dunworthy sea tan bueno, porque entonces no tendría este lacerante dolor que me provoca el no saber qué fue de ellos.

—¿Dijiste que tus prácticas fueron en la Inglaterra del mil trescientos? —le pregunté, mirándole con tanta sospecha como miré a

—Mil trescientos cuarenta y nueve —dijo, y su cara se derrumbó por el recuerdo—.

El año de la plaga.

—Dios mío. ¿Cómo pudieron hacer eso? La plaga es un diez.

—Tengo inmunidad natural —dijo, y se miró las manos.

No supe qué decir y abrí el otro sobre. Era un informe sobre Enola. Estaba impreso por la computadora; tenía hechos, fechas y estadísticas, todas esas cifras que tanto amaba el departamento de historia, pero me contaba lo que creía que debería quedarme sin saber; que Enola se curó el resfriado y que sobrevivió al Blitz. Su hermano Tom murió en los bombardeos de Bath, pero Enola vivió hasta el 2006, el año anterior a que volaran la catedral.

No sé si creer o no el informe, pero no me importa. Es como Langby leyéndole en voz alta al anciano, un acto de generosidad humana. Piensan en todo.

No en todo. No me han dicho lo que le pasó a Langby. Pero, mientras escribo esto, creo que lo sé: le salvé la vida. No importa que al día siguiente muriese en el hospital, y pese a todas las elecciones que se empeña en enseñarme el departamento de historia, sigo sin creer en una: nada está salvado para siempre. Creo que Langby sí lo está.

3 de enero: Hoy fui a ver a No sé lo que pretendía decirle: algún discurso pomposo sobre mi voluntad de servir en el servicio de vigilancia de la historia, manteniéndome firme, silenciosa y santificadamente, contra las incendiarias del corazón humano.

Pero me miró apenas entré, y me pareció que miraba a esa imagen luminosa que era la catedral brillando a la luz del sol antes de que desapareciera del todo, y que sabía mejor que nadie que el pasado no podía salvarse.

—Siento haberle roto las gafas, señor —le dije en vez de lo que llevaba pensado.

—¿Le gustó la catedral? —dijo.

Y, como cuando conocí a Enola, pensé que estaba interpretando mal la situación, que no sentía pérdida alguna, sino algo muy diferente.

—Mucho, señor.

—Sí, a mí también.

El decano Matthews se equivocaba. Luché con la memoria durante toda la práctica para descubrir al final que no era mi enemiga, y que ser un historiador no es ninguna carga bendecida con la santidad. Porque Dunworthy no mira a la fatal luz del sol de esta última mañana, sino a la penumbra de esa primera tarde, mirando a la enorme puerta este de la catedral, a lo que, como Langby, como todo lo demás, como cada momento, está en nosotros, a salvo para siempre.